Mi palabra es cierta. ¿Cómo puedo probarlo? Nací en Darkfield, ¿no? No estuve allí durante treinta años, después del colegio, pero cuando volví todavía era yo Ben Dane, uno de los Dane de Darkfield, el mayor de los hijos del juez Marcus Dane. Y ellos saben que mí palabra es cierta. Mi mujer murió y me harté de todas las ciudades; después también murió mi hermano soltero Sam, que vivió toda su vida aquí en. Darkfield, con su oficina legal de un hombre solo en Lohman, nuestra ciudad más cercana, 6.437 habitantes. Un ataque al corazón a los cincuenta años; yo lo adoraba. Murió Helen, y después Sam, así que envolví mis pocas cosas y me vine a casa, heredando a Adelaide Simmons, ama de llaves de Sam, con su estabilidad inflexible y su cocina celestial. La nostalgia en Maine es un asunto serio a la edad madura; tuve que resignarme. Esperaba una transición gradual hacia mi vejez sin infancia, jugando al ajedrez por correspondencia, o traduciendo algunos clásicos. Pensé que podía dar por garantizado el respeto continuo de mis vecinos. Digo que mi palabra es cierta.
Recordaré de nuevo aquel momento, a mediados de marzo, hace algunos años, con la nieve cayendo del cielo de la tarde, un cielo tan sucio como el fondo de un viejo cacharro de aluminio. El camino que iba por detrás de la casa de Harp Ryder había sido barrido después de la última caída de nieve. Supuse que mi Bolt-Bucket podría recorrer los dos kilómetros hasta su granja, y después volver, antes de que nos atraparan. Harp me había pedido que le consiguiera un libro si yo hacía un viaje a Boston, cualquier maldito libro que hablara de esquimales, y le conseguí uno, el Kabloona, por De Poncius. Veía a los diablos enanos de blanco, corriendo como locos hacia abajo, empujados por el viento, y recordé haber escuchado en la Oficina de Noticias de Darkfield, también conocida como Almacén General de Cleve, que alguien había mencionado un pronóstico de la peor tormenta de nieve en cuarenta años. Joe Cleve, que no permitía poner un aparato de radio en la tienda porque molestaba a su úlcera, preguntó al Gran Inquisidor que estaba a tres metros de distancia:
—¿Por qué siempre tiene que ser la peor en tantos y tantos años, y para qué le sirve eso a nadie?
La Oficina estaba todavía analizando esa pregunta difícil cuando me fui, con mis cigarrillos y todo lo que pude recordar de la lista de compras que me había hecho Adelaide y que yo me había olvidado sobre la mesa. No eran ni las tres cuando llegué al camino trasero de Harp, y una ráfaga le pegó al Bolt-Bucket, como si le diera muerte con una pala.
Traté de ganar impulso para llegar hasta el terreno más alto, giré para evitar a un conejo atontado y me di contra un montón de nieve dura, frenándome de golpe en un sitio del cual nada nos sacaría excepto un remolque.
Yo tenía 57 años entonces, con mi respiración dañada por tanto cigarrillo y mi corazón (ahora lo sé) tan débil como el de Sam. Dejé de maldecir —gradualmente, para evitar movimientos bruscos— y me metí el Kabloona bajo mi abrigo. Pensaba caminar el kilómetro que faltaba hasta casa de Ryder, quedarme allí lo necesario para dejar el libro, decir hola y telefonear para pedir un remolque. Después, como Harp nunca tuvo un coche ni lo tendría jamás, habría que caminar de vuelta y encontrar el remolque.
Si es que Leda Ryder supo alguna vez conducir, eso ya no importaba después que se casó con Harp. Realizaban los trabajos de la granja como lo hacían los antepasados de Harp en la época de Jefferson. Harp cuidaba sus doscientas gallinas ponedoras con métodos que se consideraban modernos antes que las infelices fueran condenadas a las baterías eléctricas, pero en todas sus otras tareas él se acercaba a lo anticuado. En su gran jardín de la cocina dejaba que un retazo de arbustos creciera solo, algunos centímetros; no sobrevivía en otro lado. Unas pocas vacas, algo de terreno para una exigua cosecha y una pequeña perra, Droopy, cuya abuela se había entendido con un perro de patas cortas. En su obesa ancianidad, la única amenaza de Droopy era un ladrido jadeante. Los Ryder debían de haber cubierto todas sus necesidades vitales excepto el tabaco de mascar y de vez en cuando otro vestido para Leda. Harp podía saltearse el Siglo Veinte, y dudo de que Leda fuera consultada al respecto, a pesar de su obsesiva dedicación a ella. Leda era treinta años más joven y él no debía haberse casado con ella. Del otro lado se podía rascar lo mismo: ella no debía haberse casado con él, pero lo hizo.
Harp era quizá un dinosaurio, pero yo crecí junto a él, que era un año más joven. Nadábamos, pescábamos, nos divertíamos. Y cuando yo volví a Darkfield, ya envejeciendo, él fue uno de los pocos que parecían contentos de verme, hasta donde se puede leer algo en un rostro que era como un promontorio de granito. Quizá dos veces por semana, Harp Ryder sonreía.
Remonté la cuesta, y noté una doble marca, como de ida y vuelta, de neumáticos anchos, que ya estaba borroneada por la nieve. Debía de ser el camión de huevos que yo había pasado un cuarto de hora antes en el camino principal. Cada vez que amainaba a mis espaldas el viento del oeste, podía girar y disfrutar uno de mis paisajes favoritos de abedules y abetos. Desde casa de Ryder no hay otro signo de Darkfield, tres kilómetros al sudoeste, excepto una cúspide de iglesia. En los días claros se puede divisar el monte Calvo y sus dos grandes hermanos, más de treinta kilómetros al oeste.
La nieve se estaba espesando. Fue un alivio y un placer contemplar los aleros negros del granero de Harp y el techo de su Cape Codder. Escorzada, la casa parecía limpia contra el fondo del granero; en realidad, casa y granero estaban conectados por un pasadizo de dos pisos, con cinco metros de ancho y unos trece de largo; madera abajo, gallinero arriba. La ventana del cuarto de los Ryder, orientada hacia el sol del amanecer, estaba un metro más arriba del techo de ese pasadizo. Realmente se acostaban con las gallinas. Grité, porque Harp estaba a punto de cerrar la gran puerta. La dejó abierta para mí. Corrí, y la tormenta corrió detrás de mí. El viento del oeste estaba sacudiendo el granero; los remolinos aullaban. La temperatura había bajado diez grados desde que dejé Darkfield. Lo decía el termómetro en la puerta del sendero cubierto, y supe que me había portado como un tonto. Mientras ayudaba a Harp a sujetar la puerta para mantenerla cerrada, creí oír que Leda lloraba.
Una impresión repentina y confusa. El viento estaba explorando nuevas alturas de la pasión, la puerta chirriaba y Harp me preguntaba:
—¿Se rompió el coche?
Todavía pienso que Leda gemía. Si fue así, terminó cuando afirmamos la puerta y Harp le acomodó de través una gruesa barra. No pude entender eso: el viejo picaporte seguramente resistiría cualquier viento excepto un huracán.
—El Bolt-Bucket no se rompe. Deberías conseguirte uno, Harp. Es una gran compañía. Todo lo que hizo fue meterse en una cuneta de nieve.
—Volverás a verlo en la primavera.
Las gallinas estaban rascando arriba, sin asustarse aún por la tormenta. Los ojos de Harp eran pequeños brillos grises de inquietud.
—Ben, ¿tú crees que un hombre está viejo a los 56?
—No.
Mis huesos (que envejecían) estaban sufriendo por llegar al calor de su cuarto-cocina-comedor-salón, no por tristes filosofías.
—Puedo usar tu teléfono, ¿verdad?
—Si no se han caído los cables —dijo, sin moverse, como un hombre batido por otras tormentas—. Esos holgazanes no cortaron este verano las ramas que colgaban. Se lo dije, claro, les dije lo que pasaría… Quiero decir. Ben, ¿lo bastante viejo como para tener fantasías tontas?
Mi cara debía haberle dicho que yo estaba rumiando algo sobre él y su joven mujer. Frunció el ceño, disgustado porque yo no había atrapado el sentido.
—Quiero decir, ver cosas. Cosas que no pueden ser, pero que…
—A todos nos pasa eso a cualquier edad, Harp.
Esa frase fue una estúpida forma de interrumpirlo, porque yo estaba impaciente, tenía frío, quería pasar adentro. Harp siempre tenía una sensibilidad armada en un solo sentido. Su rostro se endureció.
—Bueno, pasa, caliéntate. Leda no se siente bien. Debe de tener un resfriado.
Cuando ella bajó a saludarme, sus ojos estaban enrojecidos. No creo que el viento hubiera hecho aquellos ruidos. La perra Droopy salió de su canasto junto a la estufa para oler mis pies y darme su señal de aprobación, habitualmente baja.
Leda nunca lo pasaba bien allí, siendo joven y apasionada, con limitados recursos mentales. Tenía veintiocho años y parecía alta porque llevaba graciosamente su cuerpo firme. Algo de la hosquedad de su gran boca y de sus lúcidos ojos grises era sexualidad; otra parte era puro descontento. Me gustaba Leda; su carácter no se inclinaba a la animosidad o a la maldad. Antes de su casamiento, la Oficina de Noticias de Darkfield solía declarar, con su habitual corrección escrupulosa, que Leda había tenido encima todo lo que llevara pantalones en cincuenta kilómetros a la redonda. Por una vez, la Oficina puede haber pronunciado un grano de verdad en su malicia, porque Leda poseía el poder que atrae a los hombres sin palabras ni gesto. Después de su abrupto casamiento con Harp (eso me lo dijo Sam; yo entonces no vivía en Darkfield y no la conocía), los chismes sucios se escondieron bajo tierra: enfurecer a Harp Ryder nunca fue saludable.
Los cables del teléfono todavía no habían caído. Mientras yo esperaba que el garaje me contestara, Harp dijo:
—Ben, no te puedo dejar volver a eso. Quédate.
Yo no quería quedarme. Significaba más trabajo y molestias para Leda, y yo era lo bastante anciano como para anhelar mi madriguera conocida y segura. Pero sentí que Harp me pedía quedarme por algún asunto de él. Le pedí a Jim Short, en el garaje, que siguiera adelante con el Bolt-Bucket si yo no estaba ahí para encontrarlo. Jim rugió:
—¿Sabes cómo está, ahora mismo?
—Juntando nieve, parece.
—¡Jesús! —Cubrió imperfectamente el tubo del teléfono.
Sentí sonar su voz a través de ecos:
—¡Saben, el viejo Ben metió de nuevo esa cosa en el montón de nieve…! ¿Qué les parece? Escucha, Ben, no te puedo prometer nada. Los dos remolques están ahora afuera. Mejor que te detengas y des gracias al Señor por haber llegado tan lejos.
—Está bien —dije—. No era una cuneta tan grande.
Leda nos dio café. Miraba continuamente hacia el pie de la escalera, donde ya había una oscuridad como de noche. Una escalera cerrada se inclinaba hacia una puerta frontal nunca usada; detrás de eso estaba la otra sala libre o cuarto de huéspedes, donde yo habría de dormir. No sé qué esperaba encontrar Leda en esa sombra. En cierto momento, cuando una astilla del fuego hizo un ruido extraño, sus labios se apretaron como para contener un grito.
