Dígame, se lo ruego, ¿cuál es el camino hacia Londres?

Esta noche debo estar allí.

Oh, camine usted cien millas y tuerza

a la izquierda y luego a la derecha;

después todo recto, después en zigzag

suba, baje, y a paso rápido

llegará en seis meses

no lejos de Londres.

MOTHER GOOSE

(Cancionero infantil)

I

Kurt Insel está llegando a los cincuenta y se siente cansado. Hoy no quiere ir a su oficina. Está sentado en la salita de su pequeño apartamento, con su té y sus bollos ante él, sobre la mesa inundada de sol, y le ha venido el pensamiento de que nunca, en todas las mañanas de todos los años que ha estado en la compañía, ha querido ir allí. Es un pensamiento que le parece extraño, después de tantos años. Juega con la cuchara del azucarero de desvaída porcelana de Dresde, dándole vueltas en un sentido y en otro como si quisiera verla desde todos los ángulos, como a su idea.

¿Qué pasaría si no fuese? El solo pensamiento era suficiente para que el departamento le inculpase de deslealtad, caso de que éste pudiera saberlo. El castigo, aunque no está especificado en las Normas ejecutivas, es terrible, y la sentencia tan remota, y eterna como el mismo departamento. Él había oído de otros casos… extrañas desapariciones nocturnas. Un día un hombre se sienta detrás de su mesa, tan vivo como él, con los mismos pensamientos, esperanzas y placeres, y al día siguiente no está —una mesa vacía, una oficina silenciosa—; el hombre se ha desvanecido sin dejar rastro. ¿Qué les ha ocurrido a estos hombres? Kurt deja la cuchara sin revolver el té. Aún no piensa tomarlo.

El sol alarga un poco más la maraña de sombras sobre la mesa, mientras él sigue pensando. Ya se ha hecho tarde. Tira el té al fregadero, y luego envuelve los bollos y los coloca cuidadosamente en un estante del armario. Después comprueba el contenido de su cartera, se echa sobre los hombros la chaqueta de la compañía y, tosiendo a causa del primer cigarrillo, deja el apartamento.

Llega al complejo amurallado y se dirige al edificio de la compañía. Suspira agradecido al llegar ante las pesadas puertas de bronce que se abren al primer vestíbulo, pues el sol de invierno, más intenso siempre en el centro de la ciudad, le ha dado todo el tiempo en los ojos produciéndole dolor de cabeza. Sujetando firmemente la cartera, se adentra en la confusión de la enorme habitación cubierta de murales. Masas dispersas de gente le obstruyen el camino. Hombres, mujeres, bedeles y guías se le ponen delante. Los primeros grupos de trabajadores que se dirigen a la cafetería le atropellan al pasar. Empuja a algunos y pide disculpas a otros, entrando y saliendo de las masas humanas en su camino hacia la gran escalera de mármol que conduce al segundo vestíbulo. Teme no llegar nunca a los ascensores, pasar el resto de su vida en lucha con la gente que va en dirección contraria, hasta cuando llegue por fin a la puerta del ascensor, caer muerto entre los pies siempre móviles que pisarán los bordes de su abrigo y arrojarán su cartera, inútil ya, de un lado para otro.

Pero Kurt llega, como siempre, a los ascensores. Camina a lo largo de una hilera de puertas hasta llegar a una con la indicación de su piso y entra en ella. Cuando la puerta se abre, él sale rápidamente, seguido por otros cuyos rostros le son vagamente familiares, después de tantos años de estar en la compañía.

Al fin, solo en medio del pasillo, suspira y deja caer los hombros, y afloja la presión sobre el asa de la cartera. Ahora sólo hay que cruzar la primera oficina, pero esta mañana ya se siente agotado.

Se quita el polvo de la cara con el pañuelo, se aclara la garganta, se mira las uñas, alisa el abrigo de la compañía y se cala el sombrero hasta que el ala le cubre la frente.

Oprime la cartera bajo el brazo y abre una puerta en la que hay escrito en pretenciosas letras doradas:

KURT INSEL, HAROLD FENSTER

CORRESPONDENCIA

El fragor de la primera oficina se detiene bruscamente cuando entra, y cien pares de ojos se levantan hacia él. Baja la vista hasta unos pocos centímetros por delante de él, tal como lo prescriben las Normas ejecutivas y empieza el largo camino por el pasillo que forman los pequeños escritorios y que se extiende casi hasta donde alcanza la vista, hasta la pequeña puerta de madera en la que hay escrito, simplemente: «Kurt Insel».

Tarda tanto en pasar frente a los escritorios, que cree haber dejado atrás su despacho y haberse perdido. Detrás de cada escritorio se sienta una muchacha anónima, y cada muchacha le da un informe diferente. Por supuesto, no les contesta. Es parte de sus funciones darle estos informes cada día, aunque él no puede imaginarse lo que haría con ellos.

Kurt mantiene su rostro oculto bajo el sombrero hasta que llega a su puerta, la abre y la empuja con un suspiro. La oficina es muy buena, muy confortable. Las pequeñas paredes no están abiertas por ninguna ventana. Kurt ya no echa de menos una ventana. Una ventana haría que su oficina fuera una mera extensión del mundo exterior. Sin ventanas, la oficina es, por lo menos, sólo para él. Kurt es una parte de ella. Cada persona tiene un sitio en la compañía y éste es el suyo.

