Capítulo III
Ashley miró a su alrededor con curiosidad, parpadeando un poco al mirar en una y otra dirección. Tenía la impresión de hallarse en una tienda de antigüedades, oscura y de aspecto peligroso, de cuyo interior y en cualquier momento podría surgir repentinamente un demonio aullando lúgubremente.
La luz era pobre y muchas las sombras. Las paredes parecían hallarse muy lejos y terriblemente llenas de librofilms desde el suelo hasta el techo. En un rincón había una poderosa lente galáctica en tres dimensiones y tras ella algunas cartas de estrellas que se distinguían débilmente. En otro rincón había un mapa de la Luna, que bien podría haber sido el de Marte.
Solamente la mesa de despacho, que se hallaba en el centro de la estancia, se hallaba brillantemente iluminada por una lámpara de lectura. La mesa se hallaba enteramente cubierta de papeles y libros abiertos. En un extremo de la mesa se alzaba un proyector de películas, y en otro extremo sonaba con alegre tictac un reloj con esfera pasada de moda.
Ashley en aquellos momentos no pudo recordar que fuera de allí, eran las primeras horas de la tarde, y que el sol brillaba todavía en el cielo. Allí dentro parecía reinar la noche eterna. No había señales de ninguna ventana y la clara presencia del aire que circulaba no suprimía en él la molesta sensación de claustrofobia.
Sin darse cuenta se acercó más a Davenport, que no parecía dar importancia alguna a lo desagradable de la situación.
Davenport dijo en voz baja:
—Ya no tardará en venir.
—Todo esto… ¿siempre está así? —preguntó Ashley.
—Siempre. Que yo sepa jamás abandona este lugar, excepto para dar un rápido paseo por el campus y atender a sus clases.
—¡Caballeros! ¡Caballeros! —exclamó una voz de tenor—. Me alegra mucho verles. Son muy amables al venir aquí.
La redonda figura de un hombre surgió de otra estancia y desde la oscuridad pasó a la luz.
Les sonrió y ajustó mejor sus gafas para observarlos con más facilidad. Cuando sus dedos abandonaron la montura de las gafas, éstas volvieron a descender nuevamente, deteniéndose milagrosamente casi en el extremo de su pequeña nariz.
—Soy Wendell Urth —declaró.
La barba a lo Van Dyke, que lucía en su redondo mentón, no añadía dignidad alguna al sonriente rostro ni al rechoncho cuerpo que casi resultaba ridículo.
—Caballeros —repitió—, son muy amables al venir a visitarme…
Tomó asiento en una silla balanceando sus piernas en el aire. Su corta estatura hacía que las suelas de sus zapatos quedasen a una pulgada de distancia del pavimento. Luego, tras un breve silencio, añadió:
—El señor Davenport recuerda, quizá, que para mí es cuestión de importancia permanecer aquí. No me gusta viajar, excepto pasear, por supuesto, y paseo por el campus, cosa que para mí ya es suficiente.
Ashley se hallaba en pie y evidentemente confundido, y lo mismo parecía sucederle a Urth, ya que le miró dos o tres veces con expresión de muda interrogación. Urth extrajo un pañuelo del bolsillo y limpió los cristales de sus gafas, y luego, cuando las hizo cabalgar nuevamente sobre su nariz, dijo:
—¡Oh, me doy cuenta de la dificultad…! Necesitan sillas. Sí. Bien, tomen dos, por favor. Si hay cosas sobre ellas apártenlas. Siéntense, por favor.
Davenport apartó los libros que había sobre una silla y los colocó cuidadosamente en el suelo. Arrastró la Silla hacia Ashley y luego tomó un cráneo humano que había sobre una segunda silla y lo depositó aún más cuidadosamente sobre la mesa de trabajo de Urth. La mandíbula, precariamente sujeta con alambres, pareció que se desencajaba un poco cuando trasladó el cráneo de un lugar a otro, y quedó sobre la mesa, en tal forma.