El café me calentó. En ese momento el tiempo ya no permitía discusión. No eran ni las 3.30, pero el Oeste y el Norte se habían perdido en un negro furioso. A través de la silbante cortina blanca, pude ver la puerta del granero, unos trece metros más allá.
—Nadie va a ningún lado a través de eso —dijo Harp. La casa tembló, reforzando sus palabras—. Leda, no pareces muy animada. Descansa un poco.
—Mejor arreglo el cuarto para Ben.
Ninguno de ambos habló con mucha ternura, pero en él se despertó una vehemencia cuando ella se dio la vuelta. Después alguna otra necesidad doblegó su cara de granito. Todo su cuerpo se inclinó hacia adelante, como para ayudarlo a hablar.
—¿Tú no crees que yo pueda estar fuera de quicio? —preguntó.
—Desde luego que no. ¿Qué pasa, Harp?
—Hay algo en los bosques que no debería estar allí.
Para mí eso fue como un alivio; no tendría que escuchar problemas matrimoniales ajenos. Continuó:
—Deseo, por Jesucristo, que esto le toque a otro alguna vez, así yo puedo decir lo que sé, sin que se me rían en la cara. Yo no sirvo para fantasías estúpidas.
Con Harp uno camina sobre huevos. Podía decidir en cualquier momento que yo me estaba riendo.
—Cuéntame —le dije—. Si hay alguien allí ahora, se debe sentir congelado.
—Ajá.
Se fue hacia la ventana norte, mirando hacia donde sabíamos que el camino se sumergía bajo una blanca confusión. El terreno de Harp se extendía al otro lado del camino, hasta el borde de un bosque enorme y siempre verde. Katahdin está más de ochenta kilómetros al norte y un poco hacia el este de nosotros. Vivimos en un mundo que se va marchitando y achicando, pero uno podía salir de la granja de Harp y, excepto por el camino ocasional y por los ríos, no muy grandes, podría seguir sumergido en los bosques hasta la tundra o hasta Alaska. Harp habló:
—Es con este tiempo cuando viene.
Se hundió en el sillón que tenía en la cocina y alargó el brazo hasta Kabloona. Apenas había mirado el libro cuando Leda estaba con nosotros.
—Nombre gracioso.
—Kabloona es el nombre esquimal para el hombre blanco.
—¿Hizo esas fotos…? ¿Son buenas, Ben?
—Me gustan. Hay fotografías en la parte de atrás.
—Oh.
Pasó rápidamente las páginas para buscarlas, pero estudió solamente las que mostraban los fuertes rostros esquimales, y su interés desapareció. Lo que él quería no estaba allí.
—Esta gente es…, ¿es civilizada?
—A su manera, desde luego.
—Ajá, este tipo parece que pudiera encontrar su camino dentro del bosque.
—Es probable que eso sea justo lo que no puede hacer, Harp. Nunca ven un árbol a menos que vengan hacia el sur, y detestan hacer eso. Todo lo que esté debajo del Ártico les parece demasiado caluroso.
—¿Es así? Bien, es un lindo libro. ¿Cuánto te costó?
Yo lo había encontrado de segunda mano; me pagó con las monedas justas.
—Me gustaría leerlo.
Nunca iba a hacerlo. Terminaría en un anaquel del vestíbulo, junto a la Biblia, a un viejo almanaque, a un Longfellow, hasta que algún día el sitio se rematara y nadie se acordara ya de cómo vivía Harp.
—¿Qué es lo que pasa, Harp?
—Oh… estuve oyendo cosas en los bosques, el último verano. Me dije «un zorro», pero después supe que no era. Te hace poner los pelos de punta. Perdí una vaca, en agosto pasado, en la pradera del Norte. Una parte del cerco estaba rota. Quiero decir, Ben, que las dos tablas de arriba estaban arrancadas de los agujeros de los clavos. No había marcas de martillos.
—¿Un oso?
—La única huella que encontré parecía de un oso, pero era demasiado chica. Tú sabes que un oso no arrancaría esas tablas, Ben.
—¿Y la vaca golpeando en ellas, asustada por algo?
Mantuvo la paciencia.
—Ben, ¿construiría yo una cerca para las vacas martillando las piezas del lado de afuera? La vaca le pegaría con toda la fuerza que tuviera, desde luego. Y se mataría haciéndolo, habría sangre y pelos sobre las tablas rotas, y estaría allí, no a dos kilómetros, dentro del bosque. Ocurrió durante una gran tormenta. Supuse que tenía que ser alguien que tenía algún rencor contra mí, quizá algún hijo de perra que codiciara la propiedad, tratando de asustarme después que viví aquí toda mi vida, y mi familia antes que yo. Pero eso no tiene sentido. Encontré la vaca una semana después, encontré lo que quedaba de ella. Dentro del bosque. La cabeza y los huesos. El cuero arrancado y tironeado. Cualquier persona que quiera un poco de carne, corta lo que quiere y se lo lleva. No se sienta y se pone a masticar la carne para desprenderla de los huesos, por Cristo. No le saca la paleta de la coyuntura… Muy bien, quizá fuera un oso. Pero ningún oso hace ese trabajo en la cerca y después se lleva a la vieja Nell, dos kilómetros dentro del bosque, para matarla. Linda Jersey chica, más tonta que un gatito. A Leda le gustaba hacerle cariños, como no suele hacerlo con el ganado… Después miré mucho en los bosques y nunca encontré nada. Alguna vez olí algo. Algo raro, como olor a oso, pero… diferente.
—Pero Harp, si había nieve en el suelo…
—Ahora me vas a llamar loco. Cuando el tiempo está claro, no puedo encontrar las huellas. Lo oigo, de noche, pero cuando voy de día donde estaba el sonido, no hay huellas. Sólo las habituales de la nieve. Lo sé. Vive en los árboles y no baja más que cuando hay tormenta. ¿Cómo llegué a creer eso? Porque aparece, Ben, cuando el tiempo está como ahora, como ahora mismo. Y el viejo Ned, y Jerry en el establo, se agitan, y alguna vez escuchamos el ruido bajo la ventana. Lo ilumino con la linterna a través del vidrio, pero nunca llego a verlo. Salgo con la calibre diez, por si hay alguna luz para ver, y hay huellas alrededor de la casa: agujeros que se cubren de nieve. Por la mañana quedan algunas marcas, y conducen hacia los bosques, al Norte, pero debajo de los árboles ya no se encuentran. ¿Entonces se sube a las ramas y viaja por ellas…? Una vez llegué a verlo, Ben. En octubre. Pero mejor te cuento otra cosa antes. Al día siguiente de haber encontrado lo que quedaba de la vieja Nell, perdí seis pollos grandes. Yo había hecho unos casilleros, recordarás, para que los animales se quedaran en el granero por la noche. Buenas puertas, y yo siempre las cerraba. A las dos de la mañana, Ned y Jerry se ponen como locos. Paso por el granero hasta el establo y estaban enfurecidos y Ned trataba de salir dando coces. Los tranquilizo, miro por todo el establo, por el desván, por el sitio de los arneses, por todos lados. Nada. Una noche tranquila, sin luna. Tenía que ser algo que los caballos hubieran olido. Vuelvo por el granero, y encuentro abierta una de las puertas de los pollos: arrancada de la traba. Un ladrón de gallinas habría traído alguna herramienta para abrir. ¿No sería idiota no hacerlo? Se llevó seis animales, seis espléndidos pollos de cuatro kilos, y dejó las cabezas en el suelo: arrancadas a mordiscos.
—Harp, es un loco. Hay gente que se enloquece así. En algunos viejos cuentos…
—Estuve tratando de creerlo. ¿Pero un hombre pasaría así el invierno? ¿Con ese frío bajo cero?
—Quizá en una caverna. Con pieles de animales.
—Forré con madera toda la parte trasera del granero. Hice lo mismo con las ventanas del gallinero. Tablas de dos por cuatro, con clavos de diez centímetros, puestos de través. Están a cuatro metros del suelo y todavía no vino hasta allí, todavía no… Así que después de lo que pasó, mandé buscar al sheriff Robart. El hijo de perra vive en Darkfield, así que uno pensaría que podría interesarse.
—¿Sirvió para algo?
Harp se rió. Lo hizo manteniendo mi mirada, sin sonido alguno, sin mover un músculo excepto una pequeña agitación en los ojos. Es un arte de Nueva Inglaterra. Quizá había sido importado ya con el Mayflower.
—Robart vino, después de un tiempo. Le mostré esa puerta. Le mostré las cabezas de pollo. Le conté cómo me pasé allí las noches, sentado en mi trasero, con mi calibre diez.
Harp se levantó para escupir el jugo de tabaco en el fuego; tiene la teoría de que eso purifica el aire.
—Ben, creo que le mostré las cabezas de pollo justo debajo de sus narices. Por. la fecha en que él vino, te darás cuenta, ya no estaban frescas. Dijo que miraría por allí y me lo haría saber. A mediados de setiembre. No lo volví a ver.
—¿Habrá supuesto que no era bienvenido?
—Bueno, lo sería tanto como la mierda en el mantel.
—¿Me dijiste que lo habías visto, Harp?
—Si eso se llama verlo… Muy bien. Fue durante los días del verano indio, ¿te acuerdas? Igual que en Junio, pero con lindos colores, olor a brisa… Dios, eso me gusta, me gusta Octubre. Había ido hasta la cuesta donde arreglé la cerca después de perder a Nell. Estaba recostado allí, supongo que cansado. Al final de la tarde, con el cielo que se ponía rosado. Recordarás que la cerca atraviesa la pendiente hasta el bosque del Este. Había dejado que los matorrales crecieran: allí vienen los pájaros. Estaba mirando hacia abajo, en ese claro entre los bosques del Norte y mi bosque, donde aparecen esos pastos crecidos. Lindo sitio. Apareció un pintor por allí, hace unos años. Hizo un cuadro, dijo que el sitio parecía un «coro», no sé qué diablos es, no me lo dijo.
Lo apremié.
—¿Allí lo viste?
—No. A mi derecha, en los matorrales. Calculo que serían unos veinte metros. Por Dios que no moví la cabeza. Lo vi con el rabillo del ojo y me di la vuelta para el otro lado, como si pensara caminar hacia la pendiente. Hice como si estuviera ocupado con algo del pasto y di unas vueltas hasta aproximarme a la cerca. Se quedó allí, una mancha marrón en los matorrales, al lado del abedul amarillo. Casi la altura de un hombre. Yo no tenía ningún arma, ni siquiera un palo… Hombros grandes, no le pude ver los pies. No tendría más de metro y medio. Sus manos, si es que tenía manos, colgaban fuera de mi vista, entre las ramas. Tenía la piel marrón, Ben, un pelambre marrón rojizo en todo el cuerpo. La cara también, la cabeza, el pescuezo enorme. Los pelos brillan con el sol, es imposible equivocarse. Así que… lo miré directamente. Procuré actuar como si no lo viera, pero él lo sabía. Se dio la vuelta y puso el abedul entre él y yo. Sin un sonido.
Y entonces Harp se puso a escuchar a Leda, que estaba en el piso de arriba. Siguió hablando suavemente.
