Aunque no tengo la presunción del joven David Copperfield de poder recordar sucesos que ocurrieron incluso antes de que yo fuese concebido, la serie de acontecimientos que abocaron por fin a mi aparición en este planeta me han sido contados tan a menudo y con tanto detalle por todos los que estuvieron relacionados con este hecho, que ni siquiera mi madre pudo calificar de afortunado, que me siento en muy superiores condiciones para poder narrarlo tal como fue que muchos de sus participantes directos, e incluso que muchos de sus bienintencionados, y por tanto doblemente culpables, manipuladores.
Mi historia… No; antes que la mía, la de aquellos dos no amantes marcados por el destino para amparar mi nacimiento, y que puede tener un comienzo arbitrario la tarde en que Gherkin, después de haber terminado sus clases del día, salió del colegio y entró en la tienda de refrescos con aire preocupado. Esta expresión abstraída que envolvía todo su rostro, aún amorfo, de adolescente, pasó inadvertida para Calliope, que estaba repleta de noticias y ansiosa por transmitirlas. Por lo tanto, incluso su primera pregunta: «¿Dónde diablos te metiste el viernes por la noche?», que pudiera haberse tomado por una muestra de interés, no era más que pura retórica. Porque cuando Gherkin abrió la boca para empezar a contar todas las cosas maravillosas que le habían ocurrido aquel viernes por la noche, ella le interrumpió para dar rienda suelta a sus propias e insignificantes aventuras.
—Me cansé de esperarte, así que me fui sola al piso de Mattie. Imagínate que nos drogamos todos, o, bueno, casi. Empezamos a animarnos de veras cuando apareció la poli y se nos llevó a la comisaría…, de manera no violenta —añadió, con cierto tono de disculpa, porque sabía muy bien que una detención, o incluso un arresto, sin confrontación dinámica era insuficiente para calificarla como activista sincera—. Luego descubrieron que la hierba que habían recogido en casa de Mattie no era más que «diente de gato», y como parece ser que no hay todavía ninguna ley que prohíba fumar eso, nos echaron a la calle… ¡Sin dinero para el transporte! —Al llegar aquí, en su relato, arrugó el entrecejo—. ¿Tú crees que es con eso con lo que nos hemos puesto por las nubes todo este tiempo en casa de Mattie? ¿Sólo con una vieja y vulgar Nepata cataria?
—Bueno, los gatos se embriagan con ella —dijo Gherkin, aún con cara de preocupación y sumamente tensa, lo que habría saltado a la vista si alguien se hubiese tomado la molestia elemental de fijarse en ella—. De modo que ¿por qué no la gente? Y hablando de gatos…
—¡Pero los precios que estaba cobrando Mattie…! Por una porquería que apenas si cuesta unos céntimos… Y con aire tan generoso, además; quiero decir que nunca pensé que fuese tan hipócrita. Lo peor es que ahora no tendré ningún sitio al que ir el viernes próximo. No es fácil encontrar un fumadero respetable en estos días.
Entonces pareció reconocer a Gherkin no sólo como una mezcla de auditorio comprensivo y muro de lamentaciones, sino como un individuo con la suficiente personalidad como para sufrir con ella. ¡Le estaba bien empleado por darle plantón! Así que continuó con cierta nota de gozo melancólico:
—De modo que tú tampoco tendrás adonde ir el viernes que viene, a menos que te hayas buscado otro lugar donde quizá yo no seré bien recibida, en cuyo caso no tienes más que decírmelo. No soy de las que hacen una escena por eso.
—¿Y si te callases un poco y me dieses una oportunidad para decir algo? He encontrado ya un nuevo sitio. Por eso no fui a casa de Mattie. Estaba haciendo un viaje.
Lo dijo con cierta vanidad porque ésta había sido la verdadera experiencia. Durante aquel fin de semana encontró la llave que abría el universo.
—Me embriagué y me embriagué, y fue como… —se detuvo buscando la palabra justa—, fue como…, ¡huhh! Me dijeron que podía volver la semana que viene y llevar a un amigo si quería —el gesto de invitación con que concluyó era casi cortés.
Calliope estaba impresionada, agradecida, asustada.
—¿Quieres decir… ácido? Pero oye, eso puede ser peligroso. Ya estoy enterada de que la ley está tratando de echar siempre por tierra todo lo que tiene algún significado, pero esto del ácido lo sé de buena fuente por un licenciado en Biología que lo conoce bien. El ácido puede alterar tus cromosomas, ya sabes a lo que me refiero, de modo que cuando tienes niños pueden incluso salir unos monstruos.
—¡No era ácido! ¿Crees que soy tan tonto como todo eso? Era otra cosa; algo nuevo. Algo… bueno, nuevo… Garantizado como totalmente inofensivo, según dijo el tipo aquel; sin efectos desagradables después, ni adicción, ni nada por el estilo.
¿Cómo podía ser tan crédulo? ¿Cómo se atrevía a serlo y a vanagloriarse en su propia cara de su estúpida inocencia?
—¿Eres de veras tan simple como todo eso? ¿Crees que son ellos los que te dirán que a cada viaje que haces revientas una minúscula partícula de tu mente? Si lo dijesen no atraerían a nuevos clientes. De paso, ¿cuánto te hicieron pagar por esa cosa?
Gherkin titubeó un instante, pero acabó por confesar:
—Ni un centavo. Me dijeron que hacían esto…, bueno, como un servició público.
—¡Chico! —El rostro y la voz de Calliope, incluso la manera como clavó su cucharilla en la bola de helado de tutti-frutti, denotaron el tremendo disgusto que sentía—. ¿Y tú te tragaste eso? ¿Nadie te ha hablado nunca de las arañas y de las moscas? Este asunto tiene todo el aire de una operación comercial. Seguro que te lo dan gratis la primera vez, muy barato la segunda y hasta puede que la tercera. Luego, cuando ya no puedes pasarte sin ello y vas a suplicarles de rodillas, empiezan a apretarte las tuercas. Es el sistema, nene.
—Pero esos tipos no son parte del sistema. Precisamente vienen de fuera de él. —Se detuvo un instante y luego añadió con acento muy manso, mientras se ponía en pie y se apoyaba contra la barra de madera—: Son diferentes.
—Tú eres diferente. Yo soy diferente. Pero no puede haber más diferencia que ésa.
Negro, blanco, macho, hembra… ¿No eran diferencias suficientes para todo el mundo?
—¿Qué importa? —dijo Gherkin, impaciente—. Son gente estupenda. ¡Todo lo que hacen es estupendo!
Pero la verdad es que la cosa no había comenzado de manera tan sencilla. En realidad lo había hecho de modo bastante feo, y él mismo pensó, todo lo que era capaz de pensar en aquellos momentos, que iba a ser uno de esos horribles viajes de los que se oye hablar pero que nunca cree que puedan ocurrirle a uno mismo, tan estable y tan bien equilibrado.
La muchacha le inquirió para que le dijese exactamente cómo había ingerido aquello, pero él no podía recordarlo. Sabía tan sólo que no se lo había tragado, ni inyectado, ni fumado.
—Tal vez era una especie de gas. Recuerdo que sentí un olor muy extraño cuando estaba a punto de acabarse, pero me dijeron que era aire puro y que no podía reconocerlo porque nunca había tenido la ocasión de olerlo antes.
Fuese lo que fuere aquello que le habían administrado le puso enfermo, verdaderamente enfermo; igual que si se hubiese mareado en alta mar. Y luego había sido cada vez peor y peor, irradiando desde el fondo de su estómago hacia sus extremidades, hasta que sus dedos y su cabeza estuvieron palpitantes y temblorosos. Después, lenta pero inexorablemente, fue como si comenzase a volverse de dentro afuera, en una agonía que se desarrollaba paso a paso, como si él mismo estuviese parado a cierta distancia de sí, viendo… no, mejor aún, observando su propia reversión. Los intestinos empezaron a enroscársele alrededor del cuerpo como un montón de serpientes, apretando, apretando cada vez con más fuerza, comprimiendo lo poco que quedaba de él en una pequeña bola oscura, en cuyo interior el cerebro gritaba de espanto hasta hundirse en la nada y perder el sentido.
Cuando recobró el conocimiento se encontró con que le habían vuelto a… recomponer, no solamente en otro lugar, sino en otro ambiente.
—Parecía un mundo distinto.
—Quieres decir como el mago de Oz en la Tierra Imposible, al otro lado del espejo. ¿Una cosa así?
Él vaciló un momento; luego dijo:
—Sí.
Aceptar esta descripción era más fácil que tratar de definirla él mismo. A continuación intentó dar los detalles. Había visto colores que no eran parte del espectro que conocía…, oído sonidos que eran…, bueno, no tenía palabras para describirlos. Pero la peor parte estaba terminada, concluida, disuelta; a partir de ese instante todo era bello.
Gherkin se expresaba vagamente, como si estuviese flotando en el aire (aquella cosa, sin duda, dejaba una estela de efectos posteriores, no importaba lo que te hubiesen dicho). Calliope le preguntó qué o quién había estado con él en aquel universo elemental del sueño, no porque tuviese mucho interés en saberlo (había oído contar alucinaciones mejores), sino porque quería ayudarle de alguna forma a volver a lo que usualmente pasaba por realidad. Después de una pausa, él dijo que había «una especie» de gente. Y entre ella una persona especial. En resumen, una chica. Pero distinta de todas las chicas que había conocido; realmente distinta: era verde.
—En verdad que estás obsesionado con esto de los colores, ¿eh, cariño? Blanco y negro no son bastante para ti, como lo son para la mayoría de la gente. ¡Necesitas tener el verde también!
—Todo el mundo allí, todo el que pertenecía y vivía allí, era verde —respondió un poco a la defensiva—. No quiero decir que su piel fuese realmente verde…
—Bueno, es un consuelo. Ya tenemos bastantes problemas cromáticos…
—Me refiero a que todos tenían pelambrera verde, de modo que difícilmente puedo saber de qué color era su piel.
—¿Tu niña de ese otro mundo estaba cubierta de pelo…, como un gorila? Tengo que confesar que, de ser así, sería realmente diferente.
Gherkin estaba molesto.
—No era como un gorila; en absoluto. Tenía una pelambrera suave y delicada, como pelusa… —Calliope hizo una mueca y él sonrió, a pesar suyo, y se corrigió diciendo que era «como plumón o como terciopelo».
—Supongo que también tenía cola.
—Pues sí, desde luego. Y eso era lo que la hacía tan hermosa. Quiero decir que no tienes idea lo excitante que puede resultar una cola cuando… —pero no terminó la frase.
—¿Estás insinuando que te acostaste con ese ser de piel verde?
Gherkin no contestó, pero por la expresión obscenamente embobada de su rostro, ella estuvo segura de que si, y de que había sido, además, una buena escena.
—¡Eh, Callie! —explotó él de pronto—. Era sólo en mi mente, de modo que ¿qué importa? He tenido sueños parecidos antes.
Sin embargo, por la manera de hablar y por la expresión de su rostro, era seguro que nunca, ni dormido ni despierto, había encontrado ninguna chica como aquélla. No es que tuviera mucha experiencia sexual, y Calliope, para su propia vergüenza, ninguna en absoluto, pero, aunque virgen todavía, estaba segura de que, tan pronto como la iniciasen un poco en la cuestión, podría ser más excitante que ninguna otra chica en el mundo entero. A veces pensaba que la razón por la que Gherkin no ensayaba con ella ningún contacto físico radicaba en que le parecía un poco ridículo hacerlo con una principiante, y a menudo se preguntaba también si no tendría quizá alguna especie de inhibición a este respecto (sobre esto ella tenía sus propias teorías). Pero lo que sentía en muchas ocasiones era que, no importa lo liberal y humanística que se mostrase con él, Gherkin continuaba sintiéndose incómodo con la cuestión de la virginidad. Si era así, podía deducirse que su alucinación de hacerlo con una chica cubierta de pelambrera significaba que estaba intentando superar el rechazo que sentía hacia ella. Claro que esto no era sino una manera de mirar las cosas, según la psicología de primer grado. No, la verdad del asunto probablemente era que sólo la consideraba como una hermana.
Por la manera como Gherkin estaba sonriendo para sus adentros, ella estaba segura de que la muchacha verde era mucho más que una mera proyección fantástica con la que había pasado un fin de semana imaginario. Podía haber, también, una explicación lógica.
—Quizá mientras estabas soñando con ese ser de pelusa verde lo hacías realmente con una de las chicas que viajaban contigo.
—Eso es lo curioso: no había nadie más haciendo el viaje. Nadie que yo viese, por lo menos, excepto los individuos que habían montado la cosa, y tengo la impresión de que ellos no participaron. Eran más bien del tipo frío, cerebral.
Ella se alegró de encontrar una buena razón para exponer con palabras su desagrado:
—Pero eso está mal. Hacer un viaje solo es… morboso, completamente pervertido. El viaje tiene que ser una cosa en conjunto o se convierte únicamente en otra evasión; ya sabes a lo que me refiero. Los verdosos, los que estaban sólo en tu mente, no cuentan.
Gherkin dijo que, en realidad, tenían un nombre, pero lo había olvidado en el camino de regreso… Había visto otros seres alrededor, a lo lejos; seres de su misma especie, sin pelambrera y… sí, sí, eso era cierto, negros, y también blancos. En aquel momento no les había prestado mucha atención. ¿Quién iba a molestarse en mirar a seres humanos, con su escurridiza y fea piel color de rosa (o morena, o negra), que casi parecía de plástico, cuando estaban aquellos seres verdes, de suave pelaje y muchachas como…, demonios (recordemos que se le había olvidado su nombre) a las que mirar y amar?
