—Y con esto concluye el teorema de Travis Waldinger —dijo el profesor Greenfield—. Como habrán podido comprobar, es bastante simple.

—Entonces, ¿por qué hubo tanta gente que quiso demostrarlo? —gritó un adolescente por encima de los demás, con descaro.

Una campanada interrumpió la respuesta del profesor, e inmediatamente la mayor parte de la clase abandonó el aula.

«Casi todos los matemáticos de mi universidad son malos, exceptuando a Greenfield, que es mediocre —pensaba Zirkle—, y su lema es: “Si lo puedes visualizar, no es geometría”. Este concepto no está tan lejos de la verdad si lo comparo al lema que tiene un profesor del otro curso. Este dice que “todo aquello que nos dé la impresión de tener sentido, no pertenece a la lógica matemática”. Recordé que aún tenía que verificar la nota que había sacado en esa materia, pero me parecía más necesario asegurarme un puesto bien remunerado para el verano, que se acercaba rápidamente. Me abrí paso en dirección a la salida dejando atrás a una pareja de jóvenes vistosos y decidí verificar más tarde el resultado de mis exámenes, puesto que durante todo el verano iban a colgar del tablero, “en la pared de los llorones”. Sería mejor ir a la multiversidad a estudiar para el examen final que nos haría Greenfield esa misma tarde. Atravesé lentamente el claustro de la universidad controlando cada uno de mis movimientos y de mis gestos, al tiempo que me repetía: “No juzguéis por las apariencias”, frase que jamás pude inculcar a los detestables investigadores de las corporaciones.»

Perry Zirkle se pasó una mano por el cabello despeinándoselo, agregó tres lápices al bolsillo delantero de su camisa y decidió no usar las gafas durante la entrevista, pues consideraba que era más fácil mentirle a alguien cuando no se le podía ver la cara.

—¡Zirkle, Perry! —gritó alguien—. Espérame un momento.

Harry Mandel me saludaba desde el edificio de la biblioteca de psicología. Le sonreí, esperando a que se acercara; «Harry es un buen muchacho, graduado en psicología y, por suerte, no competimos en matemáticas», pensaba Zirkle. Mandel llegó corriendo, sumamente agitado, y me preguntó si andaba en busca de algún trabajo para el verano.

—Sí —le dije—. Casualmente, tengo concertadas dos entrevistas, una en la compañía Serependity y otra en la estación experimental de La Virgen.

—Igual que yo —dijo Harry, mientras señalaba mi desgreñado cabello—, veo que te estás preparando. El aspecto físico tiene una gran importancia —articuló el rechoncho psicólogo, mientras apuraba el paso para no quedar atrás.

En el claustro de la multiversidad reinaba un ambiente cálido y agradable. Las sillas de madera estaban dispuestas en largas hileras para la ceremonia de graduación, que pronto tendría lugar. Aquí y allá, se veían muchachas de cabello largo y pantalones vaqueros o algún guitarrista barbudo: los típicos personajes de la fauna local.

—¿Qué requisitos crees que piden los empresarios? —preguntó Zirkle.

Mandel frunció el ceño.

—Pretenden tomar gente para el personal en lugar de técnicos. Por eso, si tienes buenos antecedentes, no tendrás problemas. Yo haría cualquier cosa con tal de evitarme trámites burocráticos.

—¿Se te ocurre algo especial que sugerirme? —preguntó Zirkle.

—Si eres inteligente y rápido, bastará con que te muestres algo excéntrico para impresionarlos. Yo, en cambio, usaré la artimaña del bicho que camina por la pared —dijo Mandel.

—¿Pretenderás que hay un bicho que se pasea por la pared detrás de tu interlocutor, y tú lo seguirás con la mirada? —preguntó Zirkle.

—Algo así. En realidad, eso ya lo hice el año pasado; está vez les haré creer que sufro de claustrofobia y que necesito espacios abiertos para sobrevivir, como Nuevo México o Arizona. Estoy harto del clima de la costa este, y sé que la estación experimental de La Virgen tiene laboratorios en la zona de Nuevo México.

—También me convendría a mí. Veré qué se me ocurre al respecto —dijo Zirkle.

—En esta década de 1980 es casi imposible conseguir en el campo de la ciencia un buen empleo durante los meses de verano, puesto que, si bien los gremios científicos tienen interés en contratar gente, uno se pregunta quién posee la paciencia y las energías necesarias para resistir a la pesada barrera burocrática que pretenden imponer a todo aquel que se presente para un puesto: tests de personalidad, grafológicos, exámenes escritos, certificados y antecedentes de todo tipo —dijo Mandel y añadió—: Sin embargo, los estudiantes de ciencia e ingeniería hemos optado por otra alternativa para evitarnos todo ese infame papeleo; hacemos creer a los demás que estamos algo locos y esto es precisamente lo que más les divierte de nosotros, pues, dada nuestra especialización, consideran como algo muy natural nuestras excentricidades y chifladuras, y siempre llegan a la conclusión de que somos los brillantes muchachos que necesitaban. Inspirado en uno de mis profesores solía sacar de mi bolsillo durante el tiempo que duraba la entrevista un pedazo de tira, que me metía en la boca para luego escupirlo, al tiempo que decía en voz baja: «Tengo que dejar de fumar». A lo largo de la conversación, gesticulaba sin parar moviendo los brazos en todas direcciones y, al llegar la entrevista al momento culminante, me quedaba silencioso e inmóvil, dejándome caer al suelo y, acostado sobre mis espaldas, miraba fijamente los espacios vacíos que, instantes atrás, parecía haber querido abarcar con mis brazos; luego, grité al ver que mi entrevistador se acercaba: «Tengo que mirar esto desde otra perspectiva». Y todo salía exactamente como lo había previsto. Excepto la última vez en que no pude demostrar cuán loco estaba.

El entrevistador de la estación experimental de La Virgen era un hombre corpulento, alto y rubio, con el cabello cortado a cepillo, cuyos dientes estaban desagradablemente manchados de amarillo. Su sonrisa, un tanto sádica, me recordó a uno de mis profesores de filosofía. Me hizo pasar y todavía no me había sentado, cuando el hombre se puso a hablarme en un tono decididamente filosófico.

—Encantado de conocerlo, señor Zirkle. Es usted graduado en matemáticas, según he leído en sus antecedentes. ¿Es correcto? —me preguntó el sujeto.

Yo asentí.

—Siéntese, siéntese —me dijo, gesticulando—. Antes que nada quisiera ponerle en antecedentes de cuál es la actividad que desempeña esta estación experimental, como la llamamos aquí. Nuestra organización se interesa principalmente en tres aspectos de la investigación pura que nosotros llamamos «las tres clases de lo imposible».

Al oír esto hice un gesto afirmativo.

A Harry Mandel le brillaban los ojos cuando salió del cuarto, donde apenas tuvo tiempo de susurrarme, pocos minutos antes de que me hicieran pasar, que tomara el puesto sin dudarlo; me incliné hacia delante y me dispuse a escuchar a mi entrevistador.

—Si ignoramos los problemas subjetivos, podríamos analizar el concepto de lo imposible de la siguiente manera —sacó un diagrama y dejó resbalar su dedo hacia abajo, mientras continuaba hablando—: En primer lugar, existe lo que llamamos la imposibilidad desde el punto de vista técnico, o sea, aquello que no se puede dar en la práctica, a pesar de no haber ninguna razón para que sea así, como, por ejemplo, tratar de colocar la pasta dentífrica nuevamente en el tubo, o querer enviar a un astronauta al planeta Saturno y cosas por el estilo que resultan por ahora poco prácticas —dijo, sonriendo brevemente—. Luego existe la noción de lo que es científicamente imposible, como lo sería construir una máquina que esté en perpetuo movimiento o viajar a mayor velocidad que la luz; si nos atenemos a nuestros limitados conocimientos sobre el universo, veremos que esas cosas son verdaderas imposibilidades científicas, aunque recordará usted que, hace apenas un siglo, se consideraba imposible que una máquina más pesada que el aire pudiera volar. Estas dos categorías se han mezclado en el siglo XX, aunque se las distingue aún con suficiente claridad. En el primer caso, la teoría de lo «técnicamente imposible» le permite a usted realizar lo imposible desde el momento que no existen técnicas específicas. En el segundo caso, que se refiere a la imposibilidad científica, no se tiene ninguna justificación teórica para lo que se desea realizar. Pero, en ambos casos, el hombre ha realizado lo imposible, ya sea desarrollando nuevas técnicas o descubriendo en las teorías sus defectos y limitaciones. Pero hay una tercera categoría, que es ignorada hasta por los científicos más avanzados, y que es la que versa sobre lo imposible desde el punto de vista lógico —exclamó el hombre con tono triunfal, al tiempo que, sacando la mano del bolsillo, realizaba toda clase de dibujos en el aire.

