Falange Española Tradicionalista

y de las J.O.N.S.

Servicio de Información y Documentación

Delegación Provincial de Valladolid

Telefono 1274

Número 7-432

Ramón Nieto Calvo, Licenciado en Derecho y Delegado Provincial del Servicio de Información e Investigación de Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S.

CERTIFICO

Que de don Carlos Rojas Saelices, natural de Valladolid, de veintidós años de edad, casado, mecánico y vecino de Valladolid, obran en esta Delegación los siguientes antecedentes tomados de declaraciones de diversas personas:

Sorprendióle el Movimiento Nacional en Madrid, donde trabajaba en SIGMA, industria de Óptica e Instrumentos de Precisión y donde daba clases en la Academia que para preparación de Aspirantes a Vigilantes conductores de la Dirección General de Seguridad abrió en aquella capital Acción Popular.

Que al comienzo del Movimiento, y por su significación derechista, fue detenido por los esbirros rojos, que le pusieron más tarde en libertad.

Que antes de esta primera detención custodió durante dos días, en el domicilio del camarada José Rodríguez Maza, Claudio Coello, número 95, principal, un fichero de afiliados de Falange Española de las J.O.N.S.

Que al intentar detenerle de nuevo, para salvarse, se ofreció a prestar servicio en el Parque Móvil de la Dirección General de Seguridad, siendo nombrado conductor.

Que desempeñando este empleo salvó a algunas personas de la muerte, consiguió sacar a varias de su prisión y ayudó a otras a evadirse de la zona roja.

Que también distribuyó alimentos entre las personas de orden.

Que salió del territorio marxista y se presentó a las autoridades de la España Nacional en Fuenterrabía el 12 de agosto de 1938.

Que entretanto sea resuelto su expediente, permanecerá en la Prisión provisional de esta capital.

Que tiene reservado puesto en un parque automovilista militar de esta capital.

Y para que conste, a instancia de la esposa del interesado, expido la presente, que firmo y sello en Valladolid, a 25 de agosto de mil novecientos treinta y ocho. III año triunfal.

Saludo a Franco

¡Arriba España!

* * *

Zanussi acababa de bajarse de un taxi en mitad de Montmartre. Agarrando con frenesí un pequeño maletín de piel, recorrió sus laberínticas calles y se dejó atrapar, como cientos de turistas, por rincones típicos y tremendamente sugestivos. Pero Igor Zanussi estaba allí para algo más que para hacer turismo. Bajó por la rue Norvins y llegó a la hermosa y empinada rue Saules, tan característica de aquel especial y bohemio barrio. Sus azules ojos dejaron atrás boulangeries, cafés, árboles, bancos con parejas de enamorados, turistas de todo tipo y condición hasta que se detuvieron, en la esquina con la rue Saint Vincent, con un cartel negro de inspiración modernista donde se podía leer, en infantiles letras de color amarillo, lo siguiente:

AU

LAPIN AGILE

CABARET

POÈMES ET CHANSONS

VEILLÈES VERS 21

Era el cabaret Au lapin agile, el antiguo Cabaret des Assassins, medio oculto por una gran y hermosa acacia, con su romántico y ya famoso aspecto rústico, con sus vallas de color verde terminadas en afiladas puntas amarillas, con sus contraventanas de madera también verdes, con los espíritus burlones de todos los pintores y escritores famosos que visitaban el lugar desde tiempos inmemoriales y no lo abandonaban tras su muerte. Según las indicaciones, al lado debía de estar la Galería de Sophie Lavilière. Dobló una esquina y, al instante, encontró lo que buscaba. Miró el escaparate de la galería de arte, en el que se anunciaba, de forma aparatosa, la exposición de un tal Eric Rivière, abrió la pesada puerta metálica, decorada con una fotografía del pintor, y accedió al interior. En él, decenas de cuadros, torpemente figurativos y obtusos, eran objeto de extasiada contemplación por parte de una pareja de ancianos y de dos señoras de mediana edad vestidas con unos ostentosos abrigos. Al fondo, sentado tras una pequeña mesa, un chico joven, con gafas, camisa a cuadros y pantalones azules, escribía algo en un ordenador. Su mesa estaba inundada por los catálogos pertenecientes a la obra del tal Eric Rivière. Zanussi se acercó hasta él y, en un perfecto francés, preguntó por mademoiselle Sophie Lavilière. El joven llamó a una puerta situada justo detrás de él y, pocos segundos después, le hizo pasar al interior.

—Desde que recibí su fax le espero con impaciencia. — Sophie Lavilière era una mujer mayor, bastante alta y extremadamente delgada, con el pelo blanco recogido hacia atrás y gafas redondas que magnificaban sus ojos de circe, de vieja experta y astuta. Llevaba un vestido gris muy elegante y un gran collar de perlas a juego con la pulsera. Su despacho estaba lleno de cuadros, la mayoría sin colgar, además de unos cuantos archivadores—. Quiero que me cuente con todo detalle la historia de nuestro cuadro...

Zanussi, con la lección bien aprendida, hizo una rápida descripción de todo el proceso que le había llevado a descubrir la originalidad del cuadro de Claudio de Lorena, evitando, en todo momento, mencionar las muertes de Iris Latorre y de su padre. Cuando terminó su exposición, Sophie se levantó, se dirigió a uno de los archivadores y sacó una gran foto del cuadro, una fotografía, por desgracia bastante oscura, en parte por la mala calidad de la foto y en parte por la suciedad del propio cuadro, pero en la que se podía distinguir claramente, entre otros detalles, la bandera francesa que presidía el gran navío central.

—Me acuerdo todavía perfectamente de él —comentó la galerista—. Siempre sospeché que era original y más desde que se publicó, hace un año, la biografía de Lucien Girardot. —Sophie mostró a Zanussi, en ese preciso instante, un grueso volumen titulado Lucien Girardot. Vie, oeuvres, mensonges, buscó una página doblada en su esquina y le enseñó otra fotografía del Lorena—. Girardot fue un hábil falsificador pero también uno de los más importantes traficantes de arte de los años 30 y 40. Empezó como pintor y, harto de sus continuos fracasos, se decidió a realizar una serie de falsificaciones de grandes pintores, especializándose, entre otros, en Claudio de Lorena. Sin embargo, paralelamente, entró en contacto con una mafia nazi, una verdadera red de expoliadores de grandes obras de arte que, a través de una perfecta organización en la que trabajaban primordialmente alemanes, italianos y españoles, colocaban los cuadros en las más importantes subastas de arte del mundo. Así, en abril de 1945, se hallaron en unas minas de sal custodiadas por los alemanes diversos cuadros, entre ellos el nuestro. Aquellas obras habían sido adquiridas o directamente sustraídas durante la Segunda Guerra Mundial por el ministro nazi Goering. Cuando terminó la guerra y se descubrió el tesoro, por motivos obvios, Lucien Girardot prefirió confesarse falsificador antes que ser acusado de colaboracionista. Fue juzgado y obligado a realizar, bajo vigilancia, alguno de los cuadros requisados, demostrando una gran pericia en su ejecución. Cinco años más tarde, a los sesenta y tres años, murió en una cárcel de Burdeos. Durante esa época había estallado ya la polémica, pues no todo el mundo pensaba que aquellos cuadros fuesen falsificaciones. Empezaron a aparecer nuevos cuadros de Vermeer, Rembrandt, Franz Hals y las dudas se extendieron más y más. Sin embargo, la peculiar situación del país, que intentaba olvidar la reciente guerra, y el temor a las confiscaciones hicieron que las autoridades francesas dieran carpetazo al asunto. Tan sólo un par de obras habían sido sometidas a examen pericial y entre ellas no estaba el cuadro de Claudio de Lorena. Las obras analizadas habían conseguido burlar las pruebas periciales clásicas: el análisis del albayalde, la radioscopia, la resistencia de los colores a los disolventes, el examen microespectroscópico de las sustancias colorantes, etcétera, por lo que se siguió pensando, de manera oficial, que todos aquellos cuadros eran falsificaciones. Se difundió la idea, desde las más altas instancias, de que Lucien Girardot había sido muy hábil y astuto en su trabajo. Había investigado los materiales y procedimientos de los grandes maestros y, utilizando lienzos anónimos de la misma época de los originales, conservando los clavos forjados a mano y los listeles de cuero originales de los cuadros, haciendo coincidir los blancos de los antiguos lienzos con los recién pintados, había conseguido realizar falsificaciones lo suficientemente perfectas como para engañar a todos los críticos, revistas especializadas y museos del mundo entero. Todas las investigaciones y las múltiples dudas que surgieron alrededor terminaron ahí, justo hasta la publicación de este libro. Ahora sabemos, sin ningún género de duda, que muchos de los cuadros que se nos hizo creer que eran hábiles copias, en realidad eran originales, verdaderas obras maestras víctimas de expolios injustificados y hábilmente colocadas en distintos lugares del mundo.

—Y el cuadro de Claudio de Lorena es uno de ellos —interrumpió Zanussi, de forma alborozada, olvidando su contenida forma de ser.

—Para mi desgracia lo he sabido demasiado tarde. Yo entonces era muy joven, llevaba muy poco tiempo al frente de la galería y pensé, en su momento, que hacía un gran negocio cuando vendí el cuadro. Jamás lo lamentaré lo suficiente. Sin embargo, tengo que decirle que debe tener mucho cuidado. Desde que apareció el libro varias mafias internacionales de arte buscan por todos los rincones del mundo los cuadros. Le aconsejaría que su representado pusiese, cuanto antes, a buen recaudo el cuadro. Hasta ahora han tenido suerte y a la suerte no hay que provocarla demasiado.

—Tal vez no hayamos tenido tanta suerte. —Zanussi se levantó, estrechó la mano de Sophie y se despidió de la galerista, dejándola sumida, con su último comentario, en una absoluta perplejidad—. Me ha resultado de una gran ayuda. Muchas gracias. Espero poder invitarla pronto para que vea el lorena. Estaremos en contacto.

* * *

Una canoa de madera decorada con extraños motivos indígenas se desplazaba por el plateado río, como un punto diminuto y danzarín en medio de la espesa vegetación. El calor resultaba insoportable pero no parecía molestar al Duque. A su lado, mientras manejaba los remos a buen ritmo, Padovani señaló hacia una de las orillas.

—No, no es aquí—comentó el Duque—. Esos indios habitan tierras más lejanas.

La seguridad del Duque se tradujo, al instante, en una mayor intensidad de remo a cargo de Padovani. Él sabía, desde hacía mucho tiempo, que el Duque poseía un sexto sentido único. No tenía ya dedos en las manos para contar las veces que le había salvado la vida, una vida que siempre se había balanceado sobre una cuerda floja y que la mayoría de las veces acababa cediendo por el punto más inesperado. Cuando su familia le obligó a entrar en la Iglesia supo que nunca sería un sacerdote ejemplar pero eso, en los tiempos que corrían, poco podía importar. Toda familia noble que se preciase tenía la obligación y, tal vez, el derecho, al menos eso pensaban, de extender sus tentáculos hacia todos los lados, y la Iglesia era uno de los bocados más apetitosos. A Padovani le tocó en suerte entrar en un monasterio a los diez años y diez años después era conocido en toda Roma. No existía mancebía ni taberna que no supiese de su fama. Su carácter disoluto, pendenciero y goliárdico le granjeó todas las enemistades del mundo y, a pesar de su habilidad con el sable, su vida corrió peligro multitud de veces. Una de esas veces, en la puerta de un lupanar de mala muerte, fue asaltado por cinco matones contratados por alguno de los múltiples caballeros a los que había deshonrado tras haber gozado de todas las mujeres de su palacio, desde la servidumbre hasta llegar al mismísimo dormitorio del noble despechado —«Duque, siempre hay que empezar por la cocinera para llegar a la doncella y meterse en la cama de la señora; nunca falla—»; así que con su larga túnica negra de dominico fantasmagórico y su afilado sable plateado se vio abatido por el amplio número de contrarios y por el volumen de alcohol que descansaba en sus tripas. Estaba ya en el suelo cuando apareció un caballero todo de negro que mató a dos de los esbirros y puso en fuga a los otros tres. Era el Duque. Y aquella fue sólo la primera vez. Luego fueron a Venecia y allí vivieron al límite. Jamás vio al Duque tan feliz. Sin embargo, aprendió rápidamente que en la vida todo termina y mucho antes el paraíso. Huyeron y con el tiempo se separaron. Luego, como en un cuento de hadas, se reencontraron en el fin del mundo, en Tortuga. Y en Tortuga, el Duque le volvió a salvar de las garras de los piratas, convirtiéndole en un bucanero. Ahora habían pasado muchos años y Padovani sabía que nunca le abandonaría, que él se había convertido en la triste música que siempre acompañaría los recuerdos del Duque, porque en la única memoria del Duque estaba Padovani: él había sido testigo de un tiempo feliz del que el Duque no deseaba desprenderse pues sabía que eso sería su muerte.

—Es increíble la forma que tienes de despreciar a las mujeres. Tal vez algún día te falten —comentó Padovani, al hilo de cualquier juguetón pensamiento, mientras no cesaba de remar vigorosamente.

—Calla, cura, no deberías hablar así. Te debes a más altas causas.

—Sí, las más altas causas. —Padovani estalló en una estruendosa carcajada que se confundió con el colorista recital de pájaros exóticos y demás animales que poblaban el río.

Un poco más tarde, cuando el inmenso sol empezó a esconderse, la canoa embarrancó en medio de la manigua, ocultándose y perdiéndose entre las plantas. Los dos hombres descendieron de la pequeña embarcación y llegaron a la orilla. Se adentraron en la selva y empezaron a cortar con sus machetes las ramas que, de mil formas distintas, se cruzaban en el camino. Caminaban en silencio. Sabían que era una zona muy peligrosa, abarrotada de animales salvajes y de reptiles venenosos que se camuflaban entre las hojas secas. Por fin, un par de horas después, consiguieron salir de aquel opresivo lugar y se detuvieron a comer un poco de harina de mandioca junto con algunas piñas.

—Todavía me recuerdo vagando por tantos y tantos lugares, en tantas y tantas expediciones, provisto tan sólo de una mala calabaza con un poco de agua, comiendo pescados de concha que encontraba en los peñascos a orillas del mar —comentó Padovani, mientras daba buena cuenta de una gran piña de un color amarillo casi fosforescente.

—Acuérdate de aquella vez, en la selva de los katai, en la que estuvimos dos semanas sin comer. Al final tuvimos que dar cuenta de los zapatos y las vainas de las espadas y los cuchillos. El cuero era nuestro único sustento y muchos de nosotros esperábamos que apareciese algún indio para sacrificarlo con nuestros dientes —le recordó un pensativo Duque.

—Menos mal que antes llegamos a Santa Teresa de Tierra Firme y nos hundimos en el mayor festín...

—Toma, cura rijoso, una calabaza llena de pulque, para que ahuyente los malos espíritus.

La noche caía, cálida, salvaje, inmensa en su desnudez. Alrededor, los árboles brillaban con una fuerte luz verdosa, Los cucuyos, refugiados en la frondosidad de los árboles, desprendían una luz mágica y turbadora que no impidió que el sueño se instalara definitivamente en los cuerpos de Padovani y el Duque.

* * *

—Pásame ese paño, el que está ahí encima. Bien. Ahora esta pequeña delicia la metemos en el horno. Ya está. Contamos 25 minutos y nos vamos haciendo a la idea de que dentro de muy poco tiempo traspasaremos las puertas del cielo, y también del infierno, si se deja. —Batista miró el reloj—. ¿Te has enterado de cómo se prepara mi Quiche Safo? Es fácil. Te repito: se baten dos huevos, se mezclan con 100 gramos de jamón dulce y 50 gramos de bacón cortados en trocitos, con un poco de leche, de nata líquida, queso rallado, una pizca de nuez moscada, pimienta y sal. Todo ello se echa en la pasta de hojaldre y al horno. ¿Lo has cogido? Con la Quiche Safo no se te resistirá ninguna mujer. Te lo aseguro.

—Siempre piensas en lo mismo. No has cambiado nada. —Larios miró fijamente a Batista y sonrió.

—Anda, calla y ven. —Batista condujo a Larios hasta el mueble bar de donde sacó una coctelera de plata en la que echó Bailleys, mangaroca, Cointreau, whisky, pippermint, una pizca de canela y unas hojitas de menta y comenzó, de forma muy profesional, a agitarla—. Con esta Pasión turca y mi Quiche Safo lo tienes todo hecho. No falla. Pero dime, ¿qué ha pasado con Silvia?

—Silvia, Silvia... —Larios posó con suavidad sus labios sobre la copa que contenía la Pasión turca y volvió a sonreír—. ¿Sabes? Ni siquiera le gustaba Pat Metheny...

—Cada vez pones excusas más estúpidas para abandonar una relación. —Batista cogió de los hombros a Larios y le miró fijamente a los ojos—. Nunca la tendrás, una vez estuviste a punto, pero, desengáñate, no volverá... No la sigas buscando en todas las mujeres. Empieza a olvidar... Tienes que volver a trabajar. Se acabó ser un vago. Y además, ve haciéndote a la idea, vas a volver a trabajar para mí...

Larios miró a Batista con ojos extraviados, asustado y extrañado por lo que acababa de comentar su antiguo compañero. Y es que desde que abandonó la Policía, no se le había pasado por la cabeza volver a trabajar como un vulgar destripaenigmas. No se sentía con fuerzas aunque, mientras apuraba su Pasión turca, pensaba que ahora, tal vez, fuese el momento.

—Necesito que me ayudes en un caso. Para mí es un completo misterio y, al parecer, la solución al enigma puede girar alrededor de un cuadro. ¡Tu especialidad! Ha habido una extraña muerte y estoy seguro de que tú eres la persona indicada para resolver el caso. Trabajarás para una mujer exquisita. Seguro que te gusta. Ojalá algún día cenes Quiche Safo con ella y bebáis juntos, a la luz de una vela, una Pasión turca... Pero, vamos a poner la mesa. Se acerca el cielo, Larios, ¡el cielo!

En menos de diez minutos, Batista y Larios estaban sentados alrededor de una pequeña mesa circular y, mientras saboreaban el delicioso manjar, el policía narró toda la historia del cuadro de Claudio de Lorena. Larios, por primera vez en mucho tiempo, pareció interesarse por algo, enganchándose, poco a poco, a la historia. Durante más de una hora dejaron correr recuerdos, pasearon por el bulevar de todos los momentos vividos juntos, se enamoraron de los antiguos casos que debieron resolver y se fueron dando cuenta de que todo podía volver a empezar. En un momento dado, al calor de la noche y de la Pasión turca, Batista se levantó, se acercó al mueble bar y, esta vez, no trajo ninguna nueva copa. En sus manos llevaba dos paletas de tenis de mesa.

—Hace tanto tiempo, que no sé si me acuerdo. —Larios miró la pala y la acarició con el dorso de su mano derecha.

—Vamos, eras el mejor. Esto no se olvida. —Los dos hombres salieron a una pequeña terraza y comenzaron a pelotear—. Vuelve a destrozarme con tu defensa de revés. Eras un maestro, un verdadero frontón que devolvía todas las pelotas. —Batista y Larios saltaron, sudaron, corrieron y se desahogaron dando golpes salvajes a la pequeña bola de celuloide—. Ves, ves cómo no te has olvidado. Sigues siendo el mismo cabronazo que hace perder la paciencia a todos sus contrincantes.

Tras más de veinte minutos abandonaron la partida. La casa había empezado a dar vueltas y la quiche parecía no descansar en paz. Se volvieron a acercar al mueble bar y se sirvieron un whisky.

—Antes, cuando te comenté la historia del cuadro, pasé por alto algo. —Batista se bebió de un trago el whisky—. Zoé Latorre, la mujer para la que vas a trabajar, está casada con Hugo Soto, ya sabes, el ministro, uno de los hombres fuertes del gobierno. —Larios miró a Batista y pareció no comprender—. Miranda, un compañero al que no conoces, pues se incorporó después de tu marcha, está investigando la muerte de una prostituta italiana, Lisa Conti, que apareció hace un par de semanas muerta en su apartamento con más de treinta puñaladas por todo su cuerpo. Los sospechosos son tres hombres, un asqueroso traficante de sexo dueño de un peep-show que era, además, su chulo, y un rico gitano, dueño de una tienda de antigüedades, con el que mantenía relaciones...

—Has dicho tres sospechosos, ¿quién es el tercero? — preguntó Larios, cansado, aturdido por el alcohol, pero enganchado a la historia.

—Se trata de Hugo Soto, el hombre digno, el perfecto, el decente. —Larios no pareció extrañarse; en realidad hacía ya mucho tiempo que dejó de sorprenderse—. Todo esto es confidencial, como comprenderás nada ha salido a la luz. Es un asunto muy turbio y delicado. Al parecer, Hugo Soto veía con asiduidad a la puta italiana y montaba numeritos especiales con ella. Para su desgracia todo fue grabado en vídeo y no tardaron en hacerle chantaje...

—¿Qué tiene que ver eso con el caso del cuadro de Claudio de Lorena? —Larios apuró su copa de whisky y se levantó, miró el reloj y se dirigió hasta la puerta.

—No sé, tal vez nada, pero pensaba que debías saberlo.

—La policía siempre ha estado dominada más por los chismes que por la verdad.

—Eres injusto.

Larios volvió a sonreír, salió de la casa y llamó al ascensor. Cuando iba a entrar en él escuchó a Batista:

—¿Visitarás a Zoé Latorre?

Larios no contestó. Se limitó a hacer un expresivo gesto de despedida con la mano y cerró la puerta del ascensor. Y es que, embriagado por pasiones turcas, whiskys y pelotas de ping-pong, sentía ya que, con su vuelta al mundo de los vivos, iba a comenzar su particular descenso a los infiernos.

* * *

Habíamos ganado la guerra. Resultaba absurdo y patético: los azotaperros íbamos a entrar en danza, en una danza surreal, estúpida, en completa consonancia con la guerra que acabábamos de sufrir y que, entre otras cosas, se había llevado a mi hijo y, de una forma u otra, también la ilusión, la esperanza, la razón de vivir. Nunca pensé que todas esas cosas las pudiese recuperar, pero hubo un tiempo, en otro país, donde se produjo el milagro. Sin embargo, aquello duró un suspiro y me arrojó cruelmente a un infierno más lejano todavía. Un infierno en el que aún hoy, escondido en mi torreón de Peñaranda de Bracamonte, estoy desesperadamente sumido.

Tras la guerra me convertí en un abanderado del nuevo orden, algo en lo que ni yo mismo creía, aunque lo debí disimular muy bien y, en poco tiempo, empecé a escalar posiciones. La política, como una vulgar ramera, se abría de piernas a todos los «salvadores patrios», nos ofrecía sus carnes y sus jugos, nos reclamaba para nuevas cruzadas.

Personado en esta Secretaría Municipal un Delegado del Excelentísimo Señor Gobernador Civil de la provincia, me ordena cita a Vd. para que esta tarde a las cinco en punto concurra a esta Casa Consistorial, sita en la Carretera de Aragón 48, a fin de posesionarse del cargo de Alcalde-Presidente para el que ha sido nombrado. Lo que para su debido conocimiento y satisfacción le comunico. Dios salve a España siempre y guarde a Vd. muchos años. Había llegado a lo más alto. O casi. El 8 de febrero de 1940 el Gobernador Civil me nombró Alcalde de la Villa de Canillas, en Madrid. Y, según iban las cosas, con tanto pájaro rondándome, con tanta gloria alrededor, mi carrera resultaba imparable. Era el más joven y el de más carisma. Todo el mundo me apoyaba, estaba a mis pies...

Sin embargo, jamás vi tanta mierda, tanta maldad, tanta corrupción a mi alrededor. Intenté hacer las cosas bien y se hicieron muchas: había que levantar un país, sus ilusiones, y trabajé para ello con todas mis fuerzas. Lo intenté para que otros se llevaran los frutos. Todavía hoy día una calle de Madrid lleva el nombre del fulano que me sucedió en el cargo en base a unos méritos que habían salido de mis manos, de mi esfuerzo, de mi sudor. Pero da lo mismo. Nunca tuve vocación de héroe, todo lo contrario, y nunca deseé estatuas porque toda mi vida he pensado que sólo sirven para que las palomas las utilicen como artístico evacuatorio. Así pensé siempre y así me fue.

Como la situación no me agradaba nada y yo no era feliz ni me sentía bien entre todos aquellos buitres, presenté mi dimisión como alcalde en julio de 1941 y, aunque recibí presiones de todo tipo, decidí retirarme definitivamente. Me instalé en un pueblo cercano a Valladolid y me encerré en el amplio y bien provisto taller que construí en el patio de la casa. Allí empezó mi carrera de inventor, por decirlo de alguna forma, experimentando con mil y una ideas, creando nuevos instrumentos que facilitaran la labor agrícola e industrial a mis vecinos. Creé varios aparatos, y uno de ellos, una tornadera mecánica, me dio mucho dinero y prestigio por aquellas tierras. Se necesitaban dos hombres para, con horcas en la mano, dar vueltas a las parvas en la era. Mi tornadera consistía en un aparato, a modo de horquilla de dos puntas, que daba esas vueltas, de forma mecánica, con lo que se evitaba el duro y penoso trabajo de dos hombres. Mis tornaderas tuvieron un gran éxito y muy pronto me vi superado por los cientos de pedidos que llegaban de todas partes. Patenté mi invento y durante un par de años no paré de construirlas, de crear nuevos talleres en distintos puntos de la provincia y de ingresar e ingresar dinero, a base de mucho trabajo, tiempo y, por qué no decirlo, soledad. El mundo entre Teresa y yo se había ensanchado años luz. Ella en el horno con sus pasteles y su dulce universo tan alejado del mío, y yo en mi taller con mis engendros mecánicos. Y cuando no era el taller, era la biblioteca, donde cada vez me encerraba más tiempo, buscando sentido y significado a todo. Me obsesioné con seguir mis estudios de Derecho pero no estaba preparado, ni siquiera deseaba asistir a la universidad de nuevo. No me sentía con fuerzas. Sin embargo leí, en esa época, cientos y cientos de libros de derecho y me empapé de la doctrina jurídica, del arte de engañar y también de defender causas perdidas. Incluso llegué a asistir como letrado en diversos juicios en los que yo hacía el trabajo y el título, con las consiguientes firmas, lo ponía algún abogado amigo.

Fue en aquel momento cuando, por medio de diversos contactos, me llegó la oportunidad de asistir a un importante Congreso Jurídico en Florencia. Además, un antiguo compañero de la fábrica daba clases como profesor de Lengua y Literatura Española allí, y cabía la posibilidad de ser contratado temporalmente para sustituirle ya que, por motivos personales, debía regresar a España. Todo se presentaba como una aventura, una aventura que se arregló, gracias a mis antiguos e influyentes contactos, en pocos días, y que no dejé escapar. Mi mundo en España se había derrumbado, no encontraba sentido a casi nada, me sentía perdido, tornadizo, veleidoso. Debía huir de todo y de todos.

No me lo pensé dos veces y me presenté en Florencia. Era el año 1946 y no me imaginaba que llegaba al paraíso.

* * *

El exquisito Jorge Castillo, con sus sienes plateadas, su elegante traje negro y su delicadeza perpetua, rodeó la cintura de Zoé Latorre. Sumergidos en una mañana misteriosa y sensual, llevaban varios minutos contemplando el cuadro de Claudio de Lorena. Y es que, en los últimos días, desde el momento en que recibieron la noticia de su autenticidad, no sabían hacer otra cosa, habían sido conquistados por la extraña magia del más celebrado paisajista, cayendo en una especie de embabiamiento que les mantenía aturdidos, encantados, atrapados en medio de una búsqueda total que les condujese hasta el maravilloso elucidario capaz de esclarecer oscuros secretos.

Mientras Zoé observaba, en completo silencio, los efectos de luz, el sol, siempre en posición baja, tan característico en Claudio de Lorena y que provocaba esa luz tan especial, crepuscular y asombrosa, comenzó a sentir sobre su piel los labios de Castillo. Durante unos segundos, la boca del delicado zahorí navegó por el cuello de Zoé, por sus mejillas, por sus negros cabellos, por sus ojos, para acabar desembocando apasionadamente en la boca. El beso fue largo, cálido, misterioso hasta que Zoé, por fin, apartó de su cuerpo a Castillo, sentándose, aureolada por un oscuro sentimiento de elegancia, en un sofá junto al amplio ventanal que daba al jardín.

—No volvamos a empezar. Eres mi mejor amigo, eres mi hermano mayor, ahora mismo lo eres todo. ¡No lo estropeemos! Aquello sucedió hace mucho tiempo. Yo era una niña...

Castillo, con sensibilidad aterradora, se acercó a Zoé, la abrazó con todas sus fuerzas y sólo pudo repetir, entre susurros milimétricamente calculados:

—Eres mi pequeña, mi pequeña. —Luego, con la dignidad que siempre le había caracterizado, se apartó, miró por enésima vez el cuadro, recompuso, como un teatral vanistorio, su elegante traje, abrió el cajón de un pequeño armario y alcanzó a Zoé un frasco de perfume Givenchy III.

—Mi pequeña niña se debe a los aromas de notas actuales poco convencionales, como el verde, el helecho, el chipre. Pero, como buena mujer independiente, tu sentido de la libertad no te esclaviza a un solo perfume. Necesitas cambiar, sobre todo por la noche, necesitas llenarte de perfumes orientales. Imagino que nunca llegaré a conocer totalmente a la Zoé seductora, sensual y apasionada, cubierta de perfumes cálidos, embriagadores, a base de aromas dulces de lila, jacinto, tuberosa, rosa, jazmín y nardo. Eso lo reservas para ese hijo de puta... Las composiciones florales-amaderadas-polverosas y orientales como las notas animales de ámbar, almizcle y civeto son sólo para él, para vuestras noches. El misterio y la pasión nunca llegan hasta mí. Sin embargo, todas las mañanas huelo tu perfume de la noche...

