1

Su nombre era Jai Vedh.

Entre sus antepasados había algún indostano, aunque él no presentaba los rasgos característicos de esta raza, ya que sus cabellos eran rubios, sus ojos azules y su barba de un color amarillo oscuro. Era un hombre tranquilo, culto, valeroso y correcto. Todavía era joven cuando sus negocios le obligaron a emprender un viaje, siendo la primera vez que abandonaba la superficie de la Tierra —donde cada lugar era entonces igual que cualquier otro lugar— para penetrar en ese vacío que es mucho más duro que el vacío de cualquier máquina, de un juguete o de un utensilio de cocina.

Al tercer día, solo entre tres mil quinientos, sintió un vacío dentro de sí mismo, algo así como una raya de esos diagramas que sube, baja, se alarga, describe una curva hacia el pie del papel; una raya, simplemente, encerrada entre las fuertes paredes de su pecho tan acostumbrado a soportar los más duros ejercicios físicos. Llegó a soportar aquella sensación, aunque no le pareció que era nueva para él. El decimoséptimo día fue mucho peor, pues tuvo la impresión de que unos a otros se empujaban contra las paredes. Al llegar el decimonoveno día, él mismo se arrojó contra una de las puertas. Se puso enfermo y se lo llevaron. Le dijeron, después de haberle tranquilizado con una gran dosis de sedantes, que el espacio entre las estrellas estaba lleno de luz, de materia, un átomo en un metro cúbico, y que, después de todo, no era un lugar tan malo. La paz volvió a renacer en él; el vacío exterior era un lugar seguro.

Entonces la nave espacial explotó.

Se hallaba tumbado de espaldas, con una rodilla levantada, contemplando un abismo de algas y hojas. Alguien trataba de levantarlo.

—Cobarde —dijo una voz femenina.

Alguien le echó la cabeza hacia atrás.

—¡Vamos! —dijo otra voz—. Vamos, o te sacaré de ahí a puntapiés.

Jai Vedh volvió la cabeza y vio el rostro del capitán… bueno, probablemente era el suyo, pues había visto aquel rostro idiota en algún lugar del pasado, encima de algo igualmente idiota…

—… Solo —dijo Jai Vedh.

—¡Vamos!

Y aquella persona lo sacudió como si fuera un muñeco.

—Tienes la cabeza llena de majaderías —dijo el capitán—, completamente llena. ¡Vamos!

Acto seguido arrojó a Jai a sus pies y lo arrastró por el suelo haciéndole dar vueltas, mientras sudaba profusamente debido a su enorme peso. No había ninguna otra persona presente.

—Alguien me llamó —dijo Jai, y entonces el otro se detuvo.

Había árboles, un lago, un camino y varias colinas a la izquierda.

—¿Dónde está aquella cosa de la que huimos? —preguntó Jai—. ¿Dónde nos encontramos ahora?

—En tierra —respondió el capitán—; donde podemos quedarnos hasta que nos muramos de viejos. El motor explotó en los bosques. ¡Ponte en marcha!

—Maldito cobarde —añadió jadeando.

Pero su voz no era la de antes.

El camino no conducía a ninguna parte. Daba la vuelta al lago y volvía simplemente al punto de partida. Lo intentaron el primer día, de nuevo el segundo, e incluso el tercero, hasta que el capitán llegó a la conclusión de que no podía haber sido hecho por un ser humano.

—Los seres humanos no son precisamente muy racionales —dijo Jai Vedh disculpándose, mientras se sentaba en el suelo, recostaba la espalda contra el tronco de un árbol y apoyaba la barbilla sobre sus rodillas—. Yo mismo he construido muchos caminos como ése. Soy decorador.

¿Un jardín de placer? —dijo el otro hombre, y se dirigió de nuevo al camino, regresando una hora más tarde.

El sol se veía bajo entre los árboles y las aguas del lago despedían unos reflejos brillantes, como si fueran brasas de carbón.

—Sí, un trabajo de profesional —dijo Jai.

—Vamos, un lugar adorable, ¿no es así? —comentó el otro.

—Sí, y muy bien calculado —respondió Jai—. He consagrado mi vida a esta, tarea.

—Y ahora también la estás consagrando, muchacho.

—Conozco mi oficio.

—¡Qué oficio! Un oficio civil.

—He construido un edificio; ¿puedo preguntarle…?

—¡Silencio!

En aquel instante apareció una mujer descalza en el camino que conducía al lago. Jai, que fue el primero en verla, se levantó inmediatamente, pero el capitán se dirigió rápido hacia el camino anticipándose. La mujer se detuvo y esperó la llegada de este último. Luego le dijo:

—No voy a ningún sitio.

—Jai observó como la mujer hacía unos extraños gestos mientras repetía insistentemente las mismas palabras: sí, eso es.

—No voy a ningún sitio —insistió ella—. Galáctica sí, ¿no es cierto? Lo siento, no estoy acostumbrada…

Se interrumpió al ver a Jai, y, dirigiéndose hacia él, se quitó la falda que cubría sus shorts y se sentó sobre la hierba, a su lado. Jai se había dado cuenta de que pronunciaba correctamente las palabras, pero distanciándolas, como si las sopesara antes de hablar.

—No estoy acostumbrada a hablar en este idioma —dijo ella—. Para mí viene a ser como un hobby. ¿Se encuentra usted bien?

—¡Galáctica! —exclamó el capitán.

«Ordinaria —pensó Jai—, oscura, no entrometida, con los cabellos cortados, simplemente como un miembro más de la plebe.»

—Escuche —le dijo el capitán—, quiero que me diga…

—Me gusta la forma en que se comporta —dijo la mujer a Jai mientras le ponía una mano en el hombro y se acercaba más a él, adoptando una postura desinhibida, zalamera, y entornando los ojos. Sus cabellos castaños que le cubrían la boca, su cráneo pelado y las sobresalientes venas de su cuello daban a aquella mujer un aspecto extraño. De repente su mente se cerró.

—Comprendo —dijo ella—. Bueno, de acuerdo. Vamos, le llevaré junto a su aparato. Lamento mucho tener que decirle que está destrozado.

Cuando llegaron junto a la cápsula, había muchas personas alrededor de la misma, algunas sentadas cerca de ella y una encima. Había gente sentada sobre la hierba o bajo los árboles. Nadie se volvió o habló. Algunos niños se balanceaban colgados de las ramas de los árboles, mientras gritaban alborozados. Ninguno de ellos llevaba ropas.

—Primitivos desnudos —dijo el capitán.

«Esta gente —pensó Jai— probablemente constituye la tribu más apartada del mundo.»

En ese instante, notó como si alguien le palpara o estuviera registrando sus ropas. Jai se volvió y creyó observar un gesto de asombro en un joven barbudo que se hallaba sentado sobre la máquina. Este se encogió de hombros y se puso a manosear una especie de chaqueta de cuero, o una chilaba, capa, toga o gabardina. La mujer, que había entrado dentro de la cápsula, salió fuera llevando un montón de libros. Los colocó sobre el suelo y, sonriendo, dijo:

—¿Saben ustedes cuánto tiempo he pasado aquí? He pasado muchos días, muchísimos días. Por eso no deben de extrañarse de que me encuentre exhausta.

—¿Días? —exclamó el capitán.

—¿Qué tiene de extraño? —dijo ella encogiéndose de hombros—. Vine aquí la noche pasada; eso es lo que quería dar a entender cuando dije que había pasado muchos días aquí. Además, no me he expresado bien: no quise decir días, sino un largo período de tiempo.

—Las horas no son días —dijo Jai Vedh.

—Oh, no, no lo son —dijo ella—. Es usted inteligente.

Luego, sin dejar de sonreír, la mujer se inclinó sobre el suelo y comenzó a colocar los libros sobre el mismo, sin dejar de mirar a Jai.

—Parece que ha aprendido a hablar —dijo el capitán.

—Oh, solamente un poco —dijo ella—. Ya le dije que era mi hobby —continuó, mientras ordenaba los libros—, y así es; es mi vocación. Soy doctor.

Con una sonrisa extraña en sus labios, empezó a hojear un libro; luego, lo tiró a una pila de ellos. Después se agachó y los recogió todos en sus brazos.

—¡Tsung-ka! —dijo, e, inmediatamente, un grupo de niños (tenían que haber estado subidos en las ramas de los árboles, ya que aparecieron de repente) cogieron aquellos libros y salieron corriendo en diferentes direcciones. Luego la mujer recogió del suelo, cuyas hierbas no eran exactamente verdes, un libro cubierto por hojas secas de otoño, unas hojas en forma de corazón como las del ailanto, pero de un extraño color púrpura, rojo y verde. Una vez que hubo limpiado el libro de aquellas extrañas hojas, dijo, mientras hojeaba sus páginas—: Esto es un manual de gramática. Qué extraño. De todas formas es un libro interesante, ¿no les parece? Creo que enseñaremos a todos este lenguaje.

—¿Quién es «nosotros»? —preguntó extrañado Jai antes de que el capitán interviniese.

—Todo el mundo —dijo ella sorprendida—. ¿Quién iba a ser?

—¿Tiene usted copias de ese libro? —le preguntó Jai.

—Pues… no —dijo la mujer.

—Entonces no tendrá más remedio que hacer muchas copias —respondió Jai.

—No, desde luego que no —repuso ella—. No podemos. No tenemos la maquinaria apropiada.

—Entonces no podrá enseñar a cada uno ese idioma —dijo Jai—. Sólo podrá enseñar a unos cuantos, ya que sólo podrá utilizar un libro.

—Tiene razón, es lógico, perfectamente lógico.

—¿Y piensa enseñar a cada uno?

—No, creo que no podremos —respondió, y tirando rápidamente el libro al suelo, añadió—: Creo que va a llover.

Luego, dando la vuelta alrededor de la cápsula, la mujer desapareció en los bosques.

—En nombre de Todo, ¿qué es lo que está ocurriendo aquí? —preguntó extrañado el capitán.

—Todo —dijo Jai Vedh, sentándose en el suelo y tapándose el rostro con las manos.

—¡Libros! —exclamó el capitán—. Libros en lugar de registros. No podía haber tres docenas de estos libros tan raros en la librería de la astronave. ¿Quién fue el que puso auténticos libros en una cápsula de emergencia?

