Capítulo I
Karl Jennings sabía que iba a morir. Le quedaban pocas horas de vida y mucho que hacer.
No había suspensión en la ejecución de la sentencia, no podía haberla allí en la Luna y muchísimo menos sin que funcionara el sistema de comunicaciones.
Incluso en la Tierra había unos cuantos lugares dispersos donde, sin una radio a mano, un hombre podría morir sin que le prestara ayuda la mano de otro hombre, sin que otro hombre le compadeciese, sin que los ojos de otros hombres descubrieran el cadáver.
Allí, en la Luna, había muy pocos lugares donde las cosas fueran diferentes.
Por supuesto, los habitantes de la Tierra sabían que él estaba en la Luna. Formaba parte de una expedición geológica… ¡No, de una expedición selenológica! Resultaba extraño cómo su mente, influida aún por la Tierra, se negaba a abandonar el prefijo «geo».
Mecánicamente se dejó arrastrar por los pensamientos, al mismo tiempo que trabajaba. Aun cuando estaba muriendo, todavía sentía aquella claridad de pensamiento impuesta artificialmente.
Ansiosamente, miró a su alrededor. No había nada que ver. Se hallaba en la oscuridad de las eternas sombras que bañaban la cara norte del muro interior del cráter, una negrura que solamente quebraba el intermitente parpadeo de su linterna. Seguía manteniendo aquel parpadeo, en parte porque no se atrevía a consumir su fuente de energía eléctrica antes de morir y en parte porque tampoco se atrevía a arriesgarse a ver más de lo que veía.
A su izquierda, y hacia el Sur, a lo largo del cercano horizonte de la Luna, había una creciente luminosidad blanca producida por el sol. Más allá del horizonte, e invisible, se encontraba el borde opuesto del cráter. El Sol nunca ascendía lo suficiente sobre el borde del cráter, como para iluminar el suelo que se hallaba bajo sus pies. Se hallaba a salvo de la radiación…, al menos contaba con tal ventaja.
Cavaba cuidadosamente, pero con torpeza, demasiado oprimido por su traje espacial. Le dolía el costado terriblemente.
El polvo y rocas destrozadas no tomaban el aspecto de «castillo de hadas» característico de aquellas partes de la Luna expuestas a las alternativas de luz y oscuridad, de calor y frío. Allí, en el frío eterno, el lento derrumbarse de la pared del cráter, simplemente había apilado un fino polvillo formando una masa heterogénea. No sería fácil distinguir que se había excavado allí.
Por un instante calculó mal la desnivelada superficie oscura y dejó caer un puñado de finos fragmentos polvorientos. Las partículas cayeron con la característica lentitud de la Luna, y aún así con todo el aspecto de una cegadora velocidad, ya que no había aire que opusiera resistencia para reducir más su movimiento y extenderlas en forma de polvorienta neblina.
La linterna de Jennings se encendió un momento y Jennings apartó de su camino una roca aplicándole un puntapié.
No disponía de mucho tiempo. Continuó excavando más profundamente en el polvo.
Un poco más de profundidad y podría introducir el dispositivo en el agujero y comenzar luego a cubrirlo. Strauss no debía encontrarlo.
¡Strauss!
El otro miembro del equipo. La mitad en el descubrimiento. La mitad en el terreno de la fama.
Si solamente se tratara de arrogarse la totalidad del crédito que Strauss deseaba, Jennings podría haberlo permitido. El descubrimiento era más importante que cualquier mérito individual que pudiese acompañarle. Pero lo que Strauss deseaba era algo más; algo que, para impedirlo, Jennings estaba dispuesto a morir.
Y estaba muriendo.
Lo habían encontrado juntos. En realidad, Strauss había encontrado la nave; o, mejor dicho, los restos de la nave, o quizá con más propiedad podría decirse lo que sin duda alguna eran los restos de algo parecido a una nave.
—Metal —había dicho Strauss al recoger algo desigual y casi amorfo.
Apenas se podían ver sus ojos y rostro a través del grueso cristal-plomo del visor, pero su voz un tanto áspera sonaba claramente a través de la radio del traje.
Jennings llegó entonces hasta él desde el lugar que ocupaba, a media milla de distancia, y respondió:
—¡Muy extraño es eso! No hay metal libre en la Luna.