—Bueno, corrí a buscar un arma, y empecé a buscar en el bosque. Para lo que me sirvió… Querrás saber sobre la cara. Esa parte no se la describí a Leda. Verás, está asustada, y no quiero empeorarlo, le dije que era algún animal que se escapó antes de que pudiera verlo bien. Una cara grande, Ben. La cabeza como humana, excepto que sobresale mucho en la mandíbula. Poca nariz: dos agujeros abiertos entre el pelo. Pero, Ben, ¡los dientes! Le vi la boca abierta y él movió un lado de sus labios y me mostró esas enormes cosas penetrantes. Vi unos colmillos semejantes en un oso crecido. Eso es lo que me van a decir si alguna vez trato de hablar de esto. Me van a decir que vi un oso. Pero yo maté mi primer oso cuando tenía 16 años y el viejo me llevó a Jackman. Después maté a uno cada dos años, más o menos. Los conozco, conozco sus costumbres. Pero eso es lo que me van a decir si les cuento esto.
Yo soy un naturista frustrado, lleno de hechos diversos. Sé que no hay monos que puedan aguantar estos inviernos, excepto el inofensivo langur del Himalaya. Ninguna bestia como la que Harp describía existió en ningún lado del planeta. Pero eso no servía. Harp era honesto, era racional, quería una explicación razonable tanto como la quería yo. Por algo era el ateo del pueblo. Dije:
—Sí, supongo que eso te pasará, Harp. La mayoría de la gente no acepta lo… inusual.
—Quizá lo oigas esta noche, Ben.
Leda bajó y oyó una parte de eso.
—Te ha estado contando, Ben. ¿Qué opinas?
—No sé qué pensar.
—Led…, pensé que si yo imitara ese ruido para Ben…
—¡No!
Ella había traído algo para zurcir y se iba a sentar a hacerlo, pero quedó helada como si hubiera sido amenazada por un ataque.
—No podría aguantarlo, Harp. Y… puede traerlos…
—¿Traerlos? —Harp dejó oír una risita ahogada—. No creo que pudiera hacerlo tan bien como para que él viniera.
—¡No lo hagas, Harp!
—Muy bien, señora. —Ella había cerrado los oíos y echado la cabeza hacia atrás—. No te pongas nerviosa.
Empecé a preguntarme sí un hombre que todavía parecía sano podía imaginar tal horror con el propósito inconsciente de atormentar a una mujer demasiado joven para él, una mujer que nunca pudo imaginar que poseería. Si él decía que el ladrido de un zorro no correspondía a un zorro, ella le creería. Dije:
—No debemos hablar de esto si a ella le molesta.
Él me miró como un hombre que flota al salir a la superficie del agua. Leda agregó, con una voz baja y dolorida:
—Ruego a Dios que pudiéramos irnos a Boston.
La cara de granito se cerró como si se defendiera.
—Led… ya hablamos de eso. Nada me va a sacar a mí de mis tierras. No tengo nada que hacer en la ciudad a mis años. ¿Qué puedo hacer? ¿Vigilante nocturno? ¿Limpiar el cuarto del fondo para alguien, por Cristo? Los ahorros se irían en seguida. Ya hablamos de eso. No nos vamos a ningún lado.
—Yo podría trabajar.
Para Harp, eso era lo peor que ella podía decir. Y ella probablemente se dio cuenta por su silencio. Leda agregó, incómodamente:
—Me olvidé algo arriba.
Juntó lo que había traído y se fue.
No hablamos más del tema durante el resto del día. Yo ayudé a ordeñar y en otras tareas, dando una mano donde podía, y pusimos todo tan seguro como podíamos, contra la tormenta y contra otros enemigos. La cosa peluda de dientes largos fue el huésped fantasmal durante la comida, pero lo evitamos, por Leda, o por lo menos eso quisimos hacer. La comida hubiera sido extraña, de cualquier manera. No tenían la costumbre de recibir huéspedes, y Leda era una mala cocinera porque no le importaba. Era una chica de Darkfield y supongo que tenía los habituales sueños confusos de la televisión en el Siglo Veinte, hasta que algún impulso o quizá algún falso signo de embarazo le hizo casarse con un hombre del siglo XIX. Tuvimos un venado cocinado como si fuera vaca, y verduras demasiado cocidas. No me gusta el venado ni siquiera cuando está bien hecho.
A las seis, Harp sintonizó su radio de batería y se sentó con cara de piedra a escuchar las malas noticias del día y el pronóstico del tiempo: «Una tormenta que debe ser la peor en 42 años. Desde las 3, han caído seis centímetros de nieve en Bangor, siete en Boston. No se espera que la caída se detenga hasta mañana. Los vientos aumentarán durante la noche, con ráfagas de hasta cien kilómetros por hora.»
Harp apagó la radio con firmeza. En otras noches que yo estuve allí, le dejaba la radio a Leda después de la cena, y entonces proseguían unos sonidos apagados durante parte de la noche. Pero esta vez Harp quería escuchar otros sonidos. Leda limpió la vajilla, dijo temprano sus buenas noches y se fue arriba.
Harp no habló, excepto cuando por cortesía debía contestar alguna frase mía. Nos sentamos y escuchamos la nieve y el viento lunático. Una hora de eso me bastó; dije que estaba cansado y que quería acostarme temprano. Harp me acompañó hasta la cama en la otra sala y puso otra piedra de carbón en la estufa. Llegó a mostrar una difícil sonrisa de granito, haciendo uso de su cuota de una semana, y sacó una botella de un estante que había estado durante años debajo de un grabado: George Washington, creo, terminando un tratado con algún extraño enfermo de hepatitis que pudo haber sido el general Cornwallis, si es que éste tenía dos pies izquierdos. La botella tenía una clase de whisky de centeno que Harp creía sinceramente que se podía beber, después de haberse quemado el gaznate durante más de cuarenta años por tratar de demostrarlo. Mientras mi garganta se recuperaba, Harp dijo:
—No te debíamos haber molestado con toda esta morralla, Ben. Confío que no te arruine el sueño.
Me dio su otra linterna y cerró la puerta.
Le escuché sentarse de nuevo en el sillón de la cocina. Bajo muchas mantas, sin luz, escuché el silbido cruel de la nieve. La estufa murmuraba como una amiga, convirtiéndome en un reducto de calor vivo entre el frío exterior. Más tarde escuché a Leda, en la parte superior de la escalera, con una voz tímida, cansada y dulce:
—¿Vienes a la cama, Harp?
Los escalones crujieron cuando él subió. La puerta se cerró; después ella gimió en ese dolor deseado que es una breve liberación de los problemas.
Recordé algo que Adelaide Simmons me había contado sobre esta casa, a cuya parte superior yo no había ido desde que Harp y yo éramos muchachos. Adelaide, que era una de las pocas mujeres de Darkfield que nunca habló mal de Leda, me dijo que el pequeño cuarto hacia el lado oeste, frente al dormitorio de Harp y Leda, estaba preparado como para un niño, y que Harp no dejaba poner allí nada que no fueran muebles de niños. Había estado así desde que se casaron, siete años atrás.
Se arrastró otra hora, en la exasperación de mi insomnio.
Entonces escuché a Dientes Largos.
El ruido venía del lado oeste, detrás del jardín oculto por la nieve. Cuando me quitó del filo del sueño, traté de pensar que era el ladrido de un zorro, el chirrido brillante y metálico que la pequeña bestia roja puede lanzar desde su garganta, como un dragón. Pero totalmente despierto, supe que había sido más profundo, más pectoral. ¿Una lechuza? No. Un sonido que correspondía a épocas antiguas, cuando los hombres se confiaban a instrumentos de piedra tallada y tenían todos los motivos para temer la oscuridad.
Los resplandores de la estufa me dieron la luz necesaria para llegar hasta mi ropa. El viento no se había calmado. Vacilé hasta la ventana del oeste, abrochándome, y encontré un blanco total. La nieve se había amontonado sobre el alféizar inferior. Poniéndome de puntillas pude ver encima de eso. Apareció una luz, que iluminaba apenas el campo de nieve. Eso debería venir de una lámpara en el dormitorio de los Ryder, brillando a través de la otra habitación y después, débil y difusa, hacia el caos de la tormenta.
¡Yaaaarh!
Ahora se había acercado horriblemente. Desde las ventanas del norte de la habitación se veía todo negro. Harp se acercó hasta mi puerta.
—¿Despierto, Ben?
—Sí. Ven a mirar por la ventana oeste.
No había dejado ninguna luz en la cocina, y sólo un débil resplandor bajaba desde el dormitorio. Murmuró detrás de mí:
—Ajá, la nieve se amontonó. Debe de tener un metro ya.
¡Yaaaarh!
La voz había gritado del lado sur, el lado tapiado de la casa, sólo visible desde una ventana de la cocina y una más pequeña en el cuartito donde estaba la bomba de mano. La vista desde la ventana de la despensa estaba impedida mayormente por un enorme arce, más alto que la casa. Escuché al viento que silbaba entre los huesos invernales del árbol.
—Ben, ¿prefieres ponerte las botas? Decídelo tú; no tengo derecho a pedírtelo. Yo podría tener que ir afuera.
Harp hablaba bajo, como si la bestia pudiera escucharlo a través de las gruesas paredes.
—Desde luego.
Me puse las botas, que llegaban hasta la rodilla, y cogí el abrigo, mientras lo seguía hasta la cocina. Un rifle de calibre 30 y su pesado caño colgaban en astas de ciervo sobre la puerta. Los encontró en la oscuridad.
El coraje que tuve esa noche me vino de estar empujado a la acción, del miedo de mostrarme cobarde ante un amigo con problemas. Yo estuve en la invasión de Normandía. Acampé solo, cuando era más joven y más sano, en un campo de alces y de osos, y dormí perfectamente. Pero ese ruido de Dientes Largos quitaba el coraje. Dolía a todo lo largo de la médula espinal.
Yo tenía una linterna, pero sabía que Harp no quería que la usara allí. Pude adivinar los muebles y a Harp que llegaba hasta el arma. Ya tenía puestas sus botas, su gorra de piel y su abrigo.
—Tú lleva esto —me dijo, poniéndome el calibre diez en la mano—. Los dos cañones cargados. No es mi manera de hacerlo, cierto, pero desde que esto empezó…
¡Yaaaarh!
—¿Dónde se ha ido ahora? —Harp estaba en la ventana del sur—. ¿Dio la vuelta para aquí?
—Creo que sí… ¿Dónde está Droopy?
Harp dejó oír una risita leve.
—¡La pobre! Se vino arriba apenas escuchó el primer ruido y se metió debajo de la cama. Le dije a Leda que se quedase arriba. Necesitaría una luz acá abajo. No tendría sentido.
Entonces, aparentemente desde el lado este del gallinero y arriba, vino el grito resonante:
¡Yaaaarh!
—¡No es posible! ¡Jesús, eso está a cuatro metros por encima del suelo!
Pero Harp se lanzó por el pasadizo, y yo le seguí.
—Mantén tu luz contra el suelo, Ben. —Corrió por la escalera estrecha—. No ilumines a las aves, van a reaccionar.
Hasta entonces los pollos, estúpidos y prácticamente ciegos en la oscuridad, estaban haciendo sólo un débil cloqueo de alarma. Pero algo estaba golpeando en la parte exterior de la ventana, gruñendo, pegando en las tablas. ¿Era un puño? No sonaba como otra cosa. Harp gritó:
—¡Ilumina la ventana!