—Pues la misma persona que nos puso juntos a usted y a mí —respondió Jai Vedh.

—¿Alguien de la tripulación de la astronave? —preguntó sorprendido el capitán.

—No. Sí. Alguien de nosotros o de aquí. Alguien de este planeta. Quizá haya sido esa misma mujer. Todavía no sé quién se está riendo de quién.

—Estás loco —dijo el capitán penetrando dentro de la cápsula y saliendo momentos después—. No hay nada ahí dentro. Los pretales, los motores, las medicinas y los alimentos; eso es todo lo que hay en la cápsula.

—¿Está en condiciones de funcionar? —preguntó Jai Vedh.

—No, es completamente imposible. Lo único que funciona es el cierre de la puerta.

—Entonces —respondió Jai—, creo que voy a meterme en la cápsula y cerrar esa puerta. Y, por su bien, capitán, le aconsejo que haga lo mismo.

—Estás loco —dijo éste solemnemente.

—Mi estimado capitán —respondió Jai indicándole hacia el suelo—, échele una mirada a ese libro que hay sobre la hierba. Puede cogerlo si quiere. Se trata de una gramática china, no de Galáctica. Eso en primer lugar. Y en segundo lugar, le dice que no se trata del chino que se habla actualmente, ni siquiera de sus diferentes dialectos: se trata del antiguo idioma mandarín; un idioma compuesto de medio millón de símbolos independientes. Por este motivo esa mujer salvaje pensó que se trataba de un manual de gramática. Por eso le pareció tan «divertido» y eso es lo que todo el mundo va a aprender. Ese libro es mío. Lo traje conmigo entre mis enseres personales. Aún le diré más: me costó seis meses aprender a leer sólo la primera página. No hay en él ni una sola palabra de Galáctica, ni nada que se le parezca: ese libro está escrito en chino mandarín.

Fue el capitán quien cerró la puerta.

Ambos se sentaron en sus respectivos sillones, uno junto al otro, alumbrados por aquella luz blanca y fluorescente que los había iluminado desde que nacieron. Había muy poco espacio para los dos. Apoyado contra la pequeña ventana, Jai podía observar el perfil del capitán y pensó fútilmente:

«Me gustaría saber qué es lo que se siente cuando un hombre está enamorado de una mujer.»

El capitán se movió.

«Incluso aunque tuviera la cabeza de asno del capitán, yo sabría lo que siente una mujer cuando desea a un hombre. ¡La desgracia! ¡El vicio! Podría manejar a este idiota como si fuera un juguete. Vamos, lucha, trabaja duro, agótate durante cinco segundos. Y luego, cuando estés exhausto, cubierto de sudor, aliméntate y observa tu rostro reflejado en los ojos de esas pobres y desgraciadas gentes.»

—¿Me puede dar un cigarrillo? —dijo el capitán.

«¡Si fuera alguna cosa peor!»

—¿Tiene alguno sin nicotina? —dijo bruscamente el capitán, incorporándose en su sillón.

—Sí, aquí tiene —le respondió Jai entregándole uno—. Puede encenderlo con el mío.

—¡Maldita cápsula! —exclamó el capitán—. Esto se parece más a un huevo que a una astronave.

—Vamos, capitán, tranquilícese. No pienso hacerle ningún daño, cabeza de asno.

—Voy a salir afuera.

El capitán se levantó bruscamente y se golpeó contra el techo. Se sentó, se llevó la mano a la parte dolorida de su cabeza y permaneció inmóvil.

—No pienso tocarle —dijo Jai indiferente—, ni siquiera cuando esté dormido.

Jai cerró los ojos y vio aparecer ante él una larga procesión de mujeres bajo una luz fluorescente. Sus cuerpos eran deformes. Eran tan débiles que el tocarlas podía hacerles daño, y tan fuertes que podían matar a cualquiera. Se pusieron a flotar sobre él y luego comenzaron a saltar sobre su vientre como si fueran globos de feria. Eran pérfidas, sobrenaturales, sin mentes y de rostro pálido.

Un trueno retumbó fuera de la cápsula.

—No puedo —dijo el capitán.

—¿No puede qué?

—Cállese usted.

—¿Que no puede estar aquí, quiere decir?

—Puedo estar aquí solo —respondió el capitán—. Y para ello tengo que echarle fuera.

—Inténtelo.

—No me provoque —dijo furioso el capitán—. Peso cuarenta kilos más que usted y no tengo la cabeza blanda

—¿Es así como nos llama ahora?

—¡Salga de aquí inmediatamente!

—Está furioso, ¿no es así? —dijo Jai, adoptando otra postura en el sillón—. O es que le molestan mis ojos azules de bebé.

Jai había tomado una posición defensiva, y, cuando el capitán se lanzó hacia él, Jai le dio con la sandalia en pleno rostro. En ese instante, una gota de agua penetró dentro de la cápsula de paredes inoxidables, haciendo que la cabina retumbara como un cañón. Fuera de la cápsula todo pareció iluminado por una luz ultravioleta. Entonces observaron, a través de la mirilla, que la mujer se hallaba junto a la cápsula. Llevaba plumas de avestruz en la cabeza y en el pecho, y, alrededor de sus muñecas, de su cuello y de sus pies, algo que brillaba como diamantes. Abrió la puerta de la cápsula y, cogiendo a Jai por el pecho, lo sacó fuera. La lluvia le azotó el rostro, y Jai resbaló, cayendo sobre la húmeda hierba. Trató de levantarse, pero alguien le sujetó el brazo, retorciéndoselo e inmovilizándole. Luego, lo levantó del suelo y le obligó a bailar. Otro resplandor iluminó el campo de un extremo a otro. Aquello era un carnaval, un infierno, la boca de un antro cavernoso, una llanura invadida por grotescas máscaras y gentes vestidas con extrañas vestimentas. Jai sintió que lo lanzaban de un círculo de danzarines a otro.

Finalmente, cuando la tormenta hubo pasado, los danzarines se dispersaron; algunos se tumbaron sobre la hierba y otros se acurrucaron sobre la misma, como si fueran perros. Jai no pudo menos que echarse a reír. Se encontraba con los brazos alrededor del talle de ella y con la ropa mojada. Ambos se sentaron en el suelo y siguieron riéndose. A lo lejos, se oía el retumbar de un trueno.

Junto al borde del lago, a poca distancia del agua, vieron unas figuras grotescas, de aspecto demoníaco, bailando desenfrenadamente. Apenas divisaron a Jai y a la mujer avanzaron hacia ellos, pero luego se detuvieron y regresaron a la orilla del lago. Parecía que estuvieran exhaustos o muertos.

Jai Vedh se tapó el rostro con las manos. Se arrodilló, mientras sentía que iba a vomitar, y elevó sus ojos al cielo, como si musitara una oración, rogando su regreso a casa. Algunos danzarines habían abandonado el baile y se habían tendido en el suelo; algunos se hallaban a gatas, mirando furtivamente en dirección al bosque. Otros jugaban a las cartas.

Jai se dirigió a la cápsula y se puso a golpear la puerta hasta que se le agotaron las fuerzas. En aquel instante la lluvia cesó, dejando los campos inundados.

Estaba dentro. Las ropas estaban secas pero frías todavía. La luz le deslumbró. De nuevo volvió a oírse el ruido de la lluvia. El capitán, cogiendo a Jai por ambas manos, hizo entrar a su compañero dentro de la cápsula.

Mientras, junto a la portezuela, la mujer permanecía de pie, cual una chanteuse del antiguo Folies Bergère, con las plumas de avestruz mojadas y cubiertas de lodo. Tenía los ojos cerrados y en su rostro se reflejaba la fatiga. El cerrojo metálico de la portezuela parecía decir con su voz alta y herrumbrosa:

Lo lamento… Demasiado cansada. Es más fácil hablar directamente.

—¡Dios mío, Dios mío, Dios mío! —murmuró el capitán.

Le presento mis disculpas… Un ataque de frente… demasiado esfuerzo para usted… trate de nuevo la próxima semana… el próximo mes… lo olvidará todo.

Empezó a arrodillarse.

¡Weech dikkur! —gritó el cerrojo—. ¡Wich duker! ¡Whach doctor! ¡Médico brujo!

Se notaba claramente que quería decir psiquiatra. Luego la mujer desapareció.

Sin preocuparse apenas de aquel hombre aterrorizado que le sujetaba las manos, Jai Vedh se quedó inmediatamente dormido.

2

Así pues, al día siguiente por la mañana aterrizaron con la cápsula y el capitán le estrechó calurosamente las manos a la joven mujer vestida de color marrón que había sido designada para darles la bienvenida. Como pudo comprobarse, aquella mujer era el médico de la colonia.

—¿Una colonia perdida? —dijo él.

—Sí, una colonia perdida —asintió ella.

—¿Cuánto tiempo tarda la hierba en tornarse de este color? —preguntó Jai, siempre curioso.

—Meses —respondió ella.

Caminaron más allá del lago, mientras se preguntaban qué podía haberle sucedido a aquella colonia ciento cincuenta años antes. La joven mujer no llevaba nada con ella y sus pies estaban descalzos. Subió con sorprendente agilidad la colina sin preocuparse del daño que podían causarles a sus pies los guijarros y trozos de rocas puntiagudas diseminados por todas partes; ni siquiera se molestó en apartarlos de su camino. Cuando llegaron a la primera choza de piedra, ella se detuvo un instante para enseñarles que no tenía puerta sino una simple y tosca entrada.

—No tiene puerta debido a que aquí el clima es muy seco —dijo la mujer, a título de explicación.

Dentro de la choza había una corriente de agua. Sobre una roca plana había un extraño plato lleno de líquido amarillo en el que flotaba un pabilo ardiendo; pero la única luz de que disponía la choza procedía de la entrada.

—Esta choza es muy fría —dijo ella—. Pertenece a mi bisabuela.

Luego, indicando hacia el plato, dijo:

—Eso es aceite.

—¿Y qué utiliza para calentarse? —preguntó el capitán.

—En este lugar nunca hace frío.

—Querida señora… —comenzó el capitán.

—Sí, ya sé, ya sé —dijo ella interrumpiéndole y acercándose al sol que penetraba por la entrada de la choza—. Ustedes desean entrevistarse con los jefes. No tenemos ninguno. Deben volver a su astronave y sacar la radio. Si esperan un momento, les traeremos el equipo con el que llegamos.

