—Es como hallarse en el purgatorio —había dicho Lucy a su médico.
Le acababa de visitar de mala gana porque la situación estaba empeorando tanto que ya no podía trabajar. Viuda, artista comercial independiente, podía permanecer en casa y, por lo tanto, nadie la veía cogerse la cabeza con ambas manos, quejarse y temblar sin poder dominarse.
Las noches de soledad le permitían estar despierta, tendida boca arriba y crispando las manos en el borde de las mantas para resistir al impulso de ir al cuarto de baño y tragarse toda la codeína que allí guardaba, tabletas que incluso tomadas en triple dosis no alcanzaban a atenuar el dolor que le taladraba el cerebro. Era como si éste hubiera desarrollado nervios sensoriales y sufriera algún experimento por parte de otro cerebro qué operase sobre una masa de creciente angustia.
—Migraña —había decretado el doctor.
Todos sus tratamientos y dietas habían fracasado. Lucy era tan alérgica a sustancias que se sospechaba que pudieran provocar migraña que el hecho de por sí ya era interesante. Sus dolores no respondían a ningún analgésico que él pudiese recetarle. Ni siquiera la ergotamina la aliviaba. El médico admitió, después de seis meses, que Lucy no sufría de migraña per se.
Incapaz de calentarse, a pesar de envolverse en todas las prendas de lana que poseía, de arrimarse al homo de su cocina, de beber constantemente café caliente, y de llevar una bolsa de agua caliente sobre la parte superior de sus pantalones, Lucy había sugerido al doctor que al igual que en aquellos momentos el verano inglés, aun cuando estaba terminando, era insólitamente caluroso, también era probable que en su circulación sanguínea hubiese algo anormal.
El doctor gruñó un poco, habló de neurosis y de su incurabilidad, comprobó su tensión y la despidió.
—Haga más ejercicio, si quiere. Eso no hace ningún daño. Tome vitamina B si cree que le hará algún bien, pero recuerde que en nuestra bien alimentada sociedad de hoy día, ¡nadie padece de avitaminosis!
Era un individuo de mejillas sonrosadas, con un tic nervioso en ellas y brillantes ojos claros. Un hombre saludable.
No había vuelto a él en varios meses, después de aquella consulta, pero luchó sola contra el deseo de morir. Las hojas de afeitar con las que se afeitaba el vello una vez a la semana se convirtieron en dioses menores. Rogó para que cobrasen vida y penetraran cortantes en sus venas. Nunca lo hicieron. Sus manos, retenidas por otra fuerza superior a su deseo de olvido, no podían cumplir con aquel acto.
Tenía tanto pánico a sus más profundas depresiones que llegó a pensar seriamente en tomar asiento las veinticuatro horas del día para contemplar el espacio, sintiéndose excesivamente deprimida para realizar las tareas más simples. Arrojó a un lado las amenazadoras hojas de afeitar, a la vez que deploraba el olor que despedía su cuerpo y que le parecía demasiado fuerte, un olor que penetraba en todas partes e invadía todos los rincones, incluso por encima de todos los jabones especiales que había comprado y probado. Hasta que ese olor llegó a ser parte familiar de la lenta pero progresiva decadencia que estaba apoderándose de su pequeña casa. Antes estaba casi excesivamente limpia y apabullaba a los vecinos y amigos que llegaban buscando en vano algún polvo para tranquilizar sus conciencias.
Hacía ya mucho tiempo que no la visitaban, desanimados quizá porque ella nada tenía que comunicarles excepto miserias humanas. No era la viudez la que provocaba su angustia. En su interior había otra fuerza que la sumía en el pánico, pero ignoraba qué era.
Los psiquiatras estaban fuera de lugar. Había probado con uno que la había abarrotado de píldoras de varios colores, píldoras que la dormían escandalosamente, y que en realidad le producían mayores dolores de cabeza. Los psicoanalistas eran demasiado caros y tenía tan poca fe en ellos como otras mujeres en los sacerdotes, incluso dada una religión como «creencia». En su trigésimo quinto cumpleaños entró en la cocina para hacerse una taza de café y vio escrito en la pared:
DESTINADA A LA SOLEDAD
No cabía duda de que lo había escrito ella misma, aunque no recordaba haberlo hecho. Le hubiese gustado llorar amargamente por su estado mental, salir a dar un paseo por los pantanos, y olvidar aquella tontería. Pero estaba excesivamente cansada y sabía que tal tontería, fuera lo que fuese, era demasiado pesada para olvidarla o dejarla a un lado. Visitó al doctor para decirle que estaba a punto de volverse loca.
—Está bien eso de volverse un poco loca, ¿sabe? —dijo el médico alegremente—, mientras usted lo sepa. El momento de preocuparse es cuando uno se vuelve loco sin saberlo. Ingrese en algún club.
Había intentado consolarla. Entonces ella no estaba loca. No había que preocuparse por escribir mensajes en la pared casi todas las noches, incluso cosas complicadas, de carácter secreto, tales como:
ICONOCLASTIZADA.
MISTICISMO. EL PERRO ES ROJO
Estaban escritas con el material más a mano, algunas veces con mantequilla, sobre los baldosines que rodeaban al fregadero, con salsa de tomate en el mantel, o con hollín de la cocina sobre la limpia pared. Lucy las leía, e intentaba luego recordar cuándo las había escrito. ¿Habría sido durante el sueño?
Una mañana encontró su caja de pinturas abierta y esparcida por la alfombra de la pequeña sala de estar, y lo que aún era peor: las huellas de sus propias manos y pintura azul por las paredes. ¡Huellas de manos en color azul! ¡Para alejar el mal de ojo!
