Malatesta llamó tres veces a la puerta de Garfleld y abrió sin aguardar respuesta. Siempre obraba de esta forma, y Garfleld le detestaba por ello.
No, no era así exactamente. No. Le detestaba por otras muchas razones. Principalmente porque estaba asustado. «Trabaja mucho y duro, sí. Haz de tu nombre un nombre muy conocido. Haz que sea conocido y temido en el mundo del espectáculo. Haz que un idiota, que un estúpido, siga tus pasos, y cuando aflojas un poco en tu esfuerzo te encuentras con el cuello bajo la cuchilla.»
Temía que Malatesta le reemplazase. La temporada próxima, sería aquel rostro delgado y cetrino el que tendría la posibilidad de asomarse todas las noches a más de veinte millones de pantallas de televisión, en lugar del suyo. ¿Podía impedirlo, cuando empezaba a tener unos cuantos años más debajo del cinturón? ¿Qué había de malo en el rostro del prudente hombre de las noticias? Había servido a otros.
Además, el programa de Garfield no era peor que el de Andrews en Afiliados, o el de Coleman en Intercostas. ¡Maldita zorra esa Coleman! La red de televisión INA había pensado que un rostro femenino conseguiría automáticamente la mitad del auditorio de telespectadores, dejando que la Continental se las entendiera con la otra mitad, y los tontos del CEN recogiesen las migajas, como de costumbre.
Nadie contemplaba ya un programa de la Red Cultural y Educativa, excepto los imbéciles que creían que se trataba de un acto revolucionario.
—Toma —dijo Malatesta en su dialecto más abominable—, aquí tienes los porcentajes. O los promedios, como quieras.
—Bien —refunfuñó Garfield—, ahórrame las impresiones. Siéntate, Mac, y dámelos.
Alargó una mano hacia el joven. Malatesta se dejó caer en la butaca de cuero y tendió unas cuartillas a Garfield.
—Las cifras del espectáculo, Larry.
Los dedos de Garfield no llegaron a tocar las hojas que le presentaba Malatesta.
—¡Maldita sea! —exclamó—. Vamos, dame esos estúpidos promedios.
Observó su mano tan meticulosamente cuidada. Al alargarla hacia los papeles, el puño de la camisa sobresalía lo justo por debajo de la manga de la elegante chaqueta.
La mano llena de pecas le temblaba ligeramente.
¡Diablos! Tendría que mantener sus manos fuera de la vista cuando estuviese ante las cámaras. Para un simple locutor, esto era sencillo. Y gracias a Dios, él no era el hombre del tiempo, con sus punteros, sus mapas, sus manos temblorosas…
Malatesta le entregó las páginas.
Garfield las extendió sobre su escritorio.
—Tienes buenas notas, Larry —bromeó Malatesta.
Garfield le dirigió una mirada torva.
—¡Bastardo! —murmuró.
Consultó los promedios. Apestaban.
—Fatal, ¿eh? —comentó Malatesta, sonriendo.
—Efectivamente —asintió Garfield, y miró a su interlocutor fijamente—. ¿Los ha visto ya Commodore?
La sonrisa de Malatesta se ensanchó. Asintió varias veces.
—Sí, ¿eh? —Garfield tragó saliva—. ¿Qué ha dicho?
Malatesta sonrió.
—¡Maldito seas, Marc! ¡Basta de bromas! ¡Te he hecho una pregunta!
—Bien, bien, Larry. ¿No te gustaría el puesto de corresponsal? Hacer un reportaje sobre las condiciones de Sri Lanka, o una interviú al jefe de la renovación urbana de Colonia. Es un cargo tranquilo. Muchos tipos lo están deseando.
—Intenta echarme de aquí y te pondré el trasero de tal manera que no podrás volver a entrar ni siquiera en el CEN. De modo que calla y déjame estudiar estas cifras.
—Estúdialas tanto como gustes, Larry. Pero ya sabes que no puedes despedirme. Inténtalo y Commodore se hará con tu piel. Arriba no bromean. Habrías acabado con la Voz de América.
Encendió un cigarrillo y se arrellanó en el asiento.
Garfield estudió los promedios. Todos los noticiarios estaban en baja. Mal de muchos, consuelo de tontos. Si Andrews o la Coleman hubiesen estado en alza y él en baja, la cosa sería distinta. Ahora todos tendrían, tal vez, que buscarse otro empleo, incluso lejos de las pantallas de televisión. Sí, todos estaban en el mismo atolladero. Quizá él podría inventar algo. Quizá consiguiese salvar el puesto.