—No debía haberlo. Pero sabes muy bien que no la han explorado más que en un uno por ciento de su superficie. ¿Quién sabe lo que se puede encontrar en ella?
Jennings gruñó unas palabras de asentimiento y extendió su manopla para tomar el objeto.
Era auténticamente cierto que casi cualquier cosa podría encontrarse en la Luna, al menos así se podía suponer. La suya era la primera expedición selenológica, financiada particularmente, que había alunizado. Hasta entonces sólo había habido empresas de tipo gubernamental, realizadas mediante lanzamientos, de los cuales aún restaban una media docena. Era una señal de la avanzada edad espacial el que la Sociedad Geológica pudiera permitirse enviar a dos hombres a la Luna con el sólo objeto de realizar estudios selenológicos.
Strauss dijo:
—Parece como si en otros tiempos hubiese tenido una superficie pulida.
—Tienes razón —respondió Jennings—. Puede que haya más trozos por ahí.
Encontraron tres pedazos más, dos de pequeño tamaño y uno que mostraba huellas de una junta remachada.
—Llevémoslos a la nave —dijo Strauss.
A continuación dirigieron la pequeña nave rastreadora hasta la nave madre. Una vez a bordo se quitaron sus trajes, algo que por lo menos Jennings siempre se alegraba de hacer. Se rascó vigorosamente las costillas y se frotó las mejillas hasta que la blanca piel mostró un color escarlata.
Strauss despreció tales debilidades y se puso a trabajar. El rayo láser atacó al metal y el vapor fue registrado por el espectrógrafo. Se trataba esencialmente de acero-titanio, con un poco de cobalto y molibdeno.
—Por supuesto, se trata de algo artificial —dijo Strauss.
Su ancho y huesudo rostro aparecía tan inexpresivo y duro como siempre. No exteriorizaba ni alegría ni sorpresa, aunque Jennings sentía cómo su corazón latía con violencia.
Quizá fue la emoción lo que hizo murmurar a Jennings en aquel momento:
—Este es un acontecimiento respecto al que debemos imponernos cierta obligación…
Strauss miró a Jennings con frío disgusto y dejó a un lado la colección de trozos metálicos, como si no les diese la menor importancia.
Jennings suspiró hondo. Resultaba extraño, pero no podía «tragar» aquella actitud. ¡Nunca había podido hacerlo! Recordó la Universidad… bien, no tenía importancia. El descubrimiento que había hecho valía la pena. Por lo menos era muchísimo más valioso que toda aquella fría y despreciativa calma de Strauss.
Jennings se preguntó si Strauss concedía realmente valor al descubrimiento.
Sabía muy poca cosa de Strauss, a no ser su reputación de selenólogo. O lo que era igual, había leído las publicaciones de Strauss y suponía que también Strauss había leído las suyas. Aunque sus caminos hubiesen seguido igual rumbo en sus días universitarios, jamás se habían conocido hasta que ambos se presentaron voluntariamente para formar parte de aquella expedición y fueron aceptados.
Durante la semana del viaje, Jennings había tenido constantemente delante de él aquella fornida figura, los cabellos agrisados y los ojos azules y fríos. Se fijaba constantemente en cómo trabajaban aquellas poderosas mandíbulas cuando mascaban los alimentos. El propio Jennings, de mucha menor corpulencia, también con ojos azules, pero con cabellos más negros, automáticamente tendió a retirarse de aquel poder y fuerza que parecía irradiar del otro.
Jennings dijo:
—No existe dato alguno sobre el hecho de que una nave haya alunizado por estos lugares, y tampoco hay ningún registro que asegure haya habido alguna catástrofe.
—Si todo esto fuese parte de una nave —respondió Strauss—, las piezas estarían suaves y pulidas. Todo esto ha estado sujeto a algún tipo de erosión y, al no haber aquí atmósfera, eso significa la exposición al bombardeo de micrometeoritos durante muchos años.
Por lo tanto, Strauss «se daba cuenta» del valor del hallazgo.
Jennings dijo:
—Es un artefacto construido por manos o cerebros que no son humanos. Unas criaturas, no de la Tierra, alguna vez visitaron la Luna. ¿Quién sabe cuánto tiempo hará de esto?
—Sí…, ¿quién lo sabe? —convino Strauss con tono seco.
—En el informe…
—Un momento —le interrumpió Strauss imperiosamente—. Habrá mucho tiempo de informar cuando tengamos algo sobre qué informar. Si ha sido una nave, habrá por ahí más trozos que los que hemos encontrado.