Podía haberse echado a reír o llorar. No pudo, y tampoco pudo lavar por el momento la resistente pintura que se aferraba desesperadamente a sus manos. No era supersticiosa. Jamás tocaba madera. Entonces, ¿por qué hacía todas aquellas cosas?
«¿Por qué hace ella todas esas cosas?», preguntó la propia Lucy, en voz alta y a solas.
¿Menopausia? Lo había sugerido otro médico, muy violento cuando ella le explicó que solamente tenía treinta y cinco años. Había envejecido, por lo tanto, terriblemente, en aquellos últimos dieciocho meses. A los veintinueve años, muchas veces la habían confundido con una adolescente.
Una mañana, el mensaje escrito en el espejo de su tocador era mucho más claro y explícito:
BEBE VINO ESTA NOCHE
Estaba marcado con un lápiz verde, para maquillar los ojos, que no usaba hacía casi un año. Se sintió divertida, si así puede llamarse al hecho de golpearse la cabeza con ambos puños crispados, intentando reír sin poder conseguirlo.
Entonces, bien, si se estaba diciendo a sí misma que empaparse de alcohol aliviaría un tanto las cosas, escucharía el consejo. Se puso un impermeable y luego se acercó hasta el más próximo autoservicio y compró dos botellas de vino español. ¿Qué habría pensado Jim si la hubiera visto en aquellos momentos? Ninguno de ellos había bebido mucho. Esto, sin duda, había motivado que él estrellara el coche después de aquella fiesta. Seis whiskys, dos coñacs y una ginebra. Las llamas ascendieron hasta seis metros de altura. Ella había quedado tendida en el borde del campo, contemplando como él moría. Ilesa. Atontada. Sin poder moverse para ayudar. Un caso trágico.
Pero muy pronto superó la tragedia, como él habría deseado. Odiaba el sentimentalismo y le habría agradado que ella se casara de nuevo. ¿Quién se casaría con aquella perra que ella vio en el escaparate de la tienda, reflejándose allí bajo la tormentosa tarde?
A las siete y media estaba en casa bebiendo vino; tenía buen sabor y fue pasando con suavidad por su garganta hasta que, aproximadamente a las ocho y media, abrió la segunda botella. Entonces sintió hambre y recordó la bolsa del supermercado que hacía tres días se hallaba en la cocina sin abrir. Nunca hacía la compra personalmente si podía evitarlo, sino que utilizaba el teléfono y luego le dejaban los pedidos en la puerta de la cocina. Generalmente abonaba las compras con cheque enviado por correo. Evitaba todo contacto con la gente. Aburrimiento.
Entonces pensó en unas sardinas portuguesas y patatas fritas, pero a la vez se percató de la presencia de Armaziel tras la puerta de la cocina. Retrocedió al entrar ella, quizá aguardando la posible presencia de un ratón, y vio un libro que estaba a punto de caer sobre él Era la Biblia, y Armaziel sonrió, ya que pertenecía a esa raza que se ha tomado por ángeles aun en los tiempos en los que Jacob soñaba.
La viuda Lucy estaba demasiado borracha como para correr tras él u ocultar sus ojos para no mirar la blancura del atavío de Armaziel, y así permaneció inmóvil, sorprendida de que cualquiera, aunque fuese un maldito ángel, hubiera podido entrar con tanta facilidad en su casa.
—¿Qué estás haciendo con mis patatas fritas? De todos modos, ¿quién eres tú, brujo de cabellos largos?
El vino era bueno para su nivel de comunicación, pensó, extendiendo una mano hacia la bolsa de patatas fritas que sostenía el ángel en una mano.
—Iba a entregárselas con un poco de queso de crema, pero me parece que el queso de crema está estropeado. Debía haberlo puesto en la nevera.
—Debía. Tienes razón. Mis hábitos caseros ya no son lo que fueron. ¿He de suponer que tu familiaridad con la naturaleza de cosas tan terrenales como las normas a seguir sobre el queso de crema suprime enteramente la primera impresión que recibí de que eras un ángel bajado del cielo?
Lucy reconoció su propio estilo de discurso tras haber bebido algo. Palabras pomposas, cuidadas, ingeniosas pero desfasadas y aburridas. Estaba más que borracha y veía cosas, alucinaciones. Ello, por supuesto, se provocaba en su mente inconsciente. «¿Y quién hubiese pensado que en mi mente disponía de ángeles guardianes? Yo, que no tengo nada de religiosa. Todo esto está en mi mente. O algo por el estilo.»
—Soy de otro planeta —dijo el ángel.
¿De manera que era eso? Ahora conocería detalles que ella no sabía que sabía, de forma que todo sería real, innegable. Puede que él la llevase en un viaje en OVNI, como Adamski y aquellos lunáticos. ¡Oh, Jesucristo! ¿Acaso esto era locura? No resultaba desagradable. Era bueno tener compañía. El esplendente ser era simpático.
—Que yo sepa no hay eso que llaman ángeles —dijo el nuevo amigo de Lucy.
Lucy movió la cabeza lentamente, con ademán interrogativo.
—Explícame quién eres —musitó, bebiendo.
—A menudo se nos toma por tales a causa de los materiales de nuestras ropas, que durante siglos han estado mucho más avanzados que los vuestros. Y nuestros cabellos y nuestras alas, desde luego.
—Desde luego. Las alas.
Las alas le llegaban hasta los pies. Blancas, hermosas. Como las de un enorme cisne.