¿Qué? —dijo el capitán.

—He dicho nuestro equipo —dijo ella—. Si se ponen a trabajar de firme, tendrán arreglada su astronave en seis meses y así no tendrán que pasarse el resto de sus vidas aquí, esperando que vengan a rescatarlos.

—Ustedes, en cambio, no fueron rescatados porque nunca lo desearon. ¿Estoy en lo cierto? —dijo Jai Vedh.

—Sólo es usted capaz de adivinar que se trata de un huevo viendo la cáscara —dijo la mujer—. Vamos.

Acto seguido, la mujer los condujo a la cima de la colina. El capitán se acercó a ella y la observó detenidamente.

—Usted es doctor, ¿no es así? —le preguntó Jai—. ¿Cree usted que estoy enfermo?

—Mucho —respondió la mujer—. De la cabeza. Y no usted solo, sino los dos.

—Entonces cúreme —dijo Jai Dos, y se puso a observar cómo la mujer se sentaba en el suelo, cruzaba las piernas y, cerrando los ojos, inclinaba la cabeza sobre su pecho.

Un instante después ella abrió los ojos y dijo:

—No puedo. Esta es la casa de Olya.

—Todos están en el infierno —intervino el capitán—. Todo esto no es más que magia negra.

La mujer no hizo el menor caso al comentario del capitán.

—¿Lo ha oído? —le dijo Jai Uno—. Ustedes no son más que un pueblo primitivo.

—Creo que ustedes son muy rudos —dijo la mujer, después de un instante dé silencio.

Cuando llegaron a la «casa de Olya», la mujer cogió por la muñeca a Jai y lo introdujo dentro.

—Sé lo que significa canibalizar —dijo ella—. Significa comer algo —añadió como en un susurro.

—Pero, por favor, ¿qué significa radio?

Olya, la única que hablaba eslovaco, estaba fuera. También estaban fuera el que hablaba alemán y los hermanos que hablaban chino. La mujer fue de casa en casa, aquella tarde calurosa, indicándoles quiénes vivían en cada una de ellas. Luego, cuando llegaron a aquellas casas que estaban por encima del lago, todo demostraba que estaban vacías. Entonces la mujer se dirigió a la orilla, seguida por ellos, y luego regresaron de nuevo a la colina.

Reinaba una gran calma aquella tarde. Una calma que cada vez se acentuaba más y más. Se podía oír el ruido de un insecto en la lontananza. Todo en aquel lugar era pequeño, desde los árboles hasta los caminos que conducían al lago. Y en el calor de la tarde todo daba la impresión de que iba a derretirse hasta quedar convertido en nada.

Jai se dio cuenta de que había estado sentado y contemplando sus propios pies durante cierto tiempo. El calor le hizo sentir una gran sed. Movió la cabeza y se puso a escuchar, procedente de algún lugar del lago, un débil toink-toink, como la llamada de un pájaro. Nada se movió. El sol se reflejaba en las aguas del lago, proyectando las sombras de las casas sobre la orilla.

De repente, todo se iluminó como por encanto y ante sus ojos apareció un muchacho de unos doce años, completamente desnudo, golpeando una calabaza contra una piedra, mientras silbaba.

Toink-toink, y se detuvo. La mujer se acercó a él y le hizo una pregunta.

El muchacho le respondió pronunciando sólo dos sílabas y sin hacerle mucho caso.

La mujer volvió a hacerle otra pregunta.

Contestó de la misma manera.

Y otra pregunta más.

Parecía que el muchacho estaba imitando a un gato al responder de aquella forma a la mujer.

Esta se volvió hacia ellos y les dijo:

—Perdónenme. Dice que Olya se encuentra de cacería y que los hermanos chinos están fabricando objetos de alfarería. Dice que el demonio ha entrado en cada uno de ellos y los ha conducido a los cuatro rincones del mundo, mientras él recorre este lugar desértico, productor de bellos sonidos, escuchando el catabolismo de las rocas.

—Ya veo que es todo un poeta —dijo el capitán.

—Él cree que lo es —dijo la mujer—. Es muy sarcástico. ¿Quieren entrar, por favor? Aquí afuera hace mucho calor.

Ambos se levantaron y se dirigieron a la choza más próxima, penetrando en ella.

—Dime una cosa —le dijo Jai al muchacho—, ¿hablas el idioma de Galáctica?

—Naturalmente —dijo el muchacho—. Cabellos negros. Siéntese. Arriba y abajo.

Jai hizo una mueca y luego se dirigió hacia la puerta para marcharse, pero en ese momento oyó un ruido y se volvió. Entonces vio al muchacho saltando sobre las rocas como si imitara una danza guerrera, mientras movía la cabeza de un lado a otro. Luego el muchacho dejó de danzar.

—Aquella es Olya —dijo.

El muchacho se acercó más, tímidamente, y sin mirar a Jai, le tocó con un dedo el brazo y dijo:

—Allí, allí.

—¿Dónde están los demás? —le preguntó secamente Jai.

El muchacho puso cara de tristeza.

—Como estés tramando una jugarreta contra nosotros, te aseguro que te arrepentirás —le dijo Jai avanzando hacia él con una mirada siniestra en los ojos.

El muchacho se echó a llorar, se volvió y luego corrió en dirección al árbol más próximo.

—Pues sí que estamos bien: perdidos en este lugar y teniendo por única compañía a un muchacho medio loco.

Una joven pequeña salió de la choza y pasó delante de él. Luego salió otro muchacho y echó a correr apenas vio a Jai. Y luego, otro más.

El interior de la choza estaba lleno de muchachos.

Cuando Jai entró en la choza todo el griterío cesó. Los muchachos se habían quedado como estatuas al verle, excepto dos que estaban tumbados sobre un montón de hojas; pero éstos también se callaron apenas le vieron. Alguien estornudó. Una mujer alta, una auténtica belleza con una brillante trenza alrededor de la cabeza y un lunar oscuro sobre el labio superior, de hermosa anatomía, y con una falda de piel atada a su cintura, apareció detrás de los muchachos que estaban tumbados sobre el lecho de hojas, y cogiendo a ambos por los brazos los echó fuera de la choza. Luego empezó a buscar por todos los rincones y comenzó a echar a todos los que estaban escondidos. A continuación, se secó el sudor de la frente, cogió sus dos grandes petos en sus manos y, avanzando, los depositó sobre la mesa de piedra. Cerca de ella, la doctora de la colonia, vestida con su traje marrón, permanecía de pie.

—Lamento mucho que no nos haya oído entrar —dijo esta última.

—Esta es Olya —añadió.

—Y aquella es Evne —dijo Olya.

Luego se estiró, se limpió las manos en las caderas y se dirigió al lecho de hojas situado en la parte posterior de la choza. Durante unos instantes pareció estar buscando algo. Luego, volvió al lado de ellos, se arrodilló y abrió su mano para mostrar una salamandra en la palma de la misma. Su mano estaba hinchada, los dedos en forma de huso y la muñeca dislocada.

—No soy ningún animal, doctor —dijo Evne irritada.

Al oír aquel comentario, Olya se encogió de hombros y el capitán se limitó a toser discretamente.

—De acuerdo, dámela —dijo Evne, cogiendo al animal con la mano.

En el mismo instante, Evne cayó de repente en trance. Estaba sentada en el suelo, con la cabeza apoyada en sus rodillas, mientras sujetaba la salamandra con la mano. El capitán le hizo un gesto a Jai, indicándole la salida de la choza, y una vez que estuvieron fuera, le dijo:

—¡Que me maten si resisto ver a dos mujeres haciendo magia negra con una rana!

—No era una rana, sino una salamandra —dijo Jai automáticamente.

—Estas gentes son demasiado felices —dijo el capitán apretando los labios—. Sí, demasiado felices. No necesitan trabajar. Mientras usted estaba ausente, descubrí algunas cosas. Aquí nadie se preocupa por nada. Si llueve, se mojan; eso es todo. Si coge usted a un hombre y lo sienta encima de un asno, la única cosa que se le viene a la mente es comer. Estuve hablando un rato con nuestra pequeña doctora mientras usted estaba fuera, y he podido averiguar que la única cosa que impide que sus pacientes se mueran es que no tiene ninguno. Los hombres son por el estilo. Si le preguntas a uno qué está haciendo el otro, te responde que hoy está recogiendo flores silvestres. Y si esta misma pregunta se la haces a otro, te responde que está contemplando las ardillas. ¡Qué pueblo éste, Jai! ¡Santo Dios!

—Sí… sí, tiene usted razón —dijo Jai.

—Pensar que sucedan estas cosas —murmuró el capitán—. En fin, amigo mío, ruegue usted que esta gente tenga el equipo y que podamos utilizarlo. Bueno, me voy a la astronave. Le veré allí antes del crepúsculo.

—De acuerdo —dijo Jai, y, apartándose del camino que conducía a la cima de la colina, se dirigió hacia los árboles.

En realidad, aquella arboleda se parecía más bien a un jardín; todo estaba bien cuidado y ordenado, e incluso el suelo y las enredaderas crujían blandamente al pisarlos. Quizá se tratase de un jardín humano, un experimento que alguien estaba ensayando, o quizá alguien coleccionaba muchachos, o alimentaba a los hombres para convertirlos en otro tipo de raza. Todo podía pensarse después de ver a dos mujeres arrodillarse y ponerse a contemplar a una salamandra que se deslizaba por el suelo…

«Pero el idioma es trabajo —pensó Jai—. Aunque pasen ciento cincuenta años, sin disponer de manuscritos, una colonia tiene que desarrollar por lo menos un acento regional.

»Pero esta gente no tiene acento alguno.

»Y el doctor Evne, careciendo de pacientes y de medicinas, tiene un estilo literario muy pulcro. El catabolismo de las rocas. Una implacable rabia por todo lo nervioso…»

—Galáctica es mi hobby —dijo alguien cerca de él, o alrededor de él o debajo de él. No recordó dónde había oído aquello antes. Permaneció de pie, inmóvil tratando de recordar todo lo que había visto: el ruido de los muchachos, sobre todo, dentro de aquella choza, aquella «magia» tan impropia e inexplicable en aquel lugar y aquel niño, aquel pequeño Nerón, tan poético y sofisticado.

