«No hay discurso ni lenguaje; pero se escuchan sus voces.» (Salmo XIX.)
—Sabes, conozco bastante sobre la cuarta dimensión —dijo el hombre rubio, con un tono de voz absolutamente sincero.
—¡Hum! —dijo su compañero, levantando los ojos hacia el cielo estrellado.
—Se nos aparece con gran claridad en estos días. ¿No tienes la impresión de percibirla incluso en los dibujos de Aubrey Beardsley?
—¡Hum! —dijo su compañero.
Estaban ambos situados en una pequeña elevación del terreno al este de la dormida ciudad anglicana de Cottersall, contemplando las estrellas y tiritando un poco bajo la fría brisa de febrero.
Los dos eran jóvenes, de poco más de veinte años. El que parecía preocupado con la cuarta dimensión se llamaba Bruce Fox. Era alto y rubio y trabajaba como pasante adjunto en la firma noruega de abogados Prendergast and Tout. El otro, el que hasta ahora se había limitado al proferir una o dos exclamaciones, respondía por el nombre de Gregory Rolles y es el héroe de nuestra historia. Era alto, moreno, con ojos grises y un rostro agradable e inteligente. Tanto él como Fox habían jurado pensar sin barreras, distinguiéndose así, por lo menos en su propia opinión, del resto de los habitantes de Cottersall en los últimos años del siglo XIX, en que ocurre nuestro relato.
—¡Ahí va otro! —exclamó Gregory, rompiendo por esta vez su estilo monosilábico.
Con el índice de su mano enguantada señalaba la constelación del Auriga. Un meteoro cruzó el cielo como una bola incandescente desprendida de la Vía Láctea y se perdió en la noche.
—¡Bellísimo! —dijeron los dos a un tiempo.
—Es curioso —dijo Fox, usando esta frase como prólogo a sus palabras—. Las estrellas y las mentes de los hombres guardan y siempre han guardado entre si una estrecha relación; podemos observarlo incluso en los siglos de ignorancia anteriores a Charles Darwin. Se diría que las estrellas siempre están llamadas a jugar un papel no muy bien definido en las vidas humanas. También ellas me ayudan a pensar sin barreras. ¿No te ocurre a ti lo mismo, Greg?
—Ya sabes lo que pienso a este respecto, que algunas, de esas estrellas pueden estar habitadas. Por gente, quiero decir —respiró profundamente, sintiendo la emoción de lo que decía—. Gente que quizá es incluso mejor que nosotros, ha conseguido una sociedad más justa… Gente espléndida.
—Ya sé lo que quieres decir: ¡socialistas todos ellos hasta el último hombre! —exclamó Fox. Este era un punto en el que no compartía las opiniones avanzadas de su amigo. Había escuchado a míster Tout hablando en la oficina y estaba convencido de que a este respecto sabía mucho mejor que su rico amigo Rolles hasta qué punto los socialistas estaban socavando los cimientos de la sociedad en aquellos días—. ¡Las estrellas llenas de socialistas!
—¡Mejor así, que llenas de cristianos! Si estuviesen llenas de cristianos no hay duda de que ya nos hubieran enviado misioneros aquí para predicar el evangelio.
—Me pregunto si habrá alguna vez viajes interplanetarios, como predicen Nunsowe Greene y monsieur Jules Verne… —dijo Fox.
Pero la aparición de un nuevo meteoro le hizo detenerse a mitad de lo que iba a decir.
Lo mismo que el anterior, este nuevo meteoro parecía llegar también desde el Auriga. Se movía lentamente en el espacio, con un resplandor rojo y venía de frente a ellos. Los dos amigos se agarraron por el brazo y dejaron escapar una exclamación al mismo tiempo. La magnífica chispa ardía en su trayectoria, con una especie de núcleo anaranjado dentro de su halo rojizo, ahora que era ya mucho más grande. Pasó por encima de sus cabezas (más tarde discutieron si había hecho un ligero ruido al pasar) y se perdió tras la copa de un sauce.
Sabían que había pasado cerca. Durante un instante, la tierra se iluminó con su resplandor.
Gregory fue el primero en hablar:
—Bruce, Bruce, ¿has visto eso? No era una bola de fuego ordinaria, como las otras.
—Quizá nuestro visitante celestial ha llegado al fin.
—Hey, Greg, debe de haber caído cerca de la granja de tus amigos, los Grendon, ¿no crees?
—Tienes razón. Mañana iré a visitar al señor Grendon y a enterarme de si él o su familia han visto algo de todo esto.
Los dos amigos hablaban llenos de excitación, moviendo con fuerza los pies para calentarse mientras ejercitaban sus pulmones. Su conversación era la conversación de dos jóvenes naturalmente optimistas y estaba plagada de multitud de especulaciones, que solían comenzar con frases como: «¿No sería maravilloso si…?» o «Supón que…»
Ambos se interrumpieron y se echaron a reír de sus propias hipótesis absurdas.
Fox dijo con cierta malicia:
—¿De modo que mañana irás a ver a la familia Grendon?
—Es lo más probable, a menos que esa nave planetaria al rojo se los haya llevado ya a un mundo mejor.
—Dime la verdad, Greg. A quien tú vas a ver en realidad es a esa linda Nancy Grendon, ¿no es así?
Gregory le dio a su amigo una palmada amistosa en el hombro.
—No necesitamos ahora tus celos, Bruce. Voy a ver al padre, no a la hija. Aunque la una es hembra, el otro es progresista y eso me interesa mucho más aún. Nancy tiene belleza, es cierto, pero su padre… ¡Ah, su padre tiene electricidad!
Riendo aún, se estrecharon la mano alegremente y se separaron para irse a dormir.
En la granja de los Grendon las cosas eran mucho menos tranquilas en aquellos momentos, como Gregory no tardaría en descubrir.
Gregory Rolles se levantó a la mañana siguiente antes de que diesen las siete, como era su costumbre.
Estaba encendiendo su estufa de gas y deseando que el señor Fenn (el panadero en cuya casa se alojaba) se decidiera de una vez a instalar la electricidad, cuando una asociación de ideas le llevó a reflexionar de nuevo sobre el fenómeno maravilloso que habían visto la noche anterior en el cielo.
Dejó vagar su imaginación con deleite por todas las posibilidades que el meteoro iluminaba. Al final, decidió que lo mejor era coger su yegua y darse un paseo hasta la granja del señor Grendon en cuanto estuviese vestido.
Tenía la suerte de poder pasar sus días, en aquel período de su vida, como mejor se le antojara, ya que su padre era un hombre acomodado. Edward Rolles, el autor de sus días, tuvo la buena fortuna de encontrar a Escoffier, el gran cocinero, durante la guerra de Crimea. Con su ayuda había puesto en el mercado una harina de hacer pasteles, a la que bautizó con el nombre de «Eugenol» y que, gracias a ser un poco más sabrosa y menos perjudicial a la salud que sus rivales, había llegado a alcanzar un gran éxito comercial. Como resultado de ello, Gregory había podido educarse en uno de los colegios de Cambridge.
Ahora que había obtenido ya su diploma estaba en condiciones de empezar una carrera. Pero, ¿cuál? Durante su permanencia en Cambridge había adquirido ciertos conocimientos científicos, más por el contacto y el intercambio de ideas con otros condiscípulos que por las enseñanzas de sus profesores. Algunos de sus ensayos habían recibido elogios y se habían publicado algunos de sus poemas. Gregory se inclinaba más bien por la literatura. Y una premonición de la dureza de la vida que esperaba a todos aquellos que no pertenecían a las clases privilegiadas le había hecho considerar seriamente la posibilidad de dedicarse a una carrera política. En ciencias divinas se hallaba también preparado. Pero la idea de ingresar en una orden religiosa no le tentaba en absoluto.
Mientras decidía lo que iba a hacer con su futuro, pensó que lo mejor era irse a vivir fuera de casa, ya que las relaciones que mantenía con su padre no eran excesivamente cordiales. Durante este período de vida rústica en el corazón de West Anglia confiaba en llegar a reunir material suficiente para completar un volumen que había bautizado con el nombre de Vagabundeos con un naturalista socialista, y que una vez acabado colmaría gran parte de sus ambiciones. Nancy Grendón, que tenía buena mano para dibujar, podía incluso hacerle una pequeña viñeta para la primera página. Quizá incluso se atrevería a dedicárselo a su autor favorito, Herbert George Wells.
Se vistió con ropas de abrigo, porque la mañana estaba gris y fría, y se dirigió hacia las cuadras del panadero. Cuando tuvo ensillada a «Daisy», su yegua, montó con agilidad y la dirigió hacia el camino que ella conocía ya tan bien.
La granja se encontraba en una especie de colina aislada en medio de las marismas y de algunos estanques que reflejaban en su superficie al gris plomizo del cielo. La verja, al final del pequeño puente, estaba abierta, como de costumbre. «Daisy» marchó sola a través del barro hacia los establos, donde Gregory la dejó para que se diese un buen atracón de avena. La perra «Cuff» y su cachorro, «Lardie», comenzaron a ladrar alegremente en torno a las piernas de Gregory, como hacían siempre que llegaba a la granja. Él les acarició la cabeza sin dejar de andar hacia la casa.
Nancy salió corriendo a su encuentro antes de que llegase al porche.
—Tuvimos novedades anoche, Gregory —le dijo.
Y él notó con cierto placer que al fin se había decidido a llamarle por su nombre.
—¡Algo sumamente luminoso y brillante! —continuó ella—. Iba ya a retirarme cuando oí el ruido y luego vi aquella luz. Corrí a mirar por entre las cortinas y allí estaba aquella cosa enorme, hundiéndose como un huevo en nuestro estanque.
Su acento, sobre todo cuando estaba excitada como ahora, tenía el deje inconfundible de Norfolk.
—¡El meteoro! —exclamó Gregory—. Bruce Fox y yo estábamos anoche dando un paseo para observar la constelación del Auriga, que aparece todos los años en febrero, cuando vimos aquella extraña cosa cruzar el cielo. Yo estaba seguro de que iba a caer muy cerca de aquí.
—¡Pero si casi cayó encima de la casa! —dijo Nancy.
Estaba muy bonita, con las mejillas brillantes, los labios rojos y sus rizos castaños en desorden. Mientras hablaba, su madre apareció en el umbral, con delantal y gorro y un mantón echado sobre los hombros.
—Nancy, entra, vas a coger frío parada ahí. ¿Estás loca o qué te pasa, muchacha? Hola, Gregory, ¿cómo le va? Pensé que no le veríamos hoy. Entre y caliéntese.
—Buenos días tenga usted, señora Grendon. Su hija me estaba hablando sobre el maravilloso meteoro de ayer noche.
—Era una estrella fugaz, según dice Bert Neckland. Yo no sé lo que era, pero asustó mucho a los animales. Eso sí que lo sé.
—¿Se puede ver algo en el estanque? —preguntó Gregory.
—Ven que te lo enseñe —contestó Nancy.
La señora Grendon se volvió a meter dentro, con un aire digno y reposado, la espalda muy derecha y un gran peso, nuevo, por delante. Nancy era su única hija. Había también un varón, Archie, un mozo testarudo como una mula que se había peleado con su padre y ahora estaba trabajando como aprendiz de herrero en Norwich. Estos eran los Únicos que le quedaban vivos. Otros tres que nacieron no habían sido capaces de sobrevivir a la combinación de nieblas y vientos helados que caracterizaba los inviernos en Cottersall. Pero ahora, inesperadamente, estaba de nuevo encinta, lista para darle un nuevo bebé a su marido cuando plegase la primavera.
Mientras iba con Nancy hacia el estanque, Gregory vio al señor Grendon, que trabajaba con dos de sus ayudantes en el campo del oeste, pero ninguno de ellos agitó la mano.
—¿No se emocionó tu padre con lo de anoche?
—¡Que si se emocionó! Cogió su escopeta y salió con Bert Neckland a ver lo que pasaba. Pero no había nada que ver, sino unas cuantas burbujas en la superficie del estanque y un poco de vaho que había quedado flotando allí. Esta mañana no quería ni hablar de ello. Dijo que había que continuar el trabajo, a pesar de lo ocurrido.
Se detuvieron los dos frente al estanque, una extensión de agua oscura y tranquila, con algunos grupos de juncos en la margen del otro lado. Desde donde estaban, el molino de viento, negro y macizo, quedaba a su izquierda. Nancy señaló hacia él con la mano.
Había barro salpicado sobre sus paredes, hasta bastante arriba. Y también se veían algunas manchas oscuras en la punta de lona blanca de su aspa más próxima. Gregory observó todo esto con interés. Nancy, sin embargo, continuaba la línea de sus propios pensamientos.
—¿No crees que mi padre trabaja demasiado? Cuando no está haciendo alguna faena, está leyendo sus panfletos y sus manuales de electricidad. No descansa nunca, más que cuando duerme.
—Lo que quiera que sea que cayó en el estanque hizo un buen impacto. Pero se diría que no hay nada ahí ahora, ¿verdad? Aunque realmente no se puede ver mucho a un par de pulgadas por debajo de la superficie.
—Puesto que tú eres amigo suyo, mamá pensó que quizá pudieras decirle algo. Se acuesta siempre tan tarde… Algunas veces es más de medianoche, y luego está ya en pie a las tres y media. ¿No quieres hablarle? Ya sabes que mamá no se atreve.
—Nancy, tenemos que ver qué es lo que cayó ahí dentro. No puede haberse disuelto. ¿Qué profundidad tiene aquí el agua? ¿Es muy hondo?
—¡Oh, no me estás escuchando siquiera, Gregory Rolles! ¡Qué me importa a mí el viejo meteoro!
—Esto es una cuestión científica, Nancy. ¿No te das cuenta…?
—Vieja ciencia podrida, ¿no es eso? Entonces no quiero escuchar. Tengo frío aquí. Tú puedes quedarte mirando todo lo que quieras, pero yo me voy adentro, antes de congelarme. No era más que una piedra caída del cielo, eso es todo. Se lo he oído decir a mi padre y a Bert Neckland.
—¡Mucho sabe Bert Neckland de estas cosas! —le gritó Gregory, cuando ella ya había iniciado el regreso.
Luego se quedó mirando la superficie oscura del agua. Lo que quiera que fuese que había llegado la noche anterior, estaba allí, a sólo unos pocos pies por debajo de él. Ardía en deseos de averiguar qué era. Algunas imágenes cruzaron rápidamente por su mente: su nombre en los titulares del Morning Post, la Real Sociedad Geográfica nombrándole miembro de honor, su padre dándole un abrazo y rogándole que volviese a casa.
Echó a andar, pensativo, hacia el granero. Las gallinas se apartaron cacareando a su paso y él se detuvo un instante en el umbral de la puerta para acostumbrar sus ojos a la penumbra del interior. Allí guardaban un bote de remos, según creía recordar. Quizá era el que había usado el señor Grendon para llevar de paseo a la señora Grendon por el Oast, en los días en que la estaba cortejando. Seguro que nadie había vuelto a usarlo en muchos años. Sacó el bote del cobertizo y lo puso sobre el agua del estanque. Flotaba. ¡Menos mal! La madera de los costados estaba demasiado seca y dejaba entrar el agua por alguno de sus intersticios, pero no lo bastante como para hacerle desistir de su propósito. Se metió dentro con cuidado, entre la paja y el estiércol que se había juntado en el fondo, y empujó con los remos.
Cuando ya estaba casi en el centro del estanque, dejó de remar y se inclinó a mirar por encima de la borda. El agua estaba agitada y no era posible ver nada, aunque imaginó mucho.
Mientras estaba en esta posición, el bote se ladeó inesperadamente hacia el lado opuesto. Gregory se dio la vuelta, agarrándose con las dos manos para conservar el equilibrio. El bote se inclinó aún más hacia la izquierda y los remos rodaron hacia aquel lado. Aún no podía ver nada. Sin embargo, oyó algo… Era un sonido apagado, algo así como el jadeo sordo de un lebrel de caza. Y lo que quiera que fuese estaba a punto de hacer zozobrar la embarcación.
—¿Qué pasa? —exclamó en voz alta, al tiempo que sentía que se le erizaba la piel de la nuca y el cuero cabelludo.
El bote dio otro balanceo, como si alguien invisible estuviese intentando encaramarse a él por la otra borda. Asustado, recogió uno de los remos y casi sin pensarlo lo pasó por el costado izquierdo del bote.
Al hacerlo, tropezó con algo sólido, donde sólo parecía haber aire.
Sorprendido, dejó caer el remo y extendió la mano. Tocó una cosa blanda. Al mismo tiempo, algo le golpeó en el brazo.
A partir de este instante, más que pensar, actuó por instinto. No era momento para detenerse a hacer un análisis de la situación. Empuñando de nuevo el remo golpeó el aire con él. Dio contra algo. Se oyó una zambullida y el bote se enderezó tan bruscamente que Gregory casi se fue de cabeza al agua. Aún se tambaleaba la embarcación cuando el muchacho comenzó a remar con todas sus fuerzas hacia la orilla. En cuanto la hubo alcanzado, sacó el bote del agua y echó a correr hacia la seguridad de la casa.
Al llegar a la puerta se detuvo y controlándose con un esfuerzo mental procuró que su corazón recobrase poco a poco su ritmo normal. Con la vista perdida en el maderamen del porche intentó analizar lo que acababa de ocurrirle y lo que había visto. Pero ¿es que había visto algo en realidad?
Se obligó a sí mismo a regresar hasta el estanque y allí, parado junto al bote, observó la superficie. Estaba completamente tranquila e inmóvil, excepto por algunas ondas que la brisa levantaba. Miró el bote. Tenía una buena cantidad de agua en el fondo. Pensó, para tranquilizarse: «Lo único que me ha sucedido es que casi lo hago zozobrar yo mismo y he dejado que mis temores estúpidos se apoderasen de mí.» Moviendo la cabeza arrastró el bote otra vez hasta el cobertizo del granero.
Como hacía con frecuencia, se quedó a almorzar en la granja, pero no vio al granjero hasta la hora de ordeñar las vacas.
Joseph Grendon era un hombre de unos cuarenta años, apenas un poco mayor que su mujer. Tenía un rostro enjuto y solemne y una barba espesa que le hacía parecer más viejo de lo que era. A pesar de estar preocupado, saludó a Gregory cortésmente. Se quedaron el uno junto al otro, bajo la penumbra de la tarde que moría, mientras las vacas entraban en sus respectivos establos. Juntos caminaron luego hasta el cobertizo cercano donde se guardaban las máquinas. Grendon encendió las lámparas de aceite que ponían en funcionamiento la máquina de vapor que haría dar vueltas al generador para producir la chispa vital.
—Puedo oler aquí el futuro —dijo Gregory, sonriendo. Para entonces, había olvidado ya el shock que había sufrido por la mañana.
—El futuro tendrá que arreglárselas sin mí. Yo estaré muerto para entonces •—dijo el granjero, sin detenerse en sus movimientos, pero articulando claramente cada palabra.
—Eso es lo que usted dice siempre —dijo Gregory—. Pero se equivoca: el futuro se precipita sobre nosotros.
—Ahí no anda errado, Gregory, pero yo no llegaré a verlo, me parece. Soy un hombre viejo. ¡Aquí viene ya!