—Ya ves, es nuestra forma de visitar gente en planetas como la Tierra, gente que sufre. Visitamos principalmente a los que padecen ciertas condiciones mentales y emocionales. Y por muy buenas razones que te explicaré.
Lucy abrió la bolsa de las patatas fritas y la extendió. Él tomó unas cuantas y comenzó a comer. ¿Comían las apariciones? Lucy le imitó. Resultaban enloquecedoras las patatas fritas. Una no podía parar de comérselas, hasta que, de repente, se daba cuenta de que estaba tan harta que las aburría.
—Estás enferma desde hace tiempo —dijo el brillante ser.
—Cierto. ¿Cómo lo sabías?
—Te estuve observando, por supuesto. Paso mucho tiempo en la Tierra. Soy lo que se llama un guardián. Lucho contra los demonios de Sirio Ocho allí donde tratan de proliferar.
—¿Estás seguro de que no te refieres a Sirio Nueve? —preguntó Lucy, riendo entre dientes.
Sabía que estaba borracha y que sufría alucinaciones, pero aun así estaba segura de haber leído algo de ciencia ficción sobre Sirio Nueve. ¿O era Sirio Ocho? Por primera vez en un año, sentía algo parecido a la felicidad. Era agradable aquel juego con el inconsciente.
Sin embargo, otra parte de Lucy se había convencido de la realidad de la persona que tenía ante sí. Su cerebro le decía que todo aquello era pura imaginación. Pero no siempre se podía confiar en el cerebro.
Suficientes patatas fritas. ¿Dónde estaba el vino?
—¿Quieres un poco de vino?
—No, gracias. El alcohol perjudica terriblemente mi facilidad de vuelo. Es más peligroso que tener las rodillas vacilantes si estás a varios pies de altura sobre el terreno.
—Lo imagino. ¿Cómo llegaste hasta aquí? —preguntó Lucy, bebiendo otro trago.
—En nave espacial hasta una estación piloto y luego volando. La nave descansa al borde de vuestro oxigenado cinturón, a bastante altura.
—Comprendo. ¿Y tú respiras aire de la Tierra? Seres espaciales. ¿Dónde estaba su casco?
—Sí, respiro aire de la Tierra, pero tengo que tomar píldoras para equilibrar mi sangre. En mi planeta el aire es más rico y más puro.
—Naturalmente. No lo envenenáis como hacemos nosotros. Estáis mucho más avanzados.
Luego, Lucy lamentó haber sido tan ruda.
—Perdóname por ser tan chistosa. ¡Es todo tan insólito!
—Lo sé. No te preocupes. Algunas veces me arrojan cosas y la gente chilla. Siempre trato de emborrachar a mis nuevos pacientes antes de llegar a ellos. Reduce mucho el momento del susto. Creen que están viendo visiones, lo cual es malo, pero no tan sorprendente como la verdad.
—Realmente me sorprendes ¿Cómo te llamas?
—Armaziel.
Bueno, ella jamás había oído tal nombre. ¿Acaso el inconsciente inventaba tanto? Tendría que consultar algunos libros. Como la Biblia, los libros hebreos. Todo aquello era muy interesante. En aquel momento estaba vacilando un tanto. Sería mucho mejor sentarse.
—Bonito nombre. ¿Chico o chica?
—El sexo en nuestro planeta carece de importancia porque es universal. Lo suprimimos hace unos cuatro mil años.
¡Por Judas! Aquello sí que era auténtica imaginación de viuda. Siempre había sido feminista, y en verdad que había experimentado cierta ola de alegría después de la muerte de su esposo. La aflicción, la desgracia, también significaban libertad. Lo que hubiera hecho perfectas todas las cosas hubiera sido no sentirse sexualmente frustrada. Como aquel esplendente andrógino que comía patatas fritas con movimientos exquisitos, pero no afeminados. Pero el sexo era en su cuerpo un perpetuo machaconeo, solamente ahogado por los grandes dolores de cabeza y corazón.
—¿Por qué has venido a mí?
—Para ayudarte a salir de tu desesperación, pero primero he de explicarte su naturaleza. No es lo que supones, sino algo más serio y asombroso. Tendré que aclarártelo primero porque de lo contrario no podremos efectuar una cura.
¡Una cura! ¡Estar bien y ser normal otra vez!
—Entonces, dímelo. Haré café.
Puso la cafetera a hervir, pero Armaziel rechazó el café. Pidió un vaso y bebió agua fresca. Lucy observó dónde lo depositaba para comprobarlo más tarde.
El brillante ser comenzó a explicar a Lucy por qué estaba tan enferma y cómo se curaría.
Desde luego eran los demonios de Sirio Ocho, aunque Armaziel sólo les llamaba demonios porque se parecían a negros buitres de cuatro pies de altura y tenían la costumbre de tomar posesión de cuerpos humanos dejando sus propios cuerpos en casa.
Tardaron meses en conseguirlo, pero tuvieron gran paciencia y el resultado final fue un pájaro-demonio siriano perfectamente disfrazado de ser humano. Un ser humano insano. Intentaban apoderarse de la Tierra de aquella manera. Lo habían estado intentando durante miles de años, cientos de miles de años. Y durante todo aquel tiempo, tanto Armaziel como su raza intentaron detenerles. Porque si los sirianos se esparcían por el universo, Lucy debía entender que sucederían cosas terribles. La destrucción y el mal les seguían por todas partes. Les iba bien en la Tierra, pero el equipo de Armaziel también lo estaba haciendo muy bien. La formidable batalla tenía lugar día y noche.