Con una sonrisa desarmante, Zoé se acercó a Castillo y besó su mejilla. Sabía, porque conocía a Jorge desde que tenía uso de razón, que era tierno, demasiado tierno y frágil.

—El perfume de la noche también es tuyo —le susurró en el oído.

—Anoche llevabas Diva, de Ungaro. Lo dicho: misterio y pasión. Es importante elegir el propio perfume, lo más importante, porque deja una huella que los demás asociarán a nuestra personalidad y nos recordarán por ella. No, no huelas el perfume ahora. —Zoé acababa de llevar el frasco de Givenchy al rostro—, Ya conoces las reglas: 1, la fragancia nueva hay que olerla por la mañana, antes de comer, cuando el olfato aún es sensible; 2, no cometas el error de llevar ya otro perfume, y no pruebes más de tres o cuatro aromas, comenzando por el más ligero porque varias fragancias pueden confundir y tapar unas a otras; 3, no aspires el olor directamente del frasco, ponte una gota en la piel, con preferencia en el dorso de la mano, en la parte interna de la muñeca o en la parte interna del codo; 4, no frotes, porque mareas el perfume; 5, no acerques demasiado la nariz a la piel, un aroma debe olerse a cierta distancia; 6, da tiempo al perfume a que se adapte a tu piel, a su acidez y calor. ¡Te lo he repetido cientos de veces!

Y Zoé reía con esa risa de la que sólo ella era capaz. Y Castillo, desde su rigidez, desde su seriedad, reía con Zoé, se abrazaban y se sentían felices porque estaban juntos y se necesitaban, después de los últimos tristes acontecimientos, más que nunca. El cuadro de Claudio de Lorena, con su tesoro oculto, en cierta forma, también pareció reír.

—Es un secreto —susurró Castillo—. Como tu perfume. Y nadie lo sabe.

* * *

Durante varios días el Duque y Padovani recorrieron la isla buscando a dos indios que habían acompañado expediciones anteriores de los piratas de Danko. En su agotador periplo dejaron tras de sí bosques de sándalos amarillos y de guayacos, árboles estos últimos tan propicios para los que no observan el sexto y de cuyo jugo tomó buena cuenta Boris Padovani...

—Recuerda, cura lujurioso —comentó Duque—, que el médico también utiliza los jugos del guayaco para extraer un antídoto contra los males que proceden del juego de Venus.

—Perfecto, mucho mejor, así mataré dos pájaros de un tiro —fue la extravagante aunque previsible respuesta de Padovani.

—Eres incorregible. Debería darte vergüenza vestir esa sotana —concluyó el Duque.

El día avanzaba en medio de un calor sofocante y de un ruido insoportable de miles de insectos cantando a la locura del sol. El Duque conocía Tortuga, mancha de Neptuno con maderas tremendamente propicias para fabricar navíos, como la palma de su mano, pero había momentos en que le desconcertaba su espesura. Ahora le parecía imposible encontrar a alguno de esos indios, como si la tierra y todos sus misterios se los hubiesen llevado consigo. Los días y las noches se juntaban como en un carrusel desconcertante, haciendo que la particular odisea de Padovani y el Duque les hiciera cruzar toda la espesura selvática de lado a lado. Acababan de salir de ella y sabían que, en pocos kilómetros, estarían de nuevo ante la inmensidad del mar. El Duque, viendo que sus provisiones comenzaban a escasear, ya había decidido acercarse hasta el Peñasco del Nuevo Mundo, lugar estratégico donde el gobernador había hecho construir una fortaleza, con dos piezas de artillería y una copiosa fuente que podía dar agua a más de mil personas y que impedía la entrada y el abordaje a navíos enemigos o desconocidos, aunque para llegar hasta ella tuvieron que separarse de su ruta y trepar por un angosto camino especialmente diseñado para la defensa de la fortaleza al no permitir subir a más de dos personas juntas. Al llegar descansaron unas horas y preguntaron a los vigías por alguno de los indios. El esfuerzo fue inútil. Hacía meses que no veían a ninguno de ellos. Pero, al menos, pudieron disfrutar de un exquisito vino que los indios extraían del zumo de ciertos árboles y pudieron saborear manzanas y ananás antes de continuar su camino.

—¿Se puede saber, Duque, por qué es tan importante encontrar a esos indios? —preguntó Padovani mientras descendían por el angosto camino.

—Parece mentira que me hagas esa pregunta. Sabes que son los más diestros con el arpón, son los mejores para el sustento de los navíos según se emplean en la pesca de tortugas y manatíes. Uno solo de ellos es capaz de abastecer una nave con más de cien personas. Además son industriosos para elaborar delicados licores, lo acabamos de comprobar. Eso te gusta más, ¿verdad, cura?

Aquellos indios, de los que cada vez quedaban menos en estado salvaje porque los que tenían la desgracia de caer en las manos de los piratas o de los soldados franceses del gobernador eran utilizados para otras funciones como la de siervos en las grandes plantaciones, huían continuamente y cambiaban de asentamiento como animales perseguidos, acorralados, temerosos. No querían comercio con los piratas porque en varias ocasiones habían acabado siendo víctimas de su propia inocencia y de la furia incontrolable de los hombres blancos que acababan robándolos, asesinándolos y tomando a sus mujeres para servirse de ellas en sus desenfrenados vicios. Pero con el Duque todo era distinto. Sabían que si hacían comercio con él no había peligro. Siempre había cumplido con su palabra y les había tratado, en todas las ocasiones que trabajaron para él, como a los demás, incluso mejor. Posiblemente el Duque se sintiese plenamente identificado con aquellos hombres solitarios, callados y fieles a una tradición, a una idea, a una religión muy superior a las religiones al uso, las de los altares y las de las coronas. Eran hombres pacíficos que se mantenían con bananas, patatas, ananás, cangrejos y con lo que pescaban a flechazos. Era gente en la que se podía confiar y el Duque preparaba una expedición muy especial que sería el preludio de un sueño, el sueño de entrar en Maracaibo, ciudad que se estaba convirtiendo, poco a poco, en una de las más prósperas del Nuevo Mundo.

* * *

Pasan las luces de neón a través de mis ojos y no consigo ver nada, no puedo adivinar hacia dónde va la noche, ni yo ni nadie, nadie lo sabe. Sólo te busco, te busco en todas las mujeres que la atraviesan, te veo en cada espalda, detrás de todos los cabellos negros, escucho, desde el coche, tu inabarcable sonrisa, pero ya no estás. Tiene razón Batista, debo volver al trabajo, tengo que olvidarte, pero no puedo, es imposible. Hace ya dos años y todo permanece en mi mente igual, sigo empelotado en tus besos salvajes, confundido eternamente, con el estómago inquieto, basqueando por todos los rincones de mi vida. Y es que lo peor de la infelicidad es haber sido feliz... La noche ya sólo es locura y yo me sigo sintiendo un advenedizo del corazón, un desterrado de la magia, el más fracasado de los hombres. Y continúo soportando, como siempre desde que me dejaste, aguijonazos del corazón, latigazos en los recuerdos. Sigo sintiendo cómo tus afiladas uñas se clavan en mi espalda, sigo viendo las veinticuatro horas del día tu culo increíble, inexplicable, octava maravilla. En realidad, creo que ya he muerto porque sin ti nada tiene sentido. Es como la historia de los dos siameses. Dos hermanos mellizos unidos por el tronco que, durante años, fueron la atracción de un gran circo. Pasó el tiempo y cierto día, al despertarse, uno de ellos comprobó, aterrorizado, que su hermano había dejado de respirar. Se dio cuenta, en ese mismo instante, que parte de su cuerpo había muerto y comprendió que, en unas horas, se iría por completo. Durante unos minutos, un pánico atroz le invadió. Sabía que no podría vivir sin la otra parte de su yo. Horas después un empleado del circo encontró a los hermanos siameses muertos. Días más tarde supieron que uno había muerto a causa de un derrame cerebral mientras que el otro había muerto, antes de que se precipitaran los acontecimientos, por simple pánico. Y así me siento desde que te fuiste, como el siamés que sabe que va a morir, que su vida no tiene ningún valor sin su otra mitad. ¿Y qué hago yo aquí? ¿Por qué miro la tarjeta que me ha dado Batista? Zoé Latorre... ¿Qué mierda me importa lo que ocurra en su casa? Lo único que tengo claro es que no te tengo, que nunca te tuve. Sin embargo, siempre pienso lo mismo... ¿Qué lamentaré de viejo? Te lamentaré a ti.

* * *

Siempre me he sentido como un lobo en celo, como un dolorido perro que quiere lo que no tiene, perdiendo el timón de lo previsible, del río que fluye sin retorno, de lo lógico y común. En este momento, en mi viejo torreón, sólo puedo defender mi espíritu desnudo con siete flores y creer en otro cielo, lejos del sol, donde el mundo, mi mundo, se llene con sus ojos, su perfume y su cuerpo increíble, con el color de un tiempo distinto y sus besos eternos, turbios, indescriptibles. En el silencio de este torreón busco, dentro de mis recuerdos, el fulgor de sus ojos, el movimiento etéreo de su cuerpo, es decir, todo lo que me destrozó y me resucitó. Pero no lo encuentro, es difícil reconstruir lo irreconstruible y, desde mi posición, no tiene sentido: el fin es rojo, tremendo y estúpido pero desprendido y gentil con mi mente. Como siempre, pienso y dispongo lo que después no sé construir. Noto, incluso en este momento, cómo me deslizo, cómo me diluyo, sintiendo sólo un goce inmenso, desconocido y confuso. Y sé que es el fin, que todo terminó y que el hombre feliz huyó, del mismo modo que el hombre triste. Todo terminó y, en el fondo, es lo mejor. El precipicio que existe luego es el del hombre libre.

Un siglo después de lo sucedido, no termino por creérmelo. ¿Cómo puedo sobrevivir sin sus besos? Me confundo y me equivoco, entendiendo por redención esto que me sucede. En el fondo, sé que es el último sendero, el que no tiene regreso. ¿Quién me puede decir que en el fin tendré su rostro encendido, sus finos dedos, sus ojos de terciopelo? El reencuentro es mi destino y por él, sólo por él, respiro y, en ese límite, tengo su sexo en mi mente, exprimiendo su cuerpo sobre el mío. Es el símbolo que me sostiene de pie y vivo; de todos modos, y esto es lo único seguro, siempre tendré el recuerdo de sus besos y de su perfume, eso me pertenece y ningún dios puede destruirlo.

* * *

—Ahora ya es completamente seguro. El lorena es original...

La habitación, amplia, lujosa, llena de mármoles y frialdad, estaba inundada por una completa y angustiosa oscuridad. Contrabandeando belleza, dos hombres, de espaldas, hundidos en un par de inmensos y agobiantes sillones, se pasaban fotografías y papeles diversos que muy difícilmente podían siquiera vislumbrar. Fuera, las gotas de lluvia golpeaban con insistencia el gran cristal situado frente a los dos hombres y que servía, con la noche como inmenso murciélago negro desplegando sus alas, de única y escasa fuente de luz.

—¿Has dejado una copia de las fotografías y de los informes en nuestro Archivo Central?

—Sí, todo queda en la Embajada. Ha sido fatigoso pero ha merecido la pena.

—¿Cómo ha podido aparecer, de la noche a la mañana, un cuadro tan importante y del que no se tenía conocimiento hasta ahora?

—No es tan difícil como parece. Claudio de Lorena tuvo muchos imitadores y se han perdido, a lo largo de los siglos, los rastros de muchos de sus cuadros en varias ocasiones. Cuando Hitler, con su obsesivo expolio de colecciones de arte en los países ocupados, apareció en escena provocó un descontrol absoluto del mercado artístico europeo. Grandes obras de arte aparecían y desaparecían con una facilidad asombrosa, por lo que las posibilidades de que estas sorpresas, tras la guerra, surgiesen no eran nada desdeñables. Incluso, tal vez, no sea la última vez que esto ocurra...

—Pero el cuadro ha pasado de mano en mano como si se tratase de una vulgar tela. No lo entiendo. ¿Por qué al final ha terminado en España?

—Todavía quedan puntos por aclarar. Muchos, quizá demasiados. La historia anterior al expolio nazi está todavía por descubrir. Sin embargo, a partir de ese momento, podemos reconstruir algo este confuso puzle. Al empezar la guerra, Hitler ordenó la construcción de un museo de arte europeo en Linz, Austria. Muchos historiadores de arte alemanes viajaron por la Europa ocupada y se encargaron de reunir miles de pinturas que formaron la base del museo del Führer. Algunas obras, cuyos propietarios eran arios, fueron compradas bajo amenaza y otras, pertenecientes a judíos, requisadas. Goering, que a partir de ese momento se convirtió en una especie de lugarteniente artístico de Hitler, se propuso, costase lo que costase, reunir la colección de arte privada más grande de Europa. En Francia, el ERR —el servicio nazi encargado de confiscar obras de arte de judíos, masones y opositores al nazismo— utilizó el museo del Jeu de Paume como almacén y base de operaciones. Un equipo de 50 personas —historiadores de arte, peritos, fotógrafos y administradores— evaluaron, fotografiaron y embalaron las obras que partieron hacia Alemania. Según el último informe del ERR, 203 colecciones privadas fueron confiscadas entre noviembre de 1940 y julio de 1944. Veintinueve convoyes ferroviarios cargados de obras salieron de París hacia Alemania en ese mismo período de tiempo. En total, 138 vagones cargados con 1.170 cajas cruzaron la frontera francoalemana. Y en una de esas cajas iba nuestro cuadro. Todavía no está nada clara la procedencia, el nombre del coleccionista privado, pero sí he podido seguir el rastro del largo viaje emprendido por el Lorena. Las colecciones se las repartieron Hitler y Goering. Por ejemplo, la caja H13 contenía, nada más y nada menos, El Astrónomo de Vermeer. La caja G63 el Puerto de Claudio de Lorena, nuestro cuadro, sin duda. Poco después, cuando la derrota nazi comenzaba a acercarse, muchos de los colaboracionistas que participaron en las confiscaciones buscaron refugio en países amigos y España fue uno de los destinos más socorridos. Aquí, con militares adictos a la pintura y al dinero, se comenzó a fraguar una especie de mafia que colocó muchas obras en mercados clandestinos, especialmente en Estados Unidos y Sudamérica. Alguna obra, sin embargo, acabó en España. El Lorena, en concreto, se escondió en una modesta galería de Arte parisina, regentada por una joven e inexperta mujer que iniciaba por aquellos años su carrera de galerista. Poco tiempo después, dos españoles, un tal Vidal y un tal Latorre procedieron a comprar, por bastantes francos, lo que en aquel momento se consideró una mediocre copia llevada a cabo por el presunto falsificador Lucien Girardot. Todo fue un montaje, hábilmente publicitado en el que el marchante colaboracionista Girardot se convirtió, de la noche a la mañana, en el falsificador Girardot. Pero el montaje se llevó hasta tal extremo, que los dos españoles pensaron que el cuadro no era original, al menos Carlos Latorre. Sin embargo, algo debió de suceder para que Latorre cambiara de opinión y comenzara a investigar. Además apareció, por extrañas circunstancias, aunque imagino que lo fundamental fue el motivo central del cuadro dominado por unos hombres vestidos a la manera pirata que descargan unos cofres repletos de dinero y joyas, el sentimiento obsesivo en Latorre de que el cuadro escondía, en realidad, el plano de un tesoro.

—Fascinante... ¿Y qué hay de cierto en eso?

—Pienso que todo es una leyenda, aunque los últimos acontecimientos me hacen dudar.

—¿Tenemos alguna posibilidad de hacernos con el cuadro?

—Depende de los métodos que utilicemos.

—Eso no importa.

—Puede ser peligroso. Cuando saquemos a la luz la verdad y notifiquemos al mundo la aparición de un nuevo lorena nos enfrentaremos a las mafias de arte que intentarán hacerse con él por todos los medios y usted sabe que esas organizaciones no se paran ante nada ni ante nadie. Además, en cualquier momento puede surgir el verdadero dueño que reclame sus derechos, al igual que ha sucedido, por ejemplo, con los herederos de la colección Schloss.

—Entonces habrá que intentar, como sea, que no salga a la luz el hallazgo. En Polonia no tenemos ningún lorena y debemos conseguir que éste sea el primero.

—No va a resultar nada fácil. Creo que Zoé Latorre está dispuesta a subastarlo cuanto antes. La muerte de su hermana y la confirmación de que su cuadro es un original han precipitado los acontecimientos.

—Confío en ti, Igor. Quiero ese cuadro a cualquier precio.

—La sala estaba ya completamente a oscuras. Tan sólo entraba, por un ventanal lateral, una luz tenue, desnuda y turbia como un Modigliani. La Embajada polaca, desde el exterior, parecía una fantasmagórica mansión, un sueño engendrado en una noche de opio por Edgar Allan Poe. Zanussi se levantó y estrechó la mano del linajudo funcionario de las ruinas. Poco después se hizo el silencio total. La oscuridad, definitiva.

* * *

Boris Padovani acababa de caer al suelo y en los ojos del Duque aparecieron, en el acto, unos peculiares destellos de preocupación, de fatalidad, de reencuentro con algo que conocía muy bien. Sin embargo, Padovani se levantó tan rápido como el rayo y reanudó su marcha. El Duque siguió con la vista, de forma disimulada, a su compañero y observó los denodados esfuerzos del cura por seguir adelante entre los matorrales y el fuego...

—Vamos a descansar unos minutos. El Duque mandó parar y señaló un pequeño claro para acampar.

—Por todos los clavos de Cristo, no sé lo que me ocurre —protestó Padovani mientras seguía sintiendo continuos vahídos en su loca cabeza.

—No seas estúpido, cura, te he dicho un millón de veces que no abuses de los cangrejos marinos, sabes que provocan flaqueza de cerebro y el tuyo es terreno abonado para que eso ocurra.

—Serán unos minutos y luego hablaremos sobre la debilidad de mi cerebro. —Padovani sonrió mientras procedía a recostarse encima de la maleza.

—Ya sé que tienes la cabeza más dura de toda Tortuga... —comentó el Duque, al tiempo que buscaba un mullido lugar donde reposar su cansado cuerpo.

—Si me hubieras dejado echar mano a ese jabalí con el que nos hemos cruzado...—protestó Padovani.

—Sabes que es una especie protegida por todos nosotros, porque es un seguro de vida en caso de ser invadidos por alguna armada indeseable. Por Dios, si acababas de comer; ¡en verdad, eres insaciable!

Poco tiempo después, tras el merecido descanso, Padovani y el Duque siguieron con su interminable búsqueda de los indios. Se acercaron a un pequeño riachuelo y Padovani se agachó para recoger entre la palma de sus manos un poco de agua. Sin embargo, el Duque se abalanzó sobre él, impidiéndoselo.

—Espera, espera... —El Duque se precipitó sobre las aguas, tomó un poco entre sus manos y lo acercó al rostro—. Lo sabía, estamos encima de ellos. Posiblemente nos estén observando en este momento. Creen que los perseguimos y tienen miedo. Acaban de envenenar el agua del río con las ramas del nikú. Echan al río unas pocas, al instante se colorean, pasan del blanco a un fuerte color nacarado para regresar a su transparencia habitual. Inmediatamente los peces empiezan a revolverse y a agitarse de forma desesperada hasta la muerte. Si hubieses bebido un poco de esa agua probablemente ahora estarías retorciéndote de dolor. Da lo mismo, vamos al encuentro de esos insensatos...

El Duque se despojó del cinto del que colgaban su espada y su pistola y empezó a gritar en una lengua extraña. Al poco rato, comenzaron a aparecer unos indios completamente desnudos y con llamativas pinturas en sus pechos.

Mientras tanto, en Tortuga, empezaba el quinto día de fiesta ininterrumpida salpicada de ron y peleas. El Loro Azul hervía por los cuatro costados y asistía, con todos sus sentidos en deplorable estado, a la homilía lujuriosa y satánica del capitán Danko, a todas sus indignas historias, sus bravuconadas, llenas de infiernos y ángeles caídos.

—Llegamos a aquella pequeña ciudad. Íbamos ciegos, hartos de mascar, tragar y digerir durante días únicamente cuero seco, repugnante como un veneno. Pero allí estaba esa ciudad repleta de cerdos, llena de joyas, llena de mujeres que nos esperaban con los brazos abiertos. Y eran todas nuestras, carne fresca y gratis después de tantas penurias; carne gratis, escuchad estúpidos que os gastáis en mujeres todo vuestro botín y a la mañana siguiente os halláis sin una buena camisa que poneros, decídselo a ese perro estúpido de Van der Sar que ha dado a Ivonne 500 reales de a ocho sólo por verla desnuda. Pero allí no, allí las mujeres eran tratadas bien y se entregaban dulcemente a nuestras libidinosas y concupiscentes demandas. Recuerdo una dama de buena cuna, hermosa como una ternera en su jugo, recuerdo todos mis agasajos con ella, y recuerdo su culo rotundo, sus pechos salvajes escondidos en un pudor extraño que sólo poseen los estúpidos de buena cuna, recuerdo mis ardientes deseos de quererla gozar. Pero uno no siempre gana, la tuve que convencer de otra manera... Jo, jo, puercos imbéciles, tenemos que volver allí. Esta botella está vacía, traedme más.

La noche volvía, se iba, regresaba de nuevo y se volvía a ir. Casi todos los piratas habían fundido su parte del botín y regocijaban su espíritu con las astracanadas del capitán Danko, a pesar de que casi todos ellos habían asistido a aquella expedición y sabían que las cosas no habían sido así precisamente. Pero, tal vez, aquello aligerase su conciencia y la dejase libre para mendigar algunos sorbos de las botellas que alegremente descorchaba el capitán Danko.

* * *

—El señor Larios —proclamó un mayordomo salido de una película de los años cuarenta.

—Sí, gracias. Puede retirarse. —Zoé Latorre se acercó a la puerta y estrechó la mano de Larios, mientras el mayordomo, un tipo ampuloso, cerraba la puerta del despacho con extrema delicadeza, no sin antes haber efectuado un rápido y exhaustivo examen a los sucios zapatos de Larios, a la vieja americana negra, a sus gafas oscuras, a sus vaqueros negros y estrechos, a su blanca camiseta de extraños dibujos.

—El inspector Batista dijo que usted nos podría ayudar. Me comentó que es un experto en arte.

—Batista, por ser un buen amigo, es muy subjetivo en sus apreciaciones. —Larios estrechó la mano de Zoé—. Me gustaría ver el cuadro...

—Por supuesto. Sígame. —Zoé condujo a Larios a una habitación contigua y mostró el lienzo, llena de orgullo y, en parte, de un oscuro temor que no alcanzaba a comprender.

—Un lorena auténtico... —susurró Larios.

—¿Eso piensa?

—Es fácil engañarme. Claudio de Lorena tuvo infinidad de imitadores. Algunos de ellos de altísima calidad.

—Hemos comprobado que es auténtico. —Zoé pareció sentirse ofendida y abandonó, durante un momento, el espíritu alegre que le solía acompañar.

—El estilo es del lorenés, su gama cromática también, las ruinas fantasiosas, los pequeños personajes, el sol en su punto bajo. Sí, un Lorena de su primera época. ¿Han comprobado si tiene réplica en el Liber Veritatis? —preguntó Larios.

—Mi agente trabaja en ello. No hemos encontrado nada al respecto, pero eso no es relevante.

—Podría ayudarnos. Sería la prueba más palpable y determinante de su veracidad. —Larios examinó el lienzo con minuciosidad extrema, acariciándolo sin tocar la tela, y con una lupa que siempre solía llevar consigo, buscó secretos en los rostros de los pequeños personajes que poblaban el magnífico cuadro.

—Perdone, creo que no ha comprendido su trabajo. No necesitamos que nos certifiquen la autenticidad del cuadro, de eso ya nos hemos encargado. —Zoé condujo a Larios de vuelta a su despacho, lo cruzaron en su totalidad y ella abrió la puerta que daba al amplio y lujoso hall—. Quiero que descubra al asesino de mi hermana.

—Lo siento, tiene razón. Todos los detalles me los ha confiado Batista. Sin embargo, ese caso está en manos de la policía. Yo únicamente puedo buscar las pistas que nazcan del cuadro. Eso intentaba. Creo que su padre también murió en extrañas circunstancias y que estaba obsesionado con la idea de que el cuadro escondía el plano de un tesoro. ¿Por qué piensa que llegó a esa conclusión?

—No sé, debió descubrir algo. Lo mismo que mi hermana. El día antes de su muerte así me lo confesó...

—¿Qué le dijo en concreto? —preguntó Larios.

—No sé, no me acuerdo. Creo que dijo que mi padre tenía razón, que había un tesoro, que el cuadro era original... No sé, no recuerdo, estoy confundida. —Zoé miró fijamente los ojos de Larios—. ¿Cree que es posible que esconda el plano de un tesoro?

—En principio, yo me creo todo. El que aparezcan piratas en el cuadro es algo único, pero no imposible. Claudio de Lorena trabajaba por encargo: un comitente ponía el dinero y escogía el tema... Muy bien pudo sugerirle ciertas claves. Investigaré todo lo que pueda y la mantendré informada. Necesitaría fotografías ampliadas de los detalles.

—Lo había imaginado. —Zoé se acercó a la mesa y le alargó un gran sobre marrón—. Aquí tiene. ¿Quiere que avise para que le acompañen a la puerta de salida? —Larios acarició el sobre, atravesó el gran hall y llegó hasta la impresionante puerta:

—No, sabré encontrarla. Gracias.

Cuando ya se disponía a salir de la fastuosa mansión, de una puerta lateral surgió Jorge Castillo con unos frascos balanceándose en sus manos. Vestía una bata de seda azul y parecía tener prisa. Larios le ayudó con los frascos y le acompañó hasta una habitación sorprendente, muy blanca e inundada por complicados artilugios. Parecía un laboratorio extraño y odorante, lleno de sugerencias, abotargado de olores.

—Éste es mi pequeño refugio... Supongo que usted es el policía amigo de Batista. Seguramente le habrá hablado de mí. —Castillo dejó los frascos sobre una alta mesa y comenzó a olisquear alrededor de Larios—. No me diga nada... Moustache, de Rochas.

Larios se mostró extrañado y gratamente sorprendido. Tan sólo acertó a mover afirmativamente la cabeza.

—Lo sabía. —Un exultante Castillo se acercó a un armario y sacó una botella de algo que parecía whisky y sirvió dos copas—. Es una de las fragancias más difíciles de adivinar. Usted es un hombre introvertido, cerrado en sí mismo, tal vez dolido. Seguramente le han hecho daño y no ha encontrado otra manera de reaccionar que encerrarse dentro de un oscuro caparazón. Por eso prefiere aromas sedantes, que no llamen la atención. Quiere pasar desapercibido para el mundo. El mundo ya no le interesa.

—No sabía que fuera adivino. —Larios, confundido, acercó los labios al whisky y esbozó una mueca de desagrado.

—Por Dios. —Castillo, lleno de damería e indisimulada satisfacción, fingió sentirse ofendido—. No confunda la adivinación con el arte del perfume. El perfume evoca imágenes en nuestra fantasía y forma parte de nuestra vida, también nos ofrece claves, desentraña enigmas, es el principio y el fin de una persona, su marca de fábrica, la más perdurable. Y a ello he dedicado toda mi vida. Puedo conocer a las personas única y exclusivamente por su perfume. La composición de un perfume es un arte delicado. Es el resultado de una total dedicación artística y profesional. Un perfumista debe tener un profundo conocimiento de los miles de productos de olor característico, una excelente memoria olfativa para recordarlos y, sobre todo, imaginación para combinarlos. Somos pocos los elegidos, nos llaman hombres-nariz, pero simplemente somos artistas del olor, o dicho de otra manera más poética, artistas del aire, somos los nuevos alquimistas. Yo tengo todos los aromas y fórmulas registradas en mi cerebro. Una idea, un sentimiento, una emoción puede inspirar la composición de un nuevo perfume y su elaboración es muy lenta y complicada. Las posibilidades de combinación de los diversos elementos olorosos son infinitas... Se requieren centenares y miles de pruebas distintas, según las varias etapas de evaporación, practicadas en diversas personas, en diferentes ambientes. La creación puede llevar de uno a varios años de trabajo. Veo que mira su reloj. Tal vez algún día, cuando tenga más tiempo, pueda explicarle detenidamente toda la magia que se esconde en el universo de los perfumes.

Larios se despidió de Castillo y le dejó enfrascado en sus aromas, en su peculiar y atractiva taumaturgia de los sentidos. Sabía que volvería a hablar de perfumes con Castillo y, según se alejaba de la fantástica mansión, sintió que todo aquel mundo estaba mucho más próximo a él de lo que nunca imaginó. Y es que, en el fondo, Larios siempre había navegado por las ondas de un perfume secreto...

* * *

Era una fría mañana de invierno y me desperté, como todos los días, con el sentimiento rutinario de sentirme admirado y despreciado a la vez, con ese sentimiento de felicidad consistente en que no te pasa nada, en que nunca, realmente, te ha pasado nada, en que la vida fluye dócilmente, sin inquietudes de ningún tipo. ¿Se puede ser feliz sin que un volcán haya explotado dentro de tu cuerpo, te haya sacudido y despertado, llamándote a la vida o a la nada? Al final de todo siempre corres el riesgo de que sean sólo cenizas las que caigan de tu cuerpo desnudo. Es el riesgo que hay que correr, y el riesgo es como el lago de ojos verdes que te llama, te llama, y te engulle.

Corregía los exámenes de un puñado de cretinos incapaces de distinguir magia a un palmo de sus narices cuando comencé a notar mucho movimiento en el ático de enfrente. Durante días no aparté mi vista de aquel ático y es que Laura, desde el primer momento, se metió dentro de mi cuerpo y de mi alma. Vi cómo fue ordenando todo, cómo fue construyendo todo un mundo nuevo y excitante. Enseguida supe que era pintora, que era alguien como yo, alguien atacado por la enfermedad de los sentidos, la única enfermedad digna y alegre, porque el arte es una enfermedad de los sentidos, una enfermedad del espíritu, del otoño: en el fondo, casi toda la actividad creadora no es otra cosa que prepararse para morir.