La última frase se refería a la chispa de luz que apareció en la bombilla piloto colocada por encima de sus cabezas. Los dos se quedaron contemplando con profunda satisfacción la maravillosa maquinaria. A medida que el vapor aumentaba su fuerza, la ancha correa de cuero comenzó a girar más y más de prisa y la luz de la bombilla se hizo más intensa. Aunque Gregory estaba ya acostumbrado a vivir en, sitios alumbrados por gas y por electricidad, nunca había experimentado la excitación que sentía allí, en medio del campo, donde la bombilla incandescente más cercana se encontraba probablemente en Norwich, a casi un día entero de viaje.
Una claridad temblorosa iluminó el cobertizo. Por contraste, el exterior parecía más oscuro. Grendon asintió satisfecho, hizo algunos ajustes en las zapatas y salieron fuera.
Ahora que se habían alejado del ruido del vapor, escuchaban más distintamente los mugidos de las vacas. A la hora de ordeñarlas estaban por lo general silenciosas. Algo las había inquietado. El granjero echó a correr hacia los establos. Gregory fue detrás de él.
La nueva luz, que una bombilla colgante proyectaba sobre los pesebres, les mostró en seguida hasta qué punto los animales estaban nerviosos y con los ojos asustados. Bert Neckland estaba de pie, tan lejos de la puerta como le era posible, con un palo levantado en las manos y la boca abierta.
—¿Qué demonios estás mirando, dime? —le preguntó Grendon.
Neckland cerró lentamente la boca.
—Tuvimos un susto —respondió al cabo de un momento—. Algo ha entrado aquí.
—¿No viste lo que era? —le preguntó Gregory.
—No. No había nada que ver. Era un espíritu, eso es lo que era. Entró aquí derecho y tocó a las vacas, También me tocó a mí. Era un espíritu.
El granjero lanzó un gruñido.
—Un vagabundo, más bien. No pudiste verlo porque aún no había dado la luz.
Su ayudante movió la cabeza con énfasis.
—La luz no era tan mala como todo eso —dijo—. Le aseguro que lo que quiera que fuese vino hasta mí y me tocó.
Al llegar aquí se interrumpió y señaló con un dedo hacia el borde de una de las vallas.
—¡Mire ahí! ¿Ve como no le estaba diciendo ninguna mentira? Era un espíritu y ahí está su huella mojada.
Los tres se agruparon para examinar el borde carcomido de la madera que separaba dos pesebres. Podía verse allí una mancha indefinida de humedad, que hacía la madera más oscura. Los pensamientos de Gregory volaron a su experiencia en el estanque, aquella mañana, y sintió de nuevo un escalofrío de inquietud. Pero el granjero dijo.
—Tonterías. No es más que un poco de baba de vaca. Anda y sigue ordeñándolas, Bert, y basta de sandeces, porque quiero mi té. ¿Dónde está «Cuff»?
Bert miró a su patrón con aire de desafío.
—Si no me cree a mí, tal vez crea a la perra. Ella vio también lo que quiera que fuese y salió corriéndole detrás. La cosa le dio una patada, pero ella siguió sin parar.
—Voy a ver si la encuentro —dijo Gregory.
Salió fuera apresuradamente y empezó a llamar a la perra. Era ya de noche y no pudo distinguir nada que se moviese en el patio, de modo que echó a andar en la otra dirección, sendero abajo, hacia donde estaban las pocilgas y los campos, llamando a «Cuff» mientras caminaba. De pronto, se detuvo al escuchar unos gruñidos salvajes un poco más adelante, casi debajo de los álamos. Era «Cuff», no cabía duda. Siguió avanzando con precaución. En aquel momento maldijo que la luz eléctrica hubiese suprimido del uso cotidiano las linternas y deseó al mismo tiempo tener un arma.
—¿Quién anda ahí? —llamó.
El granjero vino hasta él.
—¡Vamos por ellos!
Echaron a correr hacia delante. Los troncos de los cuatro grandes olmos se recortaban contra el cielo y se reflejaban en el estanque. Distinguieron la forma de la perra y en el mismo momento que Gregory la vio, el animal salió volando por el aire, describió un círculo y fue a dar contra el granjero, que extendió los brazos para protegerse del golpe. Casi simultáneamente, Gregory sintió el roce del aire, como si alguien o algo invisible hubiese pasado corriendo muy cerca de él. Sintió en las narices un olor hediondo. Vacilando sobre sus piernas, se volvió a mirar a su espalda. La débil claridad que salía de los establos iluminaba el trozo de terreno que había entre los cobertizos exteriores y la casa. Más allá, quedaba el paisaje silencioso que se extendía detrás del granero. No se veía nada ni en un sitio ni en otro.
—¡Han matado a mi «Cuff»! —gritó Grendon en aquel momento.
Gregory se arrodilló junto al cuerpo exánime del animal. No tenía ninguna herida, pero estaba muerta. De esto no cabía ninguna duda.
—Ella sabía que había algo ahí —dijo Gregory—. Y fue detrás de lo que quiera que fuese, pero la cogieron primero. ¿Qué podía ser? ¿Qué demonios podía ser?
—Han matado a mi «Cuff» —repitió el granjero, sin prestar atención a sus palabras. Cogió el cuerpo de la perra en sus brazos y echó a andar con ella hacia la casa. Gregory se quedó donde estaba, con la mente y el corazón igualmente inquietos.
Dio un salto involuntario al escuchar unos pasos que se aproximaban. Era Bert Neckland.
—¿Qué ha pasado? ¿El fantasma ha matado a la perra? —preguntó.
—Sí, la ha matado. Pero se trata de algo más terrible que un fantasma.
—Seguro que es uno de esos espíritus, se lo aseguro. Yo he visto muchos de ellos en mi tiempo. Usted no tiene miedo de los fantasmas, ¿verdad?
—Usted mismo estaba bastante pálido en el establo, hace unos minutos.
El mozo de granja se llevó los puños a las caderas. No sería más que un par de años mayor que Gregory, pero era de constitución muy robusta, con la piel llena de pecas y una nariz chata que le daba un aire de comedia y de amenaza al mismo tiempo.
—¿Usted cree, Gregory? Pues usted no tiene demasiado buen aspecto ahora.
—Tengo miedo, no me importa confesarlo. Pero es porque tenemos que habérnoslas con algo mucho más peligroso que cualquier fantasma.
Neckland se le acercó un poco.
Entonces si lo cree así, será mejor que en adelante no venga mucho por la granja.
—Ni pensarlo —dijo Gregory, e intentó continuar su camino, pero el otro le cortó el paso.
—Si yo estuviese en su lugar, no vendría —dijo Neckland recalcando las palabras, al tiempo que apoyaba un codo en la chaqueta de Gregory—. Recuerde que Nancy estaba interesada en mi mucho antes de que usted apareciese.
—¡Ah, es de eso de lo que se trata! Creo que Nancy puede decidir por sí misma en quién está interesada, ¿no cree?
—Se lo estoy diciendo yo, ¿no me entiende? Y procure no olvidarlo —recalcó sus últimas palabras con otro codazo.
Gregory le apartó el brazo, furioso. Neckland se encogió de hombros y se alejó. Aún se volvió un momento para decir:
—Le van a caer cosas peores que espíritus si sigue rondando por aquí.
Gregory se sentía molesto. La violencia contenida que había en la voz del hombre indicaba bien a las claras que su resentimiento era ya antiguo. Sin sospecharlo, Gregory había procurado siempre mostrarse amistoso con él y había tomado el aire taciturno del otro por pura cerrazón mental. En su mejor estilo socialista para suprimir las barreras de clase había hecho verdaderos esfuerzos de aproximación. Y ahora se encontraba con esto. Por un momento sintió el impulso de ir tras de Neckland para hacer las paces. Pero se dio cuenta a tiempo de que el otro lo tomaría como un signo de debilidad. De modo que echó a andar hacia la casa, donde el granjero había ido con su perra muerta.
Volvió demasiado tarde a Cottersall aquella noche para ir a encontrarse con su amigo Fox. A la noche siguiente hizo demasiado frío, hasta el punto que Gabriel Woodcock, el habitante más viejo del lugar, profetizó nieve antes de que acabase el invierno (una profecía poco arriesgada, que se cumplió plenamente antes de las cuarenta y ocho horas, impresionando así a la mayor parte de la aldea, que sentía un gran placer en alardear y exclamar: «¡Te digo que…!»). Los dos amigos se reunieron en la taberna El Viajero, que tenía mejor fuego que la de Los Tres Cazadores Furtivos, que estaba al otro extremo del pueblo, aunque la cerveza era mucho más floja.
Procurando no olvidar ningún detalle dramático de lo sucedido, Gregory le contó a Fox los acontecimientos del día anterior, omitiendo sin embargo lo que se refería a la actitud airada de Neckland. Fox le escuchaba tan fascinado que llegó a olvidarse de su pipa y de su cerveza.
—De modo que ya ves, Bruce —concluyó Gregory—. En aquel estanque profundo junto al molino hay hundido alguna clase de vehículo, el mismo que vimos llegar por el cielo, y dentro de él se oculta un ser invisible de intenciones perversas. Temo por mis amigos de la granja. ¿Tú crees que deberíamos avisar a la policía?
—Estoy seguro de que no va a ayudar en nada a los Grendon el hecho de tener por allí rondando al viejo Farrish en su jamelgo —dijo Fox, refiriéndose al representante local de la ley. Dicho esto aspiró una larga bocanada de humo de su pipa y tomó mi buen trago de cerveza—. Pero no estoy seguro de que tus conclusiones sean correctas, Greg. Comprende, no es que dude de los hechos, por raros que sean; lo que quiero decir es que ya estábamos esperando visitantes celestiales de alguna clase. El nuevo florecimiento del mundo con luces de gas y de electricidad debe haber sido para muchos habitantes del espacio una señal bien visible de que ya estamos civilizados. Pero ¿por qué querrían nuestros visitantes hacer daño a nadie intencionadamente?
—Mataron a la pobre «Cuff» y casi me ahogaron a mí. No sé adónde quieres ir a parar. No han comenzado su visita de una manera muy amistosa, ¿verdad?
—Piensa cómo deben de juzgar ellos la situación. Supón que vienen de Marte, o de la Luna. Su mundo tiene que ser absolutamente diferente al nuestro. Deben de estar aterrados. Y no puedo llamarle poco amistoso al hecho de querer subirse a tu bote. El primer acto poco amistoso fue realmente el tuyo, cuando le diste un golpe con el remo.
Gregory se mordió los labios. Su amigo tenía razón sobre este punto.
—Estaba asustado —dijo.
—Puede ser que ellos mataran a «Cuff» porque también estaban asustados. Después de todo, la perra les atacó, ¿no es eso? Me dan pena estas criaturas, perdidas en un mundo tan hostil.
—Tú sigues diciendo «éstas». Por lo que yo sé, hasta ahora sólo hay uno de ellos.
—Mi opinión es, Gregory, que pareces haber abandonado de pronto toda tu actitud abierta de antes. Lo único que quieres es acabar con estas pobres criaturas en lugar de intentar comunicarte con ellas. ¿Te acuerdas lo que decías a menudo, a propósito de todos los otros mundos, habitados por socialistas? Intenta pensar en estos seres invisibles como si fueran socialistas y veamos si no te resulta más fácil entenderte con ellos.
Gregory comenzó a acariciarse la barbilla. Interiormente reconocía que las palabras de Bruce Fox le habían causado una profunda impresión. Es cierto que había dejado que el pánico se impusiera a su razón, y como resultado de ello había actuado tan impulsivamente como cualquier salvaje en algún remoto confín del imperio que viese por vez primera una locomotora de vapor.
—Será mejor que vuelva a la granja y aclare la situación lo antes posible —dijo—. Si esas cosas necesitan realmente ayuda, voy a ayudarles.
—Eso es. Pero trata de no pensar en ellos como «cosas». Piensa en ellos como…, como…, ya sé: como los aurigas.
—Aurigas son, Bruce, Perú si tú hubieses estado en aquel bote…
—Ya lo sé, amigo mío. Me hubiera muerto de miedo. —A esta frase llena de tacto añadió—: Haz como hemos dicho. Vuelve a la granja y aclara la situación lo antes posible. Estoy ansioso de conocer el próximo episodio de este misterio. Es la cosa más estupenda que he oído desde la invención de Sherlock Holmes.
Gregory Rolles volvió a la granja. Pero aclarar la situación le llevó más tiempo del que había pensado. Y esto se debió principalmente a que los aurigas, después de la agitación del primer día, parecían haberse instalado tranquilamente en su nuevo hogar debajo del agua.
No habían vuelto a salir de allí, por lo que pudo enterarse. O por lo menos no habían vuelto a causar ningún problema. Gregory sintió bastante que fuese así, ya que había tomado las palabras de su amigo al pie de la letra y estaba dispuesto a demostrar lo benévolo y lo abierto de espíritu que se encontraba ante aquella forma de vida. Al cabo de varios días sin novedad, llegó a pensar que se habían ido tan inesperadamente como habían llegado. Luego, un pequeño incidente le convenció de que no era así. Y aquella misma noche, confortablemente sentado en su cuarto, se lo escribió en estos términos a su admirado corresponsal en Worcester Park, Surrey:
Querido míster Wells:
Debo excusarme por no haberle escrito antes, debido a la falta de novedades en lo que se refiere al asunto de la granja Grendon.
¡Hasta hoy los aurigas no han vuelto a dar señales de vida! Y realmente se «mostraron», en la verdadera acepción de la palabra, para tratarse de criaturas invisibles.
Nancy Grendon y yo estábamos en la huerta dando de comer a las gallinas. Hay todavía mucha nieve y todo el campo está blanco. Cuando las aves acudían corriendo hacia la batea de Nancy, vi algo extraño al final del huerto. Era simplemente un poco de nieve que caía de una rama de manzano, pero el movimiento atrajo mi atención y pude observar entonces toda una procesión de nieve que caía de los árboles en dirección adonde estábamos nosotros. La hierba es bastante alta en esta parte y pronto vi que los tallos se inclinaban hacia el suelo, como empujados por un peso invisible. Llamé la atención de Nancy hacia el fenómeno. El movimiento de las hierbas se detuvo tan sólo a unos pocos pasos de nosotros.
Nancy se asustó, pero yo hice un esfuerzo para comportarme un poco más como un inglés, de lo que había hecho hasta entonces. Avancé un paso y dije:
«¿Quiénes sois, y qué queréis? Somos vuestros amigos si venís amistosamente.»
No hubo ninguna respuesta. Avancé un paso más. Ahora la hierba se inclinaba hacia otro lado y pude ver, por el modo como aparecía comprimida contra el suelo, que la criatura invisible debía de tener unos pies enormes. También pude comprobar que iba corriendo. Le grité y eché a correr detrás de ella. Dio la vuelta a la casa y luego se dirigió hacia el barro helado del patio. Allí perdí sus huellas. Pero el instinto me hizo continuar avanzando, hasta más allá del cobertizo, en dirección al estanque.
Mis sospechas se confirmaron cuando vi que la superficie del agua embarrada se levantaba y formaba una onda de succión, como si estuviera tragándose un peso que se sumergía lentamente. Algunos trozos de hielo se proyectaron hacia los bordes de la onda y por su dirección de rechazo pude ver cómo se hundía aquella extraña criatura y cómo desaparecía en un instante, dejando tras de si un pequeño remolino. Estoy seguro de que se dirigió por debajo del agua hacia su misterioso vehículo.
Estas cosas, o estas gentes, no sé cómo llamarlas, deben de ser acuáticas. Quizá viven en los grandes canales del Planeta Rojo. ¡Pero imagínese, señor, una humanidad invisible! La idea es casi tan maravillosa y fantástica como si estuviese sacada de su novela La máquina del tiempo.
Le ruego que me comunique su opinión y que confíe en mi precisión y cordura como reportero.
Suyo afectísimo,
Gregory Rolles.
Lo que no contó en su carta fue la manera en que Nancy se había apretado contra él después del incidente, una vez que estuvieron de vuelta, en la sala, y le había confesado cuánto miedo pasó. Y cómo él había rechazado burlonamente la idea de que aquellas criaturas pudieran ser hostiles y al hacerlo había advertido admiración en los ojos de la muchacha. Pensó que, después de todo, era una chica muy decidida y digna de que se enfrentara por ella con la ira de aquellos dos hombres tan diferentes: Edward Rolles, su propio padre, y Bert Neckland, el mozo de la granja.
Fue a la hora del almuerzo, una semana más tarde, cuando Gregory estaba de nuevo en la granja, llevando en el bolsillo un artículo sobre electricidad como pretexto de su visita, cuando se discutió por primera vez el tema del rocío maloliente.
Grubby fue quien lo mencionó primero, delante de Gregory. Grubby era el otro mozo de la granja y formaba con Bert Neckland el equipo completo de trabajadores de Joseph Grendon. Pero mientras que Neckland era considerado lo bastante de fiar como para dormir en la granja (tenía un cuartito pequeño en el desván), Grubby sólo tenía categoría para dormir en una choza de madera y yeso construida bastante lejos del edificio principal. Su «casa», como él la llamaba con dignidad, quedaba justo detrás de la huerta y cerca de las pocilgas, cuyos moradores arrullaban con sus gruñidos el sueño del mozo.
—Juraría que nunca hemos tenido un rocío como éste, míster Grendon —dijo Grubby, y por el tono de su voz podía deducirse que ya se había comentado esto antes; por la mañana seguramente. Grubby nunca se aventuraba a decir nada original.
—Denso como un rocío de otoño —dijo el granjero con firmeza, como si hubiese habido ya una discusión sobre el tema.
Hubo un silencio, roto sólo por el ruido que hacían al masticar (y por parte de Grubby un cierto ruido de cañería al tragar). Estaban todos absortos en dar cuenta de enormes platos de conejo guisado con patatas.
Si no era un rocío ordinario —dijo Grubby al cabo de un rato—, eso yo no lo sé.
—Olía a mierda de sapo —comentó Neckland—. O a agua podrida de charca.
Siguieron masticando.
—Sin duda está relacionado con el estanque —dijo Gregory—. Una especie de evaporación de miasmas.
Neckland dejó escapar un gruñido. Desde su silla, a la cabecera de la mesa, el granjero se interrumpió un momento en su comida para apuntar con su tenedor hacia Gregory.
—En eso puede que tenga razón —dijo—. Porque escúcheme esto: ese rocío sólo ha caído dentro de nuestra propiedad. Unos pocos metros más allá de la puerta exterior la tierra estaba completamente seca. Seca como un hueso.
—Así es, señor —convino Neckland—. Y, mientras que el campo del este estaba chorreando con esa basura, yo mismo vi que los helechos al otro lado de la valla no estaban nada mojados. ¡Ah, es un enigma!
—Digan lo que quieran, nunca hemos tenido un rocío como ése —repitió Grubby. Y con sus palabras parecía resumir el pensamiento de todos los presentes.
Aquel rocío misterioso no volvió a caer. Como tema de conversación era, pues, bastante limitado, incluso para la granja, donde no había mucho de qué hablar. Así que fue olvidado en unos pocos días. Pasó febrero, ni mejor ni peor que otros muchos febreros anteriores, y terminó con grandes tormentas de lluvia. Llegó marzo y con él comenzó una primavera fría sobre la tierra. Los animales de la granja comenzaron a dar a luz sus crías.
Y lo hicieron en un número muy elevado, como para contradecir la falta de fe del granjero en la productividad de sus animales.
—¡Nunca he visto nada semejante! —dijo Grendon a Gregory. Gregory tampoco había visto nunca al granjero tan excitado como entonces. Este cogió al joven por el brazo y le llevó con él hacia el pajar.