Naturalmente, continuó antes de que Calliope pudiera interrumpirle, ya sabía que los humanos que había visto no contaban más que los verdes, a pesar de que se trataba de realidades. Debían de estar en su mente también. Pero parecía como si fuese una experiencia de grupo, de modo que era una buena escena.
Ella le dijo que había sido malo, no importa lo noble que pareciese a primera vista, porque la soledad era la raíz de todos los males, lo que conducía a la locura a los seres humanos, a la pérdida de la identidad y a toda clase de obsesiones. El instinto tribal era el único sólido que tenía el hombre, y el único que, posiblemente, podía conducirle hacia adelante.
Gherkin rogó a la muchacha que dejase de darte lecciones; hablaba como una madre y él ya tenía suficiente con la suya.
—Intenté llamarte durante el fin de semana —dijo Callie—. Había dos conciertos y una manifestación en Central Park, y pensé que podíamos haber ido juntos, pero nadie cogió el teléfono en tu casa.
Mientras lo estaba diciendo se preguntó qué habría pasado de contestar otra persona que no fuese el mismo Gherkin, ya que nunca había tenido ocasión de llamarle hasta entonces porque casi siempre el muchacho estaba con ella. Nunca había visto a sus padres, ni él a los de Calliope, porque nadie presentaba sus padres a nadie por aquel entonces. Ni se les iniciaba en nada de lo que era verdadero y decente. Simplemente se les dejaba en su sitio, mientras que todavía hubiese uno para ellos. Ni siquiera les hacían saber los nombres reales por los que se les llamaba en la pandilla.
Sin embargo, ¿se hubiesen adaptado los dos tan bien a los cánones de la vida de tribu, de haber sido sus padres respectivos diferentes de lo que eran?
La madre de Calliope era maestra de escuela, y el padre trabajaba en la oficina de Correos. Los dos pertenecían a «las buenas causas». Su madre con más intensidad aún, debido al tipo de trabajo que realizaba. De una maestra se espera que tome parte activa en ellas si sabe lo que le conviene. Pero, en el fondo, ninguno de los dos era lo que su hija hubiese considerado como verdadero «militante». Habían trabajado muy duro para alcanzar su nivel respetable de clase media y no estaban dispuestos a renunciar a él fácilmente al simple grito de guerra del «Tío Tom». Aunque eran lo bastante astutos para no declararlo abiertamente, algunos de sus mejores amigos eran blancos, y en ocasiones se sentían un tanto incómodos con ellos.
Tanto el señor como la señora Fillmore habían nacido en Harlem antes de que la Prensa comenzase a llamarlo un ghetto.
—Cuando yo era muchacho la gente sólo utilizaba la palabra ghetto para designar un sitio donde vivían los judíos —solía decir mister Fillmore, un tanto inquieto—. Incluso se hablaba del «Ghetto Dorado», en el que vivían los judíos ricos. ¿Cómo es que repentinamente se usa para nombrar un suburbio negro?
—Fíjate en lo que te digo: la culpa es toda de ese Sammy Davis junior —decía la tía de la señora Fillmore, Ada, que, aunque era una emigrada del sur desde hacía ya más de medio siglo, se negaba a cambiar su forma de pensar bajo ningún pretexto—. Te aseguro que no tengo nada contra los judíos, pero cuando uno ha nacido ya con una marca, ¿por qué ir en busca de otra?
Y cuando su sobrino señalaba que Sammy Davis junior parecía estar desenvolviéndose bastante bien a pesar de las dos marcas, tía Ada contestaba:
—Estos Yids siempre saben mirar para sí.
Callie había nacido en Harlem, pero ahora ella y sus padres vivían en un edificio de varios pisos, parte de un moderno proyecto para inquilinos de la clase media acomodada, situado en el West Side alto. Allí existía la integración…, en el sentido de que todo negro que pudiera permitirse pagar los precios exorbitantes de la renta y facilitar las referencias exigidas, podía alojarse en el bloque. Los Fillmore, sin embargo, empezaban a encontrar cada vez menos atractivo el vivir allí. Las paredes eran tal delgadas que podía oírse todo lo que sucedía en los apartamentos contiguos, desde aquel habitado por una familia latinoamericana, con sus bongos, hasta el otro donde estaban los italianos, con sus continuas disputas a voz en grito.
—Con tanta agua como se oye correr durante todo el día uno se imaginaría que sus niños iban a estar limpios —observaba la señora Fillmore—. ¡Pero no es así!
Otra de las cosas que la molestaban era que cada vez que asomaba las narices fuera de su propio apartamento, salía al vestíbulo del edificio o entraba en el ascensor, todos los otros inquilinos blancos tenían que hacer un esfuerzo especial para hablar con ella.
—¡Cuando es gente que no te daría ni la hora! ¿Es que no piensan que uno necesita también un poco de vida privada?
La familia de Gherkin pertenecía a la clase media desde hacía ya varias generaciones, por lo que el muchacho no se podía dar cuenta del hecho, y cuando le pinchaban un poco sobre este punto decía con aire de tolerancia:
—Después de todo, siempre ha sido la burguesía, voluntariamente o bajo presión, la que ha pagado las facturas de las revoluciones.
Los Rosenblum vivían en un bloque de casas del East Side, del que eran propietarios desde tiempo inmemorial, que no tenían nada en común ni en estilo ni en comodidades con otras de más reciente construcción. Pero esto no le preocupaba en absoluto. Lo único que parecía hacerlo era el hecho de que su padre fuese dentista. Daba la impresión de que pensase que había algo ligeramente vergonzoso en esa antigua y noble profesión.
La madre de Gherkin no tenía ningún empleo. Había trabajado como modelo hasta quedar embarazada de su primer hijo, la hermana mayor de Gherkin, que ahora estaba casada con un doctor de brillante porvenir. Desde entonces se había quedado en la casa. El doctor Rosenblum no aprobaba que las mujeres trabajasen, a menos, que existiera una razón muy importante para ello, como, por ejemplo, ayudar a sus esposos a terminar los estudios de medicina dental.
—Ahora que Roz y yo somos mayores, mamá dedica su actividad a una gran cantidad de comités y cosas así —solía decir Gherkin con aire de disgusto; pero Calliope no veía que hubiese nada malo en ello…, ni tampoco en que la mujer no tuviese que trabajar.
A Gherkin parecía tenerle sin cuidado el que Callie le hubiese telefoneado a casa, o si le había importado ponía buen cuidado en no demostrarlo. Lo mismo habrían hecho sus padres, aunque hubiesen sabido un poco sobre ella por su voz. La gente liberal era un tanto escurridiza en este sentido.
—Me imagino que papá y mamá habían salido a deleitarse con aquella casa que van a comprar en la Avenida 70 del distrito oeste.
—¡En la Avenida 70! ¿Cómo es que no se van a Long Island como toda la demás… gente próspera?
—Dicen que dejar la ciudad sería una especie de evasión —y los dos se echaron a reír de buena gana ante la idea de que lo único en que podían pensar los padres era en esto de buscar un escape.
—Dime cómo es la casa. ¿Es de esas de piedra marrón a las que se acostumbra dividir en apartamentos, o van a ocuparla entera ellos solos?
—¿Quién puede permitirse el lujo de mantener una casa entera en Nueva York hoy día? ¡Ni siquiera en el distrito oeste! —dijo Gherkin, sin darse cuenta del énfasis satisfecho, de capitalista, que ponía en sus palabras—. Creo que hay también una ventaja en cuanto a los impuestos si la convierten en dos duplex más un agujero en la planta baja para algunos desgraciados trogloditas. Están buscando —continuó, haciendo una parodia de lo que debía ser la voz de su madre, ya que no había ninguna razón para suponer que su padre hablase en falsete— una familia con la que se lleven bien, para que ocupe el otro duplex. Me imagino que no les importa mucho quiénes tomen la planta baja, con tal de que sean… —al llegar aquí se cruzó con la mirada de Callie— tranquilos.
—¿Cuántas habitaciones hay y cómo es el jardín? ¿No es una lástima que os veáis privados de él por el apartamento de la planta baja?
Gherkin le explicó que creía que sus padres pensaban construir un tramo de escaleras que bajase directamente del primer piso hasta el jardín, de modo que los inquilinos de la planta baja no se quedaran con ese privilegio. Aparte de esto, no sabía nada a propósito de la casa. Pero tampoco le importaba en absoluto.
—¿No tienes siquiera un poco de curiosidad? —dijo Calliope, que era constructora de nidos por temperamento. Le habría encantado poder ver la casa y discutir las innovaciones y el papel que convenía a las paredes, y dar sus ideas sobre los cuartos de baño. Hubiese querido tener el valor suficiente para pedirle a Gherkin que la dejase conocer a su madre, que se la presentase por lo menos…—. ¿Cómo es que no contestaste al teléfono? ¿Estuviste fuera durante todo el fin de semana?
—¿No has prestado atención a nada de lo que te he estado diciendo? Estaba fuera en… —se rió un poco— la tierra de los Verdes.
—¿Quieres decir que estuviste allí todo el tiempo, no sólo el viernes por la noche?
Se la quedó mirando sorprendido y dijo que le parecía haber explicado ya con toda claridad que el viaje había durado dos días y tres noches, y la manera cómo había ido.
Por alguna razón inexplicable a ella le molestó que todo fuese tan confuso, excepto el tiempo. Además, ¿dónde había estado su cuerpo físico durante todo este intervalo? ¿Simplemente tumbado allí, en alguna parte en Long Island, en medio del estupor, como él había dicho? Probablemente sobre un suelo frío, además. Había ido para reventarse el cerebro, y volvería con una pulmonía.
Cuando Gherkin le preguntó sin rodeos si quería hacer el viaje en su compañía el próximo fin de semana, ella dijo que no; pero sólo a manera de apertura, porque sabía bien que, al final, acabaría yendo, curiosa por tener la misma experiencia que él había tenido, pero, más aún, por miedo de que, si se negaba, él se fuese con otra chica para compartir la cosa, fuera lo que fuese.
Luego, después de haber dicho ya que sí, que estaba bien, que iría, que dejase de atosigarla, él mencionó como por casualidad:
—¡Ah! El tipo que organizaba la cuestión dijo que no debía llevar a nadie que tuviera más de dieciocho años.
¿Se daba cuenta Gherkin de lo siniestra que era esta condición? Porque aunque todo el mundo sabe que después de los veintiuno se empieza a morir un poco cada año que pasa, hasta que al llegar a los treinta no se es ya más que un pelele (y esto es lo malo de lo que ocurre con el mundo actual: que son este tipo de individuos los que lo gobiernan), las leyes están hechas por los peleles y nadie que esté mezclado en cosas de verdadero significado va a añadirse deliberadamente un riesgo inútil y la posibilidad de que le metan en la cárcel.
—¿Seguro que no son una especie de brujas que están buscando una her-mo-sí-si-ma virgen que sacrificar en el altar de sus lujurias inconfesables?
Él se la quedó mirando, con cierta duda, tratando de ver si detrás de la risa un tanto forzada de Callie no se ocultaba una creencia real en aquella clase de cosas, heredada de las oscuras tradiciones del vudú que le habían legado sus bárbaros antepasados.
Entonces se le ocurrió a la chica que quizá lo que mantenía a Gherkin tan separado de ella durante aquellos meses no era el hecho de que fuese negra (en realidad tostada clara; pero describirse a sí misma en la actualidad de diferente modo que «negro» era otra clase de escape, a menos, naturalmente, que uno fuese blanco), sino que no era más primitiva que cualquier muchacha corriente de dieciséis años, destruyendo así su imagen preconcebida de macho blanco sobre lo que una chica negra, incluso lo que una chica negra de alto coeficiente de inteligencia entre las no analfabetas, debía ser. Esperaba que ahora lo soltase para poderle contestar y aplastar un poco su ego, pero él pasó de puntillas sobre el tema.
—Hoy día no hay razón para suponer que una chica sea aún virgen porque no tenga dieciocho años. De todas formas, no dijeron que llevase a una chica; dijeron que llevase a un amigo, sin especificar sexo —dijo Gherkin—. Me explicaron que los poderes creadores del hombre alcanzan… su máximo entre los diecisiete y los dieciocho años, y que luego empiezan a declinar. Supongo que lo que querían decir es que la cosa no produciría tanto efecto en gente mayor, de manera que, ¿por qué desperdiciarla? Evidentemente tiene bastante sentido.
Este era uno de los aspectos que preocupaban a Callie: había tan pocas cosas que tenían sentido que lo racional parecía inmediatamente sospechoso. Además, todo lo concerniente a este asunto le parecía bastante raro. Intentó acorralarle un poco:
—Dime, ¿cómo encontraste ese piso?
No era exactamente un piso, según dijo él. Había llamado al número de teléfono que venía en un anuncio en La Voz del Village; ella no encontró demasiado alivio en esto, aunque tampoco la base suficiente como para hacer alguna objeción de peso, como si, por ejemplo, lo hubiese encontrado en el Otro Village del Este.
—Exactamente ¿qué es lo que decía el anuncio?
—Oh, algo así como «jóvenes activos a los que les guste viajar y que deseen hacer un recorrido muy especial con todos los gastos pagados». Muy cauteloso.