Le guiñé el ojo a mi interlocutor.

—Pero lo que se considera lógicamente imposible es…

—Ya lo sé, ya lo sé; he oído estos comentarios en boca de nuestros consultores profesionales —dijo súbitamente impaciente el corpulento rubio—. Lo lógicamente imposible forma parte de un sistema arbitrario que podría ser destruido si alguien lo intentase. Permítame decirle —añadió, levantando la voz— que la estación experimental de La Virgen ha investigado el problema y ha decidido al respecto. Nuestros expertos, entre los cuales contamos con varios que descuellan dentro de su especialidad y son infinitamente superiores a cualquier graduado de la más antigua y famosa universidad, creen con certeza que nociones tales como la del cuadrado redondo contienen un amplio significado, e incluso, que poseen en potencia un enorme valor desde el punto de vista militar.

Su mirada era la de un loco.

—Siempre y cuando la batalla se pierda y se gane —murmuró, con voz siniestra, en un tono apenas perceptible. Y me sonrió fríamente, mostrando las podridas manchas de sus dientes, que tenían el aspecto de cráteres lunares—. Para acercarnos a nuestra meta, nosotros utilizamos tanto el aspecto psicológico como el de la lógica matemática. No hemos tenido la menor dificultad en reclutar graduados en psicología —añadió el hombre en un tono normal—, pero en cambio, la mayor parte de los estudiantes del departamento de matemáticas carecían de interés y prefieren irse de vacaciones con sus familias o por cuenta propia.

Al oír esto, sonreí. Se merecían que les sucediera esto, por tratar de reclutar adolescentes sin imaginación. Yo, en cambio, no tenía ningún inconveniente en ampliar mis horizontes y estaba dispuesto a luchar con lo imposible; tenía el coraje suficiente como para enfrentarme a lo desconocido.

—¿Cuánto pagan? —pregunté con gran seriedad, sabiendo que aceptaba el desafío.

—Doscientos cincuenta dólares a la semana, pensión completa, una pequeña motocicleta y transporte gratis en autobús para ir y volver de los laboratorios de Nuevo México —explicó el rubio.

—Pues…

—Con los antecedentes que tiene usted, no debería dudarlo ni un minuto. He visto sus trabajos, hijo —dijo, moviendo la mano acompasadamente.

La palabra «hijo» terminó por decidirme.

—Bueno —farfullé.

—Está bien, está bien, ya decidirá usted —dijo bruscamente—. Tanto en ciencias como en matemáticas, los más viejos les temen a los jóvenes; uno produce lo mejor de sí mientras es joven, y luego todo el mundo se asusta cuando piensa que, al llegar a los treinta años, se les acaban todas las posibilidades.

Así como me hubiera gustado alinear contra una pared a todos mis competidores y fusilarlos, comprobé que mi entrevistador tenía miedo de mí.

Sacó de un cajón todos mis antecedentes y comenzó a señalarlos; yo me quité con disimulo los anteojos y me pasé la lengua por los labios. Más tarde, me enteré de que había sacado un nueve cincuenta en el examen final de lógica matemática; debería haber protestado, pues me merecía una puntuación más alta, dado lo complicado de la prueba.

El aparato G. E. M. Ruby, avanzaba estrepitosamente hacia el oeste, suspendido en el aire a unos doce pies de la tierra; la máquina continuaba la marcha con lentitud; ya las sombras de la noche habían desplazado al día en las inmensas planicies norteamericanas. Miré hacia fuera por la ventanilla sintiéndome por primera vez en paz después de muchas semanas. Sobre mis rodillas tenía el material informativo distribuido por la estación experimental. Zirkle pensó que ya las miraría luego. Se acabaron los informes para el laboratorio y las pequeñas frases tales como: «Dejaré eso como ejercicio», lo que equivalía a ponerse a trabajar intensamente doce horas para resolver tal o cual problema, o consultar algún libro, donde la página que se requería había sido cortada con una hoja de afeitar por algún estudiante del año anterior. Por el momento, no me importaba que los directores de la estación experimental de La Virgen tuvieran en las ollas de sus sesos cerebro, cerebelo, médulas o revuelto de huevos. Por suerte me sentía libre de todo eso.

Alguien en el pasillo se debatía a causa de la gran presión ejercida por la aceleración del aparato Ruby; acabábamos de despegar del aeropuerto Ann Arbor. Dando un grito sofocado, el muchacho se dejó caer en el asiento que estaba a mi lado.

—¡Bien venido! —murmuré—. ¿También has sido contratado por la estación madre? La mitad de la gente que viaja aquí, trabaja para el V. R. C. Sólo estas inmensas compañías tan misteriosas pueden permitirse el lujo de ofrecer vuelos internacionales en Jet o en G. E. M. y de contratar a matemáticos.

—Pues sí —contestó mi compañero de asiento; era delgado, y con una permanente expresión de desconcierto en su cara, y tendría mi misma edad—. Y tú, ¿cómo te llamas? —preguntó, con el rostro muy pálido.

—Perry Zirkle; soy un matemático puro.

—Yo soy Richard Colby, graduado en electrónica y microminiaturización en la Multiversidad de Míchigan. Mi lema es: «Si lo puedes ver, es demasiado grande».

Su cara adquirió un intenso brillo y sonrió. Sus dientes estaban en buenas condiciones.

—Escucha, tengo los mismos libros —dijo Colby—. Supongo que tú estarás metido como yo en el proyecto del cuadrado redondo.

Asentí, mirando los libros con afectación.

—De acuerdo con lo que he aprendido, dudo que este proyecto tenga una validez duradera.

Colby se arrellanó en el asiento.

—¿Por qué se te ocurre pensar eso?

Colby no parecía ser un estudiante maniático, ni uno de esos genios precoces; sólo un electrónico emprendedor de veintitantos años, cosa que me tranquilizó.

—Las paradojas y las propias contradicciones son interesantes y atraen la atención hacia nuevas ideas, pero su misma naturaleza… —dijo Zirkle, sin poder continuar.

—Quizá —contestó Colby—. Pero es posible que estés enfocando mal el problema; mi entrevistador no hizo otra cosa que hablarme de la necesidad de pensar en otras categorías.

—Oh, yo sé lo que pretendía —dije, riéndome—. Trataba de decirte que no te metieras en discusiones, y menos ganando doscientos cincuenta dólares por semana.

—Doscientos veinticinco —murmuró Colby.

El experto en electrónica dudó un momento y luego me miró con curiosidad.

—Yo no sé nada de ti —me dijo Colby—, pero considero un honor y un placer tener esta posibilidad de dedicarme a la investigación pura. En el campo de la electrónica, esto ocurre rara vez, pues quizá haya sólo un verdadero científico por cada cien ingenieros —dijo, entornando los ojos; en la penumbra del compartimiento, su cara aparecía oscura y meditabunda. Se pasó la lengua por los labios y continuó, como hablando para sí, aunque sus palabras iban dirigidas a mí—: Ya es suficiente que lo obliguen a uno a entrar en la industria; tomemos como ejemplo mi propia Multiversidad de Míchigan. ¿Sabías que tenemos un proyecto supersecreto por parte del Congreso para automatizar la Presidencia? El presidente de la Junta del Departamento de Cibernética me explicó el sistema filosófico que se esconde detrás de todo eso; el presidente Roosevelt nos enseñó que alguien podía ser presidente cuanto tiempo quisiera; Truman demostró que cualquiera podía ser presidente y Kennedy fue la prueba suficiente que ser un presidente «humano» es demasiado peligroso. De ahí que estamos buscando la forma de automatizar la Presidencia —dijo Colby, haciendo una mueca.