—No se preocupe —comentó Urth, amablemente—, no le dolerá. Y ahora díganme qué es lo que les trae por aquí, caballeros.
Davenport esperó un momento a que hablase Ashley, y luego al ver que el jefe de la División no lo hacía, tomó la palabra:
—Doctor Urth, ¿recuerda usted a un estudiante suyo llamado Jennings? Karl Jennings…
La sonrisa que esbozaban los labios de Urth se esfumó momentáneamente bajo el esfuerzo del recuerdo. Parpadearon sus ojos saltones y finalmente respondió:
—No…, no por el momento.
—Licenciado en geología. Estudió extraterrología con usted hace años. Tengo aquí su fotografía por si puede ayudar…
Urth estudió la fotografía manejándola con sumo cuidado, pero aún seguía dudando.
Davenport añadió:
—Dejó un mensaje que es la clave para un asunto de la mayor importancia. Hasta ahora no hemos podido interpretarlo satisfactoriamente, pero, sospechamos casi con seguridad que indica el hecho de venir a verle a usted.
—¿De veras…? ¡Qué interesante! ¿Y con qué propósito han venido a verme?
—Con el objeto de que nos aconseje para descifrar el mensaje.
—¿Puedo verlo?
Silenciosamente, Ashley pasó la hoja de papel a Wendell Urth. El extraterrólogo la examinó con indiferencia, dio la vuelta al papel y miró durante un par de segundos al dorso en blanco. Luego murmuró:
—¿Dónde dice que vengan a verme a mí?
Ashley pareció sorprenderse ante la pregunta, pero Davenport dijo rápidamente:
—La flecha que apunta hacia el símbolo de la Tierra. Parece claro.
—Aquí veo con toda claridad una flecha que señala hacia el símbolo del planeta Tierra. Supongo que puede significar literalmente «ir a la Tierra», si esto se hubiese hallado en otro mundo.
—Se encontró en la Luna, doctor Urth, y podría, creo yo, significar eso. Sin embargo, la referencia a usted me pareció clara cuando recordamos que Jennings había estudiado con usted.
—¿Estudió un curso de extraterrología aquí en la Universidad?
—Así es.
—¿En qué año, señor Davenport?
—En el 18.
—¡Ah…, el jeroglífico ya está resuelto!
—¿Se refiere usted al significado del mensaje? —preguntó Davenport.
—No, no. El mensaje no tiene para mí ningún significado. Me refiero al jeroglífico de por qué yo no le recordaba, pero ahora sí le recuerdo perfectamente. Era un individuo muy calmoso, tímido, evidentemente no la clase de persona que siempre se recuerda con facilidad. Sin esto, sin esta tarjeta, quizá nunca le hubiera recordado.
—¿Por qué la tarjeta cambió así las cosas? —interrogó Davenport.
—Porque se refiere a mí con un juego de palabras. Con la pronunciación de la palabra «tierra». La cosa no es muy sutil, por supuesto, pero esto es típico de Jennings. Era muy aficionado al retruécano, al juego de palabras, y así mis únicos recuerdos de él están formados por esta afición suya. También a mí me gustan los juegos de palabras, pero Jennings… sí, le recuerdo muy bien…, a Jennings le encantaban, aunque como en este caso tenía poco talento para el retruécano.
Ashley interrumpió bruscamente:
—Este mensaje está formado enteramente por juegos de palabras, doctor Urth. Por lo menos así lo creemos, y eso parece ajustarse a lo que usted dice.
—¡Ah! —exclamó Urth, ajustándose las gafas y estudiando una vez más la tarjeta y los símbolos que contenía.
Al cabo de unos momentos frunció ambos labios y dijo alegremente:
—No saco nada en consecuencia.
—En tal caso… —murmuró Ashley, crispando ambos puños con impaciencia.
—Pero si ustedes me dicen algo más —añadió Urth—, entonces quizá esto llegue a significar algo.