De repente, Jai oyó un silbido, y el niño salió de detrás de un árbol, pero esta vez sin la calabaza ni el trozo de roca. Sus cabellos, color rojizo, le caían sobre los hombros. A simple vista se notaba que nunca había estado expuesto a los rayos del sol: su piel era blanca como la nieve. Jai avanzó hacia él y lo cogió por un hombro.

—¿De dónde vienes? —le preguntó Jai—. ¿Existe una puerta secreta detrás de ese árbol?

El muchacho no respondió nada, limitándose a mirar hacia arriba con sus grandes, inocentes y negros ojos. Luego trató de desasirse de la mano de Jai, pero éste no se lo permitió, apretándole el hombro con más fuerza.

—¿Existe una ciudad debajo de ese árbol? —le preguntó con un tono tan suave que el mismo Jai se sorprendió.

El muchacho no respondió nada. Jai lo dejó marchar. El muchacho, que se hallaba de pie sobre un montón de leña, comenzó a frotarse el hombro. De repente, dio un grito de sorpresa al ver que Jai lo cogía por un pie y lo elevaba en el aire, cabeza abajo. Las plantas de sus pies eran tan duras como un hueso: el chico no había utilizado zapatos en toda su vida.

—Hijo de la naturaleza —dijo Jai—. Sí, hijo de la naturaleza. Bueno —añadió al cabo de un rato—, vete y déjame en paz.

Acto seguido, Jai se volvió de espaldas a él y comenzó a subir en dirección al sendero. Cuando se hallaba a mitad de camino, oyó de repente un ruido: el muchacho se encontraba frente a él. En su rostro se apreciaba una expresión de odio, mientras le enseñaba los dientes a Jai como hacen algunas fieras antes de atacar a su víctima.

«Yo también estoy preparado —pensó Jai—. Tú me conducirás adonde…»

—¡Guerra! —gritó el muchacho salvajemente—. ¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra! —continuó gritando mientras saltaba como un caballo salvaje alrededor de Jai. Luego, el muchacho abrazó a Jai con sus brazos desnudos y apoyó su cabeza sobre su hombro.

Jai se echó a llorar.

Apartó al muchacho de su lado y se sentó en el camino. Nunca había sido cariñoso con nadie y no estaba dispuesto a serlo ahora, a pesar de que aquella escena le había emocionado profundamente. Pero al cabo de un instante, al ver la expresión triste en el rostro del muchacho, se enterneció y se puso a reír. El muchacho se acercó entonces a él y Jai sintió la sedosa piel del joven contra la suya, mientras su aliento caliente susurraba en su oído: «¡Ra, ta, ta, ta, ta!» Esto le hizo salir de su ensimismamiento. Se incorporó y empezó a andar por el camino con el muchacho cogido de su brazo.

—Bueno, suéltame —le dijo Jai—. A propósito, ¿cómo te llamas? No puedo llamarte hijo de la naturaleza.

—Nada.

—Bueno, en ese caso te llamaré Nada. ¿Cuántos años tienes, amigo Nada?

El muchacho emitió un sonido gutural parecido al que produciría el vapor escapándose por una válvula defectuosa.

—¿Qué quieres decirme con eso de fuuuu? ¿Cuántas gentes hay ahí adentro?

Ftun —respondió el muchacho.

—Eres muy expresivo.

—Seguro que Ftun es un número.

—¿Cuántos hay? ¿Tres? —le preguntó Jai.

El muchacho le miró extrañado.

—¿Hay muchos más? —insistió Jai.

—Sí —dijo el muchacho.

—¿Muchos, muchos, muchos?

—Once mil novecientos setenta y siete.

Acto seguido, el muchacho se desprendió de la mano de Jai y se dirigió hacia los árboles.

—¡Loco! ¡Loco! —exclamó Jai aterrorizado—. ¡Eres un loco!

Rápidamente echó a correr detrás del muchacho, pero éste ya había desaparecido.

De regreso a la astronave, Jai encontró al capitán sentado en el suelo con su regazo lleno de pequeños y transparentes objetos de plástico. Había un rollo de hilo de plata cerca de él, pero parecía que no lo utilizaba. El capitán colocaba los objetos uno sobre otro, como un castillo de naipes. Estaba haciendo una radio. Cuando se dio cuenta de la presencia de Jai, se levantó.

—Santo Dios, ¿qué ha sucedido? —dijo el capitán.

—Un número primo —dijo Jai—. Once mil novecientos setenta y siete.

—¿Está usted bromeando? —dijo el capitán.

—No —respondió Jai—. Me han dicho ese número. No es un número redondo, ni siquiera es un sistema distinto del decimal. Lo intenté todo hasta diecinueve. Creo que se trata de un número primo.

—Escuche usted… —comenzó a decir el capitán.

—Once mil novecientos setenta y siete es Ftun. Bueno, yo lo pronuncio con mi propio acento. Una sílaba. Se trata de un número muy grande para tener su propio nombre. A menos que sea un número redondo. O aproximado. Y no es así. ¿En qué clase de idioma, en qué clase de mente, un número superior a diez mil tiene su propio nombre?

—¿Qué quiere decir? —preguntó el capitán.

—Esta colonia tiene una antigüedad de más de ciento cincuenta años. Si se trata de una colonia… Y esa radio que está usted construyendo va a funcionar igual que un árbol de Navidad.

—¿Por qué?

—Porque esta gente no quiere que nos marchemos. No quieren que otros lo sepan.

—¿Saber qué? —preguntó el capitán—. Nosotros nos marcharemos para Navidad. El día trescientos cincuenta y nueve del año trescientos A. B. Puede ponerlo en el calendario que quiera: árabe, judío, indio, gregoriano, etcétera. Pero sigue siendo Navidad. ¿Me comprende? ¡Tres sílabas!

—Es usted un estúpido, un estúpido bastardo —respondió Jai Vedh dirigiéndose hacia la radio—. Es que todavía no se ha dado cuenta…

—No toque eso —dijo el capitán con voz alterada—. Y no se impresione tanto con lo que le digan unos niños pequeños.

Jai le golpeó, tal como le habían enseñado (ya que tenía muchos hobbies), fuertemente, bajo la mandíbula inferior y la cabeza del capitán se inclinó hacia atrás. Este se recuperó del golpe y se lanzó contra Jai, pero el joven le sujetó el brazo con una mano, inmovilizándolo con una presa de judo. Vio cómo el capitán se esforzaba por desasirse de él, y Jai temió recibir un puntapié, ya que estaba calzado con botas y él sólo llevaba sandalias. De repente, el capitán hizo un gesto hábil y logró liberarse. Entonces comenzó a dar vueltas alrededor de Jai, amenazadoramente, furioso, irritado, pisando las hojas, haciéndolas crujir, pisando la hierba.

«¡Que Dios me ayude ahora! —pensó Jai—. Es usted el mejor alumno que he tenido, pero nunca logrará ganar una verdadera pelea;…»

Se despertó y sintió unas náuseas profundas. Se hallaba tumbado de lado y sobre él se inclinaban dos rostros que se movían al unísono y fluctuaban como en un espejo defectuoso. Dos hotentotes, con rostros gemelos de color castaño pálido, narices achatadas y con idénticas barbas negras. Ambos sacaron una mano, ambos hablaron.

—Cierre los ojos.

Y las manos descendieron, una encima de otra, sobre él. Jai sintió que las náuseas aumentaban.

—Muy bien —dijo sosegadamente aquella voz—. Ahora abra los ojos.

Jai abrió los ojos y vio un rostro, con su negra barba y dos ojos como pelotas de alquitrán, inclinado sobre él.

—Levántese —dijo el hombre mientras ayudaba a Jai a ponerse de pie.

Aquel extraño y misterioso individuo iba vestido con el sayo negro de un monje. De repente, apareció una mujer; era Olya. El otro hombre, que llevaba un sayo de monje de color rosa, le pareció a Jai que se despojaba del mismo. Esta visión desapareció. La pareja se hallaba frente a él.

—¿Cómo se encuentra? —le preguntó el hombre.

—Tembloroso —respondió Jai.

—Debería dormir —intervino Olya, tomándose un gran interés por él—, y luego despertarse a tiempo para el juego, ¿no te parece?

—Duerma —dijo el hombre que se hallaba detrás de Jai—. He hecho que su amigo esté durmiendo durante cuatro horas por lo menos. Le veré esta noche.

El hombre y Olya se retiraron y se encaminaron hacia los bosques. Jai permaneció tumbado, enormemente cansado. Luego se quedó dormido. Tuvo un sueño muy extraño. Soñó que Olya se le acercaba.

«Vete de mi lado —dijo él—. Tú sabes quién soy yo.»

«Lo sé mejor de lo que te imaginas», contestó ella abrazándole. Le parecía que Olya se convertía en una diosa de la montaña, iluminada por los relámpagos y destruyendo los árboles que encontraba a su paso.

«¿Por qué tienes un lunar negro encima de tu labio superior, Olya?»

«Esa no soy yo —respondió ella con su extraña e histérica voz de contralto—. No… ¡ah! ¡oh!… ¡Te confundes con mi amiga Evne!»

De modo que durante un momento, antes de dormirse, la mujer que recibió sus halagos y delicadezas era Evne: delicada, tímida y temblorosa.

«Querido mío —dijo ella—. Oh, querido mío, querido mío.»

Al llegar el crepúsculo, Jai dejó al capitán —que no se acordaba de nada— entretenido con su radio igual que un mono con un juguete.

Al llegar al borde del bosque, Jai se volvió para ver la radio. A aquella distancia, el aparato parecía un armatoste y daba la impresión de que nunca llegaría a funcionar. En aquel momento, el capitán se hallaba colocando alguna pieza en la radio.

«La está adorando», pensó Jai, y con los pies descalzos, debido a la calurosa tarde, se colgó las sandalias alrededor del cuello y penetró en la oscuridad del bosque.

