37. VELADA EN CASA DE ESCHSCHLORAQUE

Entre sacudidas y chirridos, iluminado por la luz mortecina de la estación superior y por algunas lámparas del interior del coche, se puso en marcha el teleférico, salió de la plataforma al campo abierto y, colgado de un carril bajo los soportes de acero curvados en forma de herradura, descendió en dirección al valle. Era una fría tarde de finales de otoño. Judith Schevola tiritaba en su delgado abrigo, Philipp Londoner le había prestado su bufanda, que se había puesto como una gola enrollada al cuello, de forma que sólo asomaban la punta de la nariz y los ojos fríos y observadores; una hiperdimensional gorra plana, como las que llevaban las estrellas de la UFA a juego con pantalones bombachos, calada hasta la frente, hacía que su cabeza proyectara una sombra de murciélago.

«Si el guardia me hubiera pedido otra vez la documentación…»

«… habría explotado usted.» Schevola tiró de la bufanda para abajo, echó de refilón una mirada irónica a Philipp. «Probablemente el guardia lo ha leído y no ha querido correr el riesgo. Quién sabe, tal vez en los últimos tiempos sucede a menudo con la gente que viene de ver a Barsano.»

«Pasan de ello, como si no importara nada. Barsano ni siquiera ha mirado el papel. Como si recibiera a diario cosas así. Una sonrisa y un gesto en dirección al buffet, como… como un hortera. Y tú», indicó a Meno con la cabeza, «siempre tan comedido, guardas silencio y agachas la cabeza cuando uno de tus superiores…»

«Philipp, sabes muy bien que estás diciendo tonterías», le interrumpió Meno con calma, «¿y qué voy a decir sobre tus tesis y tus números? Si ni siquiera los conozco.»

«Yo tengo que defenderle. Con mi libro ha puesto toda la carne en el asador, y el hecho de que Redlich le haya apoyado no le resta valor. Usted ha irrumpido ahí sin más con su escrito.»

«¡Pamplinas, que ha irrumpido sin más con su escrito! Ahora quiero decirle una cosa. La entrevista se había concertado en realidad para hablar sobre cuestiones como las planteadas en ese escrito del instituto. A mí me resulta incomprensible qué se os ha perdido ahí a los literatos, quizá os haya invitado por cobardía, para que le sirváis de coartada… Porque alguno de esos anfibios que le hacen de secretarios le habrá preparado para ese tema.»

«Philipp», lo previno Meno con un gesto en dirección al conductor, que estaba sentado inmóvil ante el cuadro de mandos al otro extremo del vagón. Philipp no le hizo el menor caso.

«Vale, no son anfibios sino peces babosos, medusas. Por lo demás, es una respuesta típica: No sé, no entiendo, presénteselo a las personas competentes.»

«¿Es Barsano competente?»

«Judith, ¿no comprendes de qué se trata?»

«Ajá, la llamas Judith», intervino Meno sorprendido. «Estás levantando la voz», se apresuró a añadir cuando vio que ambos intercambiaban miradas.

«A eso Eschschloraque tendría preparada una frase ingeniosa, por ejemplo: Beethoven sigue siendo Beethoven, con independencia del volumen», dijo Philipp en un tono bastante impertinente. Schevola sopló sobre el cristal de una ventana, lo limpió, trató de reconocer algo a través.

«¿Y crees que seremos bienvenidos? Las visitas no anunciadas no le agradan a todo el mundo. Y menos aquí, en Roma Oriental. Quizá sea noctámbulo y está escribiendo una de sus piezas teatrales en las que los vigilantes nocturnos son presidentes del Consejo de Estado disfrazados.»

«Él sabe que voy yo, pero no que vosotros venís conmigo. Las sorpresas le estimulan, dice. Por cierto, no has respondido a mi pregunta, tesoro.»

Meno pensaba que Philipp, de vez en cuando, tenía un extraño sentido del humor. A Judith Schevola pareció hacerle gracia el apelativo, quizá lo había oído ya varias veces. «Continuaremos con eso fuera, camarada profesor. Casi hemos llegado.» Levantó el rostro e imitó la expresión de la cortesana con experiencia. «Mi amor.»

Cuando estuvo a la vista el Kosmonautenweg Philipp pulsó el timbre. El vagón se deslizó a la explanada de la parada, se detuvo balanceándose, en el otro lado paraba el vagón contrario, Meno vio a dos viajeros sentados dentro; le saludaron con la cabeza: el crítico musical Däne y el abogado Joffe, parecían enfrascados en una animada conversación. Tal vez sobre la Ópera Semper, cuya reapertura el 13 de febrero era inminente, quizá el abogado Joffe pedía información a Däne acerca de algún compositor de ópera, porque él había escrito un libreto policiaco del que en el invierno anterior Erik Orré había recitado truculentas hileras de versos. Las puertas se abrieron chirriando, Philipp dio la mano a Judith Schevola para ayudarla a bajar, una de sus inconsecuentes galanterías burguesas, como habría dicho Marisa; Meno estaba tentado de preguntar por ella, pero lo dejó estar. El revisor-conductor, después de una breve espera en la que no subió nadie, arrancó con el coche vacío. El crítico y el abogado, gesticulando con vehemencia, flotaban monte arriba.

«En estas circunstancias, ¿no podríamos tutearnos?» Judith Schevola se sentó en el pasamanos de la escalera e intentó deslizarse, pero la humedad de la llovizna lo había puesto áspero. Philipp Londoner se rió, dio unos golpecitos en el hombro a Meno, con amistad y condescendencia: «Apuesto a que dice que no, Judith. Conmigo ha hecho remilgos como una doncella a pesar de que soy el hermano de su exmujer. No olvidaré tan pronto lo que me dijiste: “Todavía no hemos compartido nada que justifique ese paso, aún no hemos luchado juntos; no sabemos aún lo que pensamos el uno del otro.” Meno, nuestro pequeño militarista. ¿Cómo has llegado a tales conclusiones?»

«Si no te sirve una vez más de escarnio: por la experiencia. No me gusta sufrir desengaños, eso es todo. Y tampoco querría desengañar a otros.» Se volvió hacia Judith Schevola. Ella seguía con la vista al teleférico que, como batiscafo iluminado por los rayos, desaparecía en la maraña de los soportes de acero.

«No quiero ofenderla, pero me parece mejor que siga habiendo cierta distancia entre el autor y el editor. ¿Qué diría si la tuteo y al mismo tiempo me cargo un capítulo?»

«Diría, “eres un hijo de puta” y lo aguantaría sonriente.»

«¡Haz una prueba, Meno! Sonreír, no sonreirá, seguro, vanidosa como es.» Por lo visto esa tarde Philipp se divertía irritándola.

«La vanidad es cuando se puede decir a la imagen del espejo: Vaya, ¿tú también has dormido mal? ¿Y entonces?» Se volvió impaciente hacia Meno.

«Yo prefiero que sigamos tratándonos de usted. Y ya verá, aún me dará las gracias por ello. Además no quisiera tener que verla sumida en la miseria. Los genios que lloran tienen algo desconcertante y paradójico, pierden de golpe categoría, y el tú induce a ver habitaciones con el suelo lleno de colillas y de galletas rancias. No va conmigo.»

«Bueno, vale, ya está aclarado», replicó Judith Schevola, molesta.

«¿A que nunca te ha dicho un hombre que no de una manera tan seca?» Philipp sonreía maliciosamente. De pronto se le ensombreció la expresión. «¡Vamos! Si sorprendemos a Eschschloraque, que sea al menos con puntualidad.»

El Kosmonautenweg discurría en empinadas revueltas y terminaba como callejón sin salida en una estrecha escalera inaccesible a los coches que desembocaba, a través de un terreno boscoso, agreste y romántico, afianzado por muros, en la carretera de Pillnitz. En invierno, la escalera estaba resbaladiza, quien quería subir por ella había de sujetarse laboriosamente en la barandilla y, como un alpinista, transportar en una mochila las compras que se había visto obligado a hacer en la ciudad, para tener libres las dos manos. En verano olía a musgo, había humedad y frescor de vaguada en aquella escalera que separaba la casa de Eschschloraque de un terreno vigilado, cuya entrada para coches estaba protegida por una gran puerta de hierro; el parque lo habían dejado en estado silvestre. Corría el rumor de que Marn, el hombre de confianza del ministro de la Seguridad del Estado, solía descansar allí de las fatigas de sus obligaciones en la capital. Otra escalera unía el Kosmonautenweg con las zonas más altas de Roma Oriental, apenas tenía suficiente anchura para una persona y ahora, en otoño, cuando empezaban las lluvias, se llenaba de hojarasca en descomposición sobre la que uno resbalaba fácilmente; la barandilla estaba podrida y a largos trechos había desaparecido.

«¿Qué tal está su sobrino?»

«No demasiado bien, supongo. Pronto tiene que ir al servicio militar, tres años.»

«Recuerdo con agrado aquella noche en su jardín», dijo Schevola al cabo de un rato. «Su sobrino me pareció —se llama Christian, ¿no? curiosamente simpático…»

«¿Qué significa eso de “curiosamente”? ¿Ahora la tomas también con los niños?» Philipp se rió pero no sonaba auténtico.

«Los revolucionarios sois encantadores. Pero de todos modos para vosotros la revolución sólo es cosa de hombres.»

«Cuando se trata de luchar, sí.»

«Sí, y entretanto vuestras mujeres os preparan en casa las pantuflas. Con “curiosamente simpático” quiero decir que, por regla general, nunca podría tomar muy en serio a un hombre al que caracterizo como simpático. Su sobrino es simpático, pero sin embargo le tomo en serio, eso me parece curioso. Parece saber mucho. Quizá un poco demasiado para su edad. Y ejerce una atracción sobre las mujeres. Y lo más interesante es que él parece no darse cuenta.»

«Usted tampoco necesita ponerle esa pulga detrás de la oreja», advirtió Meno con más brusquedad de lo que habría querido.

«No tenga miedo», replicó Judith Schevola, «no creo que sea irreflexivo y desconsiderado hasta el punto de irse a la cama con mujeres que le doblan la edad y, por tanto, podrían ser su madre. Hay hombres que en cierto modo siempre se acuestan con su madre, y otros que detestan hacerlo. Él pertenece más bien a esta última categoría.»

«¡Los jóvenes con los jóvenes!»

«¡Qué tacto tienes, Philipp! Con las mujeres maduras los hombres jóvenes podrían aprender lo que es felicidad sensual y discreción. Se le pasarían las ganas de jugar a la guerra.»

«Tienes una manera desagradable de juzgar a los demás», observó Philipp ofendido, «a menudo te basas sólo en cosas exteriores.»

«¡No me vengas con profundidades, camarada profesor! ¡Revolucionarios! Apenas se rasca un poco el barniz, aparece la casita unifamiliar. Y una cocina con fogón y mantel a cuadros rojos y blancos sobre la que el idílico samovar suministra, para acompañar la tarta, bebidas que confortan el corazón.»

«¿Eso piensas de mí? ¿Que tengo un espíritu burgués? Creo que alguien debería aclararte las ideas.»

«A muchos les gustaría, querido, no te preocupes. Por lo demás, podrías traer alguna vez a tu pequeña chilena. Las normas de la moralidad burguesa nunca me han parecido muy atrayentes.»

«Hemos llegado», dijo Meno.

La casa de Eschschloraque estaba construida en declive. Un puente que parecía deteriorado, con balas de cañón en cestos de hierro entre los que pasaban cadenas que hacían de parapeto, llevaba del portón de hierro forjado, encima un torneado lirio con abeja, al primer piso del edificio escondido entre sombrías píceas y de extraño aspecto. La alta farola de látigo junto a la escalera que llevaba a la carretera de Pillnitz proyectaba una luz macilenta sobre el frontón y una parte del tejado, que, cubierto con ripias ornamentadas, recordaba la piel de un dragón. «Casa Cinabrio», leyó en un murmullo Judith Schevola el letrero que había entre arcos de entramado de madera, bajo una serpiente-veleta que crujía oxidada.

Eschschloraque abrió la puerta, miró a Philipp, que aún tenía la mano extendida hacia el botón del timbre, luego a Meno y a Schevola. «Estamos ocupados con cola de pegar», dijo haciendo gesto de que pasaran. «Para la parte avanzada de la tarde habíamos pensado en clases sobre repeticiones y métodos de conservación. Quien pueda contribuir de algún modo que no tenga reparos en levantar la mano; además la calidad de la cena de Mitschurin haría fácil de perdonar que alguien deseara urgentemente rectificar algo, aunque fuera con la boca llena. ¡Albin!», gritó al joven sonriente que esperaba detrás de él en el pasillo y que parecía tener preferencia por los mismos trajes color pastel que usaba Eschschloraque, si bien el traje de Albin presentaba un opalescente tono violeta y el de Eschschloraque el plateado de las aletas de pez. «Tenemos invitados.»

Albin llevaba monóculo y se presentó con una inclinación, a Judith Schevola con un insinuado beso en la mano. «Me llamo Albin Eschschloraque, si es un placer, ya lo veremos. Yo soy… el hijo. Del padre tengo la estatura y la forma de vida un poco degradada. De la madre nada, por favor. Bienvenidos.» Indicó una serie de sandalias y los guió por el pasillo débilmente iluminado al cuarto de estar. Éste pareció acogerlos con un aspecto de severa elegancia que recordaba la espaciosa celda de un monje japonés; un recinto austero que no estaba hecho para descansar con los pies en alto al modo occidental; dos pupitres para trabajar de pie, hechos de troncos de árbol tallados al natural, estaban enfrente uno del otro, distanciados, como orgullosos e inaccesibles jefes de tribu, una tabla-anaquel, que sobresalía en la habitación como un trampolín, sostenía algunos bonsáis en el blanco deslumbrante de un punto de luz. En el sofá de debajo estaba sentado el pintor Vogelstrom con un bloc de dibujo sobre las rodillas; había arrancado algunas hojas y las había colocado delante de él sobre la mesa baja de madera muy flameada. La «cena de Mitschurin» se apilaba sobre un carrito de ruedas de acero inoxidable. Lo más llamativo de la habitación era un acuario, por cuya transparencia, que con las burbujas de oxígeno parecía pertenecer a un mundo onírico, iban y venían en agradable y lenta escenificación multicolor los más diversos peces tropicales.

«Querido Philipp, antes de que me cuentes cuán grande ha sido la comprensión de Barsano para con tu exposición, sin duda perfectamente pulida y resplandeciente de números, quiero pedirte que eches una mirada a mi acuario. ¿Reconoces cómo ha atentado ese sujeto», señaló a Albin, que se había quedado con los brazos cruzados junto a la puerta, «contra mis amados pececitos, contra su mozartiana ingravidez? ¿Y lo ve usted, Rohde, usted que se dedica a plantar comas rojas para cargarse alusiones? Ah, señorita Schevola, de quien Schiffner habla como un macho cabrío con voz de falsete, muestre sus dotes de observación sin que estén aguzadas por la excelente y noble cepa cuya etiqueta estaba usted examinando en esos momentos.»

«Tienen que admitir», explicó Albin separándose del marco de la puerta y acercándose con las manos teatralmente estiradas, «que no puede haber sido fácil. La viscosidad del cuerpo del pez en general y de las aletas caudales en particular, delgadas y de una transparencia etérea, se resiste a la fuerza adhesiva de la mejor cola de pegar. Por cierto, la cola de pegar: soluble, solubile, licuabile en el agua, ay.» Soltó una risita barroca. «Pero en este país son posibles muchas cosas. También los pegamentos especiales. Un punto en cada aleta caudal, un poquito de presión bajo la mano ahuecada —su aleteo es como el de las mariposas—, luego ¡de vuelta otra vez al húmedo elemento! Helo ahí, eso pega, se dirigen absurdamente a distintas zonas.»

«Has pegado por las colas a mis peces más valiosos», replicó Eschschloraque echando mano de un canapé de jamón del carrito de Mitschurin. «¿Querías hacer un experimento ideológico? ¿Si van por aquí o van por allá? ¿Qué te ha impulsado a hacerlo?»

«La ciencia, padre mío. Esos señores querían un informe.»

«¡Ciencia! A esa divinidad le ofrezco gustoso un sacrificio.» Eschschloraque tomó un buitrón, fue al acuario, sacó los dos peces encolados. «Albin, quiero darte una lección.» Llamó con la mano a su hijo, que se caló el monóculo con aire de desconfianza.