Pero en aquellos momentos no valía la pena seguir buscando más. Habían dedicado a la labor varias horas y sentían hambre y sueño. Sería mucho mejor emprender la tarea cuando estuviesen más frescos y descansados. Los dos parecieron estar de acuerdo sobre tal punto, sin mencionarlo para nada.
La Tierra aparecía muy baja en el horizonte, casi llena en su fase, brillante y veteada de azul. Jennings la miró mientras comían y experimentó, como siempre le ocurría, una terrible nostalgia.
—Desde aquí parece un oasis de paz —murmuró—, pero hay en ella seis mil millones de personas atareadas.
Strauss alzó la cabeza y replicó secamente:
—¡Seis mil millones de seres que la están arruinando!
Jennings frunció el ceño.
—No serás un ultra, ¿verdad? —preguntó.
Strauss interrogó, a su vez:
—¿De qué diablos estás hablando?
Jennings sintió que enrojecía. Su piel siempre adquiría una tonalidad rosada cuando sus emociones eran un tanto violentas. Jennings consideraba muy embarazoso su sonrojo, como si fuera un vicio del que no pudiera liberarse.
Al cabo de un par de segundos, continuó comiendo sin decir nada más.
Durante toda una generación, la población de la Tierra se había mantenido sin variación alguna. Todo el mundo admitía que no se podía permitir un mayor aumento de seres humanos. En realidad había muchos que decían que no era suficiente con ordenar «no más aumento de población». Esta tenía que disminuir. El propio Jennings simpatizaba con tal punto de vista. El globo terráqueo estaba siendo devorado por su enorme peso en habitantes.
Pero, ¿cómo disminuir la población? ¿Al azar, quizá, estimulando a la gente para que hiciera disminuir aún más el índice de natalidad, cosa que ya se había realizado repetidas veces? Últimamente habían sonado campanas lejanas que deseaban no solamente una disminución en el número de habitantes, sino más bien una disminución seleccionada…, la supervivencia de los mejores.
Jennings pensó: «Supongo que le habré insultado».
Más tarde, cuando ya estaba casi dormido, súbitamente, se le ocurrió pensar que no sabía prácticamente nada sobre el carácter de Strauss. ¿Y si en aquellos momentos se le ocurría al hombre emprender una solitaria expedición por su propia cuenta, con objeto de arrogarse todo el mérito?
Jennings se apoyó sobre un codo, enormemente alarmado. Pero Strauss respiraba pesadamente, y aun cuando Jennings estuvo escuchando atentamente, al final la respiración pesada fue convirtiéndose poco a poco en un característico ronquido.
Invirtieron los siguientes tres días en la búsqueda de más piezas adicionales. Encontraron algunas. Pero hallaron algo más que esto. Descubrieron una zona que resplandecía con la diminuta fosforescencia de las bacterias lunares. Tales bacterias eran muy corrientes, pero nunca se había registrado en ninguna otra parte en concentración tan enorme como para producir tal resplandor.
Strauss dijo:
—Es probable que en otro tiempo haya estado aquí un ser orgánico o sus restos. Murió, pero no sucedió así con los microorganismos de su interior. Al final le consumieron.
—Y quizá se extendieron luego —dijo Jennings—. Esta puede ser la fuente habitual de las bacterias lunares. Puede que no sean nativas en absoluto, sino más bien el resultado de una contaminación… de hace siglos.
—También puede ser lo opuesto —dijo Strauss—. Desde el momento en que las bacterias son completamente diferentes en lo fundamental, de toda otra forma de microorganismos terrestres, las criaturas que invadieron…, suponiendo que ésta fuera su fuente, también debieron haber sido fundamentalmente diferentes. Otra indicación más de un origen extraterrestre.
El sendero terminaba en la pared de un pequeño cráter.
—Se trata de una excavación importante —comentó Jennings sintiéndose decepcionado—. Mejor sería informar sobre todo esto y conseguir ayuda.
—No —replicó Strauss sombríamente—. Puede que ahí no haya nada que precise ayuda. Puede que el cráter se haya formado un millón de años después de haberse estrellado la nave.
—¿Quieres decir que se ha vaporizado en su mayor parte y resta de ella solamente lo que nosotros hemos encontrado? —interrogó Jennings.