No vio a nadie hasta que la luna asomó por el horizonte. Durante un rato caminó por el bosque a oscuras, y luego se dirigió hacia el lago y se sentó allí a contemplar las aguas que relucían bajo los reflejos del cielo. Se hizo más oscuro. Las estrellas eran más densas y más brillantes de las que él estaba acostumbrado a ver. De repente, se levantó bruscamente pues tuvo la impresión de que había alguien a su espalda. Durante un momento no vio nada, y luego una débil aurora apareció en el horizonte. Pensó: «Va a salir una luna…»

Sin saber por qué, se levantó y se puso a caminar alrededor del lago, luego por el bosque y, finalmente, por la colina. Se agachó, cogió una piedra y la tiró por la ladera hasta que cayó al fondo. Podía ver claramente sus propios pies. Las estrellas, en aquel instante molestas para un habitante de una ciudad, colgaban silenciosamente en el firmamento fulgurando sobre su cabeza. Jai rompió tres ramas que le impedían proseguir su camino, salió de un claro del bosque y continuó caminando. Tenía la impresión de que se encontraba en una especie de anfiteatro natural, de paredes macizas y argénteas, a punto de derrumbarse.

Las últimas estrellas de la noche se convirtieron en cabezas de alfileres relucientes y desaparecieron. El cielo, sin una sola nube de un extremo a otro, era pálido, profundo y de un color azul claro. Algo en el fondo del anfiteatro captó la luz y resplandeció con mucho fulgor. Se volvió para ver el origen de aquella luz y entonces vio por encima de las copas de los árboles algo ancho y profundo, que, por un instante, le pareció un globo, luego una hoja blanca de papel y de nuevo un globo. Tenía tres veces el tamaño de la Luna de la Tierra. Aquello le produjo vértigo.

Vio que había alguien en el anfiteatro a no más de veinte metros de distancia; pero, por mucho que estuvo escrutando, aquello no se movió. Sin embargo, alguien se estaba moviendo silenciosamente por el borde del campo de visión, y luego otra persona más, y otra más. El anfiteatro estaba lleno de gente.

Pensó: «Entraron mientras yo contemplaba el cielo como un tonto.» Pero luego comprendió que estaba equivocado.

Un anciano que se encontraba junto a Jai, flaco y macilento, con largos cabellos blancos que le llegaban hasta los hombros, puso en el suelo las últimas ciruelas que estaba comiendo, y como si el sonido de Jai fuese una señal para él, dio un salto y se arrojó al fondo del anfiteatro como si fuera un submarinista. Luego, en el fondo del anfiteatro, continuó dando saltos alrededor del borde inferior del mismo, y luego, como si las fuerzas que había estado utilizando se le hubieran agotado, comenzó a temblar y a hacer esos movimientos tan típicos de las personas de edad avanzada.

Acto seguido, el anciano inclinó la cabeza hacia delante y luego hacia atrás, se arrodilló y se levantó, y después, sin mirar a nadie, se dirigió hacia un lado del anfiteatro y se sentó.

En aquel instante alguien empezó a cantar. La música procedía de un lugar en forma de mesa en la que algunos individuos tocaban unos instrumentos sin orden ni concierto y con registros que no armonizaban entre sí. Casi al final de la canción, el cantante elevó el tono de su voz y gritó violentamente durante varios minutos. Luego acabó con una entonación exquisitamente seductora.

Nada sucedió durante treinta minutos.

Entonces, los colores del anfiteatro comenzaron a cambiar de tonalidad, y sopló un airecillo un poco caliente, un poco frío. Las personas que se hallaban sentadas a ambos lados de Jai comenzaron a moverse en sus sitios, primero hacia abajo, luego hacia arriba. Jai pensó que la comunidad se hallaba entregada a una especie de extraño baile, y entonces la sangre se le subió a la cabeza. Tuvo la impresión de que las paredes del anfiteatro se elevaban, mientras todas las personas allí reunidas se inclinaban hacia delante. Luego le pareció que el anfiteatro se hundía dentro de un tubo gigantesco mientras la gente caía al suelo. Todo aquel espectáculo parecía acorde con el campo gravitacional del planeta.

Sí, era un espectáculo verdaderamente extraño…

Telepatía. Telequinesis. Psicoquinesia. Telealucinación. Telepercepción. Telecontrol. ¿Telecidio?

Jai pensó: «Todo el mundo me está observando. Tengo que regresar a la astronave.»

Se encontraba al borde del bosque, casi presa de la histeria. Trató de atarse las sandalias con una mano, ya que la otra la tenía apoyada en la cabeza para que los pensamientos no se le escaparan. En ese instante sintió que una mano caliente se apoyaba en su hombro. Levantó la vista y vio a una niña de unos nueve o diez años. Se parecía mucho a Evne, y por toda vestimenta llevaba un elegante pañuelo cubriéndole el cuerpo. La niña se dirigió a Jai y le dijo:

—¿El señor va a quedarse?

Jai no le contestó, terminó de atarse las sandalias y continuó su camino. La niña le siguió.

—Por favor —le dijo ella. Se había caído al suelo.

En aquel instante por la mente de Jai Vedh cruzaron malos pensamientos; pensamientos de asesinar a la niña.

—Yo puedo hablar —dijo la niña.

Hubo un momento de silencio.

—Actualmente —continuó la chiquilla con gran desparpajo—, ello es debido a que son grownups. Los grownups son hórridos. Ellos suelen decir sí a todo, pero no tienen la menor compasión con nadie. Esto es debido a que pueden whatchamacallit. Yo puedo también whatchmacallit porque tengo nueve años. Puedo hablar como puede usted comprobar. Bueno, ahora dígame algo.

—¡Santo Dios! —exclamó Jai sin saber si horrorizarse o reírse.

Luego se produjo otro momento de silencio.

—Actualmente —dijo la niña con vehemencia—, todo es por su culpa. Se encontraba usted dominado por tal desorden emocional que me produjo dolor de cabeza. Simplemente tenía que limitarme a seguirle. Soy la hija de Evne y me llamó Evniki, que significa pequeña Evne, y soy partenogenética. Sin embargo, no soy haploide —añadió la niña con un tono más suave—. Soy un duplicado auto-fertilizado. Mi madre es cirujano genético.

La niña se sentó en el suelo.

—Mientras usted, analiza sus pensamientos —dijo ella quitándose el polvo de su rudimentaria vestimenta—, yo le contaré más cosas. Tengo nueve años y puedo alimentarme a mí misma. Por eso no vivo con nadie. Evidentemente, no puedo detectar los pensamientos, pero puedo leer los sentimientos y moverme y adivinar dónde se encuentra la gente y otras cosas más. Cualquiera puede hacer eso. Si los niños pudieran hacer algo más, todos habríamos sido asesinados en nuestras camas.

Jai la miró con los ojos desorbitados. No podía creer lo que estaba oyendo. Aquello era algo asombroso.

—Tengo nueve años —continuó la niña—, pero actualmente tengo quince. Desde luego, tengo que dejar que mi desarrollo continúe, pues de lo contrario me convertiría en una enana para el resto de mi vida, pero creo que todavía puedo esperar un año más. Quiero desarrollarme intelectualmente. Aparte de esto, ya he escogido la profesión que voy a estudiar. Como soy muy habladora, pienso dedicarme a la oratoria y ser considerada esotérica. ¿Se encuentra mejor ahora?

—Sí —respondió Jai, sorprendido por su propia respuesta.

—Eso está bien —dijo Evniki, y le sonrió un poco; una sonrisa propia de una niña de nueve años. Luego se acercó más a él y añadió—: ¿Se encuentra ahora mejor?

—¿Es que todas las niñas y niños de este lugar gustan de ser lisonjeros? —dijo Jai secamente, tratando de apartar a la niña.

Esta le acarició las manos y le dijo:

—¿No le gustan las niñas pequeñas?

—¡No! —respondió Jai desesperado.

—Pues a todos los hombres les gustan —dijo Evniki, frotando su rodilla contra él—. A todos los hombres les gustan las niñas pequeñas. No puedes de ningún modo rechazarme, pues ello significaría una ofensa para mí.

—Cállate de una vez, Evniki —dijo Jai severamente—. El hecho de que me esté riendo no significa…

—Usted no se está riendo —murmuró suavemente Evniki—. No comprende sus sentimientos: está excitado. Me doy cuenta de ello, lo siento.

—Por favor, Evniki, no me molestes…

—Es que se trata de un hecho real, un hecho que está sucediendo entre nosotros dos —respondió la criatura sin hacer caso de las palabras de Jai—. ¡Y qué hecho más hermoso! Basta que yo me lo propusiera para que usted hiciera lo que trata de ocultarme. En este momento estoy brillando dentro de su mente igual que si fuera un cirio. Oh, por favor, hágame brillar a mí también, me gusta brillar a mí también…

—Evne —dijo Jai horrorizado—, si me tomara en serio todo lo que me estás diciendo ahora…

—¡Evne es el nombre de mi madre! —exclamó la niña apartándose de él—. Ahora me doy cuenta perfectamente, de que eres un hombre sin fe.

Acto seguido Evniki desapareció en los bosques.

La Luna comenzaba a descender. La luz iba disminuyendo entre los árboles. Jai se sentó en el suelo y apoyó su cabeza sobre sus rodillas. «Los adultos —pensó— son dioses y los niños monstruos.» Se tumbó en el suelo. De repente, en la oscuridad del bosque, vio como una margarita próxima a él adoptaba la figura de Evne.

Se levantó rápidamente y arrancó una rama de árbol, dispuesto a defender su vida. Dijo:

—¡No, no eres tú! Se trata de una metáfora que mi mente está elaborando por culpa tuya, por culpa de las cosas que metiste en mi cabeza.

La margarita volvió a convertirse en una planta.

Jai se tumbó en el suelo y pronto se quedó dormido. Mientras dormía soñó que la margarita revoloteaba sobre su cabeza igual que un vampiro.

Olya estaba de rodillas e introducía sus manos en el agua de la corriente. Jai se hallaba con la espalda apoyada contra una de las paredes de piedra de la choza, sosteniendo en sus manos el rifle de balas sedantes que el capitán le diera, mientras este último se hallaba sentado sobre una roca plana observando aquella escena con una extraña sonrisa en sus labios. Desde aquella altura lo podía dominar todo.