Sin embargo, la psiquiatría estaba ayudando, sin querer, a los demonios, al drogarles. Una vez drogados no había posibilidad de ayudar a los presos, especialmente en un hospital.
Lucy reflexionó sobre el hecho de que estaba aumentando alarmantemente el número de pacientes mentales. Jamás había habido tantos locos e infelices.
Alrededor de la medianoche, cuando el vino estaba acabándose y Armaziel aún estaba con ella, sentado en su mecedora, con las encantadoras alas medio abiertas, Lucy comenzó a saber que todo era cierto.
Le interrumpió cuando estaba dándole la parte principal de la receta para expulsar al pájaro-demonio que la poseía. Extendió una mano para tocarle. Él cogió su mano. La mano de Armaziel era fría, real y sólida. Esta circunstancia la animó.
Era la primera mano que sostenía desde hacía mucho tiempo. Le hubiese gustado llorar, pero los pájaros-demonio mantenían sus garras sobre sus emociones, las atrofiaban de manera que sus víctimas abandonaban sus cuerpos sin protesta. Ningún ruido, sólo un lento corroer interior.
Sí, Armaziel era real y verdadero. Incluso sentía su bondad. Pero ni siquiera se estremeció, como debía, al darse cuenta de que la mano que sostenía era la exterior de dos que habían crecido, bellamente formadas, en la misma muñeca de Armaziel. La otra se hallaba frente a la primera, muy flexible.
Armaziel señaló que una persona de inteligencia humana o superhumana que tenía alas, también debía disponer de dos pares de manos. Para transportar cosas por el aire, para entrar en la nave espacial, para luchar contra los enemigos. Un par no sería suficiente.
—Muy a menudo decimos que necesitamos cuatro manos —dijo Lucy, preguntándose a la vez cómo habría podido soñar aquello.
Pero no lo había soñado. Era real. La duda y la certeza llegaban y se iban, pero en su mayor parte se sentía segura de aquella realidad. Y era la cosa más tranquilizante. No había temor alguno.
Tenía a alguien a su lado, alguien que sabía lo que ella padecía, que la podía ayudar en forma real. Alguien que se preocupaba por ella. ¿Y si aun así no fuera real? Pero tenía que serlo y ella debía intentar su cura.
De lo contrario, estaría perdida en manos del pájaro-demonio o de una indigna enfermedad terrenal, todo era lo mismo.
Estuvo sentada toda la noche tomando cuidadosa nota mental de lo que debía hacer para entrar de nuevo en posesión de su cuerpo, expulsar al demonio y llevar una existencia normal saludable, una vez más. No era una operación excesivamente compleja, pero sí embarazosa y tonta en algunos aspectos. Lograr que siete personas rogaran por una dos veces en un día durante dos medias horas diferentes. ¿Cómo? Recurrir a extraños, puesto que ella no tenía ya amigos. No había nada de malo en hacer la prueba, aunque quizá se sentiría ridícula. Diría que se trataba de un asunto de vida o muerte. Y en realidad, lo era.
Aun cuando se tratara de una alucinación, bien podría dar como resultado una cura. Era tema repetido a través de toda la historia, ángeles que se aparecían a la gente en momentos de dolor, con un plan de acción, con instrucciones contra las fuerzas del mal. Espadas brillantes y demás. Se puso en pie y escribió algunas notas en la pared de la cocina bajo el precepto que la ordenaba beber vino. El proceso de cura sería una mezcla de oración, magia y falsedad.
Armaziel le dijo que la razón de que algunos curanderos tuvieran éxito con su extraña cura era que las recetas habían sido tomadas hacía muchos miles de años, recetas que nunca habían olvidado los pueblos primitivos. Algunas veces la oración era suficiente y el éxito se atribuía a exorcismos de alguna iglesia. Pero si había otra cosa, además de la concentración de buenos pensamientos de siete seres humanos que no podía soportar un pájaro-demonio, entonces para este último resultaba veneno. Como el ácido prúsico para los humanos. O bien el demonio partía rápidamente o moría.
—Ahora debo irme —dijo Armaziel—. Gracias por tu hospitalidad.
Abrió la puerta y salió. Lucy probó la puerta y la encontró cerrada, a pesar de que la llave estaba guardada en un cajón. Comprobó esto último.
Armaziel dijo a través del buzón del correo de la puerta:
—No temas. Es uno de nuestros talentos menores abrir las puertas cerradas.
Al día siguiente, Lucy empleó mucho dinero en llamadas telefónicas tratando de elegir gente al azar en la guía para que rezaran por ella durante dos sesiones de media hora en un día. De cuatro y media a cinco y de diez a diez y media. Nada de palabras especiales ni algo por el estilo. Sólo una concentración de buenos pensamientos y esperanzas y quizá algún amor hacia ella. Comenzó a hacer las llamadas, diciendo:
—Perdóneme por molestarle. Soy una desconocida, pero ¿consentiría usted en rezar por alguien si se encontrara en dificultades y ese alguien se lo pidiese?
Algunas personas colgaban el teléfono en cuanto oían la palabra «desconocida», otras lo hacían al oír la palabra «dificultades» y había otras que colgaban al oír hablar de «oración».
También había algunas que fueron más allá hasta el punto de mostrarse groseras con Lucy cuando ésta explicó lo que deseaba. Era asombroso lo extendido que estaba su propio y cínico ateísmo. Y lo que aún era peor, muchas personas ni siquiera soñaban con prestar ayuda a nadie y así lo manifestaban.
