—Creo que se confunde. Nunca he oído ese nombre. Lo siento.

—¿Ha pensado alguna vez que tal vez tenga un problema de audición? Nunca oye nada y, sin embargo, el pájaro está muy cerca de usted. Intente recordar, este del que le hablo es inconfundible: fuerte, alto, con perilla y el pelo muy largo, ojos grandes y siempre vestido de negro...

—Lo siento —Pacheco pareció encerrarse definitivamente dentro de su especial y turbio silencio aunque comprendió, al instante, que aquel asqueroso policía sabía que estaba mintiendo, pero eso era algo que le daba lo mismo. A él, desde que empezó a frecuentar oscuros lugares y a turbios personajes, siempre le habían enseñado a negar todo, hasta lo más evidente, y sabía que era la mejor táctica para gente como él. En sus negocios había que olvidar todos los rostros porque la gente con la que él trabajaba llevaba la marca de la muerte grabada en los ojos. Pacheco, por supuesto, no olvidaba ningún rostro, pero nadie le podía demostrar ni echar en cara su incapacidad para recordar.

—Está bien, Pacheco, seguramente nos volveremos a ver. —Batista abandonó definitivamente la tienda. En realidad, ya había encontrado lo que sabía desde el principio, es decir, nada. Pero también la convicción de que trataba con alguien muy especial y, posiblemente, peligroso.

* * *

Todavía tiemblo cuando intento recordar aquella noche. Me sigue pareciendo mentira que en el bosque de San Miniato, nuestro particular paraíso, pudiese ocurrir todo aquello. Sigo sintiendo escalofríos de terror cuando activo el mecanismo del recuerdo y se presentan, agolpándose en mi abellotado cerebro, las mismas imágenes de terror y delirio. La noche era cada vez más noche, el frío mayor y el miedo se había transformado en angustia cuando, de improviso, un grito espeluznante, aterrador, casi inhumano, cruzó el aire. Eché a correr como un loco, revolviendo en la oscuridad como si fuese un baúl inmenso agotado por los siglos, buscando a Laura. Habían transcurrido unos pocos minutos desde que el grito desgarrase la noche, cuando un tipo se cruzó conmigo. ¿Qué hacía aquel hombre dentro de nuestra noche? Sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos, aquel tipo desapareció. Todavía siento escalofríos cuando recuerdo su espantosa cara, su aire turbio y acechante que electrocuta mi recuerdo dejándolo sumido en un achicharrado colgajo sin sentido. Seguí buscando a Laura pero no la encontré, había desaparecido por completo en las tripas del bosque de San Miniato y tan sólo el santo y, seguramente, aquel hombre, podían dar fe del destino del corazón de Laura.

* * *

Larios acababa de llegar a su destartalado y solitario apartamento tras un largo viaje, más fatigoso y pesado por las ganas de llegar cuanto antes para seguir husmeando dentro de las tripas de un misterio que poco a poco se abrazaba a sus cinco sentidos, que por el propio viaje en sí. Tras acercarse a la nevera y coger un botellín de cerveza se metió dentro de la oscuridad, roto, anestesiado por el recuerdo y zarandeado por los gnomos del pasado. Venecia se había descompuesto detrás de él, recordándole algo que ya sabía, que la felicidad es como la nieve, blanca durante un instante; luego se ensucia y, finalmente, cuando menos lo esperas, desaparece de forma definitiva. Por eso, sumergió, durante unos minutos, la cabeza debajo del grifo de agua fría provocando una estampida de la memoria, del pasado. Se desnudó y se plantó, desafiante, delante de Robert De Niro. Golpeó durante, aproximadamente, media hora el saco de arena y se tumbó en el suelo tras poner en el equipo de música The Road to You, el camino que me llevó hasta ti, el del disco que nos unió, en el que te escondí un billete de ida y de vuelta, pensó Larios mientras se retorcía en el suelo, acurrucado en recuerdos y maldiciones.

Había pasado una hora y el disco casi llegaba a su fin. Larios se levantó, deshizo la maleta y colocó cuidadosamente en sus archivos la carpeta con las fotos del tesoro de Claudio de Lorena. De pronto, fijó su mirada en una caja de madera de estilo árabe, llena de ajaracas y filigranas hermosísimas, que compró tiempo atrás en Túnez. Era su santuario particular de ácido lisérgico, el mítico LSD que tanto le había ayudado a olvidar, embelecando con artificio la vida, poniéndole un disfraz, una máscara para hacerla más llevadera. Siempre supo, desde que perdió el tren de la vida, que sólo podría sobrevivir alejándose de la desoladora realidad que le rodeaba y el LSD era un refugio, como lo era el whisky, como lo era la música. Pero con Gary Moore, David Bowie o Leonard Cohen sangraba la memoria, se excitaban y hacían fuertes los recuerdos, y con el whisky bebía hasta desfallecer, pero no conseguía olvidar, aunque todas las noches bebía y bebía con la esperanza de que se le pasara, definitivamente, la borrachera, con el deseo, falso en el fondo, de olvidar. Sin embargo, el ácido conseguía acelerar su corazón hasta límites insospechados, elevaba la presión arterial y la tensión muscular de su destartalado organismo y comenzaba a sufrir alucinaciones, sus ojos veían cosas que le llevaban lejos, muy lejos, se distorsionaba el tiempo a su alrededor, los relojes se doblaban, eran de plastilina, como el tiempo, como su cuerpo, y un mundo de ensueño le retenía más allá, alejándole transitoriamente de los recuerdos más dolorosos, de los besos perdidos. Larios tardó mucho en comprender que se podía amar tanto a alguien que el miedo a perderlo hiciese que lo jodieras todo y lo perdieses de todos modos y que, siempre, la lejanía apagaba las pequeñas pasiones pero aumentaba, hasta más allá de lo razonable, las grandes. Por eso ya sólo deseaba alcanzar el mundo de sueños, confuso y nebuloso, el mundo especial con árboles de mandarina y cielos de mermelada, de taxis de papel de periódico que le aguardaban en la orilla para emprender un viaje en el que ella, la chica de los ojos caleidoscópicos, le esperaba siempre, anudaba su corbata de espejo y le volvía a besar como sólo ella era capaz.

Larios tenía ya la caja de madera en la mano, sabía que iba a emprender otro viaje, una nueva huida. Sin embargo, antes de que el nuevo mundo artificial se abriese en su cerebro, sonó el teléfono. Larios, todavía desnudo, dejó la caja en el enmoquetado y sucio suelo y descolgó el aparato. Al fondo, escuchó la voz, entrecortada, débil y excitada a la vez, de Piñeiro. El viejo profesor parecía preocupado, había descubierto algo importante y se lo quería enseñar inmediatamente. Larios escribió sobre un taco de hojas azules una dirección, colgó el teléfono, se puso unos vaqueros y una arrugada camiseta y salió de su casa.

La noche empezó a tragarse el 4 × 4 negro y Larios, al volante, mientras escuchaba música de supermercado en la radio, se alegró de no haber emprendido, esa noche, una nueva huida.

* * *

El Roccobarocco llevaba seis días ya en alta mar y el ánimo no había decaído, ni mucho menos, entre la tripulación. Las continuas bromas se mezclaban con el pesado e interminable trabajo que daba el espléndido navío y todos, sin excepción, confiaban a ciegas en los preparativos llevados a cabo por el Duque. Además, milagrosamente, el capitán Danko gozaba de un sorprendente buen humor, algo que contagiaba a todos sus hombres. Sin embargo, la paz y la calma no eran un estado de ánimo habitual entre los piratas y, mucho menos, en alguien tan desequilibrado como Danko.

Ese sexto día un incidente enturbió la paz en el Roccobarocco. El día era hermoso, en la cubierta todo el mundo trabajaba de forma constante, todos y cada uno de los marinos conocían su trabajo y lo ejecutaban a la perfección, los veteranos porque llevaban mucho tiempo navegando y los nuevos porque deseaban, a toda costa, hacer los méritos suficientes ante el Duque para ser llamados, de nuevo, a otra aventura, si la suerte y el destino así lo disponían. En un momento dado, a primera hora de la tarde, con el sol golpeando salvajemente la cubierta, el capitán Danko salió de su camarote convertido en una furia. Llevaba en su mano una pequeña pipa de madera e iba lanzando juramentos, escupiendo blasfemias y empujando a los hombres que se cruzaban en su camino. Todos se volvieron hacia él. Danko rompió por la mitad la pipa, lanzó las dos mitades al mar y se encaminó directamente al artillero mayor. Al llegar a la altura de Davids le lanzó una descomunal patada a la altura del estómago. Mientras Davids intentaba reincorporarse, llegó el Duque y separó a los dos hombres.

—¿Qué sucede aquí? —Con una mano el Duque sujetaba a Danko mientras esperaba, impaciente, escuchar los motivos que le habían llevado a hacer aquello.

—¿Sabes cuál es el castigo por ocultar comida y parte de la pólvora común? —Davids no contestó la pregunta y se limitó a intentar evitar, por todos los medios, los puñetazos que lanzaba un furioso y ebrio Danko.

—No sé de lo que me hablas —acertó a balbucear el artillero mayor.

—Los gusanos se alimentarán de tu carroña al ponerse el sol. Llevad a este cerdo maloliente a la bodega —gritó Danko, fuera de sí, mientras intentaba deshacerse del abrazo conciliador del Duque.

—Estoy esperando una explicación. —El Duque soltó a Danko intentando solventar lo que, sospechaba, ya no tenía ningún arreglo.

—He encontrado bajo el catre de ese malnacido comida y pólvora. Es un delito grave, es un espía, y a los espías se les ata a las estacas. Los cangrejos, antes de subir la marea, se encargarán de él.

—No sabes lo que dices, Danko. Estamos en alta mar, esa pena no está dentro del código que todos hemos firmado y, además, Davids no es un traidor, tú lo sabes. Lleva con nosotros mucho tiempo, es el mejor artillero, y le necesitamos para hundir al Espíritu Santo —El Duque intentaba calmar a Danko—. Además, siempre tienes la lamentable manía de alimentar primero a los cangrejos y luego averiguar la verdad...

—Si me equivoco prefiero que sea a nuestro favor y no al de los traidores. —Danko, cada vez más exaltado, consiguió alcanzar de nuevo el rostro de Davids, quien se revolvió y, envalentonado por la defensa del Duque, le devolvió el golpe, al tiempo que insultaba gravemente a su capitán.

Todo el Roccobarocco enmudeció. Conocían las estrictas reglas que contemplaba la ley filibustera cuando el capitán era insultado en público. Danko, de repente tremendamente sereno, se dirigió a Davids.

—¿Qué arma eliges?

El Duque se retiró. Comprendió que la suerte estaba echada y que el infierno había caído sobre el Roccobarocco. Pasara lo que pasara en los siguientes minutos, sus planes sufrirían un serio revés.

—Me parece justo. —El Duque miró a Davids y esperó una contestación de sus labios, ahora temblorosos. Sabía que había cometido un error, pero tenía demasiado orgullo para volverse atrás. De forma aparentemente altiva respondió:

—La pica de abordaje.

Entre la tripulación se armó un gran revuelo. Como sucedía siempre que había un duelo empezaron las apuestas y, en unos segundos, todos dispusieron parte de sus pequeños ahorros a favor de uno de los dos duelistas.

El combate fue corto porque el salvajismo y el espíritu traicionero y tramposo de Danko no soportaba esperas. A poco de empezar el duelo, el capitán cogió una de sus pistolas y la descargó sobre el corazón de Davids. Toda la tripulación se echó hacia atrás aunque, al instante, comprendió que la historia no podía terminar de otra forma. Desde el puente de mando, el Duque miró entristecido la escena. En ese momento de derrota, prefería pelear con la botella de ron, antes que con la pica de abordaje. Con la botella en la mano se acercó hasta Danko y le ofreció un trago.

—Eres un estúpido. Has matado a nuestro artillero. Ahora tendrás que confiar en Bogarde. Tú lo has querido.

Unas horas después todos asistían, cariacontecidos, al sepelio de Davids. El capitán Danko, como era norma habitual, pronunció unas palabras.

—Nos hemos reunido todos aquí para dar el último adiós a un valiente. Para mí es un privilegio enviar su cuerpo a las profundidades. ¡Tiradlo ya de una vez!

A una señal de Danko el cuerpo de Davids fue arrojado al mar, y los tiburones, que parecían haber presentido el festín, se lanzaron salvajemente sobre él. El Duque observó, desde el precipicio de sus ojos negros, cómo se empezaba a desmoronar el castillo que tanto tiempo le había costado levantar.

* * *

—Es estupendo. Hace mucho tiempo que aposté por este pintor... Disculpen. —Igor Zanussi acababa de salir disparado, abandonando por un momento su exquisita delicadeza, para echarse encima de Zoé Latorre y Hugo Soto que acababan de hacer acto de presencia en la abarrotada y exquisita galería Capuletti.

—Pensaba que no ibais a llegar en la vida... —comentó, excitado, ganador, totalmente recompuesto.

—Por favor, Igor, siempre tan melodramático. —Hugo Soto se desprendió de su abrigo, lo dejó en el ropero y se acercó, jovial y enredador, hasta un trío de pusilánimes, encopetados y engominados que parecían haber aterrizado en la tierra con la única misión de estrechar la mano del político más amado y odiado, el mismo que acababa de aparecer en los periódicos acusado de turbios asuntos de dinero, algo que, paradójicamente, provocaba en aquellos hombres tanta admiración como envidia.

—No le hagas caso —Zoé agarró el brazo de Igor y, tan bella como siempre, con un vestido negro largo que dejaba su espalda al descubierto, se adentró en el corazón de la galería Capuletti, haciendo converger todas las miradas en su pequeño y sensual cuerpo.

—El cuadro que nos interesa ya ha sido tentado... Hay varios clientes detrás de él. Tal vez tengamos que subir nuestra oferta.

—¿Lo crees necesario? —Zoé, mientras hablaba de negocios con Zanussi, siguió sonriendo y saludando a todo el mundo con el que se cruzaba, consciente de su poder, de su magnetismo, el mismo magnetismo que siempre consiguió llevar hasta el centro de su cuerpo todo lo que se propuso, algo que siempre había sido así desde los diecisiete años. Ahora, veinte años después, comprendía que tenía dotes de hechicera, de bruja letal, capaz de atraer a cualquier hombre hasta el precipicio más deseable.

—Creo que deberías comprar el cuadro. Este pintor, en los próximos años, se va a revalorizar mucho.

En la galería Capuletti, en ese mismo momento, acababan de aparecer varias bandejas llenas de canapés, de caviar del mejor, de exquisiteces de todo tipo, y la gente, abandonando sus modales tan bien aprendidos, se abalanzó sobre las bandejas no dejando en ellas, en pocos minutos, más que migajas indecorosas. Luego, tras apurar una copa de champán, todos continuaron paliqueando, absorbiendo minutos de gloria en conversaciones huecas.

Zoé Latorre comenzó a mirar los cuadros. Nunca entendió mucho de pintura pero tenía una sensibilidad muy especial para comprender el enigma de la belleza, sabía sentirse sacudida, anonadada por el choque frontal de un cuadro muy especial. Sin embargo, aquellos lienzos le parecían manchas estúpidas, brochazos sin sentido, aunque estaba segura, conociendo como conocía a Zanussi, de que cierta gente, los más influyentes, ya se habían encargado de lanzar a ese joven pintor que, en ese preciso momento, abrumado por los focos de una televisión local, se deshacía en interpretaciones cosmológicas de sus cuadros sin título. Y eso era algo que siempre había llamado la atención de Zoé, la facilidad pasmosa de los pintores para no pensar un título, para no dar nombre a la magia, para no dar pista ninguna de la belleza. ¿Por qué los escritores o los cineastas vendían sus obras por el título, buscaban y rebuscaban el nocaut brutal de la primera impresión y, sin embargo, los pintores se despachaban con la vaguedad incierta de títulos fríos como el hielo? Nunca lo comprendió Zoé. Mientras tanto, no apartaba sus cegadores ojos marrones del joven pintor, un chico alto, rubio, con perilla, coleta y un aro de plata en su oreja derecha. Había algo en él que le atraía especialmente. Su pintura no le gustaba pero él sí. Por ello sabía que el joven pintor acabaría rendido a sus pies. Durante una época le asustó ese poder, pero ahora sabía convivir con él. Podía, perfectamente, apartar todos los sentimientos de su cabeza y dejarse llevar, únicamente, por su sexo, por la danza gloriosa de su culo.

La galería ya entraba en período de jubilación, de decadencia nocturna, cuando apareció, haciéndose coro de sí mismo, Castillo. Tanta elegancia y tanta extraversión sólo podían tener refugio en alguien como él. Acababa de llegar de Barcelona y, sin tiempo para cambiarse, había enlazado una fiesta con otra, sintiéndose en ambas, en todas, el rey. Con sus ojos empezó a buscar a Zoé, pero ya era tarde. Hacía varios minutos que se había perdido dentro de la noche con su pintor.

* * *

Laura seguía sin aparecer. Al final del día decidí huir de aquella tremenda, absurda y cruel pesadilla. Aun así, intenté seguir adelante, me rajé las tripas y maldije mi vida, esperé, en definitiva, el despertar, el alba, la esperanza. Estaba en casa, tras el cristal de la ventana, e imaginaba la escena de siempre, que Laura estaba en la cama, tumbada, desnuda, acariciada, penetrada, llena de felicidad y de luz, de martinis y perfume. Eran las tres de la madrugada y había luz en su casa. Quise pensar que estaba allí aunque Laura desgraciadamente ya fuese ceniza, lluvia, siempre burbujas.

* * *

El 4 × 4 cruzaba la ciudad como un relámpago negro, alumbrando, en cada frenada, resquicios de locura, mientras los oscuros ojos de Larios iban fijándose en los números de los portales, persiguiendo desesperadamente el rastro que, al parecer, había abierto el viejo profesor. Por fin, tras múltiples miradas desde un viejo papel arrugado hasta los portales, Larios aparcó el 4 × 4, llamó a un timbre del portero automático y, en un minuto, estaba sentado en un viejo sofá de azul descolorido.

El viejo profesor, algo excitado, se acercó a Larios y le mostró una ilustración en un libro que correspondía a un grabado del siglo XVIII. Representaba a un pirata vestido con una curiosa casaca, un cinto sobre la espalda, un par de pistolones, rostro fiero, algo luciferino, con una larga y rizada barba adornada con cintas.

—Es Barbanegra. Se parece mucho al pirata del cuadro... —comentó Piñeiro, mientras señalaba con su regordeta mano el grabado.

—Sí, es verdad. —Larios sabía que el profesor había descubierto algo importante y no ocultó la impaciencia por conocerlo.

—Edward Teach, conocido como Barbanegra, era natural de Bristol y, según Daniel Defoe, comenzó el próspero negocio de la piratería a finales de 1716. Era un hombre de regular estatura que vestía y hacía gala de hábitos tan extravagantes como su aspecto. Respecto a lo primero siempre lucía un aparatoso cinto que ceñía a su casaca negra y que le servía para llevar varias pistolas. En cuanto a lo segundo, su negrísima barba, peinada en largas trenzas con cintas de colores en sus extremos, se hizo famosa y temida. El vicioso y sanguinario pirata dejó la impronta de su crueldad durante un par de años al mando del Queen Ann's Revenge, un barco de 40 cañones, justo hasta que el lugarteniente Maynard lo derrotó y colgó su cabeza de la punta del bauprés de su corbeta. Era noviembre de 1718. ¿No entiendes lo que quiero decir?

Larios no contestó, se limitó a mirar, como un estúpido autómata, el grabado de Barbanegra.

—Como ya te adelanté, en nuestra anterior conversación, continuó el viejo profesor, Claudio de Lorena no pudo ser vocero de Barbanegra, nunca pudo pintar ese cuadro, si es que Barbanegra es, realmente, su protagonista. El cuadro es, sin duda, de la primera etapa de Claudio de Lorena, en torno a 1635. El pintor murió en 1682. Conclusión: ni Barbanegra ni nadie relacionado con él pudo encargarle jamás ese cuadro.

—Entonces, ¿qué es lo que ha descubierto? Todo eso ya lo sabíamos. —Larios parecía no comprender —El cuadro resulta un juego muy particular, siempre me lo pareció, desde el principio. Hay algo que el pintor quiere ocultar y, a la vez, nos ofrece jugosas pistas. No digo que el cuadro esconda el plano de un tesoro, no, pero hay algo que me resulta chocante. Desde el primer momento pensé que el verdadero protagonista del cuadro era el hombre vestido de negro que está de espaldas, en primer plano. Y sigo pensándolo. Sin embargo, es difícil descubrir la identidad de una mancha borrosa. Es preciso, entonces, volver a investigar la figura del barbudo pirata. Llevo varios días buscando un pirata con ese peculiar aspecto que ejerciese su «honrada» profesión alrededor de 1630, y creo que lo he encontrado... ¡Estoy seguro de que lo he encontrado!

* * *

—Hay mucha niebla. Apenas alcanzo a ver aquellas maderas... Parece algún resto de un naufragio —susurró, atrapado por los últimos fulgores de la noche, un vigilante y atento Duque.

Bogarde, modales exquisitos en medio de la barbarie, perfectamente acicalado, con su blusón blanco inmaculado y una pistola amarrada al cinto negro, conversaba con el Duque en medio del frío amanecer. El día empezaba a hacerse paso alrededor poco a poco y el Duque, como era habitual en él, había permanecido despierto la mayor parte de la noche. Desde que Davids les dejó, estaba obsesionado con encontrarle un digno sustituto y sabía que el que más se podía acercar a esa condición era Bogarde.

—Parece que los hombres de mar ven algo que yo no consigo... O tal vez me confundo, tus modales y tu aspecto no te delatan como pirata —comentó el Duque mientras permanecía con la mirada en un horizonte tremendamente negro.

—He trabajado con gente importante, por eso mis expresiones y modales son refinados —contestó Bogarde.

—¿Serías capaz de acertar a esas maderas? —dijo el Duque mientras señalaba un trozo perdido de algún navío que se pavoneaba en medio de la negrura a unos quinientos metros.

—Será un honor para mí.

La seguridad que parecía tener en sus posibilidades el artillero Bogarde acabó por convencer al Duque y, mientras observaba cómo llevaba a cabo los preparativos necesarios para disparar, escuchó atentamente las explicaciones que, en voz alta y de forma entusiasmada, le dirigía Bogarde:

—Al disparar el cañón, si se ha apuntado muy arriba, el proyectil pasará por encima del blanco. Apuntando más abajo hay mayores posibilidades de acertar. Preparado. ¡Fuego!

El disparo, perfectamente encaminado, alcanzó de lleno los pedazos de madera que, inmediatamente, saltaron por los aires.

—Un disparo perfecto. ¿Lo harías igual ante un navío bien pertrechado y que nos estuviese atacando? —preguntó el Duque.

—Si no estoy confundido, un galeón español es mucho más grande que ese pedazo de madera... —contestó, altivo, Bogarde.

El ruido del cañonazo había despertado a los que aún permanecían dormidos y todos, casi sin excepción, se arremolinaron en torno a los dos hombres. En unos segundos, empujando a diestro y siniestro y con un humor de perros, el capitán Danko se plantó ante Bogarde.

—Asno chapucero, tu presencia en este barco es cada vez más irritante para mí. ¡Ve a la bodega!

Antes de que el Duque pudiese mediar en la discusión, Bogarde desapareció de la escena. Sin tiempo para explicaciones, y tras dar varios gritos a su tripulación para que volviesen a sus puestos, Danko se dirigió al Duque:

—Si necesitáramos carenar y aprovisionarnos por esta zona, ¿hacia dónde nos dirigiríamos? —preguntó.

Sin vacilar un segundo, el Duque respondió:

—A la bahía de Tex.

El Duque sabía que todavía no sufrían la galleta picada de gorgojos, ni la insufrible dureza de la carne salada y se podía soportar, aún, la acidez de la cerveza que habían comprado, a precios ínfimos, en los almacenes navales de Tortuga, hábilmente explotados por su gobernador; no, todavía no había llegado esa situación tan habitual, por otra parte, en casi todas las expediciones. Ésta, sin embargo, estaba milimétricamente calculada y, aunque la pregunta que había salido de la apestosa boca del capitán Danko había sido por pura curiosidad, no sabía hasta qué punto se había acercado a los pensamientos del Duque. En efecto, el Roccobarocco estaba a punto, ya, de alcanzar la bahía de Tex. El Duque sabía, si todas sus informaciones y sus cálculos resultaban ciertos, que el Espíritu Santo iba a cruzar la bahía ese mismo día, al anochecer, y la bahía de Tex era el lugar idóneo para abordarlo con esperanzas no sólo de derrotarlo, sino de hacerlo con el menor daño posible para ambos barcos.

Todo se desarrolló de forma muy rápida y tal como lo tenía planeado el Duque. Empezaba a anochecer cuando, en la lejanía, amparado tras unas rocas, los piratas del Roccobarocco avistaron las velas del Espíritu Santo. Pasó un tiempo sagrado, iluminado tan sólo por el silencio. Los piratas, cada uno en su puesto, aguardaban, impacientes, las órdenes de sus capitanes. Cuando el Espíritu Santo estuvo a tiro, lo más cerca posible antes de ser descubiertos, el Duque mandó disparar. La bala, hábilmente dirigida por Bogarde, pasó entre las velas perroquete y gavia y partió el extremo del palo mayor. En unos minutos, con hábiles y estudiadas maniobras, y amparados por la noche y el factor sorpresa, el Roccobarocco se echó encima del Espíritu Santo que, todavía, estaba intentando recuperarse de la primera embestida. En ese momento, el capitán Danko ordenó a sus hombres:

—¡Todos a sus puestos de combate! Preparados para el abordaje. Izad la bandera.

La bandera pirata fue izada, inmediatamente, sobre el pico de la cangreja y el Roccobarocco pasó directamente al abordaje. Con los ribadoquines el barco pirata acabó por desmantelar a la sorprendida tripulación española. Estaban ya a menos de treinta metros de distancia. Algún cañón español comenzó a disparar pero ya era tarde y casi todos los infantes habían caído.

—¡Al abordaje! —gritó el capitán Danko.