—No cabe duda —convino ella, pensando, mientras hablaba, en cuál sería la mejor manera que podía encontrar para eludir su promesa.
Durante los días siguientes apenas si vio a Gherkin, porque, siendo como era una estudiante con beca y temerosa de los privilegios que aún no podía del todo atreverse a aceptar como suyos por derecho propio, sólo se unía a algunas manifestaciones durante las horas de estudio, eligiendo además, para prestarles su contribución personal, las menos ruidosas…, mientras que Gherkin hacía novillos cuando se le antojaba y acusaba a la policía a voz en grito con la furia de un joven al que sus padres costearían sin problema otro curso, caso de que le suspendiesen en los exámenes finales del que estaba haciendo. Incluso si la administración de la Facultad se ponía intransigente y lo expulsaba, sus padres ya se encargarían de arreglar el traslado a otro centro más tolerante.
Callie tenía remordimientos por no atreverse a batallar abiertamente a su lado sobre la arena universitaria. Esta barrera se levantó, sin embargo, a media semana, cuando, después de varias redefiniciones de principios, las demostraciones de los estudiantes se polarizaron sobre la cuestión racial, los blancos de la parte alta del campus y los negros de la parte baja, mientras que su propia Asociación de Damas en Marcha (como la habían bautizado sus detractores) se dispersó fuera de la cafetería cuando la cuestión del problema alimenticio en el campus vino a imponerse sobre los otros asuntos confusos y poco definidos, o quizá confusos porque eran poco definidos, que inicialmente habían espoleado a los manifestantes.
Su corazón saltó de gozo cuando un estudiante periodista de la zona alta del campus llegó con la noticia de que la cosa había crecido de volumen hasta llegar a una confrontación activa entre los manifestantes y la policía.
Aunque Calliope confiaba sinceramente en que no le hubiese ocurrido nada grave a Gherkin, en su fuero interno ansiaba que el muchacho tuviese que pasar ante el juez a causa de la revuelta y que este retraso forzoso fuese lo bastante largo como para impedirles dar comienzo a su proyectado viaje de aquel viernes.
Sin embargo, aun concediendo un margen de verosimilitud a las declaraciones exageradas que eran el único medio por el que las minorías oprimidas podían transmitir su mensaje a través de la barrera llena de prejuicios de la prensa controlada por la clase media, la historia entera resultó tener sólo una conexión marginal con los hechos reales, y estos hechos eran que la policía había arrojado por una ventana del piso bajo al jefe del departamento de matemáticas, creyendo, por equivocación, que se trataba del presidente de la junta de estudiantes.
Después de una buena ronda de carcajadas, la manifestación del día se había disuelto en una serie poco usual de conversaciones entre los estudiantes y los agentes del orden.
Gherkin estaba intacto y deseoso de que llegara la tarde del viernes. Su deseo, Callie se daba perfecta cuenta de esto, no era tanto a causa de ella como de la maldita chica peluda con la que esperaba encontrarse de nuevo en las verdes praderas de su mente.
—Pero ¿por qué tenemos que quedarnos todo el fin de semana? —preguntó Calliope con cierta tristeza mientras bajaban al Metro.
—Supongo que ése es el tiempo que tarda en… funcionar. O el que necesitamos nosotros para salir de ello —parecía un poco suspicaz—. Me imagino que les habrás contado a tus padres alguna historia como tapadera, ¿verdad? Quiero decir que no van a enviar ninguna partida en tu busca, o algo por el estilo, ¿no?
—¿Acaso crees que soy una niña? Les dije que iba a quedarme con Marjorie, y como no conocen a Marjorie creen que todo está en orden. Sólo que… no me gusta mentirles —concluyó con un hilo de voz.
Él hizo un gesto de desaprobación.
—Bueno, si son tan estrechos de mentalidad no hay otra cosa que puedas hacer más que mentirles. Básicamente es a ellos a quienes hay que culpar por obligarte a ser embustera. Es un punto negro en contra suya, no contra ti.
Punto blanco, punto rosa, punto verde… ¿Por qué tenía que decir negro?
—¿Qué les dices tú a los tuyos? —le pregunto—. ¿O acaso no se meten en tu vida privada?
Gherkin dejó escapar una especie de ruido de disgusto, como si se estuviese enjuagando la boca.
—Si no lo hiciesen no serían padres. Les dije que iba a pasar el fin de semana en el campo con varios compañeros, ocupado en algunos entretenimientos viriles, como, por ejemplo, matar animalejos. No me quedaba otra alternativa. Hasta que la familia, como entidad, haya sido reconstruida o eliminada por completo, la única manera de tratar con los padres es mintiéndoles.
Pero ¿para qué molestarse en mentirles, si no era para evitar que se hiriesen sus sentimientos? Y eso porque los quería. Visto de esta manera, ¿era la hipocresía, o tal vez el cariño, lo que resultaba morboso? Por su rapidez en acusar de incesto maternal a cualquiera con el que no estuviese de acuerdo, Callie había deducido que Gherkin tenía un complejo y se había entretenido, a partir de esto, haciendo hipótesis sobre la posibilidad de que la chica verde representase a su madre, en cuyo caso el pelaje y la cola debían tener algún significado profundo que no llegaba a comprender.
—¿Acaso es el verde el color favorito de tu madre? —le preguntó…
—No —dijo él—. Pero era su apellido de soltera.
Ya estaba. Si esto no tenía un significado, Callie no sabía qué era lo que podía tenerlo.
Fueron hasta el final de la línea en Queens, donde el Metro se convertía en ferrocarril elevado, de modo que tuvieron que bajar las escaleras para salir y esto le produjo a ella una sensación tan extraña de asombro que le pareció como si ya hubiesen comenzado el viaje. Después de todo, ¿qué podía ser más singular que un Metro por el aire? Luego tomaron un autobús que fue dando tumbos durante más de media hora antes de dejarles en alguna parte que daba la impresión de estar en medio de la nada. Desde allí, le dijo Gherkin, tendrían que coger bicicletas.
—¡Bicicletas! ¿Te estás burlando de mí? En primer lugar, ¿dónde vamos a encontrar las bicicletas? Y además…
—Estarán esperándonos detrás de aquel cobertizo —dijo Gherkin.
Y así era. Dos «Schwinn» de carreras, con aspecto muy nuevo y brillante, apoyadas contra la pared, y ni un alma a la vista.
Callie se dijo que debía ser un vecindario muy honrado el que vivía por allí, aunque no sin cierto resentimiento.
Titubeó un instante antes de subirse a la suya. Tenía miedo en su mente, en su cuerpo, incluso en su virginidad, que de pronto le parecía preciosa. Nunca hasta entonces había subido a una bicicleta. Ni nunca había tenido deseos de hacerlo.
—Es una suerte que no lleves falda, porque las dos son bicicletas de chico.
—Ya sabes que, prácticamente, nunca llevo falda.
—Bueno, ¿qué es lo que estás esperando?
Vio que no iba a ayudarla. Se montó como pudo.
—¿Estás seguro de que sabes el camino? —preguntó mientras descendían la calle, con su bicicleta a la altura de la de Gherkin, pero haciendo algunas eses. Por suerte había poco tráfico—. Lo único que nos faltaría para tener una noche completa sería perdernos por aquí.
—En realidad no conozco el camino. Pero estas bicicletas nos llevarán solas.
—Anda, no digas tonterías; ya tengo bastante, ¿comprendes lo que quiero decir? Si no quieres contarme tus pequeños secretos, está bien, pero no elijas un momento como éste, en que me voy jugando la vida, para tomarme el pelo.
Lo curioso era, sin embargo, que aunque iba pedaleando con todas sus fuerzas no llegaba a dominar la máquina por completo. Al principio lo atribuyó a la falta de familiaridad con el artefacto. Luego, en una ocasión en que Gherkin dobló una curva, y ella, abstraída con lo que iban diciendo, no se preocupó de virar, le pareció como si su bicicleta doblase por sí sola tras la del muchacho. Pero esto debía de ser sólo su imaginación; probablemente en su subconsciente había ido siguiendo a Gherkin todo el tiempo.
Bicicletas y ciclistas se detuvieron frente a un gran almacén, la clase de construcción indescriptible que los gángsters de las películas utilizan como disimulo para sus escondrijos. Había un gato sentado fuera, mirándoles. Un enorme gato macho de pelo rojizo con un collar de oro alrededor del cuello. El collar estaba engarzado en piedras verdes. Les miró aún un momento y, luego, se dio la vuelta y entró trotando en el edificio. Calliope tuvo la extraña sensación de que se les había adelantado para anunciar su llegada.
Mientras estaban apoyando las bicicletas con todo cuidado contra la pared de ladrillos del bloque, salió un hombre a su encuentro para conducirles al interior. Era un tipo pelirrojo, de rostro triangular, ojos verdes, y la piel tan blanca que parecía como si le hubiesen remojado en lejía. Iba vestido con algo que era como un intermedio entre el equipo de un buceador y el traje de un astronauta, muy ceñido al cuerpo. Todo ello en color gris perla, muy extravagante y probablemente muy caro. Cuanto había en el interior de la construcción daba la impresión de ser muy valioso, estéril y funcional hasta la ostentación, y (Gherkin tenía razón en esto) parecía mucho más un laboratorio que una vivienda. Sería demasiado ridículo que hubiesen venido a caer en la guarida de algún científico loco, como los de las novelas de ciencia ficción, pensó Callie.
Había pensado en hacer toda clase de preguntas, pero, una vez allí, estaba dejándose conducir, sin saber cómo, hacia algo de aspecto tan siniestro como un sillón de dentista (¿quizá una imagen caída del subconsciente de Gherkin?) antes de tener tiempo siquiera de abrir la boca. Todo era sumamente rápido…, excepto que no lo parecía en absoluto. Le daba la impresión de que el tiempo había disminuido su marcha para ella, mientras que el gato se movía en torno suyo a velocidad normal. De todas formas pensó que habría alguna clase de formalidades, algún cambio de nombres, aunque fuesen falsos; algo, en fin, a manera de transición o de introducción convencional.
—Pero ¿qué es todo esto? —preguntó al fin, mientras el hombre se afanaba con una serie de palancas y manivelas sobre un aparato que parecía un computador o un panel de control gigantesco; algo terriblemente tecnológico, fuera lo que fuese.
—Seguro que tu amigo te lo ha dicho ya —contestó el hombre. Tenía un ligero acento extranjero.
—Me contó cosas pero no me dijo nada que fuese realmente significativo sobre la experiencia. No me explicó…
—Porque yo tampoco lo entendí del todo —dijo Gherkin desde algo parecido a… un cubículo cercano, donde le estaban instalando sobre otra especie de sillón de dentista similar al suyo. El que lo hacía era un hombre de pelo negro, vestido con un traje de vinil ajustado, también negro, y zapatos de tenis blancos. Al igual que el primero, tenía los ojos verdes y la piel muy blanca.
—Era mejor dejarle que él mismo interpretase su propia experiencia —dijo el hombre de pelo rojo—. Es la línea más sólida de pensamiento, sobre todo teniendo en cuenta que vuestros medios de comunicación…
—Yo no soy…, ¡eh! —gritó Calliope de pronto—. ¡Pare eso, me oye! Nadie dijo nada de que tenían que atarnos. Me niego en absoluto…
—Te aseguro que es necesario —dijo el hombre, y apretó las hebillas de las correas—. Disminuye las primeras molestias del viaje. De otra forma podrías caerte.
—¡Déjeme salir de aquí en seguida o gritaré hasta que se vengan abajo las paredes…! —empezó a decir Calliope. Pero se dio cuenta de pronto de que el hombre ya no estaba allí. Al menos, cerca de ella. Pudo ver que se había metido en otro cubículo y que se estaba atando él mismo a su sillón, lo que también hacía el otro tipo, el vestido de negro con zapatos blancos. Y era curioso que lo viera porque las paredes de su propio cubículo y las de los otros eran opacas. Fue entonces cuando se dio cuenta de que en algún instante que no podía precisar había empezado ya su viaje por el espacio. Entendió en aquel momento por qué Gherkin no pudo explicarle cómo le habían administrado la cosa aquella.
El edificio entero pareció estremecerse. Luego hubo una sensación bien clara de movimiento, un olor raro y una gran fuerza que parecía comprimiría contra su asiento. El tipo de pelo rojo no le había advertido sobre nada de aquello.
—Tranquilízate —le gritó desde lejos— y así encontrarás el despegue más fácil. Trata de respirar normalmente.
Pero ¿cómo era posible que respirase normalmente cuando nada era normal en torno a ella, cuando aquella presión extraña parecía aplastarla como si fuese una lámina y cuando al mismo tiempo alguien, en alguna parte, había empezado a tocar algo de aquella horrible música moderna que aun en mejores circunstancias acababa por dar dolor de cabeza, sobre todo si se esta obligado a fingir que te gusta? Ahora, sin embargo, la cortesía estaba de sobra, en el momento en que se está intentando cumplir la amenaza de gritar con todas las fuerzas, sabiendo, al mismo tiempo, que nadie lo va a escuchar en medio de aquel estrépito infernal, a través de las paredes del tiempo, del espacio y de la apatía.
Además, no eran sus propios gritos los que vibraban en su cabeza, sino los de Gherkin. Probablemente estaba volviéndose de dentro afuera otra vez.
«Si alguna vez conseguimos salir de este maldito viaje —pensó mientras algo la cortaba en pedacitos con golpes, largos y regulares— voy a ser yo la que de verdad le vuelva de dentro afuera.»