—Si está en dificultades soluciónelas usted misma.
—Me atrevería a decir que es culpa suya.
—Los inmorales siempre piden ayuda a otros, con lamentos.
—Llamaré a la policía.
—Vaya a ver a un médico.
—Está usted bromeando.
—No me haga perder el tiempo.
Lucy comenzó a hacerse preguntas sobre la gente. ¿Acaso había personas que si no dedicaban un solo pensamiento a un alma atormentada también le negaban un trozo de pan a un cuerpo hambriento? ¿Acaso existían tantas personas egoístas, cerradas de corazón? Suprimió el pensamiento de que Armaziel y sus seguidores debían atravesar momentos muy duros en la Tierra; en su mayor parte, los habitantes de esta última se inclinaban a Sirio Ocho.
Pero hacia la mitad de la tarde ya contaba con siete personas que la ayudarían. Una de ellas era católica romana, una anciana de ochenta y tres años.
—Sí, querida. Rezaré por cualquiera. ¿Cuántas avemarías cree que serán suficientes?
Otra era un tendero hindú.
—Sí, señora. El señor Murke rezará. Quizá en un futuro próximo quiera usted visitar nuestro establecimiento. Tenemos el mejor surtido en artículos de alimentación también. Dos medias horas garantizadas. De todos modos, rezo mucho cada día porque la oración es buena para el alma. Buenos días.
Otra era un auténtico ateo.
—Está bien. Cualquier cosa para carcajearme. Le enviaré mi amor.
Otra era un extraño filósofo cristiano.
—Sí, por supuesto. Pero si llama usted pronto o me visita le podré presentar a nuestro pequeño grupo. Ninguno de nosotros está nunca enfermo, ni hay necesidad de estarlo. Ya sabe usted, buenos pensamientos y obras.
Lucy dijo que no estaba segura de visitarle, pero que quizá lo haría. Sintiéndose culpable, pensó en que una buena acción se merecía otra.
Hubo otra persona que pidió a Lucy que rezara por ella al día siguiente. Era joven. Lucy dijo que lo haría, pero que carecía de fe. La persona joven era una muchacha que padecía cáncer.
Otra fue un hombre de negocios de mediana edad. Dijo que no había rezado por nadie, ni siquiera por sí mismo, desde que era niño.
—Si cree que eso le ayudará… No estoy seguro de cómo hacerlo, que conste.
Por otra parte, hubo un camionero que dijo que pensaría en ella durante su viaje a Edimburgo. Añadió que no era religioso, pero que Lucy le caía bien porque parecía muy desgraciada. Quería saber de qué se trataba, pero Lucy no lo explicó. Sólo adujo que no podía explicárselo.
—Bueno, yo también metí en ese mismo apuro a una muchacha.
Lucy pensó que aquella sensación de culpabilidad impulsaría al hombre a rezar por ella. Comenzó a hacer otros preparativos, todos de acuerdo con las instrucciones de Armaziel. Ignoró cuidadosamente que todos sus sentimientos sobre lo que estaba haciendo eran actos de una demente. Ya no importaba una cosa u otra. Estaba totalmente convencida de que debía seguir adelante con todo aquello. Si no lo hacía, los dolores de cabeza y las depresiones empeorarían. Moriría. Si no lograba resultados, bien…, pero todo podía ser. Había cosas extrañas. Sí que sucedían, pero no tanto como aquéllas y mucho menos a ella, pensó, encendiendo un pequeño fuego en una sartén sobre el suelo de la sala de estar. Se estremeció y se le ocurrió pensar en que no tenía nada de extraño que siempre sintiera frío. Los pájaros tenían plumas. Ella no tenía ninguna. Y quizá el planeta de los pájaros también estaría muy caliente.
Bebió el resto de su poción. Leche caliente con un huevo batido y mucha nuez moscada en polvo, endulzada con azúcar y regada con brandy. Era para darle energías y poder afrontar lo que iba a venir, había dicho Armaziel, porque la nuez moscada abriría ligeramente los bordes de su mente. Así se calentó un poco.
Se preguntó lo que pensaría su médico si le dijera que aquella nuez moscada había hecho más por ella que todos sus caros potingues. Se sintió más relajada y caliente. ¡Aquella porquería de píldoras! Una mínima mejoría en su cráneo. Agradable. Tomó asiento en la mecedora inhalando un poco de benzoína. Sostenía en la mano izquierda tres hojas de laurel; inhalaba también los varios palillos de incienso que había encendido y colocado alrededor de la habitación. Fragantes aromas de rosa y heliotropo. Los demonios los odiaban, había dicho Armaziel. Se inclinó y tomó algunas hojas más de laurel del paquete que tenía a sus pies y las arrojó en el fuego encendido en la sartén, donde crujieron y se consumieron, añadiendo humo al cargado ambiente de la estancia. Luego tomó la botella de benzoína y la vertió a su alrededor ignorando las manchas que estaba haciendo sobre la alfombra. Empapó un «Kleenex» en el líquido y lo sostuvo bajo la nariz. Tras respirar varias veces con fuerza, arrojó el «Kleenex» también al fuego.
Después se echó hacia atrás, con los ojos cerrados, y esperó. Mentalmente comprobó si se le había olvidado algo. No, todo estaba hecho.
Bostezó. Una y otra vez, más profundamente. Los bostezos llegaban desde lo más hondo de sus pulmones. No podía controlarlos por mucho que se esforzara. La toma de aire era enorme. Involuntariamente, abría las mandíbulas como un soñoliento gato, mostraba los dientes como si se hallara en la cumbre de un orgasmo y el aire entraba profundamente, como una aspiradora. Descanso. Luego, otro bostezo.