«Tú quieres hacerme algo malo, señor padre. Incluso Vogelstrom se ha percatado y está dibujando alrededor de esa caricatura, que no soy yo, hongos y yesca.»

«Qué va. Ven aquí.»

De un salto estaba Eschschloraque junto a Albin, que se había acercado a él, le agarró por las mejillas y trató de meterle los peces en la boca. Albin no los escupió, sino que mordió y masticó, estirando al mismo tiempo el segundo pez, como un animal de goma, y arrancándolo. Lo volvió a echar en el acuario, donde el animal, lento y con media aleta en la cola, nadó hasta esconderse detrás de una piedra. «Necesito algo para la digestión. ¿Hay por aquí un digestivo?» Albin revolvió en el carrito. «Típico, siempre se les olvida.»

«Tú, odioso hijo», Eschschloraque se encendió tranquilamente un cigarrillo, «si quieres ser un dramaturgo más bueno que yo has de tener mejores ideas. Si bien admito…»

«… ¿que hago progresos? Querido señor padre, ni te imaginas lo que me ha costado encontrar ese pegamento especial. ¡Tuve que hacer serios sacrificios!» Albin, en fingida indignación, dejó caer el monóculo. Judith Schevola se inclinó hacia Meno, entretanto se habían sentado en el sofá, junto al pintor Vogelstrom, sin que éste hubiera dicho una palabra de saludo ni hubiera levantado la vista de sus papeles: «Albin tiene cierta semejanza con una foca castrada, ¿no le parece? Las manzanas de su corbata son tan… de tan buen gusto. ¿Le traigo unos cacahuetes?», susurró. Meno la observaba de reojo, ella parecía decidida a disfrutar de la escena. «¿Cómo sabe usted el aspecto que tiene una foca castrada?»

«Señor Eschschloraque, ¿se puede fumar? Yo tengo inclinaciones de las que usted no sabe nada», indicó a Meno y expulsó por la nariz el humo de la primera chupada.

«¿No sería mejor que nos marchásemos?», preguntó Philipp, su rostro había tomado una expresión reservada.

«¿Por qué tanta prisa, queridos invitados? ¿No os sentís bien atendidos?» Eschschloraque sonrió sarcásticamente. «Bueno, hijito, ¿cuánto te ha costado? Por cierto, te aconsejo que controles tus gestos delante del espejo. Sé que es un cliché que los maricas hacen gestos de marica, pero tú lo haces como el peor actor imaginable.»

«Lo habré sacado de ti.» Albin sorbía con placer una taza de café. «Mira, siempre Goethe, sólo Goethe, Goethe… Y luego sólo sirve para divertirse, para morder con la dentadura postiza. ¡Unas cuantas ocurrencias divertidas para apoderarse del Grial, y luego se descubre que en realidad era un molde de bizcochos que pasaba flotando! En lugar de sangre, sólo salsa de frambuesas…, ése es el destino de los payasos.»

«¿Sabe usted por qué la toma conmigo?» Eschschloraque sacudió ceniza del cigarrillo en el acuario. «Porque lo he calado, calado hasta el humor acuoso de sus inexpresivos ojos. Está desesperado, en el fondo me tiene cariño, eso es, pero antes preferiría desaparecer bajo tierra de vergüenza a permitirse un sentimentalismo…»

«Me pusiste el nombre de Albin. ¡Albin! Así se llaman los patos o los pingüinos, ¡cómo me van a tomar en serio con un nombre así!»

«¡Eso, justamente! ¿Eres capaz de imaginarte que un dramaturgo pueda ser realmente bueno llamándose Albin? Los padres con talento casi nunca tienen hijos con talento, dicen. ¿Pero significa eso que los padres con talento deban renunciar al placer de tener hijos? En eso pensaba yo en el momento en que…, bueno, digamos, en que te puse en camino. Yo habría tenido que obrar de un modo más responsable.» Eschschloraque escudriñó el rostro de su hijo, sobre el que caía la luz chillona que iluminaba el estante de los bonsáis, en busca de un posible efecto, abrió con inocencia las largas pestañas, sedosamente femeninas. «Por lo demás fue un placer, todo lo más, mediocre.»

«También aciertan los cañones que se disparan con cansancio.» Albin estaba pálido como la cal, pero se movía muy tranquilo y comedido, ni siquiera temblaba la llama del mechero cuando se encendió un cigarrillo.

«Bueno, dejadlo ya.» Philipp se levantó, agitó su escrito. «Tenemos cosas más importantes de que hablar.»

«Si tú lo dices», replicó Eschschloraque.

«¡Maldita sea, nadie me escucha! Vosotros os dedicáis a vuestras discusiones privadas, que a mí, en confianza, me parecen de bastante mal gusto, sobre todo delante de…»

«… ¿delante de invitados?», interrumpió Albin sin inmutarse. «Bueno, y qué. Que aprendan hasta dónde puede llegar la admiración. ¿Invitados? A mí no me molestan», añadió frunciendo los labios con gesto de suficiencia.

«A mí vuestro comportamiento no sólo me parece de mal gusto sino también inmaduro. Ha de ser posible tratarse con normalidad entre familiares, natural…»

«¡Normal! ¡Natural!» Eschschloraque parecía divertirse. «Dos patólogos conversan sobre su clientela: ¡Era un artista! ¡Murió de muerte natural!, dice uno. ¿Así que se ha suicidado?, dice el otro. Querido Philipp…»

«Edu…»

Albin estalló en carcajadas estridentes. Eschschloraque lo cortó observando que sonaba a estúpido más que a una alegría sincera y que de ese modo se reía la gente que tenía sufrimientos imaginarios. ¡Sufrimientos! Albin rió aún más fuerte. Después propuso que escucharan por fin a Philipp, pues qué sería de las revoluciones sin las tomas de posición. A Philipp no le hizo gracia y empezó a exponer las ideas de su equipo de trabajo, con la cabeza baja y las manos a la espalda, levantándolas de vez en cuando para puntualizar con concentrados movimientos de los dedos sus precisas palabras. Se trataba de reformar la política económica, un tema que aburría visiblemente a Judith Schevola, porque empezó a mirar por encima de los hombros a Vogelstrom, quien ahora dibujaba el rostro de Philipp en diferentes estadios entre la indignación y el entusiasmo, hasta que Philipp comprobó con tristeza que «no os interesa, igual que a Barsano», y dejó caer con desánimo los brazos. «Si ni siquiera me escucháis vosotros, para quienes los ideales socialistas todavía tienen alguna validez…»

«¿Para quién de los que estamos aquí tienen validez los ideales socialistas?», preguntó Eschschloraque alzando imperiosamente el mentón. «Rohde es un mero oportunista, poco claro y silencioso, un topo quizá; la señorita Schevola se interesa por anécdotas y episodios fáciles de recordar, para su insolente novela; Vogelstrom, por sus garabatos; y ése», señaló a Albin, que se había repantingado en una esquina libre del sofá y chupaba de su purito como un drogadicto, «no es socialista: es un enemigo, un contrarrevolucionario, peor: un romántico. Quizá sea incluso un wagneriano, eso sería lo peor de todo. Desea que nos hundamos, Philipp, habría que…»

«… sí, sí, “habría que”. Habría que denunciar, ¿eso querías decir? Como era lo habitual en la época que tú consideras dorada. Me habrías puesto en manos del verdugo sin el menor escrúpulo, el padre al propio hijo. ¿A cuántos delataste?»

«¡Cómo te permites hablar en este tono, mocoso!», intervino Philipp, indignado. «¡Al fin y al cabo es tu padre!»

«Déjalo estar», le contuvo Eschschloraque, «yo no retrocedo ante ninguna respuesta. Yo denuncié —para emplear una palabra que considero más adecuada— a quienes estaban contra el sistema…»

«¿Realmente o en apariencia? ¿O “denunciaste” para salvar tu propio pellejo? Por cierto», Albin se volvió hacia Philipp, «no recuerdo haberle invitado a tutearme. No somos poetas líricos ni músicos de la clandestinidad entre los que es habitual tutearse. Yo, por mi parte, prefiero la distancia, o sea, el usted, porque abre terreno desconocido. Quien habla de usted concibe la lírica o la música clandestina como un país con terrenos insondables y no como rincón de provincia donde todos conocen a todos y todos se cuecen en el propio caldo. El que no es capaz de ver que quien habla de usted insiste en la dignidad de su propio campo, porque con ello expresa que no está en absoluto agotado, sólo demuestra que pertenece a una categoría inferior, tanto de pensamiento como de sensibilidad.»

«Eso me suena. ¿Es ironía?», dijo Philipp irónicamente, dirigiéndose a Meno.

Eschschloraque miró atentamente a su hijo con expresión de benevolencia. «Tú conoces la palabra desvergüenza, miras a través del cristal del desprecio, pero no rindes honor a la palabra “investigación” y no te gusta la palabra “enmienda”, hijito. Qué sabrás tú de esa época… Yo no tuve que salvar el pellejo, como lo has formulado tú. Yo fui y sigo siendo defensor declarado del orden creado por Stalin, nunca lo he ocultado. La depravación de los tiempos va en aumento, porque es la depravación de las costumbres, y las costumbres, como la verdura, se deterioran primero en el detalle.»

«Vaya, los detalles. Bonitas palabras. Siempre palabras, señor padre. ¿Qué opinas de los crímenes, para hablar de uno de esos, bueno, sí, “detalles”? ¿O acaso los niegas? ¿La Chistka, las purgas? ¿No las hubo? ¿Todo es propaganda de los imperialistas?»

«No. Los asesinatos fueron necesarios, en su conjunto. Unos tiempos sometidos a acoso no deben dejarse acosar en sus métodos. La Unión Soviética estaba cercada por todas partes, ¿qué iba a hacer el bigotes? ¿Qué habrías hecho tú en su lugar? ¿Esperar hasta que la guerra civil destruyera todo el país? ¿Esperar hasta que los fascistas conquistasen Moscú?»

«Yo habría reflexionado sobre si lo bueno que está escrito en las banderas vale lo malo que empieza a costar. ¡Él mandó matar a los viejos bolcheviques, a los compañeros de los tiempos de la Revolución! A él no le importaba el país, el bien de los hombres, a él le importaba sólo el poder.»

«Su poder era el bien de los hombres», replicó Eschschloraque, impasible.

«¡Pisoteó la idea del socialismo!», exclamó Philipp, excitado. «Edu, ¿estás mal de la cabeza? ¿He ido a dar con una pandilla de locos?»

«Ah, con esto hemos llegado a las repeticiones», replicó Albin, «eso ya nos lo preguntó usted la última vez.»

«Pisotear la idea del socialismo… Puaff, así hablan los niños que no entienden nada de la dura presión de los tiempos, que no saben que la ruptura entre la prosperidad y la adversidad aplasta a los indecisos.»

«¡Escuchad a mi señor padre! De esto se trata: la depravación de los tiempos es tan grande que para mantener y salvar nuestra justicia no podemos hacer otra cosa que con la mano de la dura injusticia y del confuso mal…»

«Cuánto más punzante que el diente de un reptil es tener un hijo ingrato.»

«¿Debería dar las gracias a la mano que me golpea?»

«Tú odias la mano que te alimenta.»

Albin aplastó el purito, encendió otro, al mismo tiempo que ofrecía a todos una pitillera de piel finamente trabajada, pero sólo Judith tuvo ganas de probar uno. «Inglaterra estuvo largo tiempo sumida en la locura, se golpeaba a sí misma: el hermano, ciego, derramaba la sangre del hermano, el padre ahogaba veloz al propio hijo; el hijo, urgido, devino el verdugo del hijo[73]. Tengo una carta. Una carta encantadora, verdaderamente instructiva, una copia de ella, para ser más exacto: la llevo siempre conmigo, aunque no haga falta porque me la sé de memoria. Un documento, escuchémoslo.» Albin se reclinó hacia atrás, expulsó humo y empezó a citar: «Mi hijo nació de una madre música y de un padre escritor, por tanto, según las previsiones de la genética humana, aspirará también al género artístico, y por tanto ha sido mi deber de padre que se preocupa por su bienestar no sólo mostrarle mi amor, declararlo con palabras, sino demostrárselo tomando una iniciativa (una mayoría de ignorantes mostrará poca comprensión; pero nosotros hemos bebido la leche del dragón), una iniciativa que le permitirá vivir junto a mi sombra: lo he repudiado, sin duda se sentirá herido, pero por lo que yo veo, eso no lo ha matado; dolor y sufrimiento: ése es el feliz fundamento del artista; ahora él tiene algo que escribir, no necesita alimentarse precariamente como probablemente habría sucedido si yo se lo hubiera puesto demasiado fácil. Pero eso es lo más importante para un artista: su obra. Así pues, como buen padre, tuve que ocuparme de que tuviera una obra. Él tiene fuerza, y necesitaba algo que llenara de contenido esa fuerza; se lo he dado, y que no parezca amor de padre es una perspectiva pequeñoburguesa que permite inferir falta de visión para lo especial, también falta de visión para la ley y el destino, que yo, no tan románticamente patético, prefiero llamar forma de vida. Sepa usted, apreciado amigo, que no me gusta poner al descubierto estas confesiones, pero hace poco usted tomó una postura como la que toman en ciertos melodramas algunos héroes que blanden la espada y casi siempre desean saber sus nombres (como si eso cambiara algo). Voilà.»

Eschschloraque esperó, nadie decía nada. Extendió los brazos con resignación. «¿Y qué? ¿Qué soy yo? ¿Un chacal que fuma en pipa?»

«Pero si tú fumas cigarrillos. No, no. Tienes razón.»

«¿Me das la razón?»

«Por qué no. A mí no me gustaría tener un hijo como yo. Yo estoy a favor de la pena de muerte, pero odio el estalinismo.»

«¡Qué asco!», murmuró Philipp. «Estáis locos.»

«Ésa es la frase de una persona que no conoce la vida, y no la conoce porque no se conoce a sí mismo, y no se conoce a sí mismo porque nunca se ha visto obligado a conocerse.» No estaba claro a quién se había dirigido Eschschloraque, a su hijo o a Philipp; ambos miraban al vacío.