Y disparó contra el vidrio.
No sentimos ningún grito. Cualquier ruido exterior habría sido ahogado por la tormenta y por el cacareo de las gallinas alborotadas por el disparo. El vidrio estaba sucio de la mugre de las aves; no pude ver a través de él. La bala había agujereado el panel sin destrozarlo, y había pasado entre las tablas, pero la bestia podía haberse apartado antes del disparo.
—Tengo que ir afuera. Tú quédate, Ben.
En la cocina cambió el rifle por una escopeta.
—Puede que no tenga oportunidad de apuntar. Recuerdas esta pieza, ¿verdad?
—La recuerdo.
—Bien. Mantén abiertas las orejas.
Harp corrió a través de la puerta que daba a una pequeña zona de piso firme junto al techado de madera. Para llegar hasta la ventana del este tendría que remontar a través de la nieve, detrás del granero, ya que había bloqueado todas las aperturas traseras. También podía dar la vuelta a toda la casa, pero afrontando el viento del oeste y peleando contra nieves más profundas. Vi cómo su gran sombra se esfumaba fuera de la vista.
La voz de Leda me llegó desde arriba.
—¿Le… le ha dado?
—No sé. Ha ido a ver. Tranquilízate.
Oí una vez más ese ladrido infernal antes de que Harp regresara, y otra vez sonó en las alturas; debió de venir de la copa del gran arce. Y momentos más tarde —yo estaba escudriñando en la oscuridad, para ver a Harp— un tremendo ruido de vidrios y maderas rotas, y un violento golpe de puerta en el piso superior. Un chirrido penetrante se interrumpió, y después hubo un grito como ningún ser humano debería escuchar jamás. Todavía lo oigo.
Creo que perdí algunos segundos por la impresión. Después subí trabajosamente por la escalera, entorpecido por el rifle y la linterna. El viento rugía en la puerta de la cocina y Harp me estaba empujando, apartándome a un lado. Pero yo estaba justo detrás de él cuando abrió la puerta del dormitorio. El ventarrón desde la ventana rota que había golpeado la puerta también había apagado la lámpara. Pero nuestras linternas nos dijeron en seguida que Leda no estaba allí. Nada había, nada vivo.
Droopy yacía en una mezcla de fragmentos de vidrio y de maderas de la ventana, muerta con el pescuezo aplastado: algo había caído sobre ella. La frazada había sido arrastrada casi hasta la ventana; quizá la mano de Leda se había asido a ella. Vi sangre en algunos fragmentos de vidrio y, en el alféizar destrozado, un retazo de pelambre rojiza.
Harp corrió hacia abajo. Yo vacilé unos segundos. La flecha del miedo me había entrado hondo, pero en ese momento me dejó atontado. Mi luz dio en una fea fotografía de la pared, la madre de Harp a los 50 años o algo así, petrificada y seria frente a la cámara, una deidad puritana con ojos asustados. La recordaba.
Harp se había apartado de la religión cuando su padre murió, y dejó de ir a la iglesia. La madre lo «repudió». La granja era de él; ella lo dejó y se fue a vivir con una hermana viuda en Lohman y murió poco después, sin reconciliarse. Harp vivió como un soltero, maniático, encerrado, hasta su extraño casamiento a los 50 años. Ahora estaba todavía aquí la madre, vigilante, implacable. En el sopor de mi shock pensé: «Oh, probablemente hacen el amor con las luces apagadas.»
Pero ahora Leda no estaba allí.
Corrí detrás de Harp, que había salido por la puerta de la cocina para luchar contra el viento. Salí allí con el rifle y la linterna, y a través del camino vi su luz. No había ninguna otra luz: sólo su pequeño brillo y el mío.
Apenas me forcé a dar vuelta la esquina de la casa, hacia el fantástico abrazo de la tormenta, supe que no podría lograrlo. El viento del oeste me clavaba espinas en la cara. La nieve me llegaba hasta la mitad de los muslos. Con pulmones débiles y quizá un corazón imperfecto, no podía hacer nada excepto morir rápidamente para nada. En un momento Harp estaría bajando la cuesta hacia los bosques. Sus huellas ya desaparecían bajo mi luz. Me empujé un poco más, y un respiro de un instante en la tormenta me permitió gritar:
—¡Harp, no puedo seguir!
Me escuchó. Puso las manos para hacer bocina en su boca y contestó:
—¡No lo intentes! ¡Vuelve a casa! ¡Telefonea!
Agité la mano para acusar recibo del mensaje y luché para volver.
Apenas si conseguí hacerlo. En la puerta de la cocina caí redondo, con el arma y la linterna que rebotaron hacia algún lado, y ahí me quedé hasta que recuperé el aliento suficiente para seguir viviendo. Mi rostro y mis manos eran bloques de hielo, y luego eran fuegos. Mientras me esforzaba en la empresa de poner aire en mi cuerpo, un pensamiento continuaba, como una necesidad interna: Debe haber una causa racional. No abandono la causa racional. Al final me recuperé y me arrastré hasta el teléfono. La línea estaba muerta.
Encontré la linterna y fui hacia arriba con ella. Pasé sobre el cuerpo de la pobre Droopy y sobre los vidrios rotos, para mirar a través de la ventana. Pude ver que la nieve había sido apartada del techado, cerca de la ventana del dormitorio; la casa misma protegía esa zona de la fuerza del viento del oeste, así que alguna pista quedaba. Supuse que aquello había saltado desde el arce hasta el techo de la casa, después se había deslizado por el sendero cubierto y después había entrado a través de la ventana cerrada, sin creerla ningún obstáculo, perdiendo un poco de sangre y un poco de pelo.
Miré alrededor y no encontré ese pelo. El viento lo habría alejado de la vista. Forcé la puerta para cerrarla. Abajo, encendí las lámparas de la cocina y de la sala. Harp necesitaría esas señales —si volviera—. Avivé el fuego y tomé una dosis del horrible whisky de Harp. Era alrededor de la una de la mañana. ¿Y si Harp no volviera?
Podrían pasar días antes de que se consiguiera limpiar el camino. Cuando la tormenta se levantara yo podría usar los zapatos de nieve de Harp, quizá…
Harp volvió a la 1.20, doblado y tambaleante. Lo ayudé a sentarse en su sillón. Cuando pudo hablar, me dijo:
—Ninguna pista. Ninguna pista.
Me tomó la botella de las manos y bebió un sorbo.
—¡Jesucristo! ¿Qué puedo hacer? Ben, tengo que ir a la aldea, conseguir ayuda. Si es que pueden dar alguna ayuda…
—¿Tienes otro par de zapatos de nieve?
Me miró fijo, peleando con su confusión.
—¿Eh? No, no tengo. Es mejor que te quedes, de todos modos. Te traeré los tuyos de tu casa, si quieres, y si puedo llegar hasta allí.
Bebió de nuevo y martilló en el corcho con el dorso de su mano.
—Te dejaré el calibre diez.
Sacó los zapatos para nieve de un armario. Lo convencí de que esperara para tomar café. El apuro no resolvía nada; no nos podíamos decir, uno al otro, que sabíamos que Leda estaría muerta. Cuando estuvo preparado para irse, salí junto con él hasta el viento endemoniado.
—¿Quieres que haga algo antes de que vuelvas?
Procuró pensar en eso.
—Creo que no, Ben… Dios, ¿es que no me he portado bien? No, eso no tiene sentido. ¿Dios? Eso es una burla…
Salió. Dos o tres pasos y la tormenta lo absorbió.
Eran alrededor de las dos. Durante cuatro horas estuve solo en la casa. El calor volvió, con la puerta del dormitorio cerrada y los fuegos bien prendidos. Llevé la lámpara de cocina a la sala y después me acurruqué en la oscuridad casi total de la cocina, con mi espalda hacia la pared, mirando todas las ventanas, el calibre diez al alcance de mi mano; pero no esperaba un regreso de la bestia, y no lo hubo.
La noche se hizo más silenciosa, quizá porque la casa ya estaba tan envuelta en nieve que los sonidos se apagaban. Yo estaba separado de la batalla, enterrado vivo.
Harp volvería. Las estaciones seguirían su curso natural y de alguna manera sabríamos lo ocurrido con Leda. Supuse que la bestia tendría que ser algo cercano al molde humano: loco, deformado, salvaje, pero todavía humano.
Al rato me pregunté por qué no había escuchado ninguna excitación en el establo. Me forcé a tomar el arma y la luz para ir a mirar. Caminé por el techado, lleno de sombras saltarinas, y hasta el cobertizo. Las vacas estaban pastando pacíficamente. En el corredor central me atreví a enfocar mi luz, tímida y parpadeante, hasta la distancia donde estaba la paja. Quieto, todo quieto; sólo el crujido normal de los ratones. Después al establo, donde Ned retozó y me dejó acariciarle la mejilla marrón, mientras Jerry bajó su ojo húmedo. Supongo que no les habría llegado ningún olor que les provocara pánico, y quizá habían escuchado ese aullido con la suficiente frecuencia como para que ya no les molestara. Volví a mi puesto, y las horas se arrastraron entre las profundidades del terror y las del cansancio. Quizá dormí.
No hubo un color de amanecer ese día, pero sentí la palidez y el cambio; ni una tormenta podría esconder la aparición del día. Desayuné con jamón y huevos, alimenté a las gallinas, puse pasto y agua a las vacas y los caballos. La única vaca que se podía ordeñar, una arisca Ayrshire, se rehusó a admitir que yo quería ser útil. No había ordeñado desde cuando era un muchacho, la habilidad se me había ido de las manos, y el alivio le pareció a ella menos importante que volcar el cubo; la vaca estaba obteniendo más diversión que incomodidad con la tarea, así que la dejé estar. Me ocupé en remover con una pala algo de nieve en la puerta de la cocina. El viento había amainado, la caída de nieve era persistente pero casi pacífica. Caminé un poco fuera de la casa y me enteré de que la nieve llegaba más arriba de mis caderas.
Y de allí, cuando me di la vuelta, venía Harp con sus zapatos de nieve, y más allá por el camino venían tres más. Reconocí al sheriff Robart, gordo pero enérgico, a Bill Hastings, torcido y eterno, primo de Harp y uno de sus pocos amigos. Y al final, Curt Davidson, quizá amigo del sheriff Robart pero ciertamente no de Harp.
Conocí a Curt como un charlatán de ingenio grueso cuando era un chico; crecer hasta ser un hombre no había hecho mucho por él. Y cuando lo vi, pensé, quizá irracionalmente: nada bueno para nuestro lado. Una especie de absurdo, y sin embargo, Harp y yo estábamos unidos frente al mundo simplemente porque habíamos vivido juntos lo que otros habrían de llamar imposible, lo que iban a interpretar en forma dura, hasta condenatoria, y no serviría para nada.
Vi la delgada mancha blanca del sol, su fuerza que crecía. En ningún lado de toda la superficie blanca, el viento y la nieve nueva nos habían dejado marca alguna de la visita nocturna.
Los hombres llegaron hasta mi espacio libre y se sacudieron la nieve. Yo abrí el sendero techado. Harp me dispensó una mirada interrogante y sin esperanza; yo sacudí la cabeza.
—¿Problemas?