Strauss asintió con un movimiento de cabeza.
Jennings añadió:
—De todas maneras, probemos. Excavaremos un poco. Si trazamos una línea desde el punto donde encontramos los pedazos, hasta aquí, y luego mantenemos…
Strauss asintió de mala gana y trabajó con mal humor, de forma que fue Jennings quien llevó a cabo el verdadero hallazgo. ¡Seguro que aquello era algo! Aun cuando Strauss hubiese encontrado el primer trozo de metal, Jennings había hallado el auténtico artefacto.
«Era» un artefacto… encajado, por así decirlo, a tres pies de profundidad bajo la irregular forma de una roca que al caer había formado un hoyo en su contacto con la superficie de la Luna. En aquel hueco se hallaba el artefacto, protegido de todo por un millón de años o más. Protegido de la radiación, de los micrometeoros, de los cambios de temperatura, etc., de manera que se hallaba completamente nuevo.
Jennings inmediatamente le bautizó con el vocablo «Dispositivo». No tenía un aspecto muy diferente a cualquier otro dispositivo que él y Strauss hubiesen visto alguna vez, pero, como Jennings preguntó, ¿por qué iba a ser diferente?
—No veo en esto ningún borde áspero o rugoso —dijo Jennings—. Quizá no esté roto.
—Pero es posible que le falten piezas.
—Puede ser —dijo Jennings—. Sin embargo, no parece poseer algo movible. Está formado de una sola pieza y, ciertamente, con unos desniveles extraños.
Jennings hizo una pausa y luego añadió, tratando de dominarse, cosa que no consiguió hacer:
—«Esto» es lo que necesitamos. Una pieza de metal desgastado, o una zona rica en bacterias es solamente material para deducción y disputa. Pero esto es auténtico…, un dispositivo que claramente es de fabricación extraterrestre.
El dispositivo se hallaba en la mesa entre ambos hombres en aquel momento y ambos lo contemplaron gravemente.
Jennings añadió finalmente:
—Ahora mismo podemos comenzar a redactar el informe…
—¡No! —exclamó Strauss con tono de disensión—. ¡Diablos, no!
—¿Por qué no?
—Porque, si lo hacemos, en el acto se convertirá en proyecto de una sociedad. Caerán sobre él como un enjambre de avispas y nosotros, cuando todo esté hecho, ni siquiera llegaremos a ser más que una nota al pie. ¡No!…
Strauss se detuvo. Respiró hondo y añadió:
—Hagamos con esto todo cuanto podamos y saquemos todo el partido posible de este artefacto antes de que las arpías desciendan sobre nuestras cabezas.
Jennings reflexionó. No podía negar que él, también, deseaba ardientemente no perder crédito. Pero aun así…
Luego dijo:
—No sé si decidirme a correr ese riesgo…
Hubo un silencio entre los dos hombres y a continuación Jennings añadió:
—Escucha, Strauss…
Tuvo la intención, durante una décima de segundo, de usar el nombre de pila de su compañero, pero finalmente apartó la idea de su mente.
—Escucha, Strauss, no está bien esperar. Si esto es de origen extraterrestre, entonces debe pertenecer a algún otro sistema planetario. En el Sistema Solar no hay, aparte de la Tierra, un lugar donde se pueda suponer una forma de vida avanzada.
—Eso, en realidad, aún no se ha demostrado —replicó Strauss con un gruñido—. Pero…, ¿y si tuvieses razón?
—Entonces significaría que las criaturas de esa nave realizaron un viaje interestelar y que, por lo tanto, tenían que estar tecnológicamente mucho más avanzados que nosotros. Podría ser la clave… de sabe Dios qué. Podría ser una pista que nos llevara a una revolución científica inimaginable.
—Eso no es más que una tontería romántica. Si esto es el producto de una tecnología más avanzada que la nuestra, nada aprenderemos de ella. Resucita a Einstein y enséñale una microprotocurva, y dime, ¿sacaría algo de ella? ¿La entendería?
—No podemos estar seguros de que nada aprenderíamos.
—Aun así, ¿y qué? ¿Qué es lo que va a ocurrir aunque haya una pequeña demora? ¿Y si nos quedamos con todo el crédito de esto? ¿Qué sucederá si nos quedamos con esto y seguimos estudiándolo en nuestro propio beneficio?