El Roccobarocco introdujo el bauprés por entre las escalas y el cordaje de mesana del Espíritu Santo y con los garfios de sujeción aferraron la nave enemiga. El capitán Danko, poseído por una furia incontrolada y llevado por el delirio que habitualmente le acompañaba y le había hecho tan famoso y temido en aquellos mares, fue el primero en lanzarse al abordaje. Todos los demás fueron detrás, empuñando sables y pistolas y gritando de forma demoníaca para intimidar a la ya sorprendida, aterrorizada y diezmada tripulación enemiga. Nadie podía parar las estocadas de Danko y sus hombres, y en unos salvajes y sangrientos minutos el Espíritu Santo, de manera mucho más fácil de la que jamás hubiese imaginado el Duque, fue reducido. Y tras la victoria, sin tiempo para la recuperación, y como parte necesaria del plan, llegó el exterminio. Todos los soldados, en un abrir y cerrar de ojos, fueron pasados a cuchillo por las incontroladas huestes piráticas.

La primera parte del plan había salido a la perfección, tal vez demasiado. Ahora llegaba el turno de los carpinteros que debían, en el menor tiempo posible, reparar los desperfectos causados al Espíritu Santo. Mientras tanto, antes de echar los cuerpos de los vencidos al mar, un grupo de piratas iba despojando de sus vestidos a toda la tripulación española. El Duque comprendía que la suerte ya estaba echada y sus ojos negros vislumbraban, más cerca que nunca, el sueño de Maracaibo.

* * *

—Estoy harto de descubrir en cada esquina la jeta de ese asqueroso policía; no deseo verla nunca más. Me resulta repugnante. Entre unas cosas y otras, va a joderme todos los negocios. ¿Quién va a querer hacer tratos conmigo si tengo a un maldito madero encima de mí día y noche? Yo no he hecho nada, sólo perder a Lisa y que toda la puta policía me notificase indignamente que era una zorra. ¡Todas las mujeres son iguales! Pensé que había algo especial y qué es lo que había, dime, qué había... Pero no te he pedido que vengas para eso... ¡Quiero los huevos de ese hijo de puta! Él metió a Lisa en todo esto y estoy seguro de que la mató. No pararé hasta verlo muerto. No quiero excusas... También quiero que sigas al polaco. No sé que tendría ese grabado pero no me fío de él. ¿Cómo pudo conseguir tanto dinero de una forma tan fácil y rápida? ¿Qué cojones hay detrás de ese grabado? Empiezo a pensar que alguien va por mí y eso no me gusta. Antes de caer me llevo por delante a unos cuantos. ¡Lo juro!

La noche había descendido sobre la ciudad envolviendo sugestivamente el letrero Antigüedades Gaudí, que parpadeaba casi mágicamente, haciendo noche y luz en el breve intervalo de un par de segundos. Dentro del establecimiento, la oscuridad se había convertido en hechicera de las ruinas. Era tarde, muy tarde, pero Andrés Pacheco solía apurar hasta el último momento su trabajo, su placer o sus turbios asuntos, que todo era más o menos lo mismo.

Mientras bajaba la persiana metálica siguió hablando con un musculoso esbirro de la noche, con pinta de temulento crónico, de seboso vocacional. Comenzaba a llover y los dos hombres se alejaban por la calle, perdiéndose como sombras desnudas llenas de estrellas. A lo lejos, al final de la inmensa avenida, salpicada como un espejo por luces del cielo, parecía que quería amanecer y, sin embargo, las tinieblas no habían hecho nada más que desperezarse, que desbordarse indecentemente.

* * *

El nuevo día llegó y con él toda la miseria que envuelve a los que hemos hecho de la vida un examen incesante de continuos fracasos. Cuando conocí a Laura creí que mi vida cambiaría totalmente. Sin embargo, al final, lo que llegó fue la absoluta certeza de que la felicidad de cuentagotas se había roto: el milagro ya nunca llegaría, como jamás volvería a volver a ver a Laura y su sonrisa inagotable. Ahora, desde este torreón, sólo recuerdo el sonido de una radio destrozándome los oídos y lanzándome directamente a la nada. «En el bosque de San Miniato ha sido encontrado el cadáver de una mujer joven.» Sabía que era Laura y sabía que yo también había muerto. De eso hace ya tantos años...

* * *

—Mira lo que he encontrado en este viejo libro, Galería de Piratas Ilustres, escrito por un tal Benito Lynch y editado en Buenos Aires en 1940. —El viejo profesor se acomodó en un sillón y empezó a leer, sosteniendo entre sus achacosas manos un libro de cubiertas marrón oscuro con un tejuelo amarillento que se despegaba continuamente del lomo—, Marco Danko era, en efecto, holandés, de Rotterdam, donde nació, para desgracia del mundo, en torno a 1590. Se hizo prontamente famoso por su peculiar aspecto, siempre coronado por una espesa barba negra que solía adornar con cintas de colores y por una crueldad sin límites que practicó tanto con sus prisioneros como con sus hombres. Lo que más fama y riquezas le dio fue, sin embargo, el asalto a la tripulación del Gran Mogol, cargado hasta arriba con grandiosas riquezas. Hundió varios galeones españoles como el Santa Marta, dotado con 16 cañones, municiones de guerra y dinero para pagar a los soldados españoles de Santo Domingo. En 1632 ya se publicó un edicto por el que se ofrecían 100 monedas de oro por su cabeza. Llegó incluso a desembarcar en Maracaibo y llevarse uno de los galeones españoles más importantes, el Espíritu Santo, cargado hasta arriba de oro y plata. Poco tiempo después murió en su refugio habitual, la isla de la Tortuga, en un extraño y peculiar duelo fratricida con su lugarteniente.

Durante unos angustiosos y significativos segundos se hizo el silencio. La habitación estaba casi a oscuras, tan sólo un pequeño flexo, situado junto al sillón desde el que había leído Piñeiro el fragmento del viejo libro, otorgaba una rancia luz a la estancia.

—¿Piensa que Danko es el pirata del cuadro? —acertó a preguntar Larios.

—Estoy completamente seguro. —Piñeiro se levantó y ofreció un cigarrillo a Larios. Juntos comenzaron a fumar y llenaron la habitación de humo. El silencio se volvió a apoderar de la noche hasta que Piñeiro continuó, de forma completamente excitada, a divagar, a soñar con un cuadro que, sin verlo, se había metido dentro de su mente—. Todos los datos que poseemos cuadran: las fechas, el aspecto físico, incluso el hombre de negro puede ser su lugarteniente. Sin embargo, hay algo que me tiene completamente desconcertado, algo que hace que las piezas del puzle no encajen. Si los datos históricos concuerdan, la bandera pirata es de fecha posterior...

—La bandera que había era francesa. Debajo estaba la bandera pirata... —Un extrañado Larios volvió a encender otro cigarrillo mientras analizaba desconcertadamente los ojos del profesor.

—Eso es lo que no cuadra en mis investigaciones. Cuando hablamos de piratas siempre vemos ondear la bandera negra con la famosa calavera y la dos tibias cruzadas, pero ese pabellón es muy posterior a la fecha en la que Claudio de Lorena pintó el cuadro. Es más, los pabellones con la calavera nunca eran iguales. Muchos llevaban un hombre desnudo con un jabalí en la mano izquierda mientras empuñaban un sable con la derecha. Otros llevaban un diablo armado de su tridente y un jabalí. Otros llevaban el jabalí y la calavera. Algunos luchaban bajo una bandera de fondo blanco donde iba un esqueleto pintado en rojo. Por ejemplo, el famoso Bartolomé Roberts se representaba a sí mismo al lado de un esqueleto sosteniendo un jabalí entre los dos. Incluso, para mayor burla de sus perseguidores, transformó su pabellón, en una especie de desafío a los gobernadores de Barbados y Martinica que habían puesto precio a su cabeza, y se hizo pintar en la bandera que ondeaba en su barco con un pie sobre un cráneo con las letras ABH (A Barbadi's Head) y AMH (A Martinican's Head).

—Espere un momento. Recuerdo que en el informe del laboratorio hablaban de una mancha roja debajo de la bandera pirata, algo que tomaron como una preparación anterior del pintor —comentó Larios.

Piñeiro, como impulsado por un oculto resorte, se levantó del sofá y con ojos encendidos comprendió en el instante que acababa de encontrar la luz que perseguía:

—¡Eso es, eso es! El pabellón rojo de los piratas. ¡Eso es!—El profesor sopló dos veces y volvió a tomar asiento. Luego, viendo el rostro de despiste de Larios, siguió con sus explicaciones, con sus historias, con sus locuras revividas—. Al principio los filibusteros, los Hermanos de la Costa, navegaban siempre bajo el pabellón de su respectivo país. En caso de haber diferentes nacionalidades, la mayoría decidía. Si el capitán era famoso, a él le correspondía la decisión. Así Mansvelt, holandés, siempre navegó bajo los colores de la casa de Orange. Por otro lado, si navegaban con patente de corso se asimilaban a los privateers del país que se la había concedido y llevaban su pabellón. Pero pronto comenzaron a surcar los mares, y los piratas franceses fueron los primeros, con una bandera completamente roja. Algunas llevaban una calavera y un jabalí que simbolizaba el tiempo, así hacían saber al buque atacado que se le concedía un tiempo prudencial para rendirse. Sin embargo, la mayoría llevaba un pabellón rojo, sin diseño alguno. Significaba que no habría cuartel...

—La bandera roja que Claudio de Lorena pintó —susurró Larios—. Es decir, no se trataba de una mancha preparatoria para el dibujo de la calavera sino de la verdadera bandera pirata...

—Efectivamente, no puede ser de otra forma. De ese pabellón rojo, ahora tan olvidado, viene la historia mítica de la calavera y la tibia cruzada. Los primeros piratas llamaban a su pabellón de combate el joli rouge (el rojo bonito). Luego se deformaría la frase y los ingleses comenzaron a llamar al pabellón pirata jolly roger (la alegre calavera), término con el que se conocieron, desde entonces, todas las enseñas y pabellones piratas, donde ya no estaba el rojo y sí el negro, con sus conocidas calavera y tibias cruzadas.

En los dos hombres se transparentaba un triunfo empapado de humo y oscuridad que alargaron durante unas horas, fumando y fumando sin parar, bebiendo whisky y hablando de piratas, de historias temibles y maravillosas a la vez. Cuando ya empezaba a amanecer, el viejo profesor se levantó, acudió a un gran archivo y de él sacó, tras buscar durante unos minutos, una pequeña ficha. En ella, escrito con una cuidada letra, se podía leer un nombre, Rojas, y una dirección perteneciente a un pequeño pueblo de Salamanca, Peñaranda de Bracamonte.

—Esto me hace sentir vivo, volver atrás treinta, cuarenta años, qué sé yo. Tú eres como aquel hombre que me visitó entonces preguntando lo mismo. Incluso te pareces a él físicamente. Es extraño... De todas formas, jamás te imaginarás los años que he rejuvenecido esta noche.

* * *

Los dos espléndidos navíos, el Roccobarocco y el Espíritu Santo, dirigieron sus proas a Maracaibo. Ya estaban cerca, muy cerca de la soñada ciudad. En un momento dado, como parte de un plan perfectamente calculado, los dos barcos se separaron. El Espíritu Santo, con el Duque y casi todos los piratas, convenientemente vestidos a la manera española, con los uniformes arrebatados impunemente a los soldados vencidos, se dirigieron directamente a Maracaibo, donde pasarían a ser el galeón protector que debía regresar inmediatamente a España con Dios sabe qué tesoros. El Roccobarocco, con el capitán Danko y unos cuantos secuaces, se dirigieron también a Maracaibo pero su camino no era tan directo. En un premeditado giro que duró más de tres horas, los piratas desembarcaron en una zona alejada de la ciudad y se internaron en la selva. En menos de un día, si todo salía bien, llegarían a las puertas de Maracaibo donde cubrirían las espaldas del Duque y sus hombres en el hipotético caso de que surgiese algún contratiempo. El capitán Danko, en sus alucinaciones repletas de ansia, ya escuchaba al vigía de la ciudad: «Las tres y todo en orden». Pero no, todavía estaban lejos. Ahora se encontraban en una ensenada, a diez millas de Maracaibo,

—Habéis visto las orquídeas de la jungla. Es una flor muy hermosa que ofrece su polen a los insectos, pero en cuanto el insecto se posa sobre sus pétalos se cierra así... —El capitán Danko apretó fuertemente el puño mientras estallaba en una carcajada ensordecedora que conocían demasiado bien sus hombres—. ¡Me gustan las orquídeas! —acabó chillando como un desvencijado orate.

Todo, sin embargo, se iba a complicar más de lo previsto. En un momento dado los hombres de Danko, escondidos entre la maleza, observaron una caravana de 20 mulas cargadas hasta arriba de tesoros. Los ojos del capitán Danko empezaron a bailar dentro de una espiral codiciosa demasiado conocida para sus hombres. Y creyó comprender, al instante, que ese precioso cargamento que se dirigía a la ciudad seguramente iría destinado al Espíritu Santo. Danko ya se veía en un trono de oro y diamantes, con cientos de mujeres desnudas a su alrededor, y con una botella del mejor ron del Caribe siempre en su mano. Sin embargo, entre tantas alucinaciones, no supo darse cuenta de que una bien nutrida patrulla de soldados españoles se les habían echado encima, que ya habían cebado sus mosquetes y habían comenzado a disparar.

—¡Es una trampa! A las marismas. ¡Rápido! —A los gritos de Danko todos los piratas respondieron, como un solo hombre, con una ágil y rápida carrera que les permitió esquivar los disparos de los españoles e internarse en los terrenos pantanosos que, en los siguientes minutos, se convertirían en su tumba o en su salvación.

Pasaron cuatro horas de miedo, humedad e insectos peligrosos y desconocidos, hasta que los hombres de Danko se decidieron a abandonar las marismas y, en medio de la oscuridad, huyeron hacia el mar. Buscaron, inmediatamente, el Roccobarocco aunque con ello sabían que dejaban abandonados a su suerte a los demás piratas. Sin embargo, el Duque había previsto esa intempestiva circunstancia. Ahora Danko zarparía veloz en el Roccobarocco antes de que la patrulla española diera la voz de alarma en Maracaibo y esperaría cerca de la bahía de Tex al Espíritu Santo. El Duque se quedaba solo en Maracaibo pero todos confiaban en su astucia y en el milimétricamente calculado plan que había tejido su privilegiada mente.

* * *

Cuando Zoé Latorre entraba en una habitación, la llenaba de golpe. Y es que no existía nadie que representase de mejor manera la capacidad de fascinación y de hipnotismo sobre los demás como la exquisita mujer que ahora, en la penumbra del dormitorio, se despojaba de su largo vestido negro, dejando al descubierto unos pezones duros, únicos, negros como la noche, y un diminuto tanga del mismo color que enmarcaba finamente su culo como en una filigrana indecente y sublime.

—¿Dónde has estado? Llevo toda la noche esperándote. —Soto acababa de encender la luz, cogió las gafas de la mesilla, enredadas entre turbios informes y alguna novela de misterio, y se las colocó bruscamente. En sus ojos se adivinaba un malestar profundo, como de niño emberrenchinado.

—Vamos, Hugo, vengo muy cansada, no me hagas escenas, ya nos conocemos. —Zoé se quitó el tanga y golpeó con su increíble culo a su marido, entró en el aseo y se dejó acariciar por el agua fría de la ducha.

En dos minutos Zoé, frente al espejo, estaba pasándose por todo el cuerpo una crema hidratante de excitante fragancia. Hugo, en la puerta del lavabo, seguía subido a una colina extraña:

—Tal vez tengamos que plantearnos todo de nuevo...

—Vete a la mierda, Hugo. Allí está tu secretaria.

Soto sonrió. Desde tiempo atrás imaginaba que Zoé sabía todo; sin embargo, le parecía cruel que, justo en ese momento, el mismo en el que se encontraba acorralado por todas partes, el mismo en que Zoé regresaba de una noche salvaje, —porque con Zoé las noches eran siempre salvajes—, ella le echara en cara su infidelidad. Mientras tanto, Zoé seguía acariciándose con la crema todo el cuerpo, mirando a su marido a través del espejo y ofreciéndole, con perturbadora sensualidad, toda su desnudez:

—Tal vez deberíamos divorciarnos: ya no estamos enamorados.

—Qué tontería. Hoy en día nadie está enamorado.

—Pero imagino que, si te follas a tu secretaria, querrás casarte con ella. ¿Cuándo pensáis iros a vivir juntos? —Por primera vez, Zoé miró fijamente a los ojos de su marido.

—Hay tantas posibilidades de eso como de que el Papa fiche por el Real Madrid.

—Eres un cabrón. —Zoé volvió a dar la espalda a Soto y siguió extendiéndose la crema por todo su cuerpo—. Eso sí, con dos carreras universitarias, lo cual otorga una clase especial...

—¿Sabes, Zoé? tienes un culo inexplicable, maravilloso, tan pequeño, suave, redondo, acogedor —Hugo comenzó a acariciar el culo de Zoé, a investigar con sus dedos santuarios maravillosos e infinitos—. Y tú lo sabes, por eso lo explotas. Estás segura de tu culo, sabes que con él triunfarás en todo lo que te propongas.

Hugo Soto ya estaba agachado, de rodillas, y con su lengua empezó a recorrer el paraíso, comenzó a construir un camino de rubíes y aguamarinas, a viajar por un sendero tan conocido como deseado. Comprendía que Zoé había estado, horas antes, en otros brazos, pero ahora su boca se encontraba sumergida en su sexo, lamiendo miel de las alas de una mariposa, y ya no le importaba ser un maridazo de clase, un gurrumino con dos carreras universitarias. Ahora sólo deseaba meterse para siempre dentro del cuerpo de Zoé y morirse allí definitivamente. Zoé lo sabía, apartó el rostro de su marido de la entrepierna y le empujó sobre la cama.

En la noche oscura sólo se escuchaban unos gritos salvajes y desaforados, porque Zoé entendía ese idioma mejor que nadie y, cuando tuvo los labios del sexo tan gordos y henchidos de sangre como los de la boca, explotó definitivamente. Zoé ya era, ella sola, todo el universo.

* * *

Pasé todo el día encogido, apoyado en un rincón de la casa, apretando con todas mis fuerzas el estómago e intentando soportar el arrebato último del dolor. Me había vuelto loco, lo sabía. Cogí las llaves, una cazadora y salí de casa. Crucé la calle y me dirigí al portal de su casa. Nunca pensé, cuando hice la copia de la llave de la casa de Laura, utilizarla en algún momento. Siempre imaginé a Laura abriéndome la puerta, colgándose de mi cuello, abrazándome, besándome. Ahora eso era imposible y no me sentí, en absoluto, culpable.

Entré en el apartamento y comencé a aspirar el olor de Laura, un olor increíble y tremendamente vivo. Mis pies me llevaron hasta su habitación, me senté en la cama y comencé a llorar. Tras unos minutos de lucha conmigo mismo me levanté y me dirigí a una amplia cómoda de varios cajones. Ahora ya sólo tenía en mis manos un trozo de seda y una pena inabarcable. No pude seguir, vi cómo me hacía más daño a cada segundo, olí por última vez a Laura, cerré el cajón y salí de su casa. Al fin y al cabo había llegado nuestra hora final, la de la ausencia, la peor derrota.

* * *

El 4 × 4 de Larios iba tragando noche por las desiertas avenidas de la ciudad. Parado en un semáforo y viendo cómo grupos de chicos y chicas se recuperaban de malos paseos por las orillas del delirio, encendió otro cigarrillo. Era ya el último. Tiró la cajetilla vacía por la ventana y se metió, definitivamente, en el último resquicio de noche, donde unos pocos noctámbulos, los más valientes, apuraban las últimas copas. Amagando tracamundanas de alto calibre y asistiendo al triste espectáculo de puñetazos intempestivos y madrugadores que alcanzaron a una chica de vestido casi transparente y coletas, con no más de quince años y la nariz sangrando copiosamente, Larios comprendió que en el puerco mundo en el que vivía, cuando se hundiese definitivamente el barco, no se salvarían ni las mujeres ni los niños sino los que primero pisasen a los otros.

«Los sueños son el espíritu de la realidad con la forma de la mentira», decía Bécquer, el huésped de la niebla, y cuánta razón tenía, pensó Larios. Él, como no podía ser de otra forma desde hacía tanto tiempo, tenía miedo de regresar a casa, de tener que enfrentarse de nuevo a la tortura de una cama solitaria y angustiosa, y prefirió seguir bebiendo menta y lluvia, escuchar a los primeros perros que ladraban a la luna enamorada, continuar aloquecido de memorias felices. Siempre supo que lo único que haría en la vida sería vagar sin sentido, y eso ya era algo normal en su errática existencia en la que tan sólo deseaba huir, conejear, esquivar compromisos, buscar soledades. Hacía mucho tiempo que sólo jugaba a perder y, como Byron, sabía que estaba destinado a no ser feliz jamás, aunque su forma de enfrentarse a la vida fuese radicalmente distinta.

Miró el reloj y comprobó que eran ya las siete de la mañana; sin embargo continuaba resistiéndose a regresar a casa. Aparcó su 4 × 4 negro y se acercó a un bar que sabía abierto, un bar lleno de maría, de vida y de infierno. Dentro, atrapado por el característico olor del cannabis, pidió un whisky. Antes de media hora había tomado tres y ya sentía que las luces de la madrugada se iban durmiendo dentro del alto vaso de cristal. Pagó la cuenta y salió del bar. Cuando se dirigía al coche observó, en un pequeño y apartado callejón, a unas cuantas personas formando un extraño círculo de gritos y ojos rebosantes de estrellas. Se acercó y pudo ver a una pareja haciendo el amor desaforadamente, con sus brazos acribillados por pinchazos, con sus rostros desbordando locura y muerte, tan desnudos como sus ojos tan delgados como el resplandor de la noche que ya se había ido. Junto a ellos, en el suelo, una especie de plato de hojalata iba recogiendo las monedas que querían depositar los que observaban el espectáculo. Aquello comenzó a excitar, de forma amarga y tremenda, a Larios. Comprendió que cada uno se buscaba la vida como podía y ésa era una forma, como otra cualquiera, de ganar dinero, posiblemente más honrada que la mayoría, y para ratificar esa opinión sólo tenía que encender la televisión cada noche, la misma televisión que había tirado cinco veces a la basura y que había rescatado única y exclusivamente para esconderse detrás de las películas de Robert De Niro, para restregarse en la tragedia de los amores más imposibles, para crear vidas sobre una vida que no existía. Al final, como siempre, decidió huir de allí. Echó unas monedas en el plato de hojalata y subió al coche. En el trayecto, con los ojos puestos en los cuerpos desnudos de aquella pareja, intentó recordar la última vez que había hecho el amor. Y le fue imposible. Hacía siglos que había dejado de estar enamorado y ya no deseaba estar con nadie más. Una vez estuvo con ella y eso había valido para toda la vida.

* * *

En Maracaibo el Duque se sentía dueño de su destino. Había un perfume conocido en esa ciudad que le llevaba hasta un pasado feliz, a un lugar donde el cielo estaba al alcance de sus manos, algo muy extraño que le provocaba un cruce de sentimientos. En principio, lo atribuyó a la importancia de la misión que jugaba con sus manos y, desde luego, no tenía por qué ser ninguna otra cosa. Maracaibo estaba tan cerca, tan cerca, de su corazón...

Desde el primer momento todo salió como había planeado. El gobernador de Maracaibo y todos sus secuaces le recibieron como si fuese un enviado del mismísimo Dios. Supo que su nuevo nombre era Alonso Vázquez de Prada y que era uno de los almirantes de mayor reputación de la gloriosa Armada Española. Junto a él habían desembarcado siete de sus hombres, los que dominaban el español, mientras que el resto de los piratas habían permanecido en el Espíritu Santo para no despertar sospechas. El plan, hasta el momento, había salido a la perfección. Incluso las primeras noticias que recibió el Duque en las que le informaban que en el plazo de dos días debería partir de regreso a España le permitieron mantener a todos sus hombres lejos de la ciudad con la excusa de preparar el barco y así evitar cualquier malentendido de última hora.

El Duque, escurriéndose en la noche, desapareció del palacio del gobernador de Maracaibo. Entre las espesas sombras de la calle se deslizó por oscuras callejuelas. Durante unos minutos revoloteó alrededor de una plaza, escondiéndose del vigía que con su candil enfocaba todos los sitios en penumbra, violentando de forma artificiosa la oscuridad, la mejor amiga, en ese momento, del Duque.

Poco tiempo después, cuando el peligro había pasado, el Duque llegó a una casa baja con motivos ajedrezados en su puerta y un ostentoso blasón en su parte superior. Aporreó la puerta suavemente y esperó unos segundos. Del interior llegó una mortecina luz. Un hombre a medio vestir pero con porte distinguido le hizo pasar. Se saludaron y entraron al interior de la enigmática casa.

—¿Tenéis alguna noticia nueva para mí? Uno de mis hombres me avisó de que deseabais verme. ¡Hablad!

—Siempre os di noticias de cada galeón español que salía de puerto, con todos los tesoros que llevaba en su interior... El último, si no recuerdo mal, tenía 40 cañones, iba cargado hasta arriba de plata y partió de Maracaibo sin escolta... —comentó el extraño hombre, con ojos codiciosos y piel tremendamente tostada por el justiciero sol del Caribe.

El Duque arrojó una bolsa de cuero llena de monedas al rostro de aquel hombre y le zarandeó de forma furiosa.

—Tomad, estúpido cretino, el Duque siempre cumple. ¡Ahora hablad!

El turbio y ahora complacido hombre se recompuso, tomó de un solo trago el vaso de vino que le esperaba sobre la mesa del salón, y empezó a hablar;

—Una patrulla de soldados ha llegado hace unas horas a palacio.

—Acompañarían a la caravana que trae el tesoro que debemos conducir a España... —comentó el Duque.

—No, la caravana llegó más tarde con su escolta correspondiente. La primera patrulla había salido en busca de unos piratas que habían desembarcado unas millas al sur de la ciudad... —contestó el hombre.

El rostro del Duque, impasible siempre, no pudo ocultar un pequeño gesto de preocupación.

—Continuad.

—Se rumorea que alguien avisó al gobernador... Esa patrulla sabía su destino, sabía lo que se iba a encontrar.

—¿Han traído algún prisionero con ellos?

—Parece ser que no. Son piratas muy escurridizos y hábiles. Rápidamente ha corrido el rumor de que el temido Danko está en las puertas de la ciudad...

—Sois hombre muerto si me engañáis. —El Duque comenzó a comprender que la situación se podía poner muy difícil, sobre todo en el caso de que algún pirata hubiese sido hecho prisionero. Conocía, él mejor que nadie, el poder de persuasión de la tortura española.

—Sabéis que nunca os engañaría... —comentó el enigmático hombre.