38. ALISTAMIENTO

… pero el tren arrancó y dejó atrás la relojería de Simmchen, la papelería de Matthes, los reguladores con su tictac de la relojería Pieper, Turmstrasse 8, dejó apagarse el murmullo de las voces de la peluquería Wiener, donde el coronel retirado Hentter, sirviéndose de rulos y cabezas de gomaespuma, reconstruía batallas para unos niños que aguardaban su corte de pelo de 50 pfennigs, y señoras debajo de los secadores hojeaban ediciones amarillentas del Paris Match; Christian no volvió la cabeza para mirar a la calle, pensaba: volveré; Malthakus se inclinó sobre los sellos, series de fotografías de las antiguas colonias alemanas de Nueva Guinea: nombres como Península de Gazelle y Bahía Blanche, el río Emperatriz Augusta y el archipiélago de Bismarck, allí se habían encontrado Corto Maltés y Rasputín con el subteniente Slütter, había contado Siegbert teniendo ante él tebeos de navegantes; Christian cerró los ojos para no ver a los niños que con las mochilas escolares en bandolera trotaban hacia la LouisFürnberg-Schule, pasando por SERO, la oficina de admisión de materias primas secundarias, por el tintineo de las botellas vacías en los cajones de madera contrachapada, por la balanza azul para toneladas en la que uno no podía apoyarse con la mano cuando pesaba los fardos bien atados de periódicos, un mostrador de madera separaba a la clientela de la chamarilera con su bata azul, Christian veía ante él la droguería y a Trüpel, que sacaba un disco de la funda y presentaba a un cliente el disco de sedoso negro, brillante como una chistera y recomendado por el Círculo de Amigos de la Música, aquí lo tiene; el tranvía arrancó, desapareció por la derecha el Hotel Schlemm, donde Ladislaus Pospischil ofrecería viscosos brebajes de intensos colores a viudas que tomaban pastelillos imitando la elegancia vienesa en recuerdo del esplendor de antes de la guerra; quedó atrás el quiosco de la parada con sus números del Filmspiegel, con ejemplares clandestinos de Für Dich y Neue Berliner Illustrierte, con Romy Schneider en fotografía en blanco y negro junto al Deutscher Angelsport y el Sputnik y FF Dabei, donde Heinz Quermann contaba historias divertidas sobre la noche de los famosos en el Circo Aeros; quedó atrás, a la izquierda, el cine Tannhäuser, a esa hora del día no había ningún chaval delante de las vitrinas contemplando los carteles: Hasta que llegó su hora y Simbad y el ojo del tigre, películas que Robert y Ezzo fueron a ver una y otra vez hasta que supieron repetir los diálogos al mismo tiempo que los actores, hasta que supieron lo que era Hiperbórea, donde vivía el misterioso pueblo de los arimaspos; hasta que renunciaron a conseguir con sus navajas de bolsillo el fabuloso lanzamiento de Simbad —su puñal había clavado en el poste del camarote el mosquito hinchado por el jarabe mágico de Zenobia—; quedó atrás el sanatorio, los soldados soviéticos cojeando sobre muletas, los que paseaban con vendajes, la cabeza de escayola plateada de Lenin en el centro del parque del balneario, el edificio de la calefacción con las cintas transportadoras soltando cenizas, el Kuckuckssteig por debajo del laboratorio químico de Arbogast

… pero el tranvía avanzaba, y su padre había dicho «Hasta luego»; Ulrich, «Mucho cuidado con todo, muchacho»; Ina, que por favor no se pusiera a llorar; sólo Anne no había dicho nada y le había preparado una montaña de bocadillos y había ido de la Ceca a la Meca buscando cosas ricas, y Kurt Rohde había garabateado unas líneas en una tarjeta postal que Christian tenía guardada en la bolsita que llevaba colgada del cuello; una postal del delta del Danubio en colores suaves, una melancólica abubilla estaba posada en un árbol y contemplaba el agua y los cañaverales: primero, la vida es breve, y, segundo, continúa; y Meno había dicho: «Come what come may, Time and the hour runs through the roughest day»…, day, day, resonaba en la memoria como campanadas; Christian hundió las manos en los bolsillos de su parka, se escurrió hacia delante para ofrecer más superficie al calor de la calefacción del asiento, quitó del pasillo la bolsa de viaje: había dejado de llover, hilos de agua caían en madejas por los cristales de las ventanillas, los viajeros que subían y bajaban repartían humedad por las ranuras que configuraban el revestimiento del suelo; buscó con la punta del zapato la caja de libros: fascículos de Reclam, relatos de Tolstói, Los Artamonov de Gorki, la Antigua poesía alemana de Meno, algo de la Serie Negra de la Editorial Hermes: él no se iba a embrutecer, él no olvidaría la lengua, eso era lo que más temía: que lograsen pegarle un corte a su cerebro

… pero el tranvía avanzaba, y él pasaba por la extraña experiencia de estar sentado en un sitio en el que aún no estaba presente, él seguía caminando por la Wolfsleite y por la Mondleite y se dirigía a la Casa de los Mil Ojos; seguía oyendo las melodías del gramófono de las hermanas Stenzel, en la Carabela, miraba a Kitty «müllereando», disfrutaba el silencio del parque de Wachwitz, donde octubre pactaba una furiosa paz con la explanada de arena que había delante de la villa romana y con sus ventanas, que no tenían la culpa de que la luz se lanzara sobre ellas con esa prodigalidad, de que los setos pareciesen gatos a la espera, manchados de miel, y de que los rododendros ya hubiesen perdido su fragancia a primera hora de la tarde, seguía caminando por el parque, veía las herramientas del jardín, las carretillas, las bombonas de propano y pensaba en huir: quedarme aquí, estar aquí, guiñaba los ojos: mundo color naranja, los abría: marrón rojizo y ocre se filtraba por las copas de las hayas, las hojas se inclinaban como viseras de diminutos centinelas, con manchas de óxido y firmes, aún flotaban las hilachas del verano y él trataba de retenerlas con las manos extendidas y los dedos muy abiertos, como si fueran un tejido que colgaba de barcos de vapor que navegaban por las nubes, y él pudiese agarrarlo y volar con él como un niño pequeño; pero no podía, estaba sentado en aquel asiento gris, dentro de un coche de los tranvías Tatras checos lacados en rojo y blanco…, y seguía sin embargo allí; se le antojaba que él era la sombra y el otro Christian el hombre de carne y hueso y de sangre ahora congelada (¿lo tengo todo? Orden de alistamiento, cartilla militar, movimiento incontrolado e histérico a la bolsa del pecho, la tarjeta de Kurt tiene ya una esquina doblada), y él, la sombra, estaría unido con el otro en cada punto del cuerpo mediante miríadas de hilos indestructibles pero enormemente elásticos que le arrancarían molécula tras molécula y llenarían la sombra (como con esos nadadores que estaban atados al borde de la piscina con cintas de goma y que nadaban por su carril, avanzaban treinta, cuarenta metros, pugnaban por tocar al menos con las puntas de los dedos el otro borde de la piscina, los brazos giraban como aspas de molino, levantaban un surtidor de espuma, luego los nadadores se resignaban, hacían el muerto y, boca abajo, se dejaban llevar el camino de vuelta; a él, sin embargo, le rompían la goma…)

… porque el tranvía corría, él miraba al Elba, que se abría a la izquierda en amplia curva, más allá la orilla Käthe-Kollwitz, los tres edificios altos delante del Puente de la Unidad, cubos de placas prefabricadas clavados en la silueta del casco antiguo, él caminaba una vez más por la parte antigua, como ayer: la Academia de Arte parecía dejar caer los hombros en el sol blanco metálico, sobre la Ópera Semper se movían en círculo las grúas, la ruina de la Frauenkirche elevaba dos carbonizados muñones al cielo, la Hofkirche yacía como un corpulento pato en posición de través respecto al río y parecía que la asaban dormida en medio del trajín del tráfico mañanero; el Elba, con escamas grises-pardas, semejaba un saurio que se arrastraba perezosamente, y justo ahora el otro, el Christian más real, estaba recostado en la récamière en casa de Niklas en la sala de música chispeante de luces; los padres, Lothar Däne, Trüpel el de los discos, Ezzo y Reglinde, Gudrun, se hallaban sentados a la mesa con el servicio de porcelana de Meissen; el padre de Gudrun barbudo, malhumorado e incomprendido, en la butaca junto a la veranda: invitados de cumpleaños, músicos de la Orquesta Estatal Sajona, estaban de pie en el pasillo y cotilleaban, Robert examinaba en la habitación de los niños el equipo de pesca de Ezzo, Christian estaba sentado junto a Meno, que guardaba silencio como siempre y observaba a los otros; la estufa de azulejos chisporroteaba quedamente, Niklas toqueteaba el brazo del tocadiscos, pasaba un pincel por el zafiro, controlaba el regulador de la velocidad, iba a poner El cazador furtivo de Weber, con el que el 13 de febrero se inauguraría la reapertura de la Ópera Semper, ése era en la ciudad el tema de conversación desde hacía meses

… pero el tranvía se detuvo sólo un momento en la Rothenburger Strasse, dejó salir a los viajeros habituales que iban en dirección a la Sachsenplatz y a Äussere Neustadt, recibió niños de colegio con sus regañonas educadoras, a empleados con carteras y periódicos bajo el brazo, Christian pensó en Muriel, cuyo ingreso forzoso en el taller juvenil se había comentado en el barrio

… y no se detuvo en la Plaza de la Unidad, en el alto edificio de las empresas de transporte y en la Otto-Buchwitz-Strasse, con la oficina central de Correos, en color azul claro, él tenía ganas de apearse sin más y bajar por la Strasse der Befreiung, junto al monumento al ejército soviético con sus heroicos guardias rojos y junto a la Estela de Schiller, junto al reloj de las cuatro bolas y luego ir al Goldener Reiter, tenía ganas, y dejar que la bolsa de viaje continuara viajando tranquilamente en el tranvía, que se ocupase de él quien quisiera; escaparse, sí: por qué no podía él quitarse de en medio sin más (porque te encuentran); por qué tenía que estar allí (porque quieres estudiar medicina), pero ¿no consiguieron estudiar también quienes hicieron sólo año y medio de servicio? (Puede ser, pero existe esa ley que dice que sólo puede empezar a estudiar quien ha cumplido el servicio militar…, ¿qué pasa si no te llaman a filas durante años?); quería ver el Goldener Reiter ahora, y mirar con asombro el agujero redondo en un sitio determinado del caballo de Augusto el Fuerte (¿dónde guardaban el chisme ese?, ¿era verdaderamente de oro?); quería caminar por el Puente de Dimitroff hasta la Terraza de Brühl, y precisamente ahora, cuando se cerraron las puertas del 11 y ya se oía cantar en el otro tranvía, de forma que algunos viajeros dejaron de leer los periódicos y sacudieron la cabeza irritados, recordó la manzana puesta por su madre sobre un plato de porcelana, la última manzana de un, como dijo Anne, impagable obsequio en productos naturales que había recibido Richard como signo de gratitud por el buen tratamiento; una cesta con variedades antiguas de manzanas, impagables porque no se podían comprar en las tiendas; reineta estrella, manzana fresa, capitán rojo, stetine… (Meno la llamaba «deshollinadora», Richard la conocía del huerto de su padre en Glashütte y la llamaba Roter Eiser): a Robert le dio dolor de tripas con ellas porque todavía no estaban del todo maduras; bellaflor amarilla, bota de pomerania, manzana limón; aún crecían en las laderas del valle del Elba pero sus dueños las vigilaban y estaban destinadas al consumo personal; los niños que trataban de robarlas habían de contar con perros mordedores, e incluso Lange soltaba raras veces sus tesoros de frutas (Meno recibía algunos a cambio de libros); aroma, crujir de hojas cuando llegaban las lloviznas de otoño, verde brillante, sabrosos frutos rayados como arlequines en las ramas, Christian recordaba el claro y casi escandaloso rojo de la manzana en el plato, un oblicuo e insípido óvalo oscuro lamía como una lengua la porcelana en la luz de angora de una mañana de noviembre, aquel rojo duro, como satinado; junto a la puerta del cuarto de estar había un jarrón por cuyo borde sangraba un rojo semejante en decorativos conos; de niño, él ponía a veces el oído junto a ese jarrón para oír las voces de faunos prisioneros; y ahora él acababa de salir de la cocina al pasillo y escuchaba, pisaba un sitio del parquet que crujía porque había silencio en toda la casa, ningún gramófono de las hermanas Stenzel esbozaba gestos de almidón y melancolía, ni ruidos de cortacéspedes ni nostalgia del perro pasaban junto a los cristales de las ventanas, Plisch y Plum tampoco manejaban sus palas, nadie rompía el silencio atizando el fuego de la estufa; pensó si cortar un trozo de la manzana y ponerlo en el tostador, o ponerlo en una cuchara sobre la llama de la estufa de gas, como hacía Robert a veces con la miel artificial que raspaba de un cubito de cartón (la miel sabía a cera azucarada), pero volvió a poner la manzana en el plato y determinó recorrer la casa otra vez antes de comer la manzana; aún tenía tiempo

… mientras el tranvía tomaba la curva de Otto-Buchwitz y Bautzner Strasse y se acercaba a la estación de Neustadt, él recorría la Carabela y pensaba en la manzana del plato, que era roja como una bola de billar y que sería igual de fría, además demasiado elegante para volcar sus aromas, cuando se lo ordenaran y de manera total, en la boca ávida, la carnosa fruta crujiría al morderla, quizá quedaría un cerco de sangre marcado por los dientes; la manzana sabría a orgullo, a otoño, más exactamente: a la espumosa concordia entre el cénit y la quietud descendente en la que había transcurrido aquella raphe (ese concepto lo había encontrado en el Atlas anatómico de Leipzig que los estudiantes de medicina, eso les habían recomendado en una carta del decanato de estudios, debían comprar ya antes del alistamiento o del año de prácticas, Richard había encontrado la opulenta obra en tres volúmenes encuadernados en naranja entre los duplicados de una soñolienta biblioteca de la Academia); aquella raphe (a Christian le gustaba esa palabra), esa fuerza que sólo por unos instantes subía afilada como hoja de afeitar y con la que el oleaje de septiembre y de octubre chocaban uno con otro, ese punto preciso en el tiempo (pero no lo era, Stabenow había hablado de difuminación del punto, de elipsis del tiempo y de borrones del tiempo), ese borrón del tiempo, pues, absorbería, de prodigiosos aromas, la esencia del otoño: eran olores (para Christian, el otoño, octubre, el mes de su nacimiento, empezaba con olores: el aroma de piel de monedero antiguo que despedían las laminillas de las setas, el olor a caballos que venía de las hojas húmedas, el dulzor impotente de la fruta metida en los frascos Anker que se hervían en las grandes ollas de hacer conservas), era apresuramiento nervioso aplicado aquí y allá, cruzado por las líneas de un somormujo en la limpia quietud, con temblor soñoliento, de los palacios de Pillnitz, eran escenas que saltaban desordenadamente (estrías de luz, como limones, estrellas de telarañas en los árboles, madera húmeda en las orillas del Elba, lodo y musgo en olvidadas cañerías de la canalización y entre las juntas de las paredes en la Untere Rissleite, el rojo coral de las acafresnas, pavones sobre la madera agrisada, calentada por el sol, de la repisa de una ventana, el silencio, de fina porosidad, ligeramente suavizado en los cantos, de una regadera en un rincón de jardín, pequeños y transparentes camellos de calor, que procedentes de los estriados radiadores, pasando por butacas y canapés, desaparecían en dirección a las grietas de las puertas); y eso que la manzana tenía defectos y «puntos de media», como lo llamaba Barbara: muescas escamosas debidas a alguna malformación o a los parásitos, por tanto él no mordería la manzana sino que la cortaría con un cuchillo japonés, disfrutaría con el agua del corte (el acero se teñiría de azul y sabría agradablemente amargo); él no partía en cuatro la fruta, como lo hacían todos los que había observado él hasta ahora cuando comían manzanas, sino que la cortaba al bies en rodajas del grosor de un dedo (Reina decía que no había visto nunca a nadie cortar así una manzana),

Reina

un generoso hostelero / hace poco me acogió, murmuraba por la escalera del desván, versos escolares, que quedaron en la memoria procedentes de alguna antología, Uhland se llamaba el poeta que había deleitado su sedienta garganta con una manzana,

no pienses ahora

Reina

pensaba y había empezado la lucha con el desván, odiaba de pronto el silencio y el rojo cobrizo de los cabios, las macetas de barro y los salvavidas de corchos de las hermanas Stenzel que a ellas —llevaban además gorros de baño con rosas de goma aplicadas— les servían de ayuda cuando se bañaban en la piscina Massenei, sentía rabia contra los oxidados radiadores que pesaban quintales, junto a la buhardilla de los Griesel, porque allí podían escuchar los recuerdos del polvo y no necesitaban nada; abrió la buhardilla de los Hoffmann, y dentro de ella la maleta de las revistas de cine, cogió su navaja, y la metió en pleno rostro de la Muchacha de Fanö, blanco y negro de melodrama e intensamente iluminado en uno de los programas, vio un nido de avispas abandonado y pensó en la manzana, en el rojo hambriento que parecía absorber los otros objetos de la cocina, bajó al piso, recogió sus cosas, dejó la manzana sin tocar

… y no comprendió durante unos momentos por qué veía allí delante la estación de Neustadt, por qué el 11 iba más despacio y se detenía; vio ya de lejos a los que esperaban en la Dr. Friedrich Wolf-Platz, una masa abigarrada alimentada por coches que iban llegando y por muchachos jóvenes, como él, cargados de bolsas; la masa se aglomeraba delante de los accesos a la estación, y cuando él se apeó, oía ya los gritos y el vocerío desde la parada del tranvía, que estaba separada de la estación por la amplia plaza donde se reflejaba el azul del cielo.

39. ROSA ES EL COLOR DE LAS TROPAS BLINDADAS

¡Camarada soldado! ¡Camarada marinero! Ante usted se abre un nuevo periodo de la vida: el servicio militar activo en el Ejército Nacional Popular. Con su trabajo, con sus estudios, ya ha contribuido a configurar nuestra sociedad socialista. Ahora realiza un derecho fundamental constitucional como soldado, cumple el deber, impuesto por el honor, de proteger fielmente la paz y el socialismo contra todo enemigo.