—Pero, Strauss —dijo Jennings sintiéndose enormemente conmovido y haciendo un gran esfuerzo para que Strauss penetrase en la importancia que quizá pudiera tener el dispositivo—. ¿Y si nos estrellamos con él? ¿Y si no logramos regresar con él a la Tierra? No podemos correr el riesgo de que esto se pierda.
Y al pronunciar estas últimas palabras, acarició al artefacto, como si estuviese enamorado de él, añadiendo:
—Debemos informar ahora mismo sobre su hallazgo y hacer que envíen naves aquí para que se lo lleven. Es demasiado precioso para…
En aquel instante, cuando Jennings hablaba con más emoción, el dispositivo pareció calentarse bajo su mano. Una porción de su superficie, medio oculta bajo un suave pliegue del metal, emitió una débil fosforescencia.
Jennings retiró la mano rápidamente, con gesto espasmódico, y el artefacto se oscureció repentinamente. Pero había sido suficiente; aquel momento acababa de ser infinitamente revelador.
Jennings dijo con voz ahogada:
—Fue como si se hubiera abierto una ventana en tu cerebro, Strauss. Vi todo cuanto había en tu mente.
—Y yo leí en la tuya —replicó Strauss—, o, más bien, la experimenté, penetré en ella, o como quieras tú decirlo.
A continuación tocó el dispositivo con frío ademán, pero nada sucedió.
—Tú eres un ultra —dijo Jennings con tono de indignación—. Cuando toqué esto…
Y, a la vez que hablaba, volvió a hacerlo.
—Mira…, vuelve a suceder otra vez. Lo veo… ¿Eres un loco? ¿Acaso puedes honradamente creer que es humanamente decente condenar a toda la humanidad a la extinción y destruir la versatilidad y variedad de las especies?
Su mano se apartó nuevamente del dispositivo, experimentando repugnancia ante lo que él veía, y de nuevo el artefacto se oscureció. Otra vez lo tocó Strauss y no ocurrió nada.
Strauss dijo:
—No iniciemos una discusión, por amor de Dios… Esta… cosa es una ayuda para la comunicación… Un amplificador telepático. ¿Por qué no? Las células cerebrales poseen cada una de ellas su potencial eléctrico. El pensamiento se puede considerar como un campo de ondas electromagnéticas de microintensidades…
Jennings se volvió hacia otro lado. No deseaba hablar con Strauss. Luego dijo:
—Informaremos ahora mismo sobre esto. Me importa tres cominos la fama. Quédatela para ti. Sólo quiero que esto salga de nuestras manos.
Durante un momento, Strauss reflexionó profundamente y a continuación repuso:
—Es algo más que un comunicador. Responde a la emoción y la amplifica.
—¿De qué estás hablando? —interrogó Jennings.
—Por dos veces funcionó bajo el contacto de tu mano, aun cuando lo estuviste manejando todo el día sin ejercer sobre él el menor efecto. Y tampoco funciona cuando lo toco yo.
—¿Y bien…?
—Reaccionó inmediatamente cuando tú estabas bajo una tensión emocional elevada. Ese es el requisito para la activación, creo yo. Y cuando te indignaste con los ultras, mientras lo sostenías en tu mano, durante un instante sentí lo mismo que tú.
—Eso debías pensar.
—Pero, escúchame un momento. ¿Estás seguro de tener razón? No hay un solo hombre con sentido común sobre la Tierra que no sepa que el planeta estaría mucho mejor con una población de mil millones, que con seis mil millones. Si empleásemos la automación a tope, como ahora la muchedumbre no nos permite hacerlo, probablemente dispondríamos de una eficiente y viable Tierra, con una población que no sobrepasaría, digamos, los cinco millones de habitantes… Escúchame, Jennings, no te vuelvas hacia otro lado.
La dureza de la voz de Strauss casi llegó a desaparecer en su esfuerzo por mostrarse convincente. Continuó:
—Pero no podemos reducir la población democráticamente. Lo sabes bien. No es problema lo que se podría llamar urgencia sexual, porque las inserciones uterinas han resuelto el problema del control de la natalidad hace ya tiempo. También lo sabes. Es más bien cuestión de nacionalismo. Cada grupo étnico desea que otros grupos reduzcan su población primero, y yo estoy de acuerdo con ellos. Quiero que prevalezca mi grupo étnico, «nuestro» grupo étnico. Quiero que la Tierra sea heredada por la élite. Lo cual significa que debe ser heredada por hombres como nosotros. Somos los verdaderos hombres y la horda de semimonos que nos estorba nos está destruyendo a todos. De todas formas están condenados a muerte, ¿por qué no salvarnos nosotros?