Levantó el teléfono.
—¡Bridgit!
La joven estaba en su sitio, dispuesta a ayudar. Como debía ser. ¿Cuántas secretarias disfrutaban de su sueldo?
—Bridgit, ¿cómo es que el señor Malatesta ha entrado aquí sin que usted me avisara?
Dirigió al joven una mirada penetrante. Malatesta no se arredró.
—Dijo que era urgente, señor Garfield.
—¡Todo es urgente! Pero no puedo permitir que el primer mequetrefe que lo intente se cuele en mi despacho así por las buenas.
—Lo siento, señor Garfield. Dijo que era orden de Commodore. Ya sabe que nunca vacilamos ante una orden suya.
Garfield dijo algo entre dientes. Malatesta sonrió.
—¿Contento, Larry?
Garfleld siguió hablando por teléfono.
—Bridgit, llame a Morgan Andrews. En la ATN.
—Sé dónde trabaja, señor Garfield. Le llamaré.
Garfleld colgó y miró a Malatesta.
—En cuanto a ti…
—¿Sí, Larry…?
—¡Lárgate! Vete antes de que te eche. Y la próxima vez deja tus papeles sobre el escritorio de la señorita O’Meara. Ella me los entregará.
Malatesta abandonó la butaca.
—Ta-ra-rá… —canturreó.
Garfleld volvió a concentrarse en las estadísticas. Presentaban las cinco noches de la última semana, en la red, comparadas con las cinco de la misma semana del último mes y con la misma semana del año anterior. Las cifras de telespectadores estaban más abajo. Garfleld apenas les concedió la limosna de una ojeada. Los detalles no eran sorprendentes. La tendencia era natural.
Sonó el intercomunicador. Levantó el auricular.
—Sí, Bridgit.
—El señor Andrews, desde Afiliados.
Le dio las gracias y apretó un botón.
—¿Morgan?
—Sí, Larry. Es gracioso que me llames ahora. Mira, estaba estudiando las estadísticas… ¿Las has visto? Pensé que deberíamos almorzar juntos.
—Estupendo. Sin preocupaciones por el antitrust, ¿eh?
Andrews se echó a reír, con cierto nerviosismo.
—No, no, no…
—De acuerdo. ¿En el J. P.?
—En el bar de arriba. ¿Puedo llevar a dos amigos?
Garfleld calló un instante y luego replicó:
—Ponlos en tu cuenta. ¿Los conozco?
—Amigos. Ponte un clavel blanco, Larry.
Se cortó la comunicación.
Garfield efectuó una comprobación entre su personal, llamó al productor para revisar los planes para el programa nocturno, y llamó a Malatesta.
La secretaria del joven le anunció que no estaba en su despacho, y que ya le llamaría más tarde.
Garfleld sacó de su armario la máquina antigua de escribir, una «L. C. Smith», puso unas hojas con papel carbón en el carro, cruzó la habitación hacia los teletipos del servicio telegráfico, escrutó las noticias recibidas, regresó a su escritorio y reflexionó sobre cuál podía ser el tema de aquella noche. Se enfrentaba con el problema de siempre. Casi todos los temas eran aburridos, insoportables. Había algo bueno en los teletipos, pero no mucho.
Volvió a coger el teléfono y pidió a Bridgit que llamara a su agente de la Casa Blanca. Había rumores en la cumbre desde hacía varias semanas, pero sin nada verdaderamente importante. Los rumores habían desaparecido de las primeras planas de los periódicos y de los programas de primera fila, para pasar a las noticias de relleno en la pantalla.
Garfield habló con su agente y le preguntó si había señales de alguna novedad. Para su satisfacción, parecía que sí. Ordenó al agente que estuviese al acecho y dijo que le enviaría refuerzos.
Bridgit volvió a llamarle para decirle que Malatesta estaba ya en su despacho. Garfield le ordenó que partiera para Washington y tratara de conseguir noticias de la cumbre. Malatesta aceptó el encargo sin protestar, con gran alivio de Garfield.
Volvió a consultar los teletipos. El Congreso volvía a derrumbarse, y no había ninguna campaña interesante. Los grandes gobiernos extranjeros eran estables. Las únicas contiendas que iban en aumento eran las guerrillas, que poco podían ofrecer para la pequeña pantalla y menos aún para los titulares.