Estaba tan preocupada con los bostezos que ni siquiera se le ocurría pensar que quizá no hubiese suficiente aire en la estancia o que posiblemente la benzoína estaba haciendo efecto. No importaba cómo funcionaban las cosas. Los bostezos le inyectaban algo llenando espacios en su ser que pronto estarían llenos con otra cosa más.
Luego, las lágrimas. Nada de emoción, nada de sentimientos; sollozos, quejas. Nada de nada. Solamente lágrimas. Lágrimas como perlas, lágrimas solitarias y brillantes, formando diminutos arroyuelos, como cristal fundido que se deslizara por las enjutas mejillas, lágrimas que surgían de los ojos cerrados, calientes y grandes.
Lágrimas en cintas de sal, que goteaban y empapaban la parte delantera de su suéter. Lágrimas que podían haber sido recogidas en una copa de cristal, una, dos, tres. ¡Maldito seas, esclavo! Tráeme esa copa de media pinta, la copa de media pinta; lloro por Roma, y cuando lloro, lloro tales lágrimas que incluso un cocodrilo de media milla de longitud hubiese perdido en un campeonato lacrimoso.
La cabeza de Lucy se movía. ¿Cómo se había iniciado aquello? El movimiento era rítmico. Gene Krupa nunca lo había hecho mejor, ni Pandit Chatur Lal, ni el músico del gong chino que podía perderse para siempre enviando vibraciones a los extremos del universo si no fuera por la llamada del estómago. «Les he oído», pensó Lucy, tocando el metal con sus pequeños palillos y el disco produce música por sí solo. Podía haberlo jurado. El ritmo ayuda a enderezar la cabeza, sí, lo había oído decir, ¡pero no de aquella manera! Sonaban los dientes unos contra otros, sonaban los sesos chocando contra el vacío cráneo. Y el péndulo se ha equivocado durante todo este tiempo, un tiempo enfermizo. Debe oscilar hacia delante y hacia atrás con regularidad, suavemente. Y cuando la cabeza oscila de lado a lado con tanta rapidez hace que el péndulo marche bien. Bajo una silente música, una fuente de algo muy importante. Mucho más importante que el corazón o la sangre. Algo central.
¡Dios! Jamás había sentido tanto placer al mover la cabeza. Necesitaba esto y yo no lo sabía. ¿Por qué no lo hace todo el mundo? ¿Por qué la gente ignora que sacudir la cabeza es la mejor cosa que se puede hacer? ¡Qué descubrimiento! Sacudir, sacudir. Y en las junglas de Bengala los Danzantes de Cabeza. ¿Tamil? ¿Telugu? Lo hacen. Vi una película y me maravillé ante la imposibilidad de mover la cabeza de aquella forma, como si se sacudiese seda negra al compás de la música que hacían los hombres. Hora tras hora, y mientras tanto el maíz crece alto. Si no bailan así cada primavera, entonces el maíz morirá. Ojos blancos, relampagueantes entre cabellos que se agitan en perfecta maniobra, cuellos como goma, se mueven para tocar el pecho y la espalda. Práctica de años y años, iniciada desde niños. Algunos mueren de tormentas cerebrales y aquí estoy yo, Lucy, haciéndolo sin el menor esfuerzo. Involuntariamente. Mi cuello no tiene huesos y se mueve libremente. No hago nada. Algo me mueve de esta forma.
Mis brazos están golpeando sobre los costados de mi silla y haciendo señales en el aire, hacia dentro, hacia fuera. Mis dedos trazan símbolos en el aire y yo no los entiendo. Nunca puedo realizar esos trucos de salón donde la gente separa los dedos, «¿Puedes hacer esto?», dicen, alzando ambas manos. «¿Puedes hacer esto?», dicen, moviendo las orejas. ¡Hábiles bastardos, no! No puedo hacer nada. Pero ¿puedes hacer esto? Mírame, Lucy, cómo envío mensajes con las manos. A la música, ¿no la oyes? Bueno, sí, puedo. Ya ves qué sucede.
Mis piernas golpean las tablas del suelo, salvajemente, con enorme rapidez, una y otra, todavía vertiendo lágrimas. Algo se alza dentro de mí, algo bueno. Y mi cabeza, la parte superior de mi cabeza. ¡Oh, Dios! ¿Qué sucede ahora? Algo está subiendo. Algo oprimido, estrujado, retorcido, arañado. Fuera de mi cabeza. Y se ha ido. Alzándose dentro de mí, desde el centro de mi cuerpo, algo bueno. Arriba, a través de mi cabeza, llenando el espacio vacío. ¿Qué es? Una sustancia. Cálida, buena, dulce, poco familiar. Recuerda. ¿Qué?
Felicidad.
Lucy durmió profundamente en un halo protector de humo que era gas venenoso para un pájaro-demonio de Sirio Ocho, que seguramente huía volando, gritando, mostrando las garras, y maldiciendo como un villano curtido o genio del mal, volando hacia su jefe, de regreso a su propio cuerpo, lejos, murmurando imprecaciones.
Poco antes de las diez, Lucy despertó sintiendo que algo se agitaba. Era hambre. Se preparó leche caliente malteada y se fue a la cama, sonriendo y soñolienta. Se tendió con la luz encendida. Relajada, contemplando la dulzura de la normalidad. Para estar caliente como los demás, para vivir y no para morir.