Davenport dijo rápidamente:
—¿Puedo hacerlo, jefe? Estoy seguro de que se puede confiar en este hombre… y nos puede ayudar.
—Adelante —murmuró Ashley—. En estos momentos…, ¿a quién se podría perjudicar?
Davenport resumió la historia, relatándola mediante frases casi telegráficas, mientras que Urth escuchaba atentamente, moviendo sus gruesos dedos sobre la pulida superficie de la mesa como si estuviese limpiando unas invisibles cenizas de cigarrillo. Hacia el final del relato alzó ambas piernas y las cruzó quedando sentado como un simpático Buda.
Cuando Davenport terminó, Urth estuvo pensativo durante un momento y luego preguntó:
—Poseen ustedes una copia de la conversación reconstruida por Ferrant?
—Sí —respondió Davenport—, ¿le gustaría verla?
—Por favor.
Urth colocó la cinta de microfilm en un visor y la examinó rápidamente a la vez que se movían sus labios en algunos momentos. Luego golpeó con un dedo sobre la tarjeta del mensaje preguntando:
—¿Y dicen ustedes que esta es la clave de todo el asunto? ¿La clave principal?
—Eso suponemos, doctor Urth.
—Pero no es el original. Es una reproducción.
—Cierto.
—El original ha desaparecido con este Ferrant, y ustedes creen que está en manos de los ultras.
—Posiblemente.
Urth movió la cabeza de un lado a otro. Parecía preocupado. Luego declaró:
—Todo el mundo sabe que mis simpatías no están con los ultras. Lucharía en contra de ellos con todos los medios, de manera que no desearía parecer que doy marcha atrás en este caso, pero… ¿qué es lo que hay aquí que nos demuestre que tal dispositivo existe todavía? Ustedes no cuentan más que con las palabras pronunciadas por un hombre enfermo, y sus dudosas deducciones a causa de la reproducción de un misterioso conjunto de marcas que probablemente nada signifique.
—Sí, doctor Urth, pero tenemos que correr ese riesgo.
—¿En qué medida están ustedes seguros de que esta copia es segura? ¿Y qué hay si el original tiene algo más que aquí falta, algo que aclara más el mensaje, algo sin lo cual este mensaje es indescifrable?
—Estamos seguros de que la copia es exacta.
—¿Y qué hay sobre el dorso? No hay nada en el dorso de esta reproducción. ¿Y en el dorso del original?
—El agente que hizo la reproducción nos dice que el dorso del original estaba en blanco también.
—Los hombres cometen errores.
—No tenemos razón alguna para creer que él se haya equivocado, y debemos trabajar bajo la suposición que él no ha cometido ningún error. Por lo menos hasta el momento en que el original vuelva a recuperarse.
—Entonces ustedes me aseguran —dijo Urth— que cualquier interpretación que se realice de este mensaje debe hacerse sobre la base de lo que exactamente uno ve aquí.
—Eso creemos. Estamos virtualmente seguros —respondió Davenport con enorme confianza.
Urth parecía continuar preocupado. Luego dijo:
—¿Por qué no dejar el instrumento donde está? Si ningún grupo lo encuentra, mejor. Desapruebo totalmente el andar jugando con las mentes, y eso no contribuirá en nada a hacerlo posible.
Davenport colocó una mano pacificadora sobre un antebrazo de Ashley al intuir que este último estaba a punto de decir algo. Luego dijo:
—Permítame decirle, doctor Urth, que no solamente se trata del aspecto «juguetear con las mentes» como usted dice, que pueda tener ese dispositivo. Supongamos que una expedición de la Tierra emprendida a un planeta primitivo dejó caer allí una radio antigua, y supongamos que los nativos hayan descubierto la corriente eléctrica, pero no todavía el tubo de vacío.