Yo le respondí con una sonrisa. Saqué de mi mochila una botella y se la pasé a mi compañero, que sorbió algunos tragos.

Colby resultó ser un buen muchacho. Le conté lo que Smith decía sobre lo descuidados que suelen ser los ingenieros al aplicar términos muy poco precisos y utilizando el peor inglés cuando se refieren a los «valores característicos».

La máquina continuaba su trayecto a través del medio oeste nocturno, suspendida a unos dos pies de altura del suelo sobre un mullido colchón de aire.

De repente, desvió su trayectoria hacia el sur. El piloto utilizaba un radar y un satélite de navegación para detectar ciudades y edificios, que no ofrecían para él mayores dificultades. Desvió nuevamente el rumbo hacia el sudoeste.

Dick Colby, sin poder soportar por más tiempo el cansancio, pronto se durmió apaciblemente a mi lado. Lo dejé descansar sin molestarlo y me volví hacia la ventanilla para disfrutar del paisaje.

«Me divierte esta gente —pensaba Zirkle— que cree en la pureza de la ciencia aplicada y lucha por ello. En el fondo la ciencia y los científicos son lo mismo que cualquier otra cosa de este podrido mundo, e igualmente corruptos. He oído historias acerca de investigadores que, durante la época de los vuelos espaciales más importantes, cambiaban de empleo docenas de veces al año para duplicar los salarios cada vez. Lo mismo se cuenta sobre los publicitarios, quienes abandonaban las agencias llevándose con ello a los mejores clientes, para luego abrir su propia compañía. Pero eso no es nada comparado con los técnicos que logran impresionar al Pentágono y obtienen de los generales ayuda financiera para reinvertir en sus propias industrias electrónicas. No siento ninguna simpatía por las grandes compañías. Cualquiera que construya proyectiles y bombas H, y permite que luego otros decidan cuál será su uso, merece realmente el peor de los castigos. ¿Qué me sucedía últimamente? Aún me gustaba trabajar y estudiar, quedarme levantado hasta la una de la mañana, sentir luego la satisfacción de haber cumplido con mi trabajo y poderlo entregar al día siguiente.»

Encendí un cigarrillo y me recosté sobre el asiento; por mal que me fuera, esta aventura iba a entretenerme. Todo lo que a ciencia se refiera, bien venido sea. Me gusta mucho enfrascarme en cualquier trabajo nuevo y distinto. Es mucho más saludable que andar dando vueltas sin nada que hacer o tener que soportar algún rutinario y aburridísimo empleo en cualquier oficina. Francamente, no comprendo cómo hacen tantos millones de personas para soportar el desempleo. Habitualmente, cuando no tengo nada en que entretenerme y veo a los jovenzuelos despilfarrar sus horas libres en bailes, fiestas y cosas por el estilo, admito que lo único que siento por ellos es un tremendo odio. Y no puedo decir que este nuevo trabajo, que pronto comenzaré, sea el mejor del mundo o comparable a algunos de los problemas que solía plantearnos el profesor Greenfield, pero por lo menos siento que empleo mi tiempo realizando algo positivo, en lugar de pasarme el día pensando en mí mismo. Me apasionan los problemas difíciles, sobre todo, aquellos que obligan a pensar constantemente.

La aurora asomaba ya por el horizonte; me acomodé en mi silla de aceleración tratando de conciliar el sueño. Según mi reloj, llegaríamos en pocas horas al inmenso desierto donde se encontraban las dependencias de la estación experimental de La Virgen, lugar de encuentro de todos los estudiantes contratados aquel verano para desarrollar el enigmático proyecto del cuadrado redondo.

—Ésta es su habitación, señores —dijo la muchacha rubia, a quien ambos miraban con admiración; tenía un lindo cuerpo, aunque sus piernas estaban ligeramente combadas.

Colby depositó su equipaje sobre la cama e inmediatamente comenzó a ordenar sus cosas en el ropero: yo me quedé leyendo el boletín informativo que nos habían dado al llegar, en el que nos invitaban a presentarnos inmediatamente después de nuestra llegada a la estación en la oficina de la computadora. Acomodé mis maletas en el ropero y salí.

Fuera, como hacía apenas unas pocas horas que el sol había aparecido, el resplandor del desierto no llegaba a molestar; guiándome por un mapa impreso en el mismo boletín, atravesé una serie de edificaciones en dirección a la oficina.

Los dormitorios eran agradables y simples, de estilo rústico, dotados de dos escritorios y dos bibliotecas cada uno. El lugar estaba limpio y cuidado; no poseía esa frialdad tan característica que suelen tener los edificios del gobierno. Los laboratorios y las construcciones auxiliares se encontraban desparramados por el desierto, y una sólida muralla rodeaba todo el complejo edificio. Gracias a esto, se evitaban las medidas de seguridad internas y las inspecciones. La gente vestía informalmente; se usaban pantalones vaqueros o de algodón de color caqui, botas y camisas de franela, lo que representaba un agradable cambio, comparado con la universidad, donde la gente es muy formal casi siempre, si exceptuamos a los estudiantes técnicos.

El lugar donde se encontraba la computadora estaba, en su mayor parte, ubicado bajo tierra para facilitar la regulación de la temperatura, pues las computadoras suelen alcanzar temperaturas elevadas y hay que poner cuidado en que eso no suceda. En mi propia multiversidad he visto refrigerar estas máquinas mediante un complejo sistema de aire acondicionado con docenas de termómetros distribuidos por doquier. Si por alguna razón la temperatura dentro del laboratorio aumenta, existe un dispositivo eléctrico que corta el paso de la corriente para evitar que la máquina explote; sólo sé que, durante el verano, esas cámaras son el lugar ideal para descansar, dadas las bajas temperaturas que tienen y, de vez en cuando, hago incursiones en ellas, asustando a los genios adolescentes que las tienen a su cargo.

Me presenté en la oficina, donde averigüé sin pérdida de tiempo cuál era el cargo que se me adjudicaba; y me encontré con la triste sorpresa que la programación había sido organizada en base a una obsoleta máquina IBM, cuyo funcionamiento había yo aprendido en la multiversidad seis años atrás, cuando era sólo un principiante. La Compañía Internacional de máquinas Alef subcero pone a prueba la realidad creando este modelo de exactitud matemática. El mecanismo consiste en hacer deducciones a partir del modelo, que luego la máquina confirmará; si esto no sucediera así, se producirían en los tableros toda clase de señales y temblores. Esta máquina tenía algunas particularidades: el sistema era por lo menos diez veces más complejo que cualquier otro, con una acumulación de cincuenta unidades más y una frecuencia promedio de menos de diez segundos.

Al finalizar el día, yo me sentía disgustado, aburrido y profundamente frustrado. Apenas podía contener el deseo de tomar a mi joven ayudante por los tobillos, lanzarlo por el aire e incrustarlo contra el tablero de la máquina. ¡Maldito competidor! Por fortuna, me encontré con Harry Mandel sin necesidad de buscarlo, y, dos horas más tarde, nos reunimos con Richard Colby para intercambiar opiniones.

—He sufrido un gran desengaño —dijo Zirkle, muy disgustado—. Han organizado una serie de modelos de lógica matemática que no responden en absoluto a la ley de la autocontradicción, como en el caso que A puede ser y no ser al mismo tiempo y otras cosas por el estilo; luego confirman los resultados con las máquinas Alef subcero, aunque creo que todo ese proceso no dará ningún resultado.

Harry Mandel meneó la cabeza de arriba abajo con gran entusiasmo. Era su forma de demostrar que estaba de acuerdo con lo que se decía; daba la impresión de que cada palabra dicha confirmaba alguna increíble teoría suya, ya se tratara de un comunista chino, un esquizofrénico o un espía. Su actitud asusta al principio, aunque luego uno se acostumbra a ella. Sus labios y sus manos temblaban, síntoma que, una vez que comenzara a hablar, no se detendría más y, para evitarlo, dediqué mi atención a Richie Colby. El experto en electrónica me miró mientras tomaba un trago.