Todos los telégrafos especializados resultaban aburridos: negocios, religiones, ciencia, deportes.
Larry Garfield suspiró, consultó el gran reloj de pared y volvió hacia su «L. C. Smith». No se le ocurría nada que escribir.
Finalmente decidió probar un antiguo truco que había aprendido de un novelista asaltado por ataques periódicos de falta de imaginación. Tendió un dedo sobre las hojas del teletipo, cerró los ojos, trazó media docena de círculos en el aire, y bajó el dedo hasta tocar el papel.
Había tocado la palabra PREGUNTADO.
Volvió a cerrar los ojos y repitió el mismo proceso. Consiguió la palabra CARDENAL. ¡Ah! Y ni siquiera se trataba de una noticia religiosa. Alguna historia absurda sobre teorías científicas.
Bien, PREGUNTADO y CARDENAL. Estrujó su cerebro para conseguir algo interesante relacionado con PREGUNTADO y CARDENAL, y logró mecanografiar un par de párrafos. Consultó el reloj. Había llegado la hora de marcharse.
Se puso el sombrero y pasó por delante de la mesa de Bridgit.
—¿A almorzar, señor Garfield?
—En el J. P. —repuso el aludido—. Con Morgan Andrews. En el bar de arriba.
Pasó por el vestíbulo, usó su llave particular, descendió al garaje y se instaló en el asiento posterior de un coche de la emisora.
—Al J. P.
El chófer puso el motor en marcha y el coche cobró vida. Larry se recostó contra el respaldo, con los ojos entornados, y contempló las calles que iban quedando atrás. Al menos, esto sacaba de su trabajo. No necesitaba pelearse por un taxi ni correr el riesgo, como peatón, de ser atropellado.
Al llegar a su destino pidió al conductor que le aguardara si no tenía el día demasiado ocupado, a lo que asintió el otro.
Saltó del coche y subió los peldaños del portal del club, los primeros de un salto, los demás de uno en uno. Saludó al portero. En el dintel lucía con letras de neón: JOHN PETER ZENGER SOCIETY.
Saludó al recepcionista, buscó en su casillero si había algún mensaje urgente, apartó un montón de correspondencia trivial, y tomó el ascensor hacia el bar del ultimo piso.
Morgan Andrews ya había llegado. El antiguo atleta de maciza estructura se había plantado sólidamente sobre un enorme taburete. Su monograma estaba grabado en el respaldo del asiento metálico.
Garfield se sentó en su propio taburete y cogió la bebida que ya tenía preparada de antemano.
—¿Qué tal tu esposa, Morgan? —se interesó.
—Muy bien, muy bien. Me ha preguntado por ti. A tu salud, Larry.
Andrews levantó el vaso, miró a Garfield a través del cristal, tomó un largo trago y dejó el vaso vacío sobre el mostrador.
—¡Ajá! —suspiró.
El camarero le cambió el vaso vacío por otro lleno.
—Dijiste que pensabas invitar a unos amigos —le recordó Garfield—. ¿Han llegado?
—Aún no, aún no. Dentro de unos momentos, Larry. ¿Viste los promedios de las estadísticas?
Garfield asintió:
—Muy malos.
—Exacto. Aunque la ATN se colocó en cabeza en diez mercados principales, lo cual me consuela un poco —rezongó Andrews.
—No te engañes —masculló Garfield—. Todos podemos falsificar estadísticas para sentirnos aliviados. Tú me has ganado en diez mercados principales, CBA está en cabeza en la columna de los totales y JoAnna vence con los solteros y con algunos grupos más. ¡Bah! Ya sabes que conquistó tres puntos cuando dejó de llevar sostén ante las cámaras. Y hubiese conseguido más, pero en Dakota del Norte la obligaron a ceñirse la línea pectoral.
Sacudió tristemente la cabeza.
—Todos estamos en el mismo atolladero. El problema no es la competencia mutua. Caramba, incluso Weinberger tiene sus éxitos.
—Sí, sí, sí —gruñó Andrews—. En el canal 49. University Park.
Garfield se echó a reír con amargura.
—No necesitamos pelearnos por lograr la delantera. Necesitamos algo que haga que los telespectadores contemplen los noticiarios. Todas las noticias. Sí logramos atraer a las masas, todos saldremos ganando. Pero no conseguiremos nada parloteando de las masas, si no hay ninguna.