—No —replicó Jennings calurosamente—. Ningún grupo posee el monopolio de la humanidad. Tus cinco millones de «imágenes de espejo», atrapadas en una humanidad a la que se ha robado su variedad y versatilidad, morirían de aburrimiento…, y no les estaría mal.
—Tonterías emocionales, Jennings. Tú no crees en eso. Te han enseñado a creerlo nuestros locos igualitarios. Mira, este dispositivo es lo que necesitamos. Aun cuando no podamos construir otros, ni comprender cómo funciona éste, sin duda alguna este artefacto será suficiente. Si pudiésemos dominar o influenciar sobre las mentes de los hombres clave, entonces, poco a poco, podríamos imponer al mundo nuestros puntos de vista. Ya tenemos una organización. Debes saber eso si has leído en mi mente. Está mejor motivada y mejor estructurada que cualquier otra organización de la Tierra. Los grandes cerebros de la humanidad acuden a nosotros diariamente. ¿Por qué no tu también? Este instrumento es una especie de llave, una clave, pero no solamente una clave para alcanzar un poco más de conocimientos. Es la clave de la solución final a los problemas de los hombres. ¡Únete a nosotros! ¡Únete a nosotros!
Strauss acababa de alcanzar un punto de entusiasmo tan formidable, como nunca había visto Jennings.
La mano de Strauss cayó sobre el dispositivo, y éste parpadeó luminosamente una o dos veces, y luego se apagó.
Jennings sonrió sin la menor gana. Veía el significado de todo aquello. Strauss trataba deliberadamente de excitarse emocionalmente, para activar el dispositivo, y acababa de fracasar.
—No puedes lograr que funcione —dijo Jennings—, porque eres excesivamente superhumano, supercontrolado, y no puedes derrumbarte emocionalmente, ¿verdad?
Jennings tomó con ambas manos el artefacto, con dedos que temblaban por la emoción, y el dispositivo se iluminó inmediatamente.
—Entonces, sé tú quien lo haga funcionar. Para ti el crédito de salvar a la humanidad.
—Ni soñarlo… —murmuró Jennings, abriendo la boca como si se sintiese incapaz de respirar cómodamente bajo la fuerte emoción—. Voy a informar sobre esto ahora mismo.
—¡No! —exclamó Strauss tomando uno de los cuchillos de la mesa—. Mira…, tiene suficiente punta y está bien afilado.
—No necesitas ponerte así para exteriorizar tus puntos de vista —dijo Jennings, todavía bajo la emoción del momento—. Veo perfectamente cuáles son tus proyectos. Con el dispositivo puedes convencer a cualquiera de que yo nunca existí. Podrás lograr una victoria ultra.
Strauss asintió con un movimiento de cabeza, y dijo:
—Lees mis pensamientos maravillosamente bien.
—Pero no lo conseguirás —añadió Jennings casi jadeando de emoción—. No, mientras yo sostenga esto entre mis manos…
Deseaba en aquel instante la inmovilidad de Strauss.
Strauss trató de moverse y no pudo. Sostuvo el cuchillo con el brazo extendido, pero fue incapaz de dar un solo paso.
Ambos hombres sudaban abundantemente.
Strauss dijo mordiendo las palabras:
—No puedes… sostener eso… todo el día.
La sensación era clara, pero Jennings no estaba seguro de tener palabras para describirla. Era, en términos físicos, como sostener un resbaladizo animal de enorme fuerza, un animal que constantemente estuviera retorciéndose. Jennings tenía que concentrarse en sus deseos de inmovilidad.
No estaba familiarizado con el artefacto. No sabía cómo usarlo hábilmente. Aquello era igual que esperar que una persona que jamás hubiera visto un florete, tomara uno y lo manejara como un mosquetero.
—Exactamente —murmuró Strauss siguiendo los pensamientos de Jennings.
Y, a continuación, dio un paso hacia adelante.
Jennings sabía muy bien que nada podría hacer en contra de la loca determinación de Strauss. Los dos lo sabían. Pero aún estaba la nave rastreadora. Jennings tenía que salir de allí, y con el dispositivo.