»Los nativos podrían descubrir entonces que si el aparato de radio entraba en contacto con una corriente, los objetos que había en su interior se calentaban y brillarían, pero, por supuesto, no recibirían ningún sonido inteligible, simplemente muchos crujidos y demás interferencias. Sin embargo, si dejaban caer el aparato de radio en una bañera estando el aparato enchufado, cualquier persona que estuviese bañándose quedaría inmediatamente electrocutada. Por lo tanto, dígame, ¿acaso los nativos de este hipotético planeta debían deducir que el aparato que tenían en estudio estaba solamente diseñado con el propósito de matar gente?
—Veo la analogía —respondió el doctor Urth—. ¿Cree usted que esa propiedad de influir sobre la mente de las gentes sólo es una función accidental del dispositivo?
—Estoy seguro de ello —dijo Davenport, calurosamente—. Si podemos descubrir su verdadero propósito, la tecnología de la Tierra puede dar un salto hacia delante de muchos siglos.
—Entonces está usted de acuerdo con Jennings cuando dijo…
Urth consultó de nuevo el microfilm y añadió:
—… que podría ser la clave… ¿Quién sabe eso? Podría ser la clave de una inimaginable revolución científica.
—¡Exactamente!
—Pero aun así permanece el juego con la mente humana y es altamente peligroso. Fuese cual fuere el propósito de aquel aparato de radio, lo cierto es que «electrocutaba».
—Razón por la que no podemos consentir que ese dispositivo caiga en manos de los ultras.
—¿Ni tampoco en las del Gobierno?
—Pero debo señalar que hay un límite razonable a la precaución. Consideremos que los hombres siempre han mantenido el peligro en sus manos. La primera hacha de pedernal en la Edad de Piedra, la primera estaca de madera, aún antes del hacha, podían matar. Podían emplearse para doblegar la voluntad de los más débiles ante los más fuertes, y también eso era una forma de jugar con la mente. Lo que cuenta, doctor Urth, no es el dispositivo en sí, por muy peligroso que pueda ser en un sentido abstracto, sino más bien las intenciones de los hombres que lo usen. Los ultras tienen la declarada intención de matar a más del 99,9 por ciento de la humanidad. El Gobierno, con todas sus faltas, no tendría tales intenciones.
—¿Qué trataría de hacer el Gobierno?
—Estudiar científicamente ese dispositivo. Incluso ese aspecto que usted menciona de influenciar mentalmente podría redundar en grandes beneficios. Usando ese dispositivo bien podría educarnos en lo concerniente a la base física de la función mental. Podríamos aprender a corregir los desórdenes mentales o curar a los ultras. La humanidad podría desarrollar una mayor inteligencia en general.
—¿Cómo puedo creer que se llevaría a la práctica semejante idealismo?
—Yo lo creo. Considere que se enfrenta usted a un posible giro hacia el mal del Gobierno si usted nos ayuda, pero arriesga el cierto y declarado mal propósito de los ultras si no lo hace.
Urth asintió con un movimiento de cabeza, pensativamente.
—Quizá tenga usted razón. Y aun así tengo que pedirle un favor. Tengo una sobrina que sospecho me quiere demasiado. Está constantemente molesta por el hecho de que tenazmente me niego a emprender la locura de hacer un viaje. Ella asegura que no descansará con tranquilidad hasta el día en que yo la acompañe a Europa, a Carolina del Norte, o a algún otro lejano lugar…
Ashley se inclinó hacia delante, impaciente, sin hacer el menor caso del gesto que le hacía Davenport para que se contuviese.
—Doctor Urth —dijo—, si usted nos ayuda a encontrar el dispositivo y si se logra que funcione, entonces le aseguro que para nosotros será una satisfacción liberarle de su fobia contra los viajes y haremos posible que acompañe usted a su sobrina, gustosamente, a cualquier parte del mundo que usted guste.
Los saltones ojos de Urth se abrieron desmesuradamente y durante un par de segundos pareció sufrir una fuerte conmoción. Pareció que acababa de caer en una trampa peligrosa.
—¡No! —gritó—. ¡Nada de eso! ¡Nunca!