La habitación se llenó de más luz y Armaziel se presentó allí para decirle que ahora todo iría bien; los siete ayudantes habían rezado bien, cada uno de ellos en su forma peculiar, y estaban comenzando de nuevo. Ella no necesitaba hacer más. Sólo dormir. Se cerraría en aquellos momentos para que el pájaro-demonio no pudiese entrar nuevamente en ella.
—Adiós, Armaziel.
Le deseó suerte en su perenne batalla, le dio las gracias, se tendió y sintió una inmensa gratitud. Él se había ido. La luz disminuyó. Encendió la lámpara de noche y cerró los ojos.
«Hay muchas cosas que no le pregunté. Dónde está exactamente este planeta, cuánto tiempo vive él, qué hay del OVNI, si le pertenece a él o es de los otros. Por qué la Tierra está lamentándose. Olvidé preguntarle cosas.»
Dormir sin soñar durante diez largas horas.
Los días felices se convertían en semanas felices. La liberación de Lucy del pájaro-demonio de Sirio Ocho era completa y perfecta. El demonio no había dejado huella alguna. Se había ido.
Pudo mirarse en un espejo y se vio joven de nuevo y comprobó que su aspecto era saludable. En el armarito del cuarto de baño guardó muchas cosas. Drogas, hojas de afeitar, cosas que eran útiles y no amenazadoras. No significaban muerte en potencia porque ahora no pensaba en la muerte. La vida era buena. Ansiaba vivir, trabajar, salir y entrar, dormir, despertar y comer. Estas cosas eran buenas porque eran normales sin dolores insólitos. Levantarse de una silla sin tener que reunir antes fuerzas para hacerlo. Lucy aún hallaba placer en esto. Cubrirse con un fino vestido sin sentir estremecimientos de frío. Era maravilloso. No pensaba a menudo en las otras almas enfermas que estaban poseídas por los terribles extraños, pero cuando lo hacía sus pensamientos eran difíciles y muy pronto se identificó con su feliz presente. Después de todo, ¿cómo podía evitarlo? Había rezado por la moribunda joven que en aquel día también había rezado por la liberación de Lucy, sintiéndose violenta, estúpida, sin fe. En cuanto se refería a pagar su salud, era otra cuestión. Porque ahora dudaba a medias de la realidad de Armaziel. Pensaba que había sido una ficción. Una figura que había llegado a ella desde el inconsciente, a tiempo, cuando ella se encontraba al borde de la locura.
En consecuencia, no había otras personas poseídas por los pájaros-demonio de Sirio Ocho. Estaban enfermas en formas diferentes. Lucy no podía ayudar, y, sin embargo, algunas veces, por la noche, pensaba que todo era cierto, que había sido verdad, y que si podía hallar el medio de avisar al mundo sobre lo que estaba ocurriendo ayudaría a Armaziel en su lucha contra el mal.
Era su obligación. Pero, en primer lugar, ¿cómo hallar a los enfermos? ¿Cómo decírselo sin que la considerasen demente? Era imposible.
Reflexionó sobre todos los medios que podía usar para denunciar el peligro que se cernía sobre la Tierra. Decírselo a los psiquiatras. ¿Escribir a algún prelado de la Iglesia? No habría respuesta. Todo lo más, una visita de algún sacerdote que ofrecería «instrucción». ¿El primer ministro? Probablemente recibía montones de cartas diciéndole que el mundo estaba siendo ocupado por extraños. Era hasta posible que tuviera una secretaria para solucionar tal clase de correspondencia. ¿El secretario general de las Naciones Unidas? Demasiado ocupado para preocuparse de si la Tierra estaba siendo ocupada por extraños.
Realmente no había nada que ella pudiese hacer. Siempre se lo decía a sí misma y muy pronto dejó de pensar en ello. El tiempo libre, cuando no contaba con demasiado trabajo en su labor de ilustración, lo dedicaba a pintar la casa, a cubrir las huellas de sus manos y los mensajes escritos en las paredes. Pronto fue todo normal en la vida de Lucy. Luego pensó que quizá debía hacer de nuevo un poco de vida social. ¿Y si se enamoraba y se casaba otra vez? No era imposible. Hasta podía tener hijos. Aún no era vieja.
Un día, al final de la primavera, escribió en la última pared de la casa que debía pintar: «Armaziel, necesito tu consejo.»
No recibió respuesta; así que cubrió la pared con pintura y salió a comprar plantas para el largo tiesto de su ventana. Adquirió flores de varias clases. Emocionada ante la perspectiva de un verano lleno de colorido en su ventana, regresó dando un paseo por el parque en lugar de atajar por la calle mayor. El día era hermoso. Había niños jugando ataviados con sus ropas veraniegas. Un perro corría de un lado a otro con un pequeño palo en la boca. Madres empujando los cochecillos de sus bebés. Cantaban los pájaros, y el aire era suave. Miles de tulipanes alegraban los ojos de Lucy, y una mimosa esparcía pequeñas bolas de algodón amarillo alrededor del banco donde se detuvo a descansar. Todos los asientos estaban llenos de ancianos de la vecindad. Mujeres con las cestas de la compra y perros de aguas. Mujeres de edad con bolsas de maíz para los pájaros. Ancianos con periódicos. Ancianos con bastones y sombreros de paja. Lucy recordó los mediodías de domingo de su infancia. Lo único que allí faltaba era la banda de música tocando en el quiosco central… Se recostó pensando, como siempre, que los bancos de los parques eran terriblemente incómodos, pero en aquel día tal circunstancia no importaba. Una anciana que ya estaba sentada en el mismo banco inmediatamente entabló conversación. El corazón de Lucy latió apresuradamente. Había ansiado la tranquilidad total. «No seas mezquina —se dijo a sí misma—, la pobre anciana probablemente es una solitaria.»