Por fin se desvaneció, y cuando recobró el conocimiento se halló en un lugar que parecía exactamente el mundo que Gherkin le había descrito. Frente a ella había una chica verde, cubierta de pelo, mirándola fijamente con una mezcla de perplejidad y diversión; aunque cómo pudo Calliope juzgar esto es más de lo que hubiese podido explicar, ya que la cara de la otra estaba totalmente desprovista de expresión. Aquella chica verde no era humana ni mucho menos, aunque sí era, de una manera definitiva y envidiable, un mamífero.
Al principio, Callie pensó que debía de ser la misma chica de la que había hablado Gherkin. Luego se dijo, irritada, que no era posible. Aquél era su sueño propio, no el de Gherkin. Pero ¿por qué tenía ella que soñar con una chica, y especialmente una chica con aspecto de gorila, con pechos como melones? ¡Haber estado preguntándose si Gherkin tendría algún problema y mira con lo que soñaba ella ahora!
La chica verde habló, y dijo:
—¡Oh, diablos, caramba, demonios! Alguien ha gastado aquí una buena broma —pero lo dijo sin mover los labios. Hablaba y sus labios permanecían inmóviles.
—Telepatía. Es así como llego a entender lo que me dices, ¿no es eso? —le preguntó Callie, alerta.
La chica verde pareció sonreír, excepto que no lo hizo, y dijo, de nuevo sin mover los labios:
—Bastante cerca de ello; o por lo menos tan cerca como tú puedes llegar con tu… —hubo una especie de pausa confusa en el cerebro de Callie— con tu limitada capacidad de comunicación. Lo que pasa es que aquí hay algo terriblemente equivocado. Nena, tú no eres en absoluto la que debías estar en está escena.
—Ni siquiera tenemos la misma oportunidad en los sueños —murmuró Callie, casi para sí misma.
Los ojos de la chica verde se abrieron, sin lugar a dudas.
—Pero ¿por qué tiene que preocuparos tanto el color entre todas las cosas? Confieso que yendo desnudos como vais, y pelados… —hizo un gesto inconfundible de repulsión— es un poco difícil de aceptar, pero me imagino que, de todas formas, podríais hacerlo.
—Bueno, yo no iría desnuda si alguien no me hubiese despojado de mis trapos —contestó Callie con bastante sentido común.
—Se los llevaron para desinfectarlos. Te los darán otra vez cuando llegue el momento de la inspección para la salida. Una precaución sanitaria imprescindible. Siento que tengas que mostrarte así, en carne viva, pero las reglas son las reglas. —Luego añadió, pensativa—: Resulta difícil pensar en una forma inteligente de vida, aunque sea del tipo primitivo, sin pelo, o por lo menos sin plumas; pero los… —trató de hallar la palabra exacta— los exploradores… dicen que tenéis un potencial de pensamiento casi tan bueno como el nuestro. Dime, ¿es que ocurrió alguna especie de catástrofe en vuestro planeta? ¿Alguna epidemia? ¿Acaso se trató de un fuego?
—No, que yo sepa. Siempre hemos sido así.
—Naturalmente, tenéis que cubriros con algo para ocultar vuestras deficiencias. Eso quiere decir que no estáis por completo exentos de sensibilidad. En realidad son esas cubiertas vuestras las que iniciaron toda la confusión. Los exploradores dicen que, en vuestro planeta, los diferentes sexos llevan cubiertas diferentes y que los machos tienen una cresta de pelo más corta que la de las hembras. Ya dije a todo el mundo que los exploradores no eran tan inteligentes como pretendían, pero me contestaron que teníamos que hacerles caso. Ellos lo sabían todo y serían quienes nos salvarían —al llegar aquí su mente hizo una especie de chasquido despectivo.
—Bueno, es cierto que los tipos convencionales llevan el pelo de manera diferente y también vestidos distintos, de modo que, en general, no estaban equivocados. No es culpa de…, ¿cómo los has llamado?, los exploradores. No se puede esperar que los extranjeros estén al corriente de todo cuando prácticamente los que tienen más de veinticinco años no saben nada de nada. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Necesitábamos gente joven —dijo la chica verde, después de una pausa—. Los exploradores dijeron que vuestros machos están en sus mejores condiciones reproductivas entre lo que vosotros contáis como diecisiete y dieciocho años. Después de ese tiempo su fertilidad empieza a declinar, y fertilidad es precisamente lo que nosotros buscamos.
La luz se hizo en Calliope como si una bombilla cósmica se hubiese encendido sobre su cabeza.
—¡Ah! Por eso queríais machos. Para que os sirviesen de sementales. Siento que yo haya salido del sexo equivocado.
—No fue culpa tuya —dijo la chica verde con igual cortesía—. Los exploradores debían haber tenido más cuidado.
—Debe ser bastante duro para vosotras, sintiendo como sentís respecto a nosotros, tener que… hacerlo de esta manera. Pero, naturalmente, no os queda otro remedio, o el proyecto no se hubiese desarrollado nunca.
—La idea es… repulsiva —dijo la chica verde.
En la mente de Callie era mucho más repulsiva. Pensó que cuando aquellos seres verdes iban por ello, no habría nada que los detuviese.
—Pero es la única posibilidad que tenemos de conservar nuestra raza. No nos queda otra solución que sacrificarnos —continuó diciendo la chica verde.
¡Esto sí que podía llamarse entrega total a una causa! Callie se quedó observando a la muchacha y se preguntó si sería capaz de hacerlo también con un orangután, caso de que el bien común así lo exigiese.
—Pero, una cosa: ¿tú crees que dará resultado? Mi especialidad no son las ciencias biológicas, pero no hay duda de que nuestras dos razas son totalmente diferentes.
—Los exploradores han estado buscando todas las formas posibles de vida que se nos pareciesen un poco, aunque fuera remotamente, y trayéndonoslas hasta aquí —dijo la chica verde con cierto desdén—. Ninguno de los que se nos parecían dio resultado, y ahora están rebañando verdaderamente hasta el fondo del barril. ¿Sabes?, lo que ocurre con nuestros machos es que parecen haber perdido su fertilidad. No ha nacido aquí un niño desde hace…, ¡ub!
La expresión parecía indicar un espacio de tiempo bastante considerable, y en esto había que tener aún en cuenta que ellos vivían mucho más tiempo que los seres humanos. Sin embargo, no eran inmortales, ni mucho menos, y hasta que llegaron los exploradores, dedicados por entero a la tarea de ver si podían preservar las razas superiores, parecía como si la suya estuviese destinada a desaparecer.
Los exploradores, como Callie había ya supuesto, eran los tipos que les habían facilitado a Gherkin y a ella, aquel viaje. Pertenecían, según explicó la chica verde, a una raza de hacedores del bien que circulaban por las galaxias, llevando ayuda y consuelo, tanto dentro como fuera de la ley, a las razas menores, con su consentimiento o sin él.
Al principio las gentes verdes se alegraron de recibirlos y sintieron renacer una cierta esperanza, pero más adelante muchos, entre ellos la chica verde, empezaron a pensar que serla preferible aceptar la idea de que su raza tenía que extinguirse. Sobre todo si los cruces acaban por dar como resultado crías semejantes a…, algunas de las especies que nos han traído. Ellos aseguran, sin embargo, que nuestros caracteres serán los dominantes, de modo que vale la pena probar. De todas formas, es todo tan horrible que a veces pienso que se trata de una pesadilla. Que un día me despertaré y descubriré que no ha sucedido.
—Pero es todo un… —comenzó a decir Calliope, y se interrumpió para no herir los sentimientos de aquella ilusión—. Comprendo cómo debes sentirte.
La chica pareció molesta.
—Perdóname, pero no puedes tener ni la más remota idea de cómo nos sentimos. ¡Oh! Estoy segura de que lo dices de buena fe, pero eres tan diferente a nosotros que no puedes ni empezar a entendernos, y mucho menos a identificarnos. Tienes una experiencia de la vida tan diferente…
Algunas gentes…, algunas criaturas, pensaban de sí mismas que eran tan especiales… Pero Calliope no estaba dispuesta a discutir con una creación de su propia mente.
—Me parece que lo mejor será que me vuelva a casa, ya que no estoy desempeñando aquí ningún papel que tenga significado alguno.
—Me temo que eso no va a ser posible. La astronave no está programada para partir hasta… lo que corresponde a vuestro domingo por la noche. Me parece que tendrás que quedarte durante todo el fin de semana.
«¡La astronave!», pensó Callie.
—¿La astronave?
Pero todo este suceso no era más que un sueño, una alucinación, un viaje… Naturalmente que la astronave encajaba perfectamente con esta parte del sueño.
«Demonios, sí que estoy aún poco madura. Primero la astronave; lo siguiente va a ser sin duda Santa Claus, completo con su trineo y sus renos.»
La sonrisa inmóvil de la chica verde se trataba más bien de una mueca de burla. Si era tan lista como parecía creerse, debía saber que no era real. Pero, naturalmente, no iba a admitirlo. A nadie le gusta admitir que es sólo una invención, y menos aún una invención de alguien a quien desprecia.
—Ya que eres nuestra invitada puedes ir fijándote en las vistas… —aunque la frase que proyectó era más bien algo así como: «Puedes ir dándote cuenta del ambiente tanto como te lo permitan tus reducidas facultades mentales.»
Diciendo esto condujo a Callie desde el lugar indeterminado, casi subjetivo, donde habían estado sosteniendo su charla mental, hasta alguna parte en el exterior, aunque tal vez era así, solamente, como lo percibieron las «reducidas facultades mentales» de Callie.
El aire tenía un extraño olor pungente. Quizá era allí donde Gherkin había tenido la primera sensación de aire fresco. No, esto había sido, era una vez más, el olor de la droga pasando a través de la alucinación para recordarle que nada de aquello era real…, que el chico de pelaje verde que estaba apoyado perezosamente contra el tronco de un árbol tocando un extraño instrumento, de cuerda mientras entonaba, con los labios inmóviles, una canción melancólica referente a alguna emoción indefinible que desde luego no era amor, no era tampoco, desgraciadamente, más que un producto de su propia imaginación.
—Aquí hay un pequeño regalo para ti, bola de carne —dijo la chica con tono burlón y con una actitud de familiaridad sin afecto que, para la mente terrestre, sólo podía interpretarse como la manera de hablar de un matrimonio—. Parece que hubo un error en el cargamento. Pero nuestra pérdida puede ser tu ganancia.
Ignorando a su forma similar de vida, el muchacho miró a Calliope. Tenía el pelaje verde, una cola, y parecía humanoide, pero con rasgos bastante inhumanos. Era la criatura más hermosa que ella había visto nunca y por un momento sintió una vergüenza enorme de su piel lampiña, viéndose a sí misma como él debía verla sin duda: sin pelaje, desnuda, primitiva y, quizá, incluso bestial. Nunca hasta entonces se había rebajado con el solo objeto de complacer a un macho, pero, a medida que una tierna emoción la envolvía (de una forma que… no había experimentado nunca, ahora se daba cuenta de ello), su feminismo se disolvió en pura feminidad y trató de parecer lo más atractiva y lo más dulce posible.
Le llegaron entonces las primeras ondas mentales del muchacho verde, envolventes e impregnadas de deseos, y estuvo segura de que la sentía como algo más que como un juguete. La alucinación fue transformándose en el sueño de un sueño, y, a medida que sucedía, ella perdió toda su identidad concreta, negra, humana, hembra, para dejarse sumergir en la suya.
¡Oh! ¡Cómo le explicó a Gherkin después!
—Nos derretimos a la primera mirada.
Los dos estaban en el Metro, empezando a recuperarse del estado seminebuloso en que los había dejado el viaje, y tan absortos aún que apenas si podían recordar su llegada al almacén ni su partida de allí, al regreso.
Medio en sueños todavía habían montado en las bicicletas, y, un poco más despiertos, subieron al autobús. Era sólo entonces, en el Metro, cuando empezaban a recuperar la conciencia plena de sí mismos.
—Nunca me he entusiasmado tanto con nadie como con él —dijo Calliope.
La cosa debía haber sido, pensó Gherkin, muy semejante a su propia experiencia anterior. Algo como… «¡Uauh!» Callie lanzó una risita muy especial.
—Claro que… me doy cuenta de que todo ello no ha sido más que una alucinación, pero se trató realmente de algo fuera de lo normal; tú lo comprendes.
Se apretó contra él para hacer aún más obvio su pensamiento. Gherkin no contestó. Y los antiguos complejos que el sueño había embotado durante aquellos días volvieron a apoderarse de su mente. Callie se dio cuenta de algo y le dijo:
—¿Qué es lo que te preocupa? ¿Tienes miedo de que alguien nos linche por ser una mezcla en lugar de una combinación?
—Deja de proyectar sobre mí tu hostilidad —dijo él, pensativo—. Lo que me parece extraordinario es que los dos tuviéramos la misma clase de visiones.