—No lo sé —murmuró—. En este momento estoy trabajando en el campo de la biología psicológica, y hasta ahora, no logré entender qué es lo que sucede, pues me tienen ocupado en construir un mapa topológico neuronal para poder detectar los circuitos de los sesos. Pero no comprendo para qué lo quieren, ni tampoco me lo han explicado —añadió, levantando el vaso que había dejado sobre la mesa.

Tomé un trago de mi Coca-Cola; en general bebo poco, pues necesito que mis sesos se mantengan en buen estado para poder derrotar en buena ley a todo ese conjunto de mediocres.

El Bar Arenas Blancas, resultaba tranquilo; acabábamos de comer una gran pizza cargada de queso y aceite de oliva. Es increíble el tiempo que invierto recorriendo distintos bares. Nuestra civilización nos ofrece grandes facilidades para poder realizar ciertas cosas y pocas o ninguna para otras.

Resulta bien claro el proceso de cómo se deben llenar los formularios, ir a las clases, examinarse, graduarse y recibir finalmente el título de doctor; pero uno se pregunta cómo habría que hacer para alternar la diversión con el estudio en un tiempo tan largo como el que se invierte en una carrera. He oído comentar que en el M.I.T. se han visto obligados a duplicar el servicio psiquiátrico; más de una vez he tenido sueños demenciales en los que lograba escaparme de toda esta lamentable burocracia aunque, en un momento dado, me encontraba perdido, sin rumbo y sin amigos. Sí, eso era lo más desesperante. ¡No tenía un solo amigo! De todos modos y volviendo al tema, pensó Zirkle, «los bares me gustan y éste es particularmente agradable».

Richard Colby tenía fija su mirada en el vaso.

—Vamos, Harry —le dije.

—Para que puedan entender mis propósitos es necesario que conozcan el funcionamiento del universo —acotó Mandel, incoherente—. La gente se pregunta por qué es así el universo, y Kant les respondió que el universo es un tango.

—¿Cómo?

—¿Acaso no saben lo que es un tango? —inquirió Mandel, burlón—. Pues hasta mis compañeros de psicología lo conocen. Es así —dijo, moviendo sugestivamente las caderas y, tomando el vaso, bebió el contenido de un solo trago—. ¡Daiquiri! —pidió a la camarera en voz alta, meneando las caderas otra vez.

Nos costó cierto tiempo elaborar las preguntas que deseábamos hacer a Mandel, pero éste, sin darnos tiempo siquiera, sacó un rotulador del bolsillo y se puso a dibujar algo sobre la servilleta de papel.

—¿Se acuerdan de aquel ejercicio de geometría que aprendimos en la escuela secundaria, que dice que un segmento tiene una sola bisectriz perpendicular, que se obtiene trazando dos arcos desde cada extremo y uniendo luego ambas intersecciones? Pero, ¿por qué tienen que tener los arcos intersección alguna? Podría haber en cambio dos líneas rectas que atravesaran los puntos en ambas intersecciones. Apuesto que a ninguno de ustedes se le ha ocurrido esta variante —dijo desafiante, mientras levantaba la vista del diagrama.

Dick Colby, que tenía una cara alargada, parecía preocupado; miró a Mandel sin dejar de parpadear.

—¡Y les diré por qué! —exclamó Harry muy decidido, bebiéndose la mitad del Daiquiri—. Porque el universo es un tango y nosotros somos incapaces de verlo de otro modo; cualquier otra cosa sería una contradicción, algo imposible e ilógico. La realidad es una interacción de ambas partes… y el universo es un tango —repitió Harry, terminando su Daiquiri de un trago y añadió—: Cualquiera de mis colegas les diría lo mismo.

Tanto Colby como yo habíamos llegado a la conclusión de que Mandel estaba algo chiflado; nunca se puede confiar en la gente de poca estatura, pues sus madres suelen contarles demasiado sobre la vida de Napoleón, ellos se lo creen al pie de la letra, y lo entienden todo al revés.

—Pero esto no significa que tengamos siempre que enfocar todas las cosas desde un mismo ángulo —parloteaba Harry—. Ya llegará el día en que el proyecto del cuadrado redondo dejará de ser algo imposible de comprobar y, junto con mis colegas, cambiaremos el mundo y enseñaremos a todos a bailar.

Cinco semanas más tarde, supe que Mandel no había estado bromeando ni ebrio cuando mencionó el proyecto del cuadrado redondo; sucedieron muchas cosas desde aquel día en que nos reunimos los tres en el Bar Arenas Blancas. En primer lugar, clausuraron las instalaciones de la sección de lógica matemática, donde había trabajado durante una semana. Luego, durante dos días, trabajamos normalmente, ensayando toda clase de pruebas y cálculos, ayudados por la computadora Alef subcero, que verificaba hábilmente los datos que se le suministraban. El primer día estuve realmente entusiasmado, mientras que, al día siguiente, los jefes me dejaron perplejo. ¿Qué se proponían? Cuando llegó el tercer día, no hubo más trabajo, y, al cabo de una hora de espera, vino Besser —mi jefe—, quien me explicó que se me asignaría una nueva tarea, dado que esta sección también iba a ser clausurada.

—Pero, ¿qué ha sucedido? —inquirí, confundido—. Los dos últimos trabajos han dado excelentes resultados.

—Estos últimos trabajos… —comenzó a decir Besser, suspirando.

Tenía el aspecto de un camionero y nadie hubiera podido sospechar que él era un especialista en el difícil manejo de los sutiles enigmas que presentaba la lógica matemática.

—Los dos últimos trabajos fueron ejercicios banales —comentó el jefe—. Si recuerda algo de lo que estudió sobre lógica simbólica, en la escuela secundaria, podrá quizá imaginar cuál es nuestra intención. Para que me entienda mejor, le diré que, sólo si se descarta aquello que sea contradictorio respecto a una lógica adecuada para hacer legítimo el concepto del cuadrado redondo, podremos eliminar toda noción de lo imposible y construir un lenguaje que se adapte a tal lógica. ¿Entiende?

—Sí, sí.

—Sin embargo —continuó Besser, carraspeando ligeramente—, no creo que tal cosa suceda. En el curso de introducción a la filosofía habrá oído usted quizá que algún joven mencionaba la existencia de una lógica disparatada, donde el color rojo puede ser también azul, o lo que es redondo ser también cuadrado —dijo Besser, enojado, encogiéndose de hombros—. Si el profesor lo deseara, podría obligarlo a callar, y si el joven insistiera, hasta podría humillarlo en público, pues esa clase de gente suele avergonzarse con mucha facilidad.

Asentí. El hombre sabía de qué estaba hablando, y se veía que conocía bastante a fondo el comportamiento de los adolescentes que concurrían a los colegios secundarios.

—Por lo tanto, es precisamente eso lo que nuestros matemáticos investigan. Como verá, aunque estos temas nos parezcan triviales en la vida cotidiana, pueden sin embargo poseer una lógica propia si descartamos la palabra «no». Muchos de los conceptos de la lógica pertenecen al pasado y carecen de interés, pues no tienen riqueza alguna ni ofrecen ideas nuevas; pero sirven de todos modos como punto de partida de alguna teoría matemática, así como Russel y Whitehead escribieron la famosa obra Principia tomándolos como base. Las matemáticas se utilizan para construir una lógica, un lenguaje con el cual poder describir el mundo; el hecho de haber descartado el «no», implica entonces que no hay oposición y, por ende, tampoco existirán las contradicciones —aclaró Besser, secándose el sudor que le corría por el rostro—. ¿Entiende?

—Creo que sí. Se trata otra vez del mundo de la realidad, que no coincide con las teorías planteadas —dije.

—Exacto. La matemática que usted ha estudiado no se ajusta al mundo real; es como si nos propusiéramos lograr que un transatlántico navegara sobre una línea recta, cuando sabemos que el mundo es redondo.

Asentí.

—Lo que quiero decir es que considero que es correcto y válido, pero no describe algo real —corrigió Besser, rápidamente—. Parecería necesario que exista la contradicción.