Allí estaba «Trix», la cabra de leche. Contra su flanco se apretaban tres cabritillos pardos y blancos, y un cuarto estaba de pie, experimentando equilibrios sobre sus patitas de alambre.
—¡Cuatro cabritos! ¿Ha oído hablar alguna vez de una cabra que tuviese cuatro crías a un tiempo? Mejor será que escriba a los diarios de Londres sobre esto, Gregory. Pero antes venga conmigo a las pocilgas.
Los gruñidos eran allí más ruidosos que de costumbre. Mientras descendían la cuesta, Gregory contempló los altos álamos que recortaban sus siluetas de color verde polvoriento contra el cielo y le pareció detectar algo siniestro en los ruidos que escuchó, algo con un elemento de nota histérica que se compaginaba muy bien con el comportamiento de Grendon.
Los puercos del granjero eran de raza cruzada, con preponderancia de negros grandes. Por lo general tenían camadas de diez cerditos. Ahora no había una sola hembra que no tuviese catorce por lo menos. Una, enorme cerda negra tenía dieciocho cochinillos revolcándose contra su panza. El ruido era tremendo, y parado allí, frente a tanta vida, Gregory se dijo interiormente que era absurdo pretender imaginar algo misterioso en ella. En el fondo sabía muy poco de granjas. Después de almorzar con Grendon y los hombres, ya que la señora Grendon y Nancy habían ido a la ciudad en la carriola, dio una vuelta solo por los terrenos, sintiendo todavía una profunda sensación de inquietud. Era absurdo, se dijo a sí mismo.
Un sol pálido doraba la tarde. No era lo bastante fuerte como para iluminar bien el interior de las aguas del estanque. Mientras Gregory permanecía junto al establo de los caballos contemplando la superficie líquida, vio que hervía de crías de sapo y renacuajos. Se acercó un poco más. Lo que desde lejos le había parecido una lámina de agua tranquila estaba llena de pequeñas criaturas vivientes que nadaban de un lado a otro. Mientras observaba esto, algo salió del fondo y se tragó un renacuajo. Los renacuajos proveían también de comida a dos patos que surcaban con sus crías la superficie, cerca de los juncos de la margen opuesta. ¿Cuántas crías tenía aquella pareja de patos? Un verdadero enjambre al parecer, jugando unos con otros entre el agua y las hierbas.
Durante un largo minuto se quedó allí parado, sin saber qué hacer. Luego dio la vuelta y comenzó a andar hacia la granja. Cruzó el patio, entró en la cuadra y ensilló a «Daisy». Montó en ella y se alejó al trote sin despedirse de nadie.
Al llegar a Cottersall fue directamente hacia el mercado. Reconoció la carriola de los Grendon, tirada por «Hetty», el ponny de Nancy, esperando frente a la puerta de la tienda de comestibles. En aquel momento Nancy y su madre salían de la tienda. Desmontó de «Daisy» y condujo al animal por la brida hasta donde estaban ellas para saludarlas.
—Íbamos a visitar a mi amiga, la señora Edwards, y a sus hijas —dijo la señora Grendon.
—Si usted fuese tan amable, señora, le agradecerla mucho que me permitiese hablar unos minutos con Nancy, en privado. Mi patrona, la señora Fenn, tiene una salita en el piso bajo, en la parte de atrás de la tienda, y sé que nos dejaría usarla. Sería absolutamente respetable.
—Al diablo lo respetable. Que la gente piense lo que quiera, es lo que digo yo —pero se quedó de todas formas meditándolo durante unos minutos.
Nancy estaba junto a su madre con los ojos bajos. Gregory la miró y tuvo la impresión de que la estaba viendo por primera vez. Debajo de su abrigo de paño azul, ribeteado de piel, llevaba puesto su traje largo de algodón color pardo y naranja. En la cabeza llevaba un gorrito. Su cutis era limpio y sin mancha y su piel tan firme y delicada como la de una ciruela. Los ojos, oscuros, aparecían ahora velados por sus largas pestañas. Tenía los labios rectos, claramente definidos y un poco pálidos, con hoyuelos sumamente atractivos al lado de cada comisura. Se sintió casi como un ladrón, robándole esta visión de su hermosura mientras ella no miraba.
—Yo sigo a casa de la señora Edwards —declaró al fin Marjorie Grendon—. No me importa lo que hagáis, con tal de que os portéis bien; pero me importará si no os reunís conmigo dentro de media hora. ¿Me oyes, Nancy?
—Sí, madre.
La tienda del panadero estaba en la calle siguiente. Gregory y Nancy se dirigieron hacia allí sin hablar. Gregory dejó a «Daisy» en la cuadra y entró con Nancy en la sala por la puerta trasera. A aquella hora míster Fenn descansaba arriba y su esposa se ocupaba de la tienda, de modo que el cuartito estaba vacío.
Nancy se sentó muy derecha en una silla y dijo:
—Bien, Gregory; ¿de qué se trata? Separarme así de mi madre en plena ciudad…
—No te enfades, Nancy. Tenía que verte.
Ella hizo un mohín con los labios.
—Vienes a la granja con bastante frecuencia y nunca pareces tener demasiados deseos de verme allí.
—Eso es una tontería. Siempre vengo a verte a ti, sobre todo en los últimos tiempos. Además, tú estás más interesada en Bert Neckland, ¿no es cierto?
—¿Bert Neckland? ¿Por qué habría de estar interesada en él? Aunque no es asunto tuyo, si lo estuviera.
—Es asunto mío, Nancy. Porque estoy enamorado de ti.
No había pensado nunca soltarlo de este modo, pero ahora ya lo había dicho. Y una vez que lo había dicho, empeoró su situación cruzando el cuarto, arrodillándose a los pies de la muchacha y cogiéndole la mano.
—Nancy, querida Nancy, di que por lo menos no te desagrado. Dame un poco de ánimo.
—Tú eres un perfecto caballero, Gregory. Y te tengo mucho afecto, desde luego, pero…
—¿Pero?
La muchacha bajó los ojos de nuevo.
—Tu situación en la vida es muy diferente de la mía y además…, bueno, tú no haces nada.
Gregory se quedó callado ante estas palabras que no esperaba. Con el egoísmo natural de la juventud no se le había ocurrido pensar que ella pudiese tener ninguna objeción contra él. Pero al oírla se dio cuenta de la verdad de su posición; al menos tal y como ella la veía.
—Escucha, Nancy…, yo, bueno, es cierto que parece que no haga nada en el presente. Pero mientras estoy aquí leo y estudio mucho y me carteo con bastante gente importante en el mundo. Mientras tanto voy pensando cuál es la carrera que puede convenirme más. Te aseguro que no soy un vago, si es eso lo que piensas.
—No, no lo pienso. Pero Bert dice que vas a pasar muchas veladas a esa taberna de El Viajero.
—¡Oh, eso es lo que te cuenta! ¿Y por qué tiene él que meterse en lo que yo hago, ni tú, ya que lo mencionas? ¡Qué atrevimiento más condenado!
Ella se levantó al oírle.
—Si no tienes otra cosa que decir que lanzar juramentos, me vuelvo a buscar a mi madre, con tu permiso.
—¡Oh, por Júpiter! Qué lío estoy haciendo de todo esto.
La cogió por la muñeca.
—Escúchame, cariño. Sólo te pido una cosa, y es que trates de mirarme con simpatía. También que me dejes explicar lo que quería decirte a propósito de la granja. Están sucediendo allí cosas extrañas y de veras te digo que cuando pienso en ello no me gusta que pases las noches allí. Todo este exceso de nacimientos en los animales, todos esos cochinillos… Es de veras inquietante.
—No sé qué es lo que puede haber de inquietante en ello, si mi padre no piensa que lo es. Yo sé lo mucho que trabaja y cuánto esfuerzo ha puesto en criar sus animales. Eso es todo. Es el mejor granjero que hay en Cottersall, con mucha ventaja sobre cualquier otro.
—Desde luego. Es un hombre estupendo. Pero no es él quien puso siete u ocho huevos de gorrión en un solo nido, ¿verdad? Ni quien llenó el estanque de renacuajos y crías de sapo. Aquello parece un hervidero. Algo extraño está sucediendo en vuestra granja este año, Nancy, y de eso es de lo que quiero protegerte si puedo.
La sinceridad con que habló, unida a su proximidad física y a la pasión con que le apretaba la mano, contribuyeron a ablandar un tanto a la muchacha.
—Querido Gregory, tú no sabes nada de lo que es una granja, me parece, a pesar de todos tus libros. Pero es un gran gesto tuyo el preocuparte tanto.
—Siempre me preocuparé por ti, Nancy, hermosa mía —dijo él.
—¡Vas a hacer que me ruborice!
—Hazlo si quieres, porque entonces aún pareces mucho más bonita que de costumbre —le pasó un brazo por el talle y cuando ella levantó el rostro para mirarle la atrajo hacia sí y la besó ardientemente.
Ella dio un hondo suspiro y se apartó de él, pero no demasiado de prisa.
—¡Oh, Gregory, Gregory! Tengo que volver con mi madre ahora.
—¡Deja que te dé otro beso antes! No puedo dejarte ir hasta que te haya besado otra vez.
Así lo hizo y luego se quedó temblando junto a la puerta mientras Nancy salía.
—Ven a vernos pronto, otra vez —susurró ella.
—Con todo placer —le dijo él.
Pero la próxima visita que hizo a la granja no fue tan placentera como suponía.
El carro grande, lleno de cochinillos, estaba en medio del patio cuando llegó Gregory. El granjero y Neckland estaban trabajando por allí. Grendon saludó a Gregory alegremente.
—Tengo la oportunidad de hacer un buen beneficio con estos gritones. La marrana no puede alimentarlos a todos, pero los lechones tiernos alcanzan un buen precio en Norwich, de modo que voy a ir con Bert hasta Heigham y llevarlos en el tren.
—¡Han crecido mucho desde la última vez que los vi!
—¡Ah, sí! Han aumentado casi dos libras por día. Bert, vamos a buscar una red y echársela por encima o van a escaparse. ¡Están tan llenos de vida!
Los dos hombres atravesaron el patio en dirección al pajar, chapoteando en el barro. Gregory sintió también un chapoteo a sus espaldas. Se volvió al oírlo.
En el trecho fangoso que quedaba entre los establos y el carro aparecieron unas huellas. Dos líneas paralelas de huellas que parecían marcarse por sí solas, sin que nadie las hiciese. Se sintió invadido por una oleada de terror sobrenatural y no pudo moverse. Le pareció que todo se volvía gris y borroso en torno suyo, mientras continuaba allí clavado, sin poder apartar los ojos de aquellos dos pares de huellas que continuaban avanzando hacia él.
El caballo del carro relinchó nervioso; las huellas llegaron hasta el carro y se oyeron crujir sus maderas como si algo pesado hubiese trepado encima. Los cochinillos lanzaron chillidos de terror. Uno de ellos saltó por un lado. Luego se hizo un silencio de muerte.
Gregory aún no podía moverse. Oyó un extraño ruido de succión dentro del carro, pero sus ojos continuaban clavados en las huellas que había sobre el fango. Eran las huellas de algo muy distinto a un hombre: de algo que avanzase arrastrando unas aletas como las que tienen las focas. De pronto recuperó la voz.
—¡Señor Grendon! —gritó.
Sólo cuando lo vio aparecer corriendo desde el pajar, con la red, seguido por Bert, se atrevió a volver los ojos hacia el carro.
Un último cochinillo parecía estar desinflándose allí rápidamente, como un globo que perdiera aire. Al fin se quedó plano e inerte, tendido junto a las otras pieles vacías. Las maderas del carro crujieron de nuevo y algo cruzó chapoteando rápidamente a través del patio en dirección al estanque.
Grendon no lo vio. Había corrido hasta el carro y estaba allí, mirando las pieles desinfladas con la misma expresión de desconsuelo que Gregory. Neckland miraba también y fue el primero de los tres en recuperar el habla.
—¡Alguna enfermedad los ha atacado a todos, así de pronto! —exclamó—. Debe de ser una de esas enfermedades nuevas que vienen del continente, en Europa.
—No es ninguna enfermedad —dijo Gregory. Apenas si podía hablar, porque acababa de darse cuenta que no había ningún hueso dentro de las pieles vacías—. Miren, aquel cochinillo que se escapó, aún está vivo.
Señalaba al decirlo al lechoncillo que había saltado del carro. Al hacerlo, se había dañado las patas y ahora estaba tumbado en una zanja, jadeando a pocos pasos de distancia. El granjero fue hacia él y lo cogió en sus brazos.
—Ha escapado a la enfermedad saltando fuera —dijo Neckland—. Señor, mejor que vayamos a ver cómo están todos los otros, en las pocilgas.
—Si, mejor que vayamos —dijo Grendon. Le tendió el lechoncillo a Gregory, con cara muy seria—. Es inútil llevar uno solo al mercado. Le diré a Grubby que desenganche el caballo; mientras tanto, ¿quiere usted ser tan amable de llevarle este pequeño a Marjorie? Al menos podremos comer un poco de asado de puerco mañana por la noche.
—Señor Grendon, esto no es una enfermedad. Haga venir al veterinario de Heigham y déjele que examine estos cuerpos.
—No me diga lo que tengo que hacer en mi granja, joven. Ya tengo bastantes problemas.
A pesar de este rechazo, Gregory no podía pensar en mantenerse alejado. Tenía que ver a Nancy y tenía que averiguar qué es lo que estaba ocurriendo en la granja.
A la mañana siguiente del horrible suceso de la muerte de los cochinillos recibió una carta de su muy admirado míster H. G. Wells. En uno de sus párrafos decía:
En el fondo, no me siento ni optimista ni pesimista respecto a la situación. Me inclino a creer que estamos en el umbral de una época de espléndidos progresos; no hay duda de que esta época está ya a nuestro alcance. Tal vez estemos incluso próximos al «fin del mundo», tal y como lo anuncian los más sombríos profetas de fin de siglo. No me sorprendería oír que tan decisivo suceso está ya comenzando en una granja perdida cerca de Cottersall, en Norfolk, de un modo desconocido para todo el mundo, excepto para nosotros dos. No crea que no me siento aterrado por ello, aunque no pueda evitar que algo exclame en mí: «¡Qué gran broma!»
Él mismo estaba demasiado preocupado para conceder a semejante carta toda la atención que le hubiera concedido en otras circunstancias, de modo que se la guardó en el bolsillo de la chaqueta y se dirigió a la cuadra para ensillar a «Daisy».
Antes del almuerzo le robó un beso a Nancy y le plantó otro en la mejilla encendida mientras ella estaba de pie junto al gran fogón de la cocina. Aparte de esto, no hubo muchos placeres durante el día. Grendon estaba más tranquilo después de comprobar que ninguno de los otros cerdos habían caído víctimas de aquella terrible enfermedad de encogimiento, pero se mantenía vigilante ante la posibilidad de que atacara de nuevo. Entretanto, había ocurrido otro milagro. En una choza que había en los pastos bajos una vaca había dado a luz cuatro terneras durante la noche. No esperaba que el animal sobreviviese, pero las cuatro terneras se encontraban bastante bien, y era Nancy la encargada de alimentarlas con leche de una botella.
El granjero tenía una cara seria y fatigada, porque había estado en pie toda la noche, atendiendo a la vaca parturienta, de modo que se dejó caer con gesto agradecido en su silla a la cabecera de la mesa cuando entró su mujer con la bandeja de puerco asado.
Lo malo es que no pudieron comerlo. Todos, en cuanto lo probaron volvieron a dejarlo en el plato. Tenía un desagradable sabor amargo y fue Neckland el primero en decirlo:
—¡Está enfermo! —gruñó—. Este animal tenía la enfermedad todo el tiempo. No debemos comerlo, o antes de una semana estaremos todos muertos.
Tuvieron que contentarse con un bocado de buey asado, un poco de queso y cebollas en vinagre; nada de lo cual resultaba apetitoso para la señora Grendon en su estado. Se fue escaleras arriba, con los ojos húmedos por el fracaso del guiso que con tanto esmero había preparado, y Nancy echó a correr tras ella para intentar consolarla.
Después que hubieron concluido su frugal comida, Gregory se decidió a hablar a Grendon.
—He decidido marchar a Norwich mañana, por unos pocos días, señor Grendon —le dijo—. Usted tiene ahora algunos problemas aquí, según creo. ¿Hay algo, algún asunto que pueda encargarme de resolver por usted en la ciudad? ¿Quiere que le busque allí un veterinario?
Grendon le cogió por el hombro.
—Ya sé que me lo dice de corazón, y se lo agradezco, pero no parece darse cuenta de que los veterinarios cuestan un montón de dinero y luego, cuando vienen, no siempre sirven de mucho.
—Entonces, Joseph, permítame que haga algo por usted, a cambio de todas sus amabilidades. Déjeme que traiga un veterinario de Norwich por mi propia cuenta. Sólo para que eche una ojeada, nada más.
—¡Que el diablo me lleve si no es usted más testarudo que una mula! —explotó Grendon—. Le estoy diciendo, lo mismo que decía mi padre: si encuentro alguien en mi granja que no he invitado a venir, voy a descolgar aquella vieja escopeta y a espolvorearle con postas, lo mismo que hice con aquellos dos vagabundos el año pasado. ¿Está claro?
—Creo que sí.
—Entonces, tengo que irme a ver a la vaca. Y deje de preocuparse por lo que no entiende.
La visita que hizo a Norwich (un tío suyo tenía una casa en dicha ciudad) ocupó a Gregory la mayor parte de la semana siguiente. A su regreso, se apoderó de él de nuevo la aprensión, al acercarse otra vez a la granja de Grendon por la carretera que venía desde Cottersall.
Le sorprendió ver cuánto había cambiado el paisaje desde la última vez que pasara por allí. Nuevas hojas verdes habían brotado en los árboles e incluso los matorrales tenían un aspecto más alegre. Pero al aproximarse a la granja por la carretera desigual se dio cuenta de cómo había crecido todo allí, de una manera exagerada. Enormes saúcos y gigantescos perejiles habían surgido por todas partes, tan altos que casi ocultaban las construcciones. Por un momento temió que la granja hubiese realmente desaparecido hasta que, espoleando a «Daisy», vio al fin el viejo molino negro surgir por detrás de un grupo de arbustos florecidos. Los prados del sur estaban materialmente rebosantes de hierba alta. Incluso los álamos parecían mucho más frondosos que nunca, tan opulentos de ramas que casi cubrían la casa con sus formas abrumadoras.
Mientras entraba al trote contenido por el puente de tablas y pasaba al patio por la verja abierta, pudo ver enormes matas de ortigas saliendo de las zanjas adyacentes. Los pájaros revoloteaban por todas partes. Y sin embargo, la impresión que daba la granja era de muerte más que de vida. Una quietud absoluta parecía flotar sobre el lugar, como si se encontrara bajo una maldición que eliminaba todo ruido y toda esperanza.
En seguida se dio cuenta de que parte de esta sensación se debía a que «Lardie», la perrita negra hija de «Cuff», que generalmente salía ladrando a recibir a los visitantes, no había aparecido esta vez.
El patio estaba desierto. No se veían ni siquiera las gallinas. Mientras llevaba a «Daisy» hacia la cuadra vio un grueso alazán en el primer pesebre y lo reconoció inmediatamente como el del doctor Crouchorn. Al verlo aumentó más aún su inquietud.