Bebieron con un deje de tristeza. Luego, tras unos minutos de silencio, Andrews levantó la mirada y escudriñó el salón. Levantó una mano en señal de saludo.
—¡Allí están!
—Pon esto en mi cuenta, chico —ordenó Garfield.
Se apartó del mostrador y siguió a Andrews hacia una mesa del comedor. Habían llegado otras tres personas: una mujer delgada y de aspecto juvenil, con suave cabellera ondulada; un negro con aspecto de científico, con gruesas gafas y suéter de cuello alto, y un joven de rostro grave, cabello cortado casi al rape y corbata estrecha.
—¡Morgan! —exclamó la mujer—. ¡Larry!
Avanzó unos pasos corriendo y les besó afectuosamente en las mejillas.
—¿Cómo está Agatha, Morgan? Oh, realmente nos vemos muy poco. Jordan no hace más que preguntar por ti. Creo que está un poco chiflado por Agatha.
Se volvió hacia Garfield.
—Larry, todavía no he visto tu nuevo apartamento. ¿Cuándo me invitarás a cenar allí? Ya sabes que Jordan se marcha de gira con las compañías cuando está puliendo una nueva comedia. ¡Y me quedo sola tantas veces!
Andrews y Garfield contestaron a JoAnna con unas frases llenas de vaguedades.
El hombre mayor se acercó y les estrechó las manos.
—Hola, Elías, encantado de verte. Morgan no me dijo quiénes eran los amigos que venían.
Weinberger se echó a reír y aseguró las gafas sobre su nariz.
—Una ronda nos vendrá muy bien, ¿eh, Larry? —y al decir esto se volvió un poco—. ¿Conoces a Wilson?
Señaló al joven de aspecto conservador que, con cierta inseguridad, estaba de pie junto a la mesa.
Garfield sacudió la cabeza.
Weinberger se inclinó hacia él, casi habiéndole al oído.
—Un hacha de la Administración. Fíjate en él.
Garfield asintió y se dirigió al joven. Le ofreció la mano y se presentó.
—Es un honor —sonrió el joven—. C. Farnsworth Wilson. Llegué hoy mismo de Washington. Visitar esta gran ciudad es siempre una experiencia estimulante.
La palabra cordial de Morgan Andrews dominó a todo el grupo.
—Bien, ¿empezamos?
Tomaron asiento en tomo a la mesa, cubierta con un impoluto mantel blanco. Un empleado del club maniobró los tabiques sobre unos raíles deslizantes, convirtiéndose la zona en que estaba la mesa en un comedorcito privado.
Un camarero sirvió otra ronda de bebidas. Garfield observó que Wilson, el agente gubernamental, tomaba leche.
—¿Úlcera? —se interesó.
Wilson masculló una vaga respuesta.
Andrews levantó su vaso y tendió la mirada en torno a la mesa.
—¡Por la confusión de todos nuestros enemigos! —brindó.
Todos rieron y le imitaron, excepto Wilson, que estaba sentado con las manos sobre las rodillas.
—Bien, en serio —continuó Andrews—, el motivo de esta reunión ha sido poder emborracharos a todos para que no podáis regresar a vuestros estudios y presentar vuestros programas, a fin de que yo ofrezca en antena el único espectáculo decente de este, noche.
—Ni aun así lo lograrías —rió Weinberger.
—Lo único que tiene que hacer JoAnna es respirar —añadió Garfleld.
—Realmente eres demasiado amable con una pobrecita locutora —dijo la joven.
C. Farnsworth Wilson levantó una mano pidiendo silencio.
—Bueno, si no les molesta… es que tengo que regresar muy pronto al aeropuerto.
Todos le contemplaron en silencio.
—Estoy aquí para procurarles un remedio, para y desde la Administración. Todos estamos de acuerdo en que los antiguos tiempos del antagonismo entre la Administración y los medios de comunicación ya no han de volver.
Todos asintieron sin demasiado entusiasmo.
—Por consiguiente, nosotros les ayudaremos, como hemos hecho en años anteriores. Pero son ustedes quienes deben allanar las dificultades básicas. Ustedes tienen que encontrar sus objetivos estratégicos —y consultando descaradamente su reloj, añadió—: Yo he de tomar el avión.
Morgan Andrews se aclaró la garganta.
