Aquel día, el cielo infinito se extendía alto. Alto y azul era también el tiempo. Parecía una cantidad tremenda de espacio del que se podía esperar el peligro, si es el peligro lo que la mente busca. Dos viejos sabios con sus barbas, sus gargajos y su rencor, cercanos a la muerte, lo que no ignoraban, ya que habían hecho muchísimas veces el terrible cálculo aritmético para llegar al pequeño balance de lo que les quedaba de vida, habían inventado un rumor. Creo que en muchos casos, los que se aproximan a la muerte necesitan de algún holocausto antes de ir hacia ella; el Gran Lago de la Oscuridad quizá sea demasiado solitario para el que va solo, demasiado feroz para enfrentarlo cara a cara, demasiado real para ir únicamente con la pequeña y delgada armadura personal a combatir al último Gran Dragón. Desean un desastre general, tal vez el fin de todo, para tener compañía. Para ellos es el final de todas formas. Salvo los místicos. Salvo los aturdidos. Salvo los que abrigan excesivas esperanzas. Salvo los que evocan fantásticas imágenes que nublan la terrible urgencia de la situación. Pero aquellos dos viejos sabios no eran ninguna de estas cosas, cuando no estaban borrachos, y el único consuelo que podían encontrar sobrios era la bebida, normalmente vino barato o cerveza, que también era barata. Con ello se aturdían e incluso se volvían místicos. Entonces tal vez se hubieran convertido en predicadores.

¡Sí! Un día, aproximadamente una semana antes de este día alto azul de nuestra historia, concibieron un terrible proyecto. En una pequeña, sucia, telarañosa imprenta instalada en el sótano de un amigo, muerto hace mucho tiempo a causa de la bebida y las viviendas inapropiadas, tales como puentes escarchados en noches sin mantas, imprimirían un aviso. Después de ocurrírseles la idea, fueron a una taberna, un tugurio, para pulir los detalles, y mientras bebían más y más, comenzaron a discutir. Grande y ruidoso era el desacuerdo sobre el proyecto, capaz de matar de miedo a toda la ciudad. Casi todos necesitaban ser asustados profundamente; no les quedaba la menor duda a aquellos viejos cercanos a la muerte, guerreros de la vida. Serían capaces de inventar un aviso apropiado, mientras se emborrachaban cada vez más. Todo dependía del aviso. «Serpientes escapadas del zoológico; te atacarán», sugería uno, y el otro reía; después callaba debido a su propio olor a vino y respondía: «Equivocado procedimiento de una fábrica causa envenenamiento en galletas para el desayuno; muerte rápida; quizá antes del mediodía». Pero, por supuesto, con ideas como ésta sólo se entrenaban. Lo que realmente querían era convencer a la gente de algo que venía desde lejos a pescarlos a todos, a aplastar la ciudad y lo que contenía, por culpa de sus pecados. Los cuentos de platillos volantes eran demasiado mundanos para aquellos viejos tigres. Cada uno era un sabio menor en muchos aspectos; por supuesto, no en el de vivir en la Tierra con el mundo tal como lo presentaba la historia, aunque no fuera por su culpa, ni estuviera a su alcance alterarlo ni ofrecer recompensas. En otras palabras, aquellos desgraciados no podían adaptarse, seguir la corriente, ver el lado bueno de las cosas. Tenían otros conflictos, como trabajar para subsistir y pagar por un techo sin demasiadas goteras para cobijarse durante las noches rigurosas y con tormenta.

Eran malos perdedores. Descontentos. Perturbadores. Regañones y aulladores hasta el fin. ¡Sí! Y todavía, los dos, con aire misterioso, hablaban a veces de los días en que estaban lejos de aquel lugar y eran lo suficientemente importantes para ser enviados en misión secreta. Ninguno de los dos advertía entonces hasta dónde podría estar tensando el otro el largo arco de la falsedad.

—A veces me gustaría llevar una ametralladora hasta la Cuarta y Main y allí disparar a todos los que pasan un lunes laborable, perfumados, con medias de nylon, afeitados y tostados por el sol de Palm Beach. Cualquiera de ellos podía haber dicho esto en algún momento y parecería sincero.

Finalmente, aquellos viejos luchadores, después de muchísimas botellas de cerveza, ayudadas por algunos vasos de vino obtenidos de anónimos donantes, y después de casi una tarde entera de discusión, decidieron su panfleto. Era muy bueno. Los dos estuvieron de acuerdo en que era el único que podía asustar suficientemente a la ciudad, y si lo distribuían bien, también al Estado, al país y al mundo entero.

El panfleto decía así:

«Todos los niños están amenazados por el veneno de los adultos. Mañana, domingo, un gigantesco y brillante tren negro vendrá del cielo para llevarlos hacia la seguridad. Está decidido.

»Firmado: los Decisores.»