Se quita la chaqueta de la compañía y el sombrero, y los deja con cuidado sobre un sillón que hay en una esquina. La compañía no quiere nada fuera de su sitio, y él es el responsable de ello. Va hasta su escritorio y se sienta despacio. Todo está como debe estar. Las grandes pilas de papel procedentes de todos los comités y de todos los departamentos, que contienen todos los asuntos de la semana anterior, le están esperando. Con ellos hará un Informe resumido que estará listo a mediados de semana. Entonces lo enviará a una de las muchachas de fuera, la cual lo mecanografiará y lo enviará a su vez al departamento de multicopistas, de forma que la semana próxima habrá una copia de él en cada escritorio de la compañía. Algunas veces, en pleno trabajo, le llegan correcciones, de forma que tiene que tirarlo y empezar otra vez, y Kurt piensa cuan inútil es su trabajo, ya que, aunque no haya correcciones, el informe no sirve para nada cuando llega a manos de los empleados. Pero la función de Kurt no es hacer preguntas sobre su trabajo, sino llevarlo a cabo, así que coge el primer papel del montón y lo pone frente a sus ojos. Una vez hecho esto saca la llave del bolsillo de su chaleco, y abre los cajones de su mesa, y vuelve a guardarse la llave.

Todo está siempre como él lo deja: sus papeles, sus chucherías, sus frasquitos y sus fotografías, sus cigarrillos. Todo en orden. Kurt enciende un cigarrillo, satisfecho, y saca sus cinco lápices del cajón central y los dispone sobre el escritorio.

Empieza con la primera hoja y ve que es de la oficina de comunicaciones, la que está más íntimamente conectada con el departamento mismo, y considerada el registro más fiel de lo ocurrido en el departamento durante la semana. Kurt tamborilea con los dedos sobre el papel unos momentos. El mismo departamento puede haber escrito parte de esto. ¡Qué grande, qué remoto es todo esto! No hay nadie que sepa nada sobre el departamento, ni siquiera Fenster, el otro ejecutivo que tiene la oficina de al lado, cuyos contactos funcionales con el mundo exterior y su mayor conocimiento de la compañía y de la base en general, Kurt admira tanto. Algunos dicen que el departamento está en Zurich, o en Krakov, pero eso no hace más que aumentar el misterio. Fenster dijo una vez que él creía que el departamento estaba allí mismo, en el edificio de la compañía, pero Kurt no puede creerlo. Si fuera verdad, ¿por qué nadie lo ha visto nunca?

Él piensa con frecuencia en el departamento. Piensa en las fantásticas descripciones que ha oído —unas veces lo han descripto como un grupo de ancianos con grandes barbas blancas, y otras como seres sin nombre que montan en animales—. Ha oído también, sin hacer caso de ello, el rumor de que el último miembro del departamento murió hace generaciones, y que éste ya no existe desde hace cientos de años. Kurt no acepta estos rumores después de pensar en ellos con un poco de lógica, pero aun así no puede estar nunca seguro. Aun cuando enviara un bedel para que se informara y éste tuviera todo el resto de su vida para ir, no llegaría nunca al departamento, dada la distancia que había de por medio. Pero el hecho de pensar en el departamento era una futilidad. Kurt pone a un lado el informe de la oficina de comunicación, ya que a éste nunca se le hacen correcciones, y coge el siguiente.

Va pasando la mañana, y el montón de papeles a la izquierda de Kurt sube poco a poco. Coge otro papel del montón de la derecha y, deteniéndose, lo examina con cuidado. La hoja es azul, y todas las demás que ha visto son blancas. Lee, en la parte superior: «Memorándum de la Oficina de Quejas.» El resto de la hoja está completamente en blanco.

«¿Oficina de Quejas?»

Kurt deja la hoja sobre la mesa, intrigado. Trata de hacer memoria, pero no puede recordar haber tomado nota de aquella oficina o haber visto nunca una hoja azul. Posiblemente es una oficina nueva, eso será. Sin embargo, en el informe de la oficina de comunicación, él no ha leído nada sobre el establecimiento de ninguna nueva oficina.

Kurt se echa hacia atrás en su silla y golpea en la pared que le separa de la oficina de Fenster.

—Fenster —dice—. ¿Qué es la Oficina de Quejas?

—¿Qué? —grita Fenster.

—Digo que qué es la Oficina de Quejas. ¿Es algo nuevo?

La hoja azul parece completamente fuera de lugar sobre su escritorio. No sabe qué hacer con ella.

—¿La Oficina de Quejas? No, no es nueva. Ha existido siempre, por lo que yo recuerdo.

—¿Sí? —pregunta Kurt, intrigado—. ¿Cuál es su función?

—Recoger las quejas de la compañía. ¿Por qué? —pregunta Fenster.

Kurt piensa un momento.

—… Debo asegurarme de que mi departamento siga sin saber lo que es —dice rápidamente, esperando que su voz tenga una nota de autoridad; luego se calla, no hay respuesta de Fenster.