—¿Cree usted que ésa podría ser la causa por la que la computadora Alef subcero haya producido series tan breves? Cada vez que la máquina detectaba alguna información contradictoria, se producían alteraciones en el diagrama del tablero, salvo en las dos últimas, donde todo transcurrió normalmente. ¿A qué se debió?

—Ah, aquéllas —gimió el jefe—. Fue una idea de Kadison.

—Continúe, por favor.

—Pues sabrá usted que la otra forma de eliminar las contradicciones es emplear el método de la exclusión.

—Explíquese.

—Trate de imaginarlo así —contestó Besser—. Usted sabe que tanto el concepto de «alto» como el de «bajo» son relativos. Pero si a usted se le llegara a ocurrir que todo aquel que se encuentre por debajo de los cinco metros será considerado bajo, no podrá entonces existir dualidad alguna y, de este modo, se podría continuar indefinidamente. Esa era la idea de Kadison.

—En la máquina funcionó a la perfección.

—Sí, pero fue completamente inútil desde el punto de vista científico; casi todas las cualidades tienen su opuesto en alguna otra cosa, como sucede con las nociones de espacio y materia, donde al final nada queda en pie y el problema se vuelve trivial.

—El universo es un tío —agregué.

—Estoy de acuerdo, aunque preferiría que emplease cualquier otro término que no fuese «tío» —apostilló Besser—. Llega un momento en que el universo entero se transforma en una sólida e indescriptible masa informe, exenta de cualidades.

Harry Mandel fue empeorando poco a poco. Al principio no me di cuenta de lo que le sucedía, pues estaba demasiado ocupado en descifrar los problemas que me planteaba la máquina, pero más tarde, como no me habían dado ninguna tarea, solía frecuentar el bar. Fue ahí, entre trago y trago, donde Mandel comenzó a mostrar síntomas de locura incipiente. Si me mantengo aún en mis cabales, se debe a que conozco todo lo que a psicología moderna se refiere. Sé que me catalogan como el poseedor de una personalidad desvergonzada. Es para mí una cuestión de honor conseguir las mejores notas, los más altos honores, las becas y, por encima de todo, derrotar siempre a mis contrincantes. Así soy yo.

Dick Colby era de los que siempre se sienten culpables; tenía una fe ciega en los científicos y el mundo que los rodea. Según él, en su búsqueda de la verdad era indispensable poseer un código moral que él seguía al pie de la letra.

Harry Mandel era un individuo temeroso, que trataba por todos los medios de pertenecer siempre a grupos, ligando su destino al de los demás. Hay mucha gente que se comporta de la misma manera: los miembros de clubes, los grupos de atletas, los soldados y los grupos intelectuales y literarios. ¡Qué gran invento la psicología social! En el caso de Mandel, éste no tenía dificultades mientras se encontraba rodeado y protegido por sus amigos; el problema se agudizaba cuando ocurría lo contrario y se encontraba solo y sin amigos, pues corría el serio peligro de volverse un esquizofrénico. Como era muy inteligente, los síntomas que presentaba eran muy curiosos, lo que dificultaba más aún comprobar su chifladura.

A mediados del mes de agosto, se nos apareció una noche y empezó a monologar.

—En realidad, no tengo nada en contra de ese grupo minoritario —aseguró Mandel, en voz muy alta—. Sucede que aquellos que fueron traídos por primera vez, fueron seleccionados por su fuerza física, mientras que los más inteligentes lograron escapar de las garras de los negreros; luego, los trajeron aquí como esclavos, donde sirvieron como tales durante varios cientos de años. Podría asegurar que, si uno poseyera esclavos, no haría más que fomentar la procreación entre los más tontos y corpulentos, porque supongo que a nadie le convendría que la mezcla diera como resultado personas rápidas e inteligentes; si esto sucediera, es probable que intentaran escapar, y entonces se los fusilaría, o tal vez trataran de mezclarse con la raza blanca. Como ven, si esto se repitiera durante varios siglos, aparecería —y hablo exclusivamente en términos de genética— una raza inferior.

Mandel estaba completamente loco, y nada de lo que había dicho tenía sentido; pues en un lapso de tiempo tan breve como son trescientos años, sería imposible percibir en la raza ninguna alteración genética; y es probable que los más inteligentes hubieran recibido el mismo trato que los demás. Además, en aquella época, a nadie se le hubiera ocurrido semejante idea; y pienso que, en lugar de fusilar a los fugitivos, sus amos optarían por capturarlos para que reanudaran sus tareas. Mandel utilizaba este argumento para justificar actitudes inmorales, inventando una especie de moralidad científica carente de toda realidad.

La ciencia y la moralidad son dos cosas muy distintas y, si tratamos de tomar a una como base para la otra, llegamos, como le sucedió a Hitler, a una conclusión parecida a la de «la solución final». Al menos el pobre desequilibrado de Mandel tenía la audacia de sostener semejante teoría, y por unos instantes, mis pensamientos se detuvieron en las bellas muchachas de la multiversidad, en el intercambio de estudiantes y, de pronto, me sentí poseído por una ligera excitación. La ciencia, el intelecto y la razón son cosas que valdría la pena olvidar… ¡Que Dios me perdone! Por un momento me dejé llevar por la ira. Tenía la imperiosa necesidad de abandonar todo lo que se relacionara con números y cálculos; hacía demasiado tiempo que me encontraba solo, y sentía ganas de encontrar a alguna muchacha con quien poder hacer el amor. Aparté esos pensamientos de mi mente. Con un gesto alejé el plato de latón con los restos de la deliciosa pizza; era evidente que el cocinero había hecho grandes adelantos en materia culinaria. Miré a Mandel, que se encontraba en el otro extremo de la mesa; su cara había comenzado a hundirse y sus ojos parecían cansados. Era necesario cambiar de tema, y pensé preguntarle sobre mi nuevo trabajo, pues esa misma tarde iban a transferirme a un nuevo grupo de programación psicológica, cuya tarea consistía en dibujar mapas neurológicos utilizando las matrices de Urbont.

—¿Cómo va el trabajo, Harry? —le pregunté—. ¿Y las clases de danza?

Mandel levantó la vista y me miró. Hacía un par de semanas que no hablaba de su trabajo, pues se había ofendido con nosotros al ver que lo tomábamos en broma desde aquel día en que disertó sobre Kant y el tango.

—¿Y qué hay con eso? —preguntó, crispado—. No sé demasiado al respecto. Hago lo que me ordenan.

—Pronto estaré a la par tuya —dijo Zirkle—. Estoy en tu misma sección, tratando de coordinar los dibujos que indican los mapas cerebrales.

—Ah, sí; en dos semanas debería comenzar la programación final y luego instalarán…

—¡Cómo! ¿Qué es lo que instalarán? ¿De qué estás hablando?

El hundido cuerpo de Mandel pareció derrumbarse más todavía. Estaba tan inclinado hacia delante que casi no se le veía la cara; sólo se vislumbraba su oscura forma, que contrastaba con el resto del ambiente, repleto de luces. El aire estaba impregnado del humo de los cigarrillos; sentados frente al bar estaban los técnicos del laboratorio y, en el otro rincón, dos físicos jugaban muy concentrados al juego del NIM; dos muchachas, una rubia y la otra castaña, vestidas con ropas livianas, bebían Coca-Cola sentadas en otra mesa.

—Nerviosismo sensorial —masculló Harry, en tono apagado. Y luego, dirigiéndose a mí, dijo—: ¿Qué otra cosa se te ocurrió pensar?

Parpadeó suavemente, y tomando el vaso bebió lo que quedaba.

—¡Ron y Coca-Cola! —pidió al encargado del bar—. En verdad odio beber —admitió sombríamente—. Pero al menos es algo que puedo hacer sin necesidad de rodearme de multitudes.

Richard Colby me miró divertido, y ambos nos inclinamos hacia delante dispuestos a escucharlo con atención.