Sobre el sentido de ser soldado[74]

Centro de Formación Q/Escuela

de suboficiales Schwanenberg, 9-11-1984


Queridos padres: 1000 días, pero los primeros han pasado. De la estación de Schwanenberg nos llevaron, en varios contingentes de 30 cada uno, al cuartel. Sólo había dos camiones, de modo que estuvimos de pie cuatro horas delante de la estación en una explanada empedrada junto a la rampa de carga; nos habíamos sentado sobre nuestras maletas y sacos para que no se mojaran tanto con la llovizna; el suboficial que nos acompañaba había prohibido buscar cobijo en ningún sitio. Yo viajé con el último contingente, ya había oscurecido, y guardábamos silencio (no había que desaprovechar ninguna ocasión de callarse, dijo el suboficial con sonrisa de iniciado); yo estaba sentado en el alerón de carga y podía ver el entorno. En el horizonte, el reflejo de zonas industriales, coladas de altos hornos lamen el cielo, la tierra es llana, aquí parece ser un disco, sólo unos pocos árboles anquilosados están como ateridos centinelas al borde de las minas a cielo abierto. El camión salió de la ciudad, en la carretera había cada vez menos tráfico, luego vi alejarse la localidad de Schwanenberg, como una estación espacial (aunque éramos nosotros los que nos alejábamos, pero yo tenía la sensación de que el camión estaba parado y de que retiraban de nosotros los territorios habitados), aquí y allá algunas luces, faroles de banda de excavadoras de lignito que se mueven como animales prehistóricos, mastodontes que pacen en la oscuridad. En el aire hay un cantar mecánico, interrumpido, cuando son trasladadas las excavadoras, por el chirrido de sus oxidadas articulaciones, hay que acostumbrarse a ello, resuena en el campo y se quiebra por la noche contra el hormigón de los bloques de viviendas de la escuela de suboficiales. Luego, olores, la tierra huele a metal, el aire, a pedernales que se frotan unos contra otros; en Schwanenberg hay una gran fábrica de dulces, y cuando vierten el chocolate, el olor llega en oleadas hasta nosotros, se mete en el pasillo y las habitaciones, se puede incluso distinguir los licores que usan para rellenar los bombones. Porque según la dirección del viento, se posa el polvo de cacao en las mesas, los taburetes, las camas, tan finísimo que no es posible recogerlo.

La escuela está en pleno centro del lignito, en el entorno no hay una casa, un árbol, arbustos sólo a lo largo de la entrada para coches. Un área espaciosa, gris claro, calles de planchas de hormigón casi blancas que son barridas por brigadas con escobas de ramas de mimbre. Ese ruido de rascar el suelo, el canto de las excavadoras en el aire, graznidos de cornejas, los domingos el compás de cuatro tiempos que sale de los altavoces colocados a lo largo de las avenidas del cuartel y los ladridos impartiendo órdenes son nuestra música diaria. Bloques de viviendas, una explanada de maniobras de una hectárea de superficie delante, junto a la entrada (aquí se llama PDC: puesto de control), varios edificios bajos y cuadrados al fondo, torres de vigilancia en las esquinas, alambrada de púas, un seto de flores delante del edificio del Estado Mayor: bienvenidos al Centro de Formación Q Hans Beimler. Después de esperar tuvimos que formar, otro suboficial nos llevó a una sala donde hubo un pase de lista general. Con cada nombre se gritaba la unidad y el número del edificio del alojamiento; yo fui a parar al bloque 1, un edificio cuadrado con cientos de ventanas en la fachada longitudinal y pasillos de cien metros (132 metros exactamente, lo midieron ya hace generaciones) de largo, pavimentados con losas de granito jaspeadas en blanco y negro y enceradas hasta brillar como un espejo. El jaspeado blanco y negro está repartido con más regularidad que en la piel de un dogo y por eso no es bonito. Teníamos que ir solos. No se veía un alma, silencio, luz de neón, en el centro del pasillo una mesa sencilla y dos banquetas, encima un periódico mural montado en tela roja con el título «Especialidad carros de combate / Unidad Fiedler», debajo un horario de servicio en gran formato, un calendario de cumpleaños y una divisa: «¡Cuanto más fuerte el socialismo, tanto más segura la paz!»

Justo delante de mí se abre una puerta, sale un hombre en uniforme de camuflaje y grita que coja la bolsa y le siga. Me lleva a un recinto desnudo, no demasiado grande, con una mesa en el centro, al lado otro hombre en uniforme de camuflaje, de rasgos llamativamente mongoloides, y un hombre con gafas en uniforme de paño, pálido, con cara de pez: Deshaga la bolsa, ordena el pez. El mongol coge la bolsa, probablemente me considera muy lento y la vacía. Ropa interior, una caja de cartón para que yo pueda reenviar la ropa de paisano, mi caja de libros. Y esto qués, pregunta el pez. Hay libros dentro, digo. ¡Ábralo! Se levanta incluso de su silla y se arrodilla delante, porque el mongol ha esparcido los libros hasta bastante lejos, por lo que no me resulta muy simpático. Ante Tolstói, Lev Nikoláievich, el pez se agarra las gafas. ¡A casa, inmediatamente! La caja es antirreglamentaria. Tanto libro no pué leer usté. ¿O le hacen falta pa cagar? El sargento Rehnsen (es el nombre del mongol): El paquete lo da de baja a través de mí. ¿Nombre? – Christian Hoffmann. – ¿Oficio? – Ninguno. Bachiller. – Hummm. ¿Qué hacen los padres? Padre médico, madre enfermera. – Hummm. ¿Aficiones? Leer, pescar, arte, historia. – ¿Ningún deporte? – Ajedrez. – Le gusta hacer chistes, ¿no?, grazna el mongol. – Si uno juega por encima de la red, Rehnsen, puede resultar bien fatigoso, dice el pez. Aquí tendrá usted bastante que hacer, me dice a mí. La flor delicada hay que regarla. ¡Sargento Glücklich! (Entra el hombre que había gritado lo de la bolsa.) ¡Vestimenta para éste! Glücklich brama que recoja mis trastos: ¡Deprisa, deprisa, no está aquí en el parvulario! Glücklich tiene la piel parda, como de goma lisa, y parece un inca, con los apodos estuvimos bastante pronto de acuerdo los bachilleres (llamados también «sacos del día», «trapos», yo prefiero sobre todo el sencillo «mueble»: Oiga, mueble, parece que necesita un poco de barniz, ¿no?). El inca abre una puerta situada en diagonal frente a la mesa del pasillo: ¡Su aposento! ¡Meta la bolsa! Vamos a otra puerta que abre con cuidado: el almacén de ropa. Abre un armario, me arroja un gorro de tanquista, un paquete cerrado herméticamente, una cantimplora, ropa interior, dos toallas marrones de felpa y una sábana blanca de lino, calcetines militares, un jersey de lana verde oliva, máscara antigás, casco de acero, traje protector y dos bolsos de campaña. ¡Quítese la camisa, póngase el jersey verde!, le dice al mueble de dos brazos. ¡Venga, venga, no esté ahí parado, no ha venido aquí a que lo engorden! ¡Agarre sus trastos y marchando al aposento! Cuando suene el silbato, salga de allí. La habitación (n.º 227): pequeña, luminosa, una gran ventana frente a la puerta, una mesa, cuatro taburetes, en la pared izquierda dos literas de dos camas de acero con sábanas a cuadros azules y blancos y una manta gris a los pies, a la derecha cuatro armarios estrechos, sencillos, pardos por la acción del tiempo, junto a la puerta un armario de escobas. En uno de los armarios no hay letrero con nombre; así que sólo éramos tres en la habitación. Miré por la ventana: una tarde gris, abajo la calle central que lleva al PDC, bajo la ventana una franja de césped, detrás de la carretera una serie de barracas de tejado de chapa. A la derecha, la carretera dobla y desaparece de mi campo de visión, en el punto de intersección está la garita del centinela, junto a una puerta con barrera, al lado un edificio para el cuerpo de guardia con el letrero «OdP» (Oficial del parque/Parque técnico). Tras la alambrada de púas, el paisaje de lignito. Cerré la ventana, encendí la luz. Mis cosas estaban tal como las había dejado antes de vestirme. Yo quería meterlas en el armario, pero no sabía si tenía un sentido. Al cabo de algún tiempo oí pasos: llegaban los otros. Agudo el silbido: ¡todos a formar fuera!

Los camaradas están haciendo cola delante del depósito de ropa de Glücklich. Éste les echa las cosas a la cara, berrea El siguiente, el siguiente, ¡venga, arreen un poco! El mongol pasa revista al frente: ¡Escuchen todos! Después se le enseña a cada uno su cuarto y su armario. Ustedes se limitan a colocar sus cosas delante del armario y después vienen inmediatamente a formar como están ahora. Sargento Glücklich, ¡empiece! El sargento Glücklich saca un papel del bolsillo del pecho y berrea: Primera sección, primer grupo: Schnack, Krosius, Lahse: ¡225! Müller, König, Zwieback (aquí se para un momento, cambia una mirada con el mongol: ¡¿Zwieback?! Levanta la mano uno: ¡Aquí! El inca dice: Recién horneado, ¿no? ¡Que aproveche!),[75] Ress: ¡226! Hoffmann, Irrgang, Breck: ¡227! Primera sección, segundo grupo…

Tengo demasiado sueño, de momento he de terminar. Pronto más. Un abrazo a todos, Christian

CdeF Q/Schwanenberg 11-11-1984


… continúa. Baile de máscaras, como llaman aquí a la ceremonia de tomar el uniforme. Silbato: ¡Todos a formar fuera! El mongol lleva en la manga el brazalete rojo con el «SdS» (Suboficial de servicio). ¡Ahora, dirigidos por el sargento Glücklich, pasarán al depósito central V/E (V/E: vestimenta, equipamiento) del regimiento y allí recibirán el resto de las cosas. Nada más terminar, vuelven, cada uno por su cuenta, a la unidad. Sargento Glücklich: ¡asuma el mando! ¡En marcha!

A paso ligero: ¡Marchando, ar!

Delante del depósito de vestimenta del regimiento, una nave en color naranja, de tejado de chapa, esperaban cientos de aspirantes a suboficiales. En la entrada había luz, que sólo iluminaba a los de delante. Los proyectores de las torres de vigilancia pasaban regularmente sobre la cola, que daba la vuelta a toda la explanada de maniobras. Se guardaba silencio, la mayor parte de la gente parecía estar sumida en sus pensamientos (en la medida en que los tenían). Del interior de la nave salía ruido, un golpear, tintinear, retumbar, vibrar y zumbar, de tanto en tanto retazos de la Marcha de Radetzky, distorsión del sonido en los altavoces. Devorador de serpientes, pensé, la nave es una gigantesca boca abierta que se traga la serpiente que forma nuestra cola. Algunos puntos de esa serpiente hacían flexiones de rodilla, otros daban saltitos, los fumadores de nuestra sección, que estaba situada muy atrás, encendían sus mecheros y se ponían unos a otros la llama junto a las manos; el jersey militar apenas calentaba, y hasta que entramos en la nave pasaron más de dos horas. Dentro olía a detergente. El estruendo golpeaba los oídos, eran también ruidos como de guantes de boxeador contra sacos de arena, ese blando y balanceante murmullo. Metros de estanterías de acero, pequeños focos de luz en ellos, curiosamente siempre en movimiento, como si fueran platillos volantes o peonzas. La luz no se movía al compás de la Marcha de Radetzky, que sonaba por una cinta magnetofónica, a veces se ponía a dar vueltas y saltos, como si una llave de contacto tratase de hacer arrancar un coche rebelde, luego pensé en carne de músculos, un bíceps que hace perpetuamente tracciones y al que poco a poco le van saltando las fibras. Los estantes de acero distribuidos de forma laberíntica, confusa, y, en lo que yo podía ver, totalmente abarrotados de uniformes, botas, lonas, cinturones, quepis; junto a un montón de cinturones había un envase de polvos efervescentes que me metí en el bolsillo. Delante de cada estantería, una mesa sobre la que los ayudantes que trepaban por las alturas arrojaban las cosas después que uno les gritaba la talla de la prenda de vestir. Los encargados de dar las cosas iban de un lado a otro. Siempre en tandas de a cuatro: nos empujaron al estante de las botas, allí colgaba una cartulina: ESTACIÓN 1. El encargado susurraba (eso parecía, yo no pude entender nada porque había un altavoz con la Marcha de Radetzky justo encima de nosotros), yo berreé mi talla de zapato, él trepó, sudando y rojo como un tomate, por una escalerilla y me lanzó dos pares de botas por la cabeza. Mi compañero de litera, Irrgang, señaló hacia arriba: allí colgaban bañeras. Eran bañeras con patas de león, las salpicaduras del esmalte blanco pasaban como lluvia de estrellas a lo negro del fondo de la bañera. Yo perdí uno de los pares de botas, estaban unidos entre sí por cordones, me agaché, uno de los que empujaban detrás tropezó conmigo, arrastró a otros en la caída, yo estaba debajo de cinco o seis personas, veía brazos, el peso era cada vez mayor, quizá caían algunos más, entonces vi a Irrgang que daba fuertes patadas en el trasero a algunos, de manera que se quitaron de en medio a cuatro patas. El encargado gritaba: Oiga, lo está bloqueando todo, venga, venga, adelante, siempre siguiendo la raya de tiza, me incorporé apoyándome en los soportes de los estantes, vi la raya roja y seguí avanzando a trompicones. ESTACIÓN 2: Lonas, uniforme de servicio de invierno, abrigo. El encargado de esa estación nos hizo seña de que nos acercáramos a la mesa, lanzó sobre ella cuatro paquetes de lona, metan ahí los cachivaches, me pasó revista y me arrojó a la cara dos uniformes gris piedra («piojos del fieltro») y un pesado abrigo militar, tela gruesa, afieltrada, aquí olía aún más a detergente, probablemente las cosas se habían limpiado con productos químicos. A mí me dio asco, alguien las había llevado puestas antes que yo, pensé, alguien las había empapado de sudor y lo había evaporado por otro sitio. Vuestras cosas van a la lona, tenéis que formar un saco con ella, lleva botones a un lado, y no formen un arrecife de coral, ¡adelante, adelante! ESTACIÓN 3: Zapatillas de deporte, zapatos de calle, quepis, sistema de correas para utensilios y cinturón, varios lanzamientos a la cara. ESTACIÓN 4: Ropa de entrenamiento, chándal marrón, camiseta amarilla de gimnasia, pantalón rojo, los colores del club deportivo del ejército. ESTACIÓN 5: Mono negro para trabajos en el carro de combate, uniformes de campaña. (Uniforme de campaña de camuflaje verde con rayas color pardo.) ¡Talla! M 48. El mono negro, dos uniformes de camuflaje forrados y uno sin forrar volaron por el aire como pájaros del bosque. ¡Fuera de aquí y un poco de ballet, si puedo pedirles, aspirantes a suboficiales! Un pasillo, perforado por varios proyectores, la Marcha de Radetzky cencerreaba tatatan-tatatann-tatatatatannn, ahí el olor a detergente era más intenso que en ningún sitio, Irrgang señaló de nuevo una bañera, sólo que esta vez estaba en el suelo, unos ayudantes metían en ella escobillas de retrete y restregaban con ellas a los aspirantes a suboficiales que pasaban a toda prisa, gritaban «guripas, guripas» y «eso sale por el ojo del culo», se retorcían de risa. Después, a la compañía. ¡A formar todos! ¡Organizad los armarios!, vocifera el Inca. Viene un suboficial al que no conocemos aún. Es, según nos dicen, el «Asubse» (de ayudante del suboficial de servicio). El Asubse levanta en alto una gran cartulina donde hay dibujado un armario ordenado según la norma; cuando ladra, acentúa por igual cada sílaba, de forma que, cuando se da la vuelta, busco involuntariamente entre sus omoplatos una llave de mariposa para darle cuerda. Formamos los armarios: camisas apiladas a cordel, protegecuellos lo mismo, cosas de valor y cartilla militar en un cajón con llave, cubiertos y vaso marrón en el cajón con rejilla de ventilación, uniformes en la percha, casco de acero, gorro de tanquista, máscara antigás (que aquí se llama máscara de protección), bolsas de campaña (llamadas monos) y traje protector (llamado Yumbo) en el armario. El mongol pasa revista uno por uno a los armarios. La mayor parte son vaciados de un manotazo sin decir palabra: vuelta a empezar. ¡Su armario parece una pezuña! ¡A hacerlo de nuevo! ¡Y echando leches! Hay un tiempo como norma, camaradas aspirantes a suboficiales. Pfiff. Todos a formar fuera. ¡Baile de máscaras!, rezonga el Inca. A sacar la ropa del armario que acabamos de transformar laboriosamente en armarios-de-la-norma, el mongol sonríe, el Asubse sofoca a gritos las protestas. Delante de cada alumno de la escuela de suboficiales está ahora la caja de cartón en la que ha de ser enviada a casa la ropa de paisano, inclusive pañuelos, calcetines y zapatos. Al lado está la lona con las cosas del ejército. El Asubse levanta planchas de cartón en cada una de las cuales se ve a un ME (miembro del ejército) que corresponde a la norma. Debe de ser hacia las tres de la mañana cuando nos ponemos a ello. Primera orden: ¡Artículo casco de acero! Estirar la mano derecha, agarrar el casco. Al mongol no le parece lo bastante exacto. ¡Todos en pie! Posición de firmes, la mano en la costura del pantalón. ¡Agachados! ¡De rodillas! ¡Artículo: casco de acero! Estirar la mano derecha, agarrar el casco. Segunda orden: ¡Enseñarlo! Levantarse de un salto, presentación del casco de acero con el brazo extendido. Hay uno que ya está dejándolo caer, entonces el mongol vocifera. ¿He dicho yo nada de bajarlo? El inca recorre la fila, muy despacio, el casco en la mano extendida es cada vez más pesado. Por fin: ¡Deponerlo! Por tanto, de rodillas. Y así con cada artículo. Flexión de rodillas, interrumpida por cambio de prenda, naturalmente conforme a: ¡ritmo reglamentario, camaradas! Hay pocas hombreras, a cada cambio de uniforme tenemos que abotonar las hombreras del uniforme que acabamos de quitarnos. Nos cambiamos de vestimenta, abotonamos las hombreras de las franjas color de rosa. Irrgang, mi vecino, se arma un lío porque las mangas de su mono de trabajo están cosidas, es también una de esas bromas. Asubse Mariposa, entretanto, suelta mucho aire con ruidos. Quizá está furioso porque aún no puede ir a dormir por nuestra culpa. Somos una colonia de albatros que están empollando, tan excitados aletean por el aire las mangas y las perneras de los pantalones. Control. Firmes. Uno de los aspirantes a suboficiales del segundo grupo tiene barba. El mongol, que, como ya nos hemos enterado, quiere ser actor y a quien le gusta aderezar la operación de despertarnos cada mañana para el deporte matinal no sólo con una patada contra la cama, sino también con monólogos de dramas, coge al aspirante por la barbilla, dice eso hace cosquillas seguro, o te afeitas o por ti no doy un duro. El chico se queda parado, no entiende nada. ¡Salga de la fila para arrancar esa barba, usted, cara de retama!