—Está bien. Sólo necesito un día. ¡Mantenedme informado!

—La situación para mí es muy difícil. Creo que comienzan a sospechar. El gobernador no me ve con muy buenos ojos. Pienso que va a prescindir de mí en cualquier momento...

—Aguantad un poco. Si todo sale bien muy pronto os traeré un collar con los dientes del gobernador.

El Duque se despidió y partió tan veloz y sigilosamente como había llegado. El aroma de Maracaibo era el mismo pero la sensación de peligro se iba anudando de forma cruel, poco a poco, a su garganta. Nunca pensó que un sueño tan placentero pudiese convertirse, de súbito, en una amarga y peligrosa pesadilla. Sin embargo, todavía estaba a tiempo de impedirlo. Ahora, mientras regresaba a palacio acompañando a las sombras de la noche, tan sólo esperaba que ninguno de sus hombres hubiese sido apresado. Si todo salía tal y como esperaba, muy pronto se reuniría con Danko y los demás en la bahía de Tex. Entonces, allí, ya no tendría miedo de las pesadillas...

* * *

Las últimas luces de la casa ya se habían despojado de sus incómodos vestidos de etiqueta. El viejo profesor se encontraba agotado por una noche tan larga e intensa aunque hacía mucho tiempo que no recordaba un mayor sentimiento de felicidad y bienestar reflejado en su cansado rostro. Hacía mucho tiempo que se sentía un estorbo en todas partes, un jarrón incómodo y feo, del que todo el mundo está pendiente para que no se caiga aunque para todos sería un gran alivio el que así sucediese. Cuando su antiguo alumno le visitó, todo pareció cambiar hasta desembocar en la última noche, que se había convertido en una verdadera montaña de oxígeno para sus delicados pulmones.

Antes de meterse definitivamente en la cama, abrió la ventana y dejó escapar todo el humo concentrado, toda la pasión desbordada del último encuentro. En la cocina tomó dos vasos de agua y con un esperpéntico pijama de cuadros se metió en la cama. En su interior sintió, sumergido en el apasionante mundo de piratas, misterio y tesoros malditos al que le había arrojado Larios, que, por fin, había abandonado su sensibilidad desvaída y llena de soledad que le había acompañado durante los últimos años.

—¿Quién anda ahí? —No habían transcurrido ni cinco minutos y algo llamó la atención de un Piñeiro que, tan cansado como excitado, no podía coger el tren del sueño. Dejó sobre la cama el ejemplar de Galería de Piratas Ilustres que le acompañaba en su último delirio nocturno y se levantó, con un evidente gesto de preocupación, en dirección a la puerta, desde donde había llegado un extraño ruido—. ¿Qué hace usted aquí? —El viejo profesor no pudo decir nada más, sólo sintió ya, como única contestación, el golpe salvaje de un instrumento contundente sobre su cabeza. El resto fue una sensación de ahogo, de asfixia, de muerte navegando por sus venas, de velos negros que rodeaban su viejo cuerpo de cristal.

El hombre vestido de negro, enmascarado e increíblemente sereno, comenzó a revolver los archivos de Piñeiro. Parecía buscar algo muy concreto. Por fin, tras mirar durante unos segundos varias fichas, cogió una de ellas y la introdujo en uno de los bolsillos de su pantalón. Luego, abandonando su aparente tranquilidad, explotó de forma intempestiva y tiró al suelo todo lo que se encontraba al alcance de sus manos. En unos minutos, la casa quedó destrozada de arriba a abajo, todos los libros por el suelo, los cajones de un par de armarios abiertos en canal, las escasas figuras que adornaban la casa hechas mil pedazos, toda la casa desvestida, mutilada, soportando indecorosamente a su dueño, muerto en el suelo y con una cinta roja sobre su cuello.

El charco de sangre que rodeaba a Piñeiro fue testigo de las últimas pisadas del embozado. Desde el rojo más crudo, la extraña y cruel presencia negra cerró la puerta provocando que regresase a la casa, impune e indecorosamente, el silencio anterior, el silencio definitivo.

* * *

Me sentía inmensamente débil. Volví a casa y me hundí en un sillón, anhelando sus noticias, oliendo sus manos, besando su boca. Ya sólo me iluminaba el juego de los días pasados, de los minutos vividos juntos, explotando algo que nunca supimos qué, como aquel día de tibia luz que nos besamos hasta la alucinación. Estábamos juntos, muy juntos, sentados en su sofá y la besaba como antes nunca lo había hecho con nadie. Mis manos temblaban y, con miedo, deshacían miles de botones, un excitante sostén blanco y unos pechos tan bellos y salvajes que, desde la distancia, me dañan.

Me agaché y posé mis labios en su piel, me abandoné y soñé con la felicidad, que estaba allí, junto a ella, en sus inolvidables senos. Luego la tumbé encima del sofá al tiempo que la noche se colaba, cómplice, en el salón. Me senté en el suelo, a su lado, y con mis manos me metí en sus ojos, en su boca, en su cabello de azabache, en su piel alucinante, en sus labios llenos de otoños y silencios. Y sé que esa noche hubo una explosión, y estaba allí, en ella, en un ángel tumbado en el sofá.

* * *

El disco de las dos guitarras, de los blues y las baladas, por enésima vez decoraba el apartamento de Larios. Había sido una noche agotadora y el nuevo día ya estaba encima; sin embargo el sueño, acuario de la noche, no deseaba instalarse en la mente de Larios, quien se desnudó, contempló su desocupado cuerpo y, desde la cama, se refugió en un puñado de fotografías.

Encima de las sábanas, extendidas como en un desfile de dolor, decenas de esas fotos escupían a Larios recuerdos, besos y momentos que nunca volverían. Sin embargo, comprendió que no era tiempo de plañideras, de autocompasiones estúpidas a las que tan a menudo se encontraba enganchado, así que se levantó de la cama, cogió una cinta de vídeo, la primera que cayó en sus manos, y encendió el televisor. En la pantalla estaba De Niro con la blanda Meryl Streep. De Niro era Frank Raftis, un arquitecto que se enamoraba locamente de Molly Gilmore, una diseñadora gráfica. Los dos, cada mañana, cogían el tren que les llevaba a sus respectivos trabajos. Se cruzaban todos los días pero no se conocían de nada. Sin embargo, un día, la casualidad, quiso que se encontrasen en una librería, fuera del habitual y cotidiano túnel de las miradas cruzadas. Luego se seguirán encontrando, comenzarán a cruzar sus ojos, sus corazones y se acabarán enamorando. Y como ambos están casados se acaban enamorando de algo completamente imposible. De Niro se desmarcaba de sus interpretaciones de personajes fuertes, duros, con carácter y personalidad. Frank Raftis era un pobre hombre drogado de amor, perdido, desencajado, era el ser más débil de la tierra. Y aunque sabía que en la vida había mil quinientas cosas que, con toda seguridad, no podría conseguir, la que más deseaba, la única que le podía permitir seguir vivo, era la que no podía tener. Los ojos de De Niro eran los ojos de la derrota. Larios lo sentía por los acérrimos seguidores de David Lean. Enamorarse no era, ni mucho menos, Breve encuentro. En Breve encuentro había más poesía, más sentimientos a flor de piel, más tragedia y más verdad, porque su final era más certero, y eso lo sabía muy bien Larios; sin embargo, en Enamorarse estaba De Niro, un De Niro explorando una faceta nueva en sus interpretaciones, saliéndose de su caparazón de hombre duro y encerrándose detrás de unos ojos rotos. Mientras veía la película, Larios se preguntó por qué, entre tantas y tantas cintas de vídeo, había tenido que aparecer precisamente ésa. Antes de asistir al forzado final, al estúpido final feliz impuesto por los cretinos productores americanos, justo en el momento en el que el coche de Frank Raftis acudía a despedirse de Molly Gilmore, justo cuando ella se jugaba la vida delante del tren, de la noche y de la tempestad, y los dos comprendían, agazapados tras los parabrisas que no cesaban de girar, que su amor era imposible, Larios decidió parar la película. Además, aquel era el mejor momento para rubricar una pasión tan desmedida como inútil. Al menos ellos dos se amaban, aunque el suyo fuese un amor imposible. Larios amó sólo una vez y, sin embargo, siempre supo que ella nunca le quiso.

Ya no le apetecía ni viajar, ni beber, ni fumar, sólo escuchar la guitarra de Gary Moore escupiendo lágrimas, recordando París, los Campos Elíseos, San Michelle y el vino Beaujolais, volver a mirar fotografías y descubrir tan sólo habitaciones vacías, vidas separadas, blues de medianoche.

De repente, en mitad de un riff característico de la Gibson Les Paul de Gary Moore, sonó el teléfono. Sorprendido por la temprana hora, por la tardísima e intempestiva hora para Larios, descolgó el teléfono.

—¿Conoces a un profesor de Historia de América llamado David Piñeiro? —La voz de Batista, al otro lado del hilo telefónico, sonaba apagada y azul, como los blues de Gary Moore.

—Sí. Acabo de estar con él en su casa. ¿Qué ha ocurrido? —Larios, desde el primer momento, temió lo peor, pues sabía que lo peor siempre acababa golpeándole tarde o temprano.

—Te espero en su casa. —Al fondo del teléfono sólo se escuchó un pitido agudo, desasosegante, que se transformó en un lagunajo en el cerebro de Larios, en arenas movedizas embotando su mente y dejando su cuerpo roto, tolondrón, derrotado.

* * *

Antes de retirarse a la lujosa habitación que le habían destinado en el palacio del gobernador de Maracaibo, el Duque solicitó una audiencia especial. Lo avanzado de la hora, al parecer, no era un impedimento para el prestigio que arrastraba don Alonso Vázquez de Prada. El gobernador, a pesar de las reticencias de alguno de sus colaboradores cercanos, oscuros personajillos de turbios manejos, accedió a entrevistarse con el Duque. La conversación fue corta, el gobernador y Alonso Vázquez de Prada hablaban el mismo idioma y enseguida se entendieron; ambos deseaban, por diferentes motivos, que el Espíritu Santo zarpase de Maracaibo cuanto antes, el gobernador para traspasar responsabilidades y esperar recompensas, el Duque para evitar los posibles problemas acarreados por la incursión por tierra del capitán Danko. Todo estaba decidido casi desde el principio de la entrevista: en las primeras horas de la mañana, sin esperar a que asomase el sol, el Espíritu Santo zarparía de puerto. Ambos se despidieron con la intención inmediata de ordenar a sus hombres los necesarios preparativos.

Quedaban unas horas todavía para escapar del sueño cuando el Duque empezó a sentirse prisionero de un deseo y algo se revolvió en sus tripas, empujándolo a un desasosiego brutal. Se tumbó sobre la cama e intentó cerrar los ojos pero sólo vio tristeza en su pasado. Incluso ahora, tan cerca de los españoles, recordaba unas imágenes que ya creía totalmente olvidadas, eclipsadas en el fin de los tiempos por la locura de su corazón.

—Seréis encadenado a los remos de una galera para que prestéis servicio hasta el fin de vuestros días en la tierra.

—Ofrecéis una hospitalidad especial cuando vuestros invitados están encadenados.

—Dadle un latigazo. Ya estamos navegando. Que empiecen con los remos a un ritmo de dieciséis.

Un hombre gigante, con el torso desnudo, toda una montaña de músculos, cogió en sus inmensas manos un par de mazos y empezó a golpear, a un ritmo sostenido y brutal, sobre un par de tambores.

—¡Aumentando el ritmo a dieciocho!

—No pueden remar por encima de dieciocho...

El Duque recordaba y recordaba la miseria, la sangre, el sufrimiento inenarrable...

—Al timón, Gomes. A la vela delantera, Mambrilla. A la principal, Redondo. El mástil para Yáñez...

El fantasmagórico galeón se alejaba para nunca más volver, El Duque, sin embargo, sabía que ese galeón estaría siempre ahí, en su mente, y le acompañaría hasta el fin de sus días. Ahora, en Maracaibo, cuando ya lo creía perdido, ahogado por otros recuerdos más desgraciados, también estaba con él. Y lo que era peor, comprendió que nunca se había ido, que tan sólo estaba escondido, un recuerdo triste ocultaba a otro. Era su vida y su pasado, lo único que quería olvidar para seguir recordando, lo único que ya deseaba recordar para intentar olvidar definitivamente.

* * *

Mientras conducía, por unas calles que comenzaban a inundarse de gente que acudía presurosa a sus trabajos, Larios esperó que todo fuese una alucinación extraña, un amargo malentendido.

No duró mucho la incertidumbre. La ciudad era pequeña Y más lo eran las posibilidades de equivocarse cuando el corazón ya había dictado sentencia. Según se aproximaba a la modesta casa de Piñeiro iban surgiendo coches y más coches de policía, vehículos llenos de presagios fúnebres. Las múltiples sirenas iluminaban la mañana gris, la manchaban de desasosiego.

Un par de policías no le dejaron pasar, aunque Batista no tardó mucho tiempo en interceder. Larios se internó por un pasillo que, poco tiempo antes, había cruzado de forma muy distinta. En mitad, enmarcado de sangre, el cuerpo sin vida de Piñeiro se exhibía indecentemente por última vez. La cinta roja alrededor de su cuello se incrustó dentro de los ojos de Larios, que se transformaron en fábricas de borrones en medio del maremágnum de policías que iban recogiendo huellas, tomando fotografías, perdiendo pistas entre encontronazos y estupideces.

—Todo indica que ha sido un robo... —Con su aspecto de boxeador callejero, borrachín y con barriga cervecera y gafas enormes, Miranda se dirigió hasta la esquina donde conversaban Larios y Batista, quienes, extrañados, sonrieron.

—¿Por dónde entró el ladrón?—preguntó Batista.

—Rompió un cristal del portal y entró por una de las ventanas que dan al patio. Este pobre hombre debió sorprenderle. El ladrón le golpeó con algún objeto contundente y luego revolvió toda la casa buscando algo...

—¿Sabemos lo que ha podido llevarse?

—Dinero, imaginamos. Tal vez algo más...

—¿Puedo mirar estos archivos? —Larios se había acercado hasta la torre de archivos y había abierto uno de ellos.

—¡No toque nada! Estamos recogiendo huellas —contestó Miranda.

—Por eso no se preocupe. Mis huellas estarán por todos los lados. He pasado parte de la noche aquí.

El rostro de Miranda sufrió una pequeña conmoción matutina, madrugadora, llena de legañas. El grueso policía sudaba a mares y parecía no acabar de comprender los comentarios de Larios.

—¿Podría mirar —continuó Larios— si hay una ficha con el nombre de Rojas?

Miranda, durante unos minutos, buscó y buscó pero no encontró nada. Por fin, moviendo la cabeza significativamente, dio a entender que la ficha no existía.

—¿Y un expediente de Claudio de Lorena? —volvió a preguntar Larios, sabiendo de antemano la contestación.

El proceso resultó ser el mismo y el resultado también. Un cada vez más sorprendido Miranda se quedó con los ojos fijos sobre Batista pidiendo una explicación. Fue, sin embargo, Larios el que habló:

—Ya tiene lo que se ha llevado su ladrón. Aparte de dinero, lo que dudo, ese hijo de puta ha robado esos dos expedientes que hace unas horas el viejo me enseñó. Y me imagino que también un libro sobre piratas...

—Pero ¿tan importantes son? —preguntó, anonadado, Carmelo Miranda.

—Después de lo sucedido, seguro que sí —respondió Larios y se dio media vuelta, saliendo de una casa que, desde que entró, no había dejado de asfixiarle. En la puerta, un antiguo compañero le reconoció. Era un quitapelillos de regional preferente que le jodió mañana y noche cuando estaba en el Cuerpo y que ahora, cínicamente, le saludaba con una sonrisa estúpida y falsa. Larios le empujó sin contemplaciones y se bebió a bocanadas el aire fresco de la mañana.

—Ya me puedes ir explicando algo. Y vete diciendo a tu amigo que se tiene que pasar por la comisaría... —comentó Miranda.

—¿Vas perdiendo facultades, o es tal vez la cerveza que te ha secado el cerebro? —susurró Batista—. ¿No te acuerdas de la cinta roja que apareció alrededor del cuello de Iris Latorre?

Las grandes manos de Carmelo Miranda se acercaron a su ancha frente y acabaron cubriendo toda su cara. Poco a poco comprendió que tenía en sus manos un caso más complejo de lo que esperaba y que el día se estaba empezando a comer su úlcera. Presentía que todo su cuerpo estaba a punto de explotar y no había hecho nada más que poner los pies sobre la mierda de cada día, algo a lo que, después de tantos años, no acababa por acostumbrarse.

* * *

Era muy temprano y, aterido de frío, miedo y pena, veía a mucha gente interpretando un papel conocido y repugnante. Llevaba una hora aproximadamente en el cementerio cuando vi una cara que me rompió la vida y me hizo perder el control. Allí, frente a mí, dando la mano a la gente y hablando con un tipo calvo, me había parecido ver al fulano de la otra noche, con idéntico aire turbio y acechante. Me empecé a poner enfermo, el vómito comenzó a anudar mi garganta y el vértigo a edificar una torre en mi cabeza. ¿Qué podía hacer? ¡Nada, nada, nada! El terror cruzó mi mente de un lado a otro. Y lo peor de todo era que tenía auténtico terror: el recuerdo de la mirada del tipejo aquel, hoy en día, todavía me produce pánico.

* * *

Era una mañana espléndida, con un sol grande y dulce como el membrillo, repleto de historias, cargado de magnetismo para regalar a mujeres como Zoé Latorre. En la piscina de agua azul transparente, rodeada de hierba, se respiraba olor a jazmines y lavandas. Zoé, con un pequeño bikini de lunares, se dejó abrazar por el día, mientras leía un libro que hacía descansar sobre sus pechos, hasta que, agobiada por el peso de un sol que escupía fuego, se acercó al borde de la piscina y se tiró de cabeza. Durante un buen rato recorrió la piscina de arriba abajo repetidas veces, sin dar a su pequeño cuerpo el más mínimo descanso. Luego, se acercó a la escalera y, al salir, se encontró con una toalla rojo pasión esperándola.

—Te he preparado un zumo de naranja. Es ideal para tu cuerpo. Pura vitamina. —Castillo, vestido con su habitual bata de seda azul, recogió el pequeño cuerpo de Zoé Latorre.

—Gracias, no sé qué haría sin ti. —Zoé se echó sobre la tumbona y con sus delicadas manos alcanzó el zumo.

—Ayer te fuiste muy pronto.

—Y tú llegaste muy tarde.

—Sí, es cierto. El viaje se complicó.

—¿Cómo te fue en Barcelona? —Zoé acababa de terminar su zumo de naranja y se acomodó en la tumbona, dejando su exquisito cuerpo a merced del sol.

—Bien, bien, ya sabes cómo son esas fiestas. Llenas de pequeñas zorras y aduladores de todo tipo, de bragas húmedas que buscan caminos fáciles y de cocaína regando los canapés. Tienes que estar preparado para ello. Saber, de antemano, que te metes en vena un sarao con contraindicaciones múltiples, abarrotado de estúpidos fiesteros, de esnobs insufribles, de pijos cargantes hasta el delirio. Pero te acostumbras a todo. Ya he asistido a tantas fiestas de este tipo, todas igual de aburridas y monótonas, que mis oídos se acomodan fácilmente a escuchar necedades y estupideces con una sonrisa bobalicona pero muy estudiada y trabajada. Además no soporto a todas esas modelos, tan altas, tan delgadas, tan llenas de huesos y vacías de ideas...

—Jorge, creo que eres el único hombre al que no le gustan esas mujeres. La mayoría son preciosas.

—No digas tonterías. A mí me gustan las mujeres como tú, pequeñas, manejables, llenas de pasión. Todo el mundo sabe que sois las mejores amantes. Y yo lo sé mejor que nadie...

—Eres incorregible. —Zoé, consciente de su poder, se quitó la parte de arriba del bikini, y se dio la vuelta, mostrando a los impresionables ojos de Castillo, su espléndida espalda, su culo maravilloso.

—¿Sabes lo que estoy recordando? El día que me enseñaste este bikini. ¡Te lo acababas de comprar! Si tú siempre te pones bañador, te dije. Y tú me respondiste que el bikini era sólo para tomar el sol. De repente, los celos me cegaron los ojos, sólo vi cómo te observaba todo el mundo, cómo te taladraba con sus ojos, cómo te deseaba y montaba una fiesta dentro de tu cuerpo, todos menos yo...

—No seas pesado, Jorge. —Zoé intentó cambiar el tema de conversación— ¿Qué tal el nuevo perfume?

—No me acaba de convencer. Muy clásico y conservador. Un perfume de acorde florido aldehidado demasiado utilizado por los grandes diseñadores. Nada novedoso.

—¿Y Otelo? —preguntó Zoé.

—Otelo va a triunfar. Creo que va a tener un buen lanzamiento, con televisión incluida. Es el mejor perfume que he conseguido hasta ahora. La agencia está buscando un rostro famoso que lo promocione. Siempre la publicidad, el dinero, el mercado... Es una pena.

En ese preciso instante, se acercó hasta el borde de la piscina una criada que anunció la llegada de Larios. Zoé se levantó, se ciñó un albornoz y abandonó el jardín. Castillo miró el fondo de la piscina y se quedó soñando quimeras, oliendo sueños.

* * *

No había amanecido todavía y, en el puerto de Maracaibo, el movimiento era continuo. Decenas de hombres subían y bajaban del Espíritu Santo, llevando arcones de plata atestados de joyas, collares y monedas de oro, mientras los hombres del Duque intentaban, en la medida de lo posible, evitar el contacto con los soldados españoles, amparados en la excusa de poner a punto el galeón. El Duque se multiplicaba y contaba los minutos para abandonar, cuanto antes, Maracaibo, lo que él pensó algún día que era su sueño. Y es que, de eso parecía no darse cuenta todavía, su sueño se iba con él...

Ya casi todo el cargamento estaba sobre el Espíritu Santo y el Duque, en medio del incansable trabajo de control y puesta a punto que llevaba desde el puente de mando, observó cómo un hombre, abrazado a una mujer que iba casi por completo cubierta por una capa negra, entraba en el barco y se acomodaba en uno de los mejores camarotes. Junto a la pareja había subido un extraño hombre, de aspecto serio y melancólico, con cuidada barba negra y ojos muy pequeños y expresivos, que se acercó hasta el Duque. Vestía una magnífica coraza de acero cincelada y llevaba una labrada e imponente espada colgada al cinto. El resto de la vestimenta denotaba su carácter puramente español: mangas amplias con bullones de seda negra, mallas de igual color y botas altas de piel. Calzaba espuelas de plata y en su mirada, en su magnífico porte, el Duque reconoció a un verdadero caballero de la nobleza peninsular, Juan de Espina, que así se llamaba el noble español, contempló en silencio al Duque y finalmente, tras presentarse, comenzaron una larga conversación.

—No os preocupéis por ese hombre. Viaja con su esposa. Es un artesano veneciano de grandísimo prestigio. Ha estado trabajando en el palacio del gobernador y ahora vuelve a la corte española. Allí le espera, impaciente, el rey —comentó Juan de Espina.

—¿Es alguien importante? —preguntó, extrañadamente dominado por la curiosidad, el Duque.

—Es uno de los mejores constructores de espejos. La técnica veneciana, secreta de padres a hijos, ha traspasado con él las fronteras. Es alguien tan importante para el rey que tendrá que defender su vida con la suya. Os aseguro que para nuestro rey la vida de ese artesano veneciano tiene más valor que todas las joyas que ha cargado en este barco.

—Yo no me juego el cuello por nadie. —El Duque, en un apasionado arrebato, se dejó llevar por su espíritu libre e independiente, olvidando que en ese momento era don Alonso Vázquez de Prada, uno de los más prestigiosos y valerosos hombres de la invencible Armada española.

—Vuestra fama proclama, sin embargo, todo lo contrario.

—Nunca se fíe de las apariencias. Son malas consejeras.

El Duque y Juan de Espina sonrieron como si se comprendiesen perfectamente, como si formaran parte del mismo juego. Siguieron hablando. El Duque ya se sentía tranquilo y feliz. Hacía unos minutos que había dejado de ver los estúpidos rostros del gobernador y sus secuaces plantados como monigotes en mitad del puerto de Maracaibo, y ya, en pleno océano, se sabía emperador, dueño de su destino y del de los demás. Mientras tanto, sometido a la apabullante personalidad de Juan de Espina y atraído, con la fuerza sobrenatural de un abismo terrible, por Venecia y sus recuerdos, siguió interesándose por el artesano y su misteriosa mujer.

Don Juan de Espina no le ayudó, ni mucho menos, a paliar su curiosidad.

—Me habían informado de que la esposa del artesano era la mujer más bella de nuestro pequeño mundo civilizado. Os puedo asegurar que se quedaron cortos —comentó, de forma perversa, el noble español.

Sin embargo, la belleza había dejado de obsesionar al Duque bastantes años atrás. El también saboreó su locura y, desde entonces, ya no supo vivir. Pero eso era otra historia.

—Os veo muy apasionado con Venecia —comentó Juan de Espina.

—Una vez fui feliz. Fue en Venecia —contestó, con su habitual tono melancólico, el Duque.

—Y, ¿por qué no regresáis? ¿Acaso robasteis en una iglesia, os escapasteis con una mujer, matasteis a alguien?

—Un poco las tres cosas...

El Duque abandonó a Juan de Espina en ese preciso momento. Bajó del puente de mando y se dirigió a su camarote. El interés que había despertado en él aquel extraño hombre y las historias que le llevaban hasta Venecia no se iban a borrar de su vida, ni mucho menos. Volvería a hablar, durante la travesía, varias veces más con Juan de Espina y conocería algo de su peculiar y fascinante vida, comprendería, en el acto, que aquel hombre era tan extraño y melancólico para el mundo como él mismo. Don Juan de Espina, a pesar de formar parte de una de las mejores familias de Madrid, era considerado por todos como un mago lunático. Apasionado coleccionista, virtuoso de la lira, amigo de uno de los grandes escritores españoles, Quevedo, y, sobre todo, personaje que por sus raras e incomprensibles aficiones era consciente de que su destino estaba ligado al de la penosa Inquisición que con tanto esfuerzo le esperaba al doblar el camino. En Madrid, por aquellas fechas, corría ya el rumor de que don Juan de Espina, que vivía completamente solo en su inmensa mansión, se hacía servir por autómatas de madera. El Duque comprendía, poco a poco, que aquel hombre estaba tan desesperado como él y que su pena era tan grande que nadie, nadie, jamás, les comprendería. Estaban fuera del mundo y, por encima de todas las cosas, deseaban estar fuera del mundo.