Desde mi casa podía divisar perfectamente dos de sus ventanas: una de ellas correspondía a su estudio de pintura, al quirófano de los sueños; la otra, para mi desgracia, era la de su dormitorio. Cuando aparecía en su estudio, dispuesta a comenzar su peculiar jornada, ya me tenía allí, con ella, cosido a su cuerpo, convertido en el espía de su perfume. Cada mañana, durante horas, pinté con ella mil sueños, escalé por la cremallera de ese vestido negro, vaporoso y pizpireto, que solía ponerse para pintar y, ya entonces, desde los primeros días, me veía detrás de Laura, acariciando sus pechos y estrechando su cuerpo contra el mío, deslizando un tirante y después el otro, hasta dejar que sus pechos empezasen a construir el arco iris de mi vida.

Pero no me conformé con eso. Sentí la necesidad de atraerla hacia mí, de hacerla mía, de llevarla hasta mi terreno y seducirla, hacerla comprender que éramos la misma persona, que el destino nos unía y nadie podría impedirlo. Así que decidí seguirla a todos los lados y esperar que surgiese la oportunidad. Ella salía poco de casa y siempre se valía de una pequeña moto. Ni corto ni perezoso me compré una idéntica a la suya y comencé a seguirla por toda Florencia, esperando el momento preciso y precioso en que el destino hiciese chocar nuestras vidas.

* * *

—Me estoy despidiendo de Zoé Latorre, ya sabes, la hermana de la víctima, y ¿a que no sabes a quién me encuentro? ¿No te imaginas con quién está casada esa preciosa mujer? ¡Hugo Soto! Tu hombre, el Hombre con mayúsculas. —Batista, soberbio enredista, sonrió de forma pícara, entonando un afilado miserere con la blanca espuma de su cerveza.

Carmelo Miranda cogió la pelota de ping-pong con la mano, acarició la paleta y se acercó a una pequeña mesa, tomó entre sus grandes manos la botella de Carlsberg y bebió un trago. Las luces del Wang Tao reverberaban sobre su rostro, hacían filigranas en torno al espeso bigote y formaban reflejos indefinidos en las grandes gafas. Como un arúspice romano examinó las entrañas de la pequeña pelota y buscó sentido a lo que, rápidamente, comprendió que era una tremenda casualidad. Con un toque melindroso, tan alejado de su habitual actitud, acarició la pala por su lado negro, dejó escurrir sus dedos por la goma y movió, significativamente, de un lado a otro la cabeza.

—Al principio estaba completamente seguro de que ese soberbio hijo de puta estaba metido hasta el cuello en la muerte de Lisa Conti, pero cuanto más me introduzco en esta sucia historia, cuanto más conozco a los sospechosos, más me alejo de esa idea. —Vistiendo la apariencia fantasmal que siempre le había sido tan propicia, Miranda empezó a mirar fijamente a Batista y le señaló con su grueso dedo corazón—. Me juego los huevos a que el jodido gitano está metido en esto hasta el cuello.

Batista dejó la paleta encima de la mesa, se acercó a la barra, pidió otro par de cervezas y regresó a la mesa de ping-pong. Los dos policías, en pocos minutos, dieron buena cuenta de ellas.

—Deberías leer el diario de la puta italiana. Lo tenía todo: licenciada en Ciencias Económicas y Empresariales, traductora, azafata, actriz porno (protagonizó un par de gang-bangs en Italia y aquí llegó a rodar una cutre película por 200.000 míseras pesetas en la que iba de felación en felación y era sodomizada por un negro tan grande como la torre Eiffel), aficionada a la lencería de lujo (tenía un verdadero arsenal de sujetadores, ligueros, bragas, camisones y todo lo que tu sicalíptico cerebro pueda imaginar), ninfómana, etcétera, etcétera, etcétera. Y la guarra de ella apuntaba, en un pequeño diario, toda la miseria de sus clientes, que si le gusta el dolor, que si es pasivo, que si la lluvia dorada, que si una hora, que si botas altas. Mierda, mierda y más mierda. Registraba hasta seis servicios diarios y se embolsaba al mes más de cinco millones de pesetas. Sin embargo, hay algo que no nos cuadra en todo esto: no se le conoce ningún patrimonio y su cuenta estaba casi a cero en el momento de su muerte. Sospechamos de todo el mundo, por supuesto de Hugo Soto, pero también de otros clientes e, incluso, de una mafia italiana a la que llevamos mucho tiempo persiguiendo y que se dedica a la encomiable tarea de extorsionar a compatriotas dedicadas a estos productivos juegos. Sin embargo, hay dos tipos que me parecen especialmente execrables y sospechosos, y el orden lo puedes decidir tú mismo. Sabemos que Jorge Comas, más conocido por el Sietepolvos, te puedes imaginar por qué, dueño de un famoso peep-show y magnífico y excelentísimo rector de putas, maquinó el chantaje sobre Hugo Soto. Persuadió a Lisa Conti para que, junto con otra de sus chicas, a la que por cierto parece que se le ha tragado la tierra, engatusaran a Soto y le grabaran en vídeo. Un vídeo, por cierto, muy edificante que seguro encantaría a tu admirada Zoé Latorre, un dúplex lésbico con ingredientes de sado en el que Soto parece sentirse a sus anchas y donde los tres intercambian papeles de dominación y sumisión. ¡Una verdadera delicia! Después, el Sietepolvos se encargó de extorsionar al afamado político. Comas reconoce el chantaje pero no sabe nada del asesinato, incluso ha confesado que había reñido días antes con Lisa a cuenta del famoso vídeo y que había dejado de trabajar para ella.

—¿Y el gitano? ¿Por qué estás tan seguro de su culpabilidad? —Batista apuró una nueva botella de Carlsberg y comenzó a juguetear con la pelota de ping-pong.

—Ese tipo es el que más me confunde. Tiene una tienda de antigüedades y parece estar forrado. Sabemos que, de una u otra forma, mantiene contactos con una poderosa mafia italiana de arte aunque nunca se ha podido demostrar nada contra él. Es listo, demasiado listo. Ya sabes que se llama Andrés Pacheco, que está casado con una joven gitana, y que tiene 18 hijos con distintas mujeres. Lo curioso del caso es que mantenía una extraña y platónica relación con Lisa Conti. Y, aunque no te lo creas, parecía no saber nada de las actividades sexuales de su novia, a pesar de ser un putero de los pies a la cabeza. Hay algo en él que no me gusta nada.

La música en el Wang Tao, a esas horas de la noche, venía marcada, rítmicamente, por las sacudidas metálicas de las pequeñas pelotas de celuloide sobre las mesas de juego, creando una especial melodía de percusiones infinitas. Ya ni siquiera la guitarra de Eric Clapton podía planear más suave y poéticamente.

* * *

La mañana era radiante y, desde el primer momento, el Duque supo que debía seguir ejerciendo esa odiosa y cínica tarea de intentar demostrar que el color negro era, en realidad, el blanco hábilmente ensuciado. Tenía en sus manos la carta que el gobernador francés le había enviado dos días antes: «A petición del capitán Danko, el ilustrísimo gobernador de Tortuga se complace en solicitar la comparecencia ante él, en su residencia, la mañana del cuatro de marzo, a las diez en punto, del capitán de tierra Duque, capitán español, con la intención de discutir acerca de un viaje por aguas del Caribe».

El Duque llevaba tiempo esperando ese encuentro y se disponía a sacar el máximo provecho a sus peticiones aunque tuviese que soportar a todos aquellos engendros ruinosos, aguantar estoicamente el impecable almidonado de sus gorgueras, la ostentación de sus jubones de raso, la suave ondulación de sus gregüescos y la hipocresía de sus jetas repugnantemente corruptas.

—Mi buen amigo, tenía ganas de volverle a ver. Debemos renovar ciertos documentos. —El gobernador, Henri Doyle, carcamal infame de peluca torcida y polvos blancos cubriendo su rostro, vejestorio indigno de indigno historial, cubierto de sedas y perifollos alarmantemente chabacanos e impropios, se había abalanzado sobre el Duque, todo de negro en claro contraste con los blancos y pasteles del pseudocamisón almibarado que portaba el gobernador, llenándole de halagos y palmadas infantiles, invirtiendo unos términos que tenían su raíz en los pantanosos contratos que ambos hombres tenían firmados y que comprometían muy seriamente la honra, el pasado y el futuro de aquella peluca andante—. Pase a mi despacho.

Doyle acompañó al Duque hasta sus aposentos privados que servían de tapadera para un trabajo que no existía, mientras apartaba con una patada a un sirviente negro que llevaba unos minutos en la puerta.

—Que nadie nos moleste, perro estúpido.

Dentro del despacho el Duque se acomodó en un opulento y lujoso sillón, tomó una botella de ron, una copa de fino cristal y se dirigió de manera desdeñosa al gobernador:

—Cuando un hombre es caballero lo es para siempre —comentó, sin mirar para nada a Doyle, mientras se servía el ron.

—Mi buen amigo, tiene que aprender algo que me enseñaron desde pequeño —contestó, levemente molesto, el gobernador—. Algo sustancial a la buena crianza es demostrar a todo el mundo la diferencia que existe entre esos perros y nosotros, dejarlos en su sitio, a patadas o con el látigo y, sobre todo, para que no haya grandes problemas, no dar grandes sueldos a la servidumbre...

—Es decir, matarlos de hambre.

—Usted es demasiado educado con esos perros. Mire esta noticia que acaba de llegar de París, la casa Real sabe lo que vale un criado que ha robado a su señor.

El Duque tomó en sus manos el pergamino que le había alargado el gobernador, una sentencia de muerte firmada por el propio rey que aquel mamarracho enseñaba como un trofeo, y procedió a leerla en voz alta para dar mayor gusto al viejo badulaque:

—«... que se le lleve a la Torre Redonda y de allí se le saque por las calles de la ciudad hasta La Rochelle, donde será ahorcado: vivas aún las entrañas, se removerán de su cuerpo y arrojarán al fuego, se cortará entonces su cabeza y el cuerpo se dividirá en cuatro partes: la cabeza y los cuartos se colocarán en cinco distintos lugares que la Casa Real designe...»

El gobernador estalló en una risita estúpida que no logró contagiar al Duque. Ante el serio semblante de éste, el gobernador se limitó a cambiar de conversación:

—Supongo que vendrá a renovar nuestras famosas cartas de represalias.

—Llamémoslas comisiones provechosas... —matizó el Duque.

—Sí, será mejor. Según el espíritu de las cartas de represalias, cuando un barco es desprovisto de su cargamento en provecho de un corsario, el armador del buque perjudicado, en virtud de estas cartas, tiene derecho a recuperar lo perdido a costa del primer navío de la nacionalidad del que le había despojado que se cruce en su camino. Eso no es precisamente lo que hace el Roccobarocco...

—Bueno, podemos fingir que hace algo parecido, que busca un desagravio por algún incidente anterior. El gobernador de Tortuga sabe que eso resulta muy provechoso para sus arcas, para mantener este nivel de vida, estas sedas y tapices que cuelgan por doquier.

—En efecto, no tenemos nada que discutir. Acérquese al escritorio y firmemos todo lo que haya que firmar.

El acuerdo fue tan rápido como había previsto el Duque antes de entrar en aquella tétrica mansión. Después, el gobernador se limitó a ofrecer al Duque su tabaquera y juntos sorbieron unos polvos de rapé, el polvo de tabaco que tan de moda se había puesto en todos los ambientes cortesanos. El Duque sabía que no podría aguantar mucho más tiempo allí y terminó despidiéndose gentilmente, dejando a aquel pobre hombre sumido en su miseria, en su estupidez, en su gran mentira.

* * *

Las conversaciones que, en los días siguientes, se sucedieron entre Larios y el elegante sibarita hicieron comprender a Larios que todo era exequible en el campo de la perfumería, que no era otro que el mismo campo de la seducción o, lo que resultaba más difícil y abstracto, de los recuerdos, de la evocación, el rescate perpetuo de la memoria, el olor que te llevaba, te arrastraba hacia otro momento de tu vida, que te empujaba hasta una felicidad virtual, la única que, a esas alturas de su vida, podía permitirse Larios. Descubrió, como un ángel caído, como un excitado párvulo, que, según el porcentaje de esencias y alcohol empleados en la fabricación se obtenía: el extracto o perfume, la más concentrada y duradera de las fragancias líquidas y la que contenía la máxima cantidad de esencia pura, suspendida en alcohol, suficiente para que con unas gotitas el olor persistiese durante siete u ocho horas; eau de parfum, más suave que el perfume, con la mitad de concentrados que el extracto y con un efecto proporcionalmente menos duradero; eau de toilette, menos perfumada; eau fraïche, igual que la eau de toilette pero con una fragancia cítrica-floral-amaderada; la colonia {eau de cologne), la forma más ligera del perfume, con la menor cantidad de aceites de esencia, la menos fijada, la menos duradera y la más refrescante. Y, poco a poco, emborrachado por lecciones y olores, Larios comenzó a conocer, por su fragancia, las distintas familias de los perfumes. Jorge Castillo, entusiasmado con el simple hecho de haber encontrado un alumno aventajado, un cómplice hermano, alguien, en definitiva, tan enamorado de los perfumes como él, enseñó a Larios un pequeño tesoro que apenas nadie conocía. De un gran arcón sacó un precioso armario antiguo de madera granate en el que reposaban majestuosamente toda una gran colección de perfumes en sus diminutos envases primitivos y originales, desde Calandre de Rabanne, hasta Turbo de Faberg, pasando por Choc de Cardin, Gentleman de Givenchy, Drakkar de Laroche, L'air de temps de Nina Ricci, Oasis de Myrurgia, Chamade de Guerlain, Squash de Dana, Charlie de Revlon, Diva de Ungaro y decenas y decenas más. Larios, poco a poco, fue distinguiendo aromas, y aprendió a agrupar, ayudado por el mejor maestro, los perfumes en familias con componentes comunes según las características de su fragancia.

En un momento dado y al hilo de un perfume singular, Larios se dio cuenta de que, entre tanta magia, en medio de una cortina fascinante de increíbles olores, se escabullía provocadoramente del motivo central que le retenía en la lujosa mansión y se sorprendió, de forma absurda, pensando en el perfume que utilizaría Claudio de Lorena, en el lirismo desprendido de sus cuadros a través de olores muy especiales. De pronto se sintió en la obligación de preguntar algo de forma más directa a Castillo, algo que les devolviese a la realidad, algo que les alejase definitivamente del mundo de los perfumes:

—¿Descubrió usted el cuerpo de Iris?

Castillo pareció no inmutarse. Dejó los frascos a un lado, recompuso su almibarada figura y movió afirmativamente la cabeza mientras volvía a colocar en su lugar todos los perfumes. Comprendió, en el acto, que había llegado el momento de salir del túnel fantasioso al que había conducido a Larios y en el que se habían irremediablemente perdido. Sin embargo, no fue Larios el que, con un chasquido de sus dedos, con una varita mágica especial, terminó con el encanto: alguien acababa de golpear la puerta del admirable santuario y, en el umbral, apareció Igor Zanussi. Larios conoció por fin al hombre que llevaba los asuntos artísticos de Zoé Latorre. Conversó durante unos minutos con él y llegó a la conclusión de que sabía mucho más de lo que decía. A instancias de las insistentes preguntas de Castillo y, esperando hablar más detenidamente con Zoé, Zanussi confesó que tras su viaje a París estaba completamente convencido de que el cuadro de Claudio de Lorena era original y, además, creía conocer su oscura procedencia, tan escondida para la familia y especialmente para Carlos Latorre, que compró el cuadro en una galería de París y jamás supo nada sobre él, ni sobre sus antiguos propietarios, ni sobre su verdadero valor. Al menos eso pensó, durante toda la vida, la familia Latorre...

* * *

Pensaba que las mariposas eran las flores más hermosas porque a su belleza natural se unía el don de la vida, del movimiento, del vaivén delirante y sinuoso. Sin embargo alguien un día tomó una mariposa entre sus manos y le quitó las alas. ¿Qué quedó de ella? Sólo una pequeña y asquerosa bestia que, seguramente, sólo amarían los entomólogos. ¡Qué simple resultaba engañarme! En ese dilema me he movido durante toda la vida, subiéndome a una balanza en la que, en un platillo estaba la mariposa, la flor más hermosa, y en el otro, la mariposa, la pequeña y asquerosa bestia amada sólo por los entomólogos. Después llegó Laura Gabelatti y la balanza empezó a moverse de un lado a otro, hundiéndome en un mar de dudas del que ya jamás supe, ni quise, salir. Aprendí que las mariposas ya no se podían tener entre las manos sin que quedara, por todos los dedos, el polvo de oro de sus alas. Ésa, en el fondo, fue la verdadera historia de Laura Gabelatti; ésa, en el fondo, es la verdadera historia de mi vida.

Había empezado, prudentemente, a investigar sin respiro todo lo que me llevaba hasta Laura. Si Laura salía yo me transformaba en su sombra; y es que andar sobre sus pasos empezaba a ser lo más semejante a ser suyo, a poseerla eternamente.

* * *

Jorge Comas atendía solícitamente, como un camandulero profesional, a dos jovencitas que, entre risas y miradas cómplices, se habían decidido a comprar una peculiar caja, rebosante de sorpresas, que se presentaba bajo el llamativo nombre de Clímax Kit y, mientras esperaban que el dueño del establecimiento les devolviese el cambio de las 5.000 pesetas, leyeron la parte posterior del impecable y algo hortera estuche, llenas de nervios uterinos, de risas espasmódicas y alfileres nerviosos:

Con un vibrador multirregulable, con funda tipo pene,

con rugosidades y venas y una funda anatómica anal.

Se incluyen dos pilas 1,5 V

Comas repasó la caja, cogió unos cuantos billetes, los introdujo en su cartera y se preparó para cerrar su próspero establecimiento, aunque en las cabinas del peep-show todavía estaban trabajando un par de chicas. Aquel peculiar pandemónium de rojas paredes comenzaba a tranquilizarse. Eran las tres de la madrugada y estaba deseando seguir la fiesta en otro lugar, purear el resto de la noche, putañear tranquilamente durante unas cuantas horas. Comas, con su pelo cortado casi al cero, sus tatuajes en ambos brazos, su perilla y sus aros en las orejas, su rostro hocicudo y prognato lleno de prematuras arrugas, se había hecho famoso, unos años atrás, protagonizando varias películas porno y paseando su famoso apodo de Sietepolvos por las camas de muchas de las mujeres más famosas del mundo del espectáculo y de la gente más importante del país. Entre unas cosas y otras, consiguió una pequeña fortuna que invirtió en un pequeño sex-shop que, poco a poco, fue ampliándose hasta convertirse en un auténtico sanatorio del sexo conocido como el Peep-show Ginger en homenaje a la exquisita actriz porno Ginger Lynn —según él la mujer por excelencia, una Ava Gardner rubia, con treinta años menos y con películas mejor escogidas—, donde trabajaban doce chicas que desnudaban sus cuerpos en las cabinas ante todo tipo de público y ampliaban horarios en sus apartamentos pasando la conveniente comisión a Jorge Comas.

Cuando ya estaba a punto de cerrar, entró en el establecimiento un gitano alto, de largas patillas y vestido de forma impecable.

—Vamos a cerrar —le recordó el Sietepolvos.

—Sí, sólo será un momento —fue la respuesta de Andrés Pacheco. Mientras tanto comenzó a mirar un estante lleno de reafirmantes y afrodisíacos y se aseguró de que no había nadie en el local. Para hacer tiempo, comenzó a leer, lleno de alcohol y navajas, alguna de las cajas que inundaban la repisa de cristal. En ese preciso instante, salieron las dos últimas chicas y se despidieron de Comas mientras miraban, hipnotizadas y provocadoras, al elegante gitano.

—¿Queda alguien? —preguntó el Sietepolvos.

—No, somos las últimas —contestaron las mujeres.

Comas cerró la parte de atrás del establecimiento y se acercó al estante donde Pacheco seguía leyendo las cajas de afrodisíacos. Tenía en su mano una pequeña caja rectangular de un color rojo brillante.

—Tengo lo que busca —comentó Comas—. Me acaba de llegar este perfume especial con el que cualquier mujer se verá irremediablemente atraída hacia usted, sin poder hacer nada por evitarlo. —El Sietepolvos enseñó a Pacheco un frasco negro, pequeño, con un gran tapón en forma de esfera, también negra—. Contiene la sustancia que segregan machos y hembras en los procesos de mutua atracción sexual...

En ese instante, con las luces del establecimiento semiapagadas, Andrés Pacheco, atacado por una furia aparentemente irracional, empezó a tirar todas las estanterías, a romper todo lo que se le puso por medio y a dar grandes alaridos. En un rincón, el Sietepolvos, con ojos como esferas taladradas, vio acercarse al gigantón gitano con una gran navaja que le puso en el cuello.

—Creo que los dos conocíamos a Lisa. —El filo de la navaja estaba ya tan cerca de la mejilla de Comas que ésta empezó a sangrar—. Me ha visitado un policía y me ha contado cosas que espero no sean verdad. Si alguna vez mi pequeña Lisa trabajó para usted, es hombre muerto. Sabré esperar.

Pacheco salió del establecimiento dejando al calavera de Comas muerto de miedo, mirándose la sangre, viendo cómo el gran gitano le rompía el cristal de su tienda. A esas alturas, el Sietepolvos no tenía ya ni fuerzas para coger el teléfono y llamar a la policía. La noche, esta vez, había caído demasiado deprisa sobre sus tatuajes de chicas Vargas.

* * *

Eran dos hombres extraños, sucios, de ceño fruncido y mirada turbia. Llevaban las camisas y los pantalones con restos de sangre, unas aparatosas gorras redondas, botas de piel de cerdo y cinturones de cuero crudo que sujetaban un par de sables y cuchillos. En El Loro Azul ya les habían visto en otras ocasiones, siempre venían a firmar un acuerdo de colaboración con el Duque cuando éste preparaba una importante expedición y eso les hacía ser bien recibidos, eran tratados como mensajeros que traían buenas noticias: las de una nueva aventura. Durante el tiempo que los dos bucaneros estuvieron reunidos con el Duque no se habló en El Loro Azul de otra cosa que de la habilidad de aquellos hombres para conservar la carne, con una técnica aprendida de los indígenas, descuartizándola, secándola al sol y ahumándola mediante la quema de madera verde, eso que los indios arawacos llamaban bucan. Ahora estos comerciantes de la carne se habían organizado y poseían el control de multitud de pequeñísimas islas a lo largo del Caribe que eran punto de referencia básico para el avituallamiento de los piratas, comerciando con el bucan, con frutas y con agua y obteniendo a cambio ropas, pólvora y armas de todos los navíos que no podían hacer escala en los puertos españoles.

El Duque, en su despacho, tras aquella rutinaria visita de los bucaneros, ultimaba los preparativos de su próxima expedición, calculaba, sobre una mesa de roble desvencijada, las libras de pólvora y balas que iban a resultar necesarias, estipulaba la recompensa a obtener por el primer pirata que descubriese una vela, el derecho al mejor par de pistolas apresadas y acababa de redactar la escritura de contrato donde reflejaba todo lo que iba a subir al Roccobarocco, así como los salarios del capitán, del carpintero encargado de reparar el navío y el dinero reservado para el cirujano y los medicamentos. Por fin, y como medida extraordinaria a causa de las últimas bajas entre las filas de los piratas y de la importancia de la venidera expedición, había decidido subir las indemnizaciones que debían percibir los mutilados y heridos a consecuencia de la acción desarrollada: por el brazo derecho perdido, 600 pesos o seis esclavos; por el izquierdo, 500 pesos o cinco esclavos, al igual que por la pierna derecha; por la pierna izquierda, 400 pesos o cuatro esclavos y por la pérdida de un ojo o de un dedo, 100 pesos o un esclavo. Todas estas cantidades se separarían del fondo monetario o en especie obtenido durante el viaje; el resto se dividiría equitativamente entre los piratas, pero con especiales mejoras para los capitanes. Danko recibiría cinco veces más, el Duque tres veces más y los oficiales y los piratas con contenidos para los que se les había contratado especialmente, dos veces más. Este convenio obligaba, como parte especial y fundamental en el honor de los piratas, a no esconder ninguna parte bajo penas gravísimas que el capitán Danko se reservaba elegir para mayor deleite de su cruel y desvencijado espíritu.

El Duque terminó de redactar el contrato y procedió a firmarlo en silencio, mientras no dejaba de escuchar los aromas embriagadores que subían desde el salón. Ya sólo restaba presentarlo al capitán Danko, seleccionar a la tripulación y ultimar los preparativos finales. Mientras procedía a leer de nuevo el documento apuró la botella de ron y con su mano derecha agarró fuertemente la bola de cristal con el perfume secreto de la que tanto amó. Era el único refugio de su mirada perdida, de sus recuerdos rotos, de la octava maravilla que se diluía en sus ojos destrozados.

* * *

Batista y Larios acababan de terminar su habitual partidillo de tenis de mesa y, sudorosos, se acercaron a la barra del Wang Tao. Pidieron un par de cervezas y, en silencio, observaron las manecillas de un gran reloj que tenían enfrente. Eran las doce de la noche. Fue el momento escogido para comenzar a hablar, despreocupadamente, de sus trabajos, de las últimas investigaciones, de Lisa Conti y sus hombres, del encanto de Zoé Latorre, de los perfumes de Castillo intentando, a la vez, exorcizar las últimas veinticuatro horas de su vida.

—Muchas veces me siento como un viejo achacoso. Y acabo de cumplir los treinta... —Larios bebió la cerveza y miró fijamente el botellín.

—¿Pero es que no sientes nada cuando ves dos preciosidades como ésas? —comentó Batista mientras señalaba a dos chicas sentadas en la barra, antes de pedir a la rubia camarera de Tarragona que mezclase dos cuartos de ron, con limón y lima—. Vas a probar un cóctel que te pondrá en órbita...

Larios siguió mirando el botellín de cerveza. No había escuchado nada de lo que le decía Batista. Cogió su americana negra y se levantó de la alta silla, del trono de los nuevos dioses:

—Llega un momento en el que aprendes a ser frío, sólo quieres estar solo, es lo único que necesitas. Te das cuenta de que si no abres la puerta, nadie puede entrar y hacerte daño.

Larios se acercó a la puerta del bar ante la mirada atónita de Batista que le señalaba los cócteles.

—No es tan malo vivir en una canción triste. Acabas acostumbrándote...

Fueron las últimas palabras que escuchó Batista antes de ver perderse a Larios dentro de la noche. Empezaba a hacer frío y el local, esa noche, estaba casi vacío. Los labios de Batista comenzaron a acariciar, a hacer suyo, el alto vaso del cóctel. El reloj ya señalaba la una de la madrugada, la hora de la pasión, la mayor puta y Batista no podía dejar de pensar en Larios, en el dolor del recuerdo y, poco a poco, sin darse cuenta, comprendió que esa noche sólo podía beber, beber hasta reventar, porque sólo había algo peor que no querer abrir la puerta y era abrir una ventana y tirarse por ella. Batista nunca sintió, dentro de su piel, el terremoto que, con tanta asiduidad, sacudía la mente de su amigo pero se daba cuenta, instintivamente, de que Larios podía estar ya muy cerca de abrir la ventana.

* * *

Me resultaba imposible continuar así. La persecución callejera acababa por resultar frustrante, al igual que espiarla en las mañanas... Por supuesto, la angustia era más intensa por la noche: el momento en que llegaba ese hombre a su casa para instalar el infierno en mis ojos.

Sin embargo, cierta mañana, aún no sé cómo, empecé a hablar con Laura. Y en unos pocos meses empecé a sentir que me convertía en algo más. En el momento en que notamos que saltaban chispas al juntar levemente nuestras piernas, supimos que el encantamiento estaba ahí. Poco a poco, las cosas empezaron a precipitarse hasta el momento final. Me invitó a subir a su casa y supe lo que era el paraíso, el sitio en el que el tiempo no existe porque con ella una hora abarcaba, como mucho, un minuto. Empezó a quejarse. Parecía un tirón muscular y comencé a hacerle un pequeño masaje. Sabía que si ponía una mano sobre ella me volvería loco para siempre. Ella se resistía pero era una resistencia suave, engañosa. Por fin se levantó y empezó a mirar por la ventana. Yo me acerqué y me coloqué tras ella. Comencé a acariciar su cuello, suavemente, sabía que moría y me sentía el hombre más feliz; al poco, y no sé con qué fuerzas, la volví hacia mí y la besé en la boca. Sentí que aquel beso me rompía interiormente, noté sus labios, su lengua: Laura estaba en mi boca. Al separarnos sus ojos eran infinitos, nunca sabré explicar suficientemente bien lo que vi en esos ojos, sé que vi el mar, vi la lluvia y la locura, el universo entero, y supe que Laura, como una geisha nocturna, me ofrecía el veneno lunar, el que mata poco a poco, el más terrible porque se ofrece y en el momento en que resulta insustituible te lo arrebatan para siempre, el veneno que obliga a visitar eternamente los besos.

* * *

Los pasillos eran amplios, con un toque fantasmagórico y peliculero, iluminados con un millón de grandes fluorescentes, los funcionarios subían y bajaban, perdiéndose entre las puertas, y Carmelo Miranda, con sempiterna actitud de perdonavidas, y traje arrugado y sucio, llegó hasta el despacho de Hugo Soto. En la puerta, como flanqueando al dios, dos secretarias le abordaron. Una de ellas, de mayor edad, bullebulle y parlanchina, de piel muy blanca y llena de extrañas manchas, se acercó a Miranda.

—¿Deseaba algo? —preguntó, solícita, excesivamente simpática para el adusto carácter de Miranda.

—Tengo una cita con el señor Soto. —El policía enseñó su placa de manera mecánica.