Ése era Robart, quitándose los zapatos para nieve.
Harp lo ignoró.
—Tengo que ocuparme de las tareas.
Le dije que yo lo había hecho todo, excepto esa maldita vaca.
—Ah, Bess, sí, es muy nerviosa. Ahora la atiendo.
Me dio mis zapatos de nieve, que tenía atados a la espalda.
—Adelaide quería saber sobre las compras. Le dije que supuse que estarían en el coche.
—Tan bueno como una nevera —dijo Robart, en forma realmente amistosa.
Curt tenía que darse también sus gustos.
—Ben, ¿estás seguro de que tocaste a la vieja Bess del lado correcto, donde están las tetas? —Curt se ríe de sus propios chistes, así que nadie está obligado a seguirlos. Bill Hastings escupió en la nieve.
—¿Está bien si entro? —preguntó Robart. No era una pregunta simple; él se había hecho presente oficialmente y lo hacía constar. Harp lo miró de arriba abajo.
—Nadie te detiene. No te traje aquí para estar ahí parado, supongo.
—Harp —dijo Robart con un tono amable—, no me trates mal. Vienes a decirme que ocurrieron ciertas cosas, tengo que mirar adentro.
Pero Harp ya estaba abriendo el sendero techado hacia la puerta del cobertizo. Los otros entraron a la casa conmigo, y puse agua para hacer café.
—¿Es tu coche el que está en el camino, Ben? Escuché que te habías metido en una cuneta. Todo lo que se ve ahora es una joroba en la nieve. El frío helado debe hacerle bien, como si ya lo hubieras probado todo.
Pero yo no me sentía con humor, y nunca había estado en tales términos con Robart. Gruñí, y de su cara desapareció el regocijo como si se quitara un jersey.
—Muy bien, ¿qué pasa? Harp fue y me contó una historia que yo no podría dar ni a los perros, así que… ¿Dónde está la señora Ryder?
Davidson gorgojeó de nuevo. Es un ruido desagradable cuando proviene de esa masa de carne. No creo que Robart tuviera tampoco mucho entusiasmo por él, pero parece que le había tomado juramento como su segundo antes de partir.
—Sí, señor —dijo Curt—, ésa era realmente una buena historia.
—¿Dónde está la señora Ryder?
—No está aquí —le dije—. Creemos que está muerta.
Se animó, frotándose las manos para quitarse el frío.
—Vi esa ventana. Parece como si el marco hubiera sido deshecho.
—Sí, desde afuera. Cuando Harp vuelva será mejor que miren. He cerrado la puerta en esa habitación y no la he abierto. Habrá más nieve, pero verán lo que nosotros vimos cuando llegamos allí.
—Miremos ahora —dijo Curt.
Bill Hastings observó:
—Curt, ¿no estás exagerando para ser un segundo sheriff? El señor Dane dijo que cuando volviera Harp.
Bill y yo somos amigos; normalmente no me llamaría el señor Dane. Creo que estaba tratando de darme cierto sabor de autoridad.
Reconocí esa alianza preguntando:
—¿También eres un segundo sheriff, Bill?
Le di la oportunidad de escupir en la estufa, reponer la tapa suavemente y contestar:
—No, mierda.
Harp volvió y llevó el cubo de leche a la despensa. Después nos miró.
—Bill, debo intentar de nuevo en el bosque. ¿Vienes conmigo?
—Seguro, Harp. Pero no he traído arma.
—Toma mi calibre diez.
—Irá Curt —dijo Robart—. Es muy bueno con zapatos de nieve. Interesado por la vida salvaje.
Harp dijo:
—Eso es gracioso, Robart. Creo que es lo más gracioso que he escuchado desde que la nena de Cutter se cayó debajo del tractor. ¿También vienes con nosotros?
—El caso es, Harp, que tuve una distensión muscular cuando venía para aquí. No me estoy poniendo más joven. Creo que miraré un poco por aquí. Confío que no tengas objeción.*¿Ninguna objeción a que yo mire un poco?
—Se ha salido el café —dije.
—El caso es, que si yo hubiera creído que ibas a tener alguna objeción, me habrías obligado a traer una orden escrita.
—Gracias, Ben —Harp tragó el café hirviente—. Bueno, si mirar un poco por la casa es lo mejor que puedes hacer, sheriff, yo no tengo ninguna objeción. Ben, no quiero distraerte de tus asuntos, pero ¿podrías quedarte? ¿Como para hacerle compañía? No es que yo tenga mucho en la casa, pero aun así, tú sabes…
—Me quedaré. —Deseaba poder decirle que eliminara esa manera de hablar; sólo se metía más en el barro.
Robart pasó a Davidson su cinturón para el arma, con cartuchera.
—Mejor que lleves eso, Curt, para estar a tono.
Harp y Bill estaban afuera poniéndose los zapatos para nieve; escuché a medias algún comentario de Harp sobre el dolor de espalda del sheriff. Partieron. La nieve casi había cesado. Se perdieron de vista al bajar la pendiente del norte, y Curt iba detrás de ellos. Detrás de mí, Robart dijo:
—Parece como si Harp mismo se lo creyera.
—¿Nos vas a llamar mentirosos a ambos antes de haber mirado nada?
—Traté de entenderlo. —Lo seguí hasta el dormitorio. Estaba cruelmente frío. Tocó el cadáver rígido de Droopy con el pie.
—Es difícil imaginarse a un hombre que mata a su propio perro.
—No vamos a llegar a ningún lado con esa clase de ideas.
—Ben, tienes que ver esto como lo ve otra gente. Y no te metas conmigo.
—Eso es lo que me asusta, Jack. Algo no razonable ocurrió, y Harp y yo fuimos los únicos en experimentarlo… excepto la señora Ryder, claro.
—¿Tú dices que viste a ese… animal?
—Yo no dije eso. La oí gritar. Cuando llegamos arriba este cuarto estaba como lo ves ahora.
Miré alrededor, y otra vez no pude encontrar ese mechón de pelo, pero doy a Robart el mérito de buscar. Miró el cubrecama y las frazadas, examinó el piso y el armario. Estudió el espacio de la ventana, se inclinó hacia afuera para mirar la pared de la casa y el techado. Sus pies enormes evitaron los vidrios rotos y se puso en cuclillas para mirar largamente los trozos del alféizar de la ventana. Después me miró, personificando a todos los policías, un hombre grande, más bien inteligente, convencionalmente honesto, sin paciencia para la imaginación, sin tiempo para ningún hecho que no estuviera ya previsto por los libros.
—Mechón de pelo, ¿eh?
Lo dijo como si yo hubiera descrito un animal fantástico.
—Bueno, aquí terminamos.
Me hizo seña de bajar: se parecía a todos los policías que debían enfrentar la estupidez de las multitudes con la suya propia. Mientras me retiraba, le dije:
—Confío que no estés tan ocupado como para no tener tiempo de que un químico analice esa sangre en la madera.
—Lo haremos. —Hizo un movimiento de partida con ambas manos—. Será un placer hacer esa pequeñez por ti y por tu amigo.
Después revisó toda la casa, el techado, el granero y el establo. Yo nunca había visto antes a un policía en funciones; tuve que admirar su dedicación. Me mezclé en la farsa de sostenerle la linterna mientras él miraba en el sótano. En la leñera le sugerí que si él quería remover más de veinte leños sería mejor que esperara hasta que Harp pudiera ayudarlo; no le hizo gracia. Tampoco fue feliz en el granero. Mover toneladas de paja para encontrar un cadáver hipotético no era tarea para un hombre solo. Yo sabía que él era capaz de volver con una pandilla y maquinaria para hacer exactamente eso. Y por su expresión, eso es lo que iba a hacer. Después volvimos a la cocina, Robart dándose una sesión de manicura con su navaja, yo con mi último cigarrillo, casi al fin de mi resistencia.
Robart no era torpe. Contesté sus preguntas tan moderadamente como pude, incluso, por ejemplo, la de «¿No te gustaba Leda a ti también?» No contesté ninguna de ellas con el silencio; para hacer eso bien, hace falta escupir en la estufa, y no soy un masticador de tabaco. Desde la ventana del norte dijo:
—Vuelven. Se suponía.
Habían estado afuera poco más de una hora.
Harp se paró junto a la estufa, a mi lado, para calentarse las manos. Habló como si estuviera solo conmigo:
—Ninguna pista, Ben.
Lo que siguió vino en un tono más bajo:
—Ben, tú me hablaste de un amigo tuyo, un hombre de ciencia, un profesor…
—¿El profesor Malcolm? —Recordé habérselo mencionado a Harp mucho tiempo antes; me asombró que lo recordara. Johnny Malcolm es un profesor de biología que había evitado la especialización. Realmente no era un amigo muy cercano. Harp me estaba contemplando con su cara de granito, como si me hubiera solicitado recurrir a un tribunal superior. Pensé en otro conocido de Boston a quien podría consultar, el doctor Kahn, un psiquiatra que había visto a mi esposa Helen en un momento difícil…
—Harp —dijo Robart—, tengo que pedirte dos o tres cosas. Le mandé decir a Dick Hammond que traiga ese tractor de limpieza a este camino, tan pronto como pueda. Mientras lo esperamos, podríamos conversar. Sabes que no me gusta ponerme duro.
—Habla —dijo Harp—, sólo que Ben tiene que irse a la casa sin esperar a ningún Dick Hammond.
—¿Es cierto, Ben?
—Sí. Estaré en contacto.
—Hazlo —aceptó Robart, descartándome. Cuando me fui estaba comenzando de nuevo su operación de manicura y Harp esperaba rígidamente que continuara la penosa prueba. Sentí, morbosamente, que lo estaba abandonando.
Sin embargo —corpus delicti— no ocurriría mucho más hasta que el cuerpo de Leda Ryder fuera encontrado. Y si ese cuerpo demostrara una muerte violenta, sin ningún signo aceptable de la existencia de Dientes Largos… bueno, ¿entonces qué?
No creo que Robart me hubiera dejado ir de haber sabido que mi primera medida fue llamar a Mike, el hermano de Short, y pedirle que me llevara a Lohman, donde podía conseguir un autobús para Boston.
Johnny Malcolm me contestó:
—Puedo ver que esto te inquieta, y que tú no me mentirías. Pero, Ben, a nivel de biología no funciona. No hay tal animal. Tú lo sabes.
No se estaba haciendo el académico. Estábamos cenando en un restaurante tranquilo y a mí me había gustado mucho el pato asado. Johnny es un tipo de costillas de roca, que puede comer como un hambre que camina, sin lamentarlo.
—Supón —observé—, sólo como hipótesis y porque biológicamente no es inconcebible, que haya cierta base para la leyenda del Yeti.
—No es inconcebible. Te lo concedo. Mientras queden algunos rincones de la Tierra mal conocidos…, las cumbres del Himalaya, las selvas, los pantanos tropicales, la tundra…, las leyendas persistirán y algunas de ellas tendrán visos de verdad. ¿Sabes lo que pienso sobre los vuelos a la Luna y todo eso? —Sonrió; en mi interior yo sentía gritar a Leda.
»Una de nuestras razones más fuertes para ellos —prosiguió—, y para los mayores vuelos que haremos si antes no matamos la civilización, es una expedición para obtener leyendas nuevas. Ya usamos las mejores, y eso es peligroso.