—Bueno, me imagino que ocurre algo así con el hipnotismo de la misa o con el subconsciente colectivo si uno pudiera ir a misa o formar una colectividad de sólo dos personas. Me vengo a referir a que me contaste tanto sobre tu primer viaje que llegó un momento en que casi fue real para mí, de modo que llegué a imaginar que estaba en el mismo lugar y teniendo el mismo tipo de experiencia. Quizá incluso, mientras viajábamos por la alucinación, podíamos comunicarnos de alguna forma, de manera que nuestras mentes se cruzaban y se fundían en idéntica visión. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Si era realmente la misma visión, ¿cómo es que a mí no me dijeron nada de eso de la raza que estaba a punto de extinguirse y de cómo nos necesitaban a nosotros, los machos, para que les diésemos una inyección… en alguna parte? A mí me lo ocultaron, ¿y sabes por qué? No querían que supiese que me estaban usando como… semental —terminó diciendo, no sin encontrar un placer mórbido en aquella noble imagen de sí mismo en la forma de un pura sangre de larga crin.
Ella le miró, incrédula. Le cogió por el brazo y le sacudió un poco.
—Gherkin, te estás cayendo del árbol. La historia entera no es sino una alucinación, un S-U-E-Ñ-O. Nadie ha estado ocultándote nada. Lo que yo he soñado no ha sido sino una variación de tu tema. La gente verde, el lugar verde, estaban sólo en nuestras mentes. —Y como el rostro de Gherkin continuó cerrado y silencioso, con la resuelta obstinación de una mula, añadió—: Está bien, ya que te empeñas y tienes que reducirlo todo a lógica terrena, ¿cómo es que podías respirar su aire y beber de su agua?
—¿Quieres decirme que fuiste tan cándida como para beber de su agua sin hervirla primero? ¿Es posible que fueses tan descuidada, aunque sólo se tratase de un sueño? Yo me aseguré de que… —se interrumpió, y luego, gracias a Dios, rompió en una carcajada; ella sintió un gran alivio y pensó: «Está bien ahora; todo va a estar bien ahora»—. Supongo que algunas de las piezas no encajaban perfectamente en su sitio —dijo Gherkin, cuando terminó de reírse—. Pero ya está todo en orden —añadió con cierto esfuerzo—. Me imagino que estoy un poco irritado porque esta vez no soñé con la misma chica verde del primer viaje. Era otra. Parecía la misma y ella aseguraba que sí que lo era, pero yo sé que no es cierto. Esta vez no había comunicación, no nos fundimos el uno en el otro. ¿Por qué tenía que soñar una cosa así?
Ella se quedó cortada. No había pensado que él pudiese reconocer la diferencia a primera vista, ni que la diferencia pudiera ser tan grande. Pero después se consoló con la idea de que la realidad era más importante que ningún sueño. ¿Sería Gherkin capaz de igualar al muchacho verde? Trató de imaginarle con pelambrera alrededor de sus rasgos blancos, un poco salpicados de granos, de adolescente. Era difícil, pero, andando el tiempo…, tal vez pudiera convencerle para que se dejase la barba. Y, al pensar en ello, el concepto de pelo adquirió de pronto un nuevo significado. Además, pubescente quería decir velloso, ¿no es cierto? Ahora ya no era tan absurdo. Podría, estaba segura de que podría…, los dos podrían.
Con la voz más suave y acariciante que pudo encontrar le dijo:
—Tú pensaste que soñabas con una chica diferente porque esta vez había en realidad una chica diferente. Una chica real, es decir, yo. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—¡No, no lo sé!
Hizo un esfuerzo para no estallar:
—Escucha. Yo he hecho definitivamente el amor con alguien. Y allí no había nadie más que tú y yo, si dejamos a un lado a esos tipos, que no creo que…
Él tuvo que estar de acuerdo en esto.
—No, los tipos desde luego que no. Son…, son inhumanos.
—Como marionetas.
Gherkin intentó sugerir:
—Quizá sólo te imaginaste que lo hacías.
—No, sobre esa parte no hay duda. Créeme que sé que fue así. Y fue magnífico —le miró con cariño—. Lo que siento es que no pude venir contigo en el primer viaje.
Él tragó saliva, esforzándose por aceptar lo que la razón le decía que tenía que ser cierto, a menos que estuviese dispuesto a creer que lo suyo fue también una embriaguez, y nada más.
—Si realmente sucedió fue porque así estaba preparado. Mis sentimientos hacia ti no tienen nada que ver con ellos. Me refiero a que lo que yo sentí, lo que tú sentiste, no tiene nada que ver con la realidad objetiva, aunque lo que sucedió tuviese alguna base cierta —estalló Gherkin—. Pero, por todos los diablos, si tú tienes razón en lo que piensas, ¿con quién lo hice yo la primera vez? Entonces no había allí ninguna chica conmigo.
¿Por qué no decirle ahora que la primera chica verde había sido sólo una versión simbólica de su hermosa madre, ex modelo? Mejor guardar esto para otra ocasión, en alguna disputa. De modo que lo único que dijo, con mucho tacto, fue:
—Tiene que haber sido pura ilusión. Por eso es por lo que te pareció que era tan extraordinariamente bueno.
Cuando regresaron a sus respectivas casas aquella noche, sus padres y los boletines de la televisión estaban cargados de noticias, deformadas, como de costumbre, después de pasar por el filtro del punto de vista oficial. En el campus de la universidad se había llevado a cabo una confrontación que dio por resultado la suspensión de las clases por tiempo indefinido, hasta que los estudiantes de la Facultad de Ciencias Divinas soltasen al decano, que de momento conservaban en calidad de rehén hasta que sus demandas fuesen satisfechas.
—Escucha lo que voy a decirte —le amonestó la señora Fillmore—. No quiero que te acerques al campus hasta que se haya marchado la policía, porque tú, especialmente, eres de lo más vulnerable. A una chica blanca no se atreverían a tocarla, pero a ti no vacilarán en darte un golpe.
—También dan golpes a las chicas blancas, mamá. He visto las marcas muchas veces.
Su madre le dirigió una mirada tolerante, que quería decir: «Yo sé lo que hablo mucho mejor que tú.».
—Y no debes tampoco unirte a ninguna manifestación, ¿me oyes? Ni siquiera acercarte a prestarle tu apoyo moral. Ya sé que es importante participar de una manera completa en la experiencia universitaria, pero no en el caso de que vaya a costarle una herida a mi hijita. Será mejor que pases los próximos días en la biblioteca pública, estudiando un poco en serio.
Pero ésta no era la idea de Calliope. En cuanto supo que no iba a haber clases empezó a preparar otros planes muy distintos. Su energía tomó un rumbo más clásico que el puramente académico o de activismo político. Lo primero que hizo fue telefonear a Marjorie, la licenciada con la que había dicho que pasaría el fin de semana, para enterarse con detalle sobre cuanto había sucedido. Sin embargo, Marjorie estaba preocupada en aquellos momentos con otros problemas personales de tipo muy diferente, y aprovechó esta suspensión de clases como un regalo llovido del cielo para ir a Puerto Rico a abortar, ya que recientemente había descubierto que se encontraba en una situación bastante delicada, sobre todo para una licenciada en economía doméstica. Aunque no tenía inconveniente ninguno, al contrarío, estaba encantada de ello, en que Calliope usase su piso mientras ella estaba fuera, e incluso después de su regreso, ya que las actividades de grupo no sólo eran humanísticas en esencia, sino que significaban, además, tener siempre a alguien presente para recordar que no se debía contribuir a agravar el ya serio problema del aumento de población, aconsejó a Callie que tuviese especial cuidado para no encontrarse en el mismo predicamento que ella. Sin embargo, ésta era una de las cosas en todo el caleidoscopio de la experiencia sexual a la que Callie no tenía miedo alguno. Desde que cumplió los quince años había estado tomando la píldora, con una esperanza que nunca hasta entonces había sido puesta a prueba, ni siquiera una vez.
Convenció a Gherkin para que abandonase su puesto en la demostración del campus, y juntos se fueron al piso de Marjorie para experimentar mutuamente por primera vez la comunión física de sus seres. Aunque ninguno de los dos quiso admitirlo al principio, no fue, ni con mucho, tan buena como esperaban. Todo el encanto y todo el ¡Uauh!, había estado en la droga o en el gas o en lo que quiera que fuese. Aquello lo era todo. Y ellos por sí mismos… eran nada. O así les pareció entonces.
—No es raro que puedan permitirse el lujo de darlo gratis las primeras veces —se lamentó Callie—. Cualquiera que lo haya probado, repite.
—Sí, desde luego —confirmó Gherkin.
Había un temor oculto en ella, más que en él, ya que, a pesar de la continua charla sobre drogas como parte necesaria de la experiencia humana completa, nunca había tenido que codearse en la calle con adictos verdaderos. Lo que la muchacha temía interiormente era que de aquel momento en adelante no iba a ser capaz de alcanzar aquella ridícula entelequia…, éxtasis…, como quiera llamársele, de la que se acordaba muy bien sin ayuda de los narcóticos. Y esto era lo más grave de todo. Que uno se sentía ya como un inválido desde el principio. Así que, cuando Gherkin volvió a sus actividades académicas y se unió nuevamente a las fuerzas de ocupación que virtualmente tenían ya bajo su control absoluto la parte alta del campus, ella se fue en busca de Dave Kikipu, líder de la Liga de Estudiantes Africanos, y como todos los líderes del movimiento de protesta una personalidad dentro del campus (los atletas no contaban ya en aquellos días), además de, según las coeducandas negras y blancas, «graduado en sexo» tanto como en ciencias, que era la disciplina que estaba estudiando. Su último objetivo era llegar a ser maestro de escuela y, desde este puesto, ayudar al desarrollo de las mentes jóvenes.
Calliope era una de aquellas a las que desde hacía ya algún tiempo, Dave pretendía salvar del holocausto, ya que ir de modo continuo con un blanco era un pecado imperdonable para una chica negra. Así delegó sus poderes de protesta, por una tarde, en manos de un subordinado y se fue al piso de Marjorie con Calliope.
—Me alegra saber que estás recuperando tu identidad negra y que no tienes ya nada que ver con aquel maldito racista blanco —le dijo a la muchacha.
No había en ello ningún sentimiento personal contra Gherkin. Se trataba tan sólo de una cuestión básica de principios. Tras esta observación, se dedicaron a cuestiones más personales entre ambos.
Dave era mayor que Gherkin, tenía más experiencia que Gherkin y estaba mejor dotado de lo que Gherkin, seguramente, llegaría a estar nunca.
En su compañía Calliope llegó a alcanzar, hasta cierto punto, lo que en otras circunstancias pudiera considerarse como placer. Pero aún no era nada como ¡Uauh! No lo sería nunca más, estaba convencida de ello, a menos que la ayudasen aquellos tipos, los exploradores, o como quiera que uno llamase a los espectros o semidiosas que habían actuado de intermediarios entre ella y el cielo.
—¡Ahora ya sabes lo que significa el Poder Negro! —le dijo Dave al marcharse. Pero era con el Poder Verde con lo que ella soñaba.
Le daba ya igual si su mente estallaba por todo el universo y sus cromosomas quedaban marcados para siempre. Tenía que conseguir más de aquella cosa. Le costó bastante trabajo, sin embargo, persuadir a Gherkin para que fuese con ella a Long Island el siguiente viernes por la tarde. Al fin acabó por confesarle que ya que lo que él quería revivir era su primera experiencia, y no la segunda, creía que ella iba a ser un inconveniente. Pero presión y chantaje bien manejados consiguieron que el muchacho aceptase llevarla con él.
Sin embargo, cuando llegaron al final de la línea del autobús y miraron detrás del cobertizo, se encontraron con que las bicicletas no estaban allí.
—Quizá hay otros que las están usando —dijo Gherkin, y los dos recordaron con cierta aprensión que al terminar el viaje anterior nadie les había invitado a volver. O, por lo menos, ninguno de los dos podía recordarlo.
Bueno, aunque no los hubiesen invitado tenían que hacer un intento por recobrar el Nirvana, de modo que alquilaron un par de bicicletas en un garaje próximo y durante los días siguientes estuvieron recorriendo todo el terreno entre Queens y Nassau, extendiendo al final su búsqueda hasta casi la línea comarcal de Suffolk.
Long Island es bastante grande y está llena de almacenes por todos sitios, pero, por mucho esfuerzo que pusieron, les fue imposible encontrar el que andaban buscando. Como último y desesperado intento llamaron al número de teléfono aparecido en el anuncio y a través del cual Gherkin había establecido el primer contacto; pero una voz neutra, grabada en cinta magnetofónica, les informó de que ya no funcionaba.
Llamaron a La Voz del Village y allí les dijeron con cierto despego que no les era posible dar información alguna referente a sus anunciantes.
A partir de aquí renunciaron a lo racional, y con gusto hubiesen recurrido a no importa qué medios mágicos de haber estado en su mano hacerlo. A falta de lo que buscaban realmente lo ensayaron todo, desde la marihuana (de la verdadera, esta vez) hasta el ácido, pasando por los estimulantes y hasta por un extraño producto que los chicos que trabajaban en el laboratorio de química habían conseguido obtener en una ocasión, después de muchas pruebas y experimentos, a lo largo de toda una noche de vela, y del que aseguraban que era capaz de hacerles volar por las nubes.
Nada. No sólo fracasaron en todos estos intentos, sino que ni siquiera les produjeron efecto alguno. Llegaron incluso a pensar si les estaban engañando de nuevo en todas partes como les había ocurrido con aquella experiencia del «diente de gato», pero sus compañeros en las reuniones (éstos eran viajes bien organizados, en grupo, nada ya de despegues solitarios) daban todos los signos de estar bien drogados.
De hecho, su inmunidad aparente comenzaba a despertar sospechas y a originar tantos comentarios adversos que tuvieron que abandonar por completo los escenarios de la droga.