—En la década de los cincuenta, los psicólogos de la universidad Mc Gill presentaron una serie muy interesante de experimentos sobre los vuelos espaciales pilotados por hombres, que formaban parte de la primera etapa de lo que se llamó «Vuelo espacial burbuja». El astronauta, confinado en su cápsula espacial, iba a estar sometido a toda clase de privaciones en el plano sensorial, con tan pocos estímulos visuales y auditivos con los cuales distraerse (concluyeron los psicólogos) que corrían un serio riesgo de volverse locos. Estos experimentos tenían por objeto verificar esta tesis, e incluían casos más extremos de privaciones de tipo sensorial. La perfección con que se habían construido los mapas que mostraban los circuitos cerebrales era asombrosa; los científicos que tenían a su cargo el proyecto del cuadrado redondo prefirieron adoptar el planteamiento inverso, o sea, en lugar de denigrar al ser humano hasta el límite de la locura, se lo elevaría estimulándolo de la manera más enriquecedora posible, suministrándosele toda clase de datos e impresiones que serían verificadas por las más complejas computadoras y osciloscopios. No tardaron en aparecer voluntarios a quienes se les ofrecía dinero y la posibilidad de ingresar en un mundo ideal. El concepto que el hombre tiene del mundo varía según el calibre de su percepción y los datos que se le suministren. Durante miles de años, los hombres planificaron sistemas y estructuras para poder describir el universo, pero no se tomaron el trabajo de perfeccionar los instrumentos que recibían la información, y éstos, por lo tanto, no llegaron a cubrir las necesidades existentes. ¿Acaso la luz y el color pueden tener algún significado para un ciego? Los científicos que trabajaban en el proyecto antes mencionado tenían la esperanza de hacer desaparecer las contradicciones e imposibilidades siempre presentes en la realidad. Este sistema filosófico estaba expresado en el poema El ciego y el elefante. ¿Podría un delfín descubrir la relatividad? —dijo Mandel, casi enojado—. Claro que no. Por más sesos que tenga, nunca se ha creído que este animal tuviera percepciones o experiencias fuera de lo común. Y por esa misma razón debe haber muchos campos inexplorados por nosotros debido a nuestras carencias sensoriales. Creo que es la primera vez en setenta años que se encara un problema de esta índole de manera tan positiva —dijo Mandel, excitadísimo—. Antes, los psicólogos se entretenían en rebajar al hombre convirtiéndolo en una superrata de laboratorio, ¡verdaderos autómatas!

—¿Y qué piensas del psicoanálisis y de los seguidores de Freud? —le pregunté.

—¡Uf! —exclamó Mandel, irritado—. No quiero oír hablar de ellos. El id, el ego y el superego, son nada más que mecanismos mentales, cosas que están más allá de nuestro control y que al interactuar producen el comportamiento.

Era agradable ver contento a Mandel. Los neuróticos como él necesitan hablar durante horas para aliviarse, y es probable que, al hacerlo, se sientan protegidos de las agresiones del mundo exterior.

—Pero de todos modos —dije con lentitud, mientras movía mi dedo con aire amenazador—, ¿era yo el que se movía, y el dedo permanecía quieto? ¡Diantre! Tengo que beber menos.

»Pero, Harry —continué—, este dibujo no se alterará, aunque aparezcan todos los colores del arco iris juntos —dije arrojándole una servilleta que tenía impresa la imagen de un cohete.

—Puede que no —musitó—. Pero ése es sólo uno de los aspectos neurológicos de la idea. Hemos seleccionado elementos que nos permitirán llevar a cabo con éxito nuestra empresa. Los chicos tendrán que fabricar un mundo donde todo sea posible.

—¿Chicos? —preguntó Colby, en voz baja.

—Continúa, Harry.

Mandel parpadeó antes de proseguir.

La edad de los voluntarios oscilaba entre los doce y dieciséis años, edades que los psicólogos consideraban óptimas, ya que reunían una serie de ventajas; eran lo suficientemente jóvenes como para poderlos tipificar de acuerdo a sus reacciones, espontaneidad, integridad y fantasía total; además, poseían la madurez y flexibilidad suficiente como para poder elaborar correctamente todo el material que se les proporcionara, y, de todos los términos mencionados, la fantasía total es el más importante.

—Ciertos estudios —prosiguió Mandel— demostraron que esta fantasía es una cualidad característica de los genios, y estos jóvenes han sido especialmente elegidos a ese efecto; ello quiere decir que la mayoría de la gente tiene fantasía, pero se trata de una fantasía disociada, como lo es una revista sobre el sexo o los dibujos animados. Los niños que nacen genios precoces tienen complejas y extraordinarias percepciones que los ubica en el mundo de la realidad de un modo diferente. Estos niños han estado bajo los efectos de diversas drogas e hipnosis para que, una vez construido el nuevo esquema sensorial, se vean exentos de contradicciones lógicas, y pienso que va a tener que suceder de esa manera —exclamó Mandel.

Cuando por fin me decidí a preguntarle qué pautas utilizarían los psicólogos para comunicarse con los niños una vez finalizada la experiencia, Harry se dejó caer sobre la mesa completamente inconsciente.

—¡Niños! —murmuró con odio.

Me encontraba nuevamente en el departamento de matemáticas, ordenando las matrices de Urbont que simbolizaban el modelo neurológico del cerebro humano. Era un trabajo aburrido y sutil, donde se descartaba la posibilidad de equivocarse. Las unidades básicas eran discretas, con ligeras intermitencias; poco a poco empecé a odiarme. Solía tener pesadillas diurnas mientras permanecía sentado en mi pequeño compartimiento refrigerado, donde creía transformarme en un insecto que quedaba atrapado dentro de un cubo de hielo, sintiéndome confortable, fresco y… muerto. De vez en cuando venían mis amigos a verme. Dick Colby, medio atontado y disculpándose, y Harry Mandel, confuso y hosco. Más de una vez tuve la intención de informar a las autoridades médicas sobre los problemas que tenía Mandel, pero nunca me animé.

En el mundo de la ciencia, cada hombre tiene su «sombra de papel» que lo sigue por donde va: expedientes, hojas de estudios y evaluaciones que sobre él hacen los supervisores. Y basta con que registren alguna situación negativa referida a la persona, como inestabilidad en el trabajo, hábitos irregulares o extravagancias, para que surjan dificultades.

Cualquier problema serio podría arruinar la carrera de un hombre. Pensé que lo mejor sería dejarlo en paz y que se arreglara solo. Prefería mantenerme alejado de los problemas emocionales de los otros. Por fortuna, la estación experimental introdujo nuevos entretenimientos, que me permitieron distraerme sin necesidad de recurrir al alcohol. Estas novedades resultaron ser las películas moebius, que se proyectaban en ciclos. Yo había visto el primero en Nueva York algunos años atrás y, desde entonces, el sistema había sufrido grandes alteraciones, aunque la estructura básica era muy simple. El desarrollo de la película se producía de tal manera, que no tenía principio ni fin; era casi imposible detectar el comienzo de la historia. La guerra interminable tenía por lo menos doce secuencias durante las que uno podía entrar en la sala, quedarse las dos horas que duraba la proyección, y al retirarse se tenía la sensación de haber presenciado un drama completo, una comedia, un documental, o cualquier otra cosa. El otro largometraje titulado La novena generación o el incesto, trataba sobre los amores de varias familias a través de tres generaciones; al cabo de cuarenta años, las relaciones amorosas de dichos personajes se transforman en una compleja maraña, invirtiéndose la trama y presentando nuevamente a los protagonistas iniciales, quienes reinician sus matrimonios y divorcios. Era algo sobrecogedor y divertido al mismo tiempo. He sabido que los franceses están preparando una película de las mismas características con la variante que los acontecimientos abarcan sólo dos generaciones. En estas nuevas películas no se utilizará la idea de centrar los personajes y los objetos en el tiempo, la sonorización será reducida a simples disonancias, se empleará el mínimo de movimientos y se proyectarán del revés al derecho y viceversa. Aquellos que apoyan esta nueva técnica suponen que superará en calidad y significado a la tan conocida producción francesa titulada El año pasado en Marienbad.