La idea es inquietante. Las ramificaciones de la compañía son extensas. Alcanzan a todas las casas y todas las habitaciones. No se puede pensar de ninguna manera que algún empleado —y menos un ejecutivo— tenga quejas contra la compañía, porque la compañía es buena. Pero la compañía debe tener muchas quejas contra sus trabajadores. La Oficina de Quejas es el lógico centro nervioso que resume dichas quejas. Kurt recuerda lo que sintió esta mañana en el apartamento y se pone de tan mal humor que es incapaz de seguir trabajando hasta las doce.

II

Después del almuerzo, Kurt se pone a trabajar de nuevo con la pila de informes. El siguiente es del Departamento de Muchachas Anónimas. Nunca hay nada inteligible en este informe, así que lo tira a la papelera y enciende un cigarrillo. Como siempre, la papelera está vacía y el cenicero está limpio. Esto siempre ha sido algo turbador para Kurt, lo mismo que para los otros. La idea de que alguien más en el edificio tenga una llave de las oficinas ha sido causa de más de una neurosis entre los ejecutivos. ¿Quién sería? ¿Es alguien enviado por el departamento para que compruebe sus actividades cuando se han ido? Si esa persona tiene una llave de las oficinas, puede que también tenga una llave de los escritorios, puesto que los escritorios son suministrados por la compañía. Kurt se siente incómodo. Aun cuando el trabajo de esa persona consista solamente en vaciar papeleras y limpiar ceniceros cuando ellos se han marchado, ¿qué más hará allí sola, en aquel mundo oscuro de habitaciones vacías, cuando nadie la mira? A ninguna persona le satisface pasarse la vida vaciando solamente papeleras y ceniceros. ¿Cuál es su verdadera función en el edificio vacío? Quizá se contente con sentarse tras los escritorios mientras los ejecutivos duermen. Pero entonces, ¿qué hay de esas oficinas que de pronto aparecen desocupadas? Por primera vez se siente incómodo en la pequeña habitación.

Da la vuelta a la mesa y la examina cuidadosamente. Entonces ve algo: algo semejante a un ojo que le mira desde el suelo, junto a la pata de la mesa. Permanece aturdido unos instantes, y luego adelanta cautelosamente un pie y golpea aquel objeto. Este sale dando vueltas por el suelo y se detiene contra la pared. Va hacia él y lo recoge. Es un botón. Un horrible, vulgar y usado botón de nácar.

Ya no hay ninguna duda, y la prueba es casi un alivio, al principio. Se sienta tras el escritorio y pone el botón frente a él, sobre el papel secante. Una teoría empieza a tomar cuerpo en su mente: una persona viene por las noches, sí. ¿Pero lo sabe la Oficina de Quejas? ¿Visita esta persona otras oficinas también? Kurt decide guardar el botón como evidencia. Pero la persona no debe saber que él lo tiene. Abre el cajón superior de la derecha y lo deja dentro, poniendo un secante encima; luego, con la llave, cierra el cajón.

Al día siguiente no abre el cajón, pero no puede dejar de pensar en el botón durante toda la mañana.

Mientras se mueve lentamente a lo largo del mostrador, a la hora del almuerzo, con su bandeja de comida, en la cafetería del primer sótano, ve a Fenster un poco más adelante, en la cola. Quiere hablar con él. Si alguna vez ha querido ver a Fenster con urgencia es ahora. Le hace un saludo con la mano. Fenster se lo devuelve y sigue adelante para recoger los postres. Kurt le indica una mesa y Fenster asiente con la cabeza. Kurt decide ir con mucho cuidado al abordar el tema. Quizá sea el primero en tener una prueba de la presencia de la persona nocturna. Quizá no debiera contárselo a nadie, y mucho menos a Fenster, de quien Kurt ha sospechado siempre que es un espía de la compañía. Pero, al llegar a los postres, Kurt no puede contenerse más.

—A propósito, Fenster… —empieza—. Hay algo raro…, encontré un botón, un botón de nácar, en el suelo de mi oficina, ayer por la mañana.

Fenster levanta la vista hacia él un momento y luego la vuelve a posar en su pastel de queso.

«¿Por qué este silencio? —se pregunta Kurt—. ¿Qué significa?»

—Sí. Un botón, ¿te imaginas? Ja, ja, ja…

—Imagino que será de la señora Unter —dice Fenster, limpiándose la boca con la servilleta.

—¿La señora… Unter? —repite Kurt.

—Sí. La mujer de la limpieza. Viene por las noches.

Kurt pierde el apetito. ¡Fenster lo sabe! ¡El botón no le sorprende!

—¿Qué te ocurre, Insel? —oye que le pregunta la voz llana de Fenster—. Creo que necesitas unas vacaciones —en una mesa vacía ve a un hombre alto y pálido que le observa intensamente.

—Soy un…, me encuentro mal —tartamudea Kurt, levantándose de la mesa. Tiene que salir de allí y volver a su oficina, donde pueda pensar. ¡Fenster lo sabe! De pronto, lo ve con claridad. Siempre ha estado allí, pero hasta que ha tenido ante sus ojos la hoja azul no lo ha visto claro. ¿Por qué las oficinas no tienen ventanas? ¿Por qué hay dos ejecutivos en su departamento? ¿Le permite la compañía existir mientras no se haga esa misma pregunta? ¿Se desprende la compañía de un empleado desleal y lo aísla para su propia protección y para frenar su irritación, asegurando la continuación del trabajo de este empleado por medio de una duplicación sin imperfecciones? Y Fenster, dándole suficiente información como para destruir su seguridad, prepara astutamente su salida y se dispone a trabajar tranquila y eficientemente, no hay duda, cuando llegue su final.