Ya que no había sitio en la cuadra condujo su yegua hasta el abrevadero de piedra que se hallaba situado cerca del estanque, la ató allí y echó a andar hacia la casa.
La puerta del porche estaba abierta también. Grandes matas de dientes de león crecían sobre los escalones. La hiedra trepadora, que nunca había sido allí muy abundante, parecía envolver ahora las ventanas bajas. Un movimiento entre las hierbas altas atrajo su atención. Las apartó con la punta de su bota de montar y vio allí agazapado un enorme sapo, devorando una culebra de pradera; aún tenía parte de la cabeza del ofidio en la boca. El sapo se quedó mirando fijamente a Gregory, con sus grandes ojos saltones, como si quisiera estar seguro de que el hombre envidiaba su glotonería. Con un estremecimiento de asco, Gregory se apresuró a entrar en la casa.
Llegaban desde el piso alto algunos ruidos apagados.
Las escaleras subían en espiral alrededor del escape de la enorme chimenea y estaban separadas de las habitaciones del piso bajo por una puerta con cerrojo. Gregory nunca había estado en el piso de arriba, pero no vaciló un momento. Abrió la puerta y comenzó a subir los escalones. Estaba bastante oscuro. Casi inmediatamente tropezó con un cuerpo.
Su suavidad le dijo que era el de Nancy. La muchacha estaba allí de pie en la oscuridad, llorando. Al ir a cogerla en sus brazos, mientras murmuraba su nombre, ella echó a correr escaleras arriba. Ahora pudo oír los ruidos de arriba con mayor claridad y también sollozos…, aunque en aquel momento no estaba verdaderamente escuchando. Nancy corrió hasta una puerta que había en el primer descansillo, la abrió y desapareció dentro, cerrándola tras sí. Cuando Gregory ensayó el picaporte, oyó cómo ella echaba el cerrojo por dentro.
—¡Nancy! —llamó—. No te escondas de mí. ¿Qué es lo que ocurre? ¿Qué os sucede?
No hubo respuesta. Gregory se quedó en pie, junto a la puerta, desconcertado y sin saber qué hacer. Se abrió la puerta siguiente que había en el pasillo y apareció por ella el doctor Crouchorn, con su maletín negro en la mano. Era un hombre alto, de aspecto sombrío, el rostro marcado por surcos profundos; imponía tal miedo a sus pacientes que la mayoría de ellos hacían todo cuanto él les ordenaba con tal de curarse pronto y no tener que verle. Incluso en aquellos momentos llevaba puesto su sombrero de copa, que, por el simple hecho de mantenerse siempre en esta posición sobre su cráneo, contribuía grandemente a la fama de que gozaba el doctor en todo el contorno.
—¿Qué es lo que pasa, doctor Crouchorn? —le preguntó Gregory, mientras el médico cerraba la puerta tras de sí y echaba a andar escaleras abajo—. ¿Es que ha caído la peste sobre esta casa, o algo igualmente terrible?
—¿La peste, joven?, ¿qué peste? No; se trata de algo mucho menos natural que eso.
Se quedó contemplando a Gregory con aire grave, como si se estuviera prometiendo a sí mismo no mover ni un solo músculo hasta que Gregory le hiciese la pregunta inevitable.
—¿A quién ha venido a ver, doctor?
—Su hora le llegó a la señora Grendon por la noche —dijo el médico.
Gregory sintió que una ola de alivio le bañaba por dentro. ¡Había olvidado totalmente a la madre de Nancy!
—¿Ha tenido ya su bebé? —preguntó—. ¿Un niño?
El doctor asintió lentamente con la cabeza.
—Ha tenido dos niños, joven —dijo. Vaciló un momento, le tembló un músculo en la mejilla y luego añadió apresuradamente—: También ha tenido siete niñas. ¡Nueve en total! Y todos…, todos viven.
Gregory encontró a Grendon al otro lado de la casa. El granjero empuñaba un horcón cargado de heno, que llevaba sobre los hombros hacia el establo de las vacas. Gregory se interpuso en su camino, pero el otro le apartó a un lado.
—Quiero hablar con usted, Joseph.
—Tengo trabajo por hacer. Es una lástima que no se dé usted cuenta.
—Quiero hablarle de su mujer.
Grendon no respondió. En lugar de ello continuó trabajando como un demonio, descargando el heno sobre el suelo y aplastándolo allí con el horcón. Era difícil hablar en medio de aquella faena. Además las vacas y las terneras, apretadas las unas contra las otras, armaban un tremendo estrépito de mugidos…, y gruñidos muy poco vacunos. Gregory siguió al granjero hasta el montón de heno, pero el hombre caminaba tan de prisa como si estuviese poseído. Tenía los ojos hundidos en las órbitas y la boca tan contraída que casi no se le veía el labio superior. Cuando Gregory le puso una mano en el brazo, se desprendió con una brusca sacudida. Metió de nuevo el horcón en el heno, lo sacó con un giro violento y echó a andar de nuevo hacia los establos, con paso tan rápido que Gregory tuvo que echarse a un lado para que no le derribara.
Gregory se encolerizó. Siguiendo a Grendon de cerca hasta el interior de los establos, cerró la parte baja de la puerta oscilante y le echó el cerrojo por fuera. Cuando Grendon volvió hasta su altura, no se movió un centímetro.
—Joseph, ¿qué es lo que le ocurre? ¿Por qué parece de pronto como si no tuviera corazón? Seguro que su esposa le necesita a su lado.
Los ojos del granjero tenían un curioso velo opaco cuando se volvió para mirar de reojo a Gregory. Manteniendo el horcón con las dos manos por delante, casi como si se tratase de un arma, dijo con voz ronca:
—He estado con ella toda la noche, vecino, mientras traía al mundo todos sus pequeños.
—Pero ahora…
—Ahora tiene con ella una enfermera que ha venido de Derham Cottages. Yo he estado allí arriba toda la noche. Ahora tengo que ocuparme de la granja. Todo sigue creciendo, por si no lo sabe.
—Creciendo incluso demasiado, Joseph. Deténgase un momento y piense.
—No tengo tiempo que perder hablando —dijo el granjero. Dejó caer el horcón, empujó a Gregory con el codo para que le dejara paso; quitó el cerrojo y abrió la puerta de par en par. Cogiendo a Gregory firmemente por los bíceps de un brazo con una mano empezó a arrastrarle hacia la huerta de legumbres que había junto a los prados del sur.
Las lechugas eran gigantescas. Todo, realmente era gigantesco en los surcos. Implacable, Grendon comenzó a moverse de un lado a otro, arrancando puñados enteros de rábanos, zanahorias, cebolletas y tirándolas por encima de su hombro en cuanto las arrancaba.
—¿Ve, Gregory? Nunca las ha visto tan grandes, en su vida, ni tan tempranas. ¡Con semanas de anticipación, están brotando! La cosecha va a ser fabulosa. ¡Mire esos campos! ¡Mire la huerta! —y señalaba con un amplio gesto circular de la mano en dirección de las hileras de árboles frutales, casi ocultos bajo su manto de brotes blancos y rosa—. Ocurra lo que ocurra, tengo que aprovecharme de esto. Puede que no vuelva a suceder ningún otro año. Pero…, ¡pero si es como un cuento de hadas!
No dijo más. Cuando giró sobre sus talones parecía haber olvidado por completo a Gregory. Con los ojos bajos hacia la tierra que había producido tales maravillas, echó a andar de nuevo hacia los cobertizos.
Nancy estaba en la cocina cuando Gregory llegó a la casa.
Neckland le había llevado un cántaro de leche fresca y ella estaba sorbiendo una poca de un cacillo.
—¡Oh, Greg, perdóname que echase a correr! Estaba tan nerviosa… —Vino hasta él, con el cacillo todavía en la mano y le echó los brazos a los hombros con un gesto familiar que no había tenido nunca hasta entones—. Pobre madre, temo que su cabeza se ha trastornado con esto de… de dar a luz a tantos niños. Habla de una manera extraña, que no le había oído nunca, y me parece que se cree que ella es una niña también.
—No me sorprende —dijo Greg, pasándole la mano por el pelo—. Se encontrará mejor una vez que se haya repuesto de la emoción.
Se besaron y al cabo de un momento ella le pasó un cacillo lleno de leche. Él tomó un sorbo y luego lo escupió con disgusto.
—¡Uf! ¿Qué tiene esta leche? ¿Es que Neckland quiere envenenarte, o algo por el estilo? ¿No la has probado? Está tan amarga como si tuviese acíbar.
Nancy le miró sorprendida.
—Sí; me pareció que tenía un gusto extraño, pero no desagradable. Ven, déjame probarla otra vez.
—No, no lo hagas. Tiene un sabor horrible. Parece que la hubiesen mezclado con algún linimento o algo así.
A pesar de su advertencia, la muchacha llevó sus labios al cucharón de metal y tomó un sorbo. Meneó la cabeza.
—Estás imaginando cosas, Greg. Tiene un sabor un poco especial, es cierto, pero no es malo. Vas a quedarte a tomar un bocado con nosotros, ¿verdad?
—No, Nancy, tengo que irme ahora. Hay una carta esperándome, que tengo que contestar. Llegó mientras yo estaba en Norwich. Escucha, mi querida Nancy. Esta carta es del doctor Hudson Ward, un viejo amigo de mi padre. Es el director de un colegio en Gloucester y quiere que yo vaya allí como maestro, en las condiciones más favorables. ¡Ya ves que no estaré sin hacer nada por mucho tiempo!
Riendo, ella se colgó de sus hombros.
—Es maravilloso, cariño. ¡Qué maestro tan guapo van a tener tus alumnos! Pero Gloucester…, eso está al otro extremo del país. Supongo que no volveremos a verte una vez que vayas allí.
—No hay nada decidido aún, Nancy.
—Te habrás ido antes de una semana y nunca volveremos a verte. Una vez que estés allí en ese colegio, no volverás a acordarte de tu Nancy.
Él le cogió el rostro entre sus manos.
—¿Eres tú mi Nancy? ¿De veras que te importo?
La muchacha bajó las pestañas sobre sus ojos oscuros.
—Greg, las cosas están tan embrolladas aquí… Quiero decir…, sí, me importas. Me aterra pensar que no voy a volver a verte.
Pensando aún en las palabras de la muchacha, Gregory montó en su yegua un cuarto de hora más tarde, con el corazón lleno de gozo y sin pensar demasiado en los peligros a los que la dejaba expuesta.
Caía una ligera lluvia mientras Gregory se dirigía aquella noche hacia la taberna de El Viajero. Su amigo Bruce Fox le esperaba allí, confortablemente instalado en un rincón, no lejos del fuego.
Aquella noche Fox estaba más interesado en contar los detalles de la próxima boda de su hermana que en escuchar lo que Gregory tenía que decirle; pronto se reunieron con ellos algunos de los amigos de su futuro cuñado y con este motivo comenzaron a pasar las rondas de bebida y la velada se hizo alegre y despreocupada. Pronto la cerveza produjo su efecto y con ella, Gregory acabó por olvidarse de lo que quería contar y se entregó con entusiasmo a gozar de la compañía de sus amigos.
A la mañana siguiente, se despertó con la cabeza pesada y el ánimo apesadumbrado. El día estaba demasiado lluvioso para salir a hacer ejercicio, de modo que se sentó pensativo en una silla junto a la ventana, sin llegar a decidirse a tornar la pluma para contestar aquella carta del doctor Hudson Ward, director del colegio. En un estado de semiletargo mental cogió un volumen encuadernado en piel sobre serpientes, que había comprado en Norwich pocos días atrás. Al cabo de unos minutos de lectura hubo un pasaje que le despertó la atención:
«La mayoría de las serpientes de las variedades venenosas, con excepción quizá del opistóglifo, sueltan a sus víctimas después de morder. La víctima muere en algunos casos en el espacio de pocos segundos, pero en otros la agonía puede prolongarse durante muchas horas, e incluso días. La saliva de algunas serpientes no sólo tiene veneno sino, además, una sustancia que le confiere una cualidad digestiva especial. La serpiente coral de Brasil, que es mortífera, posee esta propiedad en gran manera, aunque su tamaño apenas si rebasa un pie de longitud. Así, cuando muerde a un animal o a un ser humano, la víctima no sólo sufre una terrible agonía antes de morir, sino que sus partes interiores se disuelven e incluso los huesos acaban por no ser más que una masa blanda, como gelatina. Gracias a ello la pequeña serpiente puede sorber su presa entera por la mordedura en la piel, como si fuera una especie de sopa o de pasta. Al final, sólo la piel de la víctima permanece intacta.»
Durante largo rato, Gregory permaneció inmóvil en su asiento, con el libro abierto sobre el regazo, pensando en la granja de los Grendon y en Nancy. Se reprochaba a sí mismo el haber hecho tan poco por sus amigos, y gradualmente llegó a concebir un plan de acción para su próxima visita. Pero esta visita se retrasó algunos días. Las lluvias parecían haberse asentado sobre el lugar con más persistencia de lo que la estación, finales de abril y principios de mayo, podía hacer esperar.
Gregory trató de concentrarse en su carta al distinguido doctor Hudson Ward, del condado de Gloucester. Sabía que iba a aceptar el empleo; en realidad se sentía muy inclinado a ello. Pero sabía también que antes de hacerlo tenía que ver a Nancy a salvo. La indecisión que se apoderó de él le obligó a retrasar su respuesta al doctor hasta el día siguiente y entonces escribió una carta un tanto vaga, en la que decía que estaría encantado de aceptar el puesto por el salario ofrecido, pero que solicitaba una semana de plazo para pensarlo. Cuando llevó la carta a la mujer encargada del correo en la taberna de Los Tres Cazadores Furtivos aún llovía.
Una mañana por fin cesó la lluvia repentinamente y el cielo volvió a ser azul. Gregory ensilló a «Daisy» y cabalgó en ella a lo largo del camino enlodado que había seguido tantas veces.
Cuando llegó a la granja, Grubby y Neckland estaban trabajando en una zanja, limpiándola de barro con sus palas. Les saludó con la mano y siguió hacia la cuadra. Estaba a punto de atar allí a «Daisy» cuando divisó a Grendon y a Nancy de pie en el trozo de terreno baldío que había frente a la fachada sin ventanas del lado este de la casa. Fue lentamente a reunirse con ellos y mientras caminaba se dio cuenta de lo seco que estaba el suelo en aquella parte, como si no hubiese llovido allí en más de quince días. Pero su atención desapareció del suelo cuando vio las nueve cruces de madera que Grendon estaba clavando sobre los montones de tierra recién removida.
Nancy lloraba. Ambos levantaron la vista al aproximarse Gregory, pero Grendon continuó obstinadamente con su tarea.
—¡Oh, Nancy, Joseph, cuánto lo siento! —exclamó cuando estuvo cerca—. Pensar que todos han… ¿Pero dónde está el párroco? ¿Dónde está el párroco, Joseph? ¿Por qué estás tú enterrándolos, sin los debidos oficios, ni nada?
—Ya se lo dije a padre, pero no me hizo caso —exclamó Nancy.
Grendon había llegado al final de la hilera. Cogió la última cruz de madera que le quedaba y levantándola por encima de su cabeza la clavó sobre la tierra como si quisiese apuñalar el corazón que yacía debajo.
Sólo entonces se enderezó para hablar:
—No necesitamos ningún párroco aquí. No tengo tiempo que perder con curas. Si usted no tiene que trabajar, yo, sí.
—¡Pero éstos son sus hijos, Joseph! ¿Qué es lo que le pasa?
—Ahora son ya parte de la granja, como fueron siempre.
Dio la vuelta, enrollándose las mangas de la camisa más arriba de sus codos y echó a andar en dirección adonde sus dos ayudantes estaban cavando en la zanja.
Gregory cogió a Nancy en sus brazos y miró su rostro bañado en lágrimas.
—¡Qué tremendos deben de haber sido para ti estos últimos días!
—Yo…, yo pensaba que te habías ido a Gloucester, Greg. ¿Por qué no viniste? Te he estado esperando todos los días.
—Estaba tan lluvioso y embarrado…
—Aquí ha hecho un tiempo espléndido desde la última vez que estuviste. ¡Mira cómo ha crecido todo!
—En Cottersall ha estado lloviendo a cántaros, sin parar.
—Eso explica por qué el Oast trae tanta agua, y por qué se han inundado los canales. Pero aquí tan sólo liemos tenido unas pocas lloviznas ligeras.
—Nancy, dime: ¿de qué murieron los niños?
—Prefiero no decirlo, si no te importa.
—¿Por qué no llamó tu padre al párroco Landon? ¿Cómo puede ser tan duro?
—Porque no quería que nadie del mundo de fuera lo supiese. Sabes…, ¡oh, tengo que decírtelo, querido!
Se trata de madre. Ha perdido completamente la cabeza; completamente. Fue anteanoche cuando sacó al primero de ellos por la puerta de atrás…
—No vas a decirme que…
—¡Oh, Greg, me estás haciendo daño en el brazo! Sí, subió por las escaleras cuando nadie la veía y…, y comenzó a asfixiar a los bebés por turno, uno detrás de otro, apretándoles la cara con la mejor almohada de plumas…
Vio que Gregory se ponía pálido. Solícita, le condujo hasta la parte trasera de la casa. Allí se sentaron juntos sobre la valla de la huerta, en silencio, mientras él intentaba digerir lo que había oído.
—¿Cómo está tu madre ahora, Nancy?
—No dice palabra. Padre ha tenido que encerrarla en su habitación por su propia seguridad. Anoche gritaba mucho, pero esta mañana está tranquila.
Gregory dejó correr la vista en torno suyo. Le pareció como si todo lo que veía estuviese moteado de rojo, como si la subida de sangre que sentía en la cabeza lo hubiera infectado todo con urticaria. Los árboles frutales habían perdido ya sus flores casi por completo y en lugar de ellas aparecían las primeras manzanas en embrión, con signos de crecimiento. Cerca de ellos, enormes vainas de judías verdes se inclinaban grávidas hacia el suelo, cargadas de granos. Viendo lo que Gregory miraba, Nancy se metió la mano en el bolsillo de su delantal y sacó de allí un manojo de rábanos encarnados tan grandes como mandarinas.
—Ten uno de éstos. Están crujientes, jugosos y tibios, como deben estar.
Él cogió uno, distraído, y le clavó los dientes. Inmediatamente tuvo que escupir el pedazo que había mordido. ¡Allí estaba de nuevo aquel horrible sabor amargo!
—¡Oh, pero si son buenísimos! —protestó Nancy.
—¡Ahora ya no son «un poco especiales» solamente, sino «buenísimos»! Nancy, ¿no te das cuenta de que algo inquietante, horrible, está ocurriendo aquí? Lo siento, pero no puedo mirarlo de otra forma. Tu padre debería abandonar el lugar inmediatamente.
¿Abandonar la granja, Gregory? ¿Sólo porque no te gusta el sabor de estos rábanos maravillosos? ¿Cómo podríamos abandonar esto, y adónde iríamos? ¿Ves la casa? Mi abuelo murió ahí, y antes de él, mi bisabuelo. Es nuestra casa. No podemos abandonarlo todo y marchar, ni siquiera después de estos pocos problemas que hemos tenido. Prueba otro rábano.