—¿Por qué no miramos en nuestros territorios? —Pero Johnny no estaba escuchando mucho.
—Los hombres no pueden pasarse sin puertas cerradas y la oportunidad de empujarlas. Oh, en cuanto a tu Yeti… Sí, podría existir. Un antropoide peludo, capaz de aguantar un frío severo, tan raro y tan astuto que los exploradores no dieron todavía con él. No tendría que ser carnívoro para tener unos enormes dientes caninos: fíjate en los mandriles. Pero si estuviera activo durante el invierno del Hi-malaya, tendría que comer carne, supongo. Oye, yo no creo nada de esto, pero puedes considerarlo como biológicamente «no imposible». ¿Cómo llegó a Maine?
—¿Perdido? El Tíbet, Mongolia, el hielo ártico.
—Quizá. —Johnny había empezado a disfrutar la hipótesis como algo para jugar durante la cena. Pronto se puso a facilitar el pasaje del bruto a través de los continentes, y se divertía hasta que yo gruñí algo sobre alternativas, sobre seres no terrestres. No quería saber nada de eso, y se puso firme. Escuchando todavía el grito de Leda, le aseguré que yo no estaba buscando a hombrecitos verdes.
—Ben, ¿cuánto sabes sobre este… Harp?
—Crecimos en líneas diferentes, pero es un amigo. Un dinosaurio, si quieres, pero un amigo.
—Duro soltero de Maine elige joven esposa caprichosa…
—No es caprichosa. No lo era. Sexy, pero no caprichosa.
—Muy bien. Soltero cocinándose en su propio jugo durante años. ¿Estás seguro de que no se subió él mismo al techo?
—Imposible. A menos que todos mis sentidos estuviesen más paralizados de lo que yo creo, no había tiempo.
—A menos que estuviesen más paralizados de lo que tú crees…
—¡Termina con eso! No estoy senil todavía… ¿Qué supones que hizo con ella? ¿Tirarla a la nieve?
—Hmmm —dijo Johnny, y terminó su café—. Muy bien. Algún monstruo humano con una fuerza anormal y la resistencia para aguantar una tormenta de nieve en Maine, robando mujeres. Me gusta más lo del Yeti. Tú dices que tú mismo le sugeriste a Ryder que sería algún loco. Lástima que hayas venido hasta aquí sólo para repetir tus suposiciones. Para corregir esto, ¿vamos a ver alguna mala película?
—Me encantaría.
Al día siguiente el doctor Kahn buscó un hueco para verme al final de la tarde, tan amable y paciente que estuve seguro de que le estaba impidiendo la cena. Parecía indeciso entre preocuparse con los traumas de la historia de Harp Ryder o con los míos. Los míos ya le eran conocidos.
—Me hubiera gustado que tuviera tiempo de contarme todo eso. Me ha dado un buen sumario de lo que parecen haber sido los hechos físicos, pero…
—Doctor —le dije—, eso ocurrió. La ventana fue destrozada, pregúntele al sheriff. Yo escuché al animal. Leda Ryder gritó, y cuando Harp y yo llegamos allí, juntos, la perra había sido muerta y Leda no estaba.
—Y sin embargo, si todo estaba tan claro, me pregunto por qué usted pensó en consultarme, Ben. Yo no estaba allí. Sólo soy un psiquiatra.
—Quería… ¿Existe alguna forma en que una ilusión pueda habernos poseído a Harp y a mí, perturbar nuestros sentidos de la misma manera? Oh, sólo decirlo ya lo hace ridículo.
El doctor Kahn sonrió.
—Digamos «dificultoso».
—¿Es posible que Harp la hubiera matado, la hubiera arrojado por la ventana del cuarto del oeste… La nieve tenía dos metros o más de ese lado… y que mi cabeza hubiera distorsionado mi sentido del tiempo? ¿Y que yo pueda haberme quedado en la cocina durante todo ese tiempo, que serían minutos y no segundos? ¿Y que él hubiera bajado desde el techado y hubiera vuelto a la casa en forma normal mientras yo corría hacia arriba? Oh, es un infierno.
El doctor Kahn había dibujado un diagrama de la casa de acuerdo a mi descripción y lo miraba con un interés plácido. «Benigno» era la palabra que Helen solía asignarle. Contestó:
—Semejante distorsión del sentido del tiempo sería… poco habitual… ¿Se siente usted culpable de algo?
—¿De estar allí y no hacer nada? No puedo creer seriamente que hayan sido más que unos pocos segundos. De cualquier manera, eso convertiría a Harp en un monstruo salido de una novela policíaca. No es esa clase de persona. ¿Cómo podía contar con que yo me congelara de pánico? Absurdo. Oí la lucha, los pasos, la ventana del cuarto occidental cuando se levantaba. ¿Podía haberla matado, y haberlo sabido yo todo el tiempo, incluso haberlo presenciado, y después sufrir amnesia sobre un punto?
Parecía tan paciente que comencé a desear no haber ido allí.
—Yo no diría que ninguna trampa de la mente sea imposible, pero a ésa la llamaría altamente improbable. Académicamente, sin embargo, y considerando su vinculación emocional…
—¡No estoy emocionalmente vinculado!
Eso lo grité. Él sonrió, mostrándose mucho más interesado. Me reí de mí mismo. Eso era mejor que pegarle en el ojo.
—Estoy alterado, doctor, porque todo el asunto desafía a la razón. Si uno comienza sabiendo que nadie habrá de creerle, todo se complica antes de abrir siquiera la boca.
Asintió con amabilidad. Es un buen tipo. Creo que dejó de escuchar lo que yo no decía, durante el tiempo suficiente como para escuchar lo que yo sí dije.
—Usted no es un inestable, Ben. No se preocupe de la amnesia. La explicación, quizá algún intruso humano, resultará estar dentro de las normas humanas. Las normas de lo posible incluyen cosas tales como ilusiones licantrópicas, conducta maníaca, etcétera. No dejarán de lado ese montón de nieve. No las subestime y no se preocupe por el estado de su mente, Ben.
—¿Alguna vez vio los bosques de Maine?
—No, suelo ir a Cape.
—Pruébelo alguna vez. Tome una zona, digamos cien kilómetros por cien, eso serían diez mil kilómetros cuadrados. Ponga allí algunos policías ansiosos, pídales que cacen algo que nunca vieron antes y que no quieren ver y que no quiere ser encontrado.
—Pero si esa bestia es humana, los seres humanos dejan huellas. Los cuerpos no son fáciles de ocultar, Ben.
—¿En esos bosques? ¿Un cuerpo que se haya llevado un animal carnívoro? ¿Por qué no?
Bien, nuestras mentes no se encontraron. Le agradecí su paciencia y me levanté.
—El maníaco responsable —agregué—. Pero de cualquier manera que lo llamemos, doctor, estaba allí.
Mike Short me fue a buscar a la estación de autobuses y me informó sobre un malestar en Darkfield. No debía sorprenderme.
—Están todos asustados, señor Dane. Quieren herir a alguien.
Mike es el hermano menor de Jim Short. Se las arregla para vivir con su servicio de taxi y alguna tarea ocasional en el garaje. Tiene unos rizos caídos y arrugados y creo que se acerca a los treinta.
—Como el viejo Harp, que quiere decir lo que ocurrió y nadie se lo cree. Eso es triste. ¿Cuánto tiempo estuvo usted ausente, tres días? Lo mejor es que se contacte con el sheriff Robart cuanto antes. Me rezongó por haberlo llevado hasta el autobús aquel día, como si yo hubiera sabido que usted no debía hacerlo.
—Ya lo tranquilizaré. ¿No encontraron a la señora Ryder?
Mike escupió por la ventana del automóvil, que estaba baja para que entrara el aire.
—El viejo Harp nunca tuvo semejante trabajo de nieve removida a pala. Por la comunidad, y gratis. No, no la van a encontrar.
En eso había mucho de Quiero-Que-Me-Pregunten, y algo más, un asomo de la mitología en la generación de Mike.
—¿Y cuál es tu opinión, Mike?
Se las arregló para encender un cigarrillo nuevo con la colilla del anterior y condujo un rato en un opresivo silencio. El camino se abría entre montañas de nieve que se derretía. Yo también tenía abierta la ventana de mi lado, para dejar entrar el buen sol de la tarde, y me imaginé un dejo de primavera. Al final, Mike habló:
—Probablemente usted no estará de acuerdo. De paso, Jim ya sacó su automóvil. Está en su casa… Bueno, ya los oirá hablando del asunto hasta dejarlo en pedazos. Algunos dicen que Harp cuenta la verdad. Algunos dicen que la mató él mismo. No dicen cómo la hizo desaparecer. No oí nada contra usted, señor Dane, nada que importe. El sheriff se molestó, pero eso fue porque usted se fue sin preguntar.
Sus ojos grandes y vagos miraron el paisaje que se derretía, los mensajes ambiguos de la primavera.
—Bueno, yo creo, en fin, que un demonio se la llevó. Ella era uno de los suyos. Yo conocí a esa pollita. Bueno, usted dirá que no es científico, sólo que hay una ciencia para esas cosas. Yo leí un libro sobre eso. Se puede reír si quiere.
Yo no me estaba riendo. Ese no era mí primer vistazo al medievalismo contemporáneo y no sería el último si llegaba a sobrevivir un año o dos. No me estaba riendo y no dije nada. Mike estaba sentado, fumando, conduciendo expertamente un artefacto del Siglo Veinte mientras creo que sus pensamientos estaban en el XVII, husmeando las maravillas del mundo invisible, y entonces recordé lo que Johnny Malcolm me había dicho sobre la necesidad de leyendas. Después Mike y yo no seguimos hablando.
Adelaide Simmons se alegró de verme. Por ella supe que el sheriff y la policía estatal habían buscado en todo el terreno de Harp y en el campo alrededor, y que todavía lo estaban haciendo. Resultado: cero. Harp había contado repetidamente nuestra historia y se negaba a seguir contándola.
—Hace las tareas de la casa y se sienta allí a beber —me informó ella— o a mirar para afuera. Fui a verlo ayer, señor Dane, sentí que debía hacerlo. Por un par de días no lo dejaron solo un minuto, aunque ahora deben de haber aflojado. Me preguntó con mucho interés si usted había vuelto. Bueno, limpié un poco el sitio, cociné algo de pan; era lo menos que le podía hacer.
Cuando le dije que yo iba para allí, me preparó un canasto, mientras me sentaba en la cocina y escuchaba.
—Algunos dicen que ella rompió la ventana, se tiró y corrió por la nieve, como una loca. ¿Eso tiene algún sentido?
—No.
—Y algunos dicen que ella lo había abandonado. Y antes. Lo que le deja a usted como un mentiroso. Y dicen que, sea como fuere, Harp inventó toda esta historia enloquecida porque no puede soportar la verdad.
Sus manos hábiles dieron forma a los sandwiches.
—Dicen que Harp se las arregló para que usted funcionara de acuerdo con eso; no dicen cómo.
—Me hipnotizó, probablemente. Adelaide, todo ocurrió como Harp lo cuenta. Yo también oí a esa cosa. Si Harp está loco, yo también lo estoy.
Me miró fijamente y suspiró. Le gusta hablar, pero el molino a menudo se le detiene de pronto, por una cualidad suya que encuentro tan buena como rara: quiero decir que cuando no tiene nada más que decir, deja de hablar.