* * *

—Parece que no voy a perderle nunca de vista. Lo tomaré como una maldición. —En la satánica sacristía, Duncan White, como siempre de negro, ultimaba los detalles de una solemne y grandiosa misa que tenía previsto celebrar el sábado.

—¿Dónde estaba la madrugada pasada? —Un Batista sucio y cansado, asqueado de visitar ese templo del mal, no podía continuar ya con sus estudiadas preguntas. Además, acababa de ver a Lesbia y el choque contra sus ojos le resultó mortal, como una fatídica coz en la boca del estómago.

—Lo siento, tengo una coartada perfecta. Salimos a cenar con alguien muy importante. Estuvimos hasta las dos de la madrugada con ella. Luego pasamos la noche aquí. Los dos, Lesbia y yo.

Con la mirada, Batista buscó en los ojos de Lesbia una negativa pero sólo encontró una cobarde excusa y unos ojos que miraban a otra parte.

—Zulema Penchi es la sacerdotisa más importante... —exclamó Lesbia, que aprovechó la ocasión para salir de la habitación.

—¿Zulema Penchi? —preguntó, aturdido, Batista, mirando con ojos encendidos de rabia a Duncan White.

—Zulema Penchi es una sacerdotisa brasileña, una de las máximas personalidades del satanismo. Este sábado nos hará el honor de presidir una misa. Todos estamos emocionados. —El irónico tono de la última frase no pasó desapercibido para Batista y menos cuando Duncan White se lamentó por tener una coartada tan perfecta—. Estoy seguro de que confía plenamente en la palabra de mi discípula...

—Sí, desde luego. Por cierto, ¿conocía a alguien llamado David Piñeiro?

—Lo siento. Es la primera vez que oigo ese nombre en mi vida. ¿Le ha ocurrido algo?

—Ha aparecido muerto esta noche en su apartamento.

—¿Siempre voy a ser yo el sospechoso? —preguntó, simulando enojo, Duncan White.

—Había ciertos detalles... supongo que puestos allí por el mismísimo diablo, su mejor amigo.

—El diablo es alguien muy importante —exclamó, exaltado, el taumaturgo del mal—. Y suele dedicar su tiempo a cosas más provechosas.

—Bueno, no quiero molestarle más, al menos por ahora...—susurró un abatido Camilo Batista.

—¿Usted tampoco cree en el diablo?

—Supongo que si nos pasamos la vida jugando al tira y afloja tiene que haber alguien al otro lado de la cuerda.

—Espere, le acompaño hasta la puerta. Creo, sinceramente, que un pequeño viaje al reino del mal le podría ayudar. Vería la vida de otra forma. No, no se escandalice. La primera vez que me dijeron algo parecido yo reaccioné de la misma forma.

—¿Y qué fue lo que le hizo cambiar de opinión? —preguntó Batista, ya con su mano derecha sujetando el pomo de la puerta.

—Fue hace seis años... Hasta entonces mi vida había sido una total y absurda pérdida de tiempo. Tenía 39 años y alguien muy cercano a mí murió. La misma persona que me había intentado llevar por el camino verdadero... Su muerte me afectó mucho. La noche del velatorio tuve una especie de visión. Aquel hombre, mi primer maestro, me dio la clave. Antes de su entierro, intentando cumplir el último deseo de mi amigo, coloqué un teléfono móvil dentro de su ataúd. A las doce de la mañana, aquel vagabundo de las tinieblas fue enterrado. Durante los tres días siguientes, encerrado en mi habitación, sólo vi su rostro, y una sonrisa, y una señal que me llegaba desde él, con el recuerdo de su rostro en el lecho de muerte. Todo aquello me parecía una estupidez; sin embargo, cogí mi teléfono y marqué el número del ataúd. Escuché la primera señal, la segunda, y a la tercera, ante mi asombro y pánico, alguien descolgó el teléfono. ¿Se da cuenta?: Alguien contestó desde el más allá. No me pregunte quién, porque, aterrorizado, colgué el teléfono. Desde entonces, no he dejado ni un solo minuto, de bucear por el mal, buscando al supremo ser que contesta a todas las llamadas de teléfono...

—Bien, cuando lo encuentre me avisa. —Batista, vestido con una amplia sonrisa, regalando a Duncan White tanto cinismo como incredulidad, cerró la puerta y huyó del esperpéntico lugar.

—Ya lo he encontrado, estúpido, ya lo he encontrado —susurró Duncan White, desde el fondo de su mente.

* * *

Se equivocó la felicidad conmigo, se equivocaba siempre. Pasaron varios días y mi cerebro seguía sin comprender lo que había sucedido. Dilapidé mis pocas fuerzas y las horas de mis días oscuros en saber quién podía ser el hombre del bosque. Supe que era un amigo de Laura, supe que la amaba, y supe, mi corazón supo desde el principio, que aquel cabrón conocía el principio y el fin de Laura. ¿Qué podía hacer? Pensé un millón de cosas pero ninguna iba a devolvérmela. En el fondo, sólo anhelaba dejarme ganar por la melancolía, revivir el amor ondulado de los ojos de Laura y apagar la sed que me consumía porque Laura era el mar y el mar se había secado: un hombre de mirada gris lo había guardado en su bolsillo...

* * *

Larios vio llegar a Zoé con toda su fuerza y magnetismo, con esa sonrisa que había escalado por su corazón tantas veces en los últimos días desde que la conoció. Y le dio miedo, le dio miedo porque sabía que Zoé tenía una fuerza especial, y estaba en su boca, en sus manos, en su sonrisa contagiosa y letal. Durante muchos minutos, que para él transcurrieron con la velocidad de un suspiro, le comentó todas las indagaciones llevadas a cabo en Venecia, los últimos descubrimientos, la posibilidad de que algo, tal vez un tesoro, por qué no, se escondiese detrás del lienzo, la teoría de las banderas de David Piñeiro y también su trágico final. Todo desfiló delante de Zoé y Larios se desnudó ante ella como jamás hasta entonces lo había hecho. Tenía la sensación de que él, tan reservado y callado, se confesaría ante ella con una simple señal, y con un chasquido de sus dedos le contaría sus mayores secretos e intimidades. Menos mal que estaba el cuadro de Claudio de Lorena para impedir todo eso.

—¿Tiene algo que ver la muerte de tu amigo? —preguntó Zoé, mientras encendía un cigarrillo.

—Al menos, es una extraña coincidencia. —Larios evitó comentar el detalle de la cinta roja que rodeaba el cuello de Piñeiro.

—Por cierto, podemos confirmar definitivamente que el cuadro es original. De todas formas pediré una revisión al laboratorio sobre el tema que me has comentado, la bandera pirata, la bandera roja...

—¿Por qué dices eso? —preguntó Larios, intuyendo algún nuevo descubrimiento.

—Lo único que nos faltaba por descubrir, para confirmar al cien por cien la autenticidad del cuadro, es su fiel reflejo en el Liber Veritatis. Pues bien, hemos encontrado la lámina. El cuadro es, definitivamente, un original de Claudio Lorena.

Durante unos minutos, Zoé relató toda la historia que llevó a Zanussi a presentarse en su casa con el grabado de la mano y la sorprendente premonición de Iris que tanto recordaba las palabras de su padre. También le habló de la extraña inscripción, quadro fecit per Duque, spagnolo, que presidía la parte posterior de la lámina. Los ojos de Larios, ante ese descubrimiento, se iluminaron de forma expresiva, recordaron al español que mandó construir el palacio Morelli y, al instante, sin saber por qué, recordó a Piñeiro y comprendió que, a partir de ese momento, se encontraba solo tras el pirata de negro.

—Como bien dices hay demasiadas coincidencias. —Zoé acababa de apagar el cigarro y encendió, a continuación, otro—. Y todas de carácter negativo. El cuadro es original y yo, la verdad, estoy harta de tantas desgracias a su alrededor. No creo poseer las fuerzas suficientes para luchar contra su maldición. Lo he hablado con mi marido y quiero que sepas que tengo la intención de venderlo. Hablaré con Zanussi para que lo ponga en el mercado.

—Es un error, mi niña. —Castillo acababa de entrar en el despacho—. Se sirvió una copa, saludó a Larios y acarició cariñosamente la mejilla de Zoé—. ¡Un error! Tenemos que conservar la belleza a nuestro lado todo el tiempo que podamos. Somos unos privilegiados...

—¿No te das cuenta de que este cuadro sólo trae desgracias, muertes, intrigas? ¿A eso llamas tú belleza?

—Belleza es cualquier cosa. —El tono de Castillo se elevó, adquiriendo un matiz extrañamente exaltado en alguien tan tranquilo y educado como él—. Cualquier cosa menos el dinero que te van a dar por el cuadro y que va a ir a parar a los bolsillos de tu marido. Eso es lo que él quiere, pero no te voy a dejar que tires por la borda el sueño de tu padre.

Castillo abandonó, de forma tumultuosa, el despacho y Zoé, extrañada por su desproporcionada reacción, permaneció unos instantes callada. Por fin, tras apagar su segundo cigarrillo, se dirigió a Larios:

—Podíamos seguir nuestra conversación comiendo. Estaremos más tranquilos y veremos las cosas con una mejor perspectiva. ¿Te parece bien?

Larios movió significativamente la cabeza y cuando salió de allí, no sabía cómo ni por qué, estaba deseando ya sentarse a la mesa del Planta 14 con Zoé. Aunque, para su desgracia, y desde su presurosa perspectiva, faltaba todavía una eternidad para que llegase ese momento.

* * *

El Espíritu Santo navegaba, indomable y altivo, por aguas del Caribe. Su figura majestuosa, hábilmente recompuesta por el trabajo ímprobo y experto de los piratas del Roccobarocco, cabalgaba sobre las olas con inocencia. Su próximo destino, para mayor sorpresa de sus elegidos invitados, era incómodo y peligroso. El Espíritu Santo, con sus bodegas cargadas hasta arriba de cofres repletos de oro, plata y joyas, se encaminaba, sin saberlo casi nadie, a la bahía de Tex. Junto a la tripulación pirata, al mando del Duque, había embarcado una compañía de treinta y dos soldados españoles, encabezados por el capitán Francisco Gutiérrez, más el excéntrico aristócrata, coleccionista de arte e intermediario real en asuntos artísticos, don Juan de Espina y el artesano veneciano Carlo Morelli, al que acompañaba su esposa.

La travesía se desarrollaba, en ese primer día, conforme a lo establecido. No había prisas, no debía haberlas. El plan del Duque estaba funcionando a la perfección y no tenía por qué verse sorprendido por ningún extraño imprevisto. Ahora navegaban bajo pabellón español, el más poderoso del mundo, y los únicos piratas acechantes estaban sobre la misma cubierta del Espíritu Santo. El Duque ultimaba todos los preparativos y supervisaba, una por una, las actividades de sus hombres, cuidando expresamente que ninguno de los soldados españoles sospechasen, antes de tiempo, nada. Mientras tanto, Boris Padovani, con su eterna sotana negra y su figura alargada de dominico fantasmagórico, vigilaba desde el puente de mando todos los movimientos de sus hombres y de los soldados españoles.

Era mediodía y el sol acompañaba con una suave caricia que todos agradecían. El artesano veneciano y su esposa aprovecharon ese momento para salir a cubierta y pasear un rato, dejándose envolver por la brisa marina y por el gratificante sol. Carlo Morelli, hombre de media altura y cabello claro, llevaba una blusa roja amplia que colgaba abiertamente sobre unos negros pantalones ceñidos en su parte inferior por unas altas botas del mismo color. Morelli era un fabricante de espejos, uno de los más importantes de Venecia. Los artesanos italianos, en todas sus facetas y, sobre todo, en la concerniente a la fabricación de espejos, constituían una secta muy particular que transmitía sus conocimientos exclusivamente de padres a hijos, manteniendo una perfección casi única en sus obras e impidiendo que ningún país accediese a secretos tan preciados. La fabricación de los maravillosos espejos venecianos era uno de los saberes más deseados en esos años pero las leyes de la República Veneciana preveían las penas más severas contra los artesanos italianos que se atrevieran a transmitir al extranjero el secreto de su arte. Incluso existía todo un ejército de soldados pagados por el Dux con la misión de asesinar a todo aquel artesano que osase trabajar fuera de Venecia. Ante esa situación, Carlo Morelli era, no sólo un hombre de incalculable valor, sino también una perla en bruto para las ansias de dinero de todos aquellos piratas. Junto a él, acompañando a su marido en ese viaje que les iba a llevar a trabajar directamente bajo las órdenes del rey español, estaba Bianca Mattei. Era morena, hermosa hasta la locura, de ojos oscuros y sonrisa cautivadora. Cuando apareció sobre la cubierta del Espíritu Sarito los ojos de todos los hombres, como un imán de tremendo y perverso poder, se volvieron hacia ella. Padovani estaba dando unas instrucciones a uno de sus hombres cuando sus ojos chocaron con los de Bianca. Se miraron durante unos segundos y un descomunal terremoto estalló en los ojos del cura. Intentó disimular, no haber visto a nadie, y siguió con su trabajo. Mientras tanto, Bianca había dejado a su marido mirando el horizonte y se acercó hasta Padovani.

—Hola, Boris.

Padovani intentaba lo que ya era imposible. Evitando cruzar sus ojos con Bianca, respondió:

—No esperaba verlos de nuevo,

—Sí, ha pasado el tiempo.

—Ha pasado mucha agua bajo el puente. —Padovani, nervioso, limpió unas imaginadas manchas del suelo e intentó marcharse, pero la conversación de Bianca Mattei le retuvo ante ella.

—He oído que le han matado en cinco ocasiones diferentes...

—Y las cinco veces fue cierto.

—¿Dónde está?

—No volverá. Está lejos.

—Mentías mucho mejor antes.

—Dejadle, le traéis mala suerte...

Aprovechando una grieta del momento, Boris Padovani salió volando de allí. En sus ojos, en su mirada, se reconocía fácilmente el brillo del miedo. Todas las cosas estaban saliendo demasiado bien y eso no era, ni mucho menos, lo que la vida había enseñado al fantasmagórico y doliente dominico.

* * *

Esa noche, en el Wang Tao y desde el futuro, la desgarradora e hipnótica voz de Leonard Cohen escupía sus mil infiernos. En una esquina del bar, junto a un par de cervezas y un deslumbrante y angustioso foco de luz, Batista y Larios se dejaban media vida sobre la mesa, rompiéndose en un partido que, por momentos, se hacía eterno. Llegaba a la mente de Batista la imagen del coreano Yoo Nam Kyu destrozado por la tensión psicológica y por el cansancio, después de cinco interminables partidas, abriéndose mental y definitivamente al poderío del formidable Jean Philippe Gatien. Larios, en los momentos de mayor sufrimiento y tensión, comprendía que ya no era el mismo, que nunca podía serlo, ni siquiera en el juego. Y sentía, porque era experto ya en eso, que esa aguda sensación se estaba transformando, poco a poco, en una peligrosa fatiga de tipo crónico en la que la pérdida de peso, los sueños intranquilos, la ansiedad, la irritabilidad y la constante apatía, se habían apoderado de su mente.

Por fin, ante tanta desgana y cansancio, ante tanto desfile de miseria enseñoreándose de su mente, Larios tiró la pala, se sentó en la mesa y bebió de un trago la botella de Carlsberg. Para entonces, Leonard Cohen susurraba: «Devuélveme mi noche rota, mi habitación de espejos, mi vida secreta».

—Antes nunca te rendías —comentó Batista mientras daba buena cuenta de su cerveza.

—Hace tiempo que me rendí. Tú lo sabes —sonrió Larios.

—No es el fin del mundo.

—Ya lo sé. Estuve en él.

Larios siguió sonriendo y, para ahuyentar jeremiadas, para olvidarse de su espíritu sufridor y repleto de llagas, contó a su compañero las últimas investigaciones, los hallazgos más recientes, las vicisitudes de su viaje a Venecia. Durante casi una hora se enzarzaron en una discusión bizantina sobre motivos, causas e intenciones de todos y cada uno de los elementos a los que les había tocado conocer en las últimas semanas y cuando, en un momento dado, la conversación llevó a Batista hasta el cuerpo de Zoé Latorre, Larios le habló de su cita.

—Eso es lo que tú necesitas. Una mujer como ella. Te voy a poner, inmediatamente, al día. —Batista, engatusador de lujo, dejó un billete encima de la mesa, agarró del hombro a Larios y, juntos, salieron del Wang Tao para perderse detrás de la noche. Los semáforos, a esas alturas, desfilaban dentro de un ritual en el cual casi nadie creía. Las calles estaban prácticamente desiertas y los pocos coches que las transitaban se regían por sus propias leyes. Batista, al volante de su Ibiza rojo, no era una excepción.

* * *

Llevo tiempo imaginando cómo será la vida sin ella y siempre llego al mismo fin. Es extraño, ahora empiezo a comprender. Atravesaré el más largo verano dentro de desiertos inabarcables preparados para matarme. ¡No importa! Ella me daba la vida y, también, me la arrebataba. Además, no me necesitaba, podía vivir sin mí perfectamente. Y si el precipicio se acercaba ella sabía dónde debía estar, y era lejos de mí... Ahora todo da lo mismo. La imagen de mí mismo se desinfla y mi cabeza reclama independencia pero no soy capaz de dársela. No estaré cerca de ella en el momento de las mayores alegrías y pasiones, no podré dormir abrazado a ella en las noches de tormenta y en las noches de amor eterno. Ella ya no está conmigo y, por eso, no merece la pena vivir. Eso vengo pensándolo desde hace siglos y todo lo vivido desde entonces es de prestado. En realidad, morí hace tanto tiempo...

* * *

Era sábado, día de Saturno, y Lesbia estaba más nerviosa que de costumbre. Siempre que se celebraba una misa negra, a pesar de las pastillas que Duncan White le daba para que se relajase, Lesbia se encontraba bastante inquieta y fuera de sí. Y esa noche, en concreto, todos los acontecimientos provocaban en ella una excitación especial que, sin embargo, la hacían aparentar ante los demás una exagerada tranquilidad, una total laxitud. Por primera vez, en un acontecimiento de tanta importancia, Iris no estaba junto a ella. Además, había conocido nuevos lugares junto a un hombre, algo que le parecía increíble en alguien como ella, y había saboreado las mayores miserias de su adorado gurú. Para que nada faltase, asistía, obnubilada y asqueada a partes iguales, a la actuación estelar de una de las mayores personalidades del satanismo.

Zulema Penchi había nacido en Río de Janeiro y era considerada, dentro de aquellos arrevesados círculos, como una experta en la manipulación de las mentes. Recibió las primeras enseñanzas de varios maestros de su país de origen y, ya en Europa, se alineó con la corriente magika propugnada por los seguidores de la mítica Gran Bestia, Aleister Crowley. En el escenario, con su amplia túnica blanca que hacía resaltar espectacularmente sus ciento cuarenta kilos de peso, sólo se veía una gran K pintada con sangre roja sobre la túnica. Era la K de su magi(k)a especial, la renombrada macick de Crowley que tenía mucho que ver con la k de kteis —vulva en griego—, perfecto complemento del falo, a modo de bastón, de varita mágica, utilizado por Zulema. Además, la K era, en muchos alfabetos, la undécima letra y el once era el número principal de la magi(k)a, el número atribuido a los Qlifot, el inframundo de fuerzas caóticas y demoníacas que debía ser conquistado antes de practicar la magi(k)a. Por otro lado, la K se correspondía con el poder de shakti, la energía creativa según el hinduismo y también con la palabra khu, el poder mágico por excelencia. En último término, para la Bestia, la magika era una técnica sexual que empleaba en sus operaciones mágicas con gran éxito y que permitía a Crowley influir en el reino que se encontraba detrás de las apariencias para así llegar a transformarlas. En definitiva, el mágico uso de las corrientes sexuales, el principal motor heredado por Zulema Penchi, que se acostaba todas las noches con seis hombres, como un cinematográfico gang bang que le transmitía toda su fuerza y poder. El mismo que desplegaba sobre el tétrico y lúgubre altar, medio en penumbras, con la gran túnica blanca de la K de sangre, con unos pechos inmensos, exagerados, que ofrecía, cada poco a alguno de sus feligreses, con una ceremonia que se adentraba en lo puramente pornográfico y en la que los ululatos de la gran maga se mezclaban con gritos de admiración y sorpresa por parte de los concurrentes.

Zulema, con una gran cicatriz cruzándole el rostro, acabó su actuación, en mitad del delirio, con el sacrificio de un cerdo y con el espectáculo, entre salvaje y surrealista, de una montaña de grasa cabalgando brutalmente sobre uno de sus hombres, gritando hasta hacer temblar los cimientos del local, embadurnándose los pechos, el rostro, todo el cuerpo con la sangre del cerdo sacrificado, envolviendo, en definitiva, a todos sus seguidores en una especie de locura colectiva que terminó más allá de la hora bruja.

Luego, para Lesbia, todo fue un sufrimiento añadido, el comprobar cómo definitivamente su dios, o mejor dicho, su particular demonio, se transformaba en un visceral hijo de puta. En la pequeña habitación donde habitualmente guardaban todos los símbolos satánicos, los instrumentos diabólicos utilizados en sus ceremonias, Duncan White rodeó a Lesbia, la acosó, la interrogó, intentó ponerla a prueba. La acusó de haber pasado información a su amigo policía, de haberle hablado del grabado, de haber provocado que la duda anidase definitivamente en su corazón haciendo que toda la confianza desapareciese para siempre, igual que con Iris, igual que con todas. Lesbia, asustada, lo negó todo y le dijo que quería irse, que deseaba marcharse y no volver nunca más. Sin embargo, sabía que eso le iba a resultar muy difícil. «El diablo te atrae y no puedes resistirte a él», le había soltado poco antes Duncan. Lesbia se puso histérica, gritó, pataleó, lloró y lo único que recibió a cambio fue un brutal puñetazo del hombre de negro. El infierno, como no podía ser menos en aquel lugar, ya se había hecho dueño de la situación.

* * *

Juan de Espina paseaba por la cubierta del Espíritu Santo junto al artesano veneciano, Carlo Morelli, y su esposa, la exquisita Bianca Mattei. El sol golpeaba sus rostros de manera feroz y deliciosa a la vez y, en sus miradas, se anticipaba claramente el deseo de reencontrarse con la vieja España. Sonreían abiertamente y hablaban, matando el tiempo, de mil historias diferentes. Bianca, con mirada turbia y sonrisa encantadora, jugando con lo imprevisto, preguntó a Juan de Espina por el capitán del barco.

—Se trata de don Alonso Vázquez de Prada, uno de los almirantes más valiosos de la Armada española. Un hombre exquisito, de mirada triste y melancólica, pero enérgico y brillante con sus hombres. Un hombre del que yo me enamoraría si fuera mujer... Pero qué estupidez, hablar a una mujer de un hombre.

En ese preciso instante, ajeno a lo que le esperaba, el Duque se acercó al grupo.

—Mi querido almirante, en este momento hablaba de vos.

El Duque acababa de sentir dentro de su cuerpo una sacudida eléctrica absurda, brutal. Allí, justo enfrente, a menos de un metro, mirando fijamente sus ojos, estaba Bianca, su bella Bianca del alma. Cuánto tiempo había pasado..., ya no podía recordarlo. Ahora sólo veía sus expresivos ojos oscuros, su sonrisa maravillosa, su delicado cuerpo y sentía unas ganas increíbles de llorar, de maldecir su mala suerte que le empujaba, de nuevo, a esa mujer que destrozó su vida; pero también bendecía la buena estrella que le permitía volver a ver a la mujer más maravillosa del mundo, a la única persona por la que daría lo poco que valía, por la que daría todo...

Mientras tanto, don Juan de Espina, ajeno a la mirada de los corazones, presentó al matrimonio veneciano y a don Alonso. Todo resultó frío, calculadamente amargo. Con una excusa estúpida, el Duque abandonó a sus invitados y se dirigió a sus hombres. Durante más de una hora ordenó hacer y deshacer cosas que ni él mismo comprendía. Sus hombres le miraban extrañados pero, para entonces, él no parecía ni entender ni ver. Desde el puente de mando, evitando contemplar la gloria y el infierno, intentó distraer su mente, su corazón, pero resultaba imposible, ya todo era imposible.

—Hace mucho tiempo...

El Duque veía a Bianca tan maravillosa como siempre. Y, en ese momento, cuando volvió a mirarla fijamente a los ojos, comprendió de nuevo que sólo podía vivir por ella. Hasta él regresaba la increíble fragancia que enloqueció todos sus sentidos y que, desde que Bianca le abandonó, le había acompañado en su secreta bola de cristal.

—Sí, hace tanto tiempo... —El Duque respondía como un autómata, hipnotizado por la locura de la felicidad, por el salvaje frenesí del recuerdo.

—Sigues llevando la moneda que te regalé. —Bianca se acercó y con sus manos acarició el collar del que pendía una moneda de oro.

—Nunca me ha abandonado...

—Te estábamos buscando, Bianca. Vamos a comer. —En ese preciso instante, el artesano veneciano y Juan de Espina reclamaban para su goce particular la infinita maravilla de compartir unas palabras, unos momentos, unos silencios con Bianca Mattei—. Nos acompañará, ¿no, don Alonso?

—No, gracias, no puedo. Hay mucho trabajo aquí arriba. Empiecen sin mí... —contestó, con la mirada perdida, el Duque.

Todos desaparecieron del puente de mando. El Duque estaba solo y ya no tenía fuerzas para nada. Habló con Padovani, al que dio unas consignas, tan confusas como su corazón, y se recluyó en su camarote. En realidad, sólo le apetecía huir hacia dentro.

La noche se había echado encima del Espíritu Santo. El mar estaba en calma, el barco se deslizaba dulcemente, la noche era cálida, disoluta, metálica.

Habían pasado cuatro horas desde el amargo reencuentro cuando Padovani, que no podía dormir, golpeó la puerta del camarote del Duque. Éste, en un rincón, moviendo piezas de un pequeño ajedrez inconscientemente, con su botella de ron bailando sobre el tablero, y su mano izquierda aferrada voluptuosamente a una pequeña bola de cristal, intentaba apartar de su mundo a Padovani. Pero el cura rijoso no era de los que se dejaban convencer fácilmente.

—¿No vas a la cama? —preguntó por enésima vez.

El Duque no contestaba, pero Padovani insistía:

—¿Y no piensas hacerlo en un futuro próximo?