Sólo son las doce y media, la oficina exterior está vacía, pero él cierra su puerta y apoya la cabeza en sus manos. El nombre de la persona es señora Unter. El nombre conjura visiones de gruesos y toscos brazos y de facciones pesadas e informes. Y es una limpiadora. ¿Qué hay detrás de esa frase? ¡Una limpiadora! ¿Qué propósito se esconde tras esa función cuando ella entra en el edificio por la noche? Cuando sólo funcionan las luces de emergencia y las oficinas están vacías y oscuras…

III

Son casi las diez cuando llega a su escritorio a la mañana siguiente, dispuesto a hundirse en el trabajo.

A las once nota un intenso calor en el codo. Lo levanta del escritorio y ve una luz brillante que sale del cajón superior de la derecha. Va a abrirlo y se quema los dedos en el tirador. Saca un pañuelo y abre el cajón. Allí está el botón, brillando a través del secante y llenando de luz el cajón. Aterrorizado, introduce la mano en el cajón y coge el botón. Está tan frío como cuando lo puso allí, pero brilla intensamente. Le empieza a arder la mano. Abre rápidamente el cajón inferior, tira dentro el botón y vuelve a cerrarlo con llave.

De vuelta del almuerzo casi tiene miedo de entrar en su oficina. Cuando lo hace no hay señal de luz en el escritorio, y aunque lo observa cuidadosamente toda la tarde, el cajón permanece oscuro. Al final del día abandona la oficina sintiéndose exhausto.

Al día siguiente es jueves. Puede ver una luz tenue en el cajón inferior en cuanto entra en su oficina. Sin quitarse siquiera el sombrero, corre hacia el escritorio y abre el cajón. No hay ningún error. El botón brilla más intensamente que nunca. Kurt saca febrilmente el contenido de los demás cajones y lo arroja sobre el botón, cerrando luego el cajón de golpe. El resto del día lo pasa esperando, sin bajar siquiera a comer.

A la una ha empezado a brillar otra vez, y a las tres la luz es tan fuerte que le duelen los ojos si lo mira directamente. Se acercan las cinco. Si lo deja allí, brillando, se habrá desvanecido toda la esperanza.

Desesperado, coge la papelera y sale a la oficina exterior. Evitando los ojos de las muchachas anónimas, llena la papelera en el depósito de agua fresca. De vuelta a su despacho, ve a Fenster apoyado en la puerta del suyo, fumando un cigarrillo y observándole.

—¿Qué estás haciendo ahora, Insel? —le pregunta.

Pero Kurt pretende no verlo, entra en su oficina y cierra la puerta. Entonces abre el cajón inferior donde está el botón, tira el agua dentro y vuelve a cerrarlo de un golpe. La luz desaparece y Kurt ríe, aliviado. El agua empieza a filtrarse y a caer en el suelo, pero a Kurt no le importa nada mientras no brille la luz.

El viernes por la mañana abre la oficina y la encuentra llena de luz. Horrorizado, corre al cajón inferior, donde la luz es más intensa. Da vuelta a la llave y, cogiendo el tirador, trata de abrirlo, pero no se mueve. Tira más fuerte, sujetando el escritorio, pero el agua que arrojó ha hinchado la madera y el cajón no se mueve un milímetro. Le domina el terror y corre por la habitación tratando de escapar de la luz, pero no hay donde esconderse. Debe atacar antes de que le ataquen. Decide ir inmediatamente a la Oficina de Quejas y tratar de poner en su conocimiento todo el asunto. No puede continuar, tal como están las cosas, y si lo que piensa es verdad, estarán esperándole.

Pero todos sus papeles y lápices están en el cajón inferior y no puede cogerlos. Sale de su despacho cerrando la puerta tras de sí, y entra en el de Fenster. Este baja la revista que ha estado leyendo y le mira, interrogador.

—Tengo un asunto urgente —balbucea Kurt— y están desinfectando en mi oficina. Me pregunto si podría usar tu escritorio un momento.

Fenster continúa sentado unos momentos, considerando lo que puede haber de verdad en las palabras de Kurt. Luego se levanta, encogiéndose de hombros.

Kurt se sienta y pone en orden sus pensamientos. Un abordaje bien llevado puede significar media victoria. Debe, pues, abordar a la Oficina de Quejas de una forma correcta. Debe ingeniárselas para que su carta parezca la de un ejecutivo, es decir, de una persona importante, y también para que demuestre que él es humilde y no cree en su propia importancia. Finalmente, coge una hoja de papel y escribe:

«Distinguidos señores:

»El reciente comunicado de la Oficina —fechado el último lunes—, ha establecido su validez para el que suscribe.

»En consecuencia, el que suscribe podrá disponer de una porción de su tiempo para registrar un caso que concierne a la mencionada Oficina.