—Los niños no pueden hacernos ningún daño —dijo Jai—, ya que, de habérselo propuesto, haría ya mucho tiempo que todos estañamos muertos en nuestros lechos. A las nueve de la noche uno puede darse cuenta de sus propios sentimientos y controlar sus propias secreciones glandulares para retardar el crecimiento. Entonces uno puede localizar a la gente, pero no puede leer sus pensamientos. En cambio los Grownups pueden hacerlo todo. Pueden trasladarse de un lugar a otro instantáneamente, pueden levitar, pueden percibir y manifestar a distancia cualquier objeto sea del tamaño que sea. No lo sé con certeza, pero en todo esto hay algo de microscópico… bueno, mejor dicho, de submicroscópico. Pueden manipular todo lo que se proponen, como las longitudes de onda de la luz y la gravedad.

—¿Puedo yo manipular las longitudes de onda de la luz? —dijo Olya, sonriendo—. ¿Puedo hacer lo mismo con la gravedad? Yo carezco de astronave como ustedes. Por otra parte, ustedes saben que no dispongo de luces multicolores.

—No creo que ningún telépata pueda materializarse dentro de una pared de piedra —dijo Jai lenta, cuidadosamente, refugiándose en su rincón.

—He oído hablar de esto —intervino el capitán, hablando entre dientes— desde…

—Pues a mí me lo dijo una pequeña planta —dijo Jai.

Luego, dirigiéndose a Olya, le preguntó:

—¿Cuántos?

—¿Cómo puedo saberlo? —respondió Olya furiosamente—. ¿Acaso tengo máquinas? ¿Acaso dispongo de cosas metálicas? ¿Acaso tengo luces? ¿Acaso tengo…?

Jai la golpeó con el cañón del rifle. También tenía que golpear al capitán, pero de momento se abstuvo de hacerlo. Entonces se dio cuenta de que debajo de los cabellos de Olya había un coágulo de sangre; éste desapareció misteriosamente. Entonces Olya reconoció:

—De acuerdo, puedo hacerlo. No es nada importante.

Acto seguido, Olya se sentó bruscamente en el suelo, miró a Jai y le dijo:

—También su pequeña planta le dijo que no podemos pensar en muchas cosas a la vez, ¿eh?

—Me lo supongo.

—Así es —susurró Olya—. Eso es cierto. No podemos pensar en tantas cosas, ni tan rápidamente. Por lo que a mí respecta sólo puedo viajar una milla en un… hop. Si fuéramos dioses, viajaríamos tres millas. A esto se refería Chuang Tzu cuando hablaba de la percepción interna generalizada, ming. Existe una antigua fábula en la que se cuenta que una ardilla, que se hallaba en la copa de un árbol, bajaba y subía por sus ramas, pero la hiedra, que no comprendía cómo la ardilla podía hacerlo con tanta celeridad, le preguntó: «¿Cómo puedes ir de un lado a otro tan rápidamente, casi instantáneamente?». Pues bien, nosotros hacemos lo mismo: descendemos y bajamos. Existen muchos lugares donde podemos efectuar estas experiencias; unos lugares muy profundos, cada vez más profundos. En estos sitios, unos se encuentran sentados, otros cierran los ojos, otros se encuentran tendidos en el suelo y otros caen en coma. ¿Comprende ahora lo que quiero decir?

—Sí, lo comprendo —respondió Jai Vedh—, lo comprendo perfectamente. Sí, sí. ¡Oh, Santo Dios!

—No es gran cosa —dijo Olya, encogiéndose de hombros—. Ustedes, en cambio, han viajado más lejos y más rápido que yo. Y ustedes son capaces de hacer muchas cosas más. Cuando me encuentro sin ayuda la pido con toda la potencia de mis pulmones, gritando; pero no puedo quedarme sin ayuda a costa de mi propio cuerpo. De modo que esto no me conviene, ¿no le parece?

—Daría gustoso mi brazo derecho…

—¡Cállese, Jai Vedh! —le interrumpió ella—. ¿Para qué? ¿Para esculpir el aire? Desde luego que no. ¿Para compartir los pensamientos? ¡Oh, eso me parece demasiado estúpido! —añadió encogiéndose de hombros.

«Compartir los pensamientos —dijo él—. Sí. Y ustedes parece que no son muy prácticos tratando de ocultarlos.» Jai se dio cuenta, mientras un extraño y eléctrico estremecimiento recorría todo su cuerpo, de que él no había hablado. Olya, por su parte, movió la cabeza e hizo como si hubiera escuchado algo.

De repente, en el pequeño arroyo interior, apareció una figura de color marrón. Iba desnuda, llevaba barba y sonreía. Era el hotentote que se presentó el día anterior. Una onda mental pasó de él a Olya antes de que Jai pudiera darse cuenta: se trataba de la comunicación mental más complicada que Jai Vedh jamás hubiera comprobado en toda su vida. Se cubrió los oídos con las manos y cerró sus ojos.

—¡Basta! ¡Basta! —gritó Jai.

Se produjo un silencio absoluto. Cuando abrió los ojos, el hombre había desaparecido. Había unas huellas frescas que conducían a la puerta. Unas huellas sofisticadas y arcaicas que se parecían a aquellas descubiertas en ciertas rocas de Australia en la vieja Tierra. «Aquellas huellas —pensó Jai— tenían que haber sido hechas por una mujer como Evne, una mujercita cuyas intenciones sólo Dios conocía; intenciones que ocultaba tras su rostro de piedra.» Jai pensó que en aquel momento necesitaba taparse los oídos, mejor dicho, la mente. Se volvió. Olya estaba acariciando las manos del capitán con suaves y delicados movimientos.

—¡Usted! —exclamó Jai.

El capitán se incorporó y se dirigió contra Jai empuñando el rifle con las dos manos. Ambos permanecieron frente a frente, mirándose a la cara, procurando adivinar cuál sería el próximo movimiento del otro.

Jai, que era el más fuerte, dio un salto felino y arrancó el rifle de las manos del capitán. Pero, cosa extraña, éste pareció no haberse dado cuenta de este gesto.

—Sí, ha sido una verdadera suerte que haya pensado en ello —dijo el capitán—. No me había dado cuenta hasta ahora. Estas gentes son telépatas.

Jai lo miró asombrado.

—Sí, son telépatas, aunque degenerados —continuó el capitán—. La vida es muy fácil de este modo —añadió y acto seguido, como si Jai no estuviera presente, pasó ante él y se marchó. Jai se volvió hacia Olya.

¿Hizo usted eso? —le preguntó.

—Oh, yo sólo le di un pequeño codazo —respondió mimosamente Olya—. Me di cuenta de que no quería pelear y que deseaba una excusa para evitarlo.

Jai levantó el rifle y apuntó en dirección a ella. Durante unos cuantos segundos estuvo en esta posición, observándola, preguntándose por qué su temor se había convertido en tristeza. Entonces cogió las afiladas cápsulas en su mano: tenía la sensación de que éstas eran las cuentas de un rosario engarzadas en un largo cordoncillo.

Acércate a mí. No te separes nunca de mi lado. Olya levantó sus ojos y le contempló.

—Aunque no es indispensable —dijo ella.

Cuando se encontró fuera, Jai se dio cuenta de que nunca había disparado un rifle de cápsulas sedantes.

Jai abandonó la astronave. Estaba solo.

Durante los dos primeros días estuvo aburrido y no se encontró con nadie. Al tercer día, ahora ya seguro de que estaba siendo observado, se puso a comer todo lo que encontró a mano (bayas, cortezas, hojas y hierbas) para conservar sus fuerzas durante un largo período de tiempo. Algo le hizo permanecer cerca del lago, aunque no sabía qué.

Empezó a hablar consigo mismo. Cogió una caña y se construyó con ella una flauta, utilizando una navaja que aún conservaba en el bolsillo. Los restos de la caña los tiró sobre una roca húmeda que había cerca de él. Instantes después, al volver el rostro, vio que la roca se había secado y que todo había desaparecido excepto la navaja.

Intentó tocar la flauta, pero alguien vino y se la quitó. Pronto se quedó dormido.

Al octavo día por la tarde, Jai se dio cuenta de que se hallaba rodeado de gente. Tuvo la sensación de que en su campo visual algo se movía como los latidos de un corazón, y que la gente aquella descendía desde las colinas o salían de detrás de los árboles.

Igual que en una ilustración de un libro de texto de antropología, las mujeres desnudas levantaban al aire sus cabellos; los niños jugaban; y las parejas se miraban a los ojos; unos ojos enmarcados en unos rostros que no parecían humanos. Jai recordó que los telépatas no utilizaban las expresiones faciales: fruncir el entrecejo, hacer señales y otros gestos.

El hombre de piel marrón, sonriendo burlonamente igual que el diablo, apareció de repente frente a él sin que Jai se diera cuenta hasta ese instante.

—De modo que al final ha decidido tener en cuenta nuestra presencia, ¿no es así?

—He intentado acercarme, a vosotros furtivamente —respondió Jai con dignidad.

El otro se echó a reír roncamente.

—¿Entonces confía en nosotros? —dijo el hombre de piel marrón.

Después de decir estas palabras su rostro cambió bruscamente. Durante un instante desapareció de él toda expresión. Luego, estrechó entre sus brazos a Jai y le besó vigorosamente en ambas mejillas. Sus ojos estaban bañados en lágrimas.

—¡Bien venido! ¡Bien venido! ¡Una y mil veces bien venido!

Algunos minutos después, el hombre de piel marrón había desaparecido. Jai, dominado por el pánico, tembloroso y con un sudor frío que se deslizaba por su espalda, se cubrió bruscamente el rostro con una mano, como si temiera que un violento soplo de viento fuera a azotarle todo el cuerpo y barrerlo de la faz de la Tierra. Aquella sensación pasó muy pronto. Una violenta corriente de aire giró alrededor de él y luego se alejó, dejándole una vaga impresión que nunca olvidaría en su vida. Las aguas del lago brillaban bajo los rayos postreros de aquella jornada tan extraña. Había sido amado, y aún seguía con vida. Para él aquello fue un auténtico milagro.

Pronto se olvidó de él.