Hubo un momento de silencio y luego, ya calmado, el doctor Urth murmuró en tono normal:
—Permítanme que les explique cuáles son mis honorarios. Si les ayudo, si ustedes recuperan el dispositivo y aprenden a usarlo, si el hecho de mi ayuda se hace público, entonces mi sobrina caerá sobre el Gobierno hecha una furia. Es terriblemente terca y es a la vez una mujer de voz chillona que sería capaz de organizar suscripciones públicas y manifestaciones. No se detendrá ante nada. Ustedes no deben ceder ante ella. ¡No deben hacerlo! Tienen que resistir todas las presiones. Deseo estar solo, exactamente igual que ahora. Esos son mis únicos honorarios, mis únicos y absolutos honorarios.
Ashley se sonrojó.
—Sí, por supuesto, si ése es su deseo.
—¿Tengo su palabra?
—Tiene usted mi palabra.
—Por favor, recuerde…, confío en usted también, señor Davenport.
—Será como usted desea —replicó con tono calmoso Davenport—. Y ahora, creo, ¿puede usted interpretar esas anotaciones?
—¿Las anotaciones? —interrogó Urth, pareciendo centrar su atención con dificultad en la tarjeta—. Se refiere usted a estas marcas, XY2 y demás?
—Sí, ¿qué quiere usted decir?
—No lo sé. Creo que la interpretación de ustedes es tan buena como otra cualquiera.
Ashley explotó:
—¿Quiere usted decir que toda esta charla sobre su ayuda es inútil? Entonces, ¿a qué viene esa tontería de sus honorarios y demás?
Wendell Urth parecía confuso y hasta sorprendido. Murmuró:
—Me gustaría ayudarles.
—Pero usted no sabe lo que significa esto, lo que significan los signos de este mensaje.
—Yo…, no. Pero sí sé lo que significa el mensaje.
—¿De verdad? —exclamó Davenport.
—Desde luego que sí. Su significado es transparente. Ya lo sospeché a través de su relato. Y estuve seguro de ello en cuanto leí la reconstrucción de las conversaciones sostenidas entre Strauss y Jennings. Ustedes mismos se habrían dado cuenta, caballeros, de haberse detenido a pensar.
—Veamos —dijo Ashley completamente desesperado—. Acaba usted de decir que no entendía lo que significaban las partidas, las notas.
—Y es cierto. Pero sé lo que significa el «mensaje».
—¿Y cuál es el mensaje sin esas notas? ¿Acaso se trata solo del papel, por amor de Dios?
—Sí, en cierta forma.
—Se referirá usted, sin duda, a tinta invisible o algo por el estilo.
—¡No! ¿Por qué es tan difícil que ustedes lo entiendan cuando casi lo tienen a la mano?
Davenport se inclinó hacia Ashley y dijo en voz baja:
—Jefe, ¿me permite manejar esto a mí, por favor?
Ashley gruñó y luego respondió con tono rígido:
—Adelante.
—Doctor Urth —dijo Davenport, dirigiéndose de nuevo al profesor—, ¿quiere usted darnos su análisis?
—¡Ah! Bien…, está bien.
El pequeño extraterrólogo se recostó cómodamente en su silla y se enjugó el sudor de la frente con el borde de una manga. Luego continuó diciendo:
—Consideremos el mensaje. Si ustedes aceptan el círculo dividido en cuatro y la flecha como señal de dirigirse a mí, eso deja a un lado siete partidas. Si éstas se refieren como parece ser a siete cráteres, seis de ellos deben también sin duda alguna figurar ahí simplemente para despistar, puesto que el dispositivo no puede hallarse en más de un sólo lugar. No estaba formado por partes desmontables…, sólo formaba una pieza.