Llegué a casa de Ryder alrededor de la hora de la cena. Bill Hastings estaba allí. El camino estaba limpio entre los cerros de nieve y me pregunté cuánto de la basura de los camiones y del papel arrugado y de las cajetillas de cigarrillos vacías había sido dejado allí por los curiosos. El hielo de la tierra no había dejado todavía su lugar a la temporada de barro, que rápidamente haría imposible conducir vehículos durante unas cuantas semanas. Bill me dejó entrar, con la mirada que la gente suele usar para los casos de enfermedad grave. Pero Harp se levantó del sillón, sin estar enfermo, por lo menos en el cuerpo.
—Ben, lo oí anoche. Tarde.
—¿En qué dirección?
—Al norte.
—¿Tú lo oíste, Bill? —Dejé el canasto.
Mi amigo sacudió la cabeza.
—No estaba aquí.
No conseguí suponer cuánto aceptaba Bill de toda la historia. Harp preguntó:
—¿Qué hay en el canasto? Oh, muchas gracias. Adelaide es una buena mujer.
Pero su mente estaba lejos.
—Al norte, Ben, y lejos, pero creo que sé dónde podría ser. No lo hubiera oído si no fuera que la noche estaba tan tranquila, como se ha aquietado todo para mí. Sabes, me han estado enloqueciendo noche y día. Robart, la policía del Estado, un lío de reporteros de los diarios. No pude dormir. Salté afuera como si me hubieran llamado. Demonios, él no podría estar del otro lado de las estrellas, con el cielo tan lleno de ellas y nada que se agitara. Hace frío… ¿Fuiste a Boston, Ben?
—Sí. Una pérdida de tiempo. Quieren que sea algo humano, algo que les quepa en los libros.
Con suspicacia, Bill dijo neutralmente:
—Y tú mismo eres un hombre de libros, ¿no, Ben?
Tuve que asentir. Harp preguntó:
—¿Alguna idea?
—Que me devuelvan mis viejos pensamientos en su lenguaje propio. Tenemos que encontrar algo, Harp. Desde luego, muchos no te lo tomarían por cierto aunque tuvieras fotografías.
—Malditas sean las fotografías —dijo Harp.
—Supongo que tienen que irse —opinó Bill Hastings—. Quizá yo sentiría lo mismo si se tratara de mí… Y es mejor que me vaya ahora o la cena se enfriará y la vieja estará maldiciendo.
Echó de nuevo el palo a la leñera.
—Bill —pidió Harp—, ¿no te importaría alimentar a los animales, por tres días?
—No tengo inconveniente. Estaré aquí mañana.
—Haré lo mismo para ti alguna vez. No me gustaría que esto se mencionara.
—Harp, me conoces bien. Nos veremos, Ben.
—La nieve se está yendo rápido —comentó Harp cuando Bill se fue—. Pero se quedará por algún tiempo en los bosques, todavía.
—No vas a comenzar tan tarde.
Estaba junto a la ventana, con su bulto flaco quitando la luz a la veterana cocina donde había pasado la mayor parte de su vida doméstica.
—De mañana, temprano. Esta noche tengo que escuchar.
—Necesitas dormir, supongo.
—Nunca duermo lo que necesito —replicó Harp.
—Traeré mis zapatos de nieve. ¿A eso de las seis? Y mi carabina. Soy mejor con un arma que conozca.
Me miró por un momento.
—Muy bien, Ben. Comprendes, desde luego, que quizá tengas que volver solo. No volveré hasta que lo atrape, Ben. Esta vez no.
Cuando se levantó el sol lo encontré junto a Ned y Jerry en el establo. Había vivido ocho o diez años con esos animales. Dio una palmada final al pescuezo de Ned mientras se volvía hacia mí y reanudó la conversación como si la noche no se hubiera intercalado.
—No volveré hasta que lo atrape. Ben, no quiero meterte en esto contra tu inclinación.
—¿Lo oíste de nuevo anoche?
—Lo oí. Al norte.
El sol se estaba levantando cuando salimos sobre nuestros zapatos de nieve, como espectros matutinos. Harp enfiló hacia la pendiente que llevaba al bosque sin apuro, quizá con algún desagrado. Cerca de los árboles se detuvo, mirando hacia la derecha, donde un resplandor rojo quemaba el borde de la cortina del cielo; me maldije por haber pensado que se estaba despidiendo del sol.
La nieve formaba costras y estaba resbalosa incluso para nuestros zapatos de rejilla. Entramos al bosque entre una red de marcas, incluyendo los neumáticos de un carro limpiador de nieve.
—Un tipo de Lohman —dijo Harp—. Le alquiló el maldito aparato a los policías del Estado, con él arriba. Va dando vueltas alrededor como el infierno, asustando a todos, diez o doce kilómetros alrededor. Creo que el asunto está más lejos. Hoy estarán armando jaleo de nuevo.
Me clavó los dedos en el brazo.
—Te das cuenta cómo es, ¿no? No están buscando como nosotros. Están buscando un cadáver para colgármelo al cuello. Y si la encontraran en la forma en que yo…
—Harp, no te busques problemas.
—Yo sé cómo piensan —dijo—. Si yo hiciera el camino hasta Darkfield, me cogerían. No me pondrían las esposas porque… porque no tienen un cadáver, Ben. No tienen que informarme lo que dice la ley. Tienen que tener un cadáver. La única razón por la que no me dejaron aquí un hombre por las noches es que se figuran que no puedo ir a ningún lado. Creen que un hombre no podría viajar sobre un metro de nieve… Ben, quiero encontrar a esa cosa y dispararle… Mejor tomemos por aquí.
Se apartó de las huellas y pronto las perdimos de vista. Sobre las costras nuestros zapatos no dejaban marca. Al rato escuchamos un ruido de motores detrás de nosotros, en el camino. Harp se rió levemente y con malicia.
—Despiertos y temprano, como ayer.
Miró hacia el sitio de donde veníamos.
—Nunca van a encontrar el camino sin perros. Ese hijo de perra de Robart dijo algo sobre conseguir un mastín en algún lado, para darle a oler la ropa de Leda. Lo más probable es que ahora le dé a oler la mía.
Ya habíamos avanzado tanto que yo no sabía el camino para regresar. Harp lo sabría. Nunca se podría perder en un bosque, pero yo no tengo una brújula mental como la suya. Así que lo seguí ciegamente, sin tratar de memorizar nuestra senda. Era una región de crecimiento uniforme, sobre todo de abetos, que no habían sido aserrados recientemente, con pocas señas de terreno. La monotonía rebajaba la paciencia nata hasta el aburrimiento, y nuestros zapatos de nieve no dejaban más huella que nuestras ideas.
Pasó una hora o más; después de eso el sonido de los motores desapareció. De vez en cuando sentíamos el movimiento pacífico del viento sobre nuestras cabezas. Pocos trinos de pájaros, porque la mayoría de nuestros cantores no habían vuelto aún.
—¿Estuviste antes por aquí, Harp?
—No con nieve en el terreno. No últimamente.
Su voz era queda y cuidadosa.
—Los veranos. A un par de kilómetros de aquí, los árboles escasean. Una fila de tajos, donde se llevaban los pinos hace cuatro o cinco años, y dejaron una pila de mierda como siempre hacen.
No, Harp no se iba a perder aquí, pero yo estaba perdido, cansado, lamentando haber venido. ¿Se daría la vuelta si yo me desmayara? No pensé que lo hiciera ya por ningún motivo. Mi bulto, con el rollo de frazadas y de provisiones, se había hecho infernal. Dijo que debíamos tener bastante para tres o cuatro días. Sólo unos pocos años antes yo había llevado cargas de campamento, más pesadas que ésta, sin ningún problema; pero ahora estaba harto, con una puntada en un costado. Mi reloj de pulsera marcaba solamente las nueve.
Los árboles comenzaron a escasear como él había predicho, y ahora el terreno se levantaba en una larga cuesta hacia el norte. Miré hacia una superficie de unas ocho hectáreas donde la devastación causada por un aserramiento estúpido sólo podría corregirse si la región herida no fuera nuevamente tocada en sesenta años. La nieve profunda, reluciendo solamente donde los arbustos crecidos interrumpían la luz del sol, cubría la parte peor del desastre.
—Buen sitio para las fresas silvestres —dijo Harp quedamente—. Ya es tiempo de que vuelvan a crecer. Creo que fue hace siete años cuando aserraron por aquí y dejaron este asco. El verano pasado me fue difícil encontrar el camino. Hacia la izquierda…
Se detuvo, apuntando con un brazo lento hacia una borrosa línea gris que se delineaba desde la izquierda hasta desaparecer sobre la cuesta. La parte más cercana de esa curva gris estaba a poco más de cien metros, y para mis ojos sólo podía ser una sombra proyectada por alguna irregularidad en la superficie de la nieve. Pero Harp sabía más. Algo había pasado por allí, lo bastante pesado como para romper la costra.
—¿Quieres descansar un poco, Ben? Una vez que lleguemos a esa subida, puede que yo no quiera detenerme de nuevo.
Me dejé caer sobre la raíz de un viejo tronco que estaba inclinado hacia nosotros, cortado porque estaba en el camino, dejado allí a pudrirse porque en ese momento sólo se llevaban el pino.
—¿Realmente le ves algún sentido?
—No lo suficiente —contestó Harp—. Pero podría ser él.
No se sentó a mi lado, sino que se detuvo, descansando de pie, con los zapatos apartados para poder escupir entre ellos.
—Un kilómetro después de esa cuesta hay una especie de garganta. Debe de haber sido un buen arroyo, en otra época, y todavía hay una corriente allí al fondo durante el verano. Una mezcla de saúcos y matorrales. Hay dos o tres cavernas juntas en algún sitio. Creo que hace unos tres veranos que estuve allí. Sitio triste. Había zorros en una de esas cavernas. Cavernas naturales, creo. No fui muy cerca, no en esa ocasión.
Me senté bajo la luz cálida, preguntándome si habría alguna forma de hablar con Harp sobre la bestia: si existía, si no se trataría sólo de la fantasía de un par de hombres que envejecían con sus mentes alteradas. ¿Habría alguna forma de decirle que esa criatura era importante para el resto del mundo, fuera de nuestra pequeña aldea? ¿Que habría que conservarla viva, y no destrozada a balazos? ¿Cómo podía decir eso a un hombre que ignoraba a la ciencia, que había perdido a su mujer y la confianza de sus semejantes?
Quítese esa confianza y se habrá quitado el mundo.
¿Podría pedirle que le disparara a las piernas, para mantenerla viva? Bien, para mí mismo, irracionalmente, eso aparecía equivocado, horrible, y además fuera de nuestras posibilidades. Mejor que él tirara a matar. O que yo lo hiciera. Así que al final no dije nada. Puse mis bultos en su sitio y le informé que estaba listo para seguir.
Con las costras de nieve más inseguras bajo los rayos del sol, elegimos lentamente nuestro camino hacia la cuesta, y cuando llegamos a aquella línea Harp dijo objetivamente:
—Ahora has visto su marca. Es él.