Por las mañanas, el capitán acostumbraba salir en vuelos de exploración, regresando por la tarde. Jai comprobó que seguía fiel a este programa que se había trazado. El capitán había escrito, a la luz de la lámpara de aceite de la cabina de Olya, un resumen de sus descubrimientos, que Jai también pudo comprobar. La escritura era defectuosa, ya que era imposible escribir en aquel lugar rodeado de niños que iban y venían, gritando, alborotando, molestándole continuamente. Aquella chiquillería parecía una banda de murciélagos o de espíritus correteando por la cabina. Como todo hombre civilizado, el capitán tenía poca práctica en escribir a mano. No creía en todo lo que había dicho aquella doctora, pero sí creía en la telepatía y la telequinesis. Por alguna razón, creía que el fenómeno de la traslación a distancia era una cosa imposible.

—Dicen que eres capaz de ver algunas cosas —le dijo el capitán a Jai—. ¿Es eso cierto? ¿Eres capaz de captar ciertos hechos a distancia utilizando únicamente la mente?

—No lo sé —respondió Jai—. Es difícil distinguir entre los pensamientos y la fantasía.

Luego añadió:

—En primer lugar, dicen que se trata de poner atención. Bueno, en el sentido real de estas palabras. En efecto, siempre están hablando de poner atención. Pero yo no creo que sea una cosa hereditaria. Más bien creo que se trata de percepción directa de masa. Y si la masa es energía, eso lo explica todo, lo es todo. Se limitan a esperar simplemente, como en el hipnotismo, a que alguien les revele algo misterioso. Luego se limitan a concentrarse donde lo subjetivo y lo objetivo se encuentran. De modo que pueden hacer todo lo que quieren, ¿me comprende? No hay nada dentro; no hay nada fuera. La masa afecta instantáneamente al espacio-tiempo y a cierta distancia. Sí, todo esto es instantáneo y a distancia. Tiene usted que aprender esto: poner atención a todas las cosas que son buenas utilizando el buen sentido. Tiene que empezar a aprender como si fuera un niño. Creo que con otras gentes a su lado, para que ellas le enseñen. Es la costumbre, la destreza, la habilidad. Y todo está ligado con las funciones corporales, con los límites del cuerpo. Bueno, y otras cosas más. En realidad, todo lo que hacen lo podemos hacer nosotros, aunque de una forma distinta. Excepto conocerse el uno al otro.

—Son capaces de introducir pensamientos en la mente de la gente —continuó el capitán mientras seguía escribiendo.

—También puede usted —respondió Jai—. Y dígame una cosa: ¿por qué está escribiendo bajo la luz de esta miserable choza en lugar de hacerlo en la astronave? ¿Acaso lo hace para que Olya no se sienta ofendida?

El capitán dejó de escribir y levantó la vista. La pluma le temblaba en los dedos.

—¡Si lo deseo, soy libre de mantener cerrado el libro de mis pensamientos! —exclamó vehementemente.

—Eso es completamente imposible —respondió Jai— mientras sea usted el libro.

—Recuerde que la radio sigue emitiendo —dijo el capitán—. Limítese a recordar eso.

Y siguió escribiendo.

Por delante de la puerta de la choza pasó un hombre de mediana edad llevando de la mano a una niña pequeña. Desaparecieron antes de que ellos pudieran salir de la choza.

—Gente como Olya —dijo Jai—. Este lugar posee agradables asociaciones. Es una especie de término. ¿No se le ha ocurrido pensar a usted que no sólo son capaces de ver su cuerpo, sino también sus órganos internos? ¿Ha pensado a menudo en esto? ¿Qué le hace sentir?

Pero el otro hombre era sordo. No era la primera vez que Jai olvidaba que tenía que hablarle en voz más alta.

Fue gracias a Evne que se enteró de la existencia de la biblioteca. Se dirigieron a ella caminando por numerosas colinas; invirtieron varias semanas en el trayecto. Ella le proporcionó gran cantidad de alimentos: unas cosas verdiblancas con pelusas, y estuvo observándole mientras las comía, pero la gravedad no era una gravedad humana.

El cráneo de Evne se combó, su espina dorsal se retorció como si fuera de cuero, y, adoptando una extraña expresión facial, cayó en trance. Para Jai aquello no tenía sentido. Le parecía que todo era una pura comedia con la intención de asombrarle. Sin embargo, la mujer permaneció dos días en aquel estado. Al final, cansado e irritado, Jai la cogió por los cabellos y le ordenó imperativamente que hablara:

—¡Habla!

La mujer empezó a gritar alarmada y después se puso a llorar. Luego inclinó la cabeza sobre su pecho y sollozó, lastimeramente, jadeante, y entonces comenzó a golpearle furiosamente en el pecho y en los pies.

—Quédate quieta de una vez —le dijo Jai.

¡Yo sé —sus palabras brotaron desde el borde de su boca hasta sus pómulos y el puente de su nariz— cómo… curar… esto…!

—Aguanta la respiración —le dijo sacudiéndola por los hombros—. ¡Y habla!

—¡No! —gritó Evne—. ¡No puedo! ¡Olvídalo!

Acto seguido Evne echó a correr en dirección a los matorrales, y se puso a revolcarse, golpeándose deliberadamente la cabeza contra el suelo.

Jai sintió dolor en las sienes. Quizá, pensó, aquella no era una forma adecuada de hablar en esta parte del país. O quizá, para un telépata, una forma muy difícil.

—No existe ningún tabú —dijo una voz cerca de su oído—. Es simplemente muy difícil. Mire.

Jai abrió los ojos y vio a Evne cerca de él. La hierba rodó en dirección al horizonte, como un susurro, como una luz brillante, y las flores envolvieron sus tobillos. El cielo era pálido y enorme. «Si uno pierde su alma en esto —pensó—, se descoloraría como un viejo abanico, se convertiría en vapor, en aliento que brota del pecho. No creo que una persona pueda hacer muchas cosas en este país.»

—Evne —dijo Jai—, cógeme la mano. Intento perder mi alma, igual que tú.

—Ese es el primer paso —dijo ella—. Lo es. Lo es.

El suelo estaba cubierto de hierba, de brezo, de aliso y de piedras planas calientes. Hacía mucho calor y, sin embargo, en aquellas elevadas colinas el olor era muy fuerte. El suelo estaba cubierto de capullos de flores, dando la impresión de que estaba oculto por una capa de polvos cosméticos. De repente, unos pájaros echaron a volar, elevándose de la verde hierba; primero fueron tres, y luego el resto de la bandada. Era la hora del crepúsculo. Las ramas de los matorrales se doblaban bajo el impulso del viento; algunas de ellas se quebraban y por sus troncos se deslizaba un líquido gelatinoso que podía cogerse con las manos y beberse. Jai se desnudó y se bañó. Bebió. Evne nadó durante toda la tarde, conducida por la mano de él. Sus cabellos flotaban en el aire mientras sus pestañas se abrían y cerraban perezosamente. Mientras nadaba, el agua acariciaba su torneado cuello, sus hermosos brazos y sus sedosas rodillas.

Cansados de nadar, ambos se acercaron a la orilla, al pie de la colina.

—Biblioteca —dijo Evne—. Bibliothèque. Polvillo de los libros.

Y de repente Evne se arrodilló. Jai la cogió por las manos y la levantó. En aquel momento el viento soplaba con fuerza. Más abajo, la tierra presentaba el aspecto de un terreno cubierto de rocas amarillas, planas y muy antiguas. Y más lejos, allá en la distancia, un círculo de piedras proyectaba una sombra roja a la luz del crepúsculo.

—Un Henge —dijo Jai.

La arena le hacía daño en los pies. Jai sintió escalofríos. Evne dirigió su mirada a una roca cercana —sus ojos estaban semicerrados, somnolientos— y se encaminó hacia la misma. Jai la agarró, intentando detenerla, pero ella se desasió y comenzó a dar vueltas alrededor de la roca.

¡Mágico Henge! —alguien gritó satíricamente—. ¡Malvado y vicioso Henge!

Se levantó. El suelo era de mármol blanco, aunque un poco cubierto de polvo. En cuanto al techo, tenía la forma de una cúpula plana.

En un rincón había numerosas estanterías de piedra llenas de libros.

Cogió uno de ellos y descubrió que el libro se deslizaba por su mano como una membrana. Sus dedos dejaron en las páginas unas manchas negras que desaparecieron lentamente al cabo de un rato; aparentemente, aquella cosa era sensitiva al calor. No pudo leer el libro, ya que el texto era desagradable. Así pues, volvió a depositarlo sobre la estantería de piedra.

De repente, Jai oyó un ruido detrás de aquellas estanterías de piedra. Evne estaba allí. Cogió el siguiente libro y éste crujió como si fuera un montón de hojas secas. El libro tenía las tapas de oro grabado. El tercero y el cuarto también estaban grabados en oro. El quinto presentaba unos dibujos que Jai no pudo descifrar qué representaban. Él sexto libro parecía consistir en una colección de dibujos anatómicos. Jai lo cogió entre sus manos y se dijo a sí mismo: «Cualquiera puede entender un dibujo.»

Cerró el libro. Volvió a abrirlo de nuevo por la misma página y una vez más repitió: «Cualquiera: puede entender un dibujo.» Desde luego, no había hablado utilizando palabras. Por lo que pudo adivinar, aquella gente disponía de máquinas. Jai siguió avanzando y, después de buscar por varias estanterías, se detuvo ante una que contenía libros infantiles. Los libros tenían unos títulos muy curiosos y sorprendentes:

Divirtámonos juntos.

Usted puede jugar este juego.

Me gustas.

Se llevó todos los libros que pudo. Trató de entender aquellas palabras y de adivinar para qué servían aquellos textos, pero no pudo. Al llegar a la última estantería vio a Evne sentada en el suelo con las piernas cruzadas. Estaba leyendo un libro que tenía sobre sus tobillos.

Él dijo:

Entonces él dijo:

Tiró los libros y dijo:

Entonces él se puso a gritar, haciendo un megáfono con sus manos. Luego se sentó, puso su cabeza entre sus rodillas y chilló, tratando de que las palabras brotaran. Evne se alarmó y dejó a un lado el libro que estaba leyendo disponiéndose a ayudarle; pero él se lo impidió. Luego se levantó, se volvió de espaldas a ella, y allí estaba la biblioteca: montones de hojas sobre montones de hojas. Los estantes crujían produciendo un ruido muy extraño. ¿Para qué necesitaban los libros aquella gente?

—Temas técnicos —dijo Jai sin volverse—. Necesitáis palabras para los temas técnicos, Evne.