»Uso para reforzar mi petición, las palabras de Walt Whitman: “No me cerréis las puertas, nobles Dependencias.”

»En consecuencia, el abajo firmante confía en su buena disposición y queda de ustedes, suyo afectísimo,

»KURT INSEL, ejecutivo

Mientras relee su carta con satisfacción, se da cuenta de que Fenster está inclinado sobre su hombro, así que la mete rápidamente en un sobre y pone la dirección.

—Veo que escribes a la Oficina de Quejas —dice Fenster, todavía inclinado sobre su hombro.

—… Sí —Kurt está ocupadísimo en cerrar el sobre.

—¿Cuál es el problema? —pregunta Fenster en tono descuidado.

Kurt sigue sin mirarlo.

—He solicitado una entrevista —dice por fin.

—Ah…

Kurt no sabe si esto es una pregunta o un signo de conformidad.

—Presento una queja contra la señora… Unter —se siente forzado a añadir.

—¡Muy bien! —exclama Fenster—. ¡Creo que es una buena idea!

—¿Sí? —inquiere Kurt, sorprendido.

—Sí. Creo que debes hacerlo.

—¿Por qué?

—Cuanto antes mejor —prosigue Fenster, ignorando la pregunta de Kurt—. Dame, la enviaré yo mismo. —Arranca el sobre de las manos de Kurt y lo deja solo en la oficina. Kurt recuerda el comportamiento de Fenster durante aquel almuerzo y quisiera recuperar su carta. Pero es demasiado tarde. No puede.

Vuelve a su despacho, asustado por lo que acaba de hacer.

IV

Lunes por la mañana. Son más de las once cuando consigue llegar a su oficina, después de atravesar el gentío de la planta. El resplandor que inundara su oficina el viernes por la tarde ha desaparecido por completo, y la habitación está a oscuras. Enciende la luz y ve sobre su escritorio una hoja de papel con un membrete: OFICINA DE QUEJAS, impreso en su parte superior. El papel dice: «Al señor Kurt Inzip, del señor Nass: Preséntese por favor en la Oficina de Quejas el lunes por la tarde a las tres en punto.» No hay firma.

Kurt está en ascuas mientras espera que lleguen las tres. A mediodía no siente apetito y no puede tomar el almuerzo. La nota le hace sentir escalofríos. Ni siquiera su nombre está escrito correctamente. No hay duda ya de que Fenster está mezclado de alguna forma en todo esto. Quizá sepa lo del último lunes y haya informado sobre él.

A las tres, Kurt toma el ascensor y se dirige al último piso, donde se encuentra la oficina.

Sale del ascensor y camina a lo largo de un polvoriento corredor que necesita una mano de pintura. El corredor está junto a una de las paredes exteriores del edificio, en la que se abre una fila de ventanas. Escucha el viento, que a estas alturas siempre sopla haciendo temblar los polvorientos cristales. La altura que se percibe desde las ventanas le marea, así que anda casi pegado a la amarillenta pared de la derecha. Hay una sola puerta en todo el corredor, y al final de éste, un viejo radiador y un barril lleno de papeluchos. Hay muchos trozos de papel por todas partes, y algunas cáscaras de naranja. En la puerta figura el número 35.001 y debajo, en un dorado tan desvaído que apenas se pueden leer las palabras: OFICINA DE QUEJAS - NUNCA CERRADO.

Kurt da unos golpecitos. No hay respuesta. Abre la puerta y ve una inmensa habitación, de una altura equivalente por lo menos a dos pisos, que ocupa la extensión de toda la planta y cuyo interior está iluminado por una media luz rojiza, como una estación de ferrocarril. En la pared de la derecha, altísimas, dos ventanas dejan caer la tenue luz rosada de la tarde a través de sus cristales oscurecidos por el polvo. Todo el techo es una cúpula a dos pisos de altura; la cúspide del edificio; Kurt puede sentir el viento aullando en el exterior. Del mismo centro de la cúpula desciende una larguísima cadena de la que cuelga una vieja lámpara mortecina.

La habitación está fría, especialmente a la altura del liso suelo de cemento, donde el viento forma una corriente. En la pared de la puerta y en la opuesta a la de las ventanas, hay una desordenada hilera de sillas tapizadas de cuero con brazos de madera. El cuero está viejo y desgarrado, y el relleno sale por algunas aberturas. A lo largo de todas las paredes hay montones de papeles, de jirones de tela y de otras basuras, y junto a la pared del fondo hay unas cuantas cajas y barriles, como si la habitación hubiese estado destinada en su principio a almacén o a desván. En una pared hay un viejo teléfono y, finalmente, muy al fondo, una mesa de grandes proporciones, como las de los tribunales de justicia, y detrás de ella, expeliendo volutas de humo hacia el aire gris, cuatro hombres.

Frente a ellos se encuentra un hombre muy grueso que Kurt ha visto algunas veces en el ascensor; está de pie y mueve las manos mientras habla con una voz que oscila entre la cólera y el lloriqueo. Los cuatro hombres que hay detrás de la mesa se muestran agitados, revolviéndose en sus sillas, inclinándose unos a otros para hablar, soltando bocanadas de humo y todo ello sin prestar la más mínima atención al hombre que tienen delante.