—Estoy esperando a una dama...—La mano izquierda se aferraba cada vez más desesperadamente a su secreto—. Vete a dormir tú, es una orden.

—No, señor. Yo me quedo.

Las fuerzas del Duque se iban desmoronando. Con una temblorosa mano alcanzó la botella, la vació en sus tripas, y la lanzó contra la pared de madera. Padovani, el único hombre que había visto llorar al Duque, adivinaba otra vez, como en aquellos tiempos tan lejanos y tristes, una lágrima en los ojos de su capitán.

* * *

Larios bajó con cuidado las escaleras del Planta 14. Delante, con un pantalón negro muy ajustado y una amplia blusa blanca que dejaba ver, imaginar, presentir, un sostén de idéntico color, Zoé Latorre se adentró en el restaurante. Se sentaron y pidieron el plato especial de la casa, lleno de carne, de mariscos, de delicias varias, convenientemente regadas con un buen vino de la tierra. La comida resultó para Larios una especie de vuelta a la vida. Llevaba tanto tiempo viviendo de latas, de comida barata y rápida, que ese momento, junto a esa mujer, era más de lo que podía desear. Hablaron un poco de todo y Claudio de Lorena no podía ser la excepción. Larios se interesó por la posibilidad de que alguien, algún otro investigador, hubiese sido contratado tiempo atrás para realizar el mismo trabajo. Zoé recordó a un hombre al que contrató su padre. Ella era muy pequeña. Pero ese hombre desapareció al poco tiempo. Castillo le comentó que había muerto. Sin embargo, no fueron Claudio de Lorena ni ninguna otra miseria artificial, los protagonistas de la comida, sino los ojos marrones de la tierra de Zoé, su risa contagiosa, su pelo negro, su desbordante vitalidad. Terminaron de comer y, a pesar de los esfuerzos de Larios por pagar, fue Zoé quien finalmente lo hizo.

—Déjame, entonces, que te invite a un café —susurró Larios.

La cafetería tenía un gran mostrador redondo, sillas semicirculares, luz circular, espacio y vida radial. Todo era redondo, como el recuerdo. Tomaron un café solo, fuerte, negro, tal vez un whisky, y se empezaron a comer con los ojos. Había un revistero enfrente, una cafetera y muchas botellas de licor. Alrededor, la gente no existía. Larios bajó al aseo y se dio cuenta de que tenía el sexo inmenso, provocador, lleno de felicidad, como hacía tiempo que no lo sentía. Durante la hora larga que estuvieron en el café no llegaron a sentarse, estaban de pie, apoyados contra la barra, recibiendo el pálido foco circular de un fluorescente redondo. Larios empezó a desear salir de allí cuanto antes, y es que sabía ya que los labios de esa mujer iban a ser suyos, que iba a volver a morir. Luego, en un aparcamiento subterráneo, subieron al 4 × 4 negro. Allí, como un colegial, Larios insistió tenaz e ingenuamente en pagar la comida con un billete que bailaba entre la blanca blusa y los anhelados pechos de Zoé. Y, por fin, con manos temblorosas, Larios rozó su piel y subió directamente al séptimo cielo. Un turbio vahaje corría dentro del coche, un viento del sur apretado, asfixiante, se apoderó de todo el cuerpo de Larios que, con ojos perspicuos, alocados, proclamó a los cuatro vientos lo que tanto deseaba. Sabía que había entrado dentro de una espiral que le llevaría a conocer la boca de Zoé, a dejarse flordelisar por sus labios expertos, a ser adornado de vida, a comprobar que nadie, jamás, había besado como Zoé, a preguntarse quién le había podido enseñar a besar de esa manera tan brutal, a romperse definitivamente por dentro y terminar, de una vez por todas, con su apagada y monótona vida.

* * *

Cuando bebía la luz de Laura me sentía otro, sabía que era capaz de seguir adelante a pesar de no tenerla por entero, a pesar de tener que compartirla, a pesar de que los mejores momentos no eran para mí porque entendía que era dueño de un trocito suyo y eso era lo que me mantenía en pie. Laura estaba a mi lado y, para mí, era como una bombona de oxígeno, la luz del sol de mis apagados ojos, pero eso fue antes de que ocurriese todo.

Sentía que debía hacer algo. Había algo que no cuadraba dentro de mi mente, algo que me gritaba y me arrojaba al infierno de mi tristeza. Siempre supe que un mar de melancolía me iba a asesinar, que me pasaría el resto de mi existencia pensando en todo lo que pudo ser y no fue junto a Laura. Un maremoto sacudía mis tripas y la tristeza me ahogaba. Había muerto y no sabía cómo proclamarlo.

* * *

La casa estaba completamente a oscuras. Un golpeo intermitente y agónico sobre la puerta, suave y frenético a la vez, terminó por despertar a Batista. Se puso unos pantalones y, con el torso desnudo y los ojos entrecerrados, abrió la puerta. Lesbia Aquino, botas y medias negras, falda de cuero y ajustado suéter negro, se abalanzó sobre Batista. Lloró. Durante unos segundos, el tiempo que tardó Batista en despertarse definitivamente, el mundo giró alrededor de las lágrimas negras de Lesbia. Batista, por fin, encendió la luz, separó a la mujer de su lado y le miró directamente el rostro, buscando una explicación, buscando algo que le sacase de su perplejidad, pero sólo encontró un ojo hinchado, una cara desfigurada y mucho miedo.

—¿Quién te ha hecho esto? —preguntó Batista, aunque de sobra sabía quién había sido.

—¿Te he levantado de la cama? Mierda, siempre estoy donde no debo estar. —Lesbia intentó desviar la conversación y conducirla a cauces más pacíficos.

—Sólo son las diez de la noche. Llevaba dos días sin dormir, pero ya me he recuperado. Te voy a hacer una cena que te vas a morir, así que prepárate a contarme todo.

Mientras Batista preparaba unas especiales y deliciosas alcachofas —envolviéndolas en un preparado a base de mantequilla, harina, mostaza, leche, nata líquida y queso gruyere— escuchó las amargas quejas de Lesbia, su deseo de huir definitivamente de la tenebrosa y extraña secta, del peligroso mundo en el que, inconscientemente, se había metido.

—Lo peor de todo es que siento que no puedo dejar ese mundo, que estoy dentro de él. Además sé que Duncan nunca me va a dejar marchar. —Lesbia reposó su rotundo cuerpo sobre la cama deshecha.

—De eso me encargo yo —comentó Batista mientras empezaba a acariciar sus pechos sobre el suéter negro—. Te has dejado atrapar por aguas de las que siempre resulta muy difícil salir. —Batista empezaba a comprender que estaba atrapado por los encantos de Lesbia, definitivamente encoñado—. Yo creía que lo sabía todo —Batista acabó por desnudar a Lesbia—, pero yo no sé nada comparado contigo. Seguro que tú eras una de esas chicas que en las fiestas del colegio se dejaban sobar por todos los chicos porque eras más madura, más lista, te sabías segura de tu cuerpo. No me interpretes mal, yo hubiera hecho lo mismo... Seguro que en los bailes todos se pegaban por estar contigo, sabían que en ti no había una calientapollas y tú sabías lo que querías. Y lo sigues sabiendo...

Lesbia, dogaresa del mismísimo diablo, desnuda y tremendamente excitante, atrajo sobre su cuerpo a Batista y, juntos, empezaron una particular fiesta. Los gritos de Lesbia se escaparon por las cuatro paredes y Batista sintió que se iba a romper por todos los lados, que acababa de ver a Dios, de sentirse Dios. Luego, comieron las deliciosas alcachofas a la luz de unas velas y continuaron toda la noche yendo y viniendo, siempre con los mismos sentimientos intensos e inolvidables.

Después el recuerdo, el cansancio, la sensación de plenitud total.

—Toma, las compré para ti. —Batista enseñó a Lesbia la caja de bolas chinas—. Con esto serás un poco más feliz, aunque estés rodeada de mierda. Tendrás, en todas partes, un placer continuado, llevarás contigo, como quien lleva un bolso, un trozo de este momento. Te olvidarás para siempre de las mamarrachadas de ese hijo de puta.

—Te prefiero a ti, tus dedos, tu lengua, tu polla. —Lesbia alargó su mano hasta el sexo de Batista.

—Ni la mejor que hayas conocido puede estar las veinticuatro horas junto a ti —contestó Batista, mientras, intentando desdecirse a sí mismo, se volvía a sumergir en el cuerpo incandescente de Lesbia.

* * *

El día se levantó sobre el Espíritu Santo como un fogonazo del destino y, para el Duque, era como un verdadero milagro, el final de un túnel amargo, sucio e indecente que había tenido que atravesar durante interminables horas. Pero el suplicio pasó, al menos momentáneamente. Habló durante unos segundos con Padovani y éste le confirmó que estaban a punto de llegar a la bahía de Tex y que el Roccobarocco, sin duda, sería avistado en unos minutos. El Duque pareció respirar. Toda la noche, abatido tras los ojos de Bianca, había pensado, más que nunca, en la muerte, en la destrucción de nuevo. Además, el encuentro con el Roccobarocco debía ser lo más pronto posible. El Duque desconocía las noticias que sobre él podía tener Bianca, pero de lo que estaba seguro era de que, a esas horas, mil pensamientos debían cruzar su mente, porque Bianca Mattei sabía que aquel hombre de negro que bajaba cobardemente los ojos cuando la miraba no era, ni mucho menos, don Alonso Vázquez de Prada.

—¡Barco a la vista! —gritó el vigía.

El Duque mandó a uno de sus hombres buscar al matrimonio veneciano y a don Juan de Espina. Mientras tanto, se acercó hasta don Francisco Gutiérrez que parecía muy preocupado por la identidad del barco que se acercaba. El capitán Gutiérrez vestía camisa de encaje, traje de seda y ceñía un sable con una espectacular empuñadura adornada con diversas piedras preciosas. A su lado estaba siempre uno de sus hombres, que le mantenía al corriente y transmitía sus órdenes.

—No os preocupéis, está todo controlado. Es un barco de la Armada española. —El Duque intentaba ser lo más convincente posible y aparentar calma, tranquilidad, confianza.

—Explicaos. No entiendo.

—Mis órdenes vienen directamente de la Casa Real. En este barco van grandes tesoros y personas muy valiosas para el Rey. Hemos sido informados de que el temible capitán Danko persigue al Espíritu Santo... Voy a dar orden de trasvasar todos los tesoros a ese barco —comentó, con seguridad, el Duque.

El lerdo capitán Gutiérrez no cabía dentro de su asombro y con un indisimulado grito de admiración continuó con el gatazo hábilmente improvisado por el Duque:

—Siempre me hablaron de vuestra astucia. ¡Es un gran plan! Me gustaría formar parte de la tripulación del barco que envíe al infierno a ese indeseable pirata.

—Será un honor que nos acompañe. También vendrán con nosotros el artesano veneciano, su esposa y don Juan de Espina.

Al tiempo que explicaba parte de su plan, el Duque iba dando las consignas pertinentes a uno de sus hombres. Carlo Morelli, Bianca Mattei y don Juan de Espina habían escuchado la última parte de la conversación y ya se preparaban para cambiar de barco. En los ojos de Bianca se adivinaba un extraño brillo.

Mientras tanto Padovani, en el camarote del Duque, acababa de sorprender a uno de los soldados españoles abriendo un gran arcón de madera donde una bandera pirata y joyas en un cofre, descubriendo lo prohibido, lo que con tanto esmero se había escondido.

—Es verdad lo que me dijo ese tipo... Desde que salimos de Maracaibo tenía revuelto el cuerpo, y los avatares de mi estómago no eran por la travesía sino por los modales de esta tripulación —susurró el español.

Padovani, alerta, se mantuvo en silencio escuchando a aquel hombre hasta que decidió acercarse, con extremo cuidado, por detrás, intentando calmarle para que no diera la voz de alarma.

—No sabía que entre vuestras obligaciones estuviese el registrar el camarote de nuestro capitán.

—Este barco apesta de piratas y asesinos...

El español, en ese instante, hizo el primer amago de gritar pero antes un cuchillo, diestramente manejado por Padovani, le atravesó la garganta. En un minuto escondió el cadáver como pudo, subió a cubierta y le contó lo sucedido al Duque. La situación empezaba a complicarse. El Duque, presuroso, nervioso, con las tripas rotas, dio órdenes inmediatas:

—Izad la bandera y preparaos para disparar la señal convenida. Atención, cañón número seis. Que todos ocupen sus puestos... Padovani, ¡que los hombres dispongan inmediatamente las chalupas y saquen los arcones con las joyas!

El Espíritu Santo disparó al aire. El Roccobarocco, que acababa de izar una bandera española, respondió con una salva. Mientras tanto, la mayor parte de los hombres del Duque, junto al artesano, su mujer, don Juan de Espina y don Francisco Gutiérrez habían subido a una de las chalupas. En la otra, un poco más grande, montaron el Duque, Padovani y un par de decenas de arcones con el tesoro.

El trasvase duró unos minutos que, para el Duque, se hicieron eternos. Durante el corto trayecto sus ojos se habían cruzado con los de Bianca y había comprendido, al instante, que ella sabía lo que se proponían.

El capitán Danko con su barba espesa y salvaje ayudó a subir a los hombres. Cuando cogió de la mano a Bianca el estremecimiento de su cuerpo llegó hasta los ojos de todos los piratas.

—Pido disculpas por tan pobre alojamiento... Es un placer teneros a bordo.

A esas alturas hasta el incauto de don Francisco Gutiérrez se había dado cuenta de que estaban subiendo a un barco pirata pero ya la suerte estaba echada. En menos de diez minutos el Roccobarocco masacraba, con su artillería pesada, el Espíritu Santo, ahora desierto y agonizante. La operación resultó casi fulminante. Mientras el Espíritu Santo se hundía en las aguas del Caribe, el Roccobarocco recogía a los pocos piratas que habían permanecido en el galeón español y que habían sabido saltar a tiempo para evitar la masacre. El Roccobarocco había vencido pero el Duque, mientras miraba la bandera española que ondeaba en su barco, se sentía el hombre más desgraciado del mundo. Sus ojos ya sólo acertaban a ver cómo conducían a su Bianca, a don Juan de Espina, a don Francisco Gutiérrez y al odioso artesano veneciano a la bodega del Roccobarocco.

* * *

—Llevo toda la noche en la calle, como un mataperros, como un mocoso travieso y perdido —exclamó un Larios desmañado, nervioso, extrañamente excitado.

El sol, como una mancha violácea, había irrumpido de forma indigna en el apartamento de Batista, y Larios, ya con el camino archiconocido, se acercó al mueble bar y se sirvió un vaso de whisky.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó un somnoliento Batista.

—Traigo buenas y malas noticias —respondió Larios, tras apurar de un solo trago el whisky—. Las buenas: estuve con ella, la besé, caí. Las malas: creo que la quiero.

Larios volvió a llenarse hasta el borde otro vaso de whisky.

—Bien, eso es lo que necesitas —comentó un entusiasmado y, al parecer, milagrosamente despierto Batista.

—Mierda, no, no —gritó Larios—. No quiero volver a pasar por lo mismo, volver a oler tufaradas que ya creía desterradas de mi cuerpo, violines de angustia, besos canallas. No, no pienso volver a pasar por lo mismo, ya no.

Batista y Larios se miraron durante unos segundos. El tiempo no corría, era como un río de mercurio, espeso y pesado, tanto como la luz crepuscular, como el silencio, como la mente escarpada de Larios. Sin embargo, unas campanillas de plata agotaron definitivamente el manantial. En el aseo se escuchó el ruido inconfundible de una cisterna. Los dos hombres se miraron. El silencio y el tiempo ahora eran velocidad.

En medio del salón había surgido, como un exquisito fantasma, como una sirena del mar, como una Venus de Botticelli, Lesbia, toda desnuda, con sus grandes pechos, su rasurado sexo y su mirada perdida y desbordante de vida a la vez.

—No sabía que estuvieras acompañado, lo siento. —Larios se dirigió a la puerta.

—No, espera —gritó Batista.

Antes de cerrar la puerta, Larios miró los rostros de Lesbia y de Batista y vio una luz especial:

—Sed muy felices —susurró.

* * *

De toda la historia que viví con Laura únicamente aprendí una cosa, algo que grabé a fuego y sangre dentro de mí y que, desde entonces, jamás olvidé, por eso no he vuelto a desear esa forma de angustia llamada amor. Ahora comprendo que desear ser el único que besase la boca de Laura resultaba peligroso. Además, si Laura hubiese tenido que elegir yo tampoco habría triunfado; es más, veo que me engaño, que me sigo engañando después de tantos años: Laura sí que hizo esa elección y el resultado fue que me rechazó.

Esa mañana deambulé por la ciudad. Durante un buen rato contemplé una pintada que animaba una de las calles cercanas al río: Quando ami vieni preso per il culo, prendi per il culo e serai amato. Tal vez aquella hubiese sido la solución aunque ya era tarde para comprobarlo. La noche empezaba a caer y la noche era todavía más noche sin ella. La noche era ya la nada.

* * *

En el Ginger, dentro de una oscuridad total, de forma extraña, se había metido la noche hasta dentro, atravesada por un simún huracanado que iba derribando todas las estanterías. En una esquina, repleta de cintas X y de consoladores de mil estilos, un hombre fuerte, de anchas espaldas, desaliñado y desastrado, acababa de volcar una lata de gasolina sobre la moqueta roja. Era el mismo hombre que durante más de dos horas había esperado que clientes, chicas y el Sietepolvos abandonasen el obsceno local. Escondido detrás de la noche y guachapeando miserias encendió una cerilla y salió corriendo...

* * *

—No quiero que tu asquerosa mirada ensucie el cuerpo de esa mujer...

El Duque se había dirigido, con ojos fieros y expresión salvaje, al capitán Danko, interrumpiendo el festejo que, de forma alborozada y espontánea, había estallado sobre la cubierta del Roccobarocco. En unos segundos, los mismos que un inmenso y justiciero sol había tardado en golpear de lleno el barco pirata, todos los hombres del Roccobarocco, como uno solo, sellaron sus gritos de alegría y dirigieron sus temerosos y sorprendidos ojos a la escena protagonizada por sus capitanes.

El silencio se transformó, como por arte de magia, en un verdadero y agobiante espadón metálico y amenazador, convirtiendo el tiempo en algo inmóvil, viscoso, increíblemente pesado. Todos los piratas sabían que, en condiciones normales, Danko atravesaría la garganta de cualquier hombre que se atreviese a humillarle en público. Pero también sabían que el poder del Duque sobre su capitán era inmenso. Desde su silencio el Duque dominaba a Danko y, posiblemente, a causa de su extraño y enigmático silencio, el capitán Danko temía al Duque. Eso lo sabían todos.

Durante casi un minuto los dos hombres se miraron fijamente. De sus ojos saltaron chispas de furia y odio... Sin embargo, ante la alegría de todos los piratas, la fiesta iba a continuar. El capitán Danko acababa de estallar en una estruendosa carcajada y, agarrando por los hombros a su enojado y dolido compañero, lo sacudió de forma enérgica.

—Duque, sabes que esa mujer me excita menos que mi hija. Mis pasiones son el oro y el poder. Y ahora, en el Roccobarocco, está todo lo que deseo. Mira este mar... Es mi única vida. Di una palabra y el Caribe será tuyo.

—La ambición es la más sucia de todas las rameras...

—Sí, soy ambicioso, lo quiero todo. Y tú también, pero no lo has conseguido ni lo conseguirás jamás. Sólo necesitas valor para coger lo que deseas. Como todos vosotros, conejos vociferantes —el capitán Danko se dirigió a sus hombres, ebrio de felicidad y poder—, mis zapatos, mis pistolas, no os costarán nada si tenéis el valor de subir a quitármelas... ¡Izad nuestra bandera y emborrachaos!

El Duque ya hacía rato que se había alejado de aquel loco energúmeno. Había dicho que la ambición era la más sucia de todas las rameras y comprendía que no era cierto. Ahora, intentando olvidar lo que nunca podría, porque el que se obsesiona en olvidar a la mujer amada lo único que realmente busca y desea es no hacerlo, se acercó hasta un grupo de hombres que festejaban alegremente la victoria sobre el Espíritu Santo. En medio de ellos, sin compartir, aparentemente, el espíritu embriagador de la victoria, estaba el artillero Bogarde. El Duque se dirigió hasta él y le propinó, sin mediar palabra, un brutal puñetazo que le rompió la nariz. El Duque le exigió, con iracundos gestos y gritos, viniendo de quien venían, que se levantase inmediatamente mientras, de nuevo, toda la tripulación se arremolinaba en torno a él. Era la segunda vez, en unos minutos, que el Duque, siempre tan misterioso y recogido sobre sí mismo, se comportaba de esa forma tan extraña y los piratas del Roccobarocco no acertaban a comprender lo que podía ocurrirle. El capitán Danko, mientras tanto, intentaba pedir explicaciones, pero el Duque, ciego, seguía dirigiéndose, de forma excitada y brutal, al sorprendido artillero.

—Lo que más me repugna de este asqueroso mundo son los traidores y tú, Bogarde, eres el peor de todos.

—No sé lo que queréis decir. —Bogarde, con el rostro desgarrado por el miedo y totalmente ensangrentado, intentaba evitar lo que, sospechaba, era ya inevitable.

—Nos vendiste en Maracaibo y nos volviste a vender en el Espíritu Santo. Confiesa.

—Déjame, Duque, voy a sacarle el hígado por la boca a ese traidor. Le arrancaré las tripas y las colgaré del palo mayor. —El capitán Danko, ávido de sangre y deseoso, desde que zarparan de Tortuga, de ajustar cuentas con el artillero holandés, intentó mediar en la disputa, pero el Duque no accedió. Estaba demasiado dolido y exaltado y sólo deseaba ser él el brazo vengativo y justiciero. Era algo a lo que quería aferrarse como otra forma de olvidar.

—Los españoles sabían que Danko se acercaba a Maracaibo porque algún malnacido se lo dijo y en el Espíritu Santo alguien se fue de la lengua. Menos mal que Padovani lo descubrió a tiempo...

—Eso es mentira, por qué iba a hacer yo eso... Vos confiasteis en mí —intentaba excusarse Bogarde mientras se limpiaba la sangre que no dejaba de manar por su nariz.

—Eso es lo que más me duele, el engaño —continuó el Duque, sin escuchar a Bogarde, sin quererlo escuchar—. Y lo peor de todo es que nos traicionaste y engañaste a todos, porque tú fuiste el que llevó al infierno a Davids, tú le enseñaste el camino con todos tus engaños, poniendo falsas pruebas donde sólo había lealtad... Las informaciones llegan a mí más deprisa de lo que piensas. Sé que conocías a Wooter y sé que es a ti a quien confió sus secretos. Antes de morir nos lo hizo saber...

El artillero Bogarde comprendió que acababa de perder. En el último momento, hundido en la derrota, se revolvió contra Danko, sacó un cuchillo e intentó clavárselo. El Duque, más rápido, le atravesó el corazón con un disparo certero. Bogarde cayó al suelo y dejó escapar unas últimas palabras:

—Ese cerdo le engañó, le humilló, le mató... Wooter era mucho más que un amigo.

El cuerpo de Bogarde rápidamente fue echado al mar mientras se escuchaba, a lo lejos, la voz dura, quebrada, del Duque:

—Litmanen, mantén el rumbo. Volvemos a Tortuga.

* * *

Cuando Camilo Batista y Carmelo Miranda entraron en el lujoso y espectacular despacho de Hugo Soto lo primero que llegó hasta ellos fue el rostro de perplejidad con el que fueron recibidos, la sensación de estar fuera de lugar, de caerse desde los acantilados de un sueño, de una mala pesadilla, para darse de bruces con metacrilato y modiglianis, con moquetas asquerosamente limpias y sillones grandes como un estadio de fútbol, con luz cegadora y olor a sobres cerrados. Batista con su sempiterna barba de dos días, con sus gafas negras y su arrugado y sucio traje, se sentó en uno de los cómodos sillones y dejó que fuese Carmelo Miranda el que llevase el peso de la conversación.

—Por favor, siéntense, están en su casa. —Soto miró irónicamente a Batista, pero éste dedicó toda su atención a jugar con una bola de cristal situada sobre una de las mesas—. ¿A qué debo esta inesperada visita? —Hugo Soto se quitó las gafas y con un paño comenzó a limpiarlas.

—Ya nos conoce suficientemente, creo —comentó Miranda, acomodando su amplia barriga a una silla metálica situada en una de las esquinas—. Estoy más cómodo aquí; con este cuerpo tan pesado esos sillones me matan. —Y comenzó, de forma automática y repetitiva, a limpiarse sus gruesas y feas gafas de ancha montura negra.

—Sí, pero nunca les había visto juntos. —Soto se ciñó elegantemente sus gafas y encendió un cigarrillo—. Usted investiga la muerte de Lisa Conti, pero no acabo de entender la presencia del señor Batista. Tengo entendido que el objeto de sus investigaciones está centrado en el asesinato de Iris Latorre, mi cuñada.

En ese preciso momento, una de las secretarias de Soto le interrumpió por el interfono. Hablaron durante unos segundos. Soto anotó la hora y el lugar de una cena de trabajo. Luego, sin solución de continuidad y dominando la situación, siguió pidiendo explicaciones a Carmelo Miranda:

—¿Se sabe algo nuevo?

—¿Dónde estuvo anoche?

Hugo Soto se levantó, miró por el amplio ventanal de su despacho hacia la calle, hacia el cielo, al rascacielos de enfrente. Finalmente se sentó, apagó un cigarrillo que se negaba a dejar de despedir humo y que permanecía olvidado en un aparatoso cenicero de cristal de Bohemia, y miró fijamente a Miranda:

—Estuve con unos amigos en casa hasta las cuatro de la madrugada —contestó de forma abrumadora, como sólo él era capaz, perdonando la vida, haciendo que todos se sintiesen unos atribulados chisgarabises.

—Podemos detenerle —gritó, saltándose el estudiado protocolo, pateado por la demostración de soberbia y prepotencia de Soto, un Batista encolerizado, fuera de sí, harto de tratar con esa clase de gente instalada de por vida en una suntuosa torre de marfil desde donde escupe, alegre y vistosamente, al resto de la humanidad.

—Anoche incendiaron el garito de Jorge Comas. Supongo que será una buena noticia para usted. —Miranda, aparentemente más calmado, intentaba capear el temporal.

—No me importan para nada los asquerosos negocios de ese tipo.