Naturalmente, muchos de los padres, al encontrar el panfleto frente a la puerta, en las macetas o sobresaliendo de los buzones de Correos, pensaron que se trataba de una broma, de una burla inocente de mal gusto y totalmente gratuita. En realidad, no estaban muy extrañados; recuerden que ésta es una época de panfletos con todo tipo de protestas en forma de frases publicitarias y rimas, realizadas en cualquier ocasión. ¿Quién podía perder el tiempo, y tomar en serio una más? Si lo que amenazaba a los niños era el veneno de los adultos, no había peligro. Muchísimos padres lo interpretaban a su manera, y lo tomaban como una mala selección de palabras. Creían que se refería a que los niños crecerían y se convertirían en saludables adultos, como sus padres, con muchas riquezas, coches, buenos empleos, ambiciones y tal vez irían a la iglesia los domingos. Nada grave. No merecía la pena pensar demasiado en ello.

Los amargados y desgraciados viejos reían en su vivienda del sótano, bajo un pequeño comercio, donde las ratas se escabullían y las cucarachas hacían contradanzas a la más mínima insinuación de una miga de pan.

—Son presumidos y seguros aunque sus hijos estén amenazados por algo terrible —decían, refiriéndose a los padres—. Cualquier día observarán la calle y verán lo terrible de esta amenaza. Entonces vendrán las lamentaciones: «¡Si pudiéramos salvar a nuestros niños!».

Tales lamentaciones sonarían en los oídos de los dos viejos como un extraño clamor, ya que no tenían hijos; ni siquiera una mujer.

Aquel día alto-azul, infinito, cuando las distancias y los espacios llenos de peligro parecían ilimitados, si se deseaba ver así (por supuesto se hubieran podido ver esas distancias como grandes espacios por donde el consuelo y el socorro llegarían navegando); aquel día los planes de los viejos sabios arruinados por el tiempo funcionaban mejor de lo que nadie hubiera podido esperar. Al principio, era una manchita, después una mancha, y luego un hilo, una serpiente, una cuerda; por último, una larga, larga cadena de pequeñas salchichas, eslabonadas, negras, alargándose en el alto-azul.

El tren del cielo venía, ligero en el aire, largo y girando, negro, fascinado por algo milagroso o absurdo. Revoloteaba por encima de los edificios y bajaba cuando quería en un espacio abierto, enorme, pero aterrizando ligeramente, como una nube que besa la cima de una montaña en un día soleado.

Como era un fin de semana del período de vacaciones, los niños querían alcanzar a los pájaros y corrían por el espacio abierto de las afueras. Los padres, los que se dieron cuenta y los que no estaban demasiado ocupados con la televisión o las acciones, el balance del mes o el diagrama de las ventas, corrían un poco después, detrás de sus niños, recordando de repente los panfletos y las predicciones del tren del cielo, que podía ser la broma más horrenda que nunca hubieran imaginado.

Pero corrían muy lentamente y llegaban demasiado tarde.

Demasiado gordos para galopar en el viento, demasiado viejos para acortar las distancias, sus hijos les ganaban por millas de tiempo y entraban en un vagón negro del tren del cielo, que tenía la forma de un chocolatín, y estaba decorado como una pastelería. Maíz y máquinas para freírlo anunciaban blancas y mullidas explosiones junto a los cucuruchos de helados, una despensa con bebidas refrescantes, docenas de sabores en múltiples caramelos, sin mencionar las montañas de bombones.

En cuanto todos los niños tuvieron algún dulce sujeto en sus pequeñas y avarientas manos, con cierta mirada pueril de encantamiento brillando en sus ojos, el tren del cielo partió tan ligero como llegó, se fue rápido como el viento perdido. Los padres, allá lejos en las calles, fracasados en la acometida, distantes, no sabían qué decir. Silenciosos, cabizbajos, agobiados, humillados y vencidos volvían a sus frescas casas, caras, sobrecargadas de electrodomésticos, donde la comodidad era lo más reverenciado. Entonces fue cuando en dramático estallido, entre el silencio aturdidor y pesado, se elevó el sonido de lamentables llantos que se escucharon en casi todos los lugares.

Poco después, el alcalde, que no tenía ni mujer ni hijos, pronunció un largo y elocuente discurso, refiriéndose a los extraños sucesos. Era un hombre creyente, incluso, en algunas ocasiones, sustituía al pastor. Recomendó a la ciudad, en esta terrible ocasión, poner su esperanza en el Señor y rezar por un final feliz.

Los dos viejos sabios, jugando con sus botellas de vino en el sótano del comercio, reían y reían sin parar. Entonces, uno dijo lo que ambos estaban pensando desde el milagroso advenimiento de la larga escena del tren negro del cielo.

—Deben pensar que sabemos algo, ¿eh?

Mientras bebían su cerveza, por alguna extraña razón, antes de que acabara la noche, se miraron el uno al otro como dos agentes secretos que desean gritarse de forma repentina y singular:

—¡Por favor, el verdadero espía que se levante!