Cierta tarde me hallaba en el laboratorio de Duckworth, molestándole con los detalles del nuevo programa que había escrito para la computadora, cuando oí que la radio difundía una noticia sobre un tiroteo que se había producido en una Universidad del sur de Estados Unidos, resultando heridas varias personas. Aunque Duckworth se hizo el desentendido aparentando hallarse absolutamente absorbido por una medida espectrofotométrica que estaba llevando a cabo, también oyó la noticia. Me miró con sus ojos negros y meneó su cabeza en un gesto lleno de tristeza.

—Esto es demasiado para mí —dije—. A un acto violento siguen otros actos violentos.

—Todo es cuestión de tiempo y lugar —me respondió amablemente Duckworth.

Por un momento me sentí molesto.

—Supongo que lo que acabas de decir tiene un significado muy profundo —le dije—, pero esa noticia de la radio me ha afectado mucho.

—Simplemente el que tiene —me respondió Duckworth—. Coge a ese mismo individuo que ha provocado el tiroteo, sácalo de la Universidad y colócalo en medio de una selva asiática. Puedes estar seguro de que su acto se convertirá entonces en algo deseable desde el punto de vista social. En realidad, puede ser condecorado incluso con la Medalla de Honor del Congreso.

Asentí en silencio, ya que la lógica de Duckworth me había sorprendido momentáneamente. Más tarde, cuando nos hallábamos tomando un cóctel en el bar de la Facultad, proseguí hablando del mismo tema con mi colega.

—Tu argumento suena a sofisma —le dije—. Con esa forma de ver las cosas también podrías sostener que un hombre que pega fuego a un teatro está llevando a cabo una acción útil desde el punto de vista social, como si estuviera encendiendo el horno de su casa.

—Bueno, te lo explicaré de otra manera —me respondió Duckworth—. Aquellas ideas, sugerencias y propuestas que te parecen estúpidas en esta Universidad pueden ser aceptadas como buenas en cualquier otro sitio.

Mi amigo no tuvo tiempo de acabar de desarrollar su tesis, ya que en aquel preciso instante recibió una carta especial. Había sido enviada desde la Casa Blanca, como pude apreciar por el sello. Duckworth la leyó mientras en su rostro se reflejaba una expresión grave.

—Mi patria me necesita —dijo, mientras colocaba su mano sobre el bolsillo superior de su bata blanca—. ¿Cómo puedo rechazar una llamada de mi patria?

—¿Incluso si ello implica el participar en una guerra repugnante? —le pregunté agriamente.

Duckworth se encogió de hombros.

—Tengo mis motivos —me respondió.

Al oír su respuesta, me alejé de él malhumorado.

La Universidad concedió a Duckworth un permiso indefinido para que se ausentara. La noticia de su marcha provocó sentimientos contradictorios entre los estudiantes. Algunos de sus alumnos se presentaron ante la fachada de su laboratorio llevando unas pancartas en las que se podía leer: «No lo haga, profesor Duckworth.» Otras pancartas, entre las que estaba la que yo llevaba, rezaban lo siguiente: «Duckworth es una Fundación Fink.»

Al cabo de algunos meses, Duckworth era ya simplemente un recuerdo en la Universidad, o quizá algo menos todavía. Pero la personalidad de mi antiguo compañero aún estaba viva en mi mente. Me preguntaba si le habría tratado demasiado duramente y qué estaría haciendo en su nuevo puesto. Entonces, como si se hubiese establecido entre nosotros una comunicación telepática, recibí una carta de Duckworth rogándome que fuera a visitarle.

Aquella invitación me torturó la mente. Mi afecto por Duckworth era aún muy fuerte, pero tenía miedo de que sus nuevas investigaciones diesen paso a violentos sentimientos entre nosotros. Por otra parte, me hallaba dominado por una gran curiosidad. Decidí ir a verle, y Duckworth se alegró enormemente de que lo hiciera.

—Te he echado mucho de menos —me dijo—. En esta ciudad de edificios blancos como la nieve me encuentro rodeado de un enjambre de personas que a todo me dicen que sí. Por lo visto, piensan que no me equivoco nunca.

—También yo te he echado mucho de menos —admití—. Y espero que pronto regresarás a nuestra Universidad.