Kurt quiere salir corriendo de allí, pero en lugar de esto se sienta en el borde de una de las sillas de cuero, cerca de la puerta. Está confuso. Ni siquiera ha podido traer la prueba, porque está dentro del cajón atascado. Será juzgado, aun cuando es él el acusador. Siente aquí, mucho más intensamente que en los pisos inferiores del edificio, cómo la fría maquinaria del aislamiento se mueve lentamente, para envolverlo. Kurt deja de pensar y trata febrilmente de preparar su declaración.

De pronto, de los cuatro que hay tras el escritorio, el hombre que ocupa el centro se levanta y golpea con los dos puños sobre la mesa, con gesto de ira.

—¡Márchese, señor Pawl! ¡Está usted despedido! ¡Despedido! ¡Despedido!

El hombre grueso sale disparado y pasa ante Kurt tembloroso, con los ojos muy abiertos, la cara roja y el labio inferior seco y colgante.

Los miembros de la oficina se quedan, inmóviles y silenciosos, mirando hacia adelante, los cigarros olvidados en los ceniceros. El del centro llama:

—El siguiente caso. Señor Kurt Inzip.

Kurt se levanta y se aproxima lentamente a la mesa. Siente que va a caerse.

—Insel, señor —musita mientras cruza la vasta habitación. Se detiene ante la mesa y mira al hombre que le ha llamado. Un sujeto corpulento, con gafas sin montura.

—Soy Nass —dice el hombre—. ¿Y bien?

Kurt permanece mudo. Ha perdido el habla.

—Nuestro tiempo es precioso —dice Nass.

—Ya sé que se lo han contado, pero no debe creerlo —comienza Kurt absurdamente, echando a perder todos sus preparativos—. No debe creer en su versión. Yo estaba enfermo aquella mañana… estaba muy enfermo.

—Está usted enfermo, señor Inzip. Bien, no veo…

—¡No! No estoy enfermo. Lo estaba. Usted no comprende.

—Estamos intentándolo, señor Inzip. Usted estaba enfermo.

—Sí, lo estaba. Lo estaba realmente, entonces.

—¿Cuándo estuvo usted enfermo, señor Inzip?

—¿Cuál era el problema? —pregunta el hombre que está a un extremo, inclinándose para mirarle fijamente.

—La última… la última semana. No quería, es decir, creía que no podía venir.

—Entonces usted no vino la semana pasada —afirma Nass.

—Yo… sí que vine.

—Usted ha dicho que estaba enfermo —puntualiza el hombre del extremo.

—Bueno, no estaba enfermo.

—¿No estaba enfermo? —pregunta el hombre delgado, a la derecha de Nass.

—Yo estaba enfermo —dice Kurt, angustiado.

—Vamos, vamos, señor Inzip, usted estaba enfermo o no lo estaba. ¿Lo estaba o no? —inquiere Nass, impaciente.

—Yo no creía que estaba enfermo —responde Kurt, con voz temblorosa.

—No… creía… que… estaba… enfermo —repite el hombre a la izquierda de Nass, al tiempo que escribe en un gran libro.

—Usted dijo que no quería venir a trabajar… —recuerda el hombre que está en un extremo.

—Sí que quería…, me sentía enfermo… Yo no sabía qué quería…

—Acaba de decir que no pensó que estaba enfermo, señor Inzip.

—¡Sí que lo pensé!

—Acaba de decir que no —dice el hombre a la izquierda de Nass, mirando en el libro.

—Quiero decir que lo sentí.

—Entonces, no lo estaba realmente —concluye el hombre a la derecha de Nass.

—¡Lo estaba…, pensé que lo estaba…! Yo… ¡No lo sé! ¡No lo sé! —grita Kurt.

—Bueno, bueno, señor Inzip. Debemos controlar nuestros nervios —dice Nass, conciliador. El hombre que está a un extremo coge una jarra de metal que hay sobre la mesa y llena un vaso, luego viene hacia donde está Kurt y se lo da.

—Beba esto, se sentirá mejor —dice, sonriendo y posando una mano en el hombro de Kurt.

El resto del equipo ha encendido sus cigarrillos de nuevo y todos arrojan el humo hacia Kurt.

—¿Por qué no fuma usted? —pregunta el hombre a la derecha de Nass, con acento paternal.

—Gracias —dice Kurt, agradecido, y enciende un cigarrillo con dedos inseguros.

—Ahora veamos lo de esa enfermedad —dice Nass.

—¡No, no! ¡Es la señora Unter! —grita Kurt, casi histérico.

—Ah, la señora Unter está enferma.

—No. No lo está —dice Kurt. Está intentando con todas sus fuerzas no perder el control—. No está enferma. Está en mi oficina. ¿No comprenden?

¿En su oficina? —corean todos.

—Tengo su botón y sé que he hecho todo lo que he podido, pero no lo pude sacar. ¡Llené el cajón de agua y no lo puedo sacar!

—¿Qué quiere decir, Inzip? —ruge Nass—. ¿Está usted estropeando el material de la compañía?

—Se explica que estuviera enfermo —dice secamente el hombre que está a un extremo.

—¡Es su botón! ¡Su botón!

—Ha destruido usted algo suyo y ahora ella quiere una compensación —resume estúpidamente el hombre a la derecha de Nass.