Pero Jennings no tenía secretos en aquel momento. Strauss leía también sus pensamientos e intentó situarse entre su compañero y la nave rastreadora.
Jennings redobló sus esfuerzos. Ya no deseaba la inmovilidad, sino la inconsciencia. «Duerme, Strauss —pensó desesperadamente—. ¡Duerme!»
Strauss cayó de rodillas, al mismo tiempo que sus párpados se cerraban pesadamente.
Latiéndole el corazón violentamente, Jennings se lanzó hacia fuera. Si pudiera golpearle con algo y apoderarse del cuchillo…
Pero sus pensamientos se habían apartado en aquel mismo instante de su importante concentración sobre el sueño, y sintió la mano de Strauss que le asía un tobillo, tirando de él hacia abajo con súbita fuerza.
Strauss no dudó ni un solo segundo. Cuando Jennings cayó, la mano que sostenía el cuchillo ascendió y bajó. Jennings sintió el agudo dolor y su mente enrojeció de temor y desesperación.
Fue aquel acceso de emoción el que hizo aumentar el brillo del dispositivo, hasta alcanzar la luminosidad de una auténtica llama. Strauss soltó a Jennings, a la vez que la mente de este último, silenciosa e incoherentemente, pasaba a la mente de su enemigo el temor y la desesperación que él sentía.
Strauss rodó sobre sí mismo, con el rostro congestionado por el pánico.
Jennings se puso en pie trabajosamente y retrocedió. No se atrevía a hacer nada, a no ser mantener inconsciente al otro. Cualquier intento de actuar violentamente reduciría mucho su fuerza mental.
Acto seguido retrocedió hacia la nave rastreadora. A bordo habría un traje… y vendas…
La nave rastreadora no estaba realmente diseñada para recorrer grandes distancias. Ni Jennings podía hacerlo en aquel momento. A pesar de los vendajes, su costado derecho estaba empapado en sangre. Y la sangre llenaba también la parte interior del traje espacial.
Nada indicaba que en aquellos momentos le siguiera la nave madre, pero era indudable que más pronto o más tarde le seguiría. La fuerza del navío principal era muchas veces superior a la de la nave rastreadora; por otra parte, poseía detectores que captarían la nube de concentración iónica dejada atrás por los reactores impulsores de la nave pequeña.
Desesperadamente, Jennings había tratado de alcanzar la estación Luna con su radio, pero aún no había recibido respuesta alguna. Se detuvo, completamente desesperado. Sus señales simplemente ayudarían a Strauss a perseguirle con más efectividad.
Podría llegar a pie hasta la estación Luna, pero en el fondo no creía poder hacerlo. Le recogerían primero. Moriría estrellado, posiblemente. No lo conseguiría. Tendría que ocultar el dispositivo, dejarlo en algún lugar seguro, y entonces partir hacia la estación Luna.
El dispositivo…
No estaba seguro de tener razón. El dispositivo podría arruinar a toda la raza humana, pero por otra parte quizá fuera infinitamente valioso. ¿Acaso debía destruirse? Era el único resto de una vida inteligente no humana. Guardaba los secretos de una tecnología superavanzada; era un instrumento de una avanzada ciencia de la mente. Fuera cual fuese el peligro, había que considerar el valor…, el valor potencial…
No, debía ocultarlo de manera que lo volviesen a encontrar…, pero solamente por los cultos moderados del Gobierno y no por los ultras…
La pequeña nave rastreadora descendió sobre el borde inferior, en su cara norte, del cráter. Jennings sabía cuál era y allí podía enterrar el dispositivo. Si no podía alcanzar la estación Luna más tarde, bien personalmente o bien por radio, al menos tenía que alejarse del lugar de ocultamiento, y hacerlo lejos, para que su propia persona no denunciara aquel punto. Y tendría, además, que dejar alguna clave de su localización.
Jennings estaba pensando con claridad asombrosa, o al menos eso creía él. ¿Sería la influencia del dispositivo que llevaba consigo? ¿Acaso estimulaba su pensamiento y le guiaba al mensaje perfecto? ¿O acaso se trataba de la alucinación del moribundo y lo que él dejara quizá no tendría sentido para nadie?
Lo ignoraba. Pero no tenía otra alternativa. Debía Intentarlo.
Pues Karl Jennings sabía que iba a morir. Le quedaban horas de vida y mucho que hacer.