La nueva generación me produjo un cierto placer, en tanto que Mandel, sentado a mi lado, sufría y se quejaba. Me quedé en la sala esperando la segunda proyección. Me acuerdo que después de ver por décima vez La guerra interminable, salí transformado en un pacifista; esto se debió seguramente a que el argumento culminaba proclamando el amor entre los hombres. En el caso de La novena generación o el incesto, el tema llegó a sorprenderme sobremanera; en una de las escenas, una bellísima muchacha, estudiante del Colegio Queens, da a luz en las escaleras de la biblioteca pública de Nueva York al que será Premio Nobel de Física, quien a su vez será el padre del dueño del burdel más importante del Bronx, y éste, según algunos indicios daban a entender, podría haber sido el padre de la hermosa rubia que daba a luz en las sucias escaleras.

Estaba condenado a competir con gente más joven que yo, y sabía que, pasados los veintisiete años, no sería ya capaz de producir una obra genial; me costaba contener las ganas que sentía de gritar y gritar, y, para evitarlo, apreté los puños con todas mis fuerzas.

En cuanto a Mandel, me había equivocado en parte al juzgarlo apresuradamente; tanto él como yo no nos avergonzaríamos. Él veía que el proyecto del cuadrado redondo era un manejo por parte de sus amigos para traicionarlo, como una nueva forma de tormento ideada por sus adversarios. Yo lo comprendía, aunque su problema no me afectaba.

Recordé un artículo que había leído en una revista titulada Scientific American sobre los problemas no resueltos en la carrera de un científico, de las crisis nerviosas que suelen producirse pasados los cuarenta años, a medida que el individuo descubre que su actividad creativa se ha ido deteriorando al igual que su fantasía y espontaneidad. Me horrorizaba pensar en todo lo que he sacrificado en pro de mi intelecto para luego caer en un proceso análogo; y ahora me sentía viejo, pudriéndome en mi asiento, con los sesos al rojo brillando dentro de un cuerpo falto de ejercicio, desvencijado. No sé cómo logré levantarme del asiento y, tambaleándome, me dirigí a la salida. A mis espaldas proyectaban sobre la pantalla la imagen de un moribundo, que hablaba desde la cama a sus padres y nietos.

Me dediqué a trabajar intensamente con las máquinas grabadoras sin atreverme a tomar descanso, temeroso de cerrar los manuales indicadores del lenguaje de las computadoras. Otros días, en cambio, me costaba grandes esfuerzos concentrar la atención; estaba decidido a separarme definitivamente de todo lo que estuviera conectado con la ciencia. ¿Qué importancia tenía llegar a Marte o descubrir el elemento 1304? Daba lo mismo que se continuara o no la investigación concerniente al proyecto del cuadrado redondo, de las partículas o de las ondas. La ciencia no es más que otra de las grandes instituciones, y es probable que el hombre del futuro se ría de mí igual que mi colega se burla de los escribas que se pasaban la vida copiando manuscritos en los monasterios. Tuve que aguzar mi ingenio para hacer más llevaderas las últimas semanas de estancia en la estación experimental. Empecé a leer un libro sobre «la terapia del sueño»; explica que no hay mejor remedio para resolver los problemas angustiosos que dormir hasta que el subconsciente haya podido remediar el problema. Me costaba entender la filosofía del autor, pues añadía que, en el momento de morir, la mayoría de la gente no da la menor importancia a sus fracasos intelectuales o sociales, pero sí echan de menos, en cambio, los momentos de plenitud sensual.

Richard Colby aún venía a verme, mientras que Mandel había dejado de hacerlo; tal vez se había ofendido conmigo cuando, muy inoportunamente, le aseguré en cierta ocasión que él vivía perseguido por sombras de papel. Sin embargo, apareció un día sereno y alegre.

—¡Qué buen aspecto tienes! —le dije.

—Claro. He solucionado todos mis problemas.

—¿Y tus colegas psicólogos?

—Siempre supe que no eran verdaderos amigos míos, pero eso no significa que los deje de ver —repuso Harry.

—¿Por qué? —le pregunté, interesado.

—Bueno, supongo que recordarás lo que me dijiste acerca de los antecedentes que conviene tener y conservar para evitar conflictos con los superiores; sería muy difícil para mí encontrar un empleo fuera de mi carrera de psicólogo —admitió Mandel.

—Sé que la situación es así, al menos en las grandes organizaciones.

—Pero mientras mis colegas aprueben mi conducta, me dejarán tranquilo e incluso se mostrarán amables.

—¿A qué te refieres? —inquirí, desconfiado.

—Pues mira, es muy sencillo. Lo tengo todo planeado. Conseguí los elementos necesarios en el departamento de química y fabriqué una poderosa bomba que he colocado en el último estante de mi escritorio, que se halla situado en el centro de la sección de psicología, y la conecté a un detonador por medió de un botón.

—Continúa, continúa.

—Creo que está bastante claro.

—¡Harry, explícate! —le dije, impaciente.

—Mientras me sienta normal, continuaré con mis actividades habituales; pero si algún día compruebo que estoy volviéndome loco, como sospecho que va a suceder, y teniendo en cuenta que esto quedará registrado en mis antecedentes, con lo que todo se habrá acabado para mí y ya nunca podré ejercer mi profesión…

—¿Entonces?

—Pienso que todos se volverán contra mí, me acusarán de loco o se reirán a mis espaldas y, finalmente, querrán echarme —dijo Mandel, con una voz serena y contenida, aunque sin poder disimular el brillo demencial de sus ojos—. Pero no podrán hacerle eso a Harry Mandel; antes los volaré a todos en mil pedazos.

Esto fue suficiente para decidirme; ya no me importaba que fuera o no mi amigo. Informé al personal sobre la situación, por medio de un anónimo, y aquella misma noche fueron a buscarlo y lo trasladaron bajo los efectos de fuertes sedantes en un aparato G. E. M. Topacio.

¿Acaso me encontraba yo en una situación mejor? Me había transformado en un alegre robot, en extremo neurótico, que se contentaba si cumplía con su trabajo. En una ocasión se me ocurrió la idea que, si alguna vez tenía un bebé perfecto, podría organizarle su vida de manera ideal, pero ya era demasiado tarde para que eso me ocurriera. ¿Estaría yo escondiéndome del mundo al dedicarme sólo a la ciencia? Por otra parte, mi profesión me daba la estabilidad que yo tanto necesitaba, a la vez que justificaba mi existencia; y por esa razón me sentía capaz de hacer trabajos que despreciaba. Tiene que haber alguna forma de encontrar el camino más conveniente para cada uno, el mejor, antes de que sea demasiado tarde. ¿Cómo hacerlo y por dónde empezar? Esta era una «imposibilidad» que tenía que resolver.

El proyecto del cuadrado redondo estaba llegando a su término; Dick Colby y yo, sentados en uno de los laboratorios electrónicos, observábamos en el tablero de la computadora el descenso de la aguja. Al lado, un circuito cerrado de televisión nos trajo la imagen de la enorme sección MT donde estaban situadas más de una docena de computadoras Alef subseis; el doctor Wilbur, jefe del grupo de traductores de las máquinas, se hallaba ante la consola de una de estas computadoras, la Alef subnueve, la más moderna y perfecta de todas las máquinas producidas hasta el momento por la compañía internacional. Este ejemplo fue construido a partir de la Alef subocho y su comportamiento era controlado por las máquinas Alef subseis para evitar cualquier irregularidad.

La rama de las matemáticas que ha cobrado mayor auge en este momento es la lingüística matemática, así como antes lo era la topología diferencial y luego lo fue la teoría de las categorías.

El profesor Wilbur se vestía en forma extravagante; usaba botas de material sintético, evitaba cuidadosamente la corbata y llevaba una raída chaqueta deportiva. Pero poseía una formidable intuición para todo lo que se refiriera al proceso de comunicaciones de las máquinas, que era lo que se requería para el buen funcionamiento y control de aquellas computadoras. Por encima de él, sobre el dintel de la máquina, se hallaba una inscripción, cuyas palabras pertenecían a la Reina Juliana de Holanda y habían sido adoptadas como lema por la Unión Nacional de Programadores, que decía: «No lo comprendo. Y tampoco puedo comprender a la gente que lo comprende».

—El proyecto del cuadrado redondo me sigue pareciendo una locura —dijo un técnico, disgustado.

—Puede ser que no hayan acertado con el nombre —agregó Colby, que estaba a mi lado.