—Sin embargo, muy probablemente, haya desaparecido la famosa cinta de vídeo. Y sin cinta de vídeo no hay chantaje. —Miranda se acababa de levantar, al igual que Soto y, durante unos segundos, se puso en evidencia la diferencia de altura entre ambos. Sin embargo, a pesar de su achatada estatura, parecía que Miranda, al menos durante unos momentos, dominaba la situación. Para entonces, un desquiciado Batista había salido del despacho, con sus angustiosas gafas negras y con el total convencimiento de dejar atrás a un completo hijo de puta:

—Nos veremos antes de lo que usted se piensa —murmuró al salir.

—Si no tienen nada más que decirme les agradecería que me dejasen. Tengo mucho trabajo y no necesito que nadie me venga a insultar a mi despacho. De todas formas, les puedo poner en contacto con mi abogado... —comentó, casi en susurros, en penumbras de voz, tan suaves como cínicas, Hugo Soto, lleno de fuerza, sintiéndose en su elemento, como un pez dentro del agua, como una piraña carnívora y territorial.

Carmelo Miranda se despidió con frialdad. Salió del despacho y, tras una angustiosa carrera, alcanzó a Batista.

* * *

Me habían llegado noticias de que la policía estaba acorralando al asesino de Laura. De todas formas, resultaba tremendamente extraña la actitud de la policía, a no ser que supiesen mucho más de lo que decían. Al parecer el asesino estaba a punto de ser identificado. La clave estaba en un abrecartas del siglo XVI, un abrecartas de plata Adriani de cuatrocientos años de antigüedad que, presuntamente, había sido el arma homicida pues, ahora se daba a conocer, había aparecido cerca del cuerpo de Laura. Además, el abrecartas en cuestión, construido por Jacopo da Strada para la estrambótica colección imperial de la corte de Rodolfo II, tenía una funda encajable de plata con idénticos grabados. Sólo había que encontrar la funda. ¡Qué absurdo! Todo mi mundo iba a girar alrededor de un abrecartas de plata. Mientras tanto, Laura estaba lejos de mí, estaba tan lejos...

* * *

Larios llevaba más de media hora atravesando la ciudad, haciendo crujir el asfalto, persiguiendo un imponente coche azul metalizado, soportando semáforos, atascos y calor. Por fin, detrás de un gran edificio de cristales, en un barrio residencial de las afueras con mucha clase y categoría, el coche azul detuvo su alocada e incongruente marcha. Doscientos metros detrás, Larios detuvo su 4 × 4 y observó, parapetado tras sus gafas negras, cómo Zanussi, con una maletín negro, entraba en Antigüedades Gaudí. Larios sonrió y encendió un cigarrillo. Un cuarto de hora después Zanussi salió de la tienda y, antes de subirse al coche, se acercó a un kiosco próximo; durante unos segundos leyó los titulares de las portadas de diversos semanarios, chocó su mirada con algún Playboy perdido en el desierto de su privilegiado cerebro y compró un periódico. En ese preciso momento, cuando acababa de meter en su exquisitamente planchado pantalón negro unas cuantas monedas que le había devuelto la señora de amplias carnes y sonrisa festiva que regentaba el kiosco, Larios se abalanzó sobre él.

—¿Me está siguiendo? —preguntó un elegante Zanussi, algo asombrado por la fantasmal aparición de Larios.

—¿Tiene negocios con Pacheco? —preguntó, a su vez, Larios.

—Tengo negocios con todos los hombres de arte de esta ciudad y de casi todas. Es mi trabajo.

—¿En qué han consistido esos últimos negocios? —Larios miró fijamente los ojos de Zanussi, encendió otro cigarrillo y esperó su contestación.

—Sinceramente, pienso que no es de su incumbencia. De todas formas, no tengo nada que ocultar. El señor Pacheco me ha vendido un grabado —contestó Zanussi.

—El de Claudio de Lorena, ¿no es verdad?

Zanussi paralizó estúpidamente su enflautado rostro durante unos segundos, perdiendo su compostura, su elegancia natural. No había pensado, para nada, que aquel triste y sucio investigador fuese por delante de él en algún momento. Eso era algo, además, a lo que no estaba, precisamente, acostumbrado.

—Sí —se limitó a responder, completamente descolocado, algo extraño para alguien con su asombrosa serenidad, con su total dominio de todas las situaciones.

—¿No sabe que Pacheco es un mafioso? —preguntó, acalorado, Larios.

—Por Dios, no diga tonterías. En este negocio todos somos mafiosos. —Zanussi parecía haber recuperado, milagrosamente, la confianza, el autodominio, su extraña verborrea.

Durante unos segundos el que pareció estar fuera de juego resultó ser Larios. Por eso, apurando el tiempo y buscando un resquicio al que agarrarse, miró algunas de las revistas que se asomaban al escaparate del kiosco y sólo vio el rostro de Zoé en todas ellas, su cuerpo desnudo en sucias revistas para hombres, sus pechos apuntando directamente a su cerebro, a su cabeza que giraba y giraba como un carrusel vienés. Se dio cuenta de que Zanussi era muy inteligente, demasiado, y por ello, peligroso. Sin embargo, inmediatamente comprendió que el polaco tenía alrededor del cuello un dogal imposible de quitar y que no iba a conseguir nada de él, por lo que sambenitar el prestigio de Pacheco no le iba a llevar a ningún lado. Y es que, posiblemente, a esas alturas y con su experiencia, Zanussi conocía, con muchísimos más detalles, los turbios negocios del gitano.

—¿Sabe que el grabado se lo vendió Iris antes de ser asesinada?—preguntó un Larios aparentemente recuperado.

El rostro de Zanussi, durante unos momentos se encendió, comprendió que Larios sabía más de lo que aparentaba aunque el polaco siguió comportándose como un profesional de primera fila, manteniendo las formas exquisitas, las mismas formas y modales que le convirtieron, tiempo atrás, en la mano derecha de Zoé Latorre para sus asuntos artísticos.

—No, está equivocado. Fue alguien que no es del negocio el que vendió el grabado a Pacheco. El mismo me lo ha confirmado. Sólo me confesó que tenía acento extranjero.

Esas mismas palabras eran las que deseaba escuchar Larios y eso fue algo que no pasó desapercibido a Zanussi. Sin embargo ya era tarde para rectificar.

—No sé si lo sabe —intentó rematar Larios la conversación, seguro de haber conseguido más de lo que pensaba y dejando una brecha abierta en la siempre bien amueblada mente de Zanussi—, pero tal vez le convendría saberlo: Andrés Pacheco es el principal sospechoso de la salvaje muerte de una mujer que tiene algo que ver con la familia Latorre, una muerte que, probablemente, salpique a demasiadas personas. Creo que eso debería hacerle pensar, igual que me está haciendo pensar a mí y a toda la policía desde hace tiempo.

Con gesto triunfador y actitud extrañamente soberbia, Larios dio la espalda al estilista polaco, volvió a encender otro cigarrillo y se alejó definitivamente de allí.

* * *

Los días que siguieron resultaron extraños. En el Roccobarocco se respiraba un ambiente de euforia sensacional y todo el barco hervía de alcohol y fiesta. Los piratas, mientras esperaban vislumbrar en el horizonte las costas recortadas de Tortuga, mataban su tiempo cantando, bailando y, sobre todo, entregándose de forma libidinosa y salvaje a devorar todo el alcohol que reposaba en el vientre del Roccobarocco: la brava ginebra holandesa, la espumosa cerveza de Irlanda, los ajenjos secos y brutales capaces de tumbar al hombre más fuerte. Faltaba todavía algún día más para llegar a puerto y los bocoyes de cerveza empezaron a agotarse. El Duque sabía que era una situación alarmante pero el éxito obtenido en la expedición justificaba por sí solo el suplicio de aguantar algún día sin cerveza. Para el Duque la situación había cambiado. Siempre había mantenido una fuerte disputa con el capitán Danko en el tema referente al alcohol. Sabía que era una situación peligrosa, que el barco estaba a merced de cualquier ataque porque los hombres, hundidos en los terrenos más bajos y cenagosos de la bebida, no respondían, no tenían fuerzas ni reflejos suficientes, estaban a merced del enemigo, estaban muertos antes de empezar la batalla. Era una lucha constante y, la mayor parte de las veces, infructuosa, porque el propio capitán Danko era el primero en perder el conocimiento por sus excesos con el alcohol. Sin embargo, la seriedad de los planteamientos del Duque, para alcanzar un éxito total y seguro, implicaba un compromiso por parte de todos los piratas y, claro está, en primer lugar, del capitán Danko, Lo primordial era el mantenimiento del barco y la seguridad del Roccobarocco. Luego estaba la diversión y el alcohol, algo que con un poco de paciencia, llegaría en forma de torrentes incontrolables cuando llegasen a Tortuga. El Duque, durante esos días, se refugió en el mantenimiento del barco y la disciplina, encargándose tanto de actuar como amigable componedor entre dos enemistados, como de administrar unos cuantos latigazos a algún desobediente. Supervisó, más que nunca, huyendo de lo que no quería huir, la actividad del nostramo, del nuevo artillero, del cirujano, matarife experto en cauterizaciones al rojo vivo que por suerte tuvo que trabajar poco gracias al limpio y total éxito de la empresa, del cocinero y del marmitón. Todo resultaba importante para el Duque, sobre todo aquello que le ocupaba la mayor parte de su tiempo. No deseaba, bajo ningún concepto, enfrentarse a Bianca, aunque sabía que, tarde o temprano, debería hacerlo. Había hecho instalar a los prisioneros en los mejores camarotes del Roccobarocco y había confiado a Padovani su seguridad y bienestar. Mientras tanto él se refugió, como pudo, en el trabajo, un trabajo permanente al que se entregaba por entero, tensando drizas, apretando traversas, arreglando lonas estropeadas, achicando agua, reforzando cabrestantes, ordenando los petates que servían de descanso a sus hombres, supervisando todas las reparaciones que había que realizar en plena navegación, subiendo a la mesana o al trinquete como si fuese el último pirata del barco y un millón de actividades más. Todo con tal de no enfrentarse a su Bianca, a su mirada, al brillo acogedor de su sonrisa. Esa inagotable actividad sorprendía a sus hombres, sobre todo porque durante esos días el Duque realizó trabajos que no formaban parte, ni mucho menos, de su cometido, pero a él todo le resultaba indiferente. Cuando ya no había nada que hacer, cuando la noche cubría por completo el Roccobarocco, el Duque se refugiaba en su camarote, aferraba con todo el dolor y las fuerzas del mundo su pequeña bola de cristal, la llevaba a su rostro, hacía que llegara hasta él el perfume secreto evocador de la felicidad y se replegaba sobre sí mismo, se acurrucaba en el incómodo catre y, mientras bebía desaforada y brutalmente, deseaba con todas las fuerzas que le quedaban acabar de una vez para siempre.

* * *

Hacía un día espléndido, con un sol salvaje, lleno de colores y de vida, como una acuarela transparente y femenina.

En el impresionante jardín del chalé de Hugo Soto, junto a la piscina de azules misterios, Zoé Latorre desnudaba su cuerpo al sol. El bikini de lunares había quedado sobre la húmeda hierba, tirado, y, junto a la hamaca de rojo fosforescente encendido, Zoé ofrecía su magnífico culo al obsesivo y camandulero viento del sur.

En uno de los extremos de la piscina donde se encontraba instalado un coqueto bar, Castillo mezclaba en una coctelera de plata zumo de naranja, melocotón, granadina, limón y unas gotas de lima. La agitó durante unos segundos y sirvió el explosivo cóctel en dos altas copas que decoró con unas pequeñas sombrillas de color rojo y blanco. Luego se despojó de su bata y, con un bañador de estampados chirriantes, se acercó hasta Zoé. Durante un momento contempló lo que él siempre consideró la octava maravilla, y, tarareando una estúpida canción, extendió una de las copas hasta Zoé:

—Tu Furor de estación, especialmente hecha para ti.

—Gracias, eres un encanto; no sé lo que haría si algún día me faltaras —respondió con una cautivadora sonrisa Zoé.

—Pues todavía tengo otra sorpresa preparada. Espera. —Castillo se acercó hasta la casa y en un par de minutos regresó con un tarro de cristal en la mano—. Es una crema de mi creación, llena de aromas picantes, cálidos y de gran volumen, algo pensado para ti. —Y sin esperar más, tomó parte de la crema con sus delicadas y afeminadas manos y empezó a extenderla por el cuerpo de Zoé, penetrando con masajes intensos por todos y cada uno de los músculos de su espalda, por sus piernas, y dedicando una especialísima atención a algo que desde hacía años obsesionaba al delicado zahorí, dejando que los dedos de la mano siguiesen un camino que aprendían con pasmosa facilidad. El cuerpo de Zoé comenzó a revolverse, a agitarse, a vibrar infinitamente. Entonces, se dio la vuelta y, ante los enamorados ojos de Castillo, surgió el pequeño cuerpo indómito, con sus delicados pechos llenos de vida y besos, con sus pezones negros, duros y que se agrandaban por segundos, con su pubis de vello mágicamente recortado que mostraba un pequeño camino hasta la cueva del milagro. Castillo volvió a coger más crema y acarició con sus manos el pecho, el abdomen, las piernas, hasta detenerse unos interminables segundos en los muslos de donde llegaba el fuego de miles de poderosos volcanes.

Zoé empezó a gemir, aunque sólo acertaba a susurrar, «pero, ¿qué me haces?», y siguió retorciéndose, componiendo sensualmente un ovillo de cristal y dejando que sus pezones terminasen por estallar:

—Deja, déjame, no podemos volver a empezar. —Zoé se dio la vuelta y volvió a dejar la espalda de los sueños al alcance de las manos del viejo trujamán.

—A veces me gustaría hundirme en tu cuerpo para siempre... Pero habrá que dejar, como decía Proust, las mujeres bonitas a los hombres sin imaginación. —Castillo siguió con su particular masaje, aunque ahora evitó bajar al cielo, conformándose, durante bastantes minutos, con estrujar los músculos del cuello y los hombros de Zoé, justo hasta el momento en que el teléfono portátil rompió intempestivamente la mañana. Ella contestó y, durante unos momentos, escuchó en silencio. Luego, terminada la misteriosa conversación, se puso a reír a carcajadas ante la atónita mirada de Castillo. Se levantó, mientras seguía riendo como una desquiciada autómata, y se puso la parte de abajo del bikini de lunares.

—Al parecer, Hugo ha matado a una puta, es lo único que me faltaba por escuchar —exclamó.

—¿Quién era? —preguntó Castillo.

—No lo sé, pero tampoco me extraña... ¿Por qué iba a ser mentira? Será un amigo, ya sabes que cuanto más fea es la verdad más amigo es el que nos la revela.

—No sabes lo que dices —la interrumpió Castillo.

—Sí, sí que lo sé, vaya si lo sé —dijo Zoé mientras se ponía un albornoz que no se molestó en abrochar, se acercó a Castillo y le dio un salvaje, arrebatado, tremendamente sensual, beso en la boca—. Ya sabes que la traición siempre fue compañera del fuego.

—Y tú siempre has sido mala y hermosa. Una explosiva combinación —susurró el cada vez más atónito Castillo.

—La mejor —respondió Zoé.

—¿No te preocupa lo que te han dicho por teléfono? ¿Piensas que puede ser verdad? Sabes que no seré yo el que defienda al hijo de puta de tu marido.

—Al parecer tienen un vídeo. El hombre del teléfono dice que le van a hundir.

En ese instante, Zoé, tras escuchar el ruido de un coche que entraba en el chalé, miró por el circuito cerrado de televisión:

—Deberías marcharte, llega Larios —susurró.

* * *

Te quiero cuando tienes frío, cuando tienes calor, te deseo cuando te levantas malhumorada, cuando estás triste y cuando estás alegre; te amo hasta la muerte cuando huelo tu perfume, cuando me acompañas hasta mi cama y no te separas de mí; te amo, incluso, cuando me traicionas y te cambias de perfume, te quiero cuando estás y cuando no estás, cuando me besas y cuando sé que estás besando a otra persona. Sólo quiero ser la última persona que veas cuando cierres los ojos y la primera que veas cuando los abras. Quiero compartir contigo tus mejores momentos y quiero estar a tu lado cuando sufras, cuando las cosas no te sonrían. Quiero encender tus cigarrillos y besar el suelo por donde pisas. Quiero pasar el resto de mi vida junto a ti y sé que sólo será posible en otra vida...

Ahora sonrío mientras acaricio la funda de plata del abrecartas Adriani. Me he acercado con ella hasta la iglesia de San Miniato... Es de noche, muy de noche, pero siempre nos gustó, cuando veníamos hasta aquí juntos, entrar en esta maravillosa iglesia. Ahora camino por sus naves y creo que escucho los sonidos de ultratumba del órgano. Bajo a la capilla y allí, al lado de unas escaleras, me arrodillo delante de tu tumba: Laura Gabelatti. Siempre supe que estabas aquí y ahora me voy a acercar hasta ti, te voy a estrechar contra mi cuerpo y ya nadie, nunca, jamás, nos separará.

Y es que te podría contar que estoy solo y triste...

* * *

Mientras esperaba en el despacho, haciendo volar sus ojos sobre una estantería llena de libros donde se distinguían, entre otros, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, la colección entera de Clásicos del Arte de Noguer-Rizzoli, el Summa Artis, un buen número de atlas, la Gran Enciclopedia Larousse, cientos de catálogos de exposiciones y un par de enormes manuales de Internet, Larios intentaba, de nuevo, como tantas otras veces, recapitular su vida, volver a paginar una nueva historia; sin embargo, la entrada de Zoé le descolocó, le hizo regresar a sus tristes cuarteles y, para su desgracia, le provocó una sacudida no deseable para alguien que quería olvidar, desterrar recuerdos, dejar de balancearse en columpios desvencijados y oxidados por el tiempo.

—Pensaba en ti en este momento. Qué bien que hayas venido —dijo Zoé, colgándose del cuello de Larios, haciendo vida de alguien tantas veces muerto. Larios observó a Zoé, su bata que no se había molestado en abrochar, sus pechos escapándose y golpeando sus ojos, y comprendió que Zoé era una maravilla que él, desde luego, no se merecía y, por un momento, le pareció una mujer experta en engaitar, en sonreír, en embaucar, en hacer algo que, seguro, había hecho con muchos hombres y, con toda seguridad, seguiría haciendo a lo largo de su vida. Recordando miserias pasadas, Larios se separó de ella y miró por la ventana hacia la piscina donde observó a Jorge Castillo nadar plácidamente.

—¿Por qué me rehúyes? ¿Alguien te hizo daño? —preguntó, con ojos ligeramente tristes, más marrones y apagados que de costumbre, Zoé.

—Es curioso, cuando me marché de su vida, ella también pensó que la rehuía y, sin embargo, a partir de ese momento, ha estado conmigo las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, los doce meses del año —contestó Larios sin dejar de mirar por la ventana.

—Pero eso no tiene por qué ser así —dijo Zoé, mientras se abrazaba a él por la espalda—. La gente como tú sólo recordáis aquello que os causa dolor. Déjate llevar y sé feliz, no pienses en nada.

Larios se volvió, miró los ojos marrones tierra de Zoé y sonrió.

—Me encanta —comentó Zoé.

—¿Qué? —preguntó Larios.

—Verte sonreír —respondió Zoé.

Larios volvió a mirar por la ventana y, pellizcando los múltiples rostros de la melancolía, susurró con un apagado hilillo de voz:

—En realidad has estado dentro de mí desde siempre. Incluso antes de conocerte...

—¿Qué has dicho?

—Me gustaría que mirases en tus ficheros la dirección de Rojas. —Larios prefirió dejar de hablar de algo que siempre le superó y centrarse en lo que le había llevado esa radiante mañana a aquella mansión donde, muy probablemente, Zoé, cada noche, respondería salvajemente a todas los sueños de Larios, eso sí, en brazos de su marido, sobre la cama, en la bañera o en cualquier rincón de la casa, mientras él se conformaba con mojar su mano cada noche, abrazado a la almohada y soñándola una vez más—. Rojas es el investigador que contrató tiempo atrás tu padre para realizar el mismo trabajo que ahora estoy haciendo yo —recordó Larios al ver el rostro inundado de sorpresa de Zoé—. Me gustaría hablar con él, tal vez pueda ayudarnos.

Zoé se abrochó la bata, comprendió que el tiempo de los corazones había pasado, y comenzó a buscar en los abarrotados ficheros metálicos que decoraban una de las paredes del despacho. Durante unos minutos comprobó, de arriba abajo, la letra R hasta que finalmente se dio por vencida:

—No hay ninguna ficha con ese nombre —comentó—. Fue hace tantos años... La verdad, creo recordar que ese hombre murió.

Larios, por encima de la cabeza de Zoé, siguió con la vista todo el recorrido de sus finas manos adornadas por un anillo de plata, tan hermoso y enigmático como su cuello:

—¿Es el expediente del cuadro? —preguntó, al tiempo que señalaba una gruesa carpeta.

—Sí —respondió Zoé, y extrajo del archivo el expediente para, juntos, durante unos minutos, beberse de un trago todos los papeles—. Mira, el contrato de adquisición —y le enseñó un viejo pliego, arrugado y algo amarillento. Larios lo leyó y comprobó que el cuadro fue comprado por el padre de Zoé en una galería de arte de París el año 1959. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fue una carta de recomendación llena de loas a Franco y a la guerra de salvación que un tal Vidal, seguramente aprovechado preboste de falanges, había redactado de puño y letra para Latorre.

—Me gustaría una copia de todo esto —comentó Larios mientras se despedía de Zoé con un amago de sonrisa.

Y es que la vida estaba empezando a dar demasiadas vueltas dentro de su cabeza, en medio de sus febriles recuerdos...

* * *

—¿Quién es? —Una voz temblorosa surgió tras la puerta del camarote del capitán Danko.

—¡El diablo, que cuida de los suyos! —Danko, perdidamente borracho, de un puntapié entró en el camarote.

El artesano veneciano y su esposa retrocedieron. En sus ojos se adivinaba el miedo, la angustia, un pánico casi irracional y, a la vez, perfectamente comprensible. Hasta ellos había llegado la fama de crueldad de Danko con sus prisioneros, el recuerdo de tantas y tantas historias... Se daban cuenta de que el fin podía estar muy cerca.

Danko, poco a poco, empezó a acercarse a Bianca Mattei, acorralándola contra una puerta. Su esposo, el artesano Morelli, intentó defenderla pero, rápidamente, cayó vencido a los pies del pirata. Danko, con la empuñadura de su sable, le había golpeado en la cabeza, dejándolo inconsciente en el suelo. Bianca intentó gritar pero no encontró fuerzas. Tan sólo, de forma histérica, comenzó a insultar a su perseguidor:

—¡Sois una rata de mar que se complace matando inocentes!

Danko lanzó una sonora carcajada y con sus sucias manos acarició el rostro de Bianca. Ella se apartó y mostró claramente su repugnancia.

—Sois muy valiente... Podéis guardar vuestras pistolas. ¡No las necesitaréis conmigo!

—No llevo pistolas.

—Vuestros ojos... He visto pistolas más consideradas.

Danko volvió a reír y, poco a poco, fue atenazando el exquisito cuerpo de Bianca.

—¿Sabéis que dormís en mi camarote? —baboseó.

Bianca no contestó.

—Y lo embrujáis... Sí, lo embrujáis cada noche —repetía, de forma desquiciada, completamente borracho.

El pirata se abalanzó sobre Bianca e intentó besarla. Ésta le propinó una sonora bofetada y gritó con todas sus fuerzas.

—En Tortuga cuando una mujer rechaza a un hombre significa que quiere que le domine y le ahogue con sus besos y abrazos... —susurró, libidinosamente, Danko y continuó con el sucio acoso hasta que alguien entró por la puerta. Era Padovani, con todo su aspecto de cura fantasmal surgido de las tinieblas. La escena resultaba tétrica y amenazadora, pero el corazón de Bianca respiró por primera vez.

—¿Ocurre algo? —En los ojos de Padovani se adivinaban demasiadas cosas y Danko, a pesar de su lamentable estado, las comprendía todas. No quería problemas con el Duque, así que empujó a la dama y salió huyendo del camarote no sin antes dar una última orden a Padovani:

—¡Haz que suban a los cuatro prisioneros a cubierta!

En el puente de mando el Duque controlaba a sus hombres mientras no perdía de vista el horizonte. Deseaba volver a Tortuga pero jamás tuvo tanto miedo de un regreso. En ese preciso momento un Danko encolerizado y completamente ebrio le abordó.

—Te veo triste, Duque. Tendré que divertirte... Ya veo a ese capitán español colgado de los muelles de Tortuga...

En la mirada del Duque había hielo y acero. Danko rio.

—Recuerda el potro de tortura de esos puercos. ¡Un cuarto de vuelta! ¡Vuelta entera!

—Cállate. —El Duque se había vuelto, enfurecido, contra su capitán,

—Bebe, estúpido. —Danko le alcanzó una botella de vino—. No hay nada como un buen potro para despertar la sed.

El Duque estrelló la botella contra el suelo.

—He dicho que te calles... Estás borracho.

—Siempre he trabajado mejor borracho que sobrio —contestó Danko.

En ese preciso momento, Padovani, acompañado de los cuatro prisioneros, interrumpió a sus dos capitanes. El rostro del Duque reflejó un millón de sentimientos, sus ojos se cruzaron con los de Bianca y creyó morir. Pero no había tiempo ni para palabras ni para miradas. El capitán Danko ya tenía preparado su propio espectáculo... Se acercó a don Francisco Gutiérrez, le agarró de los cabellos y le escupió a la cara:

—Sois un bailarín en la horca...

—El sótano es para los traidores. La horca para los valientes. —El capitán Gutiérrez, aterrorizado, sacó fuerzas de flaqueza y escupió en el rostro a Danko. Fue lo último que hizo en su vida. De su cuello, relampagueante, zigzagueante, surgió un copioso reguero de sangre. El cuchillo de Danko acababa de terminar con otra vida... Los prisioneros, que sabían lo que les esperaba, intentaron revolverse contra el pirata pero Danko, envalentonado por el alcohol y la sangre, sacó su par de pistolas y volvió a amenazarles.

—Si alguien quiere lo mismo que se acerque y le partiré la cabeza con mis manos. —En los ojos de Danko se descubrió una expresión de locura que asustó a todos sus hombres, perfectos conocedores de sus arrebatos.