Duckworth sonrió.

—Mucho más pronto de lo que te imaginas.

A continuación, insistió en enseñarme los terrenos del enclave donde trabajaba, a pesar de que aquellas zonas militares estaban rigurosamente custodiadas y su acceso prohibido a toda persona ajena al mismo. Nos detuvimos ante un enorme hangar de aviones y Duckworth consiguió que los guardias de vigilancia me dejasen pasar.

—Aquí verás uno de mis proyectos más atrevidos.

Dirigí mi mirada hacia arriba y me quedé sorprendido al ver un enorme cilindro metálico que se hallaba dentro de una campana de cristal aún más grande.

—¡Santo Dios! —exclamé—. ¿Qué es esto?

—Una variante del tambor de tortura tibetano. Produce una nota vibratoria tan violentamente dolorosa para el nervio acústico, que no nos hemos atrevido a comprobarlo.

—¿Ya has pensado qué aplicación vas a darle a este tambor? —le pregunté agriamente.

—Una muy buena —me respondió Duckworth—. Pensamos construir un gigantesco reflector parabólico en un claro de la selva. El tambor de la tortura será situado en su punto focal y luego se pondrá en funcionamiento su mecanismo. Así, todos los guerrilleros, en muchas millas a la redonda, quedarán con los nervios destrozados, convertidos en pura jalea.

Me estremecí.

—Esto es una cosa horrible y una perversión de la ciencia; pero admito que es ingenioso —le dije.

Duckworth se puso a toser.

—Sin embargo, tiene un inconveniente —me respondió.

—¿Cuál?

—Fíjate —dijo Duckworth— que el tambor se encuentra dentro de una campana de cristal. Mediante una bomba se ha extraído el aire y en su interior existe casi el vacío absoluto. Esto, evidentemente, lo hemos hecho con el fin de evitar que una vibración accidental del tambor pueda dañar a nuestras gentes.

—Oh, sí, desde luego —le dije.

—El tambor —prosiguió Duckworth— debe ser colocado dentro de un vacío total. Pero antes de situarlo enfrente del reflector parabólico, tenemos que sacar el maldito tambor fuera de la campana de cristal. Si desaparece el vacío, el tambor podría vibrar.

Me puse a reír entre dientes.

—¿Entonces no se puede utilizar este maldito artefacto?

Duckworth asintió.

—Esperamos conseguirlo en un futuro aún muy lejano.

Nos dirigimos a otro gigantesco hangar. Los guardias que lo custodiaban llevaban metralletas con las que me apuntaron cuando vieron que me acercaba. Rápidamente me coloqué detrás de mi amigo y éste les enseñó un pase. Los guardias lo comprobaron a disgusto y nos dejaron entrar.

—Como habrás observado —le dije a mi amigo—, no me dejan entrar ni en una estafeta de correos.

Duckworth no hizo caso de mis palabras y me indicó un objeto que parecía un vehículo espacial de varios pisos dentro del hangar.

—Se trata de una plataforma espacial —me dijo Duckworth—. ¿Te gustaría saber para qué sirve?

—¿Estás autorizado para decírmelo?

—Mi proyecto consiste en montar una lente gigantesca en esta plataforma. Su longitud focal será de unos quinientos kilómetros.

—¡No me digas! —le respondí—. ¿Quieres darme a entender que la lente estará en una órbita estacionaria a la misma distancia sobre los escondrijos del enemigo en la selva?

—Exactamente —me respondió Duckworth—. Un obturador controlado electrónicamente, accionado por señales telemétricas, nos permitirá concentrar los rayos del sol en cualquier lugar que deseemos. Inmediatamente se producirá un enorme incendio.

—Es perfectamente repugnante —le dije a mi amigo—. Pero ¿puede funcionar este proyecto?

—Realmente, no —dijo Duckworth.

—¿Por qué no?

—Porque el enemigo ha construido un gigantesco espejo reflectante y transportable, el cual, si se coloca en el lugar adecuado, puede incendiar nuestra propia plataforma.

—¡Qué lástima! —le dije sarcásticamente.

Duckworth se encogió de hombros.

—¿No tienes ningún artefacto más que enseñarme? —le pregunté.

Se mordió el labio inferior. Luego contestó:

—Sí, pero no se trata de un artefacto. Tengo un nuevo concepto estratégico.