Kurt se siente invadido por el pánico. No tratan de entenderle. Tratan de que sus palabras suenen disparatadas. ¿Qué perseguirán con ello?

—No es su oficina, Inzip —puntualiza Nass.

¡Insel! —vocifera Kurt.

—Entonces usted cree que ella fue enviada…, ella… dice… ha venido para perjudicarle y por eso estaba usted enfermo —lee el hombre del libro.

—¡Ah! —exclama el hombre a la derecha de Nass.

—Es una grave acusación —advierte Nass en voz baja.

—¡Yo no hago la acusación! —dice Kurt.

—Ya la ha hecho —dice el hombre del libro—. Está registrado.

—¡No la he hecho!

—Bien. Veremos lo que podemos hacer —suspira Nass—. Por supuesto que sería mejor que usted modificara sus declaraciones un poco…

—¡Pero yo no he hecho ninguna declaración! —dice Kurt, roncamente.

—Sí que lo ha hecho —dice el hombre del libro, levantándolo para qué Kurt pueda verlo.

—¿Por qué no deja usted que nosotros las retoquemos un poco al enviar nuestro informe, señor Inzip? —sugiere Nass en tono confidencial.

Kurt está de acuerdo, está casi agradecido, en que las retoquen. Lo único que quiere es marcharse de allí y volver a su pequeña y cálida oficina de paredes pintadas de color suave, a sus lápices.

—¡Sí! ¡Oh, sí! —concede, sintiéndose aliviado de pronto.

Hay un largo silencio. El viento aúlla en la cúpula y repiquetea en las ventanas. Nass prosigue:

—Bien. Eso es todo, señor Inzip. Pronto nos pondremos en contacto con usted.

—Gracias, señor —tartamudea Kurt, y se dirige a la puerta.

—Nos cuidaremos de todo… —le asegura Nass mientras cierra la puerta.

Al encontrarse solo se siente tan débil que debe apoyarse en la pared unos momentos antes de volver al ascensor.

V

Los dos días siguientes los pasa Kurt sentado en su oficina sin apenas avanzar en su trabajo. No ha recibido comunicación alguna de la Oficina de Quejas y empieza a temer que le llame el mismísimo departamento. Ha conseguido abrir el cajón inferior y sacar, todavía húmedos e hinchados, todos sus lápices y demás cosas. El botón ha dejado de brillar, pero la pintura de su escritorio se ha desconchado un poco y ello se nota.

A la hora del almuerzo ha conseguido evitar a Fenster, sentándose en una mesa ya ocupada por otras tres personas, pero al segundo día, subiendo en el ascensor, ve a Fenster junto a él.

—He oído que has cantado las cuarenta —dice Fenster por fin.

—¿Qué quieres decir? —susurra Kurt.

—El asunto de la señora Unter. Circula por toda la compañía, ¿sabes?

—¿Qué? ¿Qué dices? ¿Qué asunto?

—Apuesto a que el departamento decidirá que ella no es eficiente y nada más, así que no será sancionada… Ha sido un buen truco. No te creía capaz de hacerlo.

—¿Hacer qué? —pregunta Kurt, casi gritando.

—Vamos, vamos, Insel, deja ya esa cara de sorpresa. Todos vamos detrás de lo mismo. Y con esto no quiero decir nada…

Kurt se queda callado, sintiendo todos los ojos fijos en él.

—Creo que con todo esto conseguirás una promoción —dice Fenster—. De hecho, cuando envié tu carta, añadí algo…

—Santo Dios, ¿de qué estás hablando? ¡Yo no quiero ninguna promoción! Yo no…

El ascensor llega a su piso y Fenster ríe, con más esfuerzo que humor.

—Acuérdate de tus amigos de cuando estabas aquí abajo, Insel —le dice, oprimiéndole el hombro; luego se va hacia los lavabos.

Kurt vuelve a su oficina con la cabeza dándole vueltas como un trompo, se encierra y se sienta, derrengado, en su silla.

A la mañana siguiente encuentra sobre su escritorio un memorándum del señor Nass, diciéndole que será recibido en la Oficina de Quejas a las tres.

Ya ha pasado la hora cuando vuelve a pensar en ello. Sale disparado de su despacho, sin cerrar la puerta ni los cajones del escritorio y llega a la oficina con diez minutos de retraso.

Cuando entra de nuevo en la enorme y polvorienta habitación, hay solamente tres hombres detrás de la alta mesa. El hombre que en la otra ocasión se sentara a un extremo no está.

—¡Pase, Inzip, pase! ¡La Oficina de Quejas tiene buenas noticias para usted! —dice Nass; guiña uno de sus abultados ojos y el hombre del libro sonríe ampliamente—. La oficina ha presentado su caso al departamento —continúa Nass—, y usted ha conseguido absolverse.

«¿Absolverme? —piensa Kurt—. ¡Oh, gracias a, Dios, gracias a Dios!»

—Y no sólo eso, sino que ¡tenemos un ascenso para usted! Y la Oficina de Quejas tiene orden de hacer todo lo posible a su favor respecto a ese asunto de la Unter…

El alivio de Kurt se enfría. Entonces recuerda que ha dejado abierta su oficina y también sus cajones. Siente que se ahoga. Se sostiene primero en un pie y luego en el otro, mientras espera llegar antes de que sea demasiado tarde.