Peluquero. Está en la piscina, que han vaciado para que acoja todo el pelo cortado. Unos soldados gruñones manejan las maquinillas de cortar el pelo. ¡Agacha el melón! ¡Sin moverte! Junto a cada taburete hay una llamada «calabaza reglamentaria» en un palo de escoba, dentro de un dispositivo fijador de banderas. La calabaza reglamentaria es una sonriente cabeza de guripa, en cartón piedra, con la línea de la frontera del pelo marcada con rotulador. Así que yo no habría tenido que ir antes a Wiener. A mi lado pega un grito Breck, mi segundo compañero de cuarto. Es sólo una verruga, tú, sorchi, dice el camarada peluquero y planta sobre el punto que sangra un algodón empapado en desinfectante que saca de una caja de obleas de Karlsbad.

Siguiente estación, el fotógrafo, justo al lado. Nos ponemos detrás de un muñeco sin cabeza, aserrado en sentido longitudinal, al que le han pegado por delante un uniforme de calle con hombreras, camisa y corbata. ¡Meterse en el muñeco, cuello contra el cuello! Foto. ¡El siguiente! En el centro médico nos ponen una inyección antitetánica en el brazo. Los enfermeros no pueden más con tal afluencia y gruñen que habría que gasear a esos aspirantes a suboficiales que retoñan cada seis meses. De vuelta a la compañía. Silbato: ¡A observar el descanso nocturno! Entretanto, son las seis menos cuarto. Cuando nos hemos lavado, nos hemos puesto el pijama y nos hemos dejado caer en la cama, son las seis menos cuatro minutos. A las seis, el inca toca el silbato: Cuarta compañía: ¡en pie! ¡Fin del descanso nocturno!

Éste ha sido el primer día. Hoy es domingo, tenemos un poco de tiempo libre. ¡Abrazos a todos! Christian

CdeF Q/Schwanenberg, 12-11-1984


Queridos padres: ¿Os ha llegado entretanto el paquete con mis cosas de paisano? Fijaos bien en el embalaje exterior, en uno de sus pliegues hay un papel.

Hoy ha sido nuestro «Comienzo de carnaval». Nos despertaron a las cinco de la mañana, después los 10 minutos habituales para lavarse, vestirse, colocar las cosas, formar. Partida con rumbo desconocido. Marchamos a paso rápido a lo largo de una calle, de pronto vino la orden «¡Gas!» (ponerse las máscaras de protección, y así siguieron puestas durante tres kilómetros). Estábamos cargados de los pies a la cabeza con: mosquetón, correaje (cargados con correas, jaja, querido padre, ¿no me dijiste que no exagerase, que eso no era propio de Dresde? El señor Orré también nos lo ha enseñado, pregunta a Ezzo), cantimplora, bayoneta, bolsa, bolsa de munición. Al cabo de tres kilómetros, algunos se cayeron sin más al suelo. Pero eso era sólo el comienzo de la instrucción; vino, primero, el moverse en el campo de batalla: durante hora y media, avanzamos cuerpo a tierra, nos arrastramos y saltamos sobre campos de barro (llovió suavemente todo el día) y estábamos ateridos like storks, castañeteo, castañeteo. Siguió, en segundo lugar, el camuflaje. Eso significaba que había que prender fuego a un periódico para echarse en la cara y en el cuello las cenizas, una porquería. Al mismo tiempo otra vez avanzar cuerpo a tierra, arrastrarse. Yo, fuertes dolores de articulaciones por el continuo contacto con el suelo. (Pero entretanto ya no es continuo el contacto con el suelo.) A cambio, el rostro bien negro. La vestimenta estaba fría como el frío corazón y se diría que impregnada de barro. Pero siguió, en tercer lugar, atrincherar una posición de batalla. Tumbados había que cavar en treinta minutos un hoyo de 1,80 m de longitud, 60 cm de anchura, y 50 cm de profundidad y que debía tener además una determinada forma. No era precisamente un paseo, con toda la carga encima. Mientras cavaba la trinchera pensé que el de enterrador no es oficio fácil.

La tarde estuvo ocupada con limpiar armas, secar y cepillar cosas, y con el habitual correr como desesperados de un lado a otro. Ahora estoy sentado a la luz de la linterna de bolsillo (es descanso nocturno) y escribo; mis compañeros de cuarto hacen lo mismo. El descanso nocturno es la única hora del día en la que ningún silbato te manda salir. Por desgracia es cortísima: ya nos esperan pronto los ejercicios matutinos, 3000 metros en uniforme completo. Ahora tengo continuamente dolores cardiacos y sensación de mareo. Pero puede ser imaginación mía. Cuando hay orden de llevar casco de acero, ese monstruo me produce dolores de cabeza. Entonces simplemente pienso que no los tengo (no hay que pensar mucho durante la marcha).

13-11. Ligero aprendizaje de buceo para nosotros, la cuarta compañía. A paso ligero: ¡marchen!, a la piscina cubierta del objeto (así llaman aquí al cuartel); nos desvestimos, esperamos cuatro horas sentados en el frío borde de la piscina. Luego recibimos una máscara con tubo y un uniforme chorreando humedad, pesado, y, totalmente embutidos en esa ropa asquerosa, tuvimos que pasear un cuarto de hora en torno a la piscina. Eso es un cuarto de hora de hacer esfuerzos para no asfixiarse. Luego, al agua, que estaba helada. Si dejabas entrar un poco de agua en el tubo de respirar (sólo había que sonreír), también podías ahogarte, pese al cordel de seguridad, porque la vestimenta era pesada, además llevábamos placas de plomo en los pies, de forma que los instructores no nos habrían podido sacar tan deprisa de la piscina (tenía 6 metros de profundidad). Bueno, quizá no te ahogarías. El espectáculo debajo del agua era grotesco, brincábamos en el agua de un lado a otro, como grandes embriones negros atados a largos cordones umbilicales, yo me veía como un cachorro al que están adiestrando para ejecutar graciosas habilidades.

¿Cómo le va a Robert en el EOS? ¿Qué nota le dieron en la redacción de casa? ¿Ha conseguido Reglinde un puesto de organista? Aquí hay una MHO (Organización Militar de Comercio que abre los domingos para los alumnos de la Escuela de Suboficiales); allí he visto cartón-cuero, podéis decírselo a los Tietze. Porque Niklas quería obturar la gotera de la sala de música. Si quiere que se lo envíe, tendría que mandarme una caja lo bastante grande, porque aquí no hay cajas. Por cierto, recibo 225 marcos mensuales. Abrazos a todos de Christian

CdeF Q/Schwanenberg, 15-11-1984


Queridos padres: Muchas gracias por vuestro paquete, que llegó ayer. Era justo el momento adecuado, no pudimos comer nada al mediodía, porque teníamos instrucción. Sobre todo las manzanas son importantes, ya hemos dado buena cuenta (a veces me viene eso a la mente: «En caso de un acogedor tabernero…», pero aquí nadie lee a Uhland). Hay raras veces verdura, fruta nunca, pero por lo demás hacemos una vida muy saludable (mucha actividad deportiva). Por eso, madre, si en algún momento me mandas paquete, que sea en lo posible sólo manzanas, zanahorias, un poco de jabón, un salero. Y Barbara que no me envíe la radio (quería escribirle a ella, pero sólo tengo tiempo para una carta), las radios están prohibidas en las habitaciones. A la penuria musical podría ponérsele remedio quizá de otra manera, porque hasta ahora no he podido encontrar en el ejemplar del reglamento interior que tenemos en la compañía ningún parágrafo que prohíba el violonchelo. Pero éste tendría que disminuir de tamaño porque el problema es que el armario es pequeño, y hasta del carro de combate sobresaldría el violonchelo por arriba, por la escotilla. En cualquier caso: si le pongo al señor Violon Chelo el gorro de artillero y le enseño a saludar, podría pasar en mi lugar sin problema alguno, porque sin duda sabrá soltar los zumbidos y gruñidos en el micrófono de a bordo.

Hoy hemos marchado seis horas, ejercicios de maniobras, todo en «estilo rococó» (en el paso de la oca hay que estirar las piernas y levantarlas por lo menos 30 cm del suelo y girar formando pequeños, pequeñísimos lazos). ¡Media vuelta a la derecha, media vuelta a la izquierda, más deprisa, ¡eh, tonto del culo, alce esas bananas de piernas! Después tuvimos misión de trabajo; desde la una de la tarde hasta las nueve de la noche fregar carros de combate, rascar herrumbre, frotar, detrás de cada aspirante a suboficial está el suboficial y lanza pitidos con el silbato. De especial belleza es la zona que rodea nuestro cuartel, pelada como la cabeza de un cosaco, sin árboles, en el horizonte grúas, chimeneas de fábrica, edificios que parecen naves industriales. Aquí el texto de una marcha que hemos de aprender, porque es nuestro himno, el «Himno de los soldados blindados»: «Rosa el color de las armas / que llevo con tanto orgullo / rosa es también el vestido / que tanto me gusta, tuyo. // En los campos saludan pañuelos, / de ellos uno va por mí, / en pensamientos te beso / pronto estaré junto a ti. // En el baile hemos estado / Qué hermosa la noche ha sido, / tú fuiste allí la más bella / y rosa era tu vestido. // ESTRIBILLO: Por el pueblo caminaba / nuestra compañía, / la senda que a ti llevaba / siempre la sabía.»

Lo cantamos todas las tardes, mientras marchábamos para ir a cenar, la melodía da igual, cada uno grazna como le parece bien, lo importante es que sea en voz muy alta. Las otras compañías cantan la misma canción, pero cambian el color distintivo del arma: en lugar de rosa (blindados) ponen verde (servicios químicos), negro (zapadores), rojo (artillería), blanco (cazadores motorizados) o amarillo (transmisiones). La cosa resulta desigual, pero en voz muy alta, eso sí.

A tu pregunta sobre la jura, madre, tengo que dar una respuesta negativa. Nuestra unidad de blindados no puede invitar a familiares porque la capacidad de los restaurantes de Schwanenberg quedaría superada, dicen ellos. Por tanto tengo que remitiros a mis días de permiso. ¿Habéis sabido algo de Muriel? ¿Y es cierto que Ina se ha prometido? Epero vuestras noticias, con un gran abrazo para todos, vuestro

Christian

Hans-Beimler-AZ, Schwanenberg, 19-11-1984


Queridos Tietze: Huele a chocolate, la fábrica de dulces de Schwanenberg produce bombones. La compañía está limpiando la habitación y la sección, lo que significa sobre todo barrer cacao: el viento trae el polvo marrón a través de kilómetros. Pero yo estoy sentado en el retrete y os escribo deprisa estas líneas.

Las peras en dulce han llegado sanas y salvas, muchísimas gracias por vuestras dádivas en el paquete de mis padres. La riñonera que has tejido para mí, querida Gudrun, me vendrá de miedo cuando esté de centinela y en el campamento; ojalá no me lo roben ni me lo prohíban por ser antirreglamentario.

Actualmente nos están instruyendo en las sutilezas de la comunicación dentro del ejército, en especial del sistema de saludos y de maldiciones. Lo hace un sargento al que llamamos el mongol.

Camarada grado de servicio, ¿permite que hable?

Camarada grado de servicio, ¿permite que pase a su lado?

Camarada grado de servicio, ¿permite que me retire?

Camarada grado de servicio, ¿permite que participe?

Pregunta Irrgang, mi vecino de habitación. Camarada sargento, yo aquí tengo una pregunta. ¿Qué pasa si tengo que ir a cierto sitio, y en el retrete de al lado está sentado el camarada teniente? Camarada teniente, ¿permite que participe?

Respuesta del mongol: el alumno fulanito de tal, aspirante de suboficial Irrgang, nunca cagará junto al camarada teniente. No en el Ejército Nacional Popular. Never ever.

Irrgang pide de nuevo la palabra. Tengo ahora otra pregunta. Si me encuentro con el camarada teniente, y el camarada no me permite que hable, ¿cómo puedo preguntar si puedo pasar a su lado?

El mongol se encoge de hombros, continúa con la materia. Practicamos el saludo.

Pide Irrgang otra vez la palabra. Tengo un problema importante. Si me encuentro con el camarada teniente y al lado va también otro camarada teniente, o sea dos camaradas a derecha e izquierda y al mismo tiempo, ¿tengo que llevarme ambas manos al mismo tiempo a la camota?

Esta noche, el aspirante a suboficial Irrgang está activo en la pista de obstáculos.


Querido Niklas, ¿has estado en la Ópera Semper? ¿Cómo ha quedado el edificio? ¡Muchos saludos! Vuestro,

Christian,

que se alegra mucho si recibe correo.

CdeF Q/Schwanenberg, 24-11-1984


Queridos padres: ¿Que Ina está prometida con el señor Wernstein? ¡Cómo es posible! Muchas gracias por vuestras noticias y el paquete. Vaya unos gastos en que os habéis metido. No sé cómo vamos a comernos todo eso en la habitación sin ponernos todos bien gordos. Madre, si quieres enviarme libros, por favor, envuélvelos en el papel que te he enseñado (los envíos que llegan han de ser abiertos para controlarlos).

Hoy ha sido el día de la jura. Después de la ceremonia pública (al jurar he cruzado los dedos), he tenido que pronunciar un brindis, por orden del jefe de la compañía (antes lo revisó por si había faltas e impurezas ideológicas), en la Casa del Ejército Nacional Popular situada dentro del cuartel, después he regresado a nuestro bloque y no he ido con los demás a Schwanenberg, así he tenido al menos una tarde tranquila, me he encerrado en el retrete y he podido saldar varias deudas epistolares. Además ya estuve hace unos días en Schwanenberg cuando tuve que hacer la compra en el supermercado de allí acompañado de un suboficial. Schwanenberg es plaza militar, en su conjunto cuadrada y desnuda. Esas propiedades son las que posee también mi «azotea» desde el «baile de máscaras»; pero los pelos crecen otra vez. Saludos a tía Iris y a tío Hans, también a Fabian. Y cariñosos saludos también para vosotros de Christian

CdeF Q/Schwanenberg, 25-11-1984


Queridos padres: Robert piensa que exagero cuando escribo que sólo los domingos tenemos tres horas de asueto. Nuestro horario es, con pequeñas variaciones, como sigue: a las seis, despertarse, luego ponerse en dos minutos el chándal rojo y amarillo, a las seis y dos minutos salir y formar, ejercicios matutinos hasta las seis y media, entrar en el edificio, lavarse, vestirse, guardar las cosas de deporte antes de las seis y cuarenta, a las seis y cuarenta formar, a paso ligero a la cantina del cuartel, desayuno hasta las siete, a paso ligero regreso a la compañía, entre siete y siete y media hacer las camas, limpiar el cuarto, de siete y media a tres de la tarde, instrucción, metido entre medias el almuerzo (zampárselo aprisa y corriendo, qué remedio), de tres a cuatro limpieza mayor del cuarto y de la sección (cada uno tiene que limpiar una determinada sección, es decir, un espacio determinado), de cuatro a seis entrenamiento general y una instrucción física suplementaria (a los 3000 metros de por la mañana se añade la pista de obstáculos, 500 metros de longitud, con 22 escollos, como los llaman, además levantamiento de pesos con la pesa de 50 kilos, la norma es dieciséis veces, ejercicios con el peso de la cadena del blindado); regreso a paso ligero, no se lava uno, de seis y cinco a seis y veinte, cena, después limpieza diaria de armas y cuidado del equipo personal de protección (máscara de protección y traje de protección), entremedias ver en grupo la Aktuelle Kamera, de siete y media a ocho, entre las ocho y las nueve y media trabajos en el exterior (limpieza de carros blindados, pintar cercas, cuidar el césped —si al mongol le apetece, con las tijeras de las uñas—, barrer los caminos del cuartel), de nueve y media a diez de la noche, limpiar la habitación y la sección, preparar el paquete del deporte, lavarse, recorrido de habitaciones, diez de la noche, descanso nocturno. Las cartas sólo las puedo escribir durante el descanso nocturno o los domingos. Hay sólo un momento del día en el que uno puede relajarse un poco: durante el telediario, que vemos en el salón social, donde normalmente no podemos entrar. Por tanto, se ven al menos una vez al día cosas civiles. Una vez por semana hay ducha, se entra por secciones en una nave llena de duchas, 200 hombres se colocan debajo de 150 duchas y tienen diez minutos para enjabonarse y enjuagarse. Si es que los suboficiales encargados de las instalaciones no se permiten una broma y cortan el agua a la mitad o sólo dejan correr agua fría. Son CL (candidatos al licenciamiento), tienen toda la libertad del mundo; nosotros somos «novatos» y «receptores de órdenes». Os saluda a todos Christian, de camino a la PESUD (Personalidad Socialista Universalmente Desarrollada).


P.S. ¡Como es natural, estoy exagerando, si no, acabaríais creyéndome!

Schwanenberg, 25-11-1984


Distinguida doctora Knabe: Muchas gracias por su carta del 23 del corriente, el larguísimo paquete con el folleto «La salud de tu dentadura», editado por el profesor Staegemann y por usted. Odile Vassas y el doctor Vogel del Museo de la Higiene no han escatimado esfuerzos. El enano Kundi se reconoce muy bien, y lo mismo sus enemigos Dedos Sucios, Pies Apestosos, Nariz Goteante, Oreja Negra y, justamente, Muela Cariada. Cuando penetraban en los jardines de infancia socialistas, acudía Kundi con una ametralladora de pasta de dientes y granadas de esponjas de baño. Creo que todos los colegiales de Dresde han visto los dibujos animados del enano; recuerdo que él comprobaba si se cumplían de verdad sus recomendaciones; veía por un monitor a los niños remolones, tenía un teléfono para informar a las profesoras, y un telescopio mágico. Si lo dirigiera a la Escuela de Suboficiales, podría observar nuestros hábitos alimenticios: nosotros vamos (pero ir significa correr, el paso de carrera es la forma natural de locomoción de los miembros del ejército) al Interhotel. Sentados ante largas mesas de Sprelacart, en taburetes, después de haber sido invitados cortésmente a tomar asiento y a «cumplir con la comida», nos inclinamos sobre la «complecta» (el rancho del ejército en campaña), bebemos una deliciosa infusión sin azúcar que recuerda vagamente el té de menta y a la que se atribuyen, bajo el apodo de «Flaccilín» o de «TéImpo», ciertos efectos tranquilizantes y que nos plantan sobre las mesas, con unas formas exquisitas, camareros de delantales grises; los domingos, si uno se da prisa (y quién no se da), hay para desayunar leche caliente y un trozo de bizcocho. Complecta… ¿Cómo podría describirlos? ¡Oh tú, deliciosa mezcla de pan atómico, papilla cosmonáutica y resistencia frente al agresor! Blanda como goma plástica te quedas prendida, oh amiga de la Unión Soviética, entre los dientes del soldado, le sacias a fondo y te cuidas de poner su intestino al galope. ¡Recibe nuestros abrazos, capullo del gusto!, gritas ya desde lejos, y puedes estar seguro de que nosotros también te amamos. Qué estupendo es estar orondo, fuerte y satisfecho como un grano de pimienta, luego poco a poco convertirse en globo, cantar en sueños tu crepitante canción, descargar sencillamente todo el lastre: entonces se marcha ruidosamente y ya no relincha. Todo fluye, pero la complecta lo hace a monte traviesa por el intestino. Ya su perfume acaricia nuestras narices, se hunde, no absurdamente, en panzas de dromedario, surge entre cucarachas, ronda en torno a las tiras de papel matamoscas, pulsa la balalaica tallada con fiambre de gelatina, susurra dulce canción de amor a través del tubo de escape de un Trabi: y al final no deja caer sino bombas de harina; baila en los congresos de chuletas a la vienesa, destila esencia de rosas y, mientras da unos toques de Agua de la Sonrisa en el dedo gordo del pie, pone en marcha nuestro propulsor del hambre. Compleja es la complecta, un verdadero prodigio, y ningún cocinero con sentido del honor le revelará a usted nunca la receta…

El cartón-cuero (3 rollos) se lo envío en la caja de usted, asimismo un paquete de clavos especiales para el cartón cuero, que la vendedora tenía también en almacén. Por mi padre me he enterado de la muerte del hijo de Staegemann. Mi hermano Robert le debe al profesor Staegemann poder seguir tocando el clarinete, después de aquel accidente de esquí en la Untere Rissleite. El incisivo destrozado fue reconstruido con una técnica occidental (un líquido transparente que se endurece bajo una lámpara; todavía recuerdo qué asombrada estaba usted). Y lo que me escribe sobre Muriel y sus padres también resulta tenebroso. Mi padre me dijo que había que escribir una carta colectiva a la ministra de Pedagogía. Muchos saludos a usted, a su marido (durante el permiso quizá tenga tiempo de hacer una visita al Zwinger, hace tiempo que no he estado allí), a los Krausewitz, al señor Dietzsch y al señor Marroquin, en quien pensé durante nuestra ceremonia de toma del uniforme, llamada «Baile de máscaras».

Suyo, Christian Hoffmann

CdeF Q/Schwanenberg, 28-11-1984


Queridos padres: Vuestro paquete llegó ayer sin novedad, muchas gracias por el esfuerzo y el gasto. Las manzanas ya se han acabado otra vez. Por favor, no metáis en los paquetes nada que huela ni de lejos a Oeste. Tenemos que abrir los paquetes delante de Spiess (así se llama el hombre que se encarga de la vestimenta, del equipamiento, del correo, de lo relacionado con la comida, etc.), y todo lo que huela a antenas que «el adversario» pudiera tender en dirección a inocentes aspirantes a suboficiales queda confiscado, aunque sea un mosquito que venga de allí. Mamá, ¿podrías conseguirme un frasco de loción de afeitar? Pero no Dur, que la hay en la MHO de aquí, mejor dicho que ya no la hay desde que uno de los SC (suboficiales de carrera, que dirigen nuestra formación como conductores) nos puso al corriente de que Dur tiene «revoluciones» (elevado porcentaje de alcohol). Aquella misma noche Irrgang y Breck estaban borrachos y ahora han de cumplir guardias de castigo. En la droguería he visto hace poco varios frascos de tüff, que sería quizá posible.

Ayer fui «cucaracha», es decir, tuve servicio de cocina. Me tocó un lugar siniestro, el llamado fregadero de ollas, el centro del trabajo real de fregado. El servicio comienza a las seis de la tarde, le dan a uno vestimenta higiénica, así la llaman (delantales grises, que tienen curiosos agujeros como de pólvora, quizá de alguna especie desconocida de polilla y que los cocineros usan de vez en cuando como pañuelo de la nariz). Se trabaja hasta las diez. Al día siguiente se continúa desde las cuatro y media de la mañana hasta las seis de la tarde. El fregadero de ollas es el lugar de las sensaciones auténticas. Las ollas tienen apariencia de funcionarios que se han quemado el trasero, ese cierto aire de pantalón tirolés que Meno insinuó una vez, también tienen orejas, fláccidas como masa fina de mazapán, sale vapor, y cuando se las restriega, tiemblan. El fregadero de ollas conoce las exquisiteces de la marmita de frutas mezcladas, que retorna vacía del Interhotel (la cantina que hay delante) y que las cucarachas hemos llenado antes.

Tómese:

150 frascos de frutas en conserva,

una artesa de hojalata con capacidad de 1 m3 más o menos,

el «cocodrilo»: una gigantesca batidora-multifuncional que sostienen dos cucarachas y cuya manivela, que está en el tambor de batir dotado de aspas de batir, ha de ser puesta en movimiento por otros dos. El cocodrilo confiere a las conservas de mezcla de frutas, dentro de la artesa, esa gelatinosa consistencia tan codiciada que a las cucarachas que han de transportar la artesa al Interhotel les reporta las mayores alabanzas, a las que ellos suelen replicar levantando cautelosamente el dedo medio. El fregadero de ollas conoce las ventajas de la manguera de chorro de vapor, llamado también «cobra», ese extraño ser que de vez en cuando siente un deseo irreprimible de libertad y, con un vapor que se escapa entre silbidos, se independiza. Entonces nosotros, las dos cucarachas del fregadero, tenemos que «convertirnos en faquires» y «enseñarle a la cobra los tonos de la flauta», es decir: movernos entre las desenfrenadas e hirvientes danzas de las serpientes y rebajar la válvula de vapor que hay en la entrada del fregadero de ollas hasta que el manómetro de al lado muestre otra vez valores amansados. Sólo el fregadero de ollas ofrece al observador el espectáculo de la «Cucaraccia superdimensionalis», más brevemente, la «Super-Cuca» que busca en sartenes y marmitas, cubas y tinajas, restos de la completa, y eso sin hombreras ni vestimenta higiénica. Quien ve a esos miembros del ejército, tiene que gritar «Mondkalb». Mondkalb es el gran duende de la cocina, un suboficial de carrera, que hace tiempo que cumplió con sus diez años, pero que no se adaptó fuera y regresó arrepentido a su entorno habitual. Él echa con regularidad mocos en las marmitas del potaje, camina inclinado y lleva el macuto de la higiene, en cuyo lateral hay una palanca que esparce «una cosa de ésas». Normalmente tenemos que marcharnos entonces una hora y no podemos entrar en el fregadero de ollas. Pero Mondkalb pulveriza sólo pro forma, las cucarachas están boca arriba en el suelo y se ríen.

Besos

Christian

CdeF Q/Schwanenberg, 2-12-1984


Querido Meno: Hoy es el primero de Adviento, y ya habréis encendido las luces. Te doy las gracias por la oferta, pero no me envíes libros, te lo ruego. En las pocas horas libres sólo me da tiempo a escribir cartas o tengo que recuperar sueño. Yo traje una caja de libros, tuve que devolverla. Tampoco es aconsejable que te vean demasiadas veces con un libro en la mano. Entonces te tildan de «cuatro ojos» y «el cuatro ojos cree que es mejor que los demás». Y a ése está permitido darle «tratamiento especial». Al Pez (así llamamos a nuestro jefe de sección, un camarada teniente) le gusta llevarse a los cuatro ojos por su cuenta ya de noche, después del telediario, a la pista de obstáculos, por cierto, él también lleva gafas, lo que me irrita muchas veces (¿lleva gafas la estupidez?). Entre los mismos camaradas aspirantes a suboficiales también hay muchos que tienen aversión a los libros. Hay «tratamiento especial» desde arriba y desde abajo, estos últimos sirven para la «educación interior» y los superiores lo toleran a la chita callando. Una educación interior de ese género le ha sido impartida hace unas horas al aspirante Burre. Él no pertenece a la cuarta compañía en la que estoy yo (comandantes de blindados) sino a la tercera, conductores de blindados, que duermen un piso más abajo. Mi compañero de cuarto, Irrgang, y yo oímos ruido y bajamos la escalera. Uno de los conductores en ciernes estaba delante de todo el grupo reunido y leía a los demás un poema amoroso que había escrito Burre. Era una poesía cursi, a mí me entraron ganas de reír como a todo el mundo, pero se me pasaron cuando Burre le saltó al cuello al lector. El bajito y grueso Burre fue aplastado por el lector con un par de puñetazos (un extraño ruido, muy distinto al de las películas, donde colaboran los técnicos de sonido), luego Burre fue agarrado por cuatro, levantado en el aire, abajo los pantalones, mientras el lector va a buscar manoplas de trabajo y un llamado «coso» («coño de oso», así llaman al gorro ruso de piel que llevamos en invierno) y grita entre el alborozo de los circunstantes: ¡Panecillo (por lo visto, el apodo de Burre), ahora jugamos a Sigmund Freud! Papá y tú siempre me habéis dicho que debo mirar con todo detenimiento, que he de ser lo más preciso posible, que he de intentar describir lo que veo con la máxima exactitud. Pero yo no vi el rostro de Burre, sólo oí su respiración. Burre patalea y trata de liberar la parte inferior del cuerpo, pero esos cuatro le tienen sujeto. El lector agarra el miembro de Burre con el guante de trabajo, levanta el pliego de la poesía, recita (Oh Melanie, quisiera besarte en la luna…), todos los que están en el pasillo, los otros aspirantes a suboficiales, jalean al lector (¡Menéasela! ¡A ver si Panecillo la levanta! Pero, bueno, ¿dónde la tiene? ¡Puaff, qué cerdo grasiento, apestas como una nutria!), el lector aprieta ahora el gorro contra el miembro de Burre y empieza a «ordeñar».

Yo fui al lector y dije: Déjalo. Él me miró como si no pudiese entender lo que yo decía. Irrgang me ayudó. Te digo lo mismo, camarada: déjalo en paz. Los otros no hacían más que reír, también el lector, después continuó. Él es ancho como un armario ropero, yo como la llave. Entonces dijo Burre de pronto: Oh, yo estoy bastante bien, deja a esos idiotas. Entonces las risotadas fueron aún más fuertes. Por favor no cuentes a mis padres nada de esta carta. Probablemente no tendremos permiso por Navidad, porque nos han asignado una semana de «Complejo de vigilancia I» con ICS («Instrucción científico-social»). ¿Cómo sigue el niño de los Stahl? ¿Qué tal en la editorial? ¿Trabajas todavía con el libro de Schevola? ¡Salve! Te saluda Christian

tarifa militar/Schwanenberg 4-12-84

Querido padre: muchas felicidades por tu cumpleaños +++ Lamento no haber podido comprarte ningún regalo +++ marchamos al campamento +++ sigue carta+++ un abrazo christian

CdeF Q/Schwanenberg, 16-12-84


Queridos padres: Hoy habéis encendido tres velas, y quiero escribiros la carta prometida. Muchas gracias por la vuestra, que me llegó estando en el campamento. Querida mamá. no lo pensé, lo siento, perdona. Tendría que haber reflexionado sobre las ideas que os pueden pasar por la cabeza si veis al mensajero de telégrafos delante de la puerta. Pero yo quería felicitar a papá por el cumpleaños, y para una carta ya no me daba tiempo.

Puede ser que lean las cartas, pero me da igual. Sé que está prohibido escribir tan abiertamente sobre las cosas de aquí. Si vosotros protestáis y preguntan de dónde habéis sacado esta información, probablemente yo tendría problemas. Como si no vieran lo mismo que yo miles de chicos y no lo contaran alguna vez en casa.

Campamento. El día 4 empezó de madrugada, a las tres y media, con «zafarrancho de combate». Silbatos, gritos, jaleo. Estar preparados a ponerse en marcha dentro de un tiempo de norma, manta gris encima de la cama. Marchar a un lugar de concentración previamente indicado, allí esperamos. De pronto el Pez ordena: Toda la sección: ¡media vuelta! Giramos 180º, Pez se pone junto a nosotros, señala el horizonte: Contemplen la salida del sol; algo así es raro. Quizá no vuelvan a verlo nunca con tal esplendor. Cuando apareció el cabo de guardia, la compañía se divide en grupos. Irrgang, Breck y yo formamos parte del grupo de munición. Marchamos al parque técnico; 60 carros de combate, que vienen de no se sabe dónde, han de ser cargados con munición. Trajinamos con cajas de munición. Un carro contiene una dotación de combate de 43 granadas, cada una de ellas pesa 50 kg, 43 × 50 = 2150 kg. Somos diez, o sea, para cada uno 2150 × 60 : 10 = 12 900 kg de carga de granadas. Las granadas han de ser lanzadas «en cadena», dentro del carro las mete un conductor en los dispositivos fijadores. Después de ese ejercicio me he pescado a mí mismo mirando fijo de frente y «respirando», como lo llaman: uno se queda de pie inmóvil y respira. Eso es todo. Los tanques que viajan con nosotros al campamento son transportados en vagones ya preparados en la estación de mercancías. Nosotros viajamos en vagones de ganado, donde el mongol nos permite tumbarnos sobre la paja menuda, en dirección a Cottbus, allí esperamos durante horas, luego continuamos en dirección Frankfurt del Óder. El campamento está cerca de la frontera polaca, el Óder no está lejos. Cuando marchábamos a pie al campamento, podíamos oír el hielo flotante. El campamento está en el bosque, 20 vagones de los años de guerra formando un cuadrilátero, detrás un edificio de piedra para los profesores de conducir y para los oficiales; los vagones son nuestro alojamiento. En los vagones hay una mesa, una estufa (en todas falta el tubo), de cama hace una base de tablas extendidas transversalmente por los dos lados estrechos del vagón. Somos 16, 4 arriba, cuatro abajo, enfrente lo mismo, para cada uno un metro escaso de sitio. En mi sitio había un ciervo volante muerto (hembra), por desgracia yo no tenía nada para guardar y no sabía dónde ponerlo, tampoco podía meterlo en la carta (los matasellos deterioran mucho). Irrgang dice: Dámelo a mí, ese bicho al fin y al cabo es un poco de proteínas, y quién sabe si aquí no nos darán sólo complecta. Polvo helado por todas partes, del techo cuelga el polvo como un bosque de sucias agujas de ganchillo. Al menos hay corriente eléctrica, una bombilla proyecta un cerco de luz. Lo primero es colocar nuestros pertrechos, luego cavamos el retrete de la compañía. Cada hornada ha de hacerlo nuevo cada vez. Para lavarse hay una cañería al aire libre, por supuesto congelada, pero los profesores de conducir han pensado en ello y las descongelan con lanzallamas. El agua viene, mediante una bomba, del suelo del bosque, produce picor en la piel porque es ácida (y naturalmente no potable). Lavarse se convierte así en un verdadero placer: cada mañana, en pantalón de deporte, y por lo demás desnudos excepto las botas, con un estimulante viento frío invernal, formamos delante de los vagones y avanzamos a paso ligero: ¡marchando, ar!, a través de la nieve en polvo a las pilas, en las que el agua está congelada, para lavarnos, trituramos el hielo con el hacha del tanque, y disfrutamos del baño. ¿Cuál es la diferencia entre un zorrillo hediondo y un aspirante a suboficial, después de unos días de campamento? El aspirante a suboficial no tiene agua de Colonia. Cada mañana lo despiertan a uno a las cinco, luego 10 minutos para lavarse, 10 minutos para establecer el «orden interior», desayuno: «Latas C» (C de «campaña»). Luego marchar al entrenamiento que va de las seis de la mañana a las ocho de la noche. Prácticas de tiro con cañón de inserción (se mete en el cañón del carro para poder disparar granadas de menor calibre), con la ametralladora del carro. Prácticas con la precisa granada de mano. Marchamos con los «limones», como las llaman, en los bolsillos de la pernera, hasta un T 34 incendiado que está aquí en el monte, nos encaramamos en su interior, arrancamos la anilla de la granada, salimos un momento a descubierto y arrojamos el «limón» en dirección a un enemigo de clase fabricado con un pino cortado y ya muy magullado por los efectos del limón. Irrgang: ¿Qué hago, camarada sargento menor, si la granada me cae sobre las pezuñas? – ¿Ha quitado ya la anilla?, pregunta el sargento menor Glücklich. – Creo que sí, camarada sargento menor. – ¿Y por qué se preocupa? ¡Ya no tiene que limpiar!

Instrucción en táctica: para eso se va al terreno de tictac. Porque la táctica es tan estimulante como un tictac. Y todo está cerca, sólo un par de kilómetros por el bosque invernal. Avanzar cuerpo a tierra hasta el horizonte, atacar y de vuelta, correr, arrastrarse, deslizarse, escurrirse, combarse, otra vez avanzar cuerpo a tierra, meterse con fusiles de madera en combates simulados, etc., prácticas de conducir blindados. Algo para lo que realmente he nacido. Soy hijo de un ajustador mecánico profesional, soy hijo de un cirujano-traumatólogo, no soy cuatro ojos, me digo continuamente. Soy un mueble, un guripa, ¿y ha conducido un guripa alguna vez un carro de combate? Porque ahí está el acelerador, ahí los frenos, ahí el embrague, para que arranque el motor hay que girar la bomba de aceite, dar antes a la bomba de aceite, luego apretar el botón de arranque, acelerar el motor a 500 revoluciones por minuto, para conducir tienes las dos palancas, una a la izquierda, una a la derecha, para ver, tienes una ranura. Practicamos en un terreno de maniobras de la Wehrmacht, el tanque se balancea como una mecedora, el profesor de conducir, arriba en la escotilla del comandante, grita a través de la radio de a bordo que está conectada con el gorro de tanquista: Escucha bien el motor, tú, chapuzas, acelera, ¿no oyes que va muy bajo de revoluciones? ¡Cambia de marcha, el cambio con doble embrague! Por las escotillas entra agua salobre. La ranura para la ametralladora, cerrada, delante, sobre el cañón, el «preservativo-de-elefante», una funda de goma, para proteger. ¡Iván por la derecha!, vocifera de pronto el instructor. ¿He oído bien? ¿Iván? ¿No luchamos hombro con hombro? ¿No somos compañeros de armas del Pacto de Varsovia? El carro gira hacia la derecha. ¡Ratatatatá!, vocea el instructor. ¡Liquidado! Después de conducir el carro, toca limpiarlo y engrasarlo. Cada trozo de metal se frota hasta sacarle brillo, y un carro de combate todo el mundo sabe que está hecho todo él de madera. Y naturalmente quienes refriegan son los muebles, mientras que los instructores se reúnen en torno a una estufa y toman café.

Montar guardia. Por la noche brillan las constelaciones de invierno, más bonitas que en el reloj de diez minutos de Meno. La luna parece una moneda de un marco, se está dos horas de guardia, el frío sube desde los dedos de los pies, llega al trasero y a la espalda (en torno a los riñones tengo puesta la faja de Gudrun, que da calor), hace temblar los músculos, en la nariz está clavada una navaja de afeitar, y la orina que sueltan los centinelas desde el puesto de guardia forma estalagmitas que surgen de la nieve como raras flores amarillas. El tercer día hubo un «SE» («suceso especial»): el aspirante a suboficial Breck hacía guardia y se puso nervioso cuando en el bosquecillo de delante de la garita empezó a crujir algo. Cuando, tras dar varias veces el alto, el ruido fue cada vez más fuerte (¡agente enemigo!, ¡paracaidista!, ¡vanguardia de la OTAN!), Breck levantó el Kaláshnikov y vació en el bosquecillo medio depósito de munición de balas trazadoras. (Normalmente habría tenido que disparar al aire un tiro de aviso, pero el aspirante a suboficial Breck había hablado antes de la guardia con el consolador de soldados «Dur»). En cualquier caso sólo murió un jabalí. El capitán Fiedler, nuestro JC (jefe de compañía), echó pestes por ese Suceso Especial, pues al fin y al cabo no se puede matar un jabalí sin más a tiros en un bosque del Estado. Pero Pez dice: Bueno, ahora que está muerto, podemos despacharlo. – Fiedler: ¿Ya lo ha hecho alguna vez, camarada teniente? – Pez: No. Pero habrá algún cocinero entre los alumnos (pero no lo había). El sargento Rehnsen: Tenemos que espetarlo con un asador. El inca: ¿Y cómo? Yo ya he mirado, el culo está cerrado, ¿y de dónde vas a sacar aquí un pincho de asar? – Rehnsen: Lo echamos en una marmita y lo guisamos. – ¿Y de dónde sacas una marmita? ¿Y las cerdas que tiene el jabalí? Breck, usted, cerdo, usted restriega este cerdo silvestre hasta que la cosa funcione. ¡Y ustedes, Hoffmann, Irrgang, hagan alguna propuesta en lugar de sonreír como imbéciles!

Así pues, ¿cómo asan en el bosque un jabalí quienes tienen hambre y ni la menor idea? Alumnos de la escuela de suboficiales cavan un hoyo, cortan leña y apilan los trozos en el fondo del hoyo. Luego se acercan carros, uno se pone a la derecha de la zanja, el otro a la izquierda. Breck, Irrgang y yo nos ponemos guantes de trabajo y tratamos de raspar las cerdas. Fracaso, demasiado resistentes. Así pues, Pez pone encima el lanzallamas. El jabalí parece ahora un felpudo asado. Le ponen un lazo de acero al cuello y un gancho. Se tiende un cable de acero, como los que tiene todo carro de combate, entre los dos «potros» que han avanzado hasta allí, el gancho se cuelga del cable de acero. Luego se enciende el fuego y se asa el jabalí, al cabo de media hora el cable está al rojo. El jabalí está lleno de parásitos ahumados. Pez mete su bayoneta en la carne y saca algunos. No sé quién ha comido del asado, yo tengo guardia otra vez, escucho los lejanos hielos flotantes del Óder.

No tendré permiso de Navidad. Nos han asignado el «Complejo de vigilancia I», eso significa hacer guardia y, alternando, ICS (Instrucción científico-social o «iluminación con luz roja»), hasta la noche de San Silvestre. Aquí, donde dormimos, se va posando poco a poco polvo de cacao en las cosas dispersas y sucias del campamento (a pesar del frío y del viento de dirección desfavorable tenemos la ventana abierta de par en par). Estoy sentado en medio del desorden y el alboroto y termino esta carta con un fuerte abrazo. Christian

40. EL TELÉFONO

El Viejo de la Montaña no decía nada mucho rato cuando sonaba en su casa el teléfono y Londoner estaba al otro extremo de la línea, lo que Meno deducía por diversos síntomas: involuntariamente se ponía tensa la espalda de Altberg después de descolgar y de haber murmurado su nombre, y eso no le ocurría cuando hablaba por teléfono con Schiffner o con un colega. Al contrario, entonces parecía hundirse aún más en sí mismo, el rostro se le arrugaba como si anticipara un reproche, un ataque camuflado como reproche, y asimismo el enojo que eso le produciría; hacía, por así decirlo, acopio de enojo, con el fin de invalidar, comparado con lo que ya había anticipado él mismo, lo que viniera de desagradable por el teléfono. Y de ese modo mantenerlo dentro de unos límites. Quien se prepara interiormente, cuando, por ejemplo, va al dentista, a pasar tres horas de los peores tormentos, para ése la media hora en la que el chirrido del torno muchas veces es, en efecto, muy fuerte, pero muchas veces también decrece, es algo casi irrisorio; Meno pensaba: un gorrión contra el que se disparaba con cañones, aunque no se quería oír con demasiada frecuencia a ese gorrión, porque era un gorrión bastante robusto. En lo que concernía a las llamadas de Schiffner o de colegas poco apreciados, el Viejo murmuraba en el auricular su «sí» o «sí, sí» o «sí, claro», o «sí, sí, sí, está clarísimo» como fórmulas mágicas, se ponía de perfil ante Meno, y, sin embargo, cuando Meno quería marcharse de la habitación, se lo impedía, hasta parecía ponerse furioso por ese ademán: dejaba caer la mano abierta y extendida, como una prensa, y sacudía con fuerza la cabeza, lo que Meno interpretaba como una especie de orden de que se quedara sentado allí, orden que él, aunque de mala gana y con inseguridad, obedecía. El Viejo ni siquiera toleraba que Meno, ya que no podía salir de la habitación, paseara un poco por ella hasta lograr mantener una mínima distancia decorosa y, entre los libros de las estanterías de la pared, pudiese ponerse a hacer crujir las hojas y a mirar el papel con una expresión de tan embelesada intensidad que al menos la empleada doméstica, caso de que entrase por casualidad, no recibiera una impresión desagradable. Meno intentó una vez esa maniobra, y entonces el Viejo cubrió el auricular con la mano y miró a Meno fijamente y con desconfianza; cerca de las librerías estaba el escritorio con las hojas del manuscrito formando una pila del grosor de un ladrillo, con una batería de tarros de goma de pegar y una bandeja para recortes de papel, y las palabras del Viejo, dichas con una sonrisa pero en tono cortante, «señor editor, ahí no hay nada que le interese», habían hecho regresar a Meno a toda velocidad a su butaca. Si llamaba Schiffner, durante la conversación telefónica Altberg enrollaba en el dedo el cable revestido de torzal, pero a veces se olvidaba y de un tirón arrancaba sin querer la clavija del enchufe. Si era un colega el que llamaba, Altberg paseaba inquieto por la habitación y con cada vuelta se inclinaba un poco más, como si los puñetazos pudieran penetrar en la cavidad estomacal a través del auricular, hasta que, en la medida en que lo permitía el cable del teléfono, se arrastraba por el cuarto como en la caza al acecho. Por qué Meno tenía que estar presente durante esas conversaciones telefónicas lo vio él claro cuando el Viejo le tomó una vez aparte con aire de conjura y cogió de la repisa de los utensilios de farmacia un gran frasco marrón: «El tapón, querido Rohde, cierra con centésimas de milímetro, con tanta precisión está afilado, pero usted puede moverlo…, mire» y empezó a girar el tapón dentro de la botella, lo que producía, con el frote del atornillamiento, un terrible chirrido que Altberg llevaba, con habilidad y con sonrisa de iniciado, hasta estridentes alturas, «cuando yo le haga una seña, usted empieza con ello, por favor, se pone justo a mi lado y empieza a girarlo hacia la izquierda», y cuando se produjo una llamada para la que Altberg reservaba ese tratamiento, Meno empezó a entonar un «chirric, chirric», agrio como un limón, mientras que el Viejo, con semblante y ojos concentradísimos, como si fuera el canto del cisne de un actor, imitaba los ruidos de una máquina de coser rota, acompañados de chasquidos de la lengua contra la mejilla, de suaves ronquidos y gruñidos socavados metálicamente, y se interrumpía una y otra vez con un desesperado «¿Me oye usted? ¿Oiga? ¿Sigue usted ahí?», gritado contra el techo de la habitación, antes de que Altberg finalmente, con cara de satisfacción y de agotamiento, apretara repetidas veces el interruptor.

El «no decir nada», cuando Londoner estaba al teléfono, quedaba cortado tras un largo minuto por un «bien» o «interesante» o «¿lo sabes por él? ¿Por él, personalmente? Oh, por el teléfono de arriba», y eso sacaba a Meno de sus reflexiones —a la segunda o tercera de esas llamadas, después de haber hecho acopio de observaciones y haber precipitado conclusiones— sobre cómo sabía él que era Jochen Londoner el que hablaba con el Viejo de la Montaña: éste también podía tensar la espalda en otras conversaciones telefónicas, mantener largo tiempo en silencio el auricular pegado al oído, también en otras conversaciones pasaba la mano nervioso por el batín o, cuando llevaba chaqueta, por los bolsillos, para comprobar si las vueltas estaban bien puestas, llevarse el auricular, al descolgar, al oído izquierdo, y después de un segundo pasarlo al derecho; quizá había junto a ese elemento común: cambiar de oído después de descolgar —Londoner hacía eso cuando recibía una llamada oficial o incluso sólo oficiosa—, otra serie de analogías de los dos hombres al hablar por teléfono y que a Meno le hacían deducir supersticiosamente: si uno hablaba por teléfono como el otro, y por tanto, si uno mostraba las mismas peculiaridades que el otro, significaba que había de tener al teléfono al otro: lo cual carecía de lógica, pero en el caso del Viejo de la Montaña, para asombro de Meno, era cierto. Precipitar conclusiones: Meno utilizaba para él ese concepto químico, porque le gustaba hacer uso de la combinación de observar y concluir para ordenar un experimento en el que una sustancia era enriquecida poco a poco y con prudencia para, con otra sustancia —con otra observación—, dar una combinación que, una vez sobrepasado un determinado punto de concentración, aparecería —se precipitaría— en la solución. El Viejo de la Montaña había colocado de modo bien visible, delante, en el centro de una pared de la habitación, una mesita de teléfono; en casa de Londoner, el teléfono, más exactamente, el «teléfono de abajo» en la denominación familiar, destacaba de modo parecido en el recibidor. Esa posición destacada tenía dos caras, y Meno no sabía bien por cuál se había decidido Londoner cuando determinó colocar la mesita tan lejos, en el recibidor ya muy reducido por una enorme cantidad de libros, de forma que no pocas visitas, sobre todo cuando era ya tarde y se había disfrutado de la excelente colección de vinos de Jerez y Oporto de Londoner, tropezaban con la mesita, aunque el teléfono aún no había sufrido daños: era un pesado aparato oficial, con un disco de marcar muy sobresaliente, y en tales casos caía sobre un cojín colocado precavidamente por el ama de casa. Así era la costumbre en casa de los Londoner, la mesita no cambió de sitio.


Vanidad no era, escribía Meno, en todo caso no sólo, porque la mayor parte de las visitas que entraban en contacto de esa manera con el aparato también disponían de uno y se asombraban de la extraña costumbre de Londoner, y aunque yo no subestimo en modo alguno el talento de actor de mi exsuegro —le gustaba todo género de espectáculo teatral, amaba el vodevil y Shakespeare, al que analizaba en el original, una pipa inglesa entre los labios, con esa tendencia a sistematizar, a crear orden, y con la valentía de atacar fortalezas que parecen inexpugnables, cosa que en el país le había hecho adquirir cierta celebridad, había conferido a su palabra, que, frecuentemente impresa, resonaba en el oído de los poderosos, un peso específico; aunque le gustara soltar yambos de dramas y al hacerlo sus ojos despidieran rayos centelleantes de pasión o el terciopelo de la caricia, e invitara a Eschschloraque, el clasicista y mariscal socialista de la medida, no sólo a uno de los inevitables cócteles de Roma Oriental, sino también a hacerle una visita privada para deleitarse en la lectura de alguna pieza con reparto de papeles: sus propias dotes histriónicas yo no las tengo en tan alta estima como para pensar que él podía fingir ante la visita desconcierto, o incluso ligera vergüenza, por la circunstancia de que él, Jochen Londoner, tenía el privilegio de poseer un teléfono propio, cuando en realidad no se habría sentido confuso «ni por asomo» —habría dicho él en esa situación—; pues sí sentía confusión, y por eso precisamente ponía el teléfono tan bien visible en el recibidor, como un nuevo rico se pavonea exhibiendo su dinero —aunque éste desde luego no por sentirse confuso—, lo ponía en el pasillo para decir con ello: así son las cosas, sí, tengo teléfono, lo siento; pero como lo descubriríais mucho antes si lo hubiera colocado discretamente en un rincón —porque diríais entonces: Ah, dispone ya con tal naturalidad de su teléfono que se puede permitir hacer como si nada—, mejor era ponéroslo directamente delante de las narices; por tanto, disculpadme que me hayan asignado este condenado cacharro. Para ser una turbación fingida se tocaba con demasiada frecuencia el labio superior cuando venía visita e Irmtraud se ocupaba de colocar bufanda y abrigo en el perchero; levantaba con demasiada frecuencia la mano para —¿reflexionando sobre algo, recordando algo?— tocarse la frente y dejar el teléfono a la sombra de su chaqueta de tweed, que el sastre Lukas había cortado de HarrisTweed inglés y confeccionado en varios ejemplares iguales. La eminente situación de que hacía gala aquel teléfono de abajo delante de la pared quizá estuviese concebida sólo como una especie de cebo que debían tragarse observadores hambrientos y ávidos de sensaciones, al atribuir a Londoner vanidad y primitivo orgullo: ¡Hala, ahí tiene por fin su teléfono, ya lo ha conseguido, y para presentárnoslo a los demás adecuadamente, lo planta en el recibidor, para que uno se dé en la espinilla con él! ¡Así que él necesita eso!, un cebo con el que desviaba la atención del segundo teléfono, mucho más importante, el de arriba, el de su despacho, que no funcionaba con la misma línea que el de abajo —en cuyo caso, si hubiera querido llamar desde arriba, habría tenido que desenchufar el cable del teléfono de abajo—, sino una línea y un número de teléfono aparte que conocía muy poca gente. Él no se daba importancia, eso me parecía a mí, se ponía incómodo y nervioso cuando estaba conversando y arriba sonaba el teléfono; nos había prohibido estrictamente a Hanna, a Philipp y a mí llamarle en privado al teléfono de arriba. Para eso estaba el aparato del recibidor. Éste pertenecía al reino de Irmtraud: ella era la que lo cogía, de ella era la voz que se oía; cuando era para Jochen Londoner, había que llamarlo y, según el estado de ánimo o según el nombre que Irmtraud pronunciaba tapando el auricular, decir que no estaba en casa. Vacilo, releo las líneas anteriores y no estoy seguro de si sobrestimo a Londoner, de si las piruetas psicológicas que tratan de perfilarlo no circunscriben en realidad a un fantasma, pues ¿por qué él, que conoce las sutilezas de los sonetos del cisne de Avon, él, tras cuyos ojos castaños de cálida mirada, cercados de lagrimales notablemente marcados, hay tanto marxismo y tanto saber vivir inglés, por qué no va a ser vanidoso, nada más y nada menos? No pesques peces en los árboles, solía decir mi padre. Porque el modo como Londoner recogía los periódicos, cuando sonaba el timbre característico del aparato RFT verde, la manera de levantarse de la mecedora en la que, envuelto en una manta, había, más que leído, murmurado entre dientes los artículos, haciendo comentarios y prolongadas consideraciones, citándoles a los otros que estaban en la habitación, lo quisieran o no, el mal alemán de los periodistas, el modo como apartaba deprisa los periódicos —al mismo tiempo que echaba hacia delante la mecedora y extendía los brazos guardando el equilibrio como un nadador que se tira de cabeza al agua— y corría como electrizado hacia arriba, como si de esa llamada dependiera el mundo, o quizá incluso Dresde: todo eso era síntoma de avidez, la avidez con que los drogadictos ansían el objeto de su drogadicción, una avidez asombrosa, quizá incluso asustada de sí misma; la manera como la mecedora seguía balanceándose bastante tiempo hasta que Irmtraud o Hanna se hartaban: la mano que surgía teatralmente de la penumbra de la habitación y paraba la mecedora, de manera que el silencio se intensificaba y adquiría un tinte opresivo, la mirada angustiada de Irmtraud que ella trataba de disimular, la desafiante tosecilla de Philipp y la fruición con que contaba sus chistes —ah, por cierto, Meno, ¿conoces éste?— precisamente entonces, cuando el silencio era más hondo y, así lo sentía yo, más vulnerable, como si fuese una superficie blanca en la que apareciese, negro, un fallo judicial; Irmtraud ni siquiera se atrevía a seguir leyendo los folletos del Partido sobre el curso académico o alguna de las publicaciones de Philipp: ella no tocaba nada durante esa llamada telefónica, como si el jerez fuese un premio que seguramente no merecía, cosa que le había recordado el sonido del aparato e, independientemente de eso, complicadas acuñaciones psicológicas que en general, en el día a día, se olvidaban como malos sueños que al despertar, alegre y con la tranquilidad del día que comienza, se sacude uno de encima hasta que se descubre sobre la cómoda del recibidor un objeto del sueño; cómo regresaba después Jochen Londoner, el rostro impenetrable, la mirada indiferente, cómo iba a la cocina, para echarse un vaso de agua que bebía a sorbos, disimulados como un probar, saborear, observar las gotas que se formaban despacio en la embocadura del grifo, cómo retornaba al cuarto de estar sin preocuparse del silencio, de Irmtraud, que había dejado la copa de jerez, de Hanna o de Philipp, que jugaban el mismo juego —¿pero era un juego?—, cosa que a mí me dejaba asombrado cada vez; Hanna contemplaba la mesa, Philipp había levantado el mentón, y los chistes —estupendos chistes judíos que, pese a la mirada de reproche de Irmtraud, me hacían reír durante el tiempo del silencio, lo que Irmtraud interpretaba quizá como una bofetada, pero esos chistes, sobre todo los de rabinos, tenían una gracia extraordinaria—, esos chistes Philipp los había eliminado de modo decidido, como enfadado consigo mismo, cuando su padre retornaba a la habitación, y la manera como se acercaba Londoner a la mesa, se sentaba, no en la mecedora sino junto a su hijo en el sofá, mesuradamente, las anchas manos sobre las rodillas, doblando las piernas: eso se podía calificar —así lo pensaba yo en minutos más reposados— de vanidad, y también todos aquellos carraspeos y juegos de músculos faciales venían a indicar que la conversación que acababa de tener lugar en el «teléfono de arriba» había sido de enorme importancia


A diferencia de Londoner y de su mujer, el Viejo de la Montaña decía su nombre al teléfono: Irmtraud Londoner, cuando cogía el teléfono de abajo, decía «al aparato», y nada más, y Meno se preguntaba cómo podía saber ella que el interlocutor sabía que era ella la que decía «al aparato»; Jochen Londoner, cuando cogía el teléfono de arriba, no decía nada, como Meno sabía por Hanna, se limitaba a cogerlo y guardaba silencio ante el auricular. Meno no había podido averiguar jamás el motivo de ese comportamiento, tanto Jochen e Irmtraud como Hanna y Philipp habían esquivado la pregunta. Al teléfono nada de nombres, nada de papeles con direcciones. Y menos aún: dejar por la casa papeles con direcciones; las cartas van oficialmente a través del Instituto, de la secretaría, de la Academia, y se redactan con el tipo de máquina de escribir más extendido, la escritura a mano prácticamente no existe y se considera signo de gran confianza, pensaba Meno; el único apunte a mano que he recibido en mi vida de él ha sido una invitación de Navidad: Tú eres de la familia. Hanna está en Praga, Philipp vendrá también, y hemos invitado a Altberg, que parece que estará solo. Nos ha prometido una sorpresa.

«¿Quiere usted de verdad invitarme a su casa el día de Navidad? Señor Londoner, yo no sabía… Oh, entonces estoy en deuda con usted», dijo Altberg, y Meno sintió irritación porque de pronto emplease el usted, hasta que comprendió que Altberg hablaba por lo visto con Philipp, «pero su padre ha…, ajá. Sin embargo, compréndame…, ¿puedo hablar con él? Hummm. Para mí es un poco embarazoso, me viene de sopetón, sabe usted, por supuesto que se lo agradezco mucho, eso puede…, ¿cómo? En eso tiene usted toda la razón… ¿Les transmitiría usted una cosa a sus padres?» Entonces Altberg expresó —Meno no quería observarlo en ese momento, pero sentía una extraña satisfacción viendo a Altberg en tal situación, de manera que se quedó allí sentado—, Altberg trató de expresar, esforzándose por encontrar la palabra adecuada y, como no la encontraba al instante, procurando atraparla con muchas redes retóricas: si Philipp sería tan amable de transmitir a sus padres su decisión, la decisión de Georg Altberg…, es decir, no, decisión sonaba inadecuado, demasiado benevolente, Philipp ya sabía y sin embargo iba a pensar, como condescendiente… Él trabajaba en esos momentos en una historia en la que salía un mendigo, naturalmente no de aquí y de ahora, porque cómo iba a haber mendigos en nuestro país, pero en su libro salía uno de ellos, y qué bonita disonancia sería hacer que ese mendigo se decidiera a aceptar la limosna amablemente ofrecida; ¿estaba trabajando su padre o había tenido que ir con urgencia a la Academia? En cualquier caso quería comunicarle su intención, «hummm», sonrió Altberg y se rascó la cabeza, que mientras iba y venía había mantenido en posición oblicua, «hummm… Mi intención, santo Dios, olvide deprisa ese desliz verbal, querido Philipp», el teléfono era una cosa bien extraña, bien mirado, se hablaba en el auricular a otra persona que era todo voz y cuya apariencia física había que añadir mentalmente a esa voz, lo que no siempre funcionaba de modo satisfactorio, Philipp sabía naturalmente que no era desde luego su intención, de él, de Altberg, es decir, lo era por supuesto, pero no se proponía que en la seguridad en el triunfo que era la suave connotación de esa palabra… «proponerse…, Altberg, santo cielo, qué pomposo te has puesto otra vez», extendió la mano y abanicó un poco en torno al auricular, como si pudiese aventar la palabra desagradable para él, pero ya dicha y oída por el interlocutor, descomponiéndola en pequeñas partículas que no permitiesen reconocer su forma originaria, «eso significa, sencillamente, que quiero, es decir, que me gustaría… ¿Le diría usted que iré?»

Meno estaba demasiado metido en sus propias cavilaciones para interpretar la mirada y el silencio de Altberg, después de haber colgado el teléfono, como relacionados con él; era una de esas miradas escudriñadoras detrás de las cuales transcurren circuitos mentales que buscan algo y de pronto lo presentan, como posible respuesta a la pregunta no pronunciada; era el silencio que sabe que él es la última barrera antes de una palabra no meditada, por haber sido dicha con una confianza demasiado apresurada, el silencio ante la inseguridad de no saber hasta qué punto el otro es lo que parece ser, y si no sentirá uno un hondo arrepentimiento por haber pronunciado la palabra que ahora está metida, bien guardada, en lo hondo de la complicada maquinaria que la acuñará convertida en lenguaje y en voz; no se sabe si merece la pena seguir ese primer impulso de dejar salir enseguida tal palabra y si la palabra acuñada, una vez pronunciada y devenida irrevocable, se torna moneda que corrompe al guardián de la puerta del otro silencio, o paga de Judas para el traidor desconocido que está en el propio interior y que abandonó por un breve y peligroso momento su excelente camuflaje. Meno veía interiormente a Londoner sentado ante el escritorio y escribiendo unos extractos, junto a él un papel con nombres que comparaba unos con otros y también con elucubraciones que uno hace mirándose las uñas de los dedos; veía que Londoner, ante el nombre de Altberg, quizá ya había llevado la mano al teléfono, pero la dejó un momento en el aire para llamar después a Philipp y pedirle que transmitiera a Altberg la invitación, y, cuando Philipp se marchó del cuarto, Londoner quizá se había quedado sentado allí, con las piernas cruzadas y, con fría deliberación, se había dado unos golpecitos en el mentón con la punta del lápiz provista de goma de borrar, durante unos segundos, antes de romper el papel en trocitos en los que ni siquiera eran ya visibles las letras de los nombres.