El experto en electrónica de la Universidad de Míchigan tenía el rostro tostado por el sol y parecía más contento que nunca.

—¿Leyeron ustedes alguna vez el poema del ciego y el elefante? —nos preguntó—. Es el mismo principio. Si se tuvieran nuevos sentidos y orientaciones, las aparentes contradicciones del mundo real podrían desaparecer. Es lo que algunos llaman «pensar en categorías distintas».

—Como en el caso de las ondas-corpúsculo —dijo alguien.

—Sí —dijo Richard Colby, sonriendo—. Los físicos comenzaron a estudiar ciertas partículas y comprobaron que algunas de ellas se comportaban como ondas bajo distintos influjos y que éstas, en ciertas reacciones, lo hacían como partículas; basándose en esa experiencia, los físicos llamaron a este nuevo ente onda-corpúsculo.

—¿Y qué aspecto tiene?

—No lo sé. Nadie lo sabe, pero tampoco se sabe qué aspecto tiene un cuadrado redondo —agregó Colby.

Un gran silencio invadió el laboratorio, como si se hubiera dicho algo de gran importancia.

En la pantalla de televisión, las computadoras teclearon ruidosas.

—¿Crees que todo esto tendrá aplicación militar de algún tipo? —gruñó a Colby, que parecía saber algo al respecto.

—Calculo que sí, aunque en realidad no lo sé. Por ahora no tiene ninguna aplicación específica; pero Einstein, al desarrollar sus ecuaciones y teorías, tampoco imaginó cuán útiles serían ni qué uso se les daría. Es posible que todo esto sea aprovechado en el futuro por los militares. Recuerda la organización que tenían los antiguos ejércitos alemanes; algo tan simple como un comando en cadena podía barrer al más brillante de los generales junto con su ejército.

—Hasta pensar es peligroso hoy día, casi mortal.

—Habría que clasificar los pensamientos —dijo Colby, en tono de burla.

—Pero supongo que siempre habrá sido así —aclaré.

Las computadoras, que veíamos a través de las pantallas de televisión, continuaban funcionando; más tarde se completaría el trabajo suministrando a las máquinas traductoras la información que obtuviéramos para llegar a los resultados finales.

Los psicólogos del equipo decidieron no aceptar más información del centro de actividades.

Afuera, en el terreno del laboratorio, se veía a un grupo de adolescentes; éstos habían sido especialmente entrenados, superando en todos los aspectos el nivel que se obtiene en cualquier doctorado. Se los exponía a toda clase de fenómenos para extremar sus sensibilidades, incluso a aquellos que la gente común no podría percibir siquiera, pues nuestras maravillosas mentes están sordas y mudas a casi todo lo que nos rodea.

Bajo una sensibilidad tan delicada, estos muchachos escondían unas tremendas ansias de dominar el nuevo universo, de vaciarlo de aquella antigua noción que los humanos tenían de los opuestos, de las contradicciones y las limitaciones. Nada de cuanto pudieran soñar o imaginar debía ser un obstáculo para ellos.

Las computadoras continuaron funcionando durante diez horas, mientras Wilbur estudiaba, fumaba, paseaba y tomaba café.

A estas alturas, los jóvenes estarían despertando de una fuerte anestesia; la etapa siguiente consistía en ponerlos frente a una enorme cantidad de aparatos que, según me habían explicado, podían desarrollar la demostración de casi todos los fenómenos científicos acumulados hasta la fecha; a los más sensibilizados, se les suministraba un mínimo de información para poder obtener resultados más espontáneos. A partir de aquel momento había que esperar. Se encendió una luz roja en la computadora Alef subnueve, e inmediatamente comenzaron a llover los informes. Wilbur se acomodó en la silla del operador y comenzó a ordenar con una rara intuición el material recogido para transformar todos esos datos en un lenguaje comprensible. Su cara reflejaba una gran concentración. Al cabo de cuatro horas, optó por emplear otro sistema. Volvió a concentrarse, apretó un botón y la máquina reaccionó proporcionándole información en código binario a través de los audífonos. Wilbur se sentó apoyándose en el respaldo del asiento y cerró los ojos durante breves instantes; luego tomó el micrófono.

—Hemos establecido comunicaciones; son comprensibles —aclaró—. Pronto sabremos de qué se trata.

¿Habría que felicitarlo? Quizá.

Los verdaderos resultados no se obtuvieron hasta once meses más tarde, después de una rigurosa clasificación. Recibí el informe algo embarullado por correo. Desde el punto de vista biológico, el éxito era rotundo. Los jóvenes que habían pasado por la experiencia se habían transformado en seres excepcionales y poseían un riquísimo universo sensorial. En el plano físico, eran semidioses, pues podían percibir cosas que nos estaban negadas a nosotros: intensidades distintas en los colores y perfumes, cuerpos y radiaciones de todo tipo completamente desconocidas por la humanidad; pero en cuanto al verdadero propósito del proyecto…

A los más sensitivos se les planteó el casi insoluble problema de eliminar toda contradicción existente, cosa que rayaba en lo utópico, puesto que, para poder hacer cualquier descripción racional, las contradicciones son prácticamente inevitables; los directores de la estación experimental pensaban que la ingenuidad de la mente humana podría llegar a resolver el problema allí donde la lógica pura de las máquinas había fracasado. En cierto modo, parte de él estaba resuelto. Wilbur tenía razón. Los indios de la raza hopi resultaban un ejemplo de la solución a la que apuntaban los más sensitivos. El lenguaje de estos indios no admitía ninguno de los tiempos compuestos de las lenguas indoeuropeas. Tiempo y espacio significaba para ellos una sola cosa y la noción de «lo posible» y «lo imposible» carecía de significado. Era tan absurdo para un hopi preguntarle sobre lo que había ocurrido ayer, como lo era intentar averiguar si llovería mañana. Para los sensitivos, tal cosa tenía redondez y tal otra era cuadrada. ¿Podría existir entonces algo que fuera redondo y cuadrado a la vez? El futuro dirá. Por ahora, carece de sentido seguir pensando en una cosa semejante.

Pero la noticia se publicó un año más tarde. Harry Mandel, que se había escapado del aparato Topacio luego de agredir a un guardia, fue encerrado nuevamente bajo estricta vigilancia. Dick Colby y yo celebramos la partida con algunos tragos y luego él tomó el avión de regreso a la multiversidad.

Al día siguiente cobré mi sueldo, me entregaron el certificado que atestiguaba que había cumplido con mi trabajo y recogí la motocicleta.

Llegó el día de la partida y, al atardecer, permanecí un largo rato contemplando por última vez la puesta del sol en el desierto. La muchacha que nos había recibido a nuestra llegada caminaba a lo lejos, y pude observar que estaba embarazada; esto me produjo una agradable sensación, pues asocié ese estado con la protección del hogar y la continuidad de la raza, hecho que siempre me pareció un milagro. De repente, una ola de frío invadió mi cuerpo; mi mente produjo una trivial sensación tangencial que mis amigos solían llamar «curva de sostén» y que se representaba así:

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Y de pronto, como en un vértigo, me vi apretujado junto a mis amigos en una de las sinuosidades cóncavas de la curva, entre el punto A y el B. El frío se extendió por todo el pecho, dejándome entumecido. De repente, todo me resultaba indiferente: la mujer encinta, los laboratorios, las oficinas y los edificios.

Una hora más tarde, tomé el aparato G.E.M. Esmeralda, que me llevó de regreso a la multiversidad. Las clases no empezarían todavía, pero ya tenía planeadas mis futuras actividades. Tomaría lecciones de chino durante tres semanas, y en otoño asistiría a dos cursillos sobre investigaciones militares. Como sé que los técnicos especializados escasean, es seguro que obtendré un excelente puesto muy bien remunerado, que me dará una agradable seguridad económica; no tendré que preocuparme de nada. Podré cooperar también en algunas investigaciones, y con ese dinero pagarme otros cursos de matemáticas y ciencias. ¡Hay tantos problemas interesantes por descubrir y resolver! ¿Y si obtuviera una subvención del gobierno? Pero creo que debería callarme, sí, callarme de una vez por todas.