»Entonces, y también, ninguna de las partidas son directamente indicadoras. De acuerdo con su interpretación, SU podría significar cualquier lado situado en la otra cara de la Luna, que es una zona de aproximadamente el tamaño de América del Sur. También PC/2 puede significar Tycho, como dice el señor Ashley, o puede significar “distancia media entre Ptolomeo y Copérnico”, como pensó el señor Davenport, y si así opinamos también podríamos sugerir que significaría “media distancia entre Platón y Cassini”. Seguro que XY2 podría significar Alphonsus…, muy ingeniosa interpretación, pero también podría referirse a algún sistema de coordenados en el que la coordenada Y fuera el cuadrado de la coordenada X. De igual forma C-C significaría “Bond” o “distancia media entre Cassini y Copérnico”. F/A podría ser “Newton” o significar “entre Fabricius y Arquímedes”.
»En resumen, las partidas o anotaciones tienen tantos significados que llegan a no tener ninguno. Aun cuando una nota de estas lo tuviera, no se podría seleccionar entre las otras de manera que resulta sensato suponer que todas estas anotaciones son simplemente “floreros”.
»Entonces, se hace necesario determinar qué es lo que hay en el mensaje que no sea completamente ambiguo, lo que está perfectamente claro. La respuesta a esto sólo puede ser que “es” un mensaje; que es la pista que llevará a un escondite. Esa es la única cosa sobre la que estamos seguros, ¿no es así?
Davenport asintió con un movimiento de cabeza y luego dijo, con sumo cuidado:
—Por lo menos creemos estar seguros de ello.
—Bien. Han mencionado ustedes este mensaje como si fuera la clave de todo el asunto. Han actuado ustedes como si fuese la pista principal. Jennings se refirió al dispositivo como clave o pista. Si combinamos este serio punto de vista sobre el asunto, con la afición de Jennings a los juegos de palabras, una afición o tendencia que quizá se acrecentó con el dispositivo que llevaba encima…, un momento, permítanme que les cuente una historia…
»En la segunda mitad del siglo XVI, vivía en Roma un jesuita alemán. Era matemático y astrónomo de fama y ayudó al papa Gregorio XIII a reformar el calendario en el año 1582, ejecutando todos los enormes cálculos que eran necesarios. Este astrónomo admiraba mucho a Copérnico, pero no aceptaba el punto de vista heliocéntrico del Sistema Solar. Se adhería al viejo punto de vista en el que la Tierra era el centro del universo.
»En el año 1650, casi cuarenta años después de la muerte de este matemático, otro jesuita trazó el mapa de la Luna, el astrónomo italiano Giovanni Battista Riccioli. Bautizó a los cráteres con los nombres de astrónomos del pasado, y como él tampoco estaba de acuerdo con Copérnico, seleccionó los cráteres más grandes y espectaculares para darles los nombres de los que opinaban que la Tierra era el centro del universo: Ptolomeo, Hipparcus, Alfonso X, Tycho Brahe. El cráter más grande que pudo encontrar Riccioli lo reservó para su predecesor, el jesuita alemán.
»Este cráter es en realidad el segundo en tamaño de los que se divisan desde la Tierra. El más grande es Bailly, que está a la derecha del limbo de la Luna y es, por lo tanto, muy difícil verle desde la Tierra. Riccioli lo ignoraba, y así recibió el nombre de un astrónomo que vivió un siglo más tarde y que fue guillotinado durante la Revolución francesa.
Ashley escuchaba todo con gran impaciencia. Finalmente preguntó:
—¿Qué tiene que ver todo eso con el mensaje?
—¡Vaya…!, pues todo, amigo mío —respondió Urth con tono de sorpresa—. ¿No calificó usted a este mensaje en clave de todo el asunto? ¿No es la pista principal?
—Sí, desde luego.
—¿Hay alguna duda en que estamos relacionándonos con algo que es una clave o pista que nos llevará a otra cosa?
—No, no la hay —dijo Ashley.
—Bien. Entonces… el nombre del jesuita alemán que he mencionado es Christoph Klau…, pronunciado «clou». ¿No ven el juego de palabras? ¿Klau… clue?[3]
Todo el cuerpo de Ashley pareció estar a punto de derrumbarse de decepción. Murmuró.