En ese preciso momento, la otra mujer, mucho más joven y hermosa, algo rabisalsera pero con un toque exquisito de elegancia, abrió la puerta del despacho y anunció la presencia del policía.

Hugo Soto, en mangas de camisa y con el pelo revuelto, se levantó de su mesa, se puso la chaqueta, recompuso con las manos su cabello y saludó, demasiado efusivamente, a Miranda. La secretaria, mientras tanto, aprovechó la ocasión para despedirse de Soto con arrumacos estúpidos que no pasaron desapercibidos al policía.

—Bien, ¿deseaba verme? —Un poco azorado, el soflamero profesional, comenzó a hincharse en palabras—. Pensaba que en nuestro último encuentro ya le había dejado aclarado todo el asunto. En realidad, no sé en qué más puedo ayudarle; de todas formas estoy a su entera disposición. Siéntese, por favor.

Mientras Soto procedía a sentarse en un gran sillón ergonómico de piel, Miranda se acercó hasta un televisor que, en una esquina, adornaba el despacho y colocó una cinta de vídeo.

—Quería que viese esto... —Miranda manejaba el mando del vídeo como si fuese suyo de toda la vida.

En la pantalla del pequeño televisor, con una imagen de mala calidad, vieron a una mujer desnuda encima de una gran cama redonda y a otra mujer con botas altas de cuero que la besaba por todo el cuerpo mientras con un pequeño látigo negro golpeaba todos los sitios que iba besando. Después, un hombre (la imagen era muy borrosa) se fue acercando. Estaba desnudo y así, lleno de borrones y luceros, se mezcló entre las dos mujeres. Se besaron, se golpearon, los tres comenzaron a construir un mundo especial sobre la gran cama redonda de agua y lunas rotas. La imagen se hizo más nítida. Ahora se veía, de forma muy diáfana y explícita, a Hugo Soto, en toda su inmensidad y en toda su miseria.

De repente, la pantalla del televisor se volvió negra. Hugo Soto había arrebatado el mando de las gruesas manos de Miranda. Apagó el vídeo y arrojó, furiosamente, el mando al suelo. Las pilas se desgajaron como un castillo de fichas de dominó y circularon velozmente por toda la moqueta gris hasta detenerse en distintos puntos del despacho. Todo un ventanal lleno de luz y plantas se acababa de transformar como víctima de un chispazo eléctrico: Soto había corrido las grandes cortinas beis, sumergiendo el ampuloso y frío despacho en una angustiosa luz crepuscular.

—¿De dónde ha sacado esta mierda? —preguntó Hugo Soto, cauteloso y enredador, urdemalas con traje de cien mil pesetas, político profesional.

—Eso no importa. ¿Sabe que una de esas mujeres es Lisa Conti y Lisa Conti murió asesinada? ¿No tiene nada qué decir?

Hugo Soto tomó asiento, se quitó las gafas de fina montura metálica y las limpió, mientras intentaba reorganizar su cerebro. Recompuso su teomaníaca figura, suspiró un par de veces profundamente y acertó a rehacer su discurso:

—¿Cuánta gente ha visto esto? Es una clara maniobra. Quieren destrozar mi carrera y mi familia. Y no pienso permitirlo, ¡no pienso permitirlo! ¿Desde cuándo tienen en su poder esta basura?

—Desde el principio. Esperábamos que hiciese referencia a ello...

—Ya les confesé que había tenido un encuentro casual con esa mujer. Nada más.

—Vamos, no está tratando con sus votantes. —Miranda parecía feliz de poder patear por fin al dios—. Sabemos que se vio repetidas veces con Lisa Conti. Sabemos que fue objeto de un chantaje a causa de este vídeo. Vuelvo a preguntarle lo mismo, ¿tiene algo que decir?

Hugo Soto intentó encontrar las palabras, hacer comprender al estúpido y gordo policía que era víctima de una conspiración, de un hábil y asqueroso montaje, pero sabía que estaba contra las cuerdas, que todas las pruebas estaban en su contra, que se podían aliar para destrozar su carrera política, su matrimonio y que, llevadas al extremo, le podían conducir directamente a la cárcel.

—Esto debe ser puramente confidencial. No quiero prensa ni publicidad de ningún tipo. ¿Me da su palabra?

Carmelo Miranda movió la cabeza afirmativamente. Él nunca tuvo palabra pero sí el desparpajo suficiente para comprometerla siempre que fuese necesario y las circunstancias así lo exigiesen.

—Me vi con Lisa Conti varias veces. En su apartamento todas ellas. Era una gran mujer, muy excitante, muy salvaje, ya me comprende... Cierto día me propuso algo más fuerte y apareció esa otra mujer. Todo fue muy raro, muy extraño y, para mi desgracia, caí en la trampa. Esa puta grabó el encuentro. Pocos días después recibí un paquete en el despacho. Era el vídeo. Me amenazaban con mandarlo a mi casa y a los periódicos. Pedían 500.000 pesetas. No tuve elección. Pagué y pensé que todo había terminado.

—Un poco ingenuo por su parte... Parece mentira, teniendo en cuenta su profesión. ¿Dónde y cómo hizo el pago?

—En el Parque del Sur, junto al lago. Un tipo alto, medio calvo, con pendientes y tatuajes recogió el dinero y nunca supe más de él ni del vídeo hasta hoy.

—¿Y cuando murió Lisa Conti pensó de verdad que todo había terminado? —preguntó Miranda.

—De la muerte de esa chica ya le he dicho todo lo que sé ¿No le parece evidente que me quieren utilizar? Yo pagué el sucio chantaje, me dieron el vídeo y me olvidé del tema. El día de la muerte de Lisa estaba en el Congreso de los Diputados, ya se lo dije la otra vez. Salí en todas las televisiones y en todos los periódicos al día siguiente.

—Sí, es una coartada perfecta. —Carmelo Miranda se levantó y se dirigió a la puerta—. Estaremos en contacto —acertó a musitar antes de salir.

* * *

El capitán Danko se pavoneaba estúpidamente, gesticulaba, lanzaba patadas y ensordecedores gritos al asfixiante aire de El Loro Azul, arremetía contra mesas y hombres, vaciaba vasos y vasos repletos hasta arriba de ron y asistía, triunfante, a la gloria del vencedor. Todos los piratas, a su alrededor, se postraban, entre encantados, embriagados y atemorizados, ante el vértigo salvaje que destilaba cada uno de los ojos negros de muerte de Danko. Recordaban que la última vez, reunidos en una celebración parecida, sentado en la mesa junto a alguno de sus hombres, en un arrebato pasajero tan habitual en su enferma personalidad, empuñó dos pistolas, las amartilló bajo la mesa, hizo apagar las luces de la taberna y disparó, única y exclusivamente por la curiosidad que le producía el saber quiénes habían sido los elegidos.

—Si no mato de cuando en cuando a uno de mis hombres se olvidan de quién soy yo —recordaba cada poco a sus alucinados esbirros mientras apuraba una tras otra la dolorida y amada copa de ron.

Los barriles de todo tipo de licores caían como una ciega catarata desbordada y salvaje. Todos sospechaban que eran los últimos y esperaban ya, con verdadera expectación, que el capitán Danko, una vez comprobado el fin de existencias en El Loro Azul les invitase, como tantas otras veces, a su refugio, una especie de castillo situado en lo alto de la isla de Tortuga donde vivía con sus nueve mujeres. Sabían que entonces, en las noches de tempestad tan propicias y habituales, Danko obligaría a todas sus mujeres a prostituirse con ellos.

Mientras eso llegaba, todos recordaban, amparados en el silencio de su terror, en el alegre desasosiego del cerebro adormilado por el vino, y en las homilías esperpénticas narradas de forma febril y jocosa por Danko, las últimas fechorías de su capitán, como cuando mandó llevar a todos los heridos de su tripulación a una iglesia donde previamente había hecho encerrar a todas las mujeres supervivientes del asalto de la noche anterior a una pequeña aldea. Allí la iglesia se convirtió en hospital y lugar de prostitución, violentando a las afligidas viudas con insolentes amenazas. O como cuando encerró a todos los poderosos de la ciudad recién asaltada en una catedral rodeada por pólvora para pedir rescate por ellos. Dos días después había conseguido todo el oro solicitado, pero Danko no quería perderse el festín final, el último, e hizo volar la catedral con todos sus prisioneros dentro e incluso con alguno de sus hombres, en un fin de fiesta glorioso para sus extraviados ojos. Había transformado la sangre en lingotes de oro, joyas, estatuas y escudos de metales preciosos. Era experto en utilizar el gato de siete colas, en amputar con golpes precisos de su espadón las manos de amigos y enemigos, gozaba de forma extrañamente anormal con amarrar a alguno de sus hombres a la quilla del Roccobarocco y esperar que el agua y la ferocidad de algunos peces destrozaran cuerpos, desgarrasen piel y devorasen ojos. Experimentaba un extraño placer con hacer avanzar a algún desgraciado que se ponía en su camino por el tablón de madera y hacerle bajar hasta el infierno de los voraces e insaciables colmillos de cientos de tiburones que reconocían en Danko a un privilegiado amigo, compañero de sangre y muerte. Sabían todos, piratas rodeados de alcohol, memorias sangrientas y mujeres perdidas, que cuando saliesen de El Loro Azul, Danko, siempre con su par de pistolas puestas en fundas que le colgaban de los hombros, podía empezar a correr calle arriba, borracho de delirio satánico, como un belcebú cualquiera doliente y salvaje, disparando hacia todos los lados e hiriendo con armas a cuantos encontrase en su camino. Y es que el alcohol para Danko era su ley y su religión, y como dios de todos aquellos desgraciados, inculcaba en sus hombres la importancia de estar siempre bebidos para ser felices, para no pensar, que era la mejor forma de alcanzar la felicidad.

—Se había acabado el ron, nuestra compañía más sobria. Había una gran confusión entre todos nosotros. Sabía que todos mis hombres podían empezar a conspirar, no hablaban de otra cosa que de separarse. Así que me apresuré a buscar una presa; ese día atrapamos una con gran cantidad de licor a bordo, de suerte que la tripulación agarró una condenadamente buena y las cosas volvieron a ir perfectamente. Desengáñate, Duque, el alcohol es nuestro mejor aliado —repetía, siempre que podía, a su capitán de tierra y a todo aquel que le quisiese escuchar.

La noche, mientras tanto, caía sobre Tortuga dejando El Loro Azul hundido en sus propias mentiras y en las fanfarronadas lanzadas al agobiante aire por el cerebro desquiciado de Danko:

—Nadie queda ya para desenterrar el tesoro. Todos han muerto bajo el fuego de mis pistolas. Ahora sólo el demonio sabe dónde he escondido el tesoro. El que viva más de los dos lo cogerá todo.

Todos callaron en El Loro Azul. Incluso el propio capitán Danko oscureció su mirada, miró por enésima vez la botella de ron y en el reflejo insultante del sucio cristal, farfulló unas oscuras palabras. Alguno de sus hombres intuyó que Danko empezaba a recordar una historia que ensombrecía sus recuerdos. Sabían que el demonio, su hermano de sangre, era el único capaz de destruir su mito, y sabían que ya había visitado, en más de una ocasión, al capitán. Recordaban, algunos de ellos, mirando el reflejo de los ojos aterrorizados de Danko, una expedición años atrás en la que un hombre apareció en la cubierta del barco que capitaneaba Danko. Nadie le había visto hasta aquel momento y nadie sabía cómo había llegado hasta allí. Durante unos días apareció y desapareció de forma mágica creando el desconcierto en la tripulación hasta que un día, de la misma forma que había llegado, desapareció, justo unas horas antes de que el barco naufragara. Todos supieron, y el primero Danko, que aquel hombre que les había visitado era el mismísimo diablo.

* * *

La Casa de América era un edificio moderno pero todo en él tenía un regusto antiguo, como un templo de ojos platerescos construido a imagen y semejanza de una casa colonial de estilo antillano, de modales indianos. Delante de la austera puerta había un pequeño jardín, con varios árboles de tamaño reducido, una fuente y una estatua de bronce que representaba una carabela.

Larios miró su reloj de esfera blanca y alfabeto dorado, sin números que marcasen horas ni días, y llamó a la puerta.

—Te esperaba. Pasa. —Un viejecillo, con expresión bonachona, como de sabio perdido y despistado, recibió, medio en penumbras, a Larios.

Los dos hombres cruzaron varios pasillos atestados de estanterías, planos y estatuas diversas que conducían a un pequeño despacho completamente desorganizado, lleno de libros por todas las partes, de apuntes, folios, una pequeña mesa, una silla y, bajo la ventana que daba a la puerta principal, un sofá en el que nadie podía sentarse porque estaba totalmente inundado de libros. El aspecto del despacho era el mismo que recordaba Larios de anteriores visitas al doctor Piñeiro, con el mismo desorden, la misma poca luz e idéntico sabor a polvo de libro.

David Piñeiro, catedrático jubilado de Historia de América, seguía siendo el alma máter de la Casa de América. Sus conocimientos de la historia y el arte hispanoamericano habían cruzado fronteras y se habían visto reflejados en multitud de publicaciones a ambos lados del Atlántico. Por ese motivo, y por tantos y tantos años de aprendizaje y admiración, el mismo día que Larios decidió volver al ruedo de la investigación, llamó por teléfono a su viejo profesor, pues sabía que él era el único que podría bucear por sitios a los que Larios ni siquiera podía imaginar llegar.

—¿Has traído alguna foto? —preguntó el viejo profesor.

Larios dejó un sobre encima de la mesa. Piñeiro lo abrió en el acto y comenzó a mirar las fotografías del cuadro de Claudio de Lorena apasionadamente. Cogió una lupa y analizó, detalle a detalle, todas las fotos. Luego, buscó algo en una gran monografía de Claudio de Lorena que tenía preparada, abierta sobre el sofá. «Pensaba que era alguno de los cuadros perdidos...» le oyó murmurar Larios, mientras seguía mirando las fotos con una absoluta devoción. Finalmente, se sentó, dejó todas las fotografías sobre la mesa y dirigió su mirada al techo. Larios, intentando no interferir en sus pensamientos, se acercó a la ventana y vio a una pareja besándose junto a la estatua de la carabela. Comenzaba a llover.

—Muchos piensan que Claudio de Lorena es el más perfecto paisajista que el mundo ha conocido. —David Piñeiro parecía hablar solo y seguía sin apartar la vista del techo. Mientras tanto, haciendo tiempo, bebiéndose los minutos de angustiosa espera, comiéndose las uñas, Larios continuó enganchado detrás del cristal de la ventana, mirando a la calle.

—Sus cuadros son tan bellos, tan dulces, tan tiernos y sinceros. Fue el primer pintor subjetivo, el primero que supo interpretar la naturaleza como un estado de ánimo, a través de sus percepciones y sus impresiones sensoriales. Pero ése no debe ser nuestro problema. Parece ser que ya han demostrado que el cuadro es original. Y a ti lo que te interesa es la historia que nos cuenta o nos quiere contar Claudio de Lorena sobre el lienzo. Tú sabes de sobra que siempre se pensó que esas historias eran sólo un pretexto, que no tenían ningún valor en sí mismas y, sin embargo, quieres que investigue algo probablemente baladí. Lo verdaderamente importante es que es un lorena...

—¿Quiénes pueden ser esos malditos piratas? —Sin dejar de mirar a través de la ventana, Larios encendió un cigarrillo y siguió viendo caer la lluvia, contemplando a la joven pareja comerse a besos, devorando la lluvia y la vida a tragos.

—No sé, tendré que investigar. —Piñeiro volvió a mirar las fotografías—. A primera vista resulta evidente que Claudio de Lorena desea resaltar preferentemente a dos personajes principales, los dos piratas que están de espaldas, en primer plano, en la parte derecha. Uno de ellos, un poco de perfil, tiene todos los rasgos característicos de Edward Teach, Barbanegra: su forma de vestir, su larga casaca, su pelo negro y corto, sus pobladas barbas y, especialmente, ese par de cintas rojas que las adornan.

—Empieza a investigar por Barbanegra...

—Pero hay algo que no me cuadra.

Larios dejó de mirar por la ventana y fijó sus ojos sobre los del viejo profesor.

—Claudio de Lorena murió en 1682 y las andanzas de Barbanegra se remontan a principios del siglo XVIII. —Piñeiro movió significativamente la cabeza de un lado a otro.

—No entiendo.

—Ya sabes que Claudio de Lorena trabajaba por encargo. Este cuadro se lo tuvo que encargar uno de estos dos piratas. —Piñeiro señaló una de las fotografías—. El comitente es fundamental en la obra de Claudio de Lorena, él pagaba y él elegía el cuadro, el motivo, la historia... Si hay un tesoro escondido, una historia oculta, debemos descubrir primeramente quién encargó el cuadro.

En ese momento, Piñeiro se levantó y acudió al sofá donde empezó a mirar el Liber Veritatis de Claudio de Lorena.

—Creo que el cuadro no está catalogado —comentó en voz baja. Después de unos minutos se volvió a dirigir a Larios:

—Como sabes perfectamente, Claudio de Lorena fue, desde el principio, muy imitado. Para evitarlo compuso el Liber Veritatis que da fe de los cuadros originales del autor. Lo empezó a dibujar a partir de 1636, a pluma, o a pluma y bistre, con realces. Era un verdadero registro que le garantizaba a él y a sus comitentes contra las obras falsificadas. Son 180 hojas con distintas numeraciones. Siento decirte que tu cuadro no está entre ellas, aunque me imagino que eso es algo que ya has comprobado. Si, por otro lado, se ha demostrado que el cuadro es original, no nos queda otro remedio que pensar que el cuadro es anterior a 1636.

Larios se dirigió a la puerta. Sabía que había dejado todo en buenas manos, pero antes de irse le pidió al viejo profesor la gran monografía sobre Claudio de Lorena. Cuando estaba a punto ya de salir a la calle escuchó a sus espaldas un extraño comentario:

—¿Sabes lo que más me sorprende? Hace unos treinta años otro hombre vino a preguntarme sobre un cuadro de Claudio de Lorena en el que unos piratas parecían descargar un tesoro...

Larios se volvió inmediatamente. El frío de la calle entraba con desasosegante ímpetu en la Casa de América. Había dejado de llover.

—Se llamaba Rojas, y creo que murió poco tiempo después. En aquella época tenía mucho trabajo y no le hice el menor caso. Ahora lo siento.

Una gran habitación, luminosa, muy blanca, con pintura amarilla como un alborotador sol. La habitación blanca, con Laura y sus cuadros, conmigo, con su blancura como dogma vital. Había dibujos a tinta, a lápiz, a carboncillo, como alucinados brujos... Imaginaba mi casa inundada por sus cuadros, imaginaba a Laura conmigo y la imaginación volvía a salir rota: Laura no vivía conmigo y sus cuadros tampoco, nunca lo harían. Ahora sólo busco sus ojos, busco, busco y no hallo nada, busco la habitación blanca soñada por mí, busco un olor cristalino, profundo, sutil, busco una mirada conocida y sólo hallo hondas simas, palacios oscuros, sol mortal.

* * *

La noche había caído sobre la gran mansión de Hugo Soto. Zoé y Hugo cenaban rodeados por un fatigoso silencio. Por primera vez, en mucho tiempo, Soto había regresado antes de lo habitual a casa y todo su cuerpo desprendía un olor a derrota que no pasó desapercibido a Zoé, tan acostumbrada a su pose arrogante de califa orgulloso, seguro de sí mismo, experto en disfraces y exquisitas zalamerías. Desde luego, el Soto gemebundo y encogido no tenía el mismo encanto, aunque resultaba más humano.

Hugo Soto bebía el vino a grandes tragos, sin medida ni liturgia, mientras Zoé Latorre miraba a su marido y pasaba sensualmente su dedo índice por el borde de la copa, intentando meterse dentro de su cerebro. Soto no podía dejar de pensar en la visita del gordo policía y en la montaña de emboscadas que le lanzaban, poco a poco, al precipicio de la mierda. Además, antes de salir del despacho, le había llegado un adelanto de lo que iba a salir en la portada de un semanario de gran tirada. Una malversación de fondos, unos cheques de ocho ceros sin destino, sin firma, y un hombre del presidente en el ojo del huracán. Por un momento sintió que todo se volvía contra él; estaba en el rincón del cuadrilátero, golpeado, vomitando sangre, con los ojos cerrados por el dolor, por las heridas, por el miedo. Y sabía, porque era un profesional de ello, que el acoso sería cruel y que los periódicos especializados en radiografiar tripas en descomposición iban a encontrar en él el cebo perfecto, el más jugoso y apetecible.

Sin embargo, a mitad de velada, en el repiqueteo estúpido y juguetón del gran reloj de pared marcando las doce de la noche, Hugo Soto pareció transformarse. El milagro de los cuentos de hadas, al dar las campanadas de medianoche, llegaba auspiciado por dioses y diablos. Y entonces, como un vistoso camaleón, regresó a casa el Soto sublime, exquisito, seguro, triunfador, el buscarruidos fajador e insaciable. El dolor de cabeza era ya irreversible, la vida color vino y el maravilloso cuerpo de su mujer, milagroso. Ya no existían vídeos negros ni artículos amarillos. Sólo la obsesión, en el carrusel de alcohol, de que Zoé Latorre vendiese el maldito cuadro que había llevado la desgracia a aquella apacible casa, que cogiese todos los millones cuanto antes, los metiese en un avión y se fuesen de viaje los dos, como hacían antes, como siempre soñaron. Ya sólo quedaba en la noche, también como antes, una bañera llena de exquisitos aromas, de espumas y juegos ardorosos, de dos cuerpos entrelazados, derrotados y victoriosos, como espadas de luz, como jinetes de la noche.

Las gafas de Hugo Soto, en una repisa, junto a la bañera, no podían dejar de mirar. Hasta ella llegaban gotas de espíritu sin nombre, de delirio casi mortal.

* * *

La vida allí no resultaba nada fácil y, en medio de fuego y zumbidos interminables, de colores chillones y locuras de ron, Boris Padovani empezaba a intuir que el Duque se derrumbaba. Era una sensación que conocía bien y, posiblemente, él fuese el único en darse cuenta de ello, porque aquel hombre de negro sabía esconder su infortunado pasado bajo una aguerrida máscara de imperturbable hombre de acción. Padovani era el único, de todas formas, en aquel mundo de locura y superficialidad insana, que conocía su historia y que sabía olfatear el reguero de la melancolía. Por eso, en mitad de la noche, mientras escuchaba las estrambóticas carcajadas de Danko en el piso de abajo, no podía apartar la vista de los ojos de su compañero. El Duque miraba sin mirar el tablero de ajedrez y cada cinco minutos movía, como un estúpido autómata, alguna pieza. Mucho más rápido se mostraba, sin embargo, para servirse, una tras otra, alguna copa de la lujuriosa botella que le acompañaba desde hacía tanto tiempo.

Padovani deseaba conversar con su amigo porque sabía que ésa era la única forma de apartarle de su peculiar precipicio, pero en esas noches abrasadoras el cerebro del Duque era tan frágil como obstinado, tan abierto a los recuerdos como encerrado en su obsesión. Padovani insistía y solicitaba, ansioso, detalles y más detalles de la próxima expedición.

—Tengo que volver a hablar con el gobernador. Puede haber un cambio de última hora... —acertó a susurrar el Duque.

Costaba un mundo sacar alguna mísera palabra de la boca del Duque y extraerla de sus labios se convertía, poco a poco, en un parto doloroso y pesado. Padovani comenzó a quejarse de la expedición última, de lo laborioso que resultaba, cada vez más, encontrar a un par de indios dispuestos a acompañarles en sus andanzas marinas.

—Hemos pasado malos momentos...—volvió a susurrar el Duque con un delicado hilillo de voz que reverberaba en la oscuridad del despacho pero que a Padovani le sabía literalmente a gloria.

El cura sonrió. Claro que habían pasado malos momentos juntos. Y recordaba, recordaba. Deseaba traspasar recuerdos a la mente del Duque para alejar cuervos inmundos. Padovani comenzó a sermonear pesadamente, gritando, riendo y saludando las alegres penurias de sus aventuras.

—Estábamos locos por encontrar un río. Y llegamos todos y nos lanzamos a sus aguas, dispuestos a devorarlas. Nunca me dijiste que aquellos gigantescos caimanes de más de setenta pies de longitud se ponían en las entradas de los ríos, permanecían estáticos, como viejos y achacosos árboles, y, confundidos entre las aguas, colocados en una trampa mortal increíblemente aprendida, aguardaban a que algún jabalí, vaca salvaje o pirata estúpido se acercase a beber. Entonces, después de haber comido durante tres días piedras para hacerse más pesados y aumentar sus fuerzas, atraían a sus presas a la profundidad para ahogarlas. El malogrado Reuser así cayó. Y luego aquel mal nacido le dejó cinco días en la orilla, intacto, esperando que comenzase a pudrirse para así hincarle mejor el diente. Una verdadera mezcla de sadismo y sibarita paciencia. Las moscas de fuego, con sus puntos luminosos en la cabeza, alumbraron el cuerpo de Reuser hasta que aquel inmundo ser procedió al banquete definitivo ante los ojos expectantes de Danko y todos los demás que no se cansaron, en los días siguientes, de explicarnos al detalle la cruenta cena.

»Sólo pudimos comer, durante doce días, albaricoques, gigantes como melones, de color ceniciento y pepitas del tamaño de un huevo de gallina. Comida de jabalí para perros hambrientos como nosotros, acuérdate, Duque. Y acuérdate de cómo engañaste a aquel necio capitán español para que nos dejase escapar días después esperando un ascenso en recompensa a su trabajo, cómo le entregaste el salvoconducto que habíamos robado en La Española y que él llevaba buscando tanto tiempo. Cómo redactaste una carta idéntica con el negro licor extraído de las jupinas y que como tinta se adhería mágicamente al papel para, en nueve días, desaparecer totalmente y dejar la blancura total como único testigo. Me hubiera gustado estar en el pellejo de aquel capitán cuando su tesoro se evaporó...

Padovani se reía con el jocoso recuerdo de la escena nunca vista pero tantas veces imaginada. Sin embargo, tras beber un trago de vino, miró al Duque y comprendió que no había escuchado ni una sola de sus palabras, que, tal vez, no le hubiese escuchado en toda la noche. Se acercó a él, observó la botella vacía, el vaso vacío y el tablero de ajedrez estúpidamente amarrado a una lucha absurda. Durante unos segundos estudió la situación y por fin tomó entre sus manos la dama negra y la condujo a un extremo del tablero:

—Jaque mate.

Después salió de la habitación y dejó solo al Duque. Sabía que, en esas noches, dejaba de existir, tan sólo era polvo en el viento, un perfume descolorido y sin vida, un trozo de carne lleno de violines en llamas, como la mirada de la mujer que tanto amó.

* * *

La ciudad, con todas sus luces de verbena, se precipitaba bajo la noche como en un juego de desenlace previsible, como en una película de final conocido y prematuramente desvelado. El Wang Tao había cerrado antes de lo habitual. Era un miércoles soso, aburrido. Era una noche sin noche.

Camilo Batista aparcó su Ibiza rojo frente a la puerta de su casa. Vivía en un apartado barrio obrero, de casas muy altas e inmensamente pequeñas, como apestosas colmenas sin personalidad, llenas, en su mayoría, de lobos solitarios. Cerró la puerta del coche y, cuando se acercó al buzón para recoger la correspondencia del día, una mujer, medrosa y chispoleta a un tiempo, salió de la oscuridad.

—¿Se llama Camilo Batista? —La mujer de la negra gabardina miró hacia todos los lados, escondiéndose detrás de su habitual disfraz de reina nocherniega.

El policía no contestó.

—Yo conocía bien a Iris Latorre. Era su mejor amiga...

Batista sacó las llaves de su bolsillo, abrió la puerta del ascensor y la invitó a subir. En el apartamento encendió, como cada noche, todas las luces y se quitó la cazadora. El salón de la casa era diminuto, medio desnudo, de apoltronadas suciedades y espíritu fugaz. Batista utilizaba la casa, en realidad, tan sólo para dormir unas pocas horas y, dado su espíritu de conquistador impenitente, la mayor parte de las veces ni eso. Luego se quitó la americana, descolgó la pistola del hombro, se despojó de la camisa y, de una silla, cogió una camiseta blanca con la inscripción Maranello rossa Collezione y la imagen de un fabuloso Ferrari, y se la puso cuidadosamente. Se acercó al mueble bar y se sirvió un whisky. Con un expresivo gesto invitó a la desconocida, pero ella rehusó. El seductor policía se acercó, con un espíritu gazmoño hábilmente estudiado, a la extraña mujer, y le quitó la gabardina. Ahora vio a otra persona, desnuda de su disfraz negro, un poco más alta que él, con unos ojos iridiscentes y tristes a la vez, un punto resabiados. Era joven pero no lo parecía, tenía el pelo muy negro y muy corto, varios aros de plata en las orejas, camisa y pantalón vaquero y botas de cuero negro.

—Me llamo Lesbia Aquino y conocí a Iris Latorre. Mucho. Demasiado. En el último año de su vida no nos separamos ni un segundo...

—Es extraño. Nadie me habló de ti —comentó Batista.

—En su familia yo no gustaba demasiado... Hay cosas de Iris que nadie sabe, sólo yo. Un día antes de su muerte Iris me contó algo acerca de un cuadro. No le hice mucho caso pero ella parecía excitada. Me enseñó un dibujo que había encontrado en algún sitio oculto de su extravagante mansión. Parecía muy antiguo y comentó algo sobre el dinero que podíamos conseguir. No comprendí nada, ni tampoco me preocupé más. Luego, enseñó el dibujo a Duncan y él lo guardó en su caja fuerte...

—Un momento, ¿quién es ese Duncan? —Batista acababa de encender un cigarrillo y, mientras lo apuraba con profundas y ansiosas caladas, escribió algo en una pequeña libreta.