—Ah, gracias, Wilson —miró a todos los presentes, moviendo su enorme cabeza sobre su grueso cuello—. El problema es muy sencillo. La gente ya no está interesada por lo que sucede en el mundo.
Volvió a carraspear.
—Como antes dijo Larry en el mostrador, no estamos perdiendo auditorio unos en favor de otros. Todos lo estamos perdiendo. Ya nadie nos presta atención.
—¿Qué hacen, entonces? —rezongó JoAnna—. ¿Contemplan los deportes?
—Algunos, sí —era Elías Weinberger quien acababa de contestar.
Se quitó las gafas y gesticuló con ellas, como si estuviera en la pantalla.
—¿Tienes aquí las cifras, Elías? —inquirió Andrews.
—El total de telespectadores —asintió Weinberger— presta menos atención a los noticiarios que a los otros espacios televisivos. Por ejemplo, deportes, películas antiguas… El resto del descenso de telespectadores queda diseminado. Uno de mis secretarios hizo un estudio comparativo. La gente escucha música. Y muchas personas se dedican a tocar la guitarra o la armónica. Leen. Pasean. Trazan proyectos domésticos. Hacen cosas. Cocinan. ¡Oh, es sorprendente! Visitan a los amigos. Asisten a conferencias y siguen cursos por correspondencia. Realmente, es muy notable.
—Pero ¿por qué, señor Weinberger? —le había preguntado Wilson, el agente de Washington.
Antes de que Weinberger pudiese responder, intervino JoAnna:
—Los telediarios fatigan, señor Wilson. Todos mostramos los mismos rostros de siempre. La gente se ha hartado de oír nuestras voces. Por eso el promedio de INA ascendió cuando cambiamos los locutores.
—Creo que la culpa es de los horarios —replicó Garfield—. He intentando convencer a Commodore para que nos ponga en primer lugar. De este modo tendríamos más audiencia.
—¿Y por qué no la tienen con el horario actual?
—Porque la hora de los telediarios se basa en la antigua costumbre de que el trabajador llegaba a su casa y se sentaba con un «martini» en la mano a contemplar y escuchar las noticias antes de cenar. Pero todo esto ha cambiado. Necesitamos un horario más idóneo.
—Esto no lo es todo —declaró Andrews, con su voz bien modulada—. Es nuestro formato. Los programas siempre son iguales… La gente está harta de ver solamente cabezas parlantes.
—Tonterías —desdeñó JoAnna.
—No seas tan lista, cariño. La novedad sirve por algún tiempo, pero la gente también se cansa de los bustos agradables.
Elías Weinberger solicitó silencio. Mientras iban callando, sirvieron el almuerzo y los cubiertos empezaron a tintinear contra la vajilla. Tan pronto como volvió a reinar el silencio, Weinberger tomó la palabra:
—No pasa nada con las cabezas parlantes. Cierto que a la gente le gustan los paisajes, esto está fuera de toda duda. Pero lo que presentan todos nuestros estudios…
—Hay muchos chicos cultos en los estudios —refutó Garfleld amargamente—, pero es lástima que las noticias sean tan flojas.
—Vamos, vamos —intervino JoAnna, tratando de apaciguar las cosas—, deja de replicar a Elías, Larry.
—Gracias —murmuró Weinberger e hizo una pausa para beber un sorbo de agua—. Todos sabemos que la gente contempla los telediarios cuando hay buenas noticias. Cuando éstas son aburridas, se dedican a otra cosa.
Hizo otra pausa para recibir los asentimientos y gruñidos de afirmación de los reunidos.
—Bien, de acuerdo. Pero nosotros hemos permitido cierta clase de inflación o devaluación de los valores de las noticias. Acordaos cuando hace unos años todos los deportistas profesionales eran tan populares. Las ligas eran muy reñidas, mediante el sistema de ampliar los equipos, alargar las temporadas y reformar todos los programas.
Más asentimientos.
—¿Y cuál fue el resultado? No más auditorio, sino menos. No un aumento del interés público, sino aburrimiento. La gente dejó de ver la televisión en sus casas, y la gente de la calle llegó a ignorar cuáles eran los equipos. En los campeonatos mundiales y en la Super Bowl terminaron con los asientos vacíos. Y esto no era más que una repetición de lo ocurrido anteriormente con el boxeo y las carreras.
—Vaya, Elías, no sabía que fueses tan aficionado al deporte —rió JoAnna.
—Es un zaguero frustrado —gruñó Andrews.