—Sí, un hermoso día —dijo Lucy, mirando a su alrededor y suprimiendo así toda ulterior conversación.
—¿Ha estado comprando plantas, querida?
—Sí, para el alféizar de mi ventana.
—Bonito un alféizar así. Si yo fuera joven como usted, ¿qué no haría?
Lucy se sintió violenta.
—¿Qué haría usted? —interrogó. La anciana lo pensó un momento, y Lucy miró hacia el césped donde en dos separados estanques nadaban dos cisnes.
—Vendría aquí y charlaría con una anciana como yo, supongo —dijo la mujer, riendo repentinamente.
Lucy imitóla por mostrarse cortés. Luego lanzó una ojeada a su paquete. Tenía que llevar pronto aquellas flores a casa y plantarlas antes de que se marchitasen.
Lucy contempló de reojo cómo la anciana abría su bolso y extraía puñados de migas y maíz que extendió en el sendero. Instantáneamente acudieron los pájaros sin temor alguno. Uno de ellos se posó sobre la tendida muñeca y pareció alegrarse de que lo alzasen hasta el rostro agudo e interrogador de la anciana.
Lucy estaba asombrada de lo mansos que eran los pájaros y tendió también una mano. Pero los pájaros emprendieron el vuelo hasta que una vez más se reunieron en el otro extremo del banco. Lucy sintió un estremecimiento de frío. Realmente no se podía confiar en aquellos días de primavera. Debía haberse traído una chaqueta de lana. Una vez más miró a la anciana que alimentaba a los pájaros y se dio cuenta de lo pobremente vestida que estaba. Penosa. Delgada, arrugada y sucia, como un cuervo muerto de hambre. La brisa trajo una oleada de extraño y desagradable olor que hizo abrir la boca a Lucy y pensar en irse. Horrible. Y familiar.
Lucy cogió su paquete de plantas y trató de levantarse, pero no pudo hacerlo. En el acto recordó dónde había sentido aquel hedor. En ella misma cuando había estado enferma. Aquella anciana cubierta de harapos, poseída por un pájaro-demonio. Entonces, ¿por qué estar tan alegre? Era uno de ellos, ahora feliz en el mal La cabeza de Lucy osciló. Le dolía. No hacía falta preguntar: «Eres uno de ellos, ¿verdad?»
La esquelética figura de ojos duros y penetrantes la miró directamente sosteniendo un pájaro en una mano parecida a una garra, y Lucy oyó, como si las palabras llegasen desde enorme distancia:
—Nadie se fija en las viejas. Es como un disfraz. Hace años que vengo aquí a dar de comer a mis pequeños primos.
Lucy intentó ponerse en pie, luchando interiormente por mantener fuera la cosa. De repente, quiso gritar. Pero su voz apenas fue audible:
—¡Tú eres uno de ellos!
—Sí, querida. Hace treinta años o más que estoy con dios. Salvamos todas las almas que podemos…
Miró a Lucy con un rostro en el que se destacaba la nariz en forma de pico. ¿Salvar almas? ¿Era aquello lo que opinaban los parásitos del mal? ¿Como un ejército de salvación de Sirio convirtiendo a la gente? Luego, que los conversos convirtieran a otros.
El sol se puso.
El policía recogió el bolso negro de encima del banco y examinó su interior. No había medio de identificarlo. Sólo contenía restos de comida para pájaros y un pequeño transistor. Era un aparato de radio costoso para tenerlo aquella anciana. Se lo llevó a la comisaría e informó al sargento de guardia.
—¿Adónde se fue ese viejo pajarraco después de ser atacado por la loca?
—No lo sé. Desapareció entre la gente tan pronto como las separé. La muchacha era una verdadera fiera. Golpeó a la anciana con un paquete de plantas, le dio puntapiés, y algunos puñetazos. Totalmente fuera de sí, dijo que había descubierto a un pájaro-demonio de otro planeta y ¿no sabíamos que la Tierra estaba siendo ocupada? Luego continuó chillando. Se la han llevado a St. Luke con camisa de fuerza.
—Parece que ha estallado una especie de epidemia. La semana pasada ocurrió un caso parecido. Dijo que teníamos que decírselo al primer ministro antes de que fuese demasiado tarde. El tipo atacó a otro repentinamente en un bar.
El sargento de servicio redactó una cartulina para Objetos Perdidos y probó los tres mandos de la radio transistor sin obtener resultado alguno. Pilas agotadas. Se preguntó si era robada y quizá eso explicaba cómo la anciana atacada había huido del lugar a toda prisa. Depositó el aparato en un cajón fijándose en que había otro igual que nadie había reclamado. Tampoco funcionaba. Habría que decírselo al primer ministro, sin duda. Aquellas gentes tenían grandes ideas, pero actuaban poco. ¡Atacar a una pobre anciana! Bueno, de todos modos había que compadecerles.
Tan pronto como Lucy tuvo oportunidad escribió sobre su cama de hospital con harina de avena:
«¡Oh, Armaziel! ¿Dónde estás ahora?» La enfermera, enfadada, limpió la colcha y administró a Lucy otra píldora. Fue necesario que dos enfermeras la tranquilizaran, pero aun así, la amenaza de la camisa de fuerza hizo su efecto.