—Eso…, eso me parece muy remoto.
Davenport dijo ansiosamente:
—Doctor Urth. Que yo sepa no hay ningún lugar en la Luna que se llame Klau.
—Desde luego que no —respondió Urth, excitadamente—. Esa es la cuestión. En este período de la historia, en la segunda parte del siglo XVI, los eruditos europeos latinizaban sus nombres. Klau también lo hizo así. En lugar de la «u» alemana empleó la letra equivalente en latín, la «v». Entonces añadió «ius», típico final de los nombres latinos, y así Christoph Klau se convirtió en Christopher Clavius, y supongo que ustedes habrán oído hablar del cráter gigante que todos llamamos Clavius.
—Pero… —comenzó Davenport.
—Por favor nada de «peros» —interrumpió Urth—. Permítame señalarle que la palabra latina «clavis» significa «clave». Ahora, ¿se dan cuenta del doble y bilingüe juego de palabras? Klau, clue, Clavius, clavis, clave. En toda su vida Jennings no podría haber construido un juego de palabras como éste sin la ayuda del dispositivo. Entonces sí pudo hacerlo y hasta me pregunto si la muerte no llegó a ser triunfante bajo tales condiciones. Y les dirigió a ustedes a mí porque sabía que yo recordaría su afición a los juegos de palabras y porque él sabía que a mí también me gustaban.
Los dos hombres del Bureau se miraron mutuamente con los ojos muy abiertos.
Urth dijo solemnemente:
—Le sugeriría buscar en el borde en sombras de Clavius, en el punto donde la Tierra está más cerca del cenit.
Ashley se puso en pie. Preguntó:
—¿Dónde está su videófono?
—En la estancia contigua.
Ashley corrió hacia allá. Davenport quedó atrás.
—¿Está usted seguro, doctor Urth?
—Completamente seguro. Pero aunque esté equivocado, sospecho que no importa.
—¿Qué es lo que no importa?
—Que encuentren ustedes el dispositivo o no. Porque si los ultras lo encuentran, probablemente no serán capaces de usarlo.
—¿Por qué dice usted eso?
—Me preguntó usted si Jennings había sido estudiante mío, pero no me preguntó si lo había sido Strauss, que también era geólogo. También estudió conmigo un año o algo así después de Jennings. Le recuerdo muy bien.
—¡Oh…!
—Un hombre desagradable. Muy frío. Esa es la marca típica de los ultras, creo. Todos son muy fríos, muy rígidos, muy seguros de sí mismos. No pueden ser de otra forma. De lo contrario no hablarían de matar a miles de millones de seres.
—Creo que lo entiendo.
—Eso supongo. La conversación reconstruida de los delirios de Strauss nos demostró que él no podía manipular el dispositivo. Carecía de la intensidad emocional para poder hacerlo. Imagino que todos los demás ultras se encuentran en la misma situación. Jennings, que no era ultra, pudo manejarlo. Cualquiera que pudiese manejarlo, creo que sería incapaz de una deliberada crueldad, a sangre fría. Podría quizá sembrar el pánico como lo hizo Jennings con Strauss, pero nunca de una manera calculadora y fría, como Strauss trató de hacerlo con Jennings… En resumen, creo que el dispositivo puede manipularse mediante el amor, pero nunca mediante el odio, y los ultras no son más que seres que odian fríamente.
Davenport asintió con un movimiento de cabeza. Luego dijo:
—Espero que tenga usted razón. Pero entonces…, ¿por qué sospechaba usted sobre los motivos del Gobierno si suponía que tal tipo de hombres no podían manipular el dispositivo?
Urth se encogió de hombros y respondió:
—Quería estar seguro de que usted podría baladronar y razonar, a la vez que podría lograr convencer y persuadir cuando llegara el momento de hacerlo. Después de todo, puede que tenga usted que enfrentarse con mi sobrina.
F I N