Enrojecí de ira.

—No te imagino desempeñando esa clase de papel —le dije.

Duckworth se puso rígido.

—Entonces escucha esto —me dijo, mirando a su alrededor furtivamente por si alguien estuviera escuchando—. ¿Te acuerdas del concepto de la entropía?

—La entropía —le respondí como si estuviera dando una lección a mis alumnos— es una medida de desorden en un sistema físico. Una disminución de la entropía implica un aumento en el orden.

—Exactamente —me contestó Duckworth—. Como tú sabes, la entropía total de un sistema no puede disminuir nunca. Por el contrario, el orden total no puede aumentar nunca. Cuanto más orden hay en un lugar menos hay en otro.

—¿Adónde quieres ir a parar? —le pregunté.

—Nosotros, en Estados Unidos, hemos formado una comunidad muy eficiente y maravillosamente organizada. Hemos aumentado el orden en nuestro propio país hasta un nivel extraordinario. Pero según las leyes de la entropía, este aumento del orden aquí debe ser contrarrestado en otro lugar por una disminución similar en el mismo sentido.

—¿Quieres decir con esta tesis que ello explica nuestros problemas en el Vietnam? —le pregunté.

—Podría ser. Para acabar con esa guerra tendríamos que provocar cierto desorden en nuestro país.

—Y de esta forma el desorden disminuiría en Vietnam. Pero como no ha sucedido así, todo es inútil.

Caminamos en silencio El sol empezaba a ponerse en el horizonte, y los vastos bancos de nubes se hallaban delicadamente coloreados con trazos rosados.

—Regresa a nuestra Universidad, Duckworth —le dije—. Tienes muchas dotes para la investigación, pero no para la destrucción.

Duckworth hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No pienso hacerlo hasta que haya terminado la tarea que me trajo aquí.

En el acto me di cuenta de lo que le sucedía.

—Comprendo —le respondí—. Se trata de tu teoría sobre las cosas estúpidas convertidas en buenas a su debido tiempo y en su debido lugar. Pero esto no puede dar resultado. Además, alguien podría conceptuarlo como una traición.

—¿Tú también crees que es una traición?

Le cogí la mano y se la estreché calurosamente.

—¿Puedo hacer alguna cosa para ayudarte?

—Sólo te pido que defiendas mi buen nombre cuando alguien lo ataque en la Universidad.

De vuelta a la Universidad, continué con mi rutina cotidiana: aguijonear a aquellos alumnos que no conseguían aprender su libro de logaritmos. Entonces ocurrió una cosa sorprendente. Se produjeron revueltas en todas las universidades del país. Los negros se sublevaron en los ghettos. Incluso los profesores se declararon en huelga durante mucho tiempo. Poco después de estos sucesos, comenzaron las conversaciones de paz en París. Y al cabo de unos días, Duckworth regresó a la Universidad.

Traté de ser discreto y evité mencionar su último proyecto. Pero una noche, después de haber bebido tres whiskys, se me soltó la lengua, y pregunté a mi amigo:

—¿Fue ese último gran proyecto lo que te hizo regresar a la Universidad?

Duckworth sacó la oliva de su martini y se la introdujo en la boca, paladeándola con gran fruición.

—Absolutamente cierto —me respondió después de haber escupido el hueso—. Regresé a la Universidad cuando triunfé en mi último proyecto.

—Pero supongo que no harías nada para que se llevase a cabo, ¿no es así?

—Desde luego que no —me respondió Duckworth—. Ese fue el motivo por el que me horroricé tanto.

—¿Horrorizado?

—Te lo explicaré de una manera clara para que lo comprendas —me respondió—. Por primera vez en la historia de la humanidad, el mundo tiene entre sus garras la posibilidad de alcanzar una paz duradera, una paz para siempre. Y ello depende de nosotros. Es América, con su enorme capacidad para terminar con todas estas violencias y desórdenes tan numerosos e inacabables, la única nación que dispone de los medios para conseguir esta paz.

—No te preocupes, Duckworth —le respondí—. El mundo puede contar con nosotros. Nunca dejaremos que se hunda.

Levantamos nuestras copas y brindamos por ese sueño universal. Bebimos y brindamos varias veces.