—Nuvola —continúa Nass leyendo una hoja de papel con timbre, profusamente mecanografiada— ha sido enviado al Brasil, e inmediatamente…

—¿Brasil? —repite Kurt—. Pero, ¿por qué ha ido a Brasil?

La sonrisa del hombre del libro desaparece, mientras que el que está a la derecha de Nass sigue mirándole con expresión tensa, como si temiera que fuese a volar en añicos en cualquier momento. Nass deja de leer, deja el papel sobre la mesa y estudia a Kurt largo rato.

—Usted quiere ayuda, ¿no? —pregunta por fin.

—Claro que sí, señor —responde Kurt.

Hay una pausa hasta que Nass encuentra otra vez el punto de su lectura.

—… Nuvola ha sido enviado al Brasil —prosigue con gran énfasis, e inmediatamente añade—: Trocken y Nariz se dispondrán a partir para Benarés y esperarán allí futuras órdenes.

Trocfcen, el hombre de la derecha, empieza a meter lápices y papeles en una cartera.

—Benarés —murmura Kurt.

Nariz y Trocken se levantan del escritorio y se dirigen a la puerta, hablando en voz baja. Kurt escucha sus pasos mucho rato.

—¿Bien? —pregunta Nass—. ¿Hay algo más?

La puerta se cierra allá al fondo y el viento gime fuera. Kurt sigue con la mirada perdida en las sombras, más allá de la mesa.

—¿Nada más? ¿No? Muy bien —exclama Nass, convirtiéndose de improviso en un afán de actividad, apilando papeles, trasladándolos de un cajón a otro, cogiéndolos a puñados y metiéndolos en su cartera, sin advertir siquiera que Kurt está allí. Luego se levanta y se echa encima una chaqueta de la compañía que ha estado todo el tiempo sobre una silla de cuero. Luego se aparta de la mesa y empieza a dar vueltas por la habitación, rebuscando en los escombros, examinando las paredes, la cúpula, las ventanas, los muebles, todo en la penumbra de la estancia. De pronto se da cuenta de que Kurt está allí y dice:

—Mi puesto está en Munich. Usted ha sido ascendido. Por tanto desde ahora dejará usted su oficina y subirá aquí para hacerse cargo de la Oficina de Quejas en lugar nuestro.

—Pero ¿y mi oficina? —dice Kurt—. Por eso he venido. ¡No quiero salir de mi oficina!

—Tonterías, todo el mundo quiere salir —dice Nass, cogiendo una vieja silla de cuero y arrastrándola al otro extremo de la habitación.

—¡Mi oficina! ¡Mi oficina! —grita Kurt, a punto de llorar.

—¡Está usted aquí arriba ahora, Inzip! —exclama Nass, irritado, de vuelta al centro de la habitación—. ¿No siente usted ninguna gratitud?

Kurt oye, muy débilmente, un ruido como de raspadura. Es la señora Unter, revolviendo en las entrañas del edificio. Ya se dirige rápidamente a su oficina. Dentro de un momento la verá vacía. Se abalanzará en su interior. Se sentará en su silla, rugiendo. Hundirá sus grandes y toscas manos en los cajones abiertos y se apoderará de todas sus pertenencias. Acercará a ellas su nariz para olerlas, y, mientras, sus ojos darán vueltas en su rostro embotado.

—¡No deben hacer esto! —suplica Kurt.

—Es todo por su bien —responde Nass lacónicamente, y se dirige al teléfono. Lo aferra con ambas manos y lo arranca de la pared, arrojándolo a continuación a los brazos de Kurt—. No se desprenda nunca de esto, Inzip —dice, y luego se encamina a la puerta—. Estaremos continuamente en contacto con usted.

—Usted no comprende…

La puerta se cierra con violencia. Kurt permanece en el centro de la enorme y vacía habitación, mirando hacia la puerta. El teléfono roto cuelga de sus manos. Sopla el viento y la fría corriente le hiela las piernas. La luz disminuye más y más, confundiendo las sillas y los papeles en una masa de sombras, a lo largo de las paredes de ladrillo, mientras el sol de invierno se vuelve rojo en las ventanas. Se le empiezan a llenar los ojos de lágrimas y grita:

—¡Malvados! —agita el puño cerrado hacia la puerta—. ¡Malvados! ¡Me habéis destruido y ni siquiera sabéis mi nombre! —y se cubre la cara con las manos.

El golpe en la puerta apenas se oye y, después de un momento, la puerta se abre y entra un hombrecillo con un desteñido chaleco de seda y una visera verde, llevando en sus manos un aparato roto.

—¿Es ésta la Oficina de Quejas? —pregunta en un susurro.

Ve a Kurt en el centro de la habitación y se queda mirándole un instante, visiblemente impresionado. Luego, tomando los sollozos como un signo de que es bien recibido, se acerca tímidamente y empieza:

—Verá, señor, soy el ejecutivo de Mimeografía y…

Pero Kurt cae de rodillas y el único sonido que puede oírse en la habitación es el lamento del hombre arrodillado y el viento que repiquetea en las ventanas y aúlla eternamente en la cúpula.