—Parece como si aquellos viajes nos hubiesen vacunado contra toda otra clase de experiencia —observó Gherkin.
—Es como si hubiesen hecho una gran publicidad para poner algo en el mercado, pero ¿dónde están ahora los distribuidores? —dijo ella, levantando la mirada al cielo—. ¡Volved, volved, queridos; quienes quiera que seáis! —suplicó—. Aquí os esperan clientes seguros.
—No seas… —empezó a decir Gherkin, pero se interrumpió.
—¿Que no sea qué? ¿Sacrílega? ¿Blasfema? Uno paga con su dinero y tiene derecho a elegir…, si es que hay elección posible.
—No seas tonta. Eso es lo que iba a decir. No seas tonta.
Después que la biblioteca de la universidad sufriera destrozos a causa del explosivo colocado por una persona, o personas, desconocidas (los estudiantes declararon a coro que había sido una provocación de la policía, pero todo el mundo estaba al corriente de que la abolición de los libros de texto había sido uno de los temas principales de protesta aquel año), la administración decidió por fin terminar el curso dos semanas antes de la fecha prevista en el programa escolar.
Tanto Gherkin como Calliope tenían empleos preparados para el verano. Sin embargo, una semana antes de que Callie empezase el suyo como ayudante de despacho para una de las causas de que se ocupaba su madre, al despertar por la mañana una vocecilla oculta le dijo que estaba encinta. Cuando fue a ver al médico quedó demostrado que era cierto.
—¡Yo creí que las chicas ya no quedaban embarazadas en la actualidad! —exclamó Gherkin cuando ella le puso al corriente del acontecimiento.
Al oírle decir esto la chica estalló en lágrimas al tiempo que decía cuánto lo sentía y que probablemente iba a tener un bebé tan vulgar como ella.
Pero, en definitiva, iba a tenerlo. Podía enseñarle el informe del doctor y todo eso.
—¿Es que no… tomaste precauciones? —Gherkin estaba en la creencia de que las mujeres tomaban la píldora con la misma naturalidad con que ingerían tranquilizantes, y casi por la misma razón.
—¡Claro que tomé la píldora! Pero debía de ser de la misma clase que la hierba aquélla, el «diente de gato». ¡Me vendieron un sustituto!
—Pobrecilla —dijo él, muy masculino de pronto y muy protector. Al fin y al cabo dentro de un mes iba a cumplir ya dieciocho años y, por lo tanto, a ser un, adulto responsable—. Necesitas que alguien se ocupé de ti.
Y movido por los impulsos ancestrales de su herencia burguesa se ofreció a casarse con ella, y la muchacha, descendiente de esclavos, aceptó inmediatamente. No se molestó en mencionar siquiera lo que había ocurrido con Dave, ya que este hecho había sido puramente mecánico, no una verdadera relación. Además, no había ni la más remota posibilidad de que Dave se casase con ella. El matrimonio, había declarado Dave siempre, era uno de los resortes que utilizaban las clases dirigentes para mantener oprimidos a sus esclavos. Y lo que ella quería en aquel momento de pánico era una alianza sólida, aprobada por la sociedad.
Aunque los dos estaban bien convencidos de no haber violado ningún código moral importante se mostraban bastante apagados cuando llegó el momento de pensar en la reacción de sus respectivos padres, aferrados a las tradiciones, cuando se lo dijesen. En esto no perdieron mucho tiempo, sin embargo, ya que, bajo las leyes del sistema opresor, el embarazo, el matrimonio y todas las formalidades de una sociedad corrompida cuestan dinero, de modo que había que buscar subsidios cuanto antes.
La cosa resultó aún peor de lo que habían pensado. Hubo una buena cantidad de retórica llena de recriminaciones y, luego, la señora Rosenblum se llevó a Callie aparte y le dijo que no era que no la recibiese con gusto como nuera, pero ¿no pensaba ella misma que era aún demasiado joven para asumir los papeles de madre y esposa? Si quería…, hum…, «evitar» el bebé, la señora Rosenblum estaba segura de que su tío Joe… A lo que Callie, más por miedo que por convicción moral (Marjorie había estado contándole durante semanas todos los horrores por los que había tenido que pasar), empezó a dar rienda suelta a tal cantidad de lamentaciones que la señora Rosenblum se apresuró a decir:
—¡Te lo había sugerido sólo por tu propio bien, cariño! No pienses que el doctor Rosenblum y yo no estamos encantados… —y al llegar aquí se echó ella misma a llorar.
Todo esto ocurría, naturalmente, antes de que los Fillmore y los Rosenblum adultos llegaran a conocerse, y para disgusto de sus retoños quedaran encantados los unos con los otros. Hay que señalar, de paso, que la señora Rosenblum fue una terrible desilusión para Callie. En lugar de una diosa plena, llena de curvas, como se la había imaginado, resultó ser una mujercita menuda y avispada, no demasiado bonita, que vestía como una adolescente y que casi lo parecía a veces. El padre de Callie, por el contrario, no se sintió defraudado en absoluto, aunque como es natural en su caso, no tenía ninguna imagen previa que contrastar con la realidad.
—Es una mujer muy guapa, ¿verdad? —dijo—. Y tan joven, para tener hijos ya mayores…
La señora Fillmore, que era ocho años menor que la señora Rosenblum y podía por lo tanto permitirse el lujo de la tolerancia, dejó entrever una sonrisa soñadora y dijo:
—¿No se parece mucho a Paul Newman el doctor Rosenblum?
—Yo le encuentro más parecido con Sam Levene —comentó el señor Fillmore sin rencor alguno.
Gherkin contó a Calliope que sus padres se habían mostrado también muy complacidos.
—Mi madre comparó a tu padre con Sydney Poitier, y papá me preguntó, de hombre a hombre, si era cierto que las mujeres negras tenían más… —hizo aquí un gesto vago con las manos— vibraciones que las blancas. —Se echó a reír—. ¡Si lo supiese!
Los padres respectivos convinieron en que era una lástima que los dos chicos tuvieran que casarse tan jóvenes, aunque, en realidad, mucha gente se casaba a temprana edad y todo salía bien.
De modo que Calliope y Gherkin estaban atrapados, aunque sólo por un tiempo. Como la época en que vivían estaba ya, a pesar de todos sus complejos y obsesiones, un paso por delante de la victoriana, el matrimonio sólo representaba una ligazón temporal en lugar de una sentencia por vida. Al final de este período de penitencia brillaba la luz redentora del divorcio.
Las dos madres tomaron el asunto en sus manos y se ocuparon de todos los detalles. No se necesitaba una gran intuición para darse cuenta de cómo se iban desarrollando las cosas. De una manera casi inevitable, los Rosenblum pensaron que los Fillmore eran la familia indicada para el otro dúplex, y que el piso de la planta baja sería «ideal para los chicos». El bebé podría solazarse en el jardín, gozando del sol y del aire puro, mientras Callie hiciese sus trabajos de clase, porque, si bien tendría que tomar un permiso cuando llegase el momento, lo mejor era que continuara estudiando hasta conseguir su título. Aún era más importante para una chica que para un chico terminar su carrera universitaria, por todos los valores simbólicos que ello comportaba.
—Que me hablen a mí del problema de color —decía la señora Rosenblum—. No es nada comparado con el del sexo.
Y la señora Fillmore no se atrevía a contradecirla, por temor a que sonase como una traición a su cualidad de mujer. Es muy difícil ser miembro simultáneo de dos grupos oprimidos.
Mientras Callie estaba fuera, asistiendo a sus clases, la señora Rosenblum no cesaba de hacer planes. Ella se ocuparía del bebé y sus actividades para con la comunidad tendrían simplemente que quedar reducidas a los momentos que le quedasen libres, porque siempre había creído que ayudar a las mentes jóvenes a desarrollarse era una de las tareas más importantes y más gratificadoras que podía haber en el mundo.
La señora Fillmore, que después de quince años al servicio de la enseñanza en Nueva York abrigaba muchas menos ilusiones sobre el desarrollo de las mentes juveniles, dijo que colaboraría por las tardes y por las noches para que la joven pareja tuviese tiempo de continuar sus actividades intelectuales y sociales sin sentirse demasiado atada por los lazos de su paternidad prematura.
—Pero vas a tener que mantenerte alejado de todas esas manifestaciones y algaradas, Sanford —le dijo la señora Rosenblum a su hijo—. Ahora tienes una gran responsabilidad hacia tu hijo, aunque no haya nacido aún. No estaría bien que ella, o él, supongo, empezase su vida con el estigma de un padre que ha estado en la cárcel.
—Tampoco creo que está bien para un futuro padre pasar todo el verano como consejero de un grupo de morbosos delincuentes juveniles.
—No son delincuentes juveniles, sino muchachos perturbados por la vida de la ciudad, en un ambiente sin recursos. Y si desarrollan tendencias antisociales es, principalmente, a causa de actitudes intolerantes como las tuyas. Ni tu padre ni yo esperamos que vayas al campamento. Como es natural te quedarás con Callie. Pobrecilla, parece asustada por completo. Claro que, estar encinta de un niño interracial a la edad de diecisiete años no es una situación fácil de llevar para ninguna chica.
—Cualquier mujer es lo suficiente mayor para tener un hijo desde que alcanza la pubertad —declaró Gherkin enfáticamente—. Es la prolongación artificial de la adolescencia en la sociedad presente lo que ha producido tantos complejos y tantas neurosis.
—Si lo que quieres es dejar la Facultad y empezar a ganarte tu propio sustento, Sanford —intervino el doctor Rosenblum—, no voy a impedírtelo en absoluto.
—Sssh, Herbert. Tú sabes perfectamente que en la actualidad nadie puede conseguir un trabajo decente sin tener por lo menos un diploma de licenciado; de modo que tenemos que ocuparnos de que los chicos lleguen hasta el doctorado. Nunca se sabe lo que puede suceder. Puede llegar una revolución o una guerra atómica. Deben de estar lo mejor preparados posible.
También los protegió contra el presente matriculándolos en el curso para la paternidad consciente; cuando Gherkin se enteró casi tuvo un ataque. Callie, sin embargo, aceptó la idea de este curso con docilidad. Estaba dispuesta a ser una madre consciente.
Sus nombres intertribales, que salieron a luz inevitablemente en el curso de las conversaciones de familia, causaron bastante sorpresa. Los Rosenblum lo tomaron bastante a broma.
—No se puede decir que Gherkin suene peor que Sanford —dijo el doctor Rosenblum. Sanford era un nombre que venía del lado de la familia de la señora Rosenblum, que descendía de Samuel, y al doctor no le había gustado nada desde el mismo momento en que fue propuesto.
Sin embargo, la señora Fillmore tomó el nombre de Calliope casi como si se tratase de una ofensa personal.
—Mi madre nunca tuvo la oportunidad de educarse. Trabajaba como sirvienta y no se le ocurrió nada mejor que llamarme Lobelia. Pero tú tienes todas las ventajas que ella no tuvo, incluido el nombre de Janet, y te agradeceré que les pidas a tus amigos… y conocidos que te llamen así.
Durante un tiempo mantuvo cierta hostilidad hacia la señora Rosenblum, que se había reído con los nombres; pero acabó por perdonarla, convencida de que aunque fuese inteligente, no sería capaz de distinguir las diferencias, por mucho que lo intentase.
La boda se fijó para una fecha próxima, tanto como fue posible antes de que Calliope empezara a mostrar signos externos de su embarazo.
—Muy bien. Pues boda —dijo Gherkin cuando acabó de darse plena cuenta de lo que le esperaba—. Sea todo por el niño, por Cali… por Janet. Pero ¿por qué todos esos rituales bárbaros de lo que se llama una boda blanca? En primer lugar, de acuerdo con el simbolismo de la ceremonia, sería completamente falso que ella llevase un traje blanco…
Al oír esto, Calliope estalló en sollozos y le acusó de que quería que llevase negro sobre negro. La señora Fillmore también rompió en llanto y dijo que temía que nunca iba a resultar aquella boda. En el corazón de todo hombre blanco, no importa, lo evolucionado que parezca o pretenda ser, hay siempre un racista.
Luego le llegó el turno del lloriqueo a la señora Rosenblum, diciendo que Sanford no era racista, sólo un chico mal criado que nunca dio más que disgustos a sus padres. La cuestión terminó con todos ellos conviniendo (todos menos Gherkin) que el problema no estaba en el color, sino en la falta de humanidad del hombre para con el hombre, o más concretamente, la falta de humanidad del hombre para con la mujer.
La cosa se convirtió en un verdadero acontecimiento social, hasta el punto de que incluso Callie, que había estado mirando hacia la boda con una buena dosis de placer (casi se murió, al enterarse de que el traje de novia iba a costar trescientos dólares en una tienda al por mayor) acabó por pensar de la misma forma que Gherkin y pedir que hiciesen sólo una ceremonia privada.
Pero era demasiado tarde para esto. Las participaciones ya estaban puestas en el correo. La lista de los invitados era en verdad impresionante, incluyendo nombres que ocupaban altos puestos en un sinfín de causas, por ambas familias, y que no hubiesen soñado en asistir, ni remotamente, si se hubiera tratado de una boda de un solo color, ya fuese completamente blanca o completamente negra.
Pero esto era diferente. Un sacerdote no sectario hizo un hermoso discurso sobre la cuestión, diciendo que este ejemplo era un bello punto de partida hacia la hermandad universal.
—Si somos hermanos y hermanas —se pudo oír la potente voz de la tía Ada—, ¿cómo es que toda la gente negra está a un lado en este lugar, que seguro no representa la idea que yo tengo de una iglesia, y toda la blanca al otro?
Finalmente, su voz quedó ahogada bajo las notas estridentes de una soprano que se puso a cantar el Oh, prométeme y el Nosotros triunfaremos; difícil decir cuál de los dos, con el contrapunto de tía Ada como fondo.
Cuando hubo terminado la ceremonia abandonaron aquel «lo que fuese» donde se había celebrado la boda para encontrarse fuera con un piquete de manifestantes de la Liga de Estudiantes Africanos, encabezado por, Dave Kikipu, muy guapo con el traje nacional de alguna parte de África. El piquete agitaba pancartas en las que se leían cosas como: «Las mujeres negras para los hombres negros», «¡Una boda blanca es una afrenta a la virilidad negra!», y otras muchas peores.
Los invitados fueron en «Cadillacs» y los manifestantes en «Chevrolets» y «Volkswagens» hacia una recepción muy elegante, para devorar pollo con salsa blanca y melón como postre. Allí, la señora Rosenblum fue presentando a Callie a todos sus parientes como «mi brillante nuera; imaginaos que aún no ha cumplido los diecisiete años y ya está en segundo curso de la Facultad, con una beca, además. Y ya sabéis que la universidad no concede becas a menos que se sea verdaderamente bueno».
—Sí —decía Callie, haciendo esfuerzos por agradar a todo el mundo—. Aún no tienen una cuota mínima para los estudiantes negros. Esa es una de las cosas que ha provocado este año muchas manifestaciones de protesta, según creo.
Una señora mayor, que llevaba el pelo teñido de azul, se apresuró a decir que era una suerte para Sanford tener una esposa tan bonita. ¿No se parecía un poco a Lena Horne?
—¿Cómo es que Lena Horne no ha venido? —preguntó en seguida tía Ada—. Todo el mundo está aquí. ¿Por qué motivo la han dejado fuera a ella? ¿Dónde está Sammy Davis junior? ¿Y George Wallace?
A lo que el tío abuelo de Gherkin, Milton, una momia en la comitiva del novio, que con más de ochenta años llevaba el pelo teñido y aún se consideraba un donjuán, respondió:
—Mire, a mí no me agrada la idea de que mi sobrino se case con una morena más de lo que a usted te gustaría la idea de que ella se casase con un chino, pero así es como marcha el mundo. Y hay que bailar al son que nos tocan, cariño.
Después de esto, él y tía Ada se dedicaron a vaciar juntos una botella de champaña («¡Esto es lo que yo llamo verdadero alimento para el espíritu!», aprobó ella), y más tarde fueron descubiertos los dos por la señora Rosenblum en un rincón de la despensa comportándose de una forma que, según dijo, sólo podía describir como «verdaderamente sonrojante».
Aparte de la señora Rosenblum, todos los demás tuvieron más bien un sentimiento de admiración por aquella pareja que estaba consiguiendo el triunfo de la sexualidad sobre la senilidad y pidieron más detalles.
Cuando un rato después tía Ada acabó por desvanecerse, tío Milton le dijo a Gherkin:
—No me importa de qué color salga el crío, pero si es niño y yo me muero antes de que él nazca, le ponéis mi nombre.
Gherkin le explicó a Callie que, según las creencias judías, no se puede dar a un niño el nombre de ningún familiar que esté vivo porque traerá mala suerte y uno de los dos morirá.
—¡Pero eso es una superstición primitiva! —exclamó Callie.
—Bueno, de todas formas no hay nadie vivo en mi familia cuyo nombre yo quiera dar al niño.
El arroz que les arrojaron cuando se iban estaba teñido.
No era nada personal, le aseguró Gherkin a su esposa que se puso ligeramente sobre ascuas al verlo, ya que el arroz colorado era una moda, lo mismo que poner pequeños trocitos de apio en la bebida hecha con esta planta.
Entre los que echaban arroz estaba, como era de esperar, el piquete de la Liga de Estudiantes Africanos, que se unió con todo entusiasmo a la ocasión. Habían estado deseando arrojar algo desde hacía ya bastante rato, pero piedras y cascos de botellas no parecían ir bien con una boda.
Gherkin suspiró aliviado cuando el coche se alejó del barullo, con ellos dos dentro.
Sus familias respectivas, de común acuerdo, les habían reservado habitación durante tres semanas en un parador en las colinas de Catskills; no había manera de escapar a esto, ya que eran los padres quienes pagaban la cuenta, y, además, su futuro apartamento no estaba listo aún.
Mientras estaban allí Callie se cayó de un caballo y Gherkin casi se ahoga en el lago. Aparte de estos incidentes, lo pasaron tan bien como lo hubiese pasado cualquier otro en su lugar.
Cuando volvieron, el apartamento estaba más o menos terminado, pero Callie no tuvo la posibilidad de elegir el papel para las paredes; su madre y su suegra ya habían decidido que sería más práctico pintarlas. En cuanto a los muebles, los Rosenblum estaban adquiriendo una gran cantidad de antigüedades, de manera que regalaron a la pareja buena parte de las viejas, que estaban todavía en buen estado; tantas como materialmente podían comprimirse en el piso.
—Tendríais que estar agradecidos —dijo la señora Fillmore con gravedad—. Tienen algunas cosas muy lindas.
—¿Por qué no te llevas tú algunas, mamá?
—Eddie pensaría que no apreciáis bastante todo lo que está haciendo por vosotros si tú regalases algunas de estas piezas tan hermosas. Además, tiene un primo en el negocio de muebles que puede procuraros a buen precio algunas cosas de estilo colonial español.
Tanto Callie como Gherkin se graduaron con honores en el curso de la paternidad consciente.
La gente empezó a hacerles tantos regalos para el futuro bebé, que hubo que almacenarlos en uno de los cuartos vacíos del piso alto, que aún estaba siendo remozado.
—Tened cuidado de cerrar bien la puerta —aconsejó la señora Rosenblum—. Ya sabéis. Esos operarios…
—Sí —dijo Gherkin—. En cuanto ven una pila de zapatitos de niño y de camisitas tejidas a mano les salta dentro un resorte que dice: ¡a robar!
A pesar del candado, desaparecieron dos chaquetillas y una manta de cuna que tenía estampado un alegre motivo del pato Donald.
Cuando empezaron las clases, en otoño, después de algunos choques violentos entre los estudiantes, los dirigentes de la Facultad, la policía y un buen número de individuos cuya verdadera identidad nunca llegó a ponerse en claro, Gherkin reanudó sus estudios, mientras Calliope pasaba un trimestre de lo más aburrido dedicada a engordar y a sentirse cada vez más incómoda, pero sin llegar a estar nunca lo bastante mal como para que tuviesen que dedicarle demasiada atención.
Su madre y su suegra, juntas o por turnos, se ocupaban de su bienestar. Le preparaban sopas de pollo, la acompañaban a la consulta del médico y le aconsejaban que pensase en cosas agradables; pero en lo que estaban más interesadas realmente era en la casa.
El primer piso que estuvo en condiciones habitables fue el de los Rosenblum, e insistieron para que los Fillmore se mudaran con ellos hasta que estuviesen terminados los arreglos en el piso alto.
En cuanto a la escalera que iba a descender hasta el jardín, se abandonó el proyecto por innecesario, ya que ahora eran todos «una gran familia feliz» (la frase hizo a Gherkin rechinar los dientes, con motivo de lo cual su padre le dijo que anduviese con cuidado si no quería estropearse la dentadura. Pero no podía evitarlo: aquellos adultos estaban cogiendo en sus manos el noble concepto de la tribu, del grupo, y volviéndolo de dentro afuera de la manera más sórdida). Además, la señora Rosenblum dijo que el jardín debía ir, en realidad con el apartamento de la planta baja.
—… Pero no os importará que nosotros, los viejos, lo usemos también de vez en cuando, ¿verdad? —añadió con toda cortesía.
Gherkin no hizo más que una mueca, pero Callie confiaba en que lo usasen a menudo. Quería que todo el mundo estuviese alrededor de ella. Le hubiese gustado, incluso, tener a mano a tía Ada, pero la incansable octogenaria se había escapado a Florida y a otros puntos del sur con tío Milton. A intervalos espaciados llegaban tarjetas postales de lo más alegre.
Nadie usó en realidad el Jardín, o el «patio», como le llamaban con mayor precisión los Fillmore. Era en verdad una imagen triste, con sus matojos de hierbas silvestres y su nogal muerto en medio.
—Y mira que les cuesta secarse a uno de éstos —decía Callie—. Me pregunto si el aire será aquí malsano.
Gherkin se limitó a encogerse de hombros.
—Toda esta sociedad es malsana —dijo.
Para entonces ya se encontraban bastante inquietos.
Habían tomado conciencia de que cuando naciese el bebé iban a convertirse en padres.
La señora Rosenblum tenía miedo de que la gente que viese el jardín, por encima de la cerca, se formase una idea equivocada de su posición social y pensase, viendo aquello, que vivían de la asistencia pública o algo por el estilo.
—No hago más que repetirle a Sanford que haga algo en el jardín, pero está tan ocupado con sus clases… Y Janet dice que no se siente con fuerzas; aunque tío Joe asegura que le convendría un poco de ejercicio.
Se refería a tío Joe, el ginecólogo, que no era el mismo que tío Joe, el analista. En realidad era uno de los ginecólogos más famosos en la ciudad y estaba tratando a Callie con tarifas sumamente especiales.
—Tendrías que estar agradecida —repetía la señora Fillmore, como con los muebles.
Los seis cenaban juntos todas la noches en el comedor del piso alto, cuando los mayores no salían para ir a algún sitio; pero, en cuanto terminaban de comer, Gherkin y Calliope empezaban a sentirse incómodos y a pensar que seis era una multitud, y se escapaban escaleras abajo lo antes posible.
Sentados allí, en su apartamento de techo bajo, con olor a humedad, podían oír las patadas y los gritos que daban sus progenitores respectivos divirtiéndose arriba, y sentir hasta qué punto era ancho el abismo que separaba las dos generaciones. El alcohol no les producía a ellos más efecto que las drogas, y sentían una profunda intolerancia por aquellos a los que se lo producía. ¡Qué manera tan pobre de evadirse, sin nada trascendental que sirviese para enriquecer la experiencia!
—¿Crees que hacen orgías de conjunto, o simplemente intercambian parejas? —le preguntó Gherkin a Callie.
—Oye, Sanford, no pienses mal.
Callie se negó a creerlo cuando él le habló de la noche en que había ido arriba a buscar un poco de azúcar y había visto al doctor Rosenblum persiguiendo a la señora Fillmore por el vestíbulo, los dos completamente desnudos y un poco gordos en exceso, mientras que del descansillo siguiente llegaban las risas y los jadeos de sus respectivos cónyuges. No era, convino Gherkin consigo mismo, la clase de historia que una chica, por evolucionada que esté, quiere oír acerca de sus padres.
De lo único que Calliope y Gherkin podían derivar aún algún placer morboso era de revivir, contándolo, lo qué ellos creían que había sido su experiencia con la droga. Cuantas más ideas intercambiaban, más similares se hacían sus recuerdos, hasta que llegó un momento en que parecía como si los dos hubiesen visitado juntos otro espacio, otro planeta, otro mundo.
—¿Recuerdas…? —no cesaban de decirse el uno al otro como si fuesen dos viejos nostálgicos de su pasado en lugar de dos jóvenes cuyo futuro apenas si acababa de comenzar.
Era por esto principalmente por lo que no tenían deseo alguno de ocuparse del jardín, ni hacer nada con él. Aunque arrancaran todas las hierbas silvestres y plantasen en su lugar las flores que aconsejaba el entendido en floricultura del Times, los verdes que iban a ver allí y todos los colores que apareciesen no serían nunca los que ellos añoraban.
El bebé era esperado para Navidad, pero pasó ésta y el fin de año; luego vino y se fue la Epifanía, y aún seguían esperándolo… con gran alivio para todos porque su nacimiento en la fecha prevista hubiera sido excesivamente simbólico, casi rayano con la vulgaridad.
—No hay motivo para preocuparse —dijo tío Joe, el ginecólogo—. En muchas ocasiones el primer embarazo es un poco más largo de lo normal. Y la gente joven está generalmente…, hum…, demasiado ocupada con otras cosas para llevar la cuenta exacta del… hum… momento feliz en que ocurrió. Decidme, hijos: exactamente, ¿cuándo fue que os unisteis?
—Ya sabe que sucedió antes de que nos casáramos —le contestó Callie sin rodeos.
Pero el hombre no cambió de idea:
—O bien te has equivocado en la cuenta o tuviste un aborto natural al inicio del embarazo. Quizá fue tan pronto que ni siquiera te diste cuenta, y luego volviste a concebir de nuevo. Te caíste de un caballo, ¿no es así?
¿Cómo explicarle a aquel hombre que no pudo haber sido como él decía, ya que Gherkin y ella no habían vuelto a tener ni el más pequeño contacto sexual desde que se casaron? Aunque tío Joe no hubiera sido un miembro de la familia, explicar todo esto resultaba ridículo, de modo que no dijo nada y dejó que el caballo cargase con la culpa.
Pasó el día de San Valentín; luego, el aniversario de Washington, el día de San Patricio y Pascua. Se acercaba el Día de la Madre cuando tío Joe tuvo que confesar que empezaba a estar preocupado.
—En cierto modo resulta increíble —dijo a la familia, que había acudido en bloque para celebrar una especie de consejo de clan—. Nunca en mi vida he tenido noticias de un embarazo tan prolongado como éste. Y, sin embargo, la madre parece estar en perfecto estado de salud.
Calliope ya se había convertido en «la madre», nombre bajo el que iba a acabar apareciendo en todas las revistas médicas, hasta que poco tiempo después los buitres de la prensa sensacionalista imprimieran su nombre verdadero en grandes titulares, con fotografías, incluso.
—¿Y el bebé? —preguntaban con ansiedad los cuatro futuros abuelos—. ¿Está también en buen estado de salud?
Después de una breve pausa, tío Joe dijo que sí. Pero esto fue todo lo que se atrevió a decir. Para entonces había escuchado ya cosas bastante raras a través de su estetoscopio y, finalmente, aunque no era aconsejable exponer a una futura madre a la radiación, tomó de ella unas cuantas radiografías. En cuanto les hubo echado una ojeada llamó a tío Joe, el analista, para que llevase a término algunas pruebas.
Este último hizo todo lo necesario, pero el único consuelo que tío Joe, el ginecólogo, obtuvo de aquel nuevo examen fueron los tragos que se servían después (no a todos los pacientes, claro; sólo a los amigos y conocidos).
Tras esto, tío Joe dijo a toda la familia que no aconsejaba una cesárea en este caso. El bebé parecía estar… (se estremeció un poco por dentro) desarrollándose normalmente… a su modo.
En mi opinión particular, para ese momento ya había visto, sentido, examinado y auscultado lo bastante como para no tener prisa ninguna por encontrarse cara a cara con aquel envío de los cielos antes de que fuese absolutamente ineludible. Y aunque yo (supongo que ya habrán adivinado ustedes que yo era el envío celestial mencionado más arriba), no tenía todavía conocimiento, ni siquiera en el burdo sentido terreno de esta palabra, mis instintos de supervivencia estaban funcionando ya sin duda y una cesárea en aquella etapa de mi desarrollo me hubiese matado, o por lo menos dejado tan defectuoso que casi hubiera podido pasar por un humano.
El 4 de julio, casi quince meses después de su fecundación, Calliope dio a luz un retoño lleno de vida… que más tarde había de ser llamado «el monstruo yanqui» por los mismos periódicos americanos. Macho, sí, desde luego que lo era, incluso con exageración, pero en cuanto a considerarme niño… sólo era posible aceptando que un niño puede estar cubierto de pelusa verde y tener cola y colmillos (colmillos de leche, naturalmente, que después habría de cambiar). Todo aquel que tuviese un cerebro superior al del pitecantropus podía ver que era tan adorable como un pequeño cometa. No era posible esperar, sin embargo, que aquellos individuos percibiesen mi encanto.
Los Rosenblum y los Fillmore se reunieron fuera de la habitación de Callie (habitación particular, gracias a Dios, aunque en todas las demás cosas les hubiese dejado de su mano), en el hospital y lloraron a coro mientras, en el cuarto, Calliope y Gherkin se miraban el uno al otro con sorpresa y júbilo.
—¡Por todos los…!
—Ocurrió realmente. Y él era de verdad —susurró Callie.
—Ella era de verdad —murmuró Gherkin.
—Las dos ellas eran de verdad —dijo Callie con poco tacto, antes de que ambos se ensimismaran en recuerdos tiernos (¿por qué no iba a sentirse él feliz también?)—. Apuesto a que la primera quería estar contigo de nuevo, pero sin duda no se lo permitían las reglas porque todas las chicas tenían derecho a gozar de su oportunidad, lo cual es bastante justo si se mira bien.
Luego, sonriente, bajó la vista hacia su bebé, que le permitían, más bien le pedían, tener con ella, porque ninguna de las enfermeras quería tocarlo; y al ver en él la cara de su padre murmuró:
—Me parece que es precioso.
Gherkin lo miró también, y viendo cuánto se parecía a la chica a la que tanto había amado y que quizá ahora mismo, en alguna parte, en algún lugar del orbe, llevaba su propio hijo (y olvidando convenientemente al mismo tiempo a la otra chica que no había amado, pero que también quizá llevaba su descendencia), dijo:
—¡Es el bebé más extraordinario que he visto nunca y estoy orgulloso de ser su padrastro!
Después de esto él y Callie se miraron el uno al otro con un amor cuyos orígenes no estaban en el sexo, sino en haber compartido una experiencia que ensanchaba los horizontes mentales de ambos y los ligaba con mucha más fuerza que ninguna atracción física, que los hacía avanzar por la escala de la evolución, al menos en su propia conciencia, con varios siglos de adelanto de una época que tal vez no llegase nunca a causa del instinto autodestructivo de su propia raza humana.
Es así como vine a hacer mi entrada a este mundo, aunque como no nací con todas mis facultades mentales desarrolladas por completo (pero mucho más, desde luego, que ningún apestoso rorro de este planeta) el resto de esta historia tengo que continuar contándola a través de las referencias que escuché más tarde.
Calliope y Gherkin intentaron narrar los hechos tal y como habían sucedido, sabiendo de antemano que nadie iba a creerles, pero pensando que, de todas formas, debía quedar alguna constancia del suceso.
Sus padres respectivos, desde luego, no podían comprender nada; tío Joe, el ginecólogo, estaba furioso y, sin embargo, aliviado, porque esto era algo que él podía entender… o pensar que entendía.
—Ya hemos advertido a los jóvenes una vez y otra sobre los peligros del LSD y sus similares, pero no quieren hacernos caso. Se ríen de nosotros cuando les explicamos el daño irreparable que estos horrores alucinógenos pueden causar. Las personas mayores, con su cerebro fosilizado, no saben nada de nada, dicen ellos. Bueno, pues ahora que tenemos aquí una prueba palpable de estos disparates quizá quieran comprenderlo un poco mejor. Pero… —al llegar aquí su voz se rompió en un lamento— ¿por qué tenía que suceder esta desgracia en mi propia familia?
Cuando los Rosenblum y los Fillmore hubieron superado un poco su primer shock de espanto, su pena inútil, su consternación y todo lo demás que puede suponerse, quedaron, simplemente, lívidos.
—Si no pensabais en nosotros podíais al menos haber tenido un poco más de consideración con Bill y Lobelia. Ya tienen bastante con su problema de color…, ¡y ahora, además, un nieto verde y peludo! —explotó con ira y lástima de sí misma la señora Rosenblum. Porque no eran sólo los periódicos los que habían hecho una gran charada de «Negro + Blanco = Verde», sino que algunos segregacionistas militantes, de una y otra comunidad, estaban tratando de probar con sus proclamas que aquello era lo que podía suceder como resultado del cruce de razas.
—De veras que no sé cómo vamos a poder sobrevivir, a esta desgracia —decía la señora Fillmore—. ¿De qué ha servido que os diésemos una buena educación universitaria si sólo ibais a utilizarla para tomar drogas y engendrar monstruos?
—¡Es exactamente lo mismo que yo siento! —sollozó la señora Rosenblum—. ¿Cómo habéis podido hacernos una cosa semejante? ¡Y, para colmo de males, hacer declaraciones a la prensa!
—Pero no lo hicimos —insistía Gherkin—. Tomar drogas, quiero decir. Por lo menos hasta mucho más tarde. Esto ocurrió en un viaje verdadero. Fuimos hasta otro…, planeta, supongo. Todo el mundo sabe ya hoy día que existen otros mundos. Los científicos no dejan de recibir señales, vibraciones, ondas y cosas así…
—Puede que el National Inquirer se crea una historia como ésa —dijo la señora Rosenblum con frialdad—, o pretenda creérsela, porque supone buena venta. A pesar de todo supongo que no se la tragarán de veras. Pero lo que no podéis esperar es que nosotros aceptemos como buenos esos cuentos de magia psicodéllca endemoniada que nos estáis contando. No, es mejor reconocer la verdad; y ya que parecéis tan ansiosos por tener publicidad, utilizadla al menos para un propósito noble como sería advertir a los otros jóvenes para que no sigan vuestro trágico ejemplo.
—Podríamos formar una asociación —sugirió la señora Fillmore—. Con emblemas y todo. Nadie más ha pensado en esto. Tendríamos el campo abierto.
La señora Rosenblum titubeó un poco bajo la tentación, pero luego meneó la cabeza.
—No me parece que estuviese bien. Para empezar, ¿cómo íbamos a llamarla?
—La Fundación Teratológica Sindicada —sugirió inmediatamente Gherkin.
Su madre se le quedó mirando como si quisiera atravesarle con la vista.
—Y en cuanto a vuestro retoño —dijo—, ¿cómo pensáis llamarle?
—Podemos llamarle Ishmael —propuso el doctor Rosenblum; pero nadie le hizo el menor caso.
—Nosotros nos ocuparemos económicamente de él hasta que Sanford haya obtenido su licenciatura y pueda asumir sus responsabilidades como esposo y como padre —continuó diciendo la señora Rosenblum— pero… (al llegar a este punto su voz se hizo más aguda) os pido que lo mantengáis lejos de mi vista. Me niego a considerarlo como nieto mío.
«Con toda la razón», pensó Callie, no sin cierto remordimiento. Ella y Gherkin ya habían decidido que el bebé se llamase Milton en recuerdo del difunto tío abuelo que había expirado no hacía mucho en Acapulco en brazos de tía Ada. Al fin y al cabo era un nombre tan bueno como cualquier otro. Además, estaban seguros en su fuero interno de que a tío Milton le hubiese encantado el pequeño.
Resultó más chocante que sorprendente cuando vino a descubrirse que tanto la señora Rosenblum como la señora Fillmore estaban también encintas, aunque esto se mantuvo en el mayor secreto posible porque la cosa resultaba un tanto embarazosa bajo cualquier circunstancia, pero mucho más en aquellos momentos.
—Por culpa vuestra, tío Joe no quiere saber nada de mí —se lamentaba amargamente la señora Rosenblum—. Tendré que ir a otro médico fuera de la familia —dijo, y se ruborizó.
Aunque a menudo le había sido infiel a su marido (los dentistas siempre tienen horarios de trabajo demasiado largos) nunca había consultado con un ginecólogo desconocido. Le hubiera parecido indecente hacerlo.
—Imagínate, Milton, cariño mío —me dijo Calliope mientras yo estaba tendido en mi cuna, todavía un poco atontado por el hecho insólito de haber venido a nacer en este extraño mundo—. ¡Vas a tener unos tíos más jóvenes que tú! —me hizo cosquillas en los pies—. ¡Mira qué ruiditos tan preciosos hace! —añadió cuando yo empecé a gargarizar algunos sonidos incoherentes en señal de protesta—. ¿Cómo es que no se da cuenta todo el mundo de lo adorable que eres?
¡Verdaderamente! Gherkin, sin embargo, me miró con cierto recelo. Él y yo habíamos desarrollado ya algunas ligeras corrientes de antipatía mutua.
—Los nuevos bebés les harán olvidarse un poco de nosotros cuando nos vayamos —dijo Callie—. De todas formas, no es que pensase que iban a echarnos mucho de menos. Más bien se alegrarán de librarse de nosotros, sobre todo de Milton, ¿comprendes lo que quiero decir?
—Nunca fuimos realmente parte de este sucio mundo; ni tú ni yo —convino Gherkin con ella—. Desde el principio estuvimos marginados.
¡Marginación! Entonces fue cuando realmente empezaron a entender el significado de esta palabra.
—Sólo que… —añadió titubeando al cabo de unos instantes—, ¿estás segura de que ellos…, los exploradores quiero decir, volverán a buscarnos?
—Volverán por Milton, seguro —contestó ella—. Porque no puede ser que hayan llevado allá arriba, en viaje de fertilidad, a muchos de nosotros. Además, hay muchas posibilidades de que dé resultado todas las veces, de modo que el bebé debe ser de una importancia capital para ellos.
Si hubiera sabido realmente toda la importancia que tenía habría habido más confianza en su voz… y más aprensión en su corazón.
—Pero ¿cómo van a saber que existimos —dijo Gherkin— y donde estamos?
—Leyendo los periódicos. Por eso te pedí que me dejases aceptar todas aquellas entrevistas. Esos exploradores no se pierden nada. Tarde o temprano tienen que enterarse.
Además, aunque esto no se lo dijo a Gherkin, ella rezaba cada noche pidiendo que volviesen. Así, la llamada se hacía por dos canales de comunicación simultáneos, aunque bien distintos. Seguro que el poder de las relaciones públicas no puede estar limitado tan sólo a un miserable planeta.
—El caso es que parecían tan mandonas —dijo Gherkin—. La segunda chica sobre todo… Quizá ya no nos quieran. Tal vez sólo quieran al bebé.
—No pueden llevárselo sin llevarme a mí con él —aseguró Callie, convencida de qué su visión simplista del universo era la universalmente aceptada—. Yo soy su madre. Y tú eres mi marido. Insistiré para que te lleven con nosotros.
«Y allí arriba —pensaba ella para sus adentros— podremos divorciarnos y casarnos con la gente verde, y vivir felices por siempre jamás.»
Porque la verdad es que, a pesar de todo, aún creía firmemente en el viejo sueño americano.
—¡Todo va a ser magnífico! —le dijo a Gherkin—. Ya lo verás.