—Duncan White es nuestro sacerdote, es nuestro hombre. —Batista no desvelaba ninguna reacción pero lo comprendía todo, miró fijamente a Lesbia y siguió fumando nerviosamente—. Hace varios meses Iris y yo conocimos a Duncan, nos enamoramos de él y nos metimos, como en un ingenuo juego, en la secta. Siempre fuimos alocadas y caprichosas. Para nosotras era un pasatiempo, uno más... Duncan es el mismísimo Satanás, ahora estoy segura. Él se quedó con el dibujo y ella murió.

—¿Cómo era ese dibujo? —Batista acababa de terminar el cigarrillo y, sin solución de continuidad, encendió otro.

—No me fijé. Era extraño. Estaba como roto por la parte superior. Había un barco... No sé.

Los ojos de Batista se encendieron y, automáticamente, volvió a manchar su pequeña libreta. Apuró el whisky.

—¿Es una secta satánica? —preguntó.

Lesbia no dijo nada pero movió afirmativamente la cabeza.

—¿Sabes que en la habitación de Iris aparecieron extrañas marcas de origen, al parecer, satánico pintadas en las paredes?

Lesbia se levantó del sillón y cogió su gabardina pero Batista se abalanzó sobre ella.

—Deja que te invite a cenar... —susurró Batista.

—Todos los restaurantes estarán cerrados.

—¿Quién necesita un restaurante? Quiero seguir hablando contigo.

—Es muy tarde...

—Nunca es tarde. La noche es nuestra y empieza con nuestra cena. —Batista, experto zalamero y conquistador impenitente, sonrió y volvió a colocar la gabardina negra sobre la percha. Desde el principio se había enamorado de la jerga rabanera de Lesbia, de sus ojos machacados, de sus enormes aros de plata.

* * *

Durante muchos meses, junto a Laura, comprendí lo que era la completa sensación de plenitud, de dicha total, sabía que en Laura estaba todo y todo era Laura. Pero junto a esa placentera sensación creció en mí la idea de que esa dicha era pasajera, que en cualquier momento todo iba a terminar igual que había empezado, con un encantamiento singular que aplastase mi cerebro. Empezaba a comprender que la situación en la que se movían mis sentimientos era inestable y estúpidamente ridícula. Laura podía manejar la situación porque era distinta, porque, entre otras cosas, era una persona mucho más madura que yo. Conocía la situación y la aceptaba. Comprendí, al poco tiempo, que cada mañana me levantaba borracho de celos, que Laura no estaba conmigo y que, con toda seguridad, nunca lo estaría. Y, a partir de ese momento, empecé a alimentar lluvias, a caer en picado a un abismo particular. Tenía la sensación de que había un adiós encerrado en cada beso y comenzaba a tener triste la boca. No lo entendías, Laura, para mí era lo más normal del mundo pero tú no lo entendías, me decías que el mar era bello, lo más bello del mundo y yo, automáticamente, pensaba que no era cierto porque el mar nunca había sido y, seguramente, nunca iba a ser nuestro. Desengáñate, Laura, lo peor del mar no es la distancia, ni el tiempo, ni el olvido, ni el sol asesino, lo peor del mar es que nunca, nunca, podremos pasear juntos, abrazados por la orilla, nunca veremos una puesta de sol y nunca nos revolcaremos por la arena, dejándonos empapar de sol y sal. Un olor a derrota empezaba a sobrevolar por mi cabeza y, aunque sabía que toda la vida iría cosido a su piel, sentía que el amor se escapaba de puntillas, que Laura cada noche me engañaba con otro. No podía entender, jamás pude hacerlo, que Laura me devorase a besos y me matase con su cuerpo y, una hora más tarde, estuviese con otra persona como si no hubiese ocurrido nada. No lo entendía y lo peor de todo, ahora lo comprendo, es que yo me equivocaba pensando que su corazón y sus besos eran mi casa. Ella tenía otra casa y estaba lejos de mí. Notaba, poco a poco, cómo mi corazón se vestía de otoño, se llenaba de hojas secas, robando pedazos de mi vida. Soñaba con dormir abrazado a Laura, enredado en ella, saboreando las noches de tormenta y de miedo junto a su cuerpo, pero era imposible, todo resultaba imposible para mí. Nunca podría mirar a Laura con los ojos del amanecer. ¿Por qué tuve que enamorarme de ella? Yo, por entonces, había llegado a un punto en que no podía volverme atrás, no podía esquivar su mirada ni el imán de sus besos. Era una llama que me abrasaba pero sin la que no podía vivir porque todavía me abrasaba más su ausencia, la pasión de sus besos que siempre me perseguían. Desde el primer día repetí a Laura la misma pregunta: ¿quién te ha enseñado a besar? Notaba que se rompía algo por dentro, que me hacía suyo, era algo increíble y maravilloso, una experiencia única y excitante, las espadas de sus labios eran lo más parecido a la muerte enamorada, a la doble luna del beso.

* * *

El gran salón estaba casi a oscuras, tan sólo tristemente iluminado por la luz desprendida de una televisión donde ya no había imágenes, sólo líneas, iluminación fantasmagórica y expresionista. En una esquina, Larios, completamente desnudo, lleno de sudor y furia, golpeaba un saco de arena. Acababa de ver, una vez más, Toro salvaje y se sentía, él más que nadie, esa noche más que nunca, Jack La Motta. Recordaba a Robert De Niro levantando los dos brazos, con los ojos cerrados y completamente ensangrentados, guantes y calzón negro Everlast, y, rodeando su musculoso y sudado cuerpo, el cinturón de campeón mundial de los pesos medios, inmenso, real y desafiante. Su hermano, el gran Joe Pesci, con una toalla sobre los hombros, miraba el cinturón con una expresión incrédula, de completa y absurda felicidad. A su alrededor, todos sonreían y aplaudían. Larios no podía dejar de pensar lo que quedaba detrás, lo que venía después. ¿Dónde había desembocado toda esa alegría? Tal vez en el alcohol, en un cuerpo deteriorado, destrozado, que no resistía las piernas, que no aguantaba el empuje de los pulmones, en un odio que iba creciendo poco a poco dentro. Odiarse a sí mismo, eso era lo peor, porque el combate se libraba en cada momento y la sangre que salpicaba las primeras filas cercanas al ring se quedaba dentro de ti. Y es que tú estabas en el cuadrilátero luchando, pero también estabas sentado en todas las sillas que rodeaban el ring. Larios conocía esa sensación mejor que nadie.

Luego se duchó, se miró en el espejo y observó su rostro lactescente, pálido, sin vida, se mojó la cabeza y salió del baño, apagó la televisión, llena de interferencias y grises malditos, y puso un poco de música. Cogió todas las fotografías del cuadro y las extendió sobre una gran mesa de madera. Comenzó a fumar, uno tras otro, cigarrillos negros, capaces de dejarle sin sentido, de enredarle febrilmente en un cambalache singular, en las caderas letales de un poético misterio y, a fuerza de ver una y otra vez las fotos, de mirar hasta los detalles más nimios, consultando las fotografías que agrandaban partes concretas del cuadro, soñándolas, viviéndolas, recordándolas, haciéndolas suyas, con el cerebro achajuanado de tanto pensar, Larios se fue introduciendo, por enésima vez, en el cuadro, se sintió un pirata más, uno de tantos, tal vez el que tenía la clave del misterio, aunque Larios, siempre estúpido, prefería ser el que tuviese la llave del corazón de la hermosa dama que esperaba en la puerta.

Concentró toda su atención en la parte inferior derecha del cuadro. Pensaba que allí podía estar la solución al enigma, si es que existía realmente un enigma. Había dos piratas en primer término, uno de espaldas, completamente de negro y el otro, algo girado, con unas largas barbas adornadas con una cinta roja —¿por qué pensó Larios, en ese momento, en Iris Latorre, en la cinta roja que rodeaba su cuello?—. Junto a los dos piratas, varios cofres repletos de dinero y joyas. Pero había algo especial. Eran los dos anillos que, a simple vista, no se veían pero que con la limpieza y las fotos ampliadas se reconocían meridianamente, dos anillos de plata junto a la figura del pirata negro y, curiosamente, uno igual junto a la figura de la mujer, también vestida de negro. Y luego estaban las extrañas inscripciones en la parte posterior del cuadro, las dos palabras francesas: SECRET, TRESOR. Parecía demasiado evidente y, por eso, demasiado estúpido. Larios cogió la monografía de Claudio de Lorena que le había prestado el profesor Piñeiro y leyó de forma compulsiva, tan compulsiva como las caladas que daba a los cigarrillos.

Sabía que la escenografía monumental en los cuadros del lorenés, la mayor parte de las veces, era completamente imaginaria aunque, en muchos casos, había una referencia verdadera, edificios famosos y reales que él mezclaba, sabiamente, con sus parajes fantasiosos. Larios volvió a mirar el cuadro. Algo en él le sonaba familiar. Observó detenidamente los detalles fotográficos de los monumentos que había en la parte alta del cuadro, tanto a la derecha como a la izquierda, y que conformaban la entrada al puerto. De repente, llevado por una corazonada, se arrojó sobre una estantería, tiró varios libros y algunas carpetas y cogió un álbum de fotos, pasó rápidamente por el carrusel de sus sueños, de su felicidad, volvió a ver a quien no deseaba ver, y llegó hasta la isla de San Giorgio, hasta el campanile de la iglesia de Santa María y Donato de Murano. Era Venecia. Y allí estaba él con la que tanto amó. Incluso el cuadro de Claudio de Lorena se revolvía contra sus recuerdos, le escupía su antigua felicidad, le conducía de nuevo a unos besos, a una felicidad, a unos atardeceres.

Larios se acercó a las fotografías y reconoció Venecia. Hasta el edificio donde parecía esperar la mujer de negro, donde estaba el anillo de plata, recordaba, sin duda, un palacio veneciano. Larios tuvo una idea. Buscó entre las fotografías ampliaciones del palacio, de la monumental entrada, arquitrabada y almohadillada, pero no tuvo suerte. Sólo había un detalle, precisamente de la figura, donde destacaba el anillo. Sin embargo, a Larios le interesaba el escudo que presidía la parte superior. Tal vez buscando el palacio, nos acerquemos al tesoro, pensó Larios.

Luego, después de hacer un ovillo del paquete de tabaco del que había dado cumplida cuenta en unas pocas horas, se acercó a la cama, sin dejar de pensar en las fotos de su viaje a Venecia. Ahora se sentía un ser despreciable, un mierda que no supo mantener a su lado a la mujer que amaba. Finalmente, como cada noche, imaginando el amartelamiento imposible, encogido, agarrando con fuerza la almohada, Larios terminó soñándola de nuevo.

* * *

El capitán Danko continuaba el relato de sus aberraciones ante los expectantes, atemorizados y drogados ojos de todos sus hombres que, desde el hedor, la intriga, el miedo y el alcohol, reían sus ocurrencias. En ese momento, Danko les recordaba, ahogado en vino y en los descuidados senos de una mulata que, tendida sobre la mesa de roble, se dejaba acariciar por los hombres que la rodeaban, su última hazaña, la noche anterior, para demostrar a todos quién era el dueño de la isla. Recordó, entre gritos y sucios manoseos, cómo había torturado a uno de sus capitanes, Seedorf, por no acceder a uno de sus caprichos, en este caso dejar compartir con los demás a la mujer que acababa de alquilar, cómo le mandó torturar y descoyuntar sus brazos, cómo le ataron una cuerda al cuello tan prieta que casi le saltaron los ojos, cómo le colgaron de los testículos y le golpearon repetidas veces, cómo le cortaron la nariz y las orejas y finalmente le quemaron hasta que el mismo Danko terminó por darle una lanzada. Todos rieron por miedo y porque estaban inmersos en una vorágine de locura y alcohol que les lanzaba a obedecer la salvaje mirada de Danko al segundo.

Después, unos minutos después, cuando la mujer tendida sobre la mesa había abandonado aquel sucio lugar, asustada y asqueada, todos comenzaron a escuchar un edicto que había recogido Danko en su última expedición y que enarbolaba como un trofeo de guerra. Mandó a uno de sus hombres que comenzara a leerlo y, entre trago y trago, aquel siervo, con su áspera y oscura voz, esculpió un monumento de miedo y estupidez.

Edicto haciendo pública la recompensa por prender o matar piratas:

Por cuanto, en acta de asamblea, celebrada en una sesión, iniciada en la isla de La Española, el día 31 de enero del año en curso, ha sido aprobada una disposición para alentar el apresamiento y destrucción de piratas: se decreta, entre otras cosas, que todas y cada una de las personas que en el presente año del Señor de 1632 apresaren a cualquier pirata, o piratas, en la mar o en tierra, o en caso de resistencia mataren a tal pirata, o piratas, en el ámbito de acción de las tierras reales, mediante convicción o presentando la debida prueba de haberlos matado a todos, y cada uno de los tales, pirata o piratas, ante el Gobernador y el Consejo, tendrá derecho a percibir y poseer del erario público, en manos del Tesorero de esta ciudad, las diversas recompensas: a saber, por Marco Danko, comúnmente llamado capitán Danko, 100 monedas de oro; por cada uno de los demás comandantes de barcos, balandras o embarcaciones piratas, 40 monedas de oro; por cada lugarteniente, patrón o cabo de brigadas, contramaestre o carpintero, 20 monedas de oro; por cada otro cualquiera oficial inferior, 15 monedas de oro, y por cada marinero raso apresado a bordo de tal barco, balandra o embarcación, 10 monedas de oro; y que por cada pirata apresado en cualquier barco, balandra o embarcación pirata que surque aguas españolas, las recompensas se pagarán de acuerdo con la calidad y condición de tales piratas. Por tanto, para estímulo de todas las personas deseosas de servir a su Majestad en tan justa y honrosa empresa, como es la de suprimir a una clase de gente que puede en verdad calificarse de enemiga de la humanidad: juzgo conveniente, con el asesoramiento y aprobación del Consejo, publicar este edicto, por cuya publicación las dichas recompensas serán puntualmente y justamente pagadas según instrucciones de la dicha acta, Por lo que ordeno y decreto que este edicto sea hecho público por las autoridades en sus respectivos edificios, y por todos los párrocos y predicadores en las diversas iglesias y capillas de toda esta colonia. Dado en nuestro Consejo, el día 31 de enero de 1632. Dios salve al rey.

Tras escuchar a su hombre, Danko estalló, como un borracho y orgulloso orate, en una luciferina carcajada que, automáticamente, fue coreada, aclamada y acompañada por gritos anormales de sus esbirros. El delirio ya se había instalado definitivamente en el desnutrido cerebro del capitán Danko.

—Somos unos privilegiados. Seguidme y os convertiré en dioses.

En El Loro Azul, la fiesta subía y bajaba como un carrusel demoniaco y parecía no tener fin. Tan sólo el amanecer, con el sol carmesí y el sueño profundo del alcohol más rancio, conseguía detenerla durante unas horas.

* * *

—Es muy fácil, ¿lo ves? Coges los bistecs de buey y los sazonas con sal y pimienta y luego los rellenas con jamón dulce, queso de gruyere rallado, piñones, pasas y perejil picado. Los enrollas cerrándolos con palillos y los colocas en una fuente con aceite, los riegas con vino blanco y se dejan cocer a fuego lento durante unos cuarenta minutos. Cena sensual, cena exquisita, cena amorosa con una amorosa muchacha...—Camilo Batista se resistía a perder su pieza, sabía que sus platos y su labia le ayudaban, que su inverecundo espíritu le apoyaba en cada momento. Ya era de madrugada y en el equipo de música sonaba una suave melodía.

Lesbia Aquino, mientras tanto, seguía recordando miserias y lanzando justicieros dardos contra Duncan White y su secta aunque, en ningún momento, pareció sentirse especialmente culpable, ni siquiera cuando contó, saltándose algún delictivo detalle, su experiencia en la misa negra. Batista sentía fuego en su garganta, el exquisito vino tinto se había cortado con su imaginación y observaba, encantado, a Lesbia dar buena cuenta de los mejillones, primorosamente preparados con vino blanco, ajo machacado, perejil picado, cebolla finamente cortada, mantequilla y laurel. La veía gulusmear y devorar febrilmente todo lo que alcanzaban sus manos. En la mente y el cerebro, algo escaso, de Lesbia ya sólo quedaban restos de vino y un gran dolor de cabeza:

—¿Sabes? Yo sé lo que tengo entre las piernas. ¡Es una bomba! —Lesbia se levantó, tambaleándose, empezó a reír de forma alocada, alucinada, fuera de sí y achispada por completo, se desabrochó varios botones de la camisa vaquera y enseñó un fino sujetador negro. —Sí, sé que se la puedo poner dura a cualquiera y, claro, exploto mis recursos... Pero ahora tengo miedo, tengo miedo de Duncan. Es demasiado listo y sabe que hay algo oculto detrás del dibujo que le dio Iris. Algo pasa y tengo miedo —Lesbia se abrazó a Batista y comenzó a llorar.

Batista, consolador de primera, la abrazó y reconoció en Lesbia a una mujer tan experta como él, versada en halconear, en someter, en poner de rodillas a todos los hombres que quería. Batista se lo pensó unos segundos y decidió que él también deseaba ponerse de rodillas.

Ahora, desde la cama, revuelta, enredadora, fantasiosa, apenas se escuchaba la suave música del disco ultrajado tantísimas veces.

* * *

Cuando la noche caía sobre Florencia el infierno se apoderaba de mí. Me dolía esa sensación de tener un millón de cosas de las que hablar con ella y no poder hacerlo porque siempre aparecía, de improviso, el momento en que tenía que irme. Después, en mi casa, me acostaba con su perfume y sus recuerdos, me abrazaba desesperadamente a su olor y a sus caricias. Las luces anunciaban, en el ático de enfrente, la aparición del dolor. Con mis prismáticos les veía besarse, hablar, acariciarse, abrazarse, reír. Y siempre lo mismo, todas las noches la misma historia, las mil fantasías del amor, las locuras en el baño llenas de lavanda y canela mientras yo, desde la ventana, sólo podía convivir con la asfixiante sensación de morirme en vida. En mi habitación sólo quedaba un vacío de cuerpos y el doloroso sentimiento de que la vida era una mierda, que yo debía de estar con Laura y, en cambio, tan sólo podía conformarme con verla en brazos de otro, dando besos a la sombra de un recuerdo y mojando mi mano, cada noche, con su pasión robada. Ponía el disco que horas antes habíamos escuchado juntos, abrazados, con mi mano acariciando sus pechos, y comenzaba a llorar de manera estúpida. Había tardado menos en enamorarme que en advertir que estaba enamorado. Y después de cada noche rota volvía a volar hacia ella, volvía a buscar a Laura por todos los lados y no era difícil encontrarla porque ella siempre escondía su rostro en el espejo de mi baño.

* * *

—Zoé no tardará mucho. Podemos esperarla aquí. ¿Le apetece un whisky? —Sin esperar contestación Castillo le alargó un vaso. Luego, se sentaron en unos cómodos sillones y contemplaron, en silencio, la pared llena de cuadros: cuadros cubistas, expresionistas, llenos de vivos colores y de cuerpos desnudos y, en medio de ellos, un yatagán, un sable curvo que, años atrás, Castillo regaló a Zoé, tras un largo viaje por Turquía—. Es hermoso, ¿verdad? —Castillo se levantó y recorrió con sus finos dedos el filo del sable, jugueteando con los delicados grabados que decoraban la afilada hoja.

Larios miró su reloj y esbozó una forzada sonrisa. Desde que esa misma mañana consiguiera del laboratorio una ampliación del palacio situado a la derecha del cuadro de Claudio de Lorena, esperaba impacientemente el momento de perderse tras sus pasos, de encontrar su escudo por algún lugar de la vieja y hermosa ciudad, de sumergirse, de una vez por todas y de manera definitiva, en el cuadro. Mientras tanto, observaba al adulador de blancos cabellos que le acosaba sistemáticamente con sus chismes y, recordando tiempos pasados, resucitando la pasión por el perfume y por la seducción, que era casi lo mismo, buscó informaciones suplementarias, nuevas pistas; intuía que a Castillo había que llevarlo a su terreno y convertir su delicado espíritu en el mejor cómplice.

—El otro día me sorprendió al descubrir mi perfume. Me parece algo increíble. Ni yo mismo sabría, posiblemente, distinguirlo —comentó, como al azar, un Larios calculador, frío, lleno de múltiples aristas.

—La perfumería es un arte especial, un arte exquisito. —Los ojos de Castillo se agrandaron indefinidamente y se cubrieron de luz como en un fucilazo deslumbrante—. Es el arte de combinar de forma sutil y precisa unas sustancias aromáticas para lograr una mezcla armónica, homogénea, persistente y, por supuesto, agradable. Una fragancia sugestiva, original y duradera es el secreto de todo buen perfume...

—Pero tiene que resultar muy difícil el saber distinguir tantos aromas, tiene que haber miles de esencias distintas.

—Más de diez mil esencias forman las bases de los perfumes —contestó un Castillo lleno de candelabros, iluminado por la indescriptible emoción de compartir una religión tan especial—. La naturaleza nos brinda casi mil. Las plantas nos ofrecen todas sus partes, flores (jazmín, nardo, rosa, lavanda), hojas (pachuli, estragón, menta), frutos (limón, naranja, bergamota), semillas (coriandro, pimienta, apio), raíces (vetiver, iris, jengibre), maderas (sándalo, cedro), cortezas (canela, nuez moscada), bálsamos (benjuí, bálsamo de Perú), resinas (gálbano, mirra), musgos, algas. Después tenemos esencias animales como el almizcle, el ámbar gris, el castóreo o el civeto, todas ellas unidas al impulso sexual del macho y de la hembra por lo que se les atribuyen propiedades eróticas y son muy apreciadas por los perfumistas para elaborar esencias penetrantes, persistentes y cálidas. Finalmente están las esencias sintéticas, producto artificial de investigaciones y de síntesis químicas, y que son las empleadas mayoritariamente en los perfumes modernos. Hay hasta 9.000 cuerpos químicos que han revolucionado el mundo de la perfumería. Y es que la creación de un perfume es como la composición de un cuadro o de una sinfonía...

—Lo que me resulta más fascinante es que pueda conocer a las personas a través de su perfume. —Larios tiraba y tiraba del hilo, iluminándosele el rostro y apagando la solemnidad de su camiseta negra.

—El perfume es mensaje y su principal misión es crear una atmósfera, establecer una corriente de simpatía, atracción, deseo, curiosidad. Un perfume es una invitación, pero también puede resultar una trampa. Los perfumes están profundamente unidos a nuestra vida emocional. Su lenguaje realza la personalidad y el atractivo. El perfume es el mejor estimulante de los sentimientos. Un aroma fresco y cítrico es especialmente apropiado para los jóvenes. Una fragancia dulce a base de notas florales es la más adecuada para mujeres de aspecto suave y romántico. Un perfume oriental corresponde a las misteriosas y sensuales. Una fragancia de hierbas, como la lavanda, es apropiada para la mujer madura. Cuando predominan las maderas, definen a los hombres de mundo y a las mujeres independientes, emprendedoras y seguras de sí mismas. Las notas de cuero dan el tono en los aromas masculinos...

—Y Zoé, ¿cómo es Zoé? —Larios apuró totalmente su whisky, repleto, a esas alturas, de millones e indefinidos olores.

—Zoé es misteriosa y sensual. Le gustan los aromas orientales. Pero va mucho más allá. Sabe la importancia de los perfumes y cambia a menudo. Por supuesto, no utiliza el mismo perfume de día que de noche. Es demasiado exquisita y sensible. Últimamente usa Intrigue de Yardley y Diva de Ungaro. Pero su carácter independiente y libre le empuja a los aromas poco convencionales como el verde, el helecho y el chipre, también notas masculinas como el tabaco y el cuero. El carácter indómito de Zoé le lleva hasta Givenchy...

—¿Cómo era su hermana? —Larios se acarició la mejilla y miró fijamente los ojos iluminados de Castillo.

—A Iris le gustaba llamar la atención, ser el centro, era orgullosa y extravagante, demasiado infantil. Adoraba los aromas cálidos, picantes y de gran volumen, los olores poco comunes y muy personales, que marcaran diferencias. Ella cambiaba poco de perfume, era una mujer Opium, de Saint Laurent...

—¿Y el marido de Zoé? ¿Cómo es el perfume de Hugo Soto? —preguntó, embobado por el tema, Larios.

—Yacaré, de Astor. Muy típico en él, y nunca cambia. Es ambicioso y luchador y, por eso, prefiere los persistentes perfumes convencionales, las fragancias amaderadas y secas. Igor, en cambio, es el típico intelectual que odia los perfumes cálidos y embriagadores. Prefiere los acordes naturales, el verde, el tabaco, el cuero, el helecho. Ahora lleva Brut, de Faberge.

—Y mi compañero, ¿qué me podría decir de él? —Larios se había instalado definitivamente en los azules ojos del plateado perfumista.

—Apenas le he tratado, pero sé que utiliza Drakkar, de Laroche. Eso indica que es una persona enérgica, activa, dinámica, emprendedora, amante del riesgo y por eso elige perfumes que manifiestan su agresividad y vitalidad. Imagino que, por su carácter, debe cambiar habitualmente de perfume. Tienen que gustarle las fragancias basadas en arriesgadas notas amaderadas de fondo. Son dinámicas y discretas a la vez. No hacen soñar, pero estimulan la fantasía...

—En verdad, es asombroso. —Larios no pudo disimular una atontada expresión de admiración, mientras intentaba descifrar, a través del juego de los perfumes, un enigma desbordante y peligroso—. No se imagina lo que le envidio...

En ese preciso momento se oyó la puerta de la calle. Los dos hombres salieron y vieron llegar a Zoé. Se quedaron callados. Larios pensó que aquella mujer tenía algo especial y eso le producía un cierto malestar. Recordó las palabras que, pocos minutos antes, había escuchado de los labios de Castillo y comprendió que Zoé era demasiado misteriosa y sensual. Intentó captar su olor de forma compulsiva aunque rápidamente comprendió que lo que de verdad anhelaba era conocer su perfume de noche.

—Ya me iba. La estaba esperando. —Larios saludó y se despidió a la vez de Zoé—. Simplemente quería que supiese que, por motivos de la investigación, debo acercarme hasta Venecia. Hoy mismo intentaré salir hacia allí. Es el cuadro el que me conduce a Venecia...

El rostro de Zoé reflejó con toda claridad que no comprendía nada de lo que le estaban diciendo y, tan sólo, se limitó a pedir a Larios que esperase un momento, pero ya era demasiado tarde. Larios salía por la puerta y, antes de despedirse definitivamente, se dirigió a Castillo:

—Gracias por la lección. Por cierto, siempre pensé que el hecho de analizar la información la cambia. Sin embargo, hoy, por primera vez en mi vida, me voy con la sensación de que el mundo de los perfumes está fuera de esa máxima. ¿No piensa usted lo mismo?

Castillo, sorprendido por la pregunta, sólo pudo asentir moviendo infantilmente la cabeza.

* * *

Durante toda la mañana, el Duque siguió con sus intensos y bien calculados preparativos, una rutina que para él se había convertido, desde bastante tiempo atrás, en una verdadera religión. En Tortuga, al igual que en el resto del Caribe, todo el mundo sabía que los continuados éxitos que jalonaban la carrera del capitán Danko se debían, en su mayor parte, a la planeada estrategia que, de forma calculadamente fría y pacientemente trabajada, diseñaba el Duque. Todos los piratas solían atacar siempre sin ningún plan determinado, salían de puerto y buscaban su presa, iban a ciegas y la mayoría de las veces se encontraban con un adversario poderoso o, por el contrario, con un enemigo en cuyas bodegas las ratas se daban contra las paredes. Sin embargo, con el Duque, el pirata había dejado de ser un temerario salvaje; ahora, gracias a sus planeadas estrategias, el pirata seguía siendo temerario pero también astuto. La mejor de las combinaciones.

El Duque acababa de recibir otro mensaje del gobernador, justo una semana después de su último encuentro. Al parecer, según se desprendía del garrapatoso papel, Henri Doyle tenía noticias importantes que comunicarle.

Llevaba ya diez minutos con la mirada fija en la esponjosa peluca de Henri Doyle, clavando sus ojos en la repugnante jeta blanca de sapo del gobernador, aguantando sus chanzas y sus descubrimientos, simulando sonreír y expresar un interés de la forma más convincente posible, ante unas informaciones que él sabía que llegaban desde muy lejos, de más allá del mar, pero que el viejo gobernador intentaba hacer propias. Durante unos momentos el Duque pareció interesarse más de lo que en él era habitual. Comprendía que todos los astros empezaban a conjugarse de manera perfecta y tremendamente armónica para intentar el asalto a su sueño. Por una vez el decrépito esperpento del gobernador le servía para algo.

—¿Os dais cuenta, Duque? El Espíritu Santo zarpó desde Cádiz hace varias semanas con destino a Maracaibo y su única misión consiste en escoltar un barco de regreso a España. Os podéis imaginar que algo importante se está cociendo en Maracaibo.

La palabra mágica para el Duque: Maracaibo... El conocía el Espíritu Santo porque, en cierta ocasión, cerca del sur de África, había tenido un violento enfrentamiento con ese galeón español cuando, junto al capitán Danko, había acudido a aquella zona a comerciar con colmillos de elefante. Entonces, la única salida digna fue la huida. Aquel barco era demasiado poderoso, con 40 cañones y 27 ribadoquines, justo iguales a los que ahora, en honor a aquel enfrentamiento y en homenaje a su eficacia, había hecho montar en el Roccobarocco. Qué gran casualidad, pensar hace un mes en el Espíritu Santo, en aquel enfrentamiento ya pasado y casi en el otro extremo del mundo, y volverse a encontrar con el galeón español en mitad de una sala estúpidamente decorada con blancos, rosas, pasteles y estúpidas florecillas. La imaginación del Duque volaba a una velocidad asombrosa y sabía, desde siempre lo había sabido, que el Roccobarocco se volvería a enfrentar al Espíritu Santo. Sin embargo, estaba seguro de que esta vez las cosas serían muy distintas. Además, la situación, el regreso del pasado, sería totalmente diferente: el ataque por sorpresa lo daría el Roccobarocco.

—¿Por qué tiene tanto interés el rey en esta expedición? Con toda seguridad sabe lo que regresa a España —comentó, de manera ficticiamente despreocupada, el Duque.

La estupidez que generalmente coronaba el rostro del gobernador había llegado a su máximo esplendor. No podía entender cómo aquel taciturno hombre de negro podía haber adivinado que toda la información deslizada con alegría y embozadas esquinas desde sus labios venía directamente de París. De todas formas, no tenía mucho más que decir porque hasta él comprendía que sólo era una pieza, una pequeñísima pieza, de un entramado demasiado complejo para su gastado cerebro. Tomó su tabaquera de plata y sorbió unos polvos de rapé. Luego, intentando demostrar una in mutabilidad mal ensayada, continuó con su exposición.

—El rey siempre sabe recompensar a los que le sirven fielmente —dijo, mirando fijamente los ojos del Duque.

—Las tierras del conde Neully, a orillas del Loira, están sujetas a la actualización de su título. Quiero, si logro llevar a buen puerto la misión, sus tierras y castillos —dijo el Duque.

La sorpresa comenzó a bailar indecorosamente en los ojos del gobernador. Su arrastrado y servil espíritu no podía entender la desfachatez y osadía en las peticiones de aquel pirata pero sabía, tras convivir tantos años con ellos, que no se detendrían ante nadie, ni siquiera ante el rey. Sin embargo, esa petición no dejaba de asombrarle. Un pirata que no quería oro, ni alcohol, ni mujeres...

—Duque, muchas veces pienso que tenéis que estar rebosando sangre noble por los cuatro costados —comentó, dejando escapar una maliciosa sonrisa.

—Nunca hay que fiarse de las apariencias. Tampoco se puede juzgar el cerebro de un noble por la aparatosidad de su peluca —contestó, no menos maliciosamente, el Duque.

—Seguid, capitán, o tenéis menos valor que ingenio.

El Duque sonrió. Se levantó y abandonó los aposentos de aquel grumoso personajillo.

—Pronto tendréis noticias mías —dijo antes de salir del amplio y chabacano despacho.

El gobernador no estaba acostumbrado a aquellos altivos comportamientos pero conocía lo suficientemente bien a aquel hombre como para saber que lo mejor que podía hacer en Tortuga era mantener buenas relaciones con él. Mientras tanto, intentaba recordar, tras ver al Duque sonreír durante un instante fugaz, y haciendo memoria en su desvencijada y empelucada cabeza, la última vez que el Duque había sonreído abiertamente en su presencia.

* * *

—No puede ser, no quedamos en eso. Es un estúpido. No, no se preocupe, usted cobrará. Hizo su trabajo. Tengo palabra. Debe ser lo único que me queda ya... Sí, sí, no se preocupe, sé dónde encontrarle. Sabe, he recibido una visita que no me ha gustado nada. Dejé bien claro que quería que todo lo que me pudiese incriminar quedara fuera de circulación... Por Dios, no me valen las excusas. Podemos irnos a la mierda fácilmente los dos. Nos tenemos bien agarrados por la parte más débil. Es conveniente que todo siga así... No, no. No nos pueden ver juntos. Ya me encargaré de hacerle llegar lo que le pertenece... No. Confíe en mí... Vamos, no sea estúpido. Estoy a los pies de los caballos y sé que me pueden aplastar. No dudaría un momento. Lo sé... No se preocupe. De eso me encargo yo.

Hugo Soto, harto de tratar con fuleros y mentecatos, tanto en el trabajo como fuera de él, se dejó caer, derrotado y abatido, sobre el blanco teléfono. Tras él, un gran ventanal escupía toda una ciudad en llamas. Eran las doce del mediodía y los cientos de cristales que se reflejaban indefinidamente en el rascacielos de enfrente semejaban una colmena metálica, fría, angustiosamente vapuleada por un sol asesino. Soto escuchó el ruido de la puerta y el sonido inconfundible de las grandes cortinas cerrándose, apagando la vida y sumergiendo el despacho en una cálida penumbra, apastillada, hecha de sensualidad, y no tuvo ya fuerzas para levantar la cabeza. Sólo sintió unas cálidas manos acariciando su cuello, besándole la espalda, desanudando la corbata. Paula, como un viento huracanado, con ojos ligeramente vulpinos, devoró los labios de Soto. A empujones, llevados por una inercia salvaje y aprendida de memoria, se descolgaron sobre la espesa moqueta verde botella. Se buscaron, se acariciaron, se golpearon. Empezaba un mundo que, desesperadamente, intentaba desviar el cerebro de Soto hacia paraísos artificiales. Pero resultaba imposible. Tras varios minutos, el estirado político abandonó.

Paula acarició el rostro de Soto, y acercó sus labios hasta los oídos sin luz del angustiado dios, ciego de preocupaciones, gafas perdidas alrededor de la moqueta, tempestad desatada entre los amarillos del despacho, y le susurró cálidas palabras.

—Estoy acabado, Paula —es lo único que acertó a repetir Hugo Soto.

* * *

Aquel día no pensaba visitar a Laura pero una llamada suya me convenció de lo contrario. Oí, al otro lado del teléfono, una voz apagada, triste. Laura no se encontraba bien e inmediatamente supe que debía estar con ella; es más, necesitaba de su debilidad para transformar la mía en fortaleza. Me agradaba estar junto a ella, abrazarla, acunarla.

Encontré a Laura diminuta, encogida, escondida bajo una manta en un sillón de su casa. La abracé, la acaricié, besé su prodigiosa boca, me metí dentro de sus ojos y volé por su cuerpo, buceando por el terciopelo de su mirada. Con un café y una suave música de blues nos dejamos devorar por la tarde, abrazados, unidos para siempre, oyendo el campanilleo salvaje de la lluvia que fustigaba los cristales de su casa.

Cuando la maldita oscuridad nos cubrió, supe que el amargo momento de separarnos llegaba otra vez, como un mazo pesado y ruin. Volví a besar a Laura, cerré la puerta, la angustiosa puerta que nos separaba y bajé las empinadas escaleras con el sentimiento de que ese amor de contrabando estaba a punto de matarme.

* * *

Batista entró en el Ginger dominando el terreno, como el que conoce perfectamente los sitios por donde pisa. Comenzó a mirar varias de las estanterías y se entretuvo, durante varios minutos, fisgando cajas, artículos y los extraños artilugios que inundaban el local. Cogió una caja pequeña, de color morado, donde sobresalía una rubia despampanante en actitud de derretimiento místico y leyó, en voz alta, casi a gritos: Vagina Executive de bolsillo. Vagina ideal para sus viajes de negocio. Tacto suave como la piel. Con ella llegará al clímax total. El Sietepolvos, harto de tener que soportar cada día a payasos y a gente que acudía, con demasiada asiduidad, a su local con ganas de risas baratas y reprimidas, se acercó a Batista:

—¿Desea algo en concreto el señor o nos va a seguir leyendo todas las cajas?

Batista no contestó. Siguió absorto en la contemplación de los artículos que abarrotaban las estanterías y sonriendo como un eficiente trastornado. Cuando notó la mano del Sietepolvos sobre su hombro, sacó mecánicamente de la americana la placa de policía, la enseñó de forma desdeñosa y la volvió a guardar.

El Sietepolvos cambió, en el acto, de actitud, abandonó su típica chulapería y se sumergió totalmente en el papel del tipo que nunca ha roto un plato:

—Les esperaba desde el otro día. Aquel fulano me destrozó el local...

Batista siguió mirando los artilugios que adornaban las estanterías y no prestó la menor atención al calvo tatuado. Poco tiempo después, cuando le habló de Lisa Conti, la jeta del chulo se transformó totalmente. Que si ya he dicho todo lo que tenía que decir, que si el otro policía lo sabía todo, que si Lisa era una de las chicas que trabajaba en su local pero nada más, que si el vídeo no era suyo, que si lo dejó allí Lisa, que si él era guapo, honrado y bueno, etcétera, etcétera.

Poco a poco la conversación entre los dos hombres, interrumpida por varios clientes y por algunas de las guapas chicas de ubérrimas y poderosas razones que trabajaban en el Ginger, se fue alargando, haciendo más densa e íntima. Batista, golfo indomable, amaba ese ambiente más que nadie. Y así, entre la afición y el deber inquisidor, comenzó a conocer poco a poco a Jorge Comas, toda su vida, obra y milagros, sus contactos, sus asombrosas facultades que le llevaron a ser conocido en la profesión como el Sietepolvos y todas sus últimas miserias. Batista acabó contando al Sietepolvos la historia de un famoso guionista de Hollywood con gran éxito entre las mujeres a causa de su portentosa actividad. En realidad su éxito radicaba, y eso se supo mucho después, en que el guionista no era uno sino dos, eran dos hermanos gemelos que se intercambiaban el papel durante la noche, de tal forma que la excitada y asombrada mujer enlazaba uno con otro sin apenas darse cuenta. El éxito del guionista fue tal que todas las mujeres se lo disputaron durante más de una década...

—Yo soy uno solo. Se lo puedo jurar, señor Batista —susurró, casi pidiendo perdón, pero reclamando sus medallas, el Sietepolvos.

El policía rio abiertamente. Luego miró hacia las cabinas y pensó que ya era hora de abandonar el Ginger. Entre unas cosas y otras había llegado a conocer al Sietepolvos mejor que Carmelo Miranda con todas sus entrevistas, horas y declaraciones oficiales. En el mostrador, Comas estaba envolviendo a dos chicos de pelo muy corto una caja de preservativos de fantasía. Batista, mientras tanto, cogió unas bolas chinas y leyó, esta vez para sí: «El mayor invento para el placer femenino. Unas bolas cuyo mecanismo interior, al introducirlas en la vagina y ayudadas por los movimientos del cuerpo, proporcionan un torrente de placer sin fin. Disfrute de un placer continuado mientras realiza las tareas del hogar o saliendo de compras. Se retira tirando de un hilo.»

Batista cogió las bolas chinas, dejó un billete de 2.000 pesetas sobre el mostrador y salió del Ginger. En su mente, no sabía por qué poderosa razón, estaba instalada, desde la noche anterior, Lesbia Aquino.

* * *

El Duque, con su botella de compañera fiel, acababa de levantarse de un catre incómodo que acogía, infructuosamente, su sueño rebelde. Se levantó y comenzó a pasear por la habitación. Era tarde, muy tarde, pero continuaba escuchando el inagotable aroma de fiesta que llegaba desde los rincones más extraviados de El Loro Azul. Tomó en una de sus manos la botella de ron y en la otra un pequeño vaso. Se asomó a la ventana y perdió su mirada en el agobiante y a la vez atractivo misterio de la noche, en el murmullo histérico de incansables animalillos que regaban aquella tierra como un cielo eternamente crepuscular. Sus ojos, fijos en la nada, recorrieron, como cada noche, una memoria repleta de cristales rotos. Por fin, se acercó a la estropeada mesa de roble que presidía su despacho y desplegó un mapa. Se sentó y comenzó a soñar sobre él.

La fama de aquel cartógrafo rebasaba todo tipo de fronteras. Era inglés pero trabajaba para casi todos los países. Su única nacionalidad era el dinero y el Duque lo sabía. Visitó el pequeño establecimiento que regentaba, «Steve Clapton Charte Maker», un frío día de diciembre. Pronto congeniaron porque ambos hablaban un mismo idioma, el del silencio. Clapton prefería no saber el destino de sus mapas, él se consideraba un artista y los artistas se debían exclusivamente, repetía con asiduidad, a la belleza.

—No quiero que aparezca ningún nombre en el mapa —dijo el Duque—. Y, sobre todo, deben reflejarse de forma exacta todas las bahías y ensenadas preparadas para albergar un navío, con detalles precisos y sin olvidar un arrecife.

Mientras el Duque daba las consignas finales al cartógrafo, comenzó a examinar alguno de sus últimos trabajos. Steve Clapton, atento y deseoso de mostrar sus creaciones, se acercó al extraño tipo de negro y le invitó a seguir contemplando trozos de mar y de tierra.

—¿Preferís ver una carta de navegación o un mapa? —preguntó.

El Duque no contestó. Se limitó a acariciar una de aquellas maravillas y con su mirada expresó de forma suficientemente clara para el cartógrafo la admiración que sentía por su trabajo.

—Todas mis cartas están hechas en el mejor pergamino y montadas sobre la tela más fina. Los números a cada media pulgada en la línea costera indican la profundidad del océano en ese punto —comentó el cartógrafo, mientras desplegaba encima de la alargada mesa nuevos mapas.

El discurso resultaba diáfano. Aquel hombre era feliz con su trabajo, con sus resultados, con su fama y poder, y el Duque se dio cuenta en el acto. Después de analizar el perfeccionismo y la claridad de aquellas cartas, comprendió que era lo más razonable. La fama de Steve Clapton no era, ni mucho menos, injustificada.

—Mis cartas están hechas con tal minuciosidad que un marino puede navegar por aguas desconocidas con total y plena seguridad —comentó, orgulloso, Clapton.

—¿Qué significan las constelaciones que aparecen en la parte superior de los mapas? —preguntó el Duque.

—Escojo la constelación que se encuentra encima del territorio trazado. Todo hombre de mar la conoce. Es una especie de firma, para que se reconozca mi trabajo. Ésa que vos señaláis, como fácilmente habréis deducido, es la Cruz del Sur, justo encima del estrecho de Magallanes. Todo tiene su sentido, únicamente debemos ser capaces de descubrirlo.

Sin embargo en El Loro Azul, perdido entre las bahías dibujadas en el mapa, el Duque buscaba el sentido a su vida más allá de los trazos precisos encerrados en el pergamino. Buscaba y buscaba y siempre acababa encontrando lo mismo.

Se levantó, cogió la botella de ron con su mano derecha, llevando en la otra mano la bola de cristal con el perfume secreto de su amada, y se acercó a la pequeña ventana. Miró a la lejanía. Ya empezaba a amanecer.

* * *

Larios acababa de coger un taxi y se dirigía veloz, en medio de barahúndas estrepitosas y atascos impresionantes, al aeropuerto. Llegaba tarde, como siempre en su vida. La gente, a través de la ventanilla del cristal se le presentaba confusa, alcachofada, indigna. Los coches, unos tras otros, hacían sonar el claxon, se buscaban y se peleaban entre sí y, mientras tanto, el aeropuerto parecía alejarse definitivamente.

El taxista, un hombre muy bajito y dicharachero, no paraba de hablar. Y cuando vio que la conversación con Larios era imposible, se dedicó, durante el resto del trayecto, al odioso arte de excitarse escuchándose a sí mismo, a lanzar improperios contra otros conductores y a tararear las canciones que escupía el viejo radiocasete. En ese preciso instante, como un recordatorio de su vida, sonaba por la radio la Alegría de vivir, de Ray Heredia. Larios escuchó, perplejo y asustado, tremendamente identificado, la voz rota, cascada y llena de melancolía, y se acordó, en medio de palmas de luz y guitarras españolas repletas de sombras, de toda su historia, con sus momentos y sus lamentos. Sintió, en el acto, que los recuerdos eran como la sombra de uno mismo: resultaba imposible escaparse de ella, y se dio cuenta de que había perdido el tren, como lo perdió Ray Heredia en su día.

Mientras miraba el reloj y removía sus recuerdos, Larios observó que también iba a perder el avión. Que, en realidad, ya había perdido todo. Y lo peor de todo era que le daba lo mismo. Se limitó, vencido por las circunstancias y los elementos que él mismo iba alimentando, a seguir mirando, impasible, por la ventanilla del taxi, recordando, una y otra vez, a Ray Heredia, sus historias, sus momentos y sus lamentos.

* * *

Me acerqué a ver a Laura. Ella, creo, me esperaba. Nada más llegar me abrazó y noté algo nuevo por dentro. Hasta aquel momento el que abrazaba, el que se adelantaba a los corazones, era yo, algo que me empezaba a crear muchas dudas. Era lamentable, pero perfectamente normal porque cuando estaba delante de ella tan sólo deseaba atrapar el humo de su boca y bebérmelo entero. Cada vez me resultaba más claro que era de todo punto anormal el atravesar los sueños y los años que me quedaban lejos de Laura, tan anormal y penoso como tratar de meter una catedral dentro de una maleta.

* * *

Delante de Antigüedades Gaudí, aparcado de forma irregular, el negro Peugeot 505 esperaba, como un perro fiel, a Duncan White. Mucha gente cruzaba por delante de la puerta cuando alguien, desde dentro, corrió las persianas, cerró la puerta con llave y puso un cartel donde se podía leer en letras de estilo modernista: CERRADO.

En el interior, con una luz tristona y esponjosa que llegaba desde un par de candelabros de plata, Duncan y Pacheco, sentados en el sofá chéster, parecían confesarse, cuchicheando, merodeando palabras, rompiendo el silencio con haches intercaladas. Sobre la baja mesa de madera, la carpeta granate que en su última visita dejó Duncan aparecía como único testigo de la conversación.

—He investigado la posible procedencia del grabado. Creemos que es de la escuela de Claudio de Lorena. Tuvo multitud de discípulos e imitadores. Siglo XVIII. Principios, probablemente. —Andrés Pacheco, charlatán profesional, parecía dominar la situación totalmente, engatusando, mintiendo, haciendo como que engatusaba, como que mentía.

—¿Tiene algún valor? —preguntó Duncan White, con expresión, desde su negritud, de estar en fuera de juego permanente.

—Un valor relativo, muy relativo. No es una fruslería, precisamente. Es bastante antiguo, y eso se cotiza; sin embargo, se encuentra en muy mal estado para colocarlo decentemente en los mercados de arte. Toda la parte superior está rota. Además, seguro que hay muchas copias iguales rondando por ahí...

—¿Cuánto podría conseguir por él? Me urge el dinero— Duncan White temía que Lesbia se fuese de la lengua y parecía comportarse como un memo, incapaz de desenredar la zangamanga, el juego sutil y delicado de un avezado y experto comprador de arte.

—Tengo algunos clientes que, probablemente, puedan interesarse por este grabado. No sé... Tal vez pueda llegar a 400.000...

Los ojos del grueso demonista comenzaron un particular y significativo bamboleo y, aunque intentó disimular el repentino azoramiento, no lo pudo lograr de forma convincente. Pacheco, en su interior, se rio del palurdo tipo de negro, tan rimbombante y exquisito, con su elegante traje, su cuidada perilla, su larga melena, y reconoció con acostumbrada familiaridad, esa situación que tantas veces había vivido y que tan bien sabía dominar, la del incauto que iba a vender una obra y se conformaba con cualquier caramelo y, encima, no podía disimular su entusiasmo. Duncan, sin embargo, una vez superada la primera sorpresa, se dio cuenta de que, muy probablemente iba a ser víctima de un hábil gatazo, que, con toda seguridad, si le habían ofrecido 400.000 es que aquel pedazo de papel valía mucho más, e intentó echar un pulso al habilidoso gitano de reloj de oro y traje gris:

—Por 700.000, el grabado es suyo.

Andrés Pacheco se rio de forma estruendosa. Comprendió en el acto que el extraño tipo de acento extranjero no era tonto, pero sabía que tenía la sartén por el mango y que el señor de los grandes ojos estaba loco por deshacerse, cuanto antes, del grabado. Se levantó del sofá, acarició unas tazas de café de porcelana y un velador indonesio, y se sentó en la butaca de lectura tapizada como una acuarela:

—Medio millón es mi última oferta.

—Nunca pensé que esta mierda valiese tanto. —Duncan White estrechó la mano de Pacheco.

—¿Cómo llegó hasta usted? —preguntó el gitano.

—Me lo regaló una furcia... —Duncan sonrió—. No quiero cheques. No me fío de los bancos.

—Mañana tendrá su dinero.

Los dos hombres se levantaron, se volvieron a estrechar la mano y se despidieron. Había una expresión extraña en los dos y ninguno, pasados los primeros minutos tras el cierre del trato, parecía estar muy contento con su actuación. En hombres de su calaña siempre quedaba la duda de haber intentado exprimir más a su contrincante. Sin embargo, tal vez nunca supiesen ya el resultado del combate final. Cuando se separasen definitivamente ambos pensarían que habían ganado, aunque fuese a los puntos.

Duncan abrió la puerta de su Peugeot 505 y arrancó el coche a gran velocidad, haciendo patinar estruendosamente sus ruedas traseras. Inmediatamente, tras él, como una sombra amenazante, llena de pliegues y paciencia, se lanzó un Ibiza rojo.

* * *

Padovani, con su extraña sotana negra, incómoda y asfixiante vestimenta para aquellos lugares, que aparecía ante los ojos de todos como una extravagancia más de un chiflado sin juicio, avanzó entre vistosos matorrales. En Tortuga su figura llamó rápidamente la atención, y no sólo por la sotana. Padovani era alto, muy alto, algo que daba mayor prestancia todavía a los interminables faldones de su vestido, así como su figura escuálida, de esqueleto viviente que no se correspondía, en absoluto, con su frenética actividad deglutoria. Sus blancos cabellos y sus afilados ojos hacían de Padovani, único amigo del Duque en Tortuga, un ser que provocaba el rechazo, o mejor, un indisimulado y extraño respeto entre todos los piratas. Su pasado como sacerdote, aún no olvidado en su espíritu conciliador y extrañamente pendenciero, junto con su hábito de reliquia pastoril, hacían el resto.

Llevaba media jornada caminando y, cuando el cansancio empezó a apoderarse de su enjuta figura, supo que había llegado a su destino. No acertaba a recordar la cantidad de veces que su cuerpo le había llevado hasta aquel lugar. Sólo sabía que aquella india, Yaguajay, era el ser más hermoso que había pisado jamás Tortuga. Cuando dos años atrás conoció a Yaguajay comprendió que su espíritu licencioso comenzaba a huir de su cuerpo y que, posiblemente, su verdadera vocación no era muy lejana a la que le había empujado, hacía ya tantos años, a tomar los hábitos. Pero todo era tan fácil de expresar en aquel momento. Padovani sabía que habían sido dos años eternos y que su cuerpo era falso, voraz... En Tortuga no había muy buenas compañías y la vida era tan corta, tan triste. Sin embargo, una cosa sí tenía clara: jamás su mente se había visto amueblada por el rostro de ninguna mujer de esa manera tan brutal e inocente a la vez. Ahora, tras esperar dos interminables años, sabía que podía compartir con aquella india la angustia de su corazón.

Llegó a su apartada cabaña, regada por un pequeño riachuelo y encajonada en medio de un extraño y precioso túnel de árboles y rocas, se acercó hasta la puerta y allí, en la entrada, vio colgada la calabaza que, sin duda, le iba a abrir la puerta de su particular y anhelado paraíso.

Cuánto tiempo había esperado ver esa calabaza en el marco de la puerta de la casa de Yaguajay, cuántas veces se había acercado hasta allí, en medio de la intempestiva soledad de la noche, cruzando el asfixiante horno del verano, luchando contra tormentas y lluvias salvajes, esperando encontrar el rastro de esa calabaza. Ahora ya se podía sentir libre y pleno. La tradición india, que como calvario indigno le había golpeado el rostro, se había llevado hasta sus extraños confines la gloria de su cumplimiento. El marido de Yaguajay, un indio respetado, anciano, que había acompañado en varias ocasiones las andanzas del Roccobarocco a petición del Duque, había muerto dos años atrás. En aquel preciso momento comenzó el infierno para Yaguajay y, también, para Boris Padovani, el sacerdote arrepentido, el hombre ahora humillado por su pasado. Yaguajay, como marca la ancestral tradición de su tribu, tuvo que enterrar, ella sola, con sus delicadas manos, a su marido junto a todas las joyas, azagayas y cinturas que llevaba pendientes de las orejas su esposo. A partir de ese momento, su única obligación consistió en ir todos los días a su sepultura y llevarle de comer y beber durante un año entero. A la finalización de aquel áspero y agotador año, Yaguajay, sola en su mundo, arrojada a una tradición extraña e injusta, tuvo que abrir su sepultura, sacar todos los huesos de su marido, lavarlos y hacerlos secar por los rayos del sol. Después los ató todos juntos, los metió en una calabaza a modo de zurrón y los llevó consigo noche y día durante un año entero, durmiendo sobre ellos y cargando con la conciencia entera de cientos de siglos. Al cabo de dos años, la tradición india, satisfecha con la injusticia imperturbable de los dioses satánicos, permitía a Yaguajay abandonar a su marido colocando la calabaza de su espíritu sobre el marco de su puerta. Yaguajay era ya libre para conocer a otro hombre.

La puerta se había abierto y los ojos de Yaguajay y Padovani se cruzaron en su nueva vida. Boris Padovani ya sólo deseaba navegar por el cuerpo fascinante de aquella mujer, arrodillarse ante ella y llorar de alegría, agarrado a sus piernas de forma frenética y brutal. El tiempo era asesino pero el tiempo, casi siempre, hacía justicia.

* * *

Estar dentro de la ciudad arrebatadora era una pesadilla más que un sueño aunque, para Larios, sólo existiese una Venecia y ya quedaba muy lejos en el tiempo. Y es que la ciudad más enigmática, hipnótica, melancólica y hermosa del mundo, la serena belleza de sus edificios, las plateadas aguas de sus canales al atardecer, las espectaculares callejuelas que surcaban toda la ciudad con sus balcones engalanados de geranios y los pequeños jardines que desembocaban en los canales, tenían un único y triste punto de referencia, el de viejas caricias sobre una góndola, caricias que nunca iban ya a regresar.

Tal vez por todo ello, drogado de recuerdos y belleza bajo la luz dorada de Venecia, se siguió sorprendiendo y destrozándose con la eterna obsesión de saber cuánto pensaría ella en él. Todavía Larios parecía no darse cuenta de que ella no pensaba para nada en él, aunque siempre se engañó imaginando lo contrario... El mayor problema para Larios residía, como siempre ocurrió a lo largo de su vida, en pensar demasiado, en estar continuamente recordando y visitando callejones sin salida de doloroso recorrido y complicado retorno. Decía Confucio que el primer deber era sobrevivir, pero inmediatamente después estaba el deber de pensar. Y eso era algo que a él no le servía, porque entonces pensaba, recordaba momentos pasados, imaginaba reencuentros imposibles y ya no tenía fuerzas para sobrevivir.

Ahora Larios sólo reconocía como propio la hedentina que desprendían las sucias aguas, el garbullo indecente de miles de turistas revoloteando, incordiando, hundiendo la ciudad, el chacarrachaca continuo de máquinas fotográficas, de idiomas confusos y estúpidos, el recuerdo lleno de suspiros, como el del Restaurante Quatro Fontane que acababa de dejar atrás y que le llevó, en un carrusel de recuerdos obsesivos, hasta una cena romántica en su idílico jardín, bajo el inmenso árbol que todo lo llenaba de un aire especial y fascinante, y el teamoeternamenteteamo que no había dejado de repetir desde entonces.

Sabía que en Venecia todo era distinto y que hubo una época en que pudo admirar la belleza acariciada, moldeada por el tiempo. Y las ruinas de la belleza, a pesar de Rodin, realmente no eran tan bellas. Sin embargo, escapándose de recuerdos y ruinas, Larios comprendió que estaba en la ciudad de inveterada belleza para algo muy concreto y no para dejarse llevar por puentes, callejones, riberas y recuerdos.

Por eso acabó acercándose a un gondolero con aspecto de farfantón y le enseñó varias fotografías del palacio pintado por Claudio de Lorena. El gondolero parecía conocer el palacio pero no acertaba a ubicarlo. Comenzó a hablar como impulsado por un extraño mecanismo, gesticulando, dando voces y montando un pequeño espectáculo que, seguramente, tenía muy bien aprendido. De repente, el charlatán italiano se acercó a un grupo de gondoleros y les enseñó las fotografías. Al cabo de unos minutos regresó con una sonrisa de oreja a oreja. Hizo un gesto significativo a Larios y, juntos, se subieron a la góndola. Venecia comenzó a tragarse por completo a Larios. Los palacios envueltos en una luz increíble y muy especial, la que procedía del reflejo del cielo sobre el espejo del agua de los canales, fueron sucediéndose como en una asombrosa cascada, y el enorme y fascinante laberinto en el agua empezó a descubrir tranquilos remansos en los recodos. En uno de ellos, unos diez minutos después de haberse montado en la góndola y tras haber soportado un monólogo asfixiante, apareció, increíble, bello, derrotado por el tiempo pero enigmático y soberbio, un palacio que, sin duda, era el mismo del cuadro. Cuando Larios dejó al gondolero y se acercó a la puerta pudo comprobar, lleno de excitación, que el escudo, perfectamente conservado, era el mismo que siglos atrás pintó Claudio de Lorena. Estaba en el palacio elegido, en el principio de la verdad: el palacio Morelli.

* * *

Pasaba la vida como un suspiro y éramos conscientes de que nuestra felicidad no podía ser total, que existía algo que, ineludiblemente, nos separaba, algo con lo que Laura no podía ni, lo que era peor, deseaba romper. Sin embargo, vuelvo a recordar su perfume, lo tengo siempre conmigo y no puedo, no quiero desprenderme de él, sé que me acompañará siempre. Ese olor es el olor de su cuerpo, de sus besos, de nuestra felicidad. Qué me haces, qué me haces, la oigo susurrar... Deseaba ver a Laura siempre así, rendida en mis brazos, respirando entrecortadamente, abandonándose a la locura de mis manos, perpetuando esa tontería que era la sublimación de lo imposible. Sabía que un beso de Laura era un obús y yo, encerrado de por vida en la cárcel de su cuerpo, no tenía ya armas para defenderme.

* * *

El Ibiza rojo se incrustó literalmente tras el Peugeot negro de donde, unos segundos antes, había descendido, rebosante de orgullo y negritud, Duncan White. Abrió la puerta de su santuario y, al intentar cerrarla, se topó con los sucios zapatos de Camilo Batista. Al primer sentimiento de sorpresa se unió una descorazonadora sensación de peligro: aquel hombre que no le dejaba cerrar la puerta le acababa de enseñar una placa de policía.

—¿Puedo hacerle unas preguntas? Sólo será un momento. —Batista, con la lección bien aprendida, se quitó las gafas de sol y miró fijamente al satanista.

Duncan White abrió la puerta y condujo al policía hasta un pequeño despacho, especie de sacristía blasfema, repleta de imágenes satánicas y largas túnicas negras:

—No sabía que la policía estuviese interesada en el satanismo...

—¿Conocía a Iris Latorre? —Batista, de la forma más digna y tranquila posible, acarició una especie de cerdo santificado, lleno de sangre y simbología blasfemamente cristiana.

—Sí. Colabora conmigo. Hace varios días que no la veo.

—¿Dónde estaba el día nueve a las ocho de la tarde? — preguntó Batista.

—¿Ha ocurrido algo? —Duncan, chisgarabís de lujo, enalmagrado sacerdote de la mierda, mamarracho de especial catadura, jacarandoso orate y tropelista indigno, parecía sentirse confundido, aunque no podía reprimir una sonrisa especialmente asquerosa.

—Algún hijo de puta, alguien como usted, por ejemplo, asesinó a Iris el pasado día nueve. En su habitación aparecieron diversos símbolos que usted conoce muy bien...—Batista elevó la voz y, con su grueso dedo, señaló una cruz invertida que presidía la única mesa de la habitación.

—Todo el mundo acusa a los compañeros del diablo. Siempre ha sido así a lo largo de los siglos... —Duncan sonrió y pareció no inmutarse al conocer la muerte de Iris, entre otras cosas, y eso lo comprendió muy bien Batista, porque estaba claro que la noticia no le había pillado de sorpresa.

—No me ha contestado a la pregunta.

—Ese día no estaba en la ciudad. Asistí a un acto satánico en Madrid. Lo puedo demostrar. Lo siento. —Duncan White se había despojado de la camisa negra, de los pantalones negros y se había colocado una siniestra túnica, también negra, decorada con una cruz invertida de color rojo intenso.

—Creo que el día antes de su muerte, Iris le dejó un extraño dibujo...

—Esa puta ya ha acudido a la policía. Lo sabía.

Batista explotó, agarró del cuello al satanista y levantó su brazo derecho, pero antes de golpear al siniestro personaje se detuvo. Luego le apartó de un empujón. Duncan recompuso su túnica negra y siguió sonriendo de manera cínica e imperturbable:

—Iris me regaló ese grabado. Es mío —se limitó a contestar.

—¿Dónde está? —preguntó Batista.

—Eso no le importa a la policía...

Batista se volvió a abalanzar sobre Duncan; sin embargo, éste reaccionó rápidamente y contestó con celeridad pero, también, con asombroso aplomo:

—Acabo de vender el grabado a un anticuario.

—¿Por qué ha tratado con Pacheco? ¿Es la primera vez?

Duncan White pareció, por un momento, desconcertado y la expresión de su cara así lo confirmó. Sin embargo, regresó con rapidez a su primitiva actitud, llena de soberbia y autocontrol:

—Me hablaron de ese tipo hace unos días. No le conocía de antes.

Camilo Batista comenzó a sonreír. Paseó durante unos segundos por la habitación, observó unas blasfemas láminas colgadas de una de las paredes, se dio media vuelta y desapareció. Desde la puerta, el sacerdote negro escuchó al policía:

—Nos volveremos a ver. No salga de la ciudad.

* * *

La floreciente ciudad de Maracaibo llevaba meses y meses paseándose desnuda por la mente del Duque. El vértigo de aquella atracción no resultaba comprensible a los ojos del capitán español pero instintivamente comprendía que debía de haber algo turbio y especial detrás de aquella obsesión. Sabía que resultaba una temeridad intentar invadir Maracaibo, abandonar el propicio feudo de las aguas donde todo estaba a favor del Roccobarocco, desde el elemento sorpresa al autoconvencimiento de todos y cada uno de los piratas de ser los invencibles gladiadores del océano, pero el Duque llevaba la ciudad de Maracaibo metida en la sangre. Sopesaba la idoneidad de arrojar a sus compañeros piratas tierra adentro y no terminaba de convencerse. Sin embargo sabía, hacía tiempo que lo sabía, que Maracaibo se iba a cruzar en su camino de la misma forma que lo había hecho en sus sueños. Cuando el día anterior el gobernador de Tortuga comentó de forma estúpida que algo se estaba cociendo en Maracaibo, el Duque lo asumió como una señal del destino. El sueño de Maracaibo empezaba a acercarse pero le desconcertaba profundamente el no saber qué camino tomar. Él, que planificaba todas las expediciones al detalle, comprendía que resultaba imposible para su mente amarrar un sueño. Maracaibo entraba en su vida, subiendo por sus venas hasta estallar en su mente. Y eso era algo que, en aquellas circunstancias, y sin entender a ciencia cierta la mano que guiaba su mente, sabía que no podía parar.

Recordó su última visita a la ciudad mágica, acompañado por Boris Padovani, adonde habían acudido con el único objetivo de aprendérsela de memoria. «Las doce en punto y todo está bien. El viento ha cesado. La ciudad de Maracaibo agradece una noche en paz.» El pequeño y anciano sereno, con un candil en la mano, se perdía por una oscura ciudad de Maracaibo, por un apagado recodo de la mente del Duque.

Acarició un mapa y posó sus cansadas y desocupadas manos sobre el delicado pergamino. Paseó con sus dedos por el cabo de San Román, en el lado oriental, por el cabo de Coquibacoa, en el lado occidental. El dedo corazón, que era el Roccobarocco, entró en el golfo de Maracaibo, entre la isla de la Vigilia y la de las Palomas. Allí el inmenso lago que tenía salida al mar estaba a tiro de artillería del castillo que se elevaba sobre la isla de las Palomas. La entrada por allí, al Roccobarocco, le resultaría imposible. Comprendió que deberían desembarcar lejos de la ciudad y hacer muchas leguas a pie hasta llegar a la parte occidental de la bahía donde la ciudad se alzaba majestuosa; una ciudad próspera, floreciente, habitada por más de cuatro mil personas y por ochocientos hombres de guarnición, con una iglesia, cuatro conventos y un hospital, ciudad rica en oro y joyas, en pieles, ganado y pudientes plantaciones, ciudad famosa por su tabaco, tan bueno que en Europa era conocido como tabaco de sacerdotes.

Con sus dedos y su imaginación siguió acariciando la silueta de la ciudad y llegó hasta una pequeña ensenada, más al occidente, donde desembarcó la última vez y donde, únicamente, vivían desperdigados algunos indios en casas pequeñas fabricadas sobre los árboles que crecían dentro del agua para así librarse de los mosquitos, ejército pesado, molesto y más fuerte que todo un batallón de soldados españoles. Allí el Duque tenía pensado desembarcar, ya estaba todo planeado. Serían unos doscientos hombres provistos cada uno con un alfanje, con una o dos pistolas, suficiente pólvora y balas para tirar treinta veces. Todo estaba en su mente y, sin embargo, algo le decía que no sería así; con las últimas noticias, sus perspectivas habían cambiado. Se volvió a ver en el mar, subido en lo alto del Roccobarocco y lanzándose contra el Espíritu Santo. Todo bailaba en su mente y lo único que permanecía fijo, inmutable, era Maracaibo. Su corazón le decía que allí estaba escondido su sueño, y eso, para él, engarrafado brutalmente al perfume de la bola de cristal, era lo más importante.

* * *

Cuando Zanussi, llevado por una extraña excitación, irrumpió en el despacho donde Zoé Latorre y Castillo preparaban el catálogo de una próxima exposición, todos imaginaron que el distinguido polaco cargaba sobre sí alguna importante noticia. No era normal en alguien tan refinado y sofisticado como Zanussi ese rostro asfixiado, esa corbata fuera de lugar, esa aparición tan llamativa y extemporánea.

No había tiempo ni para preguntas ni para respuestas. Igor Zanussi abrió una carpeta granate y dejó sobre la mesa del despacho el grabado de Claudio de Lorena. Zoé y Castillo, llevados por la sorpresa, abrieron los ojos de forma desmedida mientras intentaban encontrar explicación y sentido a lo que tenían delante. Zoé miró el cuadro de Claudio de Lorena y el grabado, hizo girar su cabeza como un carrusel vienés y pareció querer gritar y no poder. A su lado, Castillo miró fijamente a Zanussi esperando una explicación pero se sintió incapaz de preguntar nada. Y tampoco resultaba necesario. El polaco, recuperado el dominio de la situación y la frecuencia cardíaca, recompuso su espigada figura y comenzó a dar sentido a su particular hazaña.

—Sabía que existía este grabado. Tu padre tenía razón, siempre la tuvo. Es el grabado original del cuadro de Claudio de Lorena. Lo he comprobado. He estudiado tanto el Liber Veritatis que ya me parecía casi imposible. Pero, no. Aquí lo tenéis. Lo acabo de comprar en la tienda de antigüedades de un amigo. Es la pieza que nos faltaba para completar el puzle y para demostrar convenientemente que el Lorena es original. Mirad la parte posterior. Aparece escrito: quadro fecit per Duque, spagnolo. Y al lado: Claudio Romae y una fecha que parece 1639. Tal vez, sin embargo, dada la peculiar grafía de Claudio Lorena, en la que muchas veces se confunden el 9 y el 5, y por el tema y el estilo de la obra, la fecha verdadera sea 1635. Claudio de Lorena, para garantizarse a sí mismo y a sus comitentes contra las obras falsificadas, comenzó el Liber Veritatis a partir de 1636. Sin embargo, hay un número en el reverso, 198, que indica que tal vez fue añadido el grabado en fechas posteriores. El Liber Veritatis tenía 180 páginas que registraron otras tantas pinturas. Al comienzo, el mismo pintor añadió cinco hojas, originariamente sueltas, con lo que la numeración llegó hasta el 185. En 1675 se acabaron las páginas del cuaderno donde el pintor registraba sus obras y Claudio volvió a añadir unas nuevas, alcanzando un total de 196. Pero, y esto es lo importante, sabemos que posteriormente sus herederos añadieron otras cinco láminas, de lo que siempre se pensó eran estudios, no pinturas. Se siguieron durante los años diversas numeraciones. Una a la derecha en la parte inferior, otra en la izquierda en la parte superior y una final, la misma que registra este grabado, en el mismo centro. Sé que os parece imposible pero éste es el grabado original que certifica la autenticidad del cuadro. Es como si el mismo Claudio de Lorena, desde el cielo, arrojase luz al enigma y nos aclarase definitivamente las dudas que pudieran todavía existir. No es nada extraña esta confusión de números porque el Liber Veritatis viajó, tras la muerte del pintor, por demasiadas manos y países, perdiéndose el rastro de algunas de sus láminas, precisamente las que correspondían a las hojas sueltas. El cuaderno pasó de las manos de su hija Inés, a las de una sobrina del maestro, después a las de Joseph Gellée, otro familiar, que vendió el cuaderno a un francés, quien lo llevó hasta Flandes. Sabemos que, en ese momento, fue ofrecido en venta al rey francés, que no lo compró. Sin embargo, el duque de Devonshire, con mayor visión artística, compró el Liber Veritatis. En esa misma época el cuaderno fue desmembrado y cada hoja montada sobre láminas más grandes. Las hojas se cortaron y se perdieron, en algunos casos, parte de sus inscripciones. El nuevo tamaño de 18,5 × 26 es idéntico al de nuestro grabado, otra prueba más que certifica su autenticidad. Todo coincide. Pensaréis que en el grabado las figuras son más grandes, que falta toda la parte superior, la que corresponde al cielo crepuscular, a los motivos de luz y color, verdaderos protagonistas de éste y de todos los cuadros de Claudio de Lorena. Y es verdad, pero eso sucede en todos los grabados que conforman el Liber Veritatis. Claudio de Lorena buscaba identificar los cuadros a través de los motivos por eso las proporciones internas de los diversos elementos son alteradas en los dibujos con respecto a las pinturas: los pormenores tienden a agrandarse y la profundidad espacial queda reducida. Y precisamente, con la amputación de la parte superior de los grabados, se pierde todo el horizonte crepuscular, algo típico en muchos de los grabados. En determinados casos, la existencia del registro en el Liber Veritatis es el único documento conocido de la existencia de un cuadro de Claudio de Lorena. Nosotros tenemos el grabado y el cuadro.

Zoé Latorre y Castillo se miraron y no acertaron a dar crédito a lo que acababan de escuchar aunque en su memoria siempre estuvo anidando, revoloteando, haciéndose fuerte con el paso de los años, el fantasma de la existencia del grabado. Zoé sólo pudo murmurar, como una autómata, tan llena de felicidad como de melancolía:

—Mi padre siempre dijo que existía...

* * *

Paseábamos por nuestro parque preferido, al lado del río, después de cruzar la plaza Poggi, imaginar fantasías medievales delante de la Torre de San Nicolás y perdernos en locuras innombrables. Habíamos descubierto juntos el bosque de San Miniato y, desde el primer momento, se había convertido en el refugio paradisíaco de nuestros sueños. En un momento dado, como un juego de prestidigitación, Laura sacó su carpeta de dibujo y empezó a hacer bocetos de una diminuta fuente. Y allí estaba yo, con el sol sobre la blusa de Laura, viendo cómo dibujaba y cómo se derretía toda Florencia bajo mis manos. En ese momento comprendía que siempre y para siempre significaba lo mismo que Laura. «¿Te he dicho alguna vez que eres preciosa?»

* * *

Larios acababa de entrar en el palacio Morelli y permaneció quieto, postrado, casi de rodillas, delante de la inmensidad de unas salas que reflejaban, desde su actual miseria, la fastuosidad que, sin duda, habitó durante largo tiempo. Había pocos muebles y mucha oscuridad, todas las ventanas estaban cerradas y se respiraba un olor a memoria ajada, a flecos de días lluviosos y gastados.

—¿Buscaba algo, señor? —Delante de Larios, como en una aparición fantasmal, había surgido una señora mayor y maltratada por el tiempo, igual que el palacio, pequeñita, frágil y de ojos húmedos como cristales.

—Estoy realizando un trabajo sobre palacios venecianos y de éste apenas tengo información. Sólo quería algunos datos...

—Los martes y viernes tres cuartas partes del palacio están abiertas al público. Puede volver cuando quiera. —La viejecilla se dio media vuelta y se dirigió hasta unas escaleras que subían al primer piso. Larios comprendió que, de esa forma, no llegaría a conseguir nada y decidió cambiar de táctica, intentando ganarse la confianza de la anciana mujer. Y, por supuesto, ofreciendo dinero, algo que, estaba claro, hacía demasiada falta en aquel lugar. El nuevo planteamiento no tardó en dar sus frutos y, poco a poco, Larios fue conociendo la vida de María Morelli, la última superviviente de una gran familia que, desde el siglo XVII, había protagonizado la vida política y artística de Venecia.

—¿Quién es esa mujer? —Larios acababa de interrumpir el monólogo llorón de la pobre anciana y señaló hacia un cuadro que colgaba sobre una de las paredes del gran salón del piso superior. Era una mujer joven, pequeña, morena, de pelo corto y extremadamente bella, con unos ojos oscuros que acababan de penetrar siglos dentro del corazón de Larios. Durante unos segundos creyó comprender que conocía a esa mujer y vio vida en sus ojos, reconoció recuerdos y besos, sintió cómo las piernas sucumbían a tanta magia, a tanta vida pasada. Sin embargo, lo que hizo zozobrar la mirada de Larios fue un detalle que le resultó milagroso: en el dedo índice de la mano derecha de la hermosa mujer retratada se distinguía, de forma meridianamente clara, un plateado anillo idéntico al que aparecía en el cuadro de Claudio de Lorena, por partida doble, junto al pirata negro y también al lado de la dama que esperaba en la puerta del palacio. Larios sintió que su corazón empezaba a cabalgar de forma desaforada y ya no tuvo fuerzas para preguntar nada más.

—Es Bianca Mattei, esposa de Carlo Morelli, antepasados míos, la primera habitante de este palacio, el principio de un tiempo glorioso para los Morelli, un tiempo que ya terminó, sin duda —comentó María Morelli, inundada de vida y luz al verse después de tanto tiempo escuchada, adelantándose a preguntas y descifrando misterios.

Larios comprendió que se podía acercar al enigma, que estaba, de hecho, acercándose peligrosamente. Sin dudarlo, sacó de su cartera un fajo de billetes, porque sabía que ése era el mejor pasaporte para la investigación, y los dobló cuidadosamente dentro de la áspera mano de la anciana:

—Esta maravilla de palacio necesita una pequeña ayuda —murmuró.

—Jamás imaginará lo que cuesta mantener este monstruo de mármol —exclamó María Morelli, mientras conducía a Larios hasta la coqueta biblioteca, tan tristemente abandonada como el resto del palacio—. Recuerdo que hace muchos años vino otro hombre preguntando por lo mismo e interesándose, especialmente, por el cuadro de Bianca Mattei. Se llamaba Rosso o Rojas, o algo parecido...

* * *

Con la llegada del brutal y salvaje sol del Caribe el Duque parecía revivir, olvidaba la oscuridad de toda una noche sin sueño, de una noche atestada de espinas, y encaminaba el trote juguetón de Black hacia la pequeña casa, algo alejada de la ciudad, donde vivía Overmars, antiguo pirata, uno de los más bravos que jamás tuvo a sus órdenes, y que llevaba varios años apartado de aventuras y peligros, dedicado de forma exclusiva a proveer de armas a su antiguo capitán.

Black era un caballo de pequeña estatura, cuerpo corto, cabeza grande, largo cuello y piernas gruesas, uno más de los muchos que abundaban por aquella zona y que, habitualmente, debido a su carácter salvaje e indómito, eran cazados para aprovechar sus pieles y, a veces, para utilizar su carne que, endurecida al humo, servía de provisión cuando los piratas se lanzaban a la mar. Black era un caballo salvaje como los otros; sin embargo, sin motivo aparente, desde el primer día obedeció las órdenes del Duque como el más humilde y fiel de los perros.

Mientras cabalgaba hacia la cabaña del maestro armero, atravesando varias plantaciones de algunos piratas con un poco más de juicio, que habían sabido invertir parte de sus ganancias en hacerse con algunas tierras donde cultivar habas, patatas o mandioca, el Duque recordó sus primeros tratos con los piratas, sus primeras experiencias en Tortuga y sus primeros contactos con Overmars quien se convirtió en su camarada, en su benefactor, en la persona que le ayudó definitivamente a iniciarse en la religión filibustera, compartiendo con él, a través de los contratos tan típicos y peculiares entre los piratas, botines y beneficios, vida y muerte.

Cuando el Duque cruzó el pequeño bosque, justo antes de entrar en las tierras de Overmars, se encontró con un hombre, amarrado a un árbol, que recordó como sirviente del viejo maestro armador. Pasó de largo y prefirió no ver lo que seguramente le revolvería las tripas. Cuando llegó a la pequeña casa de Overmars le recibieron otros criados que le comentaron cómo aquel pobre hombre, después de robar sistemáticamente durante los últimos años algunas joyas propiedad de la india que compartía su vida con el maestro armador y ser descubierto, fue azotado, la noche anterior, con cientos de palos sobre sus espaldas, cómo ellos mismos, conscientes del delito cometido por su compañero, refrescaron las llagas del ladrón con zumo de limones agrios mezclados con sal y pimientos molidos. El cuerpo sangrante de aquel estúpido ladronzuelo empezaba o terminaba de pagar su culpa amarrado al árbol, sitio donde permanecería durante varios días, sirviendo de ejemplo para todos aquellos que intentasen, en algún momento, cometer alguna fechoría contra el hombre que les había librado de la esclavitud y al que debían mucho más que la vida.

Unos minutos después Overmars recibía a su antiguo capitán. Pasaron al despacho particular del viejo maestro armero donde el Duque no perdió un solo segundo en solicitar nuevas armas a Overmars, proveedor habitual y de confianza del Duque a quien siempre pedía consejo antes de iniciar alguna aventura.

El maestro armero, vestido con una camisola blanca que llevaba por fuera de los pantalones y le llegaba hasta la altura de las rodillas, lleno de canas y cicatrices, ojos negros como la noche y barba blanca descuidada, alcanzó una de las armas y se la ofreció al Duque.

—Es ligera como una pluma. Te gustará.

El Duque la tomó entre sus manos y desplegó una mueca de desagrado bastante significativa.

—No es fácil de manejar. Es un poco larga —comentó.

—Eso tiene fácil arreglo —dijo Overmars—. Conseguiré recortarla. Te aseguro que es de primera calidad.

—¿Cuántas puedes conseguirme? —preguntó el Duque.

—En una semana tendrás trescientas —contestó el maestro armero.

—¿Todas más cortas? —insistió el Duque.

—Las conseguiré como tú quieras —concluyó Overmars.

El Duque sabía que sería así. Se acercó hasta una mesa colocada en una esquina del despacho y comenzó a mirar unos mapas. Sabía que Overmars poseía toda una colección de cartas y mapas que siempre le había resultado muy útil.

—¿Te interesa ver algún mapa en concreto? —preguntó el maestro armero.

—Creo que, en cierta ocasión, me mostraste un mapa con la fortificación de la bahía de Maracaibo —contestó el Duque.

Overmars se acercó hasta un viejo arcón, comenzó a rebuscar y, por fin, con el rostro iluminado, extendió sobre la mesa un mapa.

—Los cañones están ocultos y colocados de tal forma que lanzan un fuego cruzado que hace que resulte casi imposible entrar por esa bahía. Tendrás que buscar un lugar de acercamiento más apropiado —comentó, mientras señalaba con sus angulosos dedos diversas zonas de Maracaibo.

—¿Cómo has conseguido los planos originales de las fortificaciones? —preguntó el Duque.

—Tengo buenos amigos en Maracaibo. Además siempre hay algún soldado al que se puede comprar fácilmente... —sonrió Overmars.

—Sí, te entiendo... Y, seguramente con la excusa de que eres un gran aficionado a la artillería, habrás inspeccionado todos esos cañones —preguntó, malicioso, el Duque.

—Te asombrarías de todos los cañones que han podido ver estos ojos.

—Sí, es lo que tú dices, buenos amigos... Me tienes que presentar a ese amigo de Maracaibo.

—No creo que sea posible. Hace un par de años una mujer le disparó un tiro en la cabeza.

—No es la primera vez que un hombre pierde la cabeza por una mujer...

El Duque acarició el mapa y miró hasta la profundidad más oscura los ojos negros de Overmars. En su mente, en sus ojos, en sus venas se agitaba, provocador, salvaje, el eco de las últimas palabras que habían brotado de sus labios.

* * *

Una cama ancha, grande, emperifollada, llena de encajes y angustias. Un cuadro naíf de flores sobre el cabecero de hierro forjado, imitando una media luna extraña e irreal. Un armario, que cubría casi toda la pared, con dos grandes lunas biseladas. Una mesilla, una lámpara, un Cristo de Dalí, dos figuras de porcelana. Tres alfombras pequeñas de cuadros rojos y negros. Una cómoda clásica, con un espejo pequeño y un marco de plata. Paula, con un traje de lunares, sonriendo. Al fondo, el pabellón de Japón de la Exposición Universal de Sevilla.

La ropa por el suelo, apresurada, indecente, salvaje. Unos zapatos negros de tacón alto, una combinación blanca, un vestido verde turquesa. Traje de Armani, corbata de seda y gemelos de oro. Los ojos de Hugo Soto se escondían tras sus gafas de fina montura metálica mostrando una mirada valetudinaria, cansada, enferma. Sus tristes oídos, después de millones de trabajos absurdos y de indignos acosos, desayunaban con un manojo de necedades para alguien tan sutil y delicado como él. Paula, experta en traficar con su desbordante cuerpo, se sentía despreciada. Ahora escuchaba del hombre que compartía su lecho, promesas de futuro, viajes caribeños, mundos de ensueño y sabía, sin embargo, que se trataba de la vieja historia de siempre.

Las gotas de lluvia empezaban a golpear el cristal de cebolla de la ventana.

* * *

Era sábado, de eso me acuerdo perfectamente. Un sábado impregnado de transparencia y de deseos subversivos. No sé cómo, en un momento dado, cayeron sobre mi cabeza unas viejas y sucias cajas vacías situadas encima de un armario. Momentos después estaba en su baño, agachado, dejándome acariciar por sus manos y por un champú de fragancia exquisita. Más tarde, en su comedor, nos sentamos en un sofá. Acerqué mi boca a su boca y todo empezó a girar. «¿Quién te ha enseñado a besar?» Jamás me contestó. «¿Sabes?, quiero navegarte, navegar indefinidamente por todo tu cuerpo». Empecé a besar sus ojos, sus orejas, su boca, todo su rostro, empecé a bajar, a bajar, a bajar... Todo eran chispas en torno a su cuerpo y mi hambrienta boca ya no deseaba ningún descanso... No deseaba terminar. ¿Por qué todo tiene un fin? Exhausto me tumbé sobre su cuerpo, había muerto y estaba sobre su pecho, sobre su sexo húmedo, sobre su boca de fuego. «Quiero estar contigo». ¿Había escuchado bien? «Eres tan, tan, tan...».

* * *

—Un perfume es una presencia abstracta, la presencia que anuncia a la mujer antes de su llegada y lo que queda de ella una vez que se aleja. Es lo que hace que la imagine antes de conocerla y seguir sintiéndola a mi lado cuando la luz se apaga. —Jorge Castillo, elegante traje negro, corbata de seda de mil colores, recién afeitado y con mirada de fragancia en llamas, hablaba atropelladamente con Otelo, el siamés que rondaba perpetuamente entre frascos de cristal, esencias y colonias, como un duende felino, como un trasgo de cristal—. Este nuevo perfume va a ser definitivo, vamos a hacernos famosos, Otelo, hemos logrado la combinación perfecta de notas y acordes, los verdes prados en la introducción y el Oriente en las notas de fondo. Y, en el medio, unas breves notas discordantes que acentúan los contrastes... Vamos a triunfar, Otelo, vas a ser famoso. —Castillo acababa de meter toda la ropa en una gran maleta roja y, tras cerrarla, cogió un billete de avión, lo introdujo en el bolsillo interior de su chaqueta, acarició al siamés y cerró la puerta de su paraíso perfumado.

* * *

El Loro Azul se despertó en medio de una monumental vorágine de expectación. Desde que el día anterior el gobernador hizo correr la noticia de que se preparaba una expedición oficial y de que se iba a proceder a una selección, todos los hombres de Tortuga se habían lanzado a un sueño después de haber agotado totalmente el último, tras haber derrochado en alcohol y rameras sus últimos tesoros, tras haber malgastado una locura en un infierno de placer que había durado, únicamente, un par de semanas. Todos los piratas sabían que iba a tratarse de una expedición muy especial porque rara vez se convocaba a la totalidad de los hombres en edad adulta y nunca, hasta entonces, el gobernador había participado en esos actos.

En un lugar preferente de El Loro Azul, junto a un viejo mostrador de madera, el Duque manejaba la situación con profesionalidad y experiencia. A su lado, Padovani iba escribiendo en el grueso libro negro nombres, profesiones y todo aquello que le dictaba el Duque. Un poco apartado, autoexiliado de la vida y del jolgorio, como un pez fuera de su pecera, el gobernador contemplaba la escena, paralizado de pies a cabeza ante la procesión de hombres marcados, muchos de ellos buscados por distintos motivos en la misma Tortuga, que se agolpaban delante de la mesa.

—Algunos de estos piratas están condenados a muerte y se les conoce en todos los puertos. No me fío. Ésta es una empresa patrocinada por el rey. Deberíais mostraros más riguroso a la hora de escoger tripulación. Tal vez el navío que debéis atrapar esté repleto de tesoros... —El gobernador se había acercado por detrás y manifestaba su preocupación al Duque, mientras observaba, con desolador miedo, las turbias y recelosas miradas de todos los piratas que veían en aquel hombre de peluca blanca un espantapájaros estúpido que había caído de un palacio hasta las puertas del infierno y era incapaz de regresar a su particular paraíso.

—Deseo reclutar a los miembros de la tripulación entre esta gente. A la mayoría los conozco y si están condenados a muerte o buscados por todos los mares, mucho mejor.

Son los más fieles y bravos. Buscan su vida y libertad —dijo el Duque, mientras miraba fijamente los ojos del gobernador.

—Os hago responsable de su conducta —concluyó Doyle.

—Entre su conducta y la mía no habrá diferencias —fue la contestación, llena de seguridad y confianza, del Duque.

Y así, durante toda la mañana, cubiertos de ilusiones y de miradas cómplices, fue pasando delante de aquella mesa todo un ejército de desheredados que buscaba un poco de gloria de las manos del afamado capitán Danko. A última hora, como curioso colofón de la particular selección de buscadores de sueños y gloria, un par de pequeños incidentes enturbiaron el buen ambiente que, en todo momento, había reinado en El Loro Azul:

—Preferiría comer las entrañas de un soldado español antes que formar parte de esta estúpida expedición. —Un hombre de un solo ojo, espíritu pendenciero y modales indeseables, provocados por una lamentable borrachera, al que conocía sobradamente el Duque, acababa de ser rechazado para formar parte del Roccobarocco. Imperturbable, el Duque hizo pasar al siguiente.

—Quiero gente con las tripas limpias. Y todos los que deseen formar parte de mi tripulación deberán acatar todas mis indicaciones. ¿Cuál es tu nombre?

—Bogarde. Necesito un puesto en el Roccobarocco. He huido de la armada holandesa y quieren mi cabeza. Era artillero mayor. Soy el mejor.

—Te podría colgar de los pulgares y hacerte aullar hasta el amanecer. También podría quitarte las cadenas y hacerte un hombre libre junto a nosotros... —le recordó el Duque, cansado de escuchar frases parecidas, harto, después de tantas horas, de fanfarrones y borrachos.

—Soy el mejor. Llegué hace dos días a Tortuga y necesito este trabajo —contestó Bogarde.

—Quiero hombres con fuego en la sangre y acero en los músculos.

—Soy el mejor —repitió Bogarde.

—Bien, me gusta tu decisión. De ahora en adelante me llamarás señor. El puesto es tuyo si te sientes capaz. Pon tu marca —concluyó el Duque.

Bogarde se acercó al libro negro que le alargaba Padovani y firmó, ante el asombro de casi todos, con cada una de sus letras y adornando la firma con una ampulosa rúbrica.

—Veo que sabes escribir. Eso está bien. Preséntate mañana a Davids, el artillero mayor del Roccobarocco. Él te pondrá a prueba. El siguiente.

Uno tras otro, todos aquellos hombres acabaron por configurar una tripulación muy especial. El Roccobarocco tenía, de nuevo, un ejército de valientes y osados piratas que se iban a poner bajo el mando del temible capitán Danko, haciendo de ese palacio flotante una máquina de guerra de incalculable poderío. Todo parecía ya preparado en aquel majestuoso barco y los últimos detalles estaban siendo perfilados. Las gloriosas velas, repartidas en tres mástiles, esperaban el viento propicio y las manos expertas de aquellos hombres. Los castilletes de proa y popa, que daban un perfil airoso y espectacular al Roccobarocco y lo protegían contra los golpes de agua, se iban llenando de hombres dispuestos a proteger el imperturbable donaire de aquel barco. Muchos de aquellos hombres, expertos técnicos de navegación, algunos de ellos forjados en las mejores armadas del continente europeo, se disponían a convertir al Roccobarocco en una máquina perfecta, cuya velocidad y manejabilidad se incrementaban día a día con la adición, por parte de carpinteros expertos, de foques y cangrejas que otorgaban al Roccobarocco un aspecto tan fúnebre como glorioso. El resto estaba en las manos de la tripulación habitual del navío, acostumbrada a salir a mar abierto con la única referencia de cabo a cabo que resultaba suficiente para aquellos hombres cuyo sentido marinero extraía el máximo partido a las brújulas, compases, astrolabios y cartas de navegación que convertían las travesías del Roccobarocco, en lucha salvaje contra vientos, corrientes y mareas imprevistas, en un mero juego de niños. El Duque sabía que poseía un barco inmejorable y estaba convencido de que su tripulación no le andaba a la zaga. Comprendía que el Roccobarocco era capaz de conseguir todo lo que se propusiese, Y eso era algo que, en los siguientes días, iba a demostrar.

* * *

Lo que descubrió Larios en la abandonada biblioteca del palacio Morelli, desentrañando jerigonzas turbias, arrevesados libros y archivos desnudos, resultó ser todo un nuevo mundo que le acercaba y le alejaba a la vez de Claudio de Lorena, del cuadro maldito y secreto, de lo que el sentido común alcanzaba a comprender en un primer estudio. Durante un par de días Larios leyó y analizó, como pudo, los descuidados archivos y no tardó en descubrir que el palacio Morelli fue mandado construir, en 1634, por un caballero español del que únicamente se mencionaba su nombre, Duque, y nada más. No existía constancia de que viviera en el palacio un solo día. Incluso, en muchas ocasiones, por la ambigüedad de los textos, la dificultad en la traducción y el mal estado de conservación de muchos de los legajos, no se acertaba a distinguir la palabra Duque, pareciendo en muchos momentos la mera descripción de una categoría nobiliaria. Larios tomó notas infatigablemente, se dejó los ojos en los oscuros papeles, diseñó historias, vidas y muertes y, al finalizar la jornada, con la noche sobrevolando los canales de Venecia, mientras paseaba alrededor del palacio Morelli, degustando aromas y recuerdos, malviviendo en mitad del paraíso, soñó con un caballero español, tal vez un duque, que se gastó una verdadera fortuna en construir un palacio impresionante, lleno de luces y sombras, de guirnaldas de lágrimas frescas, de fragmentos arrancados del anochecer, de escarchas y lirios, y nada más. No existía nada más. El caballero español no estaba en la memoria del palacio, había desaparecido como un fantasma del pasado, como un relámpago de oscuridad. Antes de desaparecer definitivamente de Venecia, mandó amueblar el palacio, contratando para ello a los mejores artesanos de la ciudad, decorando todas sus habitaciones con los objetos más preciosos e increíbles traídos de los sitios más dispares, del lejano Oriente, de Flandes, tapices holandeses, mosaicos romanos, cerámicas españolas y cientos de figuras precolombinas. En los papeles, sin embargo, apareció, desde el primer momento, el nombre de la dama del cuadro, la dama del anillo plateado, el mismo que aparecía en el cuadro de Claudio de Lorena, la primera dama que habitó el palacio: Bianca Mattei.

A Larios, no le resultó muy difícil recomponer la historia. El primer Morelli del que encontró noticias era Carlo Morelli, un modesto y hábil artesano, uno de los principales creadores de los famosos espejos venecianos, que, en torno a 1630, poniendo en peligro su vida, huyó de Venecia y marchó a Madrid para trabajar a las órdenes de Felipe IV. El Dux, ante la marcha de uno de sus artesanos y temiendo que desvelase los secretos de la construcción de los admirados espejos venecianos, puso precio a la cabeza de Carlo Morelli. La siguiente noticia encontrada era que la mujer de Morelli, Bianca Mattei, junto con sus dos hijos, regresó a Venecia en 1639. Su marido había muerto en Madrid y, por primera vez, el palacio Morelli recibía a la mujer para la que el caballero español mandó construir tamaña maravilla. Ese mismo año de 1639, así como el año siguiente, llegaron a Venecia varios barcos procedentes de España cargados hasta arriba de tesoros, presumiblemente, al menos eso se pensó en su momento, remitidos por el rey español en pago por los servicios prestados por el artesano veneciano. Sin embargo, el fascinante e interminable catálogo de todas las riquezas que llegaron esos años al nuevo e impresionante palacio deja un amplísimo lugar a la duda. A partir de esa fecha, con Bianca Mattei al frente de la dinastía Morelli, el poder de la familia no dejó de crecer hasta principios del siglo XX. Dentro de los Morelli hubo ministros, artistas, cardenales, poetas, navegantes, papas, banqueros... Toda la biblioteca estaba llena de las hazañas de la familia durante los siglos XVII, XVIII y XIX. Pero esa era otra historia que, a Larios, no le interesaba en absoluto. Para él sólo existía una mujer, Bianca Mattei, y un enigmático caballero español.

Ahora, sentado en un puente que cruzaba uno de los cientos de canales de la ciudad soñada, Larios contemplaba la salida del sol, los fulgores centelleantes del nuevo día, los reflejos dorados sobre las aguas, y comprendía que él no era el único que había dado todo por una mujer. Ni mucho menos.

* * *

La noche traía consigo una aspereza que provocaba cientos de nuevas heridas en todas las esquinas de un cuerpo ya anestesiado y vencido por la angustia. Deseaba olvidar el dolor, aceptar la dictadura de su ausencia, pero no podía, era incapaz de aceptar eso tan evidente, que Laura quería a otro y deseaba pasar el resto de su vida junto a él. Y cuando las horas no querían avanzar anunciaban locura, susurrando al oído que Laura no necesitaba de unos besos infantiles, de un cuerpo inexperto, de unos dedos ingenuos, Laura deseaba otras caricias y por eso no estaba allí sino detrás de los cristales. Y delante del espejo ya sólo veía la soledad de la luna. Gritaba que, a pesar de todo, reinaba en el infierno y que alguien había dicho que reinar en el infierno era preferible a no reinar, así que debía aceptar el hecho de no ser el único que besase su boca. Había llegado la hora de disparar con balas de hielo, pero no tenía balas ni tenía hielo, sólo la convicción, ya entonces, de que nunca sería feliz.

* * *

—Ya tienes un nuevo sospechoso... El que buscabas. Estoy seguro. Se llama Duncan White y es un hijo de puta integral.

—¿Qué me quieres decir?

—Parece que nuestros trabajos se mezclan y confunden. Es nuestro sino. En el fondo, como te he dicho tantas y tantas veces, es la historia de siempre: todos los asesinatos son el mismo. ¿Te acuerdas que te comenté que el marido de Zoé Latorre era el mismísimo Hugo Soto?

Miranda asintió.

—Y tú me hablabas de tres sospechosos del cruel asesinato de la puta italiana: Hugo Soto, el dueño del peep show y el gitano anticuario, ¿no es cierto?

—Sí, joder, explícate.

—¿Recuerdas que junto al cadáver de Lisa Conti aparecieron extrañas marcas satánicas? Y, casualmente, una cruz invertida pintada con sangre de Iris Latorre apareció en su habitación... ¿No has pensado que, tal vez, pueda existir otro sospechoso, alguien emparentado con el diablo, alguien que conociese esa simbología satánica?

—Hugo Soto, y Comas, y Pacheco, la pueden conocer... Además, supongo que en esta mierda de ciudad habrá decenas de satanistas, hay mucha gente envuelta en esas tenebrosas historias.

—Sí, es verdad, pero escucha, hay demasiadas coincidencias, y eso es algo que nunca me ha gustado porque siempre nos quieren revelar algo, aunque casi nunca lo sepamos descifrar... —Batista, en la ducha, parecía estar lleno de niebla mágica y espontánea—. El otro día, alguien, un gitano cuya descripción coincide milagrosamente con Pacheco, primera coincidencia, fue denunciado por Jorge Comas, el Sietepolvos. Había provocado serios altercados en su digno y encomiable establecimiento. Segunda coincidencia: la difunta Iris Latorre, junto con una amiga, Lesbia Aquino, se había introducido en una secta satánica dirigida por un execrable tipo llamado Duncan White. Tercera coincidencia: sigo a Duncan White y, ¿a que no sabes adonde se dirige el grandísimo cabrón? Sí, a la tienda de antigüedades de Pacheco, donde vende un grabado presuntamente robado a Iris Latorre y que, tal vez, sea parte fundamental en el esclarecimiento del asesinato de la caprichosa Iris. Cuarta coincidencia: Castillo, un amigo de la familia Latorre, declaró haberse cruzado con un coche negro, conducido por alguien cuyos rasgos coinciden con los del satanista, justo momentos después del asesinato de Iris Latorre. No necesito decirte que el coche de Duncan White es un Peugeot negro como el carbón. Demasiadas coincidencias. Y a todas éstas hay que sumar que Hugo Soto, uno de los principales sospechosos de la muerte de Lisa Conti, era el cuñado de Iris Latorre y vivían en la misma casa. Esto no me gusta. Deberías investigar a Duncan White...

El vapor se mezclaba, alegremente, con los cuerpos desnudos de Batista y Miranda. Las duchas iban recibiendo procesiones paganas y surrealistas formadas por decenas de policías que terminaban su jornada y Batista seguía dando vueltas al mundo de coincidencias que, bajo su lógica implacable y experta, no era posible que conviviesen pacíficamente. Carmelo Miranda, mientras se ajustaba unos pantalones grises y renegaba de su cada vez más impresionante barriga, comprendía que Batista tenía razón. Eran demasiadas casualidades. Se colocó el reloj, se puso las gafas y se peinó. Cerró su taquilla y salió del vestuario.

—Investigaré a ese tipo —murmuró cuando cruzaba la puerta.

Batista, todavía desnudo, sonrió. Abrió su taquilla, llena de fotos de sharonstones y madonnas, y sacó unos pantalones y una camisa que tiró, despreocupadamente, sobre el banco de madera. El vapor, poco a poco, iba entrando en su cabeza, desfilando como aguijones de plata por su cada vez más enmarañado cerebro.

* * *

El día más esperado había llegado por fin a Tortuga. Todos los habitantes de la isla se lanzaron a la calle desde el preciso instante en que los primeros rayos del alba asomaron por el horizonte, preparándose para despedir al Roccobarocco, para asistir a todas las maniobras del majestuoso navío, para lanzarse a una nueva aventura que todos sabían ya que iba a resultar la más grande y la más provechosa. Las noticias en Tortuga volaban más rápidas y veloces que las gaviotas y todos y cada uno de los habitantes de Tortuga llevaban días hablando, única y exclusivamente, de la ambiciosa expedición que preparaba el Duque. Cuando el hombre de negro se encargó de reclutar la tripulación, ante la mirada cuajada y anquilosada del gobernador de Tortuga, cuando todos comprobaron que incluso el Duque iba a formar parte de la tripulación, algo que llevaba un total de siete expediciones sin hacer, toda Tortuga comprendió que algo grande se estaba gestando, que la expedición que iba a partir esa fría mañana de primavera, llena de nubarrones y nerviosas olas, de silencios y esperanzas, de violetas y orquídeas, se encaminaba a la gloria o a la perdición, algo que muchas veces, para aquellos hombres, constituía la misma cosa.

Un día antes, en reunión preparada al efecto por el mismísimo Duque, los 200 hombres escogidos recibieron la notificación exacta de la fecha y hora en que debían estar sobre la cubierta del Roccobarocco, las libras de pólvora y balas que deberían aportar y el recordatorio de que se embarcaban en esa aventura con la condición expresa de no recibir salario alguno y, tan sólo, en el supuesto y previsible caso de que hubiese botín, con la seguridad de recibir su parte en los términos que se darían a conocer una vez a bordo y que no diferirían sustancialmente de lo pactado en anteriores expediciones.

Todos confiaban en el Duque a ciegas, sabían que las cláusulas de reparto de botín, así como las indemnizaciones, eran justas y se inspiraban en los códigos de justicia y hermanamiento de los Hermanos de la Costa, de los filibusteros y de los más añejos y respetados bucaneros. El capitán Danko firmaba el contrato, pero él se limitaba a acatar servilmente lo decidido con anterioridad por el Duque. Únicamente, para respetar el espíritu sádico y verbenero de Danko, le reservaba el derecho de, como capitán del Roccobarocco, imponer castigos y establecer penas por las presuntas faltas al código filibustero cometidas por alguno de los miembros de la tripulación.

La noche anterior los piratas elegidos decidieron hacer descansar sus maltratados huesos en sus poco visitados catres que, hasta entonces, hasta el fin de los dineros robados, únicamente habían servido para sus interminables correrías libidinosas. Todos durmieron plácidamente y decidieron no visitar, por primera vez en mucho tiempo, El Loro Azul. Sabían que el Duque imponía un férreo control de sobriedad en el día de embarque y no deseaban perder, por ningún motivo, la oportunidad de la nueva aventura.

El Roccobarocco empezaba a alejarse de Tortuga y en su estela iba dejando todo un reguero de esperanzas y envidias.

La mar comenzaba a desprender un color fuertemente metalizado y los vaivenes de distintos vientos se iban impregnando, de forma natural, en el airoso navegar del Roccobarocco. Todos conocían sus deberes y los ejecutaban a la perfección. La mar era su vida y su oficio, su locura y su paraíso, y no deseaban perderse ni un solo momento de gloria. Sembraban duro porque sabían que recogerían cosechas gloriosas.

En el camarote del capitán se había reunido el consejo del Roccobarocco. Danko, el Duque, el artillero mayor, el cirujano, el carpintero y otros ocho técnicos de la nave comenzaron a discutir las vicisitudes de la empresa, los primeros detalles de una aventura sólo existente en el cerebro del caballero negro. El Duque tomó la palabra y aleccionó a sus compañeros sobre la importancia de la misión, extendiéndose en detalles que nadie, ni siquiera Danko, conocía. Todos y cada uno de los piratas comenzaron a comprender la importancia de la misión y terminaron jaleando!a audacia e iniciativa del Duque. Estaban todos, sin excepción, satisfechos y emocionados ante la nueva empresa urdida por el Duque porque sabían que se encaminaban directamente al cielo.

El capitán Danko tomó la palabra. Tras una arenga fantasmal, típica de su cochambroso cerebro, cogió una copa, se levantó y comenzó un brindis muy peculiar. Todos le imitaron, se levantaron y extendieron sus brazos con las copas de vino, bailando y riendo estruendosamente. Tan sólo el artillero Bogarde permaneció sentado.

—En el Roccobarocco es costumbre levantarse cuando lo hace el capitán. —El Duque miró de forma airada a Bogarde y con ojos de hierro obligó a levantarse al rebelde holandés. Nunca le habían gustado los hombres conflictivos y sospechaba que en aquel extraño hombre se escondía algo peligroso, algo que prefería atajar cuanto antes y de la forma más diplomática posible.

—A alguien se le va a atragantar la cena... —El gesto de Bogarde no había pasado desapercibido para el capitán Danko y, enfurecido, colérico, con los ojos inyectados en sangre, miró durante unos segundos eternos a Bogarde.

Experto, conciliador e inteligente, el Duque volvió a tomar las riendas de la situación y alzó su copa para iniciar un brindis por la bonanza de las próximas aventuras, aunque no dejó pasar la ocasión de poner a prueba el espíritu guerrero del joven artillero.

—...Y ahora, después de pedir suerte y buenas presas, por el marcado y especial carácter de este viaje, deseo levantar nuestras copas por el rey francés. Brindemos por él. El honor de brindar, en estos casos, lo tiene el más joven de esta mesa.

Todas las miradas se volvieron hacia Bogarde. Sabían que el Duque estaba echando un pulso al airado artillero, pero éste entró al trapo de forma decidida.

—Siento poco afecto por ese rey y por todos los demás. No les debo nada —exclamó, de forma altiva, Bogarde.

—Yo tampoco. Ese rey no es mi rey, yo no tengo ningún rey, pero nuestro código de honor marca el brindar por los que hacen posible una empresa y, por encima de todo, nuestras normas son acatar lo establecido por los capitanes. Además, tal vez, debéis al rey más de lo que pensáis. Quizá vuestro cuello. —El Duque alargó la mano con su copa y la colocó casi a la altura del rostro de Bogarde.

—Mi libertad os la debo a vos. Con mucho gusto brindaré por el Duque. —Bogarde alzó su copa, bebió todo su contenido de un trago y desapareció del camarote de Danko con la velocidad de una gacela.

El capitán Danko echó mano de una de sus pistolas pero, automáticamente, fue frenado por un gesto rápido del Duque. La situación se enturbió aunque, hábilmente, el Duque desvió el problema haciendo llamar al cocinero. Y es que la vida le había enseñado que con los estómagos llenos las cosas se veían de distinta forma, y más entre aquellos hombres.

* * *

La góndola que llevaba a Larios iba dejando atrás palacios de albura increíble e inexplicable, deslizándose por la luz plateada reflejada sobre las sucias aguas y que salpicaba de muerte a Larios, de malos recuerdos, de memorias llenas de claveles rotos. Venecia era una ciudad tan bella como incómoda, tan mágica como dolorosa. Larios miró, con los ojos apagados, el murmullo de las gentes sobre las aguas, sobre los puentes que iba dejando atrás y en un momento, como un grito seco, como un chispazo sin sentido, una gruesa piedra se desprendió de uno de los pequeños puentes que acababan de cruzar y golpeó un lateral de la góndola. La sucia agua del canal se metió en el cuerpo de Larios y el gondolero, en una hábil maniobra, recompuso el equilibrio, la armonía y, por escasos metros, la vida, mientras comenzaba a lanzar alaridos y despotricaba contra una ciudad que se caía, poco a poco, a trozos. Larios sonrió y observó, sobre el puente, a varios turistas que iban y venían, que corrían y hacían fotos.

* * *

Vi cómo Laura se ceñía falda, medias y blusa sobre su maravilloso cuerpo; se maquillaba y abría la puerta de la calle. Bajé las escaleras todo lo rápido que pude y me perdí tras ella. Recorrimos la ciudad de extremo a extremo y la oscuridad se volvió más turbia. Atravesó el río y se alejó algo de la ciudad. Dejó al lado la Torre de la plaza de Giuseppe Poggi y se dirigió a las escaleras. Subió por ellas y puso sus pies sobre el bosque. La oscuridad era total. El bosque parecía estar vivo. Parecía que se tragaba a Laura. Seguí sus pasos como pude porque quería evitar que me descubriese. Pasó mucho tiempo y cada vez el miedo me hacía más daño, era el miedo del absurdo, como el de la profecía, el pavor a algo que sabía iba a ocurrir. Y es que todo estaba oscuro y el bosque respiraba por los cuatro costados...

* * *

Barcelona siempre había resultado una ciudad muy especial para Castillo. Tenía ya 52 años y había estado en ella más de un millón de veces pero, aun así, seguía viendo la cosmopolita ciudad catalana como algo nuevo, e insólito. Al pisar el suelo de las soñadas y nocherniegas Ramblas, siempre se acordaba de la emperifollada y cascabelera señorona que se quejaba amargamente de que en la casa que acababa de reformar para ella el gran Gaudí no cabía el piano. «Señora, toque el violín», le contestó despectivamente el genial arquitecto. Y eso mismo había pensado siempre Castillo de la prodigiosa ciudad. Ella era lo importante y había que amoldarse a la ciudad. Por eso repetía, con asiduidad, a todos los que le desearan escuchar: si no podemos tocar el piano, toquemos el violín.

A tocar el violín se había desplazado Castillo hasta Barcelona. Se hospedó, como siempre, en el hotel Oriente, situado en plena Rambla —hotel lleno de historias y secretos que durante el siglo XVII fue un monasterio—, y desde allí comenzó a telefonear frenéticamente, un auténtico vicio del que nunca se había despegado y nunca lo haría.

Por la noche, todo era lujo y esplendor carnavalesco en un gran salón del Ritz. Últimamente el perfume parecía haber perdido, casi en su totalidad, sus primitivos significados rituales y religiosos, pero cuando se trataba de la presentación de un nuevo perfume, apadrinado además por un peso pesado como Saint Laurent, todo volvía a su cauce original, las mujeres desnudaban sus cuerpos a la luna y a los focos de las televisiones, los hombres subían de su particular y diario infierno, el ejército de los medios de comunicación tomaba posiciones para crear una nueva religión y todo un mundo de gente guapa y famosa, bohemia y extravagante, comenzaba a partirse la cara por chupar protagonismo, por revolcarse estúpidamente en el nuevo perfume, perfume de acorde aldehidado, máxima expresión de la elegancia dentro de la perfumería clásica, algo típico y a la vez elogiable de la casa parisina.

Decenas de lujuriantes mujeres, hábilmente reclutadas para la causa, maestras en halconear y en elevar poderosas ofrendas hasta su transitado altar, desfilaron ante los cansados ojos de Castillo, contoneándose dentro de un delirio musical perfectamente ensayado, luciendo sus mejores galas, vestidos amplios y estrechos, blancos y negros, largos y cortos, pero siempre tremendamente sensuales, mientras el mítico diseñador, con una aparatosa y permanente claque detrás, compuesta por mujeres de agalgados cuerpos, extremadamente esbeltos, vendía su perfume como mejor podía y sabía.

Castillo comprendió, como experto invitado en ágapes y celebraciones similares, que la escuela de insidias se iba a convertir, en breves momentos, en una catedral consagrada únicamente al delirio de una comilitona largamente esperada donde habría tostada de salmón ahumado, vegetales a la parrilla, caviar, alcachofas con vinagreta de trufa blanca, espárragos con mostaza de naranja, salmón de Alaska a la plancha con puré de patatas, fondue de pimienta dulce y bistec con jengibre. Para todos los gustos y paladares. Sin embargo, Castillo no deseaba permanecer más tiempo en casa del enemigo. Lo que tenía que hacer, en realidad, ya estaba hecho. Habló con un diseñador de rostro abellotado, le dejó una muestra de su nuevo perfume, Otelo, y se perdió por una sala lateral donde varias mujeres desnudaban sus cuerpos, preparaban los vestidos de la nueva colección que acompañarían la presentación del perfume y escondían sus pequeños pechos puntiagudos detrás de una bandeja llena de cocaína y de pequeñas pastillas de éxtasis natural a base de ginseng y guaraná. La noche, al fin y al cabo, estaba empezando.

* * *

La cena, en el camarote del capitán, tras la marcha del artillero, se desarrolló de forma cordial y especialmente alegre. Todos rieron al unísono las chanzas y majaderías escupidas por la vulpina boca de Danko y todos comieron y bebieron hasta reventar, para finalizar brindando por los éxitos del Roccobarocco. Tan sólo el recuerdo del artillero Bogarde, cuando se cruzaba de puntillas por el destartalado cerebro del capitán, empujaba a Marco Danko a soltar juramentos y hacer promesas de venideras venganzas, de sangre fresca y juerga salvaje.

—Juro que todos veréis a ese traidor pasar el tablón con los ojos vendados. Duque, no me gusta ese tipo, es como la serpiente que toma el color de lo que le rodea para después atacar mejor. No me fío.

El lazo rojo en el extremo de la espesa barba negra de Danko comenzó a balancearse y todos los reunidos, que conocían suficientemente bien a su capitán y sus repentinos ataques de locura, comprendieron que empezaba a entrar en una de sus extrañas y desmadradas crisis que terminaban habitualmente con sangre o con una borrachera colosal. O con ambas cosas a la vez. Afortunadamente para todos los allí presentes, el capitán Danko se embarcó en una de las tareas que más le agradaba cuando zarpaba el Roccobarocco de Tortuga y así comenzó a exponer a todos, para su posterior aprobación, las penas que su atormentada mente había maquinado para castigar a los responsables de algún delito. Ante los sorprendidos comensales empezó a describir, de forma detalladamente enfermiza, todas las pesadillas y perversiones que poblaban su indigno cerebro.

—Para los delitos más leves, algo que como capitán juzgaré de forma justa, elijo, a la manera de tantas y tantas marinas reales, y en deferencia a nuestro poderoso protector, los azotes con el gato de las siete colas, dictaminando el número de azotes mi humor o mi benevolencia. Eso sí los torsos de los castigados deberán untarse convenientemente con salmuera. Para los delitos por ocultación de armas o intento de motín, me inclino por la amputación de la mano derecha, pena que me reservo el honor de ejecutar. Y para faltas más graves, se pasará al castigado, amarrado a una cuerda, de costado a costado del barco, bajo la quilla. En zonas atestadas de tiburones se le hará cruzar el tablón. Y en tierra selvática, que probablemente crucemos, recibirá cien azotes, será embadurnado con miel y abandonado para que los insectos gigantes hagan el resto. No quiero olvidarme, además, de algo sagrado para todos nosotros y es el respeto por la integridad del botín que, con toda seguridad, conquistaremos, y que los piratas debemos defender de forma más ardorosa que la honra de cualquier mujer decente. A todo hombre del Roccobarocco que caiga en la tentación de apropiarse, indebidamente, de alguna porción del botín, por pequeña que fuere, le mandaré colgar de una verga de la almiranta. Éstos son mis deseos. A los que acaten mis órdenes los recompensaré con riqueza, alcohol y mujeres; a los que osen desobedecerlas ya saben lo que les espera. ¿Alguna objeción? Si no es así, firmemos todos y hagamos saber, cuanto antes, a la tripulación a lo que se exponen.

Sin esperar ninguna contestación, Danko estampó una desequilibrada cruz sobre el rústico y garrapatoso papel y se lo pasó a todo el mundo, empezando por el Duque.

—Cada vez me sorprende más tu perverso ingenio. Me parece justo. —El Duque firmó y esperó la firma de todos los demás para levantarse, coger el contrato y abandonar el camarote.

En la cubierta, el frescor de la noche empezaba a meterse por todos los huesos de los piratas de manera cruel. El Duque miró la oscuridad del horizonte y, durante unos minutos, perdió su mirada en la infinitud de unos ojos, de unos recuerdos, de unos besos tan lejanos ya...

* * *

—Ya les dije todo lo que sabía. —Andrés Pacheco, vestido elegantemente con un traje negro que hacía destacar una pomposa y hortera cadena de oro, se dirigió, nervioso, hasta Batista, que acababa de cruzar la puerta de Antigüedades Gaudí.

—No se preocupe, no vengo a preguntarle nada sobre Lisa Conti. —Batista, abriéndose camino como un avezado jugador de ajedrez, se dirigió hasta el despacho mientras cogía entre sus manos un valioso pisapapeles de plata que adornaba un aparatoso mueble antiguo.

—Entonces, ¿qué es lo que quiere de mí? —Pacheco cerró la puerta de su despacho y, tras comprobar que Batista había tomado asiento por su cuenta, acomodó sus grasientas posaderas en la acogedora silla que presidía la mesa de roble de su despacho.

—Pasaba por aquí y se me ocurrió que, tal vez, nuestro buen amigo Pacheco, uno de los dioses del mundo del arte de esta ciudad, conociese un grabado antiguo... —Batista no dejaba de jugar con el pisapapeles de plata mientras preguntaba sin parecer que lo hacía, como calculadamente ausente.

—No sé, veo muchos grabados, muchos cuadros al día...

—Este grabado del que le hablo es muy peculiar. Hay un barco, unos hombres que descargan unos cofres, unos piratas. Es inconfundible...

Pacheco, durante unos segundos, pareció dudar, echó los ojos al cielo, los llenó de una blancura extraña y muy bien estudiada, giró la cabeza, con estilo, a ambos lados y respondió:

—No, no me suena. Me acordaría... De todas formas, si tengo noticia de él le avisaré. No se preocupe.

Batista, con el pisapapeles todavía entre sus manos, se levantó. Su rostro tenía una expresión cínica, de medias lunas y sonrisas. Acarició el pisapapeles. Luego se dio media vuelta, abrió la puerta y salió del despacho. Antes, sin embargo, giró la cabeza y se volvió a dirigir a Pacheco:

—¿Ha oído alguna vez el nombre de Iris Latorre?

—No, nunca. Lo siento. —Pacheco miró fijamente los ojos de Batista.

—Bien, no le molesto más. —Batista pareció despedirse definitivamente pero, antes de abandonar la tienda, mientras dejaba el pisapapeles sobre una de las muchas mesas que inundaban el local, se volvió a dirigir al anticuario—. Por cierto, me parece que trabaja con un hombre que se llama Duncan White...