Weinberger meneó la cabeza.
—Sólo hechos. Todo aquel que indague un poco como he hecho yo, los comprobará.
Wilson golpeó la mesa con su vaso.
—Creo que todos comprendemos el problema, al menos en sus términos más generales. El señor Andrews me ha invitado para que proporcione una opción gubernamental respecto a esta situación y, realmente, me gustaría poder hallar una solución.
—Tiene razón —afirmó Andrews, y miró a, sus colegas—. Bien, creo que todos estamos de acuerdo en que cambiar los horarios o las normas no serviría de nada. Necesitamos acontecimientos interesantes. Y es en esto en lo que la Administración puede ayudamos, a cambio, claro está, de que por nuestra parte la apoyemos.
—Exacto —asintió Wilson.
Andrews se aclaró nerviosamente la garganta.
—Ah, ya veo que nadie toma notas. Supongo que nadie está grabando esta conversación, ¿en?
—Este comedor está limpio de micrófonos —aseguró Wilson.
—¿Tienes cifras, Elías, de la respuesta de los telespectadores a los diversos tipos de noticias? —preguntó Garfield.
Los ojillos de Weinberger se estrecharon felizmente detrás de las gruesas gafas y su rostro se arrugó en una gran sonrisa.
—A los de las noticias comerciales os gusta rebajar la categoría del CEN, ¿eh?, pero no os importa utilizar nuestros cerebros, claro.
—Bueno… —murmuró solamente Garfield.
—Está bien —asintió Weinberger—. Recuerdo que últimamente estudié esa clase de cifras. Si no necesitáis los promedios exactos…, ya que los tengo en el estudio, puedo ofreceros la secuencia…
—Sí, sí, sí —gruñó Andrews.
—Muy bien. Lo mejor que hemos hecho ha sido un análisis de todas las noticias, sin que haya resentimientos de lo comercial contra lo cultura o de una red contra otra…
—Sí —le apremió Andrews.
—Lo mejor que hemos hecho —prosiguió Weinberger— ha sido un asesinato presidencial. Naturalmente, no conseguimos la máxima audiencia por el hecho en sí, ya que no nos permitieron preparar los programas con anticipación.
—Esto no se puede modificar —intervino Wilson.
—No me gustaría parecer pesada, señor Wilson —inquirió JoAnna Coleman—, pero ¿de qué parte de la Administración dijo que venía? No del FCC, claro.
—No —sonrió blandamente Wilson—, del FCC no.
—Bien —reanudó Weinberger su discurso—, podemos conseguir buena audiencia gracias a un buen asesinato. Además, luego tenemos el funeral oficial, la caza de los asesinos, las grabaciones de todo, los análisis…
Wilson ya estaba sacudiendo la cabeza, al principio casi imperceptiblemente, y después con más vigor.
—¿Señor Wilson? —le invitó Weinberger a que hablase, al observar aquellos gestos.
—Lo siento, nada de asesinatos. A nosotros nos preocupan sus problemas, pero también existen otros factores. ¿Tienen idea de lo que cuesta un solo día de luto nacional, para la economía? ¿Y lo que supone para el presupuesto federal?
—Hum… —masculló Weinberger.
—¿Qué otra cosa nos queda? —preguntó Andrews—. Creo que tendremos que prescindir del asesinato, Elías.
Weinberger se quitó las gafas y las examinó atentamente.
—Veamos. Si no podemos contar con asesinatos, los funerales de ex presidentes podrían servir. En realidad, los grandes funerales siempre han aumentado las cifras de telespectadores.
—Pero son malos para los patrocinadores —terció Garfield—. La última vez que hubo un entierro charlé con Commodore. En general, son malos negocios, ya que se cancelan muchos anuncios comerciales, hay que cambiar el horario de los programas, cierran las tiendas…
—No, no —observó Andrews—, creo que tienes razón, Larry. ¿Está de acuerdo, señor Wilson?
—Decididamente, sí.
—Supongo que también descarta las guerras —murmuró JoAnna.
Wilson elevó una copa llena de agua y tomó un sorbo pensativamente. Los otros aguardaron a que el joven hablase.
—No necesariamente —dijo.
—Pero…
—Oh, es un asunto muy complicado. No deseamos una guerra nuclear, y de nada sirve una guerra no nuclear.
—¿Por qué no una guerra nuclear? —quiso saber Garfield.
—¡Oh, caballero! —exclamó Wilson, sin ocultar su enojo—. Me sorprende que usted haga esta pregunta. ¿Tiene idea de cuál es el coste de una guerra nuclear? Si comprende la pérdida que significaría un asesinato, me asombra que proponga seriamente una guerra nuclear.
Garfield estaba un poco intimidado ante aquellas palabras.
—Además, ha habido muchos roces con el Congreso bajo la actual Administración. No. Absolutamente fuera de cuestión. Nada de guerras nucleares. Ni siquiera una guerra convencional, aunque en caso necesario podríamos ofrecerle una.
—No me gusta la idea —objetó Andrews—. ¿Larry? ¿JoAnna? ¿Elías?
Aguardó las respuestas.
Los tres meneraron negativamente la cabeza.
—Escuchad, entonces, escuchad —continuó Andrews—. ¿Y alguien extranjero? Quiero decir, el presidente de Francia, algún raja de Asia. O un millonario inglés. Siempre les hacen funerales de primera clase. La abadía de Westminster y todo eso…
—Un buen truco, Morgan —declaró Weinberger—, pero no es suficiente.
—¿Porqué?
—Debido a la vida cotidiana de América, cada día más remota, más apartada. El impacto emocional sería muy escaso, y a menor impacto emocional, menor audiencia. Y cuanto más nos acerquemos a los señores telespectadores, más caeremos en el deprimente efecto comercial. Por tanto, no sirve.
Andrews hizo chocar sus manos entre sí, muy enojado.
—¡Maldita sea! —refunfuñó—. Creo que tenéis razón. Estamos atrapados, ¿eh?
—Eso me temo —asintió Weinberger.
—¿Y el Papa? —propuso JoAnna.
—¿El Papa? —repitió Weinberger.
—Vosotros, los de los programas culturales —se burló JoAnna—, sois tan tremendamente doctrinarios respecto a vuestro propio ego, que no trataríais un programa de religión aunque Jesús penetrase personalmente en los estudios para obrar un milagro.
—Bueno, este comentario no es justo. Nosotros no promocionamos ninguna confesionalidad. Pero el verano pasado dimos aquellas series sobre los movimientos Zen-OVNI en la Costa del Oeste.
—¿Y qué tal? —se interesó Garfield.
—Pésimo.
—Bien —insistió JoAnna—, el asesinato del Papa sería algo sensacional; luego, obtendríamos una gran secuencia con el funeral, y, por fin, tendríamos la elección del nuevo Papa, que siempre es un éxito. El cónclave de los cardenales, el suspense, el humo negro, el humo blanco…
—Demasiado sectarismo —refunfuñó Weinberger.
—No sé —vaciló Garfield—. ¿Dejan de comprar artículos los católicos cuando fallece el Papa? ¿Habría que cancelar los anuncios?
—Completamente marginal —objetó JoAnna, insistiendo en su idea—. Además, cabría la posibilidad de fabricar cassettes especiales, como recuerdos, para la gente a la que le gusta revivir estos sucesos históricos. Incluso álbums de fotos, pues ya sabéis que la imprenta no está totalmente muerta todavía.
—¿Qué opina, Wilson? —inquirió Andrews—. ¿Un asesinato papal?
Wilson apoyó la barbilla sobre sus dedos, frunció los labios y al fin murmuró:
—Sí, me seduce la idea…, pero no estoy seguro.
—¿Hay aquí algún católico? —quiso saber Andrews.
—Yo me eduqué en esa religión —afirmó JoAnna.
—No basta.
—Yo estoy bien relacionado con la Iglesia —manifestó Wilson—. Estoy seguro de que este asunto serviría. Y de que la misma Iglesia me ayudaría. Esto no sería problema. Pero… no creo que el tema sea lo bastante resonante. Sí, serviría, pero pienso que podemos hallar algo mejor. ¿Por qué no mantener esta idea en reserva? Y… ¿es posible tomar un poco de café?
Los camareros sirvieron el café caliente. Andrews encendió un cigarro, y Weinberger su pipa.
—Algo que tú has dicho me ha dado una idea —observó Garfield, dirigiéndose a Weinberger.
—¿Sí? ¿Qué?
—No estoy seguro. Algo respecto a una serie sobre religión.
—No, no —negó Weinberger, chupando cuidadosamente la pipa—. Dije que los programas religiosos fracasaron.
—No, Elías, no me refiero a esto. Fue lo concerniente a los OVNI. Las narraciones espaciales siempre han gustado a la gente. A Commodore todavía le gusta hablar de los días del viejo Proyecto Apolo. Dice que el alunizaje fue uno de los mayores éxitos de la historia de la televisión comercial.
—Hum…, ahora que lo mencionas, sí. Pero el publico se cansó muy de prisa. Los promedios descendieron rápidamente, ¿recordáis? Entonces tú estabas en la industria.
—Sí —concedió Garfield—. Era director ayudante de la estación de Minnesota.
—Exacto. La gente perdió su interés tan pronto que tuvimos que cancelar los últimos vuelos Apolo.
El comedorcito se estremeció ante el frío sonido de una risita maligna. Era el primer signo de emoción demostrado por C. Farnsworth Wilson.
—Perdón —se disculpó—, pero yo era demasiado joven entonces, aunque todavía hay personas que están desempeñando cargos burocráticos de poca Importancia debido a sus pésimos cálculos.
Todos le contemplaron sorprendidos.
—Quiero decir que no hay mercado para los excedentes del Saturno V. Sufrimos lo indecible para liquidarlos.
—Sin embargo —insistió Garfield—, creo que de ahí podríamos sacar algo. Mirad —miró a todos los reunidos en torno a la mesa, uno a uno—, las narraciones sobre OVNI han tenido un enorme éxito durante décadas. Cada vez que fallan las noticias, y la temporada decae, podemos preparar un viaje a Plutón o a otro planeta, y tos telespectadores siempre se entusiasmarán.
—Si combinamos —continuó Garfield—, la sólida tensión de la noticia del aterrizaje de un Apolo con la fuerza atractiva que siempre han presentado los relatos de los OVNI, creo que conseguiremos elevar nuestros promedios, y mantenerlos en alza durante unos meses. Tal vez durante años.
Morgan Andrews pareció preocupado.
—Tenemos que meditarlo cuidadosamente, Larry. Un asunto de esta índole alberga un gran drama en su interior, y si llega demasiado pronto a su culminación, podríamos agujerear la cacerola y derramar todo el contenido de la noche a la mañana.
—Lo comprendo, Morgan. Pero no somos un puñado de aficionados.
—Es buen terreno, un terreno sólido —asintió Weinberger—, con mucho potencial para entrevistas a científicos.
—No está mal —concedió JoAnna—. Ofrece posibilidades.
Andrews preguntó a Wilson qué le parecía la idea.
—Diré una cosa —repuso el agente de Washington—. Me gusta mucho más que la otra. Tiene un atractivo universal. Y sentará mejor a la administración. Será posible conseguir varios Apolo y la NASA no se opondrá a ello. Además, es un asunto que no se presta a muchas controversias.
Hizo una pausa para tomar otro sorbo de agua.
—¡Hum…! Incluso podría hacer que la nación apoyase totalmente al presidente. Lo cual también resultaría útil.
Miró a todos los reunidos.
—Sí —concluyó—, me gusta la idea. Un contacto real con extraterrestres reales. Piensen en esto, ¿eh?
Garfield y Andrews asintieron al unísono.
—Sí —repitió Wilson—, me gusta mucho más que el asesinato del Papa. Y estoy seguro de que mis superiores les ayudarán a conseguirlo.
—Bien, caballeros —observó Andrews, poniéndose de pie—, creo ya está todo hablado. Hoy hemos hecho una gran aportación en favor de nuestra profesión.
Todos se levantaron y se dirigieron a la puerta, deteniéndose antes a estrechar la mano de Wilson.
Larry Garfleld se la estrechó vigorosamente.
—Fuera me aguarda un coche. ¿Puedo llevarle a alguna parte?
—No, gracias —repuso Wilson—. Tengo a mi disposición el transporte, un coche oficial del Gobierno.
—¿Y tú, Morgan?
—Sí, gracias, Larry —sonrió Andrews—. Me encantará.
Bajaron juntos la escalinata. Garfield estaba entusiasmado.
—Estoy impaciente ante la aventura —le susurró a su amigo—. Me gustará ver el rostro de ese bastardo de Malatesta, metido hasta el cuello en esa historia sobre los rumores de la Casa Blanca, mientras nosotros perfilamos esta otra.
—Tienes razón —rió Andrews—. Nos costará lo nuestro, pero no dudo de que acabaremos por solucionar todos los problemas.