El sol y la helada nocturna habían trabajado sobre esa huella. Harp calculó que habría sido hecha temprano, el día anterior. Pero en los sitios donde el peso de Dientes Largos se había apoyado, la forma del pie se dibujaba en el pozo de nieve, un pie parecido al humano, pero más ancho y más corto. El arco del pie era bajo, pero la bestia no tenía realmente pie plano. Hombre o bestia. Dije:
—Ésta es una huella de hombre, Harp. ¿No?
Habló sin calor:
—No. Te olvidas de algo, Ben. Yo lo vi.
—De cualquier manera, está solo.
Contestó lentamente:
—Sólo un juego de huellas.
—¿Qué me quieres decir?
Harp encogió los hombros.
—Es pesado. Podía estar llevando algo. Baja la voz. Esa costra de ayer me sostuvo con las raquetas de nieve, pero él la hundió, y no es tan grande como yo.
Harp revisó el rifle y le quitó el seguro.
—Falta cosa de un kilómetro para esas cavernas. Creo que es ahí donde está, Ben. No hables a menos que sea indispensable, y hazlo muy bajo.
Le seguí. Remontamos la cuesta y encontramos más desolación causada por los leñadores que habían estado del otro lado. El rastro cruzaba por allí y se aproximaba a un muro de árboles enteros que marcaba el límite de la zona aserrada. Allí recomenzaba el bosque y en su principio terminaba la pista de Dientes Largos.
—Ahora ves cómo camina —dijo Harp—. En los sitios donde puede viajar por encima de la superficie, lo hace. Mira aquí: debe de haberse asido a esa rama y coleado de allí. Tiró alguna nieve, pero el viento golpeaba tanto que ya no se puede saber nada. Ves, Ben, él…, él calcula. Sabe sobre huellas. Debe de haberse bajado de los árboles lo bastante lejos de donde estamos como para que no sea posible ver el sitio desde aquí. Puede ser en cualquier lado de un semicírculo, y dibújalo tan grande como quieras.
—Pensando como un hombre.
—Pero no es un hombre. Hay cosas que no sabe: cómo siente y actúa un hombre. Voy hacia esas cavernas.
Por necesidad, le seguí. Debía terminar con aquello rápidamente. Prematuramente, soy un hombre viejo, incapacitado por las consecuencias de un ataque y de un corazón afectado. He mejorado un poco: dieta sensata, nada de fumar, los cuidados de Adelaide. Espero algunos años de salud tolerable en el camino cuesta abajo. Pero creo, como lo hizo Harp, que es aún más dañino perder la confianza de los otros. Escribiré aquí una vez más, y no lo haré de nuevo, que mi palabra vale.
Era mediodía cuando llegamos a la garganta. En ese sitio perdura siempre alguna melancólica parte de la noche. En el centro de la barranca, entre los nudos de los matorrales, el agua rumoreaba bajo el hielo y bajo la nieve derretida que había caído aquí y allá revelando un brillo oscuro. Harp no entró en la garganta misma, sino que se movió lentamente por el borde izquierdo, bajo la protección de los árboles, con ojos que revoloteaban acechando el peligro. Procuré imitar su cautela. Caminamos así unos ciento cincuenta metros, avanzando centímetro a centímetro. Oí solamente la brisa ocasional de la primavera.
Se volvió para mirarme, con un gesto de triunfo enfermizo, una mueca de disgusto y también de satisfacción. Se tocó la nariz y entonces yo también lo capté: un olor que venía de delante y de abajo, con un dejo de amoníaco y cierto aroma de decadencia. Y del otro lado de la garganta, en el bosque, pero no muy lejos, oí a Dientes Largos.
Un ladrido, pero no fuerte. Salido de la garganta, como si hablara.
Harp retuvo un gruñido de respuesta. Se movió hasta señalar una boca negra de caverna en el lado opuesto. La brisa soplaba el hedor hacia nosotros. Susurró:
—Ves, tiene como un sendero. Salta hasta esa roca lisa, después a la caverna. Lo veremos en un minuto.
Sí, había sonidos en la maleza.
—Quédate atrás. —Su mano izquierda acarició el costado del cargador del fusil.
Tan concentrado estaba él en la apertura donde Dientes Largos debía aparecer, que yo puedo haber sido el primero en verlo cuando surgió en la boca de la caverna y nos miró con sus ojos animales. Dientes Largos había llamado de nuevo, con un sonido más bien amable. La mujer envuelta en cueros sucios pudo haber sido convocada por ese llamado o por el ruido de nuestra proximidad.
Entonces, Harp la vio.
La conoció. A pesar del pelo desarreglado, de la cara rayada, de la mugre, de la piel informe de ciervo con que se envolvía para protegerse del frío, estoy seguro de que él la conoció. No creo que ella lo conociera a él, ni a mí. Una ceguera interna, una mirada de bestia totalmente concentrada en sus propias necesidades. Creo que los recuerdos humanos se habían esfumado. Ella sabía que Dientes Largos venía. Creo que ella quería su calor y su protección, pero no hubo palabras en el gemido que dejó salir cuando la bala de Harp le dio entre los ojos.
Dientes Largos apareció entre los matorrales. Soltó el conejo que llevaba y saltó hacia la roca lisa, gruñendo, mirando de soslayo a la mujer muerta. Si es que comprendía el hecho de la muerte, no tenía tiempo para él. Vi el desarrollo extremo de los músculos en las piernas y en los muslos sus movimientos saltarines de preparación. La distancia entre la roca lisa y el sitio donde estaba Harp debía dé ser de unos cinco metros. Un rayo de luz solar dio en su sombra verde azulada, tocó en su gruesa pelambre roja y en su cara de miedo.
Harp pudo haberle disparado. Tuvo veinte segundos para hacerlo, quizá más. Pero puso el rifle a un lado y sacó su cuchillo de caza, su propio diente largo, y lo tenía preparado cuando el rival saltó.
Así que también pude haberle tirado yo. Nadie necesita decirme que debí haberlo hecho.
Dientes Largos se abalanzó, con sus garras fuera, sus colmillos a la vista. Sentí el encuentro como si el impacto hubiera golpeado mi propia carne. Se derrumbaron rugiendo dentro de la garganta, y yo estaba frío, distante, como un instrumento para contemplar.
Terminó rápidamente. Los terribles dientes oscuros se clavaron en la base del cuello de Harp. Éste no hizo ningún otro movimiento excepto la puñalada que lanzó su cuchillo contra el costado izquierdo de Dientes Largos. Después estuvieron quietos en ese abrazo, quietos los tres. Escuché al agua que rumoreaba por debajo del hielo.
Recuerdo un rugido en mis oídos, y me estaba moviendo con lento cuidado, un paso difícil tras el otro, a lo largo de la garganta y a través de tremendos corredores de blanco y verde. Con mi solaz difícilmente obtenido supuse que ésta podría ser la región donde yo había seguido a Harp recientemente, hasta un sitio u otro, pero no (pensé) uno de los sitios de los que hablábamos cuando éramos muchachos. Sentí como una banda de hierro en la frente, y respirar era una empresa que requería mucho esfuerzo y cautela, para no empeorar el dolor que surgió cuando otra banda se estrechó en mi diafragma. Me recosté contra un árbol durante treinta segundos o treinta minutos, no sé. Supe que no debía soltar la mochila a pesar del dolor, porque llevaba provisiones para tres días. Alguna vez me dije: «Ben, estás perdido.»
Tenía mi carabina, una varita mágica, y recuerdo la astucia de maniobra que me permitió lanzar tres tiros al aire. Dos veces.
Parece ser que yo no quería morir, y que me mantuve al borde del precipicio de la muerte con una loca tozudez. Me dicen que no puede haber sido al segundo día que disparé la segunda salva, la que fue escuchada y contestada porque, dicen, un hombre no puede sufrir la clase de ataque que yo aguantaba y sobrevivir toda una noche a la intemperie. Dicen que cuando una partida de búsqueda me llegó desde la aldea Wyndham (a treinta kilómetros de Darkfield), hice un discurso confuso y luego caí de bruces.
Me desperté inmovilizado, sin capacidad de palabra ni de movimiento excepto por un poco de vida en mi mano izquierda, y durante mucho tiempo la memoria sólo fue una mezcla de cosas irrelevantes. Cuando eso se aclaró, todavía no pude hablar durante otro largo período. Recuerdo que alguien dijo, con admirada exasperación, que con una hemorragia cerebral y un ataque al corazón, yo ya no tenía derecho a estar vivo; éste fue el primer sonido que me dio algún placer. Recuerdo haber reconocido a Adelaide y no haber podido agradecerle su presencia. Nada de esto importa para el relato, excepto por el hecho de que durante meses no tuve puente de comunicación con el mundo. Y sin embargo yo amaba el mundo y no quería dejarlo.
Uno siempre puede preguntarse: ¿Y ahora qué va a pasar?
En algún momento de lo que me dicen que era Junio, mi memoria estaba (creo) clara. Hice algunos garabatos, mientras la enfermera sostenía la parte muerta de mi brazo. Pero en respuesta a lo que yo escribí, el doctor, las enfermeras, el sheriff Robart, hasta Adelaide Simmons y Bill Hastings, parecían… simpáticos. No fui creído. No soy creído ahora, en la parte más importante de lo que quiero decir: que hay cosas en nuestro mundo que no comprendemos, y que esta ignorancia debería generar humildad. La gente encuentra que esto es obvio, soporífero —oh, siempre lo ha encontrado así—, y por lo tanto no escucha, conservando intacto el orgullo de su ignorancia.
Los restos de los tres cuerpos fueron encontrados a finales de agosto, y no por mis esfuerzos, porque yo no tenía idea de qué dirección de la brújula tomamos después del bosque aserrado, y había tantos bosques aserrados que no podía indicarles dónde mirar. Algunos merodeadores del bosque, incluyendo un grupo de perros, habían sido los primeros en hallar los cuerpos. El agua los había movido, porque la parte final de la gran nevada se derritió de pronto, y por un par de días, cuando menos, debió de correr un pequeño río por aquella garganta. La cabeza de lo que llamaban un «lunático» había rodado corriente abajo, se había golpeado contra las piedras y se había hundido parcialmente en el barro. Los perros habían mordisqueado y repartido lo que ellos denominaban «abrigo de pieles del hombre».
Se quedará como un lunático con abrigo de pieles, porque no quieren admitirlo de otra manera. Por lo que yo sé, ningún hombre de ciencia miró alguna vez esos despojos, a menos que uno glorifique con ese título a un funcionario judicial. Creo que éste era un buen veterano antes de conseguir ese empleo. Cuando recuperé más o menos el habla, traté de decir algo sobre el asunto. Una declaración mía fue leída en la investigación, antes de que yo pudiera hablar ni dejar el hospital. En esa ceremonia la sociedad decidió oficialmente que Harper Harrison Ryder, de esa población, baleó y mató a su esposa Leda y a un individuo de sexo masculino, de identidad desconocida, mientras él mismo sufría un ataque de locura, y que murió por herida de cuchillo, recibida en una pelea con dicho individuo, etcétera.
No hablo del asunto porque eso sólo provoca que la gente me tenga compasión: pensar que una mente humana pueda fallar así, y él todavía no llegó a los sesenta años, etc.
Ni siquiera puedo preguntarles: «¿Qué es la verdad?» Sólo pondrían un aire más triste, y supongo que irritado, y quizá hallarían razones para no venir de nuevo a verme.
Son amables. Harían cualquier cosa por mí, excepto pensar en el asunto.