Bianca Mattei, mientras tanto, en un ataque de histerismo y rabia intentó dar una patada a Danko. El capitán pirata empezó a reír, cogió a Bianca de los brazos y acarició su rostro con una de las pistolas.

—Siempre pruebo el vino antes de comprarlo. Probemos a ver si merece la pena.

En ese momento, cuando se disponía a besar a Bianca, el Duque empujó a Danko, le desarmó y le propinó un fuerte puñetazo. Todo el Roccobarocco empezó a temblar. Sin embargo, Danko temía al Duque como si fuese el mismísimo diablo y, además, sabía que estaba demasiado borracho para vencerlo. Durante unos segundos, en el suelo, estudió la manera de salir de esa desbordante humillación delante de sus hombres de la mejor forma posible, pero, a esas alturas, ni sus piernas ni su cerebro le respondían. Sólo acertó a reír como un loco y a gritar a todos los piratas, con su voz ronca, fantasmal, definitivamente rota:

—¡Cervezas para todos y no paréis hasta que estemos ahogados!

El Roccobarocco respiraba de nuevo. El Duque cogió de la mano a Bianca Mattei y la condujo, junto a los otros dos hombres, a su camarote. Había visto demasiadas veces a Danko que, tras beber como un poseso, había dado rienda suelta a sus más sucios placeres. Y a la bebida le solía seguir la insolencia y los sucios abrazos con honestísimas mujeres y doncellas que, amenazadas por su cuchillo, entregaban su cuerpo a la violencia de semejante bestia. Pero con Bianca eso no iba a suceder. El Duque sabía que, aunque ya había muerto por ella, estaba dispuesto a volver a morir otra vez. Y un millón de veces más. Ahora, mientras apretaba su mano, después de tanto tiempo, comprendía que todo merecía la pena por ella.

* * *

Esa tarde Batista iba especialmente desaliñado. Aparcó el coche y atravesó la calle sin mirar, provocando frenazos e insultos. Como un baladrón indomable se acercó hasta el templo satánico. Esperó unas horas, apoyado en la barra de un cercano bar, bebiendo cervezas sin parar, mirando una anodina televisión llena de figuras descoloridas, aprendiéndose de memoria los rostros de jugadores del F.C. Barcelona, entre los que reconoció a Cruyff, Sotil, Maradona, Amarillo, Rexach, Marcial y Kubala, que decoraban, en marcos ostentosamente dorados, todo el frente del bar y, como un catacaldos indómito, como un buitre paciente, cuando vio salir a Duncan White, todo de negro, como siempre, con su cuidada perilla y su larga melena negra, se abalanzó sobre él. Los clientes del bar, embozados tras el cristal y la música de El Fary, sólo acertaron a ver empujones, ojos de fuego, verbenas de voces y un puñetazo que dejó a Duncan sangrando copiosamente por su mejilla izquierda.

* * *

La forma en la que llegué a introducirme en el extraño mundo de los buscadores de tesoros es algo que, todavía hoy, me resulta bastante incomprensible y absurdo, aunque, bien mirado, la única salida digna a la pérdida de Laura Gabelatti sólo podía ser la de buscar indefinidamente la belleza. Lo cierto es que, de la noche a la mañana, me vi sumergido en el apasionante, intrincado y mafioso mundo de la búsqueda de tesoros, metido hasta el cuello, agarrado por las pelotas de una forma indolentemente buscada.

Cuando regresé de Florencia, en el otoño del 48, atado irremediablemente a los besos de Laura, comprendí que el tiempo, el mismo que en el pasado, junto a ella, me devoraba, pasaba indecente delante de mis ojos, era velocidad y ansiedad en estado puro, se había convertido en algo pesado como un obús, en una carga insoportable de llevar. Sabía que mis ojos habían contemplado la belleza y comprendía que había sido un privilegiado pero, al final del camino, sólo quedaba la condena de su ausencia. Todo el mundo, en su asquerosa vida, busca de forma desesperada la belleza y casi nadie la consigue. El que la logra es feliz, pero se condena. Es como si hubiese vendido su alma al diablo. Yo, en Florencia, en Laura, en su cuerpo increíble, en su sonrisa fastuosa, conocí la belleza, y por eso me condené.

Estaba en Madrid, intentando poner en orden mi vida, recuperando amigos y estrategias pasadas, asistiendo, impasible, a la reconstrucción de un país destrozado, un país en el que ya casi ni me reconocía y donde la vida se consumía a pequeños y dolorosos tragos. En esa situación, apurando un apestoso brandy de garrafa en un bar del Madrid antiguo, me encontré con un antiguo compañero del Servicio de Información e Investigación. Siempre me había resultado un tipo repugnante pero, por mucho que quisiera cambiar mi pasado, durante unos años, mi historia se unía a aquellos hombres necios, serviles y tremendamente peligrosos de los que, en muchos momentos, me aproveché. Era Vidal el típico fulano ganador de la guerra, de sucia mirada y perversos sentimientos, con bigote pequeño, copia indecente de indecentes modelos, encumbrado en una gloria que nunca hubiera imaginado, ávido de dinero y poder, de sed de venganza y resentimiento. En su perversa mente, no contento con todo lo que había conseguido tras su triunfo en la guerra, no cejaba en el empeño de acumular más y más dinero en sus bien nutridos y poblados bolsillos. Desde su impecable traje azul, vistoso y canallesco en medio de tanta pobreza, de tantos tipos que apenas tenían un saco de esparto para vestir, me atrajo a su causa. Yo no deseaba ni dinero, ni poder, porque todo lo había perdido, y no tenía ninguna intención de tirar adelante, al menos de forma consciente. Lo único que deseaba era matar el tiempo cruel y asesino y, para ello, tan sólo necesitaba trabajar las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, y viajar, mover mi desesperado culo, huir, huir hacia adelante de la forma más digna posible.

Vidal tenía montado un próspero negocio clandestino de tráfico de obras de arte y se había convertido en el verdadero rey del mercado negro de los restos arqueológicos. No se trataba de expoliar obras conocidas y clasificadas extraídas de museos o iglesias —de eso ya se encargaban otros más listos y de mayores galones; Vidal, al fin y al cabo, era un pelele, un segundón, un siervo de los verdaderos triunfadores, de los voraces salvadores de la patria— sino de coger restos directamente del suelo. No había ningún tipo de control y el suelo, la tierra, todo el país era suyo, todo el campo estaba bajo la sombra de su fascistoide bigote. En concreto, en la zona de Extremadura y Andalucía, tenía localizados Vidal más de mil yacimientos arqueológicos y contratado, a golpe de reales manchados y sucios, todo un nutrido ejército de expoliadores, de toda clase y condición, fuerzas vivas de cada pueblo y también campesinos y gente de la calle que labraban su pequeña tierra y encontraban restos, para ellos de ningún significado y valor, armados con rústicos detectores de metales y con cientos y cientos de palas, que asaltaban los campos en busca de alguna joya que resultase valiosa a los ojos de los expertos historiadores del arte vendidos a Vidal. Se podía encontrar de todo porque en la removida, hastiada y derrotada tierra española, había de todo: objetos de ajuar pertenecientes a la edad de hierro, denarios de oro y plata del período romano, todo tipo de monedas del medievo y de la edad moderna, vidrios, cerámicas y trozos de mosaicos y columnas; todo lo que se pudiera imaginar.

Las piezas más pequeñas y de menor valor pasaban de mano en mano y acababan convirtiéndose en moneda de pago para alcaldes, guardia civil y curas de los pueblos que lucían, orgullosos, en las vitrinas de su casa, como un tesoro, monedas o pequeñas vasijas de casi ningún valor. Las piezas de mayor importancia, sin embargo, llegaban directamente a Vidal quien se encargaba de desviarlas a canales ya establecidos. Comenzaba, entonces, una organizada red de comerciantes clandestinos, restauradores piratas, coleccionistas anónimos y sin escrúpulos, e intermediarios codiciosos. Era así como un mosaico romano encontrado en suelo español acababa en una subasta de Londres, París o Nueva York. En esos círculos la figura de Vidal era ya casi mítica y, durante un tiempo, me convertí, sin ningún tipo de remordimiento, en su mano derecha.

Al poco tiempo de estar metido en este nuevo, apasionante y peligroso trabajo, Vidal me pidió que encabezara la expedición que, con capital americano, de uno de sus más importantes y reconocidos socios, iba a emprender, en aguas de Venezuela, a la búsqueda de un tesoro del mítico capitán Morgan, teóricamente desaparecido en las aguas de Maracaibo tras su invasión del año 1669. Deseaba viajar, quería huir, buscaba emociones en un cuerpo en el que ya no existían y, sin pensármelo dos veces, me engarrafé desesperadamente al proyecto y partí hacia Venezuela.

* * *

La Biblioteca de la Casa de América estaba un poco destartalada, medio abandonada, con sillas que crujían y una docena de mesas de madera repletas de graffiti, pero tenía los mejores fondos en materia de piratas y corsarios. Era como una cafetera tremendamente antigua, que se caía de vieja, pero capaz de seguir preparando el mejor café, el más aromático y delicioso. Unas cincuenta sillas vacías se abrían a los ojos de Larios, y también un silencio sepulcral, un ambiente fantasmagórico, lleno de ecos pizarrescos. Desde el centro de la sala surgía, como un islote saliendo de las profundidades, de abajo arriba, una escalera de caracol que llevaba hasta un piso superior donde había unas cuantas mesas más, igualmente destrozadas por corazones atravesados por flechas, citas diversas, frases soeces y loas a equipos de fútbol o a grupos de rock and roll. Larios miró a su alrededor y observó que, al fondo, junto a la ventana, un joven rubio y con gafas era el único usuario de la biblioteca. Tenía en sus manos un libro que parecía bastante antiguo, con unas cubiertas de piel de color rojo, al que no prestaba la menor atención. Inmediatamente, Larios se acercó a un viejo y destartalado fichero y comenzó a buscar en el índice de materias algo que le otorgase alguna luz. El primer libro que consultó fue Galería de Piratas Ilustres, de Benito Lynch, el mismo libro que le había enseñado la noche de su muerte el profesor Piñeiro y que, casualmente, desapareció como presa de un mismo encanto de cintas rojas. Larios volvió a leer los datos que sobre el pirata Danko aparecían en el viejo volumen argentino y comprobó que no había nada más en él que lo que le había leído Piñeiro. Luego hizo muchas más consultas. Durante más de seis horas fue descubriendo que el pirata Marco Danko aparecía en las páginas de muy pocos libros, que no era, ni mucho menos, de los piratas más conocidos, y cuando en alguno le citaban era para repetir, aproximadamente, los mismos datos que le había descubierto el profesor: que era de Rotterdam, que asaltó la tripulación del Gran Mogol y varios galeones españoles, que se atrevió a adentrarse en el mismísimo Maracaibo para llevarse un galeón español, lleno de oro y plata, anclado en el puerto de la ciudad, que fue famoso y temido por su aspecto físico y por las crueles atrocidades que cometió con sus prisioneros y con sus mismísimos hombres y, finalmente, que murió en un peculiar duelo a manos de uno de sus hombres. Todos repetían lo mismo. Sin embargo, como premio a su constancia, en un pequeño libro titulado Piratas, bucaneros, filibusteros y corsarios en América escrito por un tal Honorio Bustos, apareció algo que hizo que Larios saltase de su silla. Apenas se dedicaban a Danko siete líneas pero la última era explosiva: «Danko murió en La Tortuga a manos de su lugarteniente, un extraño pirata español conocido como el Duque». Larios recordó, al instante, las palabras del profesor que decía que el hombre de negro que estaba de espaldas en el cuadro de Claudio de Lorena seguramente fuese el lugarteniente de Danko porque parecía ser el protagonista del cuadro, recordó al hombre que hizo construir el palacio Morelli, y recordó, todavía con mayor excitación e intensidad, la inscripción que figuraba en el reverso del grabado perteneciente al Liber Veritatis del lorenés, quadro fecit per Duque, spagnolo. Larios acababa de descubrir, o al menos eso pensaba, quién era el extraño hombre de negro y quién encargó el cuadro a Claudio de Lorena. La investigación parecía seguir su curso, llena de aristas y lagunajos, pero también de Zoés y martinis. En la biblioteca, a esas horas, ya sólo estaba Larios con su imaginación volcánica. Tomó unas notas en una vieja libreta, dejó el libro y se acercó, como cada noche, al Wang Tao.

* * *

El Duque, con su prodigioso instinto natural, acababa de notar un extraño movimiento en el barco. Se acercó al hombre que, en ese momento, dirigía el Roccobarocco y preguntó:

—¿Qué ocurre? Mantén el rumbo.

—No me responde; es la caña del timón,

El Duque apartó a su hombre, dio unos golpes sobre el timón y consiguió que el barco le respondiese. El piloto, con ojos incrédulos, parecía no entender la pericia de su capitán.

—El Roccobarocco y yo nos conocemos desde hace tiempo... Sabemos cómo tratarnos —fue la escueta excusa dada por el pirata negro a su sorprendido hombre.

El Duque y el Roccobarocco se conocían desde siempre, era cierto, pero no menos cierto era la pericia del Duque, su don natural para entender el barco, que había pasado a ser su vida. Llevaba tiempo sin salir en expediciones y eso, en cierta forma, le había trastornado. La única manera que tenía de ser feliz, de intentar olvidar, era trabajar día y noche en la nave. Mientras permanecía en Tortuga sólo podía olvidar preparando una nueva expedición y dirigiendo El Loro Azul. Pero eso no era suficiente. Necesitaba de la grandeza del mar, de sus luces y sombras para sentirse vivo. Y en el Roccobarocco parecía conseguirlo. Sin embargo, al regresar a su vida Bianca Mattei de una forma tan brutal y desesperada, ya ni siquiera el Roccobarocco podía servir de bálsamo. Todo se había vuelto a derrumbar. El par de días que siguió a su disputa con Danko lo empleó en trabajar como el último de los piratas, reparando jarcias, achicando sentinas, recogiendo velamen, mientras reservaba las veinticuatro horas del día para que Padovani, fiel como un perro, defendiese y protegiese a su bella Bianca del alma. Y fue entonces cuando todos sus hombres, asombrados y admirados por el despliegue de energías del Duque, comprendieron que aquel hombre taciturno, triste y solitario era un grandísimo marino al que su instinto le hacía predecir la intensidad de los vientos y la ruta a seguir, sin necesidad de ningún instrumento adicional. No existía gaviero más trabajador ni timonel más hábil en el manejo de la caña a la hora de barloventear y era imposible encontrar a alguien con su derroche de energía. Lo realmente cierto es que en su corazón había habido tal prodigalidad de sentimientos que aquello era, para él, una nadería sin importancia.

La noche caía sobre el barco pirata y el Duque era uno de los pocos que permanecían en la cubierta del Roccobarocco. Una luna llena, grande, inmensa, desquiciante y tremendamente hermosa presidía el paso fugaz del barco sobre las calmadas aguas. El Duque, pensativo, afiebrado, con una de sus manos acariciando la moneda de oro que colgaba de su cuello y que tantas primaveras atrás le regaló Bianca, veía un rayo de luna platear sobre la cofa del palo de la mesana lo que hacía resplandecer, de forma casi mágica, la blancura de la lona de la cangreja.

—No merece la pena...

A su lado acababa de situarse Padovani, En sus ojos apareció un brillo de cansancio que no pasó desapercibido para el Duque.

—Acuéstate unas horas. Dentro de poco estaremos en Tortuga. Ella no corre peligro ya.

—En Portobello cambiaste una chica por dos barriles de ron.

—Aquella mujer se parecía tanto a ella... Lo sabes. Sabes que pasé toda la noche acariciando su rostro y mordiéndome las lágrimas. Aquella mujer era tan libre como Bianca Mattei, tan libre y tan hermosa...

Padovani apretó el brazo del Duque y se despidió. Sabía que todo resultaba imposible. Ya lo era antes y ahora prefería no pensar lo que podía ocurrir con el Duque, ahora que ella había vuelto.

La noche seguía su curso envolviendo al Roccobarocco en su largo abrazo de magia y misterio. Mirando al horizonte negro del mar en calma, el Duque se perdía en recuerdos, en los besos increíbles de Bianca, mientras comprendía que ahora su vida olía como los sueños rotos. El tiempo le sabía a agua seca porque eso era lo único que tenía desde que le abandonó Bianca, eso y la oscuridad. Siempre supo que cuando el amor se convertía en obsesión se abrían las puertas del infierno. Ahora, después de tantos años, se daba cuenta de que llevaba en el infierno ya un millón de años.

—¡Barco a la vista! —El vigía acababa de despertar de su locura al Duque quien comprobó, estupefacto, cómo los primeros latigazos del día sacudían ya el Roccobarocco. Rápidamente tomó el catalejo y vio que se trataba del barco de Kluivert. Estaban llegando a Tortuga y, sin duda, hacia allí se dirigía también el viejo pirata.

—¿Qué demonios ocurre? —Danko, sobresaltado, acudió junto al Duque.

—Es Kluivert. —El Duque le ofreció su catalejo. Danko miró a través de él y lanzó un rugido, en forma de orden, a sus hombres:

—Muchachos, es el malnacido de Kluivert. Vamos a recibirle como se merece... Esta noche Tortuga va a estallar. Artillero, preparado. ¡Fuego!

Durante más de una hora los dos barcos piratas, como era costumbre entre aquellos hombres, saludaron con los cañones gruesos y convirtieron en fiesta el encuentro mientras al fondo, en medio del infernal ruido, se escuchaba una ronca voz:

—¡Tierra! ¡Tortuga a la vista!

* * *

Esa noche tan malditamente estrellada no resultaba propicia para que Larios expulsase miedos y lamentos en el Wang Tao y Batista se dio cuenta de ello rápidamente. Pidió a la chica de Tarragona un par de cervezas, guardaron sus palas en unas machacadas fundas de plástico y se sentaron en unas sillas altas que miraban hacia la calle. Fuera, en medio de una noche misteriosa y tremendamente sensual, cientos de personas de las más variadas edades y condiciones, desfilaron ante sus ojos. Durante varios minutos el silencio se apoderó de ambos hasta que Larios susurró:

—¿Puedo dormir este fin de semana en tu casa?

—¿Qué ocurre? —preguntó Batista.

—Silvia va a recoger sus cosas, prefiero no estar allí...

Larios apuró el botellín de cerveza, se levantó y, a los pocos segundos, regresó con otro par de botellines.

—¿Qué os ha pasado a vosotros dos? —preguntó un desconcertado Batista.

—No sé, supongo que se acabó el amor —contestó, con un dejo algo irónico, Larios.

—No seas estúpido, a mí no me engañas, eso es una tontería impropia de alguien como tú. Jamás estuviste enamorado de Silvia, eso lo sabemos los dos. —Batista, con un visible enfado, cogió del bolsillo de su pantalón el llavero, sacó una llave y se la dio a Larios: — Esta noche llegaré tarde. Toma, tengo otra copia en el coche.

Larios cogió la llave y sonrió. Él siempre pensó que realmente tenía enfermo el corazón, que padecía de bovarysmo, esa enfermedad que consiste en encontrar la vida insuficiente, pero no se atrevió a adentrarse por esa melancólica e improductiva senda junto a Batista.

—No te preocupes, mañana por la tarde tengo pensado acercarme a Peñaranda de Bracamonte —se limitó a susurrar.

—¿Peñaranda? —preguntó, extrañado, Batista—. Eso parece el culo del mundo. ¿Qué buscas allí?

—El culo del mundo, sí, pero por su nombre tiene que ser un culo bonito. La verdad es que todavía no sé muy bien lo que busco, pero creo que parte del secreto se esconde allí. Es un pueblo del que me habló el profesor Piñeiro antes de ser asesinado.

«No necesito que me perdones por haberte amado tanto», iba pensando Larios mientras dejaba atrás el Wang Tao, las luces y a Batista. Larios pisaba, sin darse cuenta, charcos y cervezas derramadas, algún que otro claxon de coches furtivos y faldas de cuero terriblemente cortas. En el bolsillo de su pantalón acarició la llave del apartamento de Batista.

Larios siempre pensó que Dios había desaparecido tras construir su chapucero mundo, pero si había un dios no estaba en él, ni siquiera en ella, ni en el sol, ni el mar, ni en el aire o el fuego, sólo podía estar en el hueco que había entre los dos. Sin embargo, ese hueco, como los suspiros de Baudelaire, olía mal. Ahora, sabiendo que nunca resolvería con ella el Gran Misterio, mientras paseaba dentro de la noche de lujo, dentro de charcos fantasmagóricos y estrellas malditas, y encaminaba sus pasos al apartamento de Batista, se dio cuenta de que estaba solo, tremendamente solo, y lo que resultaba más preocupante, le daba lo mismo.

* * *

Llegué a Venezuela en diciembre de 1948 y, durante más de un año, me introduje dentro de su luz, dentro de sus gentes y me dejé sobrepasar por su vitalidad, intentando perderme por sus calles, hacerme definitivamente anónimo y diluirme en el confín del mundo, olvidarme por completo de Laura y apagar con la distancia y el tiempo su recuerdo. Pronto comprendí que era una tarea imposible, aunque desde que perdí el perfil de su sonrisa me agarro desesperadamente al pasado, y lo hago intentando, de forma más desesperada aún, olvidarla. Es contradictorio, pero todo, desde que me abandonó Laura, es contradictorio, inútil, terriblemente absurdo. Hoy, tantos inviernos después, siento lo mismo...

En Venezuela me pusieron, como una tapadera casi de ciencia ficción, al frente de una multinacional de perforación petrolífera instalada en el lago de Maracaibo. Era un momento de auge, de explosión. La fiebre del petróleo contagiaba a todos los venezolanos y a todos los grandes hombres de los dólares flotantes. En 1946, Acción Democrática había obtenido la mayoría absoluta en las elecciones para la constituyente y promulgó, inmediatamente, una nueva ley para controlar el negocio petrolífero que fijaba en un 50 por ciento la parte de los beneficios que las compañías debían entregar al fisco. El dinero que se movió a partir de ese momento, con la perversa trayectoria y la engañosa forma de un iceberg, fue indescriptible. Sin embargo, todo estaba dominado por los militares, por la corrupción, por la mierda flotante. Algún pequeño ensayo democrático, como el protagonizado por el candidato de Acción Democrática, Gallegos, que no quiso doblegarse a los mandatos de los militares, terminó con un pronunciamiento castrense justo en los días anteriores a mi llegada. El ambiente estaba cargado y tremendamente crispado pero la sonrisa de aquellos hombres era reconfortante, sincera, envidiable. En el aeropuerto me recibió un hombre alto, rubio, con aspecto de matasiete y maletín prohibido. Se llamaba Milton Davis y era mi enlace con el gran hombre que me había llevado hasta allí, un multimillonario tejano, dios del oro negro y apasionado coleccionista de arte. La cantidad de millones de dólares que el buen fulano extraía de las tripas de Venezuela le permitían muchos lujos y caprichos. Durante aquella época pensé, y lo sigo pensando todavía, que el país entero se movía al ritmo que imponía su rolex, su firma retorcida en papeles oscuros. Muchos de los miembros del gobierno pasaban sus vacaciones en alguna de sus mansiones y escondían sus secretos en varios de los yates que ponía a su disposición el turbio yanqui. Compraba a todos con sus poderosos dólares y yo no fui menos.

El gigante rubio me dejó en la puerta de un hotel extravagantemente fastuoso. Antes de despedirse me alargó su maletín y me presentó a una mujer tremendamente bella. Para aquella época y en aquel país resultaba una verdadera provocación. Era muy rubia, bastante alta, de pechos rotundos y extraordinariamente marcados, con falda estrecha y muy corta. Comprendí al momento que la fulana también se había vendido al tejano. Como yo. Como todos.

—Aquí tiene toda la información que usted precisa. Dentro de dos días empezará el trabajo. Le avisaremos.

—¿Hemos conseguido ya todos los permisos necesarios?

—Trabajamos para alguien que no necesita ningún permiso. No lo olvide. —El matasiete se marchó y me dejó con el maletín, con la rubia y con una sensación de malestar que tardó en desaparecer.

Subimos en el ascensor y cuando llegamos a la habitación di una propina al botones y me quedé solo con aquella mujer. Dejé el maletín encima de una mesa y empecé a desnudarme. Ella me imitó. Cuando la vi desnuda, tan perfecta, tan hermosa e insultantemente atrevida tan al alcance me sentí perdido. En aquella mujer sólo podía ver a Laura, aunque eran completamente distintas. Comprendí, al momento, que no sería capaz de estar con nadie después de haber besado el cuerpo de Laura, después de haber muerto dentro de ella. Sentí un calor asfixiante, una sensación de derrota indescriptible, así que expulsé de mi habitación y de mi vida a la espectacular rubia. Tiré su ropa fuera y el cuerpo perfecto de la mujer perfecta me abandonó para siempre. Comencé a sentirme bien y me sorprendí hablando con Laura. Únicamente me podía apartar de ella el capitán Morgan. Sonreí, miré el maletín y me dispuse a devorarlo. Deseaba convencerme de que yo era el último pirata y que mi princesa se había perdido. Tan sólo esperaba que algún valiente la rescatase.

Reconozco que siempre fui un maldito y estúpido romántico.

* * *

La noche se fue haciendo eterna, volviéndose insoportable, con sus mil suspiros y miedos, con todas esas sensaciones de colores que tantas veces habían resultado perturbadoras para Larios. Ahora, sin embargo, acurrucado en un incómodo sofá de cuadros, símbolo del grado de chabacanería que podía alcanzar Batista, se retorcía de angustia. En su mirada, en sus ojos, grandes y abiertos, incapaces de someterse, a pesar de la intempestiva hora, a la dictadura del sueño, habitaba una sensación extraña y agarrotadora que le hacía sentir más débil y perdido que de costumbre. Se encontraba tremendamente agitado por el viaje que iba a llevar a cabo, un viaje al que deseaba aferrarse desesperadamente como a un último y anhelado salvavidas, aunque tal vez su corazón, en esto como en todo, fuese muy por delante de su cabeza. Le agobiaba lo que le había hecho a Silvia. Se acababan varios años, se metían en un cofre cientos de recuerdos y se lanzaban a un mar profundo y amargo. Sentía, y mucho más a esas horas de la noche, rodeado de silencios y de angustias, que se había comportado como un verdadero cerdo con ella, que Silvia había sido un segundo plato injusto, una máscara que lavaba su sed de alguien. Recordaba los momentos en los que abrazaba a Silvia, la desnudaba, le hacía el amor y sólo veía a otra mujer. Siempre había sido así. Hacer el amor con Silvia era estar con alguien, intentar recomponer lo que pudo ser y, en realidad, nunca fue.