—¡Por el amor del cielo, Nancy! Tienen un sabor como si estuviesen criados para criaturas con un paladar completamente diferente al nuestro… ¡Oh! —exclamó de pronto y se la quedó mirando—. Y quizá lo son, Nancy. Escúchame…
Se interrumpió en lo que iba a decir y bajó de la cerca. Neckland había llegado hasta ellos por el otro lado, cubierto aún por el barro de la zanja en que había estado trabajando y con su camisa desabrochada, sin cuello, flotando al viento. En la mano llevaba una vieja pistola, parecida a las que usaban los oficiales en el ejército.
—Dispararé si avanza un paso —le dijo—. Funciona perfectamente, esté seguro de ello. Y está cargada, Gregory. ¡Ahora, va usted a escucharme!
—¡Bert, aparte esa cosa! —gritó Nancy. Y echó a andar hacia él, pero Gregory la apartó a un lado y se puso delante.
—¡No sea estúpido, Neckland! Deje eso.
—Voy a dispararle, lo juro que voy a dispararle, si sigue enredando por aquí —tenía los ojos inyectados en sangre, y por la expresión de su rostro era indudable que estaba dispuesto a hacer lo que decía—. ¡Va usted a jurarme que va a desaparecer de esta granja en ese penco suyo y que no va a volver nunca más!
—Voy a decírselo a mi padre inmediatamente, Bert —le advirtió Nancy.
La pistola osciló un poco en la mano del mozo.
—Si te mueves de donde estás, Nancy, te prevengo que voy a pegarle un tiro en la pierna a este magnífico caballero tuyo. Además, a tu padre ya no le importa un rábano Gregory, Ahora tiene otros problemas que le preocupan más.
—¿Como por ejemplo, averiguar qué es lo que está ocurriendo aquí? —dijo Gregory—. Escuche, Neckland, todos estamos metidos en un problema. Esta granja está en manos de un grupo de monstruos peligrosos. No puede verlos porque son invisibles.
La pistola hizo fuego. Mientras hablaban, Nancy había intentado escapar hacia la casa, y sin vacilar un segundo, Neckland había disparado a las rodillas de Gregory, que sintió cómo la bala atravesaba una de las perneras de su pantalón y supo inmediatamente que no estaba herido. Con esta certidumbre explotó en él la cólera, que contenía desde hacía rato. Se lanzó de un salto sobre Neckland y le dio un golpe en el pecho. Al perder el equilibrio, el mozo dejó caer la pistola y lanzó un puñetazo a su contrincante. Gregory le golpeó de nuevo. El otro le agarró por el brazo y los dos se enzarzaron en una pelea salvaje. Cuando Gregory consiguió desprenderse, Neckland se lanzó a agarrarle de nuevo. Continuaron los puñetazos.
—¡Suéltame, cochino! —le gritó Gregory. Metió el pie por detrás del tobillo de Neckland y los dos rodaron sobre la hierba. Tiempo atrás habían levantado en aquel sitio una especie de terraplén de contención para las aguas, entre la huerta baja y la casa. Los dos rodaron por él, enlazados, hasta ir a parar contra el muro de piedra de la fachada. Neckland se llevó la peor parte, porque se golpeó la cabeza contra un saliente y quedó allí atontado. Gregory vio delante de él dos pies metidos en ridículos calcetines de lana. Se levantó lentamente y se vio frente a la señora Grendon, que estaba a menos de un metro de distancia. Su rostro sonreía.
Gregory se enderezó poco a poco, sin dejar de mirarla.
—De modo que estás aquí, Jackie, mi Jackalurns —dijo ella. La sonrisa se estaba haciendo cada vez más ancha en su rostro y cada vez menos como una sonrisa—. Quería hablar contigo. Tú eres el que sabes de estas cosas que caminan por los hilos, ¿verdad?
—No la comprendo, señora Grendon.
—No me llames por ese viejo nombre, hijito. Tú eres el que lo sabes todo sobre esas cosas grises horribles que no tendrían que estar aquí, ¿verdad?
—Oh, esas… Sí, quizá he dicho que lo sabía.
—Los otros niños malos pueden pretender que no saben de lo que estoy hablando, pero tú sí lo sabes, ¿no es cierto? Tú sabes de esas pequeñas cosas grises.
El sudor le corría por la frente. Se había acercado un paso y se quedó mirándole fijamente a los ojos, sin tocarle, aunque estaba ya pegada a él. Gregory se dio cuenta de que iba a tocarle en cualquier momento. En aquel mismo instante vio con el rabillo del ojo que Neckland empezaba a rebullir y que se arrastraba lejos del muro, pero había algo más importante que le ocupaba la mente.
—Esas pequeñas cosas grises —repitió—. ¿Consiguió salvar de ellas a los nueve bebés?
—Las cosas grises querían besarlos, comprendes, pero yo no podía permitirlo. Yo fui más lista. Los escondí debajo de la almohada de plumas de ganso y ahora ni siquiera yo misma puedo encontrarlos —al terminar de decir esto se echó a reír con una risa macabra, que sonaba en su garganta como el raspar de un metal.
—Son pequeñas y grises, y están mojadas, ¿verdad? —le preguntó Gregory apremiante—. Tienen los pies muy grandes, con membranas como las de los sapos, pero son pesados y bajos, ¿no es así?, y tienen también colmillos como los de las serpientes, ¿verdad?
Ella pareció confusa durante unos momentos. Luego sus ojos parecieron percatarse de algo y miró hacia un lado.
—Ahí viene uno ahora, la hembra —dijo.
Gregory se volvió para ver qué es lo que ella estaba mirando, pero no pudo ver nada. Sintió que tenía la boca seca.
—¿Cuántos hay, señora Grendon?
En aquel momento vio cómo las hierbas altas se movían y se aplastaban hacia un lado, casi junto a ellos y no pudo contener un grito de alarma. Quitándose rápidamente una de sus botas de montar dio con ella un golpe circular sobre las hierbas, cerca del suelo, y la bota chocó contra algo. Casi al mismo tiempo recibió un impacto en el muslo que le hizo perder el equilibrio. Cayó hacia atrás, pero a pesar del dolor del golpe se puso de nuevo en pie de un brinco.
La señora Grendon había cambiado de aspecto. Las comisuras de los labios se le habían hundido hacia abajo, como si fueran a caérsele de la boca. También se le habían hundido los hombros. Un intenso rubor le subió a las mejillas y luego desapareció todo color al mismo tiempo que su cuerpo empezaba a perder volumen, como si fuera un balón de goma al que han dado un pinchazo.
Gregory cayó de rodillas, sollozando, enterró la cara en las manos y se inclinó sobre la hierba, hasta tocar el suelo con los codos. Luego, las tinieblas. Debió de estar sin sentido sólo unos instantes, porque cuando se incorporó de nuevo el saco vacío de ropas que eran ya los vestidos de la mujer estaba cayendo aún lentamente sobre las hierbas.
—¡Joseph, Joseph! —gritó, presa de desesperación. Nancy no estaba por ningún lado. Con una extraña mezcla de pánico y de furia se puso su bota de nuevo y corrió dando vuelta a la casa hacia el cobertizo de los establos.
Neckland estaba de pie a media distancia entre el granero y el molino, frotándose el cráneo con tina mano. En su estado de confusión, el ver a Gregory, que aparentemente venía tras él, le hizo salir corriendo.
—¡Neckland! —le gritó Gregory y echó a correr detrás del otro, para alcanzarle.
El mozo se dirigió hacia el molino, se metió dentro, intentó cerrar la puerta sin conseguirlo y, perdido ya todo control, se lanzó escaleras arriba. Gregory le llamó de nuevo a gritos.
Aquella carrera absurda les llevó a los dos hasta lo alto de la construcción. Neckland ya no parecía saber lo que hacía, de modo que no pensó siquiera en bajar la trampilla que había al final de las escaleras. Gregory subió detrás de él jadeando. Al verle aparecer, Neckland retrocedió hacia el espacio abierto, hasta quedar casi fuera, sobre la pequeña cornisa que había por encima de las aspas.
—¡Vas a caerte, imbécil! —le gritó Gregory—. Escucha, Neckland, no tienes ninguna razón para temerme. No quiero que haya más enemistad entre nosotros. Hay aquí un enemigo mayor que tenemos que combatir. ¡Mira!
Avanzó hacia la puerta abierta y bajó los ojos hacia la superficie del estanque. Neckland se agarró con las dos manos a la polea de seguridad y no dijo nada.
—Mira ahí, en el estanque —le dijo Gregory—. Ahí es donde viven los aurigas, desde que cayeron del cielo. ¡Dios mío, Bert, mira! Ahí va uno ahora.
La urgencia de su acento hizo que el mozo de la granja siguiera con la vista la dirección en que Gregory estaba señalando. Y juntos, los dos hombres pudieron ver cómo se formaba una depresión sobre la superficie líquida. El agua oscura pareció apartarse y aparecieron unas cuantas ondas en torno, hacia los lados. Aproximadamente en el centro del estanque la depresión se convirtió en un remolino, que se aquietó al cabo de unos instantes, y las ondas fueron desapareciendo, hasta que todo quedó tranquilo de nuevo.
—Ahí va tu fantasma, Bert —le dijo Gregory, casi sin aliento—. Ese debe ser uno de los que acaban de sorberse a la pobre señora Grendon. ¿Ahora, me crees?
—Nunca he oído de fantasmas que viviesen debajo del agua —respondió Bert, jadeando también, pero todavía obstinado.
—Los fantasmas nunca han hecho daño a nadie. Nosotros en cambio, ya tenemos varios ejemplos de lo que son capaces de hacer estas cosas horribles. Vamos, Bert, démonos la mano, y entiende de una vez que yo no te guardo ningún rencor. ¡Anda, hombre! Ya sé lo que sientes por Nancy, pero ella tiene que ser libre de decidir qué es lo que prefiere en la vida.
Al fin se dieron la mano y sonrieron.
—Ahora tenemos que ir y decirle al granjero lo que hemos visto —dijo Neckland por fin—. Estoy seguro de que fue una de esas cosas la que le hizo a «Lardie» lo que le ocurrió anoche.
—¿«Lardie»? ¿Qué es lo que le ha pasado? Ya me di cuenta que no la había visto hoy.
—Lo mismo que les pasó a los cochinillos. La encontré desinflada dentro del pajar. No quedaba de ella más que la piel. ¡Nada. dentro! Como si la hubieran chupado toda.
A Gregory le costó más de veinte minutos reunir el consejo de guerra que había planeado en su mente.
Todos se congregaron por fin en la casa de la granja, en la habitación que servía de sala. Para entonces Nancy ya se había recobrado un poco del shock que le había producido la muerte inesperada de su madre y se sentó en una butaca con un chal echado por encima de los hombros.
Su padre estaba de pie, cerca de ella, con los brazos cruzados sobre el pecho y la expresión impaciente, mientras que Bert Neckland se quedó cerca de la puerta. Sólo faltaba Grubby. El granjero le había ordenado que continuara limpiando la zanja.
—Voy a intentar una vez más convenceros de que estáis todos en grave peligro —empezó diciendo Gregory—. No queréis verlo por vosotros mismos. En el presente somos todos como animales acorralados. ¿Se acuerda, Joseph, de aquel extraño meteoro que cayó del cielo durante el invierno? ¿Y de aquel rocío que olía tan mal, a principios de la primavera? Estaban relacionados el uno con el otro y siguen estando relacionados con todo lo que está ocurriendo ahora. El meteoro era una máquina interespacial, no sabemos de qué clase, pero lo que es indudable es que nos trajo consigo una especie nueva de vida, que no es que sea realmente hostil a la vida terrestre, sino más bien indiferente a ella. Las criaturas que vinieron en esa máquina y que yo llamo aurigas, son las que esparcieron el rocío sobre los terrenos de la granja. Era un acelerador del crecimiento, una especie de estiércol o de fertilizante que es capaz de aumentar el desarrollo vital de las plantas y de los animales.
—¡Tanto mejor para nosotros! —interrumpió Grendon.
—No lo crea. Todo crece de una manera salvaje, es cierto, pero el gusto que tiene ha sido alterado para complacer el paladar de esas cosas que viven ahí fuera, en el estanque. Usted no puede vender nada de esto que se produce aquí. Nadie comería sus huevos, ni su leche, ni su carne… Tienen un sabor horrible.
—Eso es una tontería. Los venderemos en Norwich. Nuestros productos son mejores que nunca. Los comemos nosotros, ¿no es cierto?
—Sí, Joseph, ustedes se los comen. Pero todos los que comen en su mesa están condenados de antemano. ¿No comprende? Todos ustedes están «fertilizados», lo mismo que sus cerdos y sus gallinas. Su propiedad ha sido convertida en una supergranja para atender a las necesidades de los aurigas. Todos ustedes son carne comestible para ellos.
Hubo un silencio en el cuarto, hasta que Nancy dijo con voz débil:
—Tú no crees eso, ¿verdad?
—Supongo que fueron esas criaturas invisibles las que le contaron todo esto —dijo Grendon, con voz truculenta.
—Juzgue por los hechos, Joseph, como hago yo. Su mujer…, tengo que ser brutal; su mujer fue devorada por ellos, lo mismo que los cochinillos y los perros. Como todo lo demás será devorado a su tiempo. Los aurigas no son siquiera caníbales. No son como nosotros. No les importa que tengamos alma o inteligencia, como a nosotros no nos importa que la tengan o no las vacas.
—Nadie me va a comer a mí —dijo Neckland, que se había puesto bastante pálido.
—¿Y cómo vas a impedirlo? Son invisibles y creo, por lo que hemos visto, que pueden atacar como las serpientes. Son acuáticos y no creo que tengan más de dos pies de alto. ¿Cómo piensas que vas a protegerte? —Se volvió hacia el granjero—. Joseph, el peligro es muy grande, y no sólo para nosotros, los que estamos aquí. Al principio puede que no nos hubieran hecho ningún daño mientras nos estaban tomando la medida, por decirlo así. De lo contrario, yo hubiera muerto el día que me metí en el estanque en su bote. Pero en el presente no cabe ya duda alguna sobre sus intenciones. Le suplico que permita ir hasta Heigham para avisar desde allí al jefe de la policía local de Norwich, o cuando menos a la milicia del condado, para que vengan a ayudarnos.
El granjero movió lentamente la cabeza y apuntó un dedo a Gregory.
Pronto ha olvidado las conversaciones que hemos tenido, vecino; todo eso sobre la próxima venida del socialismo y cómo los poderes del Estado iban a esfumarse en la nada. Y ahora, en cuanto tenemos un poco de problemas, ya quiere llamar a las autoridades. Aquí no pasa nada que unos cuantos perros fieros, como era mi vieja «Cuff», no puedan dominar. No digo que no voy a conseguirme un par de perros así, pero me toma por un tonto si cree que voy a hacer venir las autoridades. ¡Buen socialista me está usted resultando!
—¡Eso tiene nada que ver ahora! —exclamó Gregory, un tanto molesto—. ¿Por qué no dejó que Grubby viniese aquí con todos? Si usted mismo fuera un verdadero socialista, trataría a sus hombres de la misma manera que se trata a sí mismo. En lugar de ello, le deja fuera, en la zanja. Yo quería que él también escuchase esta discusión.
El granjero se inclinó hacia él por encima de la mesa con aire amenazador.
—¡Ah, sí! ¿De veras? ¿Desde cuándo es ésta su granja? Y en cuanto a Grubby, puede ir y venir como le plazca cuando estas tierras sean suyas, pero no antes. Ponga eso en su pipa y fúmesela con atención, vecino. ¿Quién se ha creído usted que es? —Aún se movió un poco más en dirección a Gregory, contento de poder dar rienda a sus miedos con aquella explosión de cólera—. Está usted intentando asustarnos a todos los que vivimos en este trozo de tierra, ¿no es eso? Bueno, pues sepa que los Grendon no son de los que se asustan fácilmente. Ahora soy yo quien va a decirle algo: ¿Ve bien esa escopeta que hay colgada en la pared? Pues de ahora en adelante va a estar cargada. Y si no ha dejado esta granja antes del mediodía no va a estar ya en la pared, sino aquí, entre mis manos, para meterle una perdigonada donde más va a dolerle.
—No puedes hacer eso, padre —exclamó Nancy en ese momento—. Tú sabes bien que Gregory es un buen amigo tuyo.
—¡Por el amor del cielo, Joseph, mire dónde está su verdadero enemigo! —le interrumpió Gregory—. Bert, dile al señor Grendon lo que acabamos de ver en el estanque. Anda, díselo.
Neckland no deseaba en absoluto verse mezclado en aquella discusión. Se rascó la cabeza, se quitó el pañuelo moteado de rojo y blanco que llevaba atado alrededor del cuello para secarse con él la cara y murmuró al fin:
—Vimos una especie de ondas en el agua; pero yo no vi nada realmente, señor Gregory. Quiero decir, podía haber sido el viento también, ¿no es así?
—Ahora ya está advertido, Gregory —repitió el granjero—. Fuera de mis tierras antes de que el sol marque el mediodía, y con usted esa yegua suya, o no respondo de lo que pase.
Con estas palabras finales salió de la casa, con Neckland a sus talones.
Nancy y Gregory se quedaron mirándose el uno al otro. Él le cogió las manos y vio que las tenía frías.
—Tú crees lo que yo estaba diciendo, ¿verdad, Nancy?
—¿Por eso la comida tenía unos días aquel sabor tan extraño, y luego parece que nos hemos acostumbrado?
—Es que entonces vuestros organismos no estaban aún adaptados al veneno. Ahora ya lo están. Os están cebando, Nancy, lo mismo que se ceba al ganado. ¡Estoy convencido de ello! Temo por ti, cariño mío, temo tanto… ¿Qué es lo que vamos a hacer? Vente a Cottersall conmigo. La señora Fenn tiene otro cuarto libre en el piso de arriba; estoy seguro que nos lo alquilaría.
—¡Ahora estás diciendo tonterías, Greg! ¿Cómo puedo hacer eso? ¿Qué es lo que iba a decir la gente? No, lo mejor es que tú te vayas ahora y dejes que pase la tormenta. A mi padre se le pasará la furia y si vuelves mañana estoy segura de que le encontrarás mucho más calmado, porque pienso esperarle esta noche para hablarle de ti. Ahora está medio enloquecido de dolor y no sabe lo que dice.
—Está bien, cariño. Pero evita salir fuera tanto como puedas. Los aurigas no han venido dentro aún, por lo que sabemos, y estarás más segura aquí. Cierra todas las puertas y echa las persianas cuando vayas a acostarte. Y que tu padre traiga el rifle al subir.
Las tardes iban alargándose a medida que se aproximaba el verano y Bruce Fox llegó a casa antes de la puesta del sol. Al saltar de su bicicleta se encontró con que su amigo Gregory le estaba ya esperando.
Entraron juntos, y mientras Fox se tomaba una copiosa merienda, Gregory le puso al corriente de todo lo que había sucedido en la granja durante el día.
—Estás metido en un buen lío —le dijo Fox—. Mira, mañana es domingo. No iré a la iglesia y te acompañaré. Necesitas ayuda.
—Joseph puede disparar contra mí. Seguro que lo hará si me ve llegar con un extraño. Pero puedes ayudarme esta noche si me dices dónde puedo comprar en seguida un perro joven para que proteja a Nancy.
—Tonterías. Iré contigo. No puedo soportar oír todo esto de segunda mano, de todas formas. Compraremos un perro, eso sí. El herrero tiene toda una camada de la que quiere desprenderse. ¿Has pensado en algún plan?
—¿Algún plan? No, realmente no he pensado.
—Pues tienes que estudiar un plan. Grendon no se asusta fácilmente, según me has dicho.
—Me imagino que está bastante asustado, a pesar de todo. Eso dice Nancy. Lo que le pasa es que no tiene imaginación bastante para pensar qué puede hacer, excepto seguir trabajando con todas sus fuerzas.
—Escúchame, conozco a estos granjeros. No creen en nada que no puedan ver con sus propios ojos. Lo que tenemos que hacer es enseñarle un auriga.
—¡Oh, magnífico, Bruce! ¿Y cómo cogemos uno?
—Poniéndole una trampa.
—No te olvides de que son invisibles… ¡Eh, Bruce, por Júpiter, tienes razón! Acaba de ocurrírseme una idea. Mira, no tenemos que preocuparnos de nada más si podemos atrapar uno. Porque entonces podemos atraparlos a todos, no importa cuántos sean, y acabar con ellos cuando los hayamos cogido.
Fox sonrió por encima del trozo de pastel de cerezas que estaba a punto de comerse.
—Estamos de acuerdo, supongo, en que estos aurigas han dejado de ser ya socialistas utópicos, ¿no es eso?
Les ayudaría mucho, pensó Gregory, tratar de imaginar el aspecto que podía tener aquella forma extraña de vida. El libro sobre las serpientes había sido un feliz hallazgo, porque no sólo le daba una idea de cómo los auriga debían de ser capaces de digerir su presa tan rápidamente, sorbiendo aquella especie de gelatina en que convertían a sus víctimas, sino que también podía proporcionarle un indicio de su apariencia. Para poder vivir dentro de aquella máquina espacial tenían que ser bastante pequeños y probablemente semiacuáticos. Todo contribuía a sugerir una imagen bastante extraña de aquellos seres: la piel quizá con escamas, como la de los peces, grandes pies con membranas como los de los sapos, un cuerpo corto y achatado y una cabeza pequeña con dos grandes colmillos en la mandíbula. ¡No cabía duda de que su invisibilidad ocultaba unos enanos verdaderamente espantosos!
Mientras la macabra visión pasaba por su mente, Gregory y Bruce estaban ocupados preparando su trampa. Afortunadamente, Grendon no había ofrecido resistencia a que entrasen en la granja. Lo que Nancy le había dicho había surtido, sin duda, buen efecto. Además, el granjero acababa de sufrir un nuevo shock: aquella misma mañana cinco gallinas habían quedado reducidas a poco más que plumas y pellejo delante mismo de sus ojos, y como consecuencia de ello estaba apático e indiferente a cuanto sucedía a su alrededor. Ahora se había marchado a un campo distante y estaba allí trabajando, de modo que los dos jóvenes pudieron dedicarse a sus preparativos con tranquilidad…, aunque no sin dirigir de vez en cuando una mirada inquieta al estanque. Nancy, preocupada, les observaba desde una ventana de la casa.
Tenía a su lado un corpulento perro de ocho meses, que Gregory y Bruce habían traído con ellos y que se llamaba «Gyp». Grendon había conseguido, por su parte, dos feroces lebreles de otro granjero del contorno. Estos enormes brutos de fauces abiertas estaban atados por cadenas largas a un poste. Esto les permitía patrullar el terreno que quedaba entre el abrevadero de los caballos y el estanque, en el lado oeste de la casa, casi hasta el grupo de álamos y el puente que comunicaba con los campos de ese lado. Ambos ladraban terriblemente la mayor parte del tiempo, causando una gran inquietud entre los otros animales de la granja, que expresaban su nerviosismo con toda clase de gruñidos, mugidos y cacareos, creando una barahúnda infernal en aquellas horas de la mañana, cerca ya del mediodía.
Los perros iban a representar un grave problema, dijo Nancy, porque se negaban a tocar nada de la comida que la granja podía proporcionarles. Confiaban en que se decidirían a engullirla cuando tuviesen suficiente hambre.
Grendon había colocado una gran plancha de madera junto a la verja de la entrada, y en ella había pintado un aviso prohibiendo el paso.
Armados con horcones de apalear el heno, los dos jóvenes acarrearon varios sacos de harina del molino y los fueron colocando en posiciones estratégicas a lo largo del patio, hasta la verja. Gregory trajo de los establos una ternera atada a una soga, para lo cual tuvo que pasar frente a los mismos dientes de los perros de guarda, que no cesaban de ladrarle. Confió que serían tan hostiles a los aurigas como estaban demostrando serlo a los seres humanos.
Estaba tirando de la ternera por el patio, cuando apareció Grubby.
—Mejor será que no te acerques, Grubby. Estamos intentando atrapar alguno de los fantasmas.
—Si yo cojo uno, voy a estrangularle; eso se lo prometo.
—Hazlo con un horcón y será más eficaz. Esos monstruos son muy peligrosos a corta distancia.
—Yo soy fuerte, no se preocupe. ¡Voy a estrangular a uno!
Y para demostrar su fuerza, se subió la manga gastada de la camisa por encima del codo y enseñó a Gregory y a Fox sus enormes bíceps. Al mismo tiempo meneó su enorme cabezota y sacó la lengua todo lo que pudo, sin duda para mostrar gráficamente algunos de los efectos de la estrangulación.
—Tienes unos brazos espléndidos —convino Gregory—. Pero escúchame, Grubby, tengo una idea aún mejor. Vamos a matar a este fantasma con los horcones. Si quieres unirte a nosotros, anda y ve a buscar uno para ti en el pajar.
Grubby le contempló con expresión astuta y se acarició la garganta con la mano.
—Lo haré mejor por el cuello. Siempre he querido estrangular a alguien.
—¿Por qué habías de querer hacer eso, Grubby?
El campesino bajó la cabeza.
—Siempre he querido saber lo difícil que resulta. Soy muy fuerte, ya lo ve. Me he hecho así de fuerte cuando era muchacho, estrangulando lo que hacía falta aquí…, pero nunca hombres; sólo ganado.
Dando un paso atrás, Gregory le dijo:
—Esta vez, Grubby, con el horcón.
Y para resolver definitivamente la cuestión, fue él mismo hasta el pajar, cogió uno y se lo puso a Grubby en las manos.
—Bueno, continuemos —dijo Fox.
Ya estaban listos para comenzar su plan. Fox y Grubby se agacharon dentro de la zanja, uno a cada lado de la puerta, con los horcones preparados. Gregory vació el primer saco de harina sobre la tierra del patio, justo delante de la verja de modo que cualquiera que intentara abandonar la granja tuviera que pasar sobre el polvo blanco. Luego, condujo a la ternera hacia el estanque.
El pobre animal dejó oír un mugido lastimero, al que contestaron la mayor parte de las bestias que estaban cerca. Los pollos y las gallinas se desparramaron corriendo por el patio, bajo los débiles rayos del sol, como si hubieran enloquecido.
Gregory sintió que el sudor le corría espalda abajo, aunque su piel estaba helada por dentro, con la angustia de la expectación.
Dándole una palmada en el lomo obligó a la ternera a entrar en el agua. Allí se quedó un momento la pobre bestia temblorosa, hasta que Gregory la arrastró de nuevo fuera y la condujo lentamente a través del patio, por delante del molino y el granero, que quedaban a su derecha y más allá del abandonado lecho de flores de la señora Grendon, hasta cerca de la entrada, donde esperaban sus aliados.
A pesar de su determinación de no hacerlo, no pudo evitar volver la cabeza mientras caminaba, para mirar hacia el estanque y ver si algo le venía siguiendo.
Condujo a la ternera a través del arco de la verja y se detuvo allí. Sobre la alfombra de harina blanca, esparcida por el suelo, no se veían más huellas que las suyas y las de la ternera.
—Inténtalo otra vez —le aconsejó Fox—. Quizá estén echándose una siesta.
Gregory repitió de nuevo toda la operación y luego una tercera y una cuarta vez, deteniéndose a igualar la harina a cada viaje, después de haber pasado sobre ella.
Vio que Nancy le observaba con aire preocupado desde una de las ventanas de la casa. Y a cada viaje que hacía se iba sintiendo más nervioso con la tensión de la espera.
Sin embargo, cuando sucedió al fin, le cogió por sorpresa. Acababa de traer por quinta vez la ternera hasta el portillo cuando un grito de Fox vino a unirse al coro de los animales. El estanque no había mostrado ninguna ondulación especial de las aguas, de modo que el auriga debía llegar sin duda de dar una vuelta de inspección por la granja. De repente, sus huellas de palmípedo se marcaron sobre la harina.
Lanzando un grito de excitación, Gregory dejó caer la soga por la que llevaba a la ternera y se echó a un lado rápidamente. Cogió uno de los sacos que había depositado junto a la verja y empuñándolo por el fondo lanzó su contenido blanco sobre la figura invisible que avanzaba.
Fue como una bomba de harina que explotase sobre el auriga, revelando sus contornos como si le hubieran dibujado con un yeso. Gregory no pudo reprimir un grito de horror al ver las formas horribles de la extraña criatura envueltas en un remolino de polvo blanco. Era sobre todo su tamaño lo que le asustó; aquella cosa de espanto, sin semejanza alguna con la naturaleza humana era demasiado grande para las proporciones terrenas: tres metros de alto, quizá, o tal vez cuatro. Con aspecto imponente y una extraordinaria rapidez de movimientos, avanzó hacia Gregory agitando sus innumerables brazos.
A la mañana siguiente, el doctor Crouchorn y su sombrero negro de seda aparecieron junto a la cabecera de la cama de Gregory, dieron las gracias a la señora Fenn por traerle un poco de agua caliente y se concentraron en cambiar los vendajes de la herida que Gregory tenía en la pierna.
—Tuvo suerte de veras, dadas las circunstancias —le dijo el anciano—. Pero si quiere que le dé un buen consejo, señor Rolles, lo mejor será que deje de visitar la granja de los Grendon. Es un sitio maléfico y no le va a traer nada bueno el ir por allí.
Gregory asintió con la cabeza. No le había contado nada al doctor, excepto que Grendon había llegado corriendo y le había disparado en una pierna. Lo que no dejaba de ser cierto; sólo que dejaba fuera el resto de la historia.
—¿Cuándo podré levantarme, doctor?
—¡Oh, la carne joven cicatriza pronto! De lo contrario, los enterradores serían ricos y los médicos pobres. Dentro de unos pocos días estará como nuevo. Vendré a verle otra vez mañana, de todas formas. Hasta entonces, lo mejor es que se quede quieto, tendido de espaldas, y sin mover esa pierna.
—Supongo que no habrá inconveniente en que escriba una carta; ¿verdad, doctor?
—Supongo que no hay inconveniente, joven.
En cuanto se hubo marchado el doctor Crouchorn, Gregory cogió pluma y papel y escribió unas líneas apresuradas a Nancy. En ellas le decía cuánto la quería y que no podía soportar la idea de que continuara en la granja. Que no podría verla durante unos pocos días a causa de su herida en la pierna; y que debía venir inmediatamente con lo que le hiciese más falta en una maleta, montando a «Hetty» si era necesario, y quedarse en la posada de El Viajero, donde había un cuarto de huéspedes por el que él pagaría. Si verdaderamente le quería un poco, no debía vacilar un instante. Terminaba diciendo que por favor le enviase un mensaje desde la posada tan pronto como estuviera instalada allí.
Leyó dos veces con satisfacción lo que acababa de escribir, firmó y añadió besos. Llamó a la señora Fenn valiéndose de una campanilla que ella le había dejado con este fin.
En cuanto apareció, le dijo que entregar aquella carta era una cuestión de suma urgencia. Quería confiársela a Tommy, el aprendiz de panadero, para que la llevara aquella misma mañana en cuanto terminase con el reparto del pan. Le daría un chelín por sus servicios. La señora Fenn no se mostró demasiado entusiasmada al oírle, pero con un poco de adulación consiguió al fin convencerla de que hablara con Tommy. La mujer dejó el cuarto con la carta y el chelín en las manos.
Inmediatamente, Gregory comenzó otra carta, esta vez dirigida a H. G. Wells. Hacía ya algún tiempo que no se había comunicado con él, y como consecuencia tuvo que hacer en esta ocasión un informe bastante largo. Pero paso a paso, llegó por fin a los acontecimientos del último día:
… Tan horrorizado me sentí por la aparición del auriga que me quedé allí petrificado, sin poder moverme, mientras la harina volaba por el aire. ¿Cómo poder explicarle con exactitud a usted, que es sin duda la persona más interesada en este suceso vital en todas las Islas Británicas, el aspecto que tenía el monstruo? Mis impresiones fueron, como es natural, breves y confusas, pero el principal inconveniente que encuentro para su descripción es que no hay nada semejante a esta criatura en toda la Tierra.
Podría decirse que tenía el aspecto de un enorme ganso, con el cuello casi tan grueso como el resto del cuerpo, o todo el cuello, depende de cómo se mire. Al final de este cuello no había cabeza sino un manojo terrible de brazos de formas diversas, un verdadero nido de tentáculos, antenas y látigos, como si un pulpo se hubiera enzarzado con una medusa de su mismo tamaño, con unas cuantas patas de langosta y radios de estrella de mar. ¿Le parece que suena ridículo? Sólo puedo jurarle que cuando se precipitó sobre mí, tenía por lo menos dos veces mi estatura y su vista era demasiado aterradora para ser contemplada por ojos humanos, a pesar de que no llegué a verlo completamente. ¡Tan sólo su forma bajo la capa de harina que se había adherido a él!
Sin duda es lo último que hubiera visto en vida, a no ser por Grubby, el mozo de granja que ya he mencionado en alguna otra ocasión anterior.
Al mismo tiempo que yo arrojaba la harina sobre el monstruo, Grubby lanzó un grito y se precipitó hacia delante, dejando caer su horcón. Cuando la horrible criatura se abalanzó sobre mí, él saltó sobre ella. Esto descompuso nuestro plan, que era que él y Bruce le atacasen a muerte con sus horcones. En lugar de eso, Grubby le agarró con ambas manos tan alto como pudo y empezó a apretar con toda la fuerza de sus músculos poderosos. ¡Qué lucha tan terrible! ¡Qué combate tan espantoso!
Recobrando el dominio de sí mismo, Bruce avanzó sobre el monstruo con su horcón. Fue su grito de guerra el que consiguió despertarme de mi letargo y devolverme a la acción. Corrí a coger el horcón que Grubby había dejado caer y cargué a mi vez contra el monstruo. ¡Aquel ser tenía brazos para todo nosotros! Golpeaba con ellos en todas direcciones y estoy convencido de que algunos de sus tentáculos estaban armados con dientes llenos de veneno, porque vi avanzar uno de ellos hacia mí con la boca abierta como la de una serpiente. No tengo que insistir en el peligro que corrimos los tres, si le recuerdo que el efecto de la harina era sólo parcial y que había, por tanto, seguramente, otros brazos invisibles agitándose en torno nuestro.
Nuestra salvación fue que el auriga era más bien cobarde. Vi cómo Bruce le pinchaba con fuerza y un segundo después conseguí atravesar uno de sus pies con mi propio horcón. Inmediatamente se dio a la fuga. Grubby cayó de espaldas. El monstruo corría a una velocidad prodigiosa en dirección al estanque. ¡Bruce y yo salimos en su persecución! Y todos los animales de la granja nos hicieron coro con sus gritos.
Al mismo tiempo que se metía en el agua le clavamos nuestros horcones, pero nadaba rápidamente y luego se sumergió, dejando tras sí sólo unas cuantas ondas con espuma de harina.
Nos quedamos mirando al agua por un momento y luego, de común acuerdo, regresamos en busca de Grubby. Lo encontramos boca arriba y tan desfigurado que casi era imposible reconocerle. Estaba muerto. El auriga debió de morderle con sus colmillos venenosos tan pronto como se sintió atacado. Grubby tenía la piel hinchada y relucía con un brillo extraño. Se había vuelto de color carmín intenso, y su forma no era más que la caricatura grotesca de su cuerpo humano. Toda su carne se había transformado en líquido bajo la acción rápida del veneno del auriga. No era más que una enorme vejiga hinchada, con la forma de un hombre.
Tenía algunas marcas en el cuello y en lo que había sido su rostro y de estas marcas, abiertas, manaba su sustancia, hasta que se fue desinflando lentamente sobre su lecho de polvo y harina. Pienso que la visión de la medusa mitológica, que transformaba a los hombres en piedra, no era peor que lo que estábamos contemplando nosotros, porque permanecimos allí inmóviles, como petrificados de horror.
Fue un estampido de la escopeta de Grendon lo que nos devolvió a la realidad.
El día anterior me había amenazado con disparar contra mí si volvía a la granja. Ahora, al ver lo que habíamos hecho con sus sacos de harina y que en apariencia estábamos a punto de largarnos con una de sus terneras, disparó contra los dos. No nos quedaba otro remedio que escapar, si queríamos salvarnos. Grendon no estaba para explicaciones. Nancy salió corriendo de la casa para detenerle, pero Neckland venía también detrás de nosotros, con los dos perros feroces al extremo de sus cadenas, que sostenía con una mano.
Bruce y yo fuimos por mi yegua, que yo había dejado ensillada en previsión de lo que pudiese ocurrir. La saqué de la cuadra al trote, ayude a montar a Bruce y estaba a punto de subir yo mismo a la silla cuando escuché otro disparo y sentí un golpe abrasador en la pierna. Bruce me ayudó como pudo a montar y salimos a escape… yo casi sin sentido.
Aquí estoy ahora tendido en mi cama, pero podré caminar de nuevo dentro de un par de días. Afortunadamente, la bala no me rompió ningún hueso.
La granja parece haberse convertido en un lugar maldito. Hubo un tiempo en que pensé que podría llegar a ser incluso un nuevo Edén, en donde recoger la comida de los dioses para hombres que eran como dioses. En vez de ello, por desgracia, el primer encuentro entre la humanidad y estos seres de otro planeta ha sido desastroso, y el Edén se ha convertido en un campo de batalla para la guerra de los mundos. ¿Cómo no han de ser sombrías nuestras anticipaciones del futuro?
Antes de terminar este largo relato de los acontecimientos, debo contestar a una pregunta que me hace usted en su carta, y hacerle yo otra por mi parte.
Primero me pregunta usted si los aurigas son totalmente invisibles y me dice (voy a citar el párrafo en que me habla de ello): «Cualquier alteración en el índice de refracción de las pupilas haría la visión imposible, pero sin esta alteración, los ojos continuarían siendo tan visibles como bolitas de cristal. Para que la visión exista es necesario también que haya púrpura visual detrás de la retina y una córnea opaca. ¿Cómo se arreglan entonces para ver estos aurigas suyos?» La respuesta debe ser que probablemente se arreglan sin visión, tal como la conocemos nosotros, ya que parece que mantienen una invisibilidad total. Cómo pueden «ver», no lo sé, pero cualquiera que sea el sentido que usan para ello es muy efectivo. Cómo se comunican no lo sé tampoco, ya que aquel con el que nos enfrentamos no profirió el menor sonido cuando le atravesé el pie con mi horcón; sin embargo, se diría que sí que pueden comunicarse entre ellos. Quizá al principio trataron de comunicarse incluso con nosotros, por medio de un sentido misterioso del que nosotros carecemos, y al no obtener respuesta por parte nuestra, debieron pensar que somos tan estúpidos como algunos de nuestros animales. ¡Si fue así, qué gran tragedia!
Ahora, por lo que se refiere a mi propia pregunta: Ya sé, señor, que sus ocupaciones crecen a medida que aumenta su fama; pero tengo la certeza de que lo que está sucediendo aquí, en West Anglia, es de importancia capital para el mundo y para nuestro futuro. ¿Podría aceptar el hacer aquí una visita? Encontraría alojamiento confortable en cualquiera de nuestras dos posadas y el viaje en ferrocarril hasta aquí, aunque un poco aburrido no es demasiado malo. No le sería difícil tomar la diligencia que hace el viaje regular entre la estación de Heigham y Cottersall, que sólo queda a ocho millas. Así podría echar una ojeada a la granja de Grendon y quizá, con un poco de suerte, incluso a uno de nuestros visitantes interestelares. Me doy cuenta que los relatos que yo le hago le divierten tanto como le interesan, pero puedo jurarle que no exagero ni un solo detalle. ¡Dígame que puede venir!
Si necesita algún argumento de persuasión, piense en el gran placer que proporcionaría con ello a su sincero admirador,
Gregory Rolles.
Releyó la larga epístola de arriba abajo, borró de ella un par de adjetivos que le parecieron superfluos y se recostó sobre su almohada, satisfecho. Tenía la sensación de estar participando aún en la lucha, aunque sin intervenir en ella directamente por un tiempo.
La caída de la tarde le trajo, sin embargo, noticias desalentadoras. Tommy, el chico del panadero, había ido, en efecto, hasta las cercanía de la granja de los Grendon. Pero al llegar allí, había empezado a acordarse de todos los rumores que circulaban ya en la aldea a propósito del lugar y se había quedado un rato vagando por el contorno, mientras dudaba si debía entrar o no.
De la granja llegaban a sus oídos gran cantidad de ruidos poco naturales hechos por los animales, entremezclados con martilleos, y cuando Tommy avanzó un poco, sigilosamente, y vio al granjero cubierto de hollín hasta parecer tan negro como el carbón, levantando a golpes de martillo en el patio central algo que parecía un patíbulo, perdió el poco valor que le quedaba y echó a correr por donde había venido, sin entregar la carta para Nancy.
Gregory continuó en la cama, pensando en la muchacha y preocupado por ella, hasta que la señora Fenn le trajo la cena en una bandeja. Ahora, por lo menos, estaba ya claro por qué los aurigas no había entrado en la casa de la granja. Eran demasiado grandes para poder hacerlo. Nancy estaba segura mientras no saliera; tan segura al menos como cualquiera de ellos podía estarlo en medio de aquella endiablada situación.
Se quedó dormido bastante temprano aquella noche, Pero de madrugada tuvo una pesadilla. Soñó que se encontraba en una ciudad extraña, donde todos los edificios eran nuevos y todas las gentes iban vestidas con trajes brillantes. En medio de una gran plaza crecía un árbol solitario. El Gregory del sueño estaba ligado a este árbol por una extraña relación: era él quien lo alimentaba. Era su tarea empujar a la gente que pasaba cerca del árbol contra su corteza. El árbol era un árbol de la saliva. Por su tronco liso resbalaba una gran cantidad de babas que caía de los labios rojos, en forma de hojas, que había arriba en las ramas. El árbol se hacía enorme a medida que se alimentaba con la gente, que, al ser empujada contra su superficie, pasaba a formar parte de la sustancia del árbol. La saliva salpicó a Gregory. Pero en lugar de disolverle a él también, lo que hizo es que él, a su vez, pudiese disolver todo cuanto tocaba. Extendió los brazos para rodear a la muchacha que amaba y al dirigir su boca hacia ella para besarla, vio cómo se le desprendía la piel del rostro.
Se despertó sollozando desconsoladamente, buscando a tientas la lámpara de gas que había encima de la mesilla de noche.
El doctor Crouchorn le visitó al final de la mañana y le dijo a Gregory que debía quedarse en cama al menos otros tres días, mientras se restablecían los músculos de su pierna. Gregory se quedó allí en estado de completo descontento consigo mismo. Recordando su sueño, pensó en la manera tan negligente en que se había portado con Nancy, a la que tanto amaba. La carta que le había escrito estaba aún sobre la mesa, cerca de su cama. Después que la señora Fenn le trajera la comida, decidió que tenía que ir a ver a Nancy por sí mismo. Sin probar bocado de la bandeja, se levantó de la cama y empezó a vestirse despacio.
La pierna le dolía mucho más de lo que esperaba, pero consiguió bajar las escaleras y llegar hasta la cuadra sin demasiadas complicaciones.
«Daisy» pareció encantada al verle. Le rascó el hocico y apoyó la cabeza contra la enorme mejilla del animal, lleno de gozo por estar con ella de nuevo.
—Puede que sea ésta la última vez que hagamos este viaje juntos, amiga —le dijo.
La ensilló con relativa facilidad. Pero subirse a la silla supuso un esfuerzo mucho más penoso. Al fin logró instalarse allí arriba y hombre y yegua echaron por el camino tan familiar y tan desolado que conducía hacia el nuevo dominio de los aurigas. La pierna le dolía cada vez más. En un par de ocasiones se vio obligado a detener a su montura para que se le calmasen un poco los latidos que sentía en la carne. Vio que perdía mucha sangre.
Al aproximarse a la granja comprendió lo que Tommy había contado, cuando dijo que el granjero estaba levantando un patíbulo. En medio del patio se erguía, en efecto, un poste y colgado de él había un alambre y una bombilla, de manera que el patio pudiese quedar iluminado por la noche en toda su extensión.
Vio también otro cambio: detrás del abrevadero de los caballos habían levantado una cerca de madera, que aislaba la granja del estanque. Pero la cerca tenía un boquete, como si algo la hubiese aplastado, astillando las tablas. Alguna cosa monstruosa había pasado ya por allí, con menosprecio de lo que pretendía ser una barrera.
Uno de los perros de guarda estaba atado con cadena al otro lado del portillo, ladrando con todas sus fuerzas, para consternación de las aves del gallinero. Gregory no se atrevió a entrar. Mientras permanecía fuera, pensando en la mejor forma de resolver esta nueva dificultad, la puerta de la casa se abrió unos centímetros y Nancy asomó la cabeza por la abertura. Gregory le hizo signos frenéticos para que se acercase.
Tímidamente la muchacha se acercó a la verja y le dejó pasar, sujetando al perro. Gregory la besó en la mejilla, feliz de sentir el peso de su cuerpo entre sus brazos.
—¿Dónde está tu padre?
—¡Cariño! Tu pierna, tu pobre pierna. Está sangrando todavía.
—No te preocupes de mi pierna. ¿Dónde está tu padre?
—Está en los prados del sur, creo.
—¡Bien! Voy a hablar con él, Nancy. Quiero que tú vayas dentro y empaquetes algo de ropa. Te voy a llevar conmigo.
—No puedo dejar a padre solo.
—Tienes que hacerlo. Voy a decírselo ahora. Mientras avanzaba por el patio cojeando, ella le llamó, atemorizada:
—¡Lleva la escopeta! No se separa de ella. ¡Ten cuidado!
Los dos perros, arrastrando sus cadenas, le siguieron a lo largo de toda la fachada de la casa, mostrando los dientes, desagradablemente cerca de sus tobillos, ahogándose casi con sus propios collares en sus esfuerzos por llegar hasta él.
Vio a Neckland en la choza que había sido de Grubby, ocupado en serrar unas tablas. El granjero no estaba con él. Obedeciendo a un impulso, Gregory se dirigió hacia las pocilgas.
No había luz allí y Grendon estaba trabajando en la oscuridad. Al ver a Gregory dejó caer el cubo que tenía en las manos y avanzó amenazadoramente hacia el joven.
—¿De modo que ha vuelto? ¿Por qué no se queda lejos? ¿No ha leído el letrero que hay junto a la verja? No quiero verle más por aquí, vecino. Ya sé que tiene buenas intenciones y no quiero hacerle ningún daño, pero le mataré, me entiende, le mataré si vuelve a poner los pies aquí. Ya tengo bastantes preocupaciones sin que usted venga a darme más. Ahora, lárguese.
Gregory no se arredró.
—Señor Grendon, ¿está usted tan loco como su esposa antes de morir? ¿No comprende que puede encontrarse con la misma muerte que Grubby en cualquier momento? ¿Se da usted verdaderamente cuenta de lo que tiene ahí, en el estanque?
—No soy tonto. Pero suponiendo que esas cosas se coman todo lo que encuentren, incluso los seres humanos, y que hayan hecho de mi propiedad su granja, aún han de tener alguien que se cuide de ella. De manera que a mí no creo que me hagan ningún daño. Mientras me vean trabajando, no me harán nada.
—Le están cebando, ¿no lo comprende? Por mucho que trabaje, seguro que ha aumentado de peso más de cinco kilos este mes. ¿No le asusta pensarlo?
Algo del aplomo del granjero pareció fallar durante un instante. Dirigió una mirada asustada a su alrededor.
—No digo que no esté asustado. Lo que digo es que estoy haciendo lo que tengo que hacer. No somos dueños de nuestras vidas. Ahora, hágame un favor y márchese de aquí.
Instintivamente la mirada de Gregory había seguido la de Grendon. Por primera vez pudo distinguir en la semioscuridad el tamaño que habían alcanzado los cerdos. Sus lomos rebasaban la altura de las vallas. Eran casi tan grandes como terneros.
—Esta es una granja de muerte —dijo.
—La muerte es siempre el final de todos, ya sean cerdos, vacas o seres humanos.
—Muy bien, señor Grendon, usted puede seguir pensando lo que quiera. Pero no es lo que yo pienso ni voy a quedarme impasible contemplando como los que dependen de usted sufren por culpa de su locura. Señor Grendon, quiero pedirle la mano de su hija.
Durante los tres primeros días que estuvo fuera de asa, Nancy Grendon permaneció tendida en su lecho en la posada de El Viajero, próxima a la muerte. Parecía como si toda la comida ordinaria la envenenase.
Pero poco a poco, bajo los cuidados del doctor Crouchorn y el miedo a la cólera que iba a provocar en el médico si no se ponía mejor, fue recobrando las fuerzas.
—Hoy tienes mucho mejor aspecto —le dijo Gregory, cogiéndole la mano—. Pronto estarás levantada de nuevo, haciendo vida normal, una vez que tu organismo se haya limpiado de todos los alimentos malignos que estuviste comiendo en la granja.
—Greg, cariño, prométeme que no vas a volver allí. Ahora que yo estoy aquí, no tienes necesidad de ir más.
Él bajó la vista y dijo:
—Entonces no es necesario que te lo prometa, ¿no es cierto?
—Sólo quiero estar segura de que ninguno de los dos volverá allí. Padre, estoy convencida, está protegido por alguna clase de sortilegio. Siento ahora como si yo estuviese recobrando el sentido y no quiero que seas tú quien lo pierda. ¿Y si todas esas cosas nos siguieran hasta aquí, hasta Cottersall?
—Sabes, Nancy, he estado preguntándome varias veces por qué no salen nunca de la granja. Podría suponerse que una vez que han descubierto lo fácilmente que pueden derrotar a los humanos seguirían atacando a todo el mundo, o enviarían a buscar más refuerzos de los de su especie para tratar de invadirnos. Sin embargo, parecen completamente satisfechos de permanecer en ese espacio confinado.
Ella le sonrió.
—Puede que no sea tan inteligente como tú, Gregory, pero creo que tengo una respuesta para esa pregunta. No están interesados en ir a ninguna parte. Creo que son una pareja y que vienen a nuestro mundo en su máquina del espacio para tomarse unas vacaciones, lo mismo que nosotros vamos a irnos a Great Yarmouth un par de días para pasar nuestra luna de miel. Quizá ellos están también en su luna de miel.
—¡En su luna de miel! ¡Qué horrible idea!
—Bueno, pues de vacaciones entonces. Eso era lo que pensaba padre. Dice que son sólo una pareja, que han venido a la Tierra en busca de un lugar tranquilo. A la gente le gusta comer bien cuando está de vacaciones, ¿no es cierto?
Gregory se la quedó mirando con la boca abierta.
—¡Pero eso sería espantoso! Estás intentando hacer que yo les tome simpatía a los aurigas.
—¡Claro que no, cabeza de chorlito! Pero tengo la esperanza de que ellos sean simpáticos, el uno con el otro.
—Bueno, por mi parte prefiero pensar en ellos como posibles amenazas, para no equivocarme.
—Mucha más razón aún para que te mantengas alejado de donde están.
Pero mantenerse alejado no significaba dejar de pensar en ellos. Gregory recibió una nueva carta del doctor Hudson Ward, sumamente atenta y cariñosa, pero no hizo ninguna tentativa para contestarla.
Tenía la impresión que no era capaz de aceptar ninguna clase de trabajo que le alejase del contorno, aunque la necesidad de encontrar una ocupación, en vista de sus nuevos planes matrimoniales, se había hecho aún más urgente. Con la modesta pensión que le enviaba su padre no era posible que vivieran los dos, si querían tener un mínimo de comodidades. Sin embargo, no era capaz de concentrar su mente en esta clase de problemas de orden práctico. Era otra carta lo que estaba esperando y eran los horrores de la granja lo que le obsesionaba. A la noche siguiente, volvió a soñar con el árbol de la saliva.
Al atardecer pudo reunir el coraje suficiente para contarles a Fox y a Nancy lo que había soñado. Se reunieron todos en el cuartito que había en la trastienda de la posada, una habitación pequeña y acogedora, con butacas tapizadas de felpa roja. Nancy volvía ya a ser la misma de siempre. Había salido incluso a dar un paseo corto aquella misma tarde, bajo el sol.
—En mi sueño, las gentes querían entregarse al árbol de la saliva —les dijo Gregory—. Y aunque esto no podría asegurarlo, tengo la impresión de que más bien que desaparecer eran transformados en algo diferente, en algo de apariencia menos humana, quizá. En este momento me di cuenta de que el árbol estaba hecho de metal de alguna clase y que seguía creciendo más y más. Era fácil de ver, a través de la saliva, todo el sistema de estructuras y émbolos que tenía en su interior. El vapor que producía esta maquinaria salía por las ramas.
Fox se echó a reír, con cierta sorna.
—Se diría que estás describiendo la forma de las cosas en un mundo futuro, cuando incluso las plantas crezcan por medio de maquinaria. Los acontecimientos se han apoderado de tu mente, Gregory. Escucha, mi hermana piensa ir a Norwich mañana, en la carriola de su tío. ¿Por qué no vais los dos con ella? Tiene la intención de ir de tiendas y comprar algunos adornos para su traje de novia, de modo que eso puede interesarte a ti también, Nancy. Luego, podríais quedaros con el tío de Gregory un par de días. Te aseguro que te enviaré noticias tan pronto como los aurigas decidan invadir Cottersall, de modo que no te perderás nada.
Nancy se prendió del brazo de Gregory.
—Anda, vamos, por favor. Nunca he estado en Norwich más que unas horas y es una hermosa ciudad.
—No sería una mala idea —contestó Gregory, pensativo.
Tanto Bruce como la muchacha continuaron insistiendo hasta que al fin tuvo que acceder. Interrumpió la velada tan pronto como le fue cortésmente posible, dio un beso a Nancy para desearle una buena noche, y en cuanto abandonó el cuartito donde habían estado reunidos, salió a la calle y echó a andar rápidamente en dirección a la tienda del panadero. De una cosa estaba seguro: si iba a abandonar el distrito, aunque fuese por poco tiempo, antes de marchar tenía forzosamente que enterarse de lo que estaba sucediendo en la granja.
La propiedad de Grendon tenía en el crepúsculo un aspecto como no lo había tenido nunca. Sólidas vallas de unos tres metros de alto, hechas de tablas ensambladas, habían sido levantadas y barnizadas rápidamente con creosota. Su objeto era mantener la granja oculta de las miradas de los viandantes, pero su aspecto resultaba verdaderamente tétrico y desolado. Aparecían no sólo en el patio, sino a intervalos regulares a lo largo de todos los terrenos de la propiedad, de la manera más incongruente, en medio de los árboles frutales de la huerta, de las matas de helechos y del terreno baldío de los pantanos.
Un martilleo continuo, entremezclado a los lamentos de los animales, indicaba bien a las claras que aún se estaban levantando otras barreras de la misma clase.
Pero lo que daba sobre todo a la granja un aspecto irreal era la nueva iluminación. El primer poste solitario del patio tenía ahora ya cinco compañeros: uno junto a la verja, otro al lado del estanque, otro detrás de la casa principal, otro junto al cobertizo del generador y otro frente a las pocilgas. La horrible claridad amarillenta de las bombillas daba al lugar un aspecto fantástico, tétrico.
Gregory fue lo bastante avisado como para no intentar entrar por la verja.
Ató a «Daisy» a las ramas bajas de un espino que había cerca y echó a andar a pie rodeando la cerca para entrar en la propiedad por los prados del sur.
Mientras se dirigía desde allí hacia los lejanos cobertizos exteriores pudo observar lo diferentes que eran los terrenos de la granja de los otros que la circundaban. El maíz estaba ya tan alto que, agitado por la brisa nocturna, producía un murmullo casi amenazador. Los frutos habían madurado de prisa y en los arbustos de frambuesas los granos eran tan gordos como melocotones.
Los montones de estiércol eran gigantescos y brillaban de manera extraña bajo el lejano reflejo de las luces.
En la huerta crujían los árboles frutales, agobiadas sus ramas bajo el peso de aquellos balones inmensos que eran las manzanas. Una de ellas se desprendió de su pedúnculo y cayó al suelo con un chasquido sordo y blando, de pulpa madura. Todo en la granja parecía resonar, hasta el punto de que Gregory se detuvo en su marcha para escuchar.
Se estaba levantando viento. Las aspas del viejo molino chirriaron al empezar a dar vueltas. En el cobertizo de la maquinaria, el generador continuaba bombeando su energía con su golpear monótono. Los perros no cesaban de ladrar, y a ellos se unía como fondo el coro de todos los otros animales.
Se acordó del árbol de la saliva. Aquí, lo mismo que en su sueño, era como si la agricultura se hubiese convertido en industria y los impulsos de la naturaleza hubiesen sido transformados por el nuevo dios de la ciencia.
De la corteza de los árboles brotaba el vapor oscuro de las nuevas fuerzas desconocidas.
Se estimuló a sí mismo para continuar adelante. Avanzando con precauciones por entre los espacios de luz y de sombras que creaban las luces de las bombillas, llegó hasta cerca de la puerta trasera de la casa. Había una linterna, encendida en la ventana de la cocina. Mientras Gregory calculaba su próximo movimiento se oyó un ruido de vidrios rotos.
Con cuidado avanzó hasta el otro lado de la ventana y echó una ojeada al interior por la puerta entreabierta. Desde el vestíbulo le llegó la voz de Grendon, en un tono curiosamente apagado, como si el hombre estuviese hablando consigo mismo.
—¡Échate ahí! No me sirves de nada. Esta es una prueba de fuerza. ¡Oh, Dios, ayúdame, deja que me pruebe a mí mismo! Tú has hecho mi tierra yerma hasta el presente: déjame que recoja ahora su cosecha. No sé lo que te propones conmigo. No quiero ser orgulloso, pero esta granja que tengo es toda mi vida. ¡Malditos, malditos sean todos ellos! Todos son mis enemigos.
Aún siguieron otras frases. El hombre hablaba como si estuviera borracho. Empujado por una fascinación morbosa, Gregory avanzó por las baldosas de la cocina hasta la puerta que comunicaba con la otra habitación. Miró por ella y pudo ver al granjero, que estaba de pie, en medio de la estancia.
Había una vela encendida sobre la repisa de la chimenea apagada y su luz temblorosa se reflejaba en la tosca porcelana de dos figuras de animales a sus lados. Sin duda había desconectado la electricidad de la casa con objeto de dar más fuerza a las luces que había puesto fuera.
Grendon estaba con la espalda vuelta hacia Gregory. Una de sus mejillas enjutas con barba de varios días, quedaba iluminada por la luz de la vela. Parecía encorvado bajo el peso de lo que consideraba sus deberes y, sin embargo, contemplando ahora sus espaldas macizas bajo la chaqueta de cuero, Gregory sintió una cierta admiración por la independencia de aquel hombre y por el misterioso carácter que se ocultaba bajo su apariencia rústica.
Vio cómo Grendon salía por la puerta del porche, sin cerrarla y se dirigía hacia el patio, Murmurando aún para sí mismo.
Dio la vuelta a la casa y se perdió de vista entre los ladridos incesantes de los perros de guardia.
El tumulto, sin embargo, no consiguió ahogar una especie de quejido cercano. Mirando con más atención en la semipenumbra, Gregory vio que había un cuerpo tendido debajo de la mesa de la sala. El cuerpo rodó sobre sí mismo, haciendo crujir algunos trozos de vidrio bajo su peso y exclamó algo confuso. Aunque no le distinguía con claridad, Gregory supo que se trataba de Neckland. Fue hasta él y le levantó la cabeza. Al inclinarse sobre el mozo de granja, su pie tropezó con un pez disecado.
—¡No me mate, compadre! —gritó Neckland—. Yo lo único que quiero es irme de aquí.
—¿Bert? Soy Gregory. Bert, ¿estás malherido?
Había sangre en el suelo. La camisa del mozo aparecía completamente desgarrada en la espalda y la carne allí y en uno de sus costados presentaba varios cortes producidos por los trozos de vidrio sobre los que había rodado. Pero más serio era un verdugón que se veía sobre su hombro y que se ponía cada vez más morado mientras Gregory lo observaba.
Neckland se pasó una mano por el rostro y habló ya en un tono más racional:
—¿Gregory? Pensé que estaba usted allá, en Cottersall. ¿Qué está haciendo aquí? De veras que va a matarle si le encuentra.
—¿Qué es lo que te ha pasado, Bert? ¿Puedes levantarte?
El mozo recobró poco a poco sus facultades. Cogió a Gregory por un brazo y le dijo en tono suplicante:
—¡No hable alto, por el amor del cielo, o volverá si nos oye y terminará de hacerme picadillo! Se ha vuelto completamente loco, dice que esas cosas del estanque están pasando aquí unas vacaciones. Casi me arrancó la cabeza de los hombros con ese bastón que lleva. ¡Suerte que la tengo dura!
—¿Por qué fue la pelea?
—Ya se lo digo, vecino; porque yo sé bien lo que está pasando aquí en esta granja. Esas cosas que hay escondidas en el estanque van a matarme y a chuparme por dentro, como hicieron con Grubby, si no me voy pronto de aquí. Así que me escurrí cuando Joseph Grendon no miraba y vine a la casa para reunir mis bártulos y mi ropa y largarme cuanto antes. El lugar entero está endemoniado, es un sitio maldito y tendría que ser derribado. ¡El infierno no puede ser peor de lo que es esta granja!
Mientras hablaba, se puso en pie, pero tuvo que apoyarse en Gregory para guardar el equilibrio. Luego se dirigió hacia la escalera, rezongando entre dientes.
—Bert —dijo Gregory—, ¿qué tal si vamos a buscar a Grendon y le sacamos de aquí? Podemos meterle en el carro y nos vamos todos.
Neckland se volvió a mirarle, el rostro perdido en las sombras de la escalera. Con una mano se estaba frotando el hombro.
—¡Inténtelo usted! —dijo.
Se dio la vuelta y continuó subiendo los escalones.
Gregory permaneció donde estaba, sin quitarle ojo a la ventana. Había venido a la granja sin tener una idea concreta de lo que se proponía hacer, pero ahora que la idea estaba ya formulada, se dio cuenta de que si quería sacar a Grendon de allí, tendría que arreglárselas solo. Y sin embargo, sentía que era su deber hacerlo. Aunque había perdido por aquel hombre el respeto que tuvo en un tiempo, aún le quedaba por él una especie de fascinación extraña, y aparte de esto, no se sentía capaz de abandonar a ningún ser humano, por perverso que fuese, para que se enfrentara solo con los horrores de la granja.
Se le ocurrió de pronto que tal vez pudiera obtener alguna ayuda de los otros granjeros del contorno, en Dereham Cottages, por ejemplo, aunque estaban bastante retirados. Si pudiese conseguir de alguna forma que Grendon no recibiese a los intrusos a perdigonazos…
El cobertizo donde estaba el generador tenía sólo una ventana alta y estaba enrejada. La construcción era de ladrillos con una puerta bastante sólida, que podía cerrarse desde fuera. Tal vez fuese posible atraer a Grendon allí dentro. Y una vez que lo tuviese encerrado, marchar a buscar ayuda.
Avanzó hasta la puerta principal, no sin cierto temor, y miró fuera, hacia las sombras confusas. Al mismo tiempo, no perdía de vista el suelo, acechando la aparición de alguna huella más peligrosa incluso que la del granjero; pero no tuvo ningún indicio de que los aurigas estuviesen activos por las proximidades en aquel momento.
Una vez cerciorado, en parte, de todo esto, salió al patio.
No había avanzado ni dos pasos cuando escuchó los gritos repentinos de una mujer. El ruido se le clavó en el pecho como una saeta y le vino a la mente la imagen de la pobre señora Grendon, enloquecida. Pero inmediatamente reconoció la voz. Era la de Nancy.
Antes de que se hubiera extinguido su eco corría ya a lo largo de la oscura fachada de la casa tan de prisa como podían llevarle sus piernas.
Sólo más tarde recordó haber tenido la sensación extraña de haber corrido contra lo que parecía un ejército gigantesco de clamores de los animales. Lo que se oía más fuerte de todo eran los gruñidos de los cerdos; cada uno de ellos parecía estar lanzando algún mensaje indescifrable, profundo e inquieto, a no se sabía dónde. Así que corrió hacia las pocilgas, cortando a través de las enormes vallas iluminadas por aquella maléfica luz amarillenta.
El estruendo allí dentro era verdaderamente ensordecedor. Cada uno de los animales parecía estar atacando como un obseso, con sus pezuñas agudas, las paredes de su encierro. Había una bombilla colgada sobre la cochinera central, y gracias a su luz, Gregory pudo ver inmediatamente lo terrible que era el cambio que había ocurrido en la granja desde su última visita.
Las marranas se habían hinchado de una manera monstruosa y sus enormes orejas colgaban contra sus carrillos carnosos como pámpanos. Sus lomos hirsutos llegaban casi hasta el techo de sus compartimentos.
Grendon estaba en pie en el extremo más distante, sosteniendo en sus brazos la forna exánime de su hija. A sus pies había un saco desparramado de comida para los puercos. Había abierto una de las compuertas de las pocilgas e intentaba pasar por ella con su carga, empujando con los hombros el lomo enorme de un animal que casi tenía su misma altura.
Al oír ruido se volvió y se quedó mirando a Gregory con una cara cuya falta total de expresión resultaba todavía más terrible que cualquier expresión de cólera.
Aún había una presencia más en el lugar. Una de las compuertas cerca de donde estaba Gregory se abrió violentamente. Las dos marranas que había dentro se apretujaron gruñendo en falsete contra las paredes al sentir la cercanía de algo con hambre devoradora. Los dos animales daban patadas al aire y todos los demás se agitaron enloquecidos con idéntico miedo.
Pero la lucha era inútil. Un auriga estaba allí, una figura invisible de muerte agitando su guadaña venenosa de la que no había escape posible.
Gregory vio cómo se extendía una mancha rosada por el lomo de una de las marranas. Casi inmediatamente su enorme corpulencia empezó a perder volumen. Se desplomó al fin, al cabo de pocos momentos, ya completamente vacía de sustancia.
Gregory no se detuvo a contemplar los detalles de la escena. Mientras ocurría, corría detrás del granjero, puesto de nuevo en acción. Estaba claro lo que pretendía hacer. Se metió en la última pocilga de la fila y depositó a su hija dentro del comedero metálico que había junto a la pared. En el acto las marranas acudieron, chasqueando las mandíbulas, en busca del nuevo manjar que se les ofrecía. Una vez con las manos libres, Grendon se dirigió hacia una repisa que había en la pared. En ella estaba su escopeta.
El clamor dentro del cobertizo había alcanzado su cenit. La marrana que había visto desaparecer a su compañera en un instante, como tragada por el aire, escapó de su encierro y echó a correr por el pasillo central. A medio camino se detuvo un momento, afortunadamente para Gregory, pues de lo contrario lo hubiera aplastado, como si se encontrase desconcertada por su nueva libertad. El edificio pareció conmoverse con la lucha de todos los otros cerdos por escapar. Cayeron algunos ladrillos, se astillaron algunas puertas. Gregory tuvo el tiempo justo de saltar hacia un lado cuando una segunda marrana consiguió abrirse paso. En un momento, el lugar estuvo lleno de una multitud de cuerpos enormes y grotescos, con el lomo erizado, empujándose unos a otros en busca de la salida.
En medio del barullo indescriptible consiguió llegar hasta Grendon, pero la estampida de los animales se cruzó entre ellos. El granjero sintió que una enorme pezuña le golpeaba el tobillo. Rezongando de dolor, se inclinó hacia delante, pero fue arrastrado y arrollado por sus criaturas. Gregory saltó como pudo al interior de un compartimento vacío antes de verse envuelto por la tromba.
Entretanto, Nancy intentaba torpemente salir de su comedero, mientras las dos bestias a las que había sido ofrecida en festín luchaban por salir al pasillo. Con la fuerza de la desesperación, y casi sin darse cuenta de lo que hacía, Gregory se izó a pulso hasta una de las vigas, se colgó de ella con una pierna hasta alcanzar a Nancy con sus brazos y la levantó hasta donde él estaba.
Allí arriba estaban a salvo por el momento, pero su seguridad no era más que temporal. A través del estrépito y el polvo pudieron darse cuenta de que los gigantescos animales estaban atrancados entre las dos salidas. El centro del cobertizo se había convertido en un campo de batalla. Los animales luchaban unos contra los otros en su empeño por intentar alcanzar el extremo opuesto de la construcción, hiriéndose entre sí y amenazando con derribar el cobertizo entero.
—Tenía que seguirte —le dijo Nancy, entre dos jadeos—. Pero padre…, no creo que me haya reconocido siquiera.
«Al menos —pensó Gregory—, no ha visto cómo le pisoteaban los animales.»
Sin poder evitarlo volvió los ojos en aquella dirección y vio la escopeta, que Grendon no había llegado a alcanzar, yacente aún sobre su repisa en el muro. Arrastrándose a lo largo de una viga transversal podía llegar hasta ella fácilmente.
Le dijo a Nancy que se quedara donde estaba y gateó por la viga, a sólo pocos centímetros por encima de los lomos de los animales enfurecidos. Por lo menos la escopeta iba a proporcionarles una cierta protección. El auriga, a pesar de todas sus horribles diferencias con los humanos, no sería inmune al plomo.
Mientras recogía la vieja arma, Gregory se sintió invadido por un deseo irrefrenable de matar a alguno de los monstruos. En aquel mismo instante le vinieron a la mente las antiguas esperanzas que había albergado sobre ellos, pensando que podían ser seres superiores, de gran sabiduría y conocimientos muy desarrollados, que llegaban de una sociedad mejor, donde un alto código de conducta regía las actividades de sus ciudadanos. Había creído que solamente a una civilización superior le sería concedido el don divino de realizar viajes interplanetarios.
Pero quizá lo contrario era cierto: quizá un objetivo semejante sólo podía ser alcanzado por especies lo bastante implacables como para no tener en cuenta ningún otro objetivo más humano. Tan pronto como pensó en esto, su mente se sintió agobiada por la visión de un vasto universo enfermo, en el cual las razas que preferían los valores del amor, la bondad y la inteligencia tenían que quedarse agazapadas para siempre en sus pequeños mundos, mientras por encima de ellos se instalaban los tiranos del universo, que podían dominarlo todo para satisfacer sus crueldades y sus ambiciones sin fin.
Volvió como pudo hasta donde estaba Nancy, arrastrándose por encima de la sangrienta batalla porcina.
Nancy señaló entonces con una mano, sin decir palabra, hasta el extremo opuesto del cobertizo, donde la puerta había saltado ya en pedazos, dejando el camino libre a la horda, que comenzó a perderse en la noche. Una de las marranas, sin embargo, cayó a tierra y al mismo tiempo que caía se puso roja y empezó a desinflarse como un saco vacío. Otra después, al pasar por el mismo sitio, sufrió una suerte semejante.
¿Estaría el auriga actuando así por furia, en lugar de hacerlo por hambre, como hasta ahora? ¿Le habrían herido los cerdos en su estampida ciega?
Gregory levantó la escopeta y apuntó. Al hacerlo vio en el aire una débil columna traslúcida. El polvo, el barro y la sangre le habían salpicado sin duda, haciéndole parcialmente visible.
Gregory apretó el gatillo.
El culatazo casi le hizo caer de su soporte. Cerró los ojos un instante, ensordecido por el ruido del disparo y apenas si tuvo conciencia de que Nancy le gritaba, cogida de su brazo:
—¡Qué hombre tan maravilloso eres! Le diste justo en el medio.
Abrió los ojos e intentó ver a través de la polvareda y el humo. La sombra semitransparente que representaba al auriga pareció vacilar. Y se desplomó al fin, entre los pellejos vacíos de las dos cerdas que acababa de sorberse, precipitando sobre el pavimento enlodado algunos fluidos corruptos. Luego, se irguió de nuevo, le vieron pasar a través de la puerta rota y se perdió en el exterior.
Durante unos minutos permanecieron los dos en lo alto de la viga, sin moverse, mirándose el uno al otro, con expresión mitad de triunfo y mitad de duda. Aparte de un cerdo malherido, el cobertizo estaba ahora completamente libre de animales. Gregory se descolgó hasta el suelo y ayudó a bajar a Nancy. Atravesaron el suelo ensangrentado y lleno de fango y salieron al aire fresco de la noche.
Más allá de las huertas se veían unas extrañas luces que brillaban en las ventanas traseras de la casa.
—¡Oh, Gregory! Está ardiendo. ¡De prisa! Tenemos que recoger todo lo que podamos. Todas las maravillosas figuritas de mi pade…
Él la retuvo con fuerza, inclinándose sobre ella al mismo tiempo que hablaba:
—¡Bert Neckland es quien hizo esto! Claro que fue él. Me dijo aún no hace mucho que este lugar tenía que ser destruido, y eso es lo que hizo.
—Apresurémonos entonces…
—No, no, Nancy. Déjalo arder. Hay por aquí ahora un auriga herido, en alguna parte. No llegué a matarle. Si esas cosas son capaces de sentir rabia, furia, despecho, van a intentar matarnos a nosotros. ¡No olvides que hay más de uno! No podemos ir hacia la casa si queremos conservar la vida. «Daisy» está justo al otro lado de la pradera, por esta parte, y en ella volveremos seguros a casa.
—¡Greg, amor mío, ésta es mi casa! —gritó la muchacha en su desesperación.
Las llamas subían cada vez más altas. Las ventanas de la cocina saltaron en una lluvia de cristales rotos. Gregory cogió en sus brazos a Nancy y la arrastró hacia el lado opuesto, gritando enloquecido:
—¡Yo soy tu casa ahora, cariño! ¡Yo soy tu casa!
Ella acabó por correr a su lado, sin protestar más y juntos llegaron hasta la barrera de hierbas altas.
Cuando estuvieron en la carretera, junto a la yegua inquieta, se detuvieron para tomar aliento y mirar hacia atrás.
La casa era ya una pura hoguera. Estaba claro que no podía salvarse nada de ella. Las chispas habían saltado hasta la construcción del molino y una de las aspas ardía también. En medio de aquella escena de catástrofe las bombillas eléctricas esparcían su luz espectral desde lo alto de sus postes. De vez en cuando, atravesaba corriendo la figura enloquecida de algún animal gigantesco. De pronto hubo como un relámpago y todas las luces eléctricas se apagaron. Sin duda, alguna de las bestias había derribado un poste en su huida. Al caer sobre el estanque, se había producido un corto circuito que había acabado con el sistema.
—¡Vayámonos! —dijo Gregory. Ayudó a Nancy a subir a la yegua. Estaba montando detrás de ella cuando comenzó a oírse una especie de trueno sordo, que fue creciendo en intensidad y cambiando de tono. De pronto, cesó totalmente. Una espesa nube de vapor se elevó sobre el estanque. Y de la nube surgió la nave espacial elevándose, elevándose…, en una visión sorprendente que les dejó casi sin respiración. Poco a poco ascendió en el cielo tranquilo de la noche, se perdió de vista por un momento y luego comenzó a brillar con un resplandor rojizo, cuando ya estaba muy alta.
Desesperadamente, Gregory intentó seguirla con la vista, pero al cabo de unos instantes desapareció por completo, perdida más allá de los frágiles confines de la atmósfera terrestre.
Sintió que le invadía una enorme tristeza, más terrible aún porque no tenía razón de ser, y luego comenzó a pensar y dejó que su pensamiento explotara en palabras:
—¡Quizá sólo habían venido aquí de vacaciones, como dijo tu padre! ¡Quizá incluso lo pasaron bien en este pequeño globo y se lo contarán así a sus amigos! Quizá el único futuro para la Tierra es el de convertirse en un lugar de turismo para millones de seres como los aurigas…
Las campanas de la iglesia desgranaban la medianoche cuando pasaron frente a las primeras casas de Cottersall.
—Iremos primero a la posada —dijo Gregory—. No puedo molestar a la señora Fenn a estas horas, pero el dueño de El Viajero nos dará comida y agua caliente para que pueda curarte esos rasguños.
—Estoy perfectamente, mi amor. Pero estaré encantada de tener tu compañía.
—Te prevengo: ¡de ahora en adelante vas a tener toda la que quieras! Y más.
La puerta de la posada estaba cerrada, pero aún se veía luz dentro. Llamaron y a los pocos instantes salió a abrirles el dueño en persona, ansioso de escuchar algunos rumores nuevos que poder contar luego a sus clientes.
—Quería decirle —añadió después de saludarles, dirigiéndose a Gregory— que hay arriba un caballero, en el número tres, que desearía hablar con usted por la mañana. Un caballero de calidad, según parece. Vino en el tren de la noche, pero sólo llegó aquí hace afina hora escasa, en la diligencia desde la estación.
Gregory arrugó el gesto.
—Mi padre, sin duda.
—Oh, no, señor. Su nombre es míster Wills, o Wells… o Walls. No he podido leer bien su firma.
—¡Wells! ¡Míster Wells! ¡De modo que ha venido, después de todo! —cogió a Nancy por las manos y se las sacudió, lleno de excitación—: Nancy, uno de los hombres más importantes de Inglaterra está aquí. No hay nadie mejor que él para escuchar nuestra historia. ¡Voy arriba para hablar con él inmediatamente!
Le dio un beso en la mejilla, echó a correr escaleras arriba y llamó con los nudillos en la puerta número tres.