Aunque aquellas palabras podían haber herido a Evne, era necesario poner cada cosa en su lugar. Como el agua bajo la arena, las palabras inundaron su mente, penetraron en ella, permanecieron algo húmedas y luego desaparecieron. Aquello le hizo avanzar y retroceder varias veces.

Finalmente, Jai se sentó en el suelo, junto a Evne, cogiendo en el mismo instante y con considerable esfuerzo ambos mundos… Sólo quedaba una solución: saberlo todo, ser capaz de no decir nada y dominar todas las cosas…

—Um —dijo Evne (asustada o sorprendida).

Se levantó de repente y se puso a caminar, lentamente, a lo largo de aquella hilera de estanterías llenas de libros, deteniéndose de vez en cuando y levantándose sobre las puntas de sus pies como una serpiente que tratara de elevarse sobre su cola. Evne miró por encima de su hombro, mientras sonreía con una expresión idiota en su rostro. Daba la impresión de que no se encontraba a gusto, de que se esforzaba por ser agradable. Jai la siguió y la cogió por la cintura. Evne trató de liberarse de él, pero Jai la empujó contra una de las estanterías hasta que su espalda quedó apoyada contra la misma. Entonces intentó abrazarla, pero Evne apartó el rostro. Jai estaba temblando preso de una gran excitación. Finalmente, para liberarse de él, Evne le clavó las uñas en la espalda y se apartó rápidamente. Su rostro reflejaba una expresión de pena y de dolor. Se detuvo y se volvió para mirarle. Luego continuó caminando, se detuvo y se volvió nuevamente para mirarle otra vez.

«Excitación, aflicción —pensó él—. Como un espejo.»

—Quiero salir fuera —dijo ella en voz baja.

—¡Sal! —dijo Jai Vedh.

Evne abrió la puerta y desapareció. Jai se dirigió a la puerta y observó cómo las altas murallas desaparecían, convirtiéndose en rocas, y el suelo en arena. Entonces decidió seguir a Evne, la cual se hallaba en aquel momento en las colinas. Al llegar junto a ella, la cogió por el brazo.

—Échate en el suelo.

Ella permaneció obstinadamente en pie.

—No pienso dejar esto así —dijo Jai—. Ni tampoco pienso pasarme el resto de la semana caminando con las rodillas dobladas como si tuviera raquitismo. Échate. Ella empezó a reír.

Furioso, Jai la tumbó a la fuerza sobre el suelo y se echó encima de ella, no sin antes tomar la precaución de evitar que le hiciera daño con sus rodillas. Una oleada venida del fondo, nacida en la capa de basalto debajo de ellos, rompió la superficie, se extendió por la hierba, a través de ella, dentro de él. Las lágrimas empezaron a deslizarse por las mejillas de Evne. Luego cerró los ojos y susurró al oído de Jai:

—¿No te encuentras bien?

Entonces le besó; aunque, más que un beso, aquello fue un golpecito en la punta de su barbilla.

Sí, voy a morir —dijo él.

Y con el fin de prolongar su muerte y su terror, empezó a acariciarla hasta que dejó de ver, hasta que ella se abrió y lo atrapó, hundiéndolo en los pantanos. Jai estaba horrorizado. Sentía un dolor profundo en sus manos, en sus pies, en sus articulaciones y en su vientre. Por encima de su cabeza revoloteaban unos buitres.

Jai esperó hasta el último momento para relajarse, únicamente hasta ese instante. Y aquel relajamiento fue suave, completamente suave, «como —pensó él— si fuese apaleado hasta la muerte con almohadas». Se incorporó y se puso a temblar de miedo. Luego se echó a reír, trató de gritar y finalmente pensó: «Eres un loco.»

Evne se sentó a su lado y le dio un tirón de las orejas. Jai volvió a reírse.

Jai vio claramente, en algún lugar de la mente de Evne, un lago cuyas algas y suciedades, liberadas dos veces al año, se elevaban hasta la superficie del mismo y, luego, eran arrastradas por la corriente hacia la orilla.

Evne le dio un tirón de los cabellos.

Pero en ese instante Evne se tornó blanca, se volvió como una mujer de piedra.

Cierta información, enfática, pero ininteligible, sobre la relación de un… con un… con un… llegó hasta él procedente del noroeste, cruzó el cielo y desapareció en el horizonte en dirección hacia el sudeste.

—Es tu radio. Han llegado —le dijo Evne.

Sólo invirtieron dos días en regresar al pueblo. Iban tan cargados de mensajes que estuvieron a punto de desplomarse. El segundo día fue un paseo de acuerdo con las intersecciones invisibles, girar, tomar el otro camino, detenerse, siempre lo mismo.

Jai empujó a Evne, pero ésta no se movió. Parecía una mujer de piedra. Entonces volvió a pensar en aquella vieja idea: «Si se trata de un objeto animado, ¿quién lo está moviendo?»

—Estoy pensando —respondió Evne con voz de golem—. Te quiero —graznó.

Se fueron a otro lugar, lleno de plantas extrañas y exóticos arbustos, cuyas hojas les azotaban el cuerpo y el rostro al caminar. Evne habló consigo misma en una serie de ininteligibles sonidos nasales.

—No te asustes —le dijo a Jai con voz estridente.

Luego se encaminaron hacia una colmena, pero ninguno de los dos fue picado por las abejas. Prosiguiendo su camino, encontraron el lecho seco y arcilloso de un arroyo, lleno de algas marinas que hacían resbalar cuando se caminaba sobre ellas. Era, creyó, el País de la Aventura. Era, pensó, el Patio.

A varias millas de distancia del pueblo, Evniki apareció en el bosque. Les hizo una señal con el dedo pulgar, les dirigió una mirada angustiosa y desapareció como por encanto. Tras ella dejó su idea de una casa larga, una casa muy larga, al final del camino. Un muchacho de unos catorce años de edad apareció ante ellos, contempló admirado la barba de Jai, y luego desapareció. El golem hembra de Jai Vedh, que estaba cubierta de arañazos, magulladuras y sangre coagulada, y que se plantó ante ellos en lugar de huir, dio un terrible y fuerte gruñido y cayó acto seguido al suelo. Jai cogió su cabeza y la apoyó sobre su regazo sin saber qué otra cosa hacer. El mismo tenía magulladuras en diferentes partes de su cuerpo.

Al cabo de unos instantes ella abrió los ojos y exclamó con voz débil:

—¡Oh, Dios mío!

Luego cerró los ojos.

Durante unos instantes, Jai estuvo observando sus heridas y su piel, desgarrada. Alguien había hecho lo mismo con él. La hierba se tornó más suave. Jai levantó la voz y le dijo a Evne que se pusiera en pie. Ambos iban cogidos de la mano mientras caminaban.

Cuando llegaron al final del camino, el pueblo apareció a su vista. La astronave estaba allí. Jai sintió una gran preocupación al ver que cinco hombres armados se hallaban junto a la nave espacial. Sin embargo, tanto él como Evne penetraron en el pueblo, seguidos de una turba de niños que alborotaban excitados a su alrededor. Daba la impresión de que aquella turba de chiquillos lo habían tomado por el jefe de la comunidad. Ambos continuaron caminando mientras todos lo pellizcaban, lo tocaban, lo acariciaban, aunque Jai tenía la sensación de que le estaban aplicando a su cuerpo clavijas eléctricas.

Al llegar al centro del pueblo, Jai partió unas ramas quemadas para Evne, y, en ese instante, sintió que sobre su piel caía una lluvia de cenizas. Con un esfuerzo convulsivo estaba mirando a través de los ojos de los cinco hombres; cinco hombres que parecían otros cinco Jai Vedh. Todos olían a sudor y ceniza, y todos se encontraban en una posición distinta. Cada uno de ellos tenía una barba larga como la estaca de una valla. Jai observó que aquellos hombres llevaban unas vestimentas desgarradas, y que sus sistemas nerviosos simpáticos se hallaban sobreexcitados. Los hombres sonrieron indiferentes, mientras enarcaban sus cejas. Uno de ellos sacó la mano. El capitán se hallaba dentro de la nave, ansioso por salir de la misma.

Entonces, el hombre que había sacado la mano avanzó unos metros y se puso enfrente del otro, y cuando Jai Vedh retrocedió, paralizado por el miedo, aquel loco sordo se limitó a levantar sus ojos y quedó quieto, clavado en el suelo, como un perro nervioso y sonriente. Jai le estrechó la mano.

—¡Te mataré, hijo de perra, maldito loco, te mataré! —gritó furiosamente el loco.

—Hable lentamente —le dijo Jai.

Detrás de él, Evne estaba fabricando un vestido con los átomos del aire, tirando del mismo con los dientes. De repente se produjo un tumulto entre aquellos hombres dominados por el miedo, pero, instantes después, todos se calmaron. Los cinco hombres se olvidaron de todo lo sucedido y se echaron a descansar. Sin embargo, aquel que le había estrechado la mano le guiñó un ojo, le sonrió amistosamente y volvió a ponerse cómodo, extendiendo sus brazos.

—Bueno, la verdad es que te has convertido en un auténtico nativo, y eso es un hecho —dijo el hombre con humor.

—Sí, así ha sido —respondió Jai.

—Bien venido a casa —dijo el hombre.

—Es maravilloso regresar a casa —dijo Jai.

El hombre le disparó, pero, desde luego, no podía hacerle ningún daño. Para Jai no fue una sorpresa ver que los cinco hombres se convertían en estatuas, lo mismo que el capitán. Tampoco le sorprendió que la astronave desapareciera.

Por un instante, Jai esperó el clásico comentario de Evne: «Ahora empezaremos con ELLOS», y oír, o ver, u oler a la tribu ftun dispersarse para controlar el tiempo, el sol, los animales, las plantas, el mar, sus propios cuerpos, mientras un solo hombre mantiene a los otros seis paralizados.

¿Quién va a hacer todo eso? —dijo indiferente.

Entonces, desde el lado oscuro del mundo (la telequinesis es instantánea; incluso en aquellas etapas en que uno puede ir de prisa), llegó la respuesta de alguien (él sabría con el tiempo quién; él sabría quién sería de aquellos once mil novecientos setenta y siete):

—Jai Vedh…