Eran las cuatro de la madrugada y, en medio del silencio, un silencio tan agobiante para Larios que se podía cortar con un cuchillo, apareció Batista, acompañado por Lesbia Aquino e iluminado por una luz especial. Larios se dio media vuelta, mareando los cuadros del sofá, cerró los ojos y decidió aislarse en su particular burbuja, dejar que pasase el chaparrón, esperar la electricidad del sueño. Vio, con los párpados bailando, detrás de una oscura persiana instalada en sus ojos nocherniegos, cómo Batista y Lesbia se abrazaban, se besaban, buscaban desesperadamente sus cuerpos y un lecho donde llorar toda su felicidad. Ansioso de mujer, lleno de su ausencia, Larios reconocía en Lesbia algo que le daba escalofríos. Siempre le pareció una suripanta de lujo, alguien demasiado vulgar para cualquier hombre y, sin embargo, lo único que realmente veía en ella era todo lo que en su día no tuvo. Larios no comprendía por qué todos aquellos besos le sabían a como un puñetazo indecente; en el fondo, imaginaba que no era otra cosa que el recuerdo de besos antiguos con sabor ya a naftalina. Lesbia, en aquel momento, era para él, y ya definitivamente, la no mujer, el pasado regalado a la miseria. Durante unos minutos, apoyados en la puerta del dormitorio, les vio hablar de forma desasosegada, inquietante, enfermarse mutuamente de palabras y suspiros, soportando una estúpida logomaquia que, por momentos, se eternizó. Aquello desconcertó a Larios, sobre todo conociendo la forma de actuar de Batista; sin embargo, el extraño preludio duró poco. Cerraron la puerta del dormitorio y Larios pudo abrir tranquilamente los ojos, descansar de sensaciones ya olvidadas, dejarse romper los oídos por los jadeos que iban llegando, acompasadamente, criminalmente, desde el fondo del dormitorio. Larios dio mil vueltas en el sofá de cuadros pero sólo logró escuchar unos suspiros entrecortados que le llevaron a otros lugares, tan lejanos ya. Hemos nacido para estar juntos, aunque nunca lo estemos, susurró. Ésa, en el fondo, era su única gloria, y por eso lo repetía constantemente. Ésa y los recuerdos, su verdadero único tesoro.

* * *

El Roccobarocco, a primeras horas de una mañana que se adivinaba esplendorosa, iba haciéndose paso, sobre la balsa de aceite en la que se había convertido el mar de los piratas, rumbo al pequeño y protegido puerto de Tortuga. Atravesó la bahía del Nuevo Mundo y se encaminó, altivo, hacia su bocana, tan estrecha que un solo barco podía impedir la entrada a cien, eso sin contar con el fuego llovido desde el cielo, desde el castillo situado en el Peñasco del Nuevo Mundo con sus dos piezas de artillería certeras y letales aunque, generalmente, desaprovechadas porque nadie había sido lo suficientemente osado como para intentar invadir Tortuga. Todos los países sabían que Tortuga era un nido de piratas y que en su terreno eran inexpugnables. Ahora el Roccobarocco, seguido por el barco de Kluivert, hacía su triunfal entrada en el puerto de Tortuga. Era una hora muy temprana pero el puerto estaba atestado de gente. Todo el mundo, sin excepción, esperaba impaciente la llegada de noticias, de buenas nuevas, de alcohol y dinero. Todos intuían que los siguientes días en Tortuga iban a ser prósperos, mágicos, salvajes. El sol finalmente hizo acto de presencia para ser testigo del regreso del Roccobarocco a su casa.

Desde el puente de mando, el Duque, con expresión seria, adusta, casi trágica, observó cómo sus hombres se abrazaban a la gente que les esperaba, les vio trasvasar noticias, alegría, abrazos; dentro de una inenarrable borrachera de felicidad descargaron los baúles que contenían todos los tesoros arrebatados al Espíritu Santo y cómo, en una procesión de silencio y tristeza, su Bianca, al abrigo del fiel Padovani, y acompañada por su esposo y por don Juan de Espina, desembarcaba y era llevada a la casa propiedad del Duque, situada junto a El Loro Azul. Era una imagen que rompía en mil pedazos el corazón del Duque, una imagen casi fantasmagórica, irreal, extraña, como sacada fuera de contexto, como un desfile de almas en pena atravesando un mundo de lujuria, desenfreno y alegría. Y en ese desfile, en medio de los peores momentos, en las situaciones más delicadas y trágicas, Bianca Mattei, casi rozando el suelo, emergía en medio de Tortuga como una mujer exquisita, con una fortaleza adorable, con su cabello negro como la noche, con su porte cautivador, con ese don natural, con esa elegancia innata. El Duque comprobó, desde su atalaya de melancolía, que Bianca estaba tan hermosa como siempre, que los años no podían con ella, que su piel, sus ojos, su cuerpo, resultaban más adorables y excitantes que nunca, que no era justo que cada vez que la mirase se rompiese algo dentro de su cuerpo. Tal vez por eso, porque ya no sabía si su alma estaba preparada para sufrir más, el Duque evitó, en lo posible, mirar a Bianca. En ella sólo veía su vida y las ganas de abrazarla, besarla, acariciarla eran tan grandes que sabía que, en cualquier momento, iban a terminar por dinamitar su entereza. En cada gesto, en cada mirada de Bianca estaba el recuerdo de un beso y, a esas alturas, eso resultaba insoportable para él.

—Ha sido una expedición perfecta, viejo amigo. —El capitán Danko, acercándose por detrás y poniéndole una de sus manos sobre el hombro, felicitó al Duque.

—Sí, perfecta... —El Duque sonrió e intentó cambiar de conversación—. ¿Qué tienes pensado hacer con los prisioneros?

—Podía estar furioso, pero no lo estoy... La mujer es tuya. Ya era hora de que te interesaras verdaderamente por alguna. Es fascinante, hermosa, lo tiene todo. Me alegro, Duque, en serio. Pero los dos hombres son míos. Ése es el trato.

—¿Qué piensas hacer con ellos? —volvió a preguntar el Duque.

—Nos divertiremos... Los próximos días en Tortuga van a ser especiales.

—¿Eres ambicioso, Danko?

—Sí, lo soy. De sobra lo sabes. —Danko, extrañado, pareció no comprender la pregunta.

—Podemos sacar dinero, mucho dinero por esos dos hombres. ¿Por qué crees que el rey francés está detrás?

El capitán Danko dudó y miró con extraños ojos al Duque. Hasta ese momento no había caído en la cuenta de que la expedición estaba, de algún modo, dirigida desde París.

—Ese hombre —cuando el Duque hablaba del esposo de Bianca se traslucía en sus ojos algo extraño, indefinible— es un artesano veneciano de primera calidad, un constructor de espejos que se disputa media Europa.

—Explícate. No entiendo nada de lo que dices.

—En Venecia están los mejores constructores de espejos. Su técnica es increíble, perfecta, y sus espejos los más bellos, hermosos y buscados del mundo. Pero esa técnica es un secreto que nadie conoce. Los artesanos lo van transmitiendo, de padres a hijos y no sale de Venecia bajo pena de muerte. A este artesano le están buscando desde Francia, desde España, desde Inglaterra, desde Flandes y, también, desde Venecia. Seguramente el Dux ha enviado a alguien con el encargo de asesinar a ese pobre hombre para que no se vaya de la lengua... El rey español tiene mucho poder y ya lo ha contratado, no sabemos cómo. Incluso le ha hecho venir al Nuevo Mundo a trabajar. Pero el rey francés le quiere para sus nuevos palacios. Y todos le quieren. Podremos sacar mucho oro por él.

—Me gusta la idea... Cada día me sorprendes más. Es tuyo, pero quiero el oro pronto.

El capitán Danko abandonó, presuroso, el Roccobarocco. En el muelle, vociferando como un animal herido, el capitán Kluivert le esperaba. Los dos viejos lobos de mar se abrazaron y, agarrados, estrujándose los hombros, se dirigieron hasta El Loro Azul. El Duque, desde el Roccobarocco, les observó y sonrió. Luego bajó a su camarote y terminó con el reparto del botín. Sabía que esa noche todos los piratas acudirían hasta él para que les diese su parte de gloria y de infierno.

* * *

El 4 × 4 negro iba sacudiéndose lluvias a cada golpe de acelerador. En la radio sonaba la voz de Jim Morrison con sus jinetes en la tormenta y Larios, con su portentosa imaginación, empezó a sentirse en la bañera de un hotel de París, roto definitivamente, abotargado de drogas, alcohol y delirio. Cambió el dial de la radio, buscó fuerza interior pero sólo encontró más y más lluvias. Al calor de la radio, el paisaje lluviano, de tierra mojada, se apoderó de la llanura castellana y cuando cruzó Serrada y La Seca, tierra de vinos donde tantas y tantas veces se emborrachó, se desató una tormenta impresionante. Regresó a Jim Morrison, al mito y al delirio, y subió el volumen de la radio hasta límites casi insoportables, mientras, anhelando y añorando los jinetes en la tormenta, comenzó a pisar de forma desaforada el acelerador, a pesar de la cortina de lluvia que se agolpaba en el parabrisas del 4 × 4, dejando atrás varios coches que se habían detenido en la cuneta por falta de visibilidad. El diluvio fue corto y, cuando Larios ya había dejado atrás la mítica Medina, lucía un sol esplendoroso, de fuego brutal, de día limpio y salvaje. Pasó Rubí de Bracamonte, pueblo de nombre hermoso y evocador, que le recordó, no supo por qué, el cuadro de Claudio de Lorena, aunque, desgraciadamente, su aspecto externo era triste, de pueblo abandonado y silencioso. Tan sólo un rebaño de ovejas, cuyos balidos cruzaban y descruzaban las calles, y el pastor que las cuidaba, sentado en la raquítica fuente que presidía la plazuela junto a la carretera, y que, bajo el justiciero sol, respondió, entre sorprendido y encantado, al saludo que con el claxon le lanzó Larios, parecían reinar en medio de la nada más absoluta. Pasó Fuente el Sol y llegó a Madrigal de las Altas Torres. Larios miró el indicador de gasolina y decidió parar a repostar. Mientras le echaban gasolina ojeó las portadas de diversas revistas y periódicos, compró un bote de cerveza y preguntó por los kilómetros que faltaban hasta Peñaranda de Bracamonte. Subió al 4 × 4, con fuerzas e ilusiones renovadas, y se adentró por el túnel mágico que le iba a llevar a otro tiempo. Cruzó Paradinas de San Juan y, poco después, divisó, a lo lejos, Peñaranda de Bracamonte. Sabía que llegaba a un lugar especial que, con toda seguridad, le iba a regalar más de una sorpresa. Además, con ese nombre tan bello no podía ser de otra forma. Sin embargo, justo cuando dejó atrás la señal que indicaba que Peñaranda de Bracamonte se encontraba a dos kilómetros, cuando se acercaba ya, gozosa y entusiasmadamente, al pueblo, la lluvia volvió a hacer acto de presencia, saludando desde el escenario como en una vieja y fantasmagórica representación teatral. En la radio, para entonces, David Bowie iba de cenizas en cenizas.

* * *

Henry Morgan, con treinta y un años, había sido elegido almirante por los filibusteros. Tres años después, en el curso de una misión a las órdenes de sir Thomas Modyford, gobernador de Jamaica, y tras destruir Puerto Príncipe y Portobello, hundió en la entrada del lago Maracaibo tres bajeles bajo el mando del almirante español Alonso de Campos.

Morgan había preparado concienzudamente el ataque a Maracaibo. Tras el éxito de Portobello esperó a que sus hombres gastasen todo el dinero y se pusieran incondicionalmente, ávidos de nuevos y previsibles botines, a sus órdenes.

Tres meses después de la destrucción de Portobello, los filibusteros acudieron en masa a la Isla de la Vaca, al sur de Santo Domingo, donde Morgan les había citado para la expedición que preparaba. En aquella ocasión, los franceses de Tortuga no quisieron perder otra oportunidad como la de Portobello y se presentaron también, algo que agradeció Morgan porque deseaba atraerlos hacia su causa ya que el barco francés tenía veinticuatro piezas de hierro y dos de bronce.

Morgan llegó a la Isla de la Vaca en enero de 1669 y se encontró a todos los filibusteros esperándole con ansiedad. El jefe de los Hermanos de la Costa adoptó aires de gran señor. Vestía camisa de encajes, traje de seda y ceñía un sable con empuñadura de plata. A su lado estaba el oficial que transmitía sus órdenes y le llevaba el catalejo. Además, le rodeaba continuamente su estado mayor.

A bordo de la fragata Oxford, Morgan ofreció un gran banquete a todos sus hombres. El vino y el ron comenzaron a correr. En cada brindis se disparaba una andanada. Accidentalmente una chispa cayó en el pañol de la pólvora e hizo saltar el Oxford en mil pedazos, causando la muerte de muchos filibusteros. Morgan, sin embargo, escapó con vida y ocho días después de la pérdida del navío hizo buscar sobre las aguas del mar los cuerpos de los muertos con la mezquina idea de sacar algo bueno de sus vestidos y adornos, de tal manera que si hallaban alguno con sortijas de oro en los dedos se los cortaban para sacárselos y los dejaban en aquel estado a merced de la voracidad de los peces.

El accidente no canceló la empresa y los filibusteros, en ocho navíos bajo el mando de Morgan y un pirata que ya había saqueado Maracaibo con El Olonés y conocía bien la ciudad, se hicieron a la mar rumbo a Maracaibo. Pasaron por Curaçao, fueron descubiertos, se dirigieron, entonces, a la isla de Ruba, a doce leguas de Curaçao, donde compraron carnes y se avituallaron. Por fin, días después llegaron al lago de Maracaibo donde hallaron las aguas muy bajas. Montaron en barcas y chalupas ligeras y llegaron a la ciudad que, en unas horas, cayó en su poder.

Durante tres semanas Morgan y sus hombres buscaron, por todos los rincones, gente escondida. Se dividieron en diversas tropas y recorrieron todas las plantaciones, sabedores de que los españoles retirados no podrían vivir en los bosques de lo que encontrasen en ellos y acabarían por acudir a las plantaciones en busca de víveres.

Finalmente, harto de esperar y de saquear, tras haber apresado a muchos españoles y no queriendo que estos tuvieran tiempo para organizarse, Morgan decidió abandonar Maracaibo.

Pero ya era tarde.

* * *

Larios, escapando de miedos y negros augurios, entró en Peñaranda de Bracamonte y comenzó a dar vueltas con su 4 × 4 negro alrededor del pueblo, inyectándoselo en vena, haciéndolo suyo definitivamente. Encendió la calle de la luz baja, de la luz nueva, paseó con la imaginación dentro de casas blasonadas con sillería, dio mil vueltas a la plaza de la Constitución, a la del Ayuntamiento, creyó ver transformarse el tenderete festivo que adornaba e iluminaba fiestas y se metió dentro del cuerpo destilerías, bodegas y, ya cerca de la estación, todo un polideportivo donde decenas de críos daban patadas a un balón.

El nombre del pueblo, no sabía Larios muy bien por qué, le parecía mágico, hermoso, principesco, tal vez porque, según pisaba sus callejuelas y miraba sus viejas casas, tenía la desasosegante sensación de haber estado allí en algún otro momento. Sin embargo, estaba seguro de que jamás en su vida había pisado Peñaranda de Bracamonte. Resultaba una sensación muy extraña. Era algo que ya le había sucedido en otras ocasiones, el sentimiento de reconocer cosas, edificios, calles que, estaba seguro, era la primera vez que veía. Finalmente, aparcó el coche en mitad de la Plaza Mayor y comenzó a pasear, a sentirse más y más integrado en un sitio que, de alguna forma, creía conocer, conocer las tristes aguas del Guareña y, sin haberla visitado, mirando la gran mole de sillería, rodeada de fuertes estribos, que era marca de fábrica de la iglesia de San Miguel, conocer a la perfección la coqueta disposición de sus tres naves de igual altura sostenidas por columnas dóricas, el excelente retablo de su altar mayor, saber, mejor que su nombre, la historia de su tejado, cimborrio y torre asaeteadas por el fuego en el XIX, conocerlo todo, en cierta forma, haberlo vivido. O, tal vez, se estaba volviendo loco. Ahora, como rubricando tanto despropósito, tanta ingravidez mental, la lluvia se intensificó de tal forma que acabó desembocando en otra espectacular tormenta. El cielo se volvió negro, como un manto espeso de cobre, y comenzó a caer agua a una velocidad y con una intensidad sobrecogedora. Larios, desde los soportales de la Plaza Mayor, miró el silencio y la soledad del pueblo vacío, atacado por la salvaje tormenta mandada por el mismísimo sursuncorda. Larios acababa de entrar en una especie de paraíso y ya llovía en él de manera infernal...

* * *

Tortuga vivía dentro de un sueño donde todos los hombres y mujeres de la isla se lanzaban, de forma desenfrenada, a la noche, a la alegría de vivir. Sabían que sus vidas transcurrían al borde de un precipicio y que cualquier mañana caerían en sus fauces; por eso, por la sensación de subsistir en una cuerda floja, vivían más allá del límite. En su vocabulario no existía el futuro. El Roccobarocco acababa de llegar cargado de joyas y oro y nadie se planteaba el no despilfarrar en el acto su parte del botín. El Loro Azul hervía ya de forma fastuosa y el Duque, en su pequeño despacho situado en el piso superior, escuchaba acongojado toda la descarga de vitalidad, alegría y locura de aquellos hombres, y se daba cuenta de que no podía soportarlo. Sabía que era un cobarde, que su corazón se resistía hasta más allá de lo razonable a volver a enfrentarse a Bianca, cara a cara, sin disfraces ni máscaras, y después de tanto tiempo... Pero tenía que hacerlo. Se armó de valor, recompuso su arrugada casaca negra, bajó las escaleras de El Loro Azul, apagó con su sola presencia el griterío festivo a su alrededor, y se dirigió a la casa de su propiedad donde estaban los prisioneros. Al llegar vio a Padovani vigilando junto a la puerta y le ordenó ir con los demás. Durante unos instantes, parado delante de la sencilla puerta de madera, se dejó acariciar por la posibilidad de salir huyendo como siempre, con Bianca agarrada a su corazón. Sin embargo, esta vez, por fin, dominó sus cobardes impulsos y se decidió a entrar.

Don Juan de Espina, el artesano veneciano y Bianca, sentados alrededor de una mesa, daban buena cuenta, en ese preciso momento, de unos sabrosos alimentos preparados por expreso encargo del Duque.

—Vengo a ver si se encuentran bien. —El Duque no sabía muy bien hacia qué punto dirigir su vista, aunque sus ojos sabían, de sobra, dónde debían atracar.

Los dos hombres se levantaron inmediatamente de la mesa y se acercaron al Duque.

—¿Qué va a ser de nosotros? Debéis salvarnos, os lo suplico por mi esposa. Hacednos regresar a Maracaibo... — Carlo Morelli agarró por el brazo al Duque, y le imploró durante unos interminables segundos hasta que don Juan de Espina se acercó y le apartó.

—Carlo, por favor, no os rebajéis ante este hombre. — Don Juan de Espina miró fijamente al Duque—. Me habéis decepcionado.

—Siento mucho que así sea. —El Duque observó a Bianca, sentada junto a la mesa, mirándole con esos ojos oscuros, tan hermosos, tan bellos, tan enigmáticos, ahora tan tristes.

—Tortuga no es un lugar muy recomendable... —Juan de Espina continuó aparentando una tranquilidad y frialdad pasmosa, escudriñando el alma de su raptor.

—Me dijeron que era un sitio ideal para pasar unas vacaciones tranquilas. Me informaron mal —susurró el Duque.

—¿Nos van a matar? —Carlo Morelli, nervioso, histérico, seguía obsesionado con un futuro que para él había finalizado ya—. Al menos salve a mi esposa. Devuélvala a Maracaibo. Ella no merece estar en un sitio como éste.

—Eso es cierto. —El Duque volvió a dirigir su mirada hacia Bianca, pero ella se levantó y, en la otra punta de la habitación, dejó volar sus ojos al mar.

—Ustedes se conocían, ¿no? —El artesano veneciano miró fijamente al Duque.

Sin dejar de mirar a Bianca, el Duque respondió:

—Nos vimos por última vez en Venecia.

—¿No lo has olvidado? —Desde el fondo de la habitación y, sin volverse, con los ojos fijos en el mar, por primera vez, Bianca dejó escapar unas palabras.

El Duque, al escuchar a Bianca sonrió y recordó sus últimos momentos con aquella mujer en Venecia, en aquel tiempo de delirio y de magia tan feliz, donde no había preguntas y las únicas respuestas eran los besos verdaderos. Ellos sabían que todo se derrumbaba a su alrededor y, mientras tanto, se enamoraban locamente. Y recordó, dios, con tanto dolor, recordó el último beso, porque todos los besos hieren pero el último mata. Y recordó sus últimas palabras, «bésame como si fuese la última vez», y recordó aquella nota, destrozada por la lluvia y por sus lágrimas, no preguntes por qué, piensa solamente que te amo. Ahora Bianca, la maravillosa Bianca, estaba junto a él después de tanto tiempo, la observaba de espaldas y sentía que lloraba. El Duque, en aquel momento, hubiera dado un mundo por sus pensamientos. Pero ése no era el momento, tal vez ya no existiese el momento entre ellos...

—No se preocupen, sus vidas no corren peligro. —El Duque se dirigió al artesano veneciano—. Sois un hombre muy valorado por los nobles europeos, conseguiremos un buen montón de oro por vos. Mientras tanto podéis salir y pasear por Tortuga. Es una isla hermosa. No temáis por vuestra vida, seguramente para Danko, ahora, tenga más valor que la mía.

El Duque abandonó la casa no sin antes mirar, por última vez, la increíble y triste espalda de su Bianca. Un nudo atenazó su garganta pero sabía que no podía hacer otra cosa. La vida había acabado desde hacía tiempo para él y en ese momento, más que nunca, se daba cuenta de ello.

* * *

Una mesa alargada, negra y fría como una cortina de hierro, separaba a Zoé Latorre de su marido. Esa noche, como casi siempre, Hugo Soto había llegado tarde. Sin embargo, Zoé seguía intentando mantener viva la llama de algo que en su día fue amor, buscando desesperadamente en cada minuto de la vida cotidiana momentos sublimes. Se había puesto su mejor vestido, había preparado una cena exquisita y había llenado la casa de velas rojo pasión aunque la noche, desde el primer momento, parecía querer deslizarse por una senda nada propicia donde la mesa era demasiado alargada, las distancias insalvables y el romanticismo escaso. Como tantas y tantas noches se irían a la cama, harían el amor en silencio, sin subir a ningún altar, sin ofrecer ningún sacrificio, ni palabras, ni ternuras, y dormirían como niños traviesos y oscuros. Tal vez, en medio de la noche, volverían a despertarse, volverían a hacer el amor, medio dormidos, con los ojos y el corazón cerrado, y se darían la vuelta después de haber atravesado el túnel del dolor. Por la mañana se levantarían en silencio, se ducharían, se asearían, se vestirían, desayunarían leyendo el periódico y, sin malgastar una palabra, se darían un beso de despedida. Era la historia de siempre. Mientras tanto, seguían degustando el primer plato, seguían bebiendo sorbos pequeños de un exquisito vino, incluso, angustiados por el silencio, buscaban un salvavidas en el pequeño televisor que adornaba una de las esquinas del comedor. Cuando Hugo Soto se levantó y encendió el aparato, Zoé sonrió. Sonrió al recordar que el televisor siempre fue su mayor enemigo, que siempre había luchado a muerte para apartarlo de su vida, y ahora, mientras cenaban, escuchaban, como dos estúpidos robots, las noticias de boca de un vocero teledirigido y manejado, de una marioneta llena de dinero y consignas. Pasaban los minutos y la cena ya se había convertido en todo un mundo de arenas movedizas. En la televisión, mientras tanto, el guapo y manejado florero de la cadena estatal hablaba de una posible crisis del gobierno y aparecía la foto de una prostituta cuya muerte era investigada desde tiempo atrás por la policía. Lisa Conti parecía mucho mayor de lo que en realidad era, tenía el pelo y la piel muy oscuros, era italiana pero tenía rasgos brasileños, ojos de bossa-nova, labios de Ipanema.

—¿Conocías a esa chica? —preguntó Zoé mientras bebía un pequeño sorbo de vino.

Hugo Soto, tan activo y vital en su trabajo, y tan bigardón indomable en su propia casa, pareció sorprendido:

—¿Por qué lo preguntas? —respondió, intentando disimular palabras y miradas a base de meterse en la boca varios trozos seguidos de solomillo al roquefort.

—No sé —comentó, aparentando despreocupación, Zoé—. Al verla en televisión me he acordado de una llamada de teléfono. Al parecer hay un ministro entre los sospechosos...

Experto en hacer fullerías en el juego, en engañar en su trabajo, en esconder siempre las cartas, Soto pareció no inmutarse y, con una nueva pregunta, se volvió a escabullir de los ojos cada vez más oscuros de su mujer:

—¿Quién te ha llamado por teléfono?

—¡Eres un cabronazo! —respondió Zoé al ver que sus intentos de acoso no lograban siquiera embermejecer a su marido.

—Muchos quieren hundirme, deberías saberlo —contestó el político profesional, antes de esquivar una patada de la indignada Zoé. Para entonces se había apagado la noche y la luna. Ya sólo quedaba en la gran mansión un sentimiento extraño y desasosegante de tristeza y varias piezas de cristal por los suelos.

* * *

Cuando Morgan y sus hombres quisieron abandonar el lago de Maracaibo, se encontraron con que a la salida del canal les aguardaban tres navíos de guerra españoles (el navío mayor de 40 piezas, el otro de 30 y el menor de 24), mandados por el almirante don Alonso del Campo Espinosa que, a su vez, había reedificado el fuerte de la isla de las Palomas, situado junto a la desembocadura del canal, en el mar libre.

Morgan decidió pedir tributo de fuego por la ciudad y ordenó que todos los prisioneros casados y con hijos formaran una comisión e intercediesen ante el almirante español, con la amenaza de pasar a cuchillo a todos los habitantes de Maracaibo si los navíos de guerra permanecían taponando la salida.

Dos días después la atribulada comisión regresó junto a los piratas llevando en su poder, como contestación, una carta destinada a Morgan, caudillo de piratas, de puño y letra de don Alonso del Campo y Espinosa, almirante de la Flota de España: