21. LA CARABELA

La Santa María tenía velas latinas con cruces rojas, la Niña era de grueso vientre, encogida sobre la línea de flotación como un sable turco, Robert decía: Ésa flota sobre la panza, y luego llegaron los barcos de Magallanes, espuma que golpea con fuerza en la proa, vergas destrozadas en las latitudes tropicales, Roaring Forties, mástiles corroídos por la sal y aparejos deshechos; Magallanes con el catalejo en el alcázar de popa, y era la nada lo que él miraba, la nada, explorada por España y Portugal, de escollos azotados por el oleaje, de bahías muertas, agujeros negros que tragaban continuamente horizontes, soles, lunas, signos del zodiaco, sobre el mar arrugado por el viento, y sin embargo Magallanes daba la impresión de ser un hombre que tenía tiempo, eso le parecía curioso a Christian, y observó largo tiempo a aquel capitán general, cómo daba la vuelta al mundo en un póster que él tenía enfrente de su cama. Aquel viaje era una cuerda colocada en torno al globo terráqueo, el ecuador un cordel que mantenía unido el cuerpo de la esfera terrestre en su punto más grueso; una vez dada la vuelta completa, a partir de entonces hubo fronteras. Y junto al barbudo navegante saludaba Gagarin, un hombre en una cápsula espacial, y también él había rodeado la tierra con una cuerda invisible. Los colores ya un poco desvaídos, cuántos años tendría esa foto, ¿la habían recortado de una Armeerundschau, del Sputnik? Ornella Muti y Adriano Celentano a su lado; fotos del Filmspiegel, La colina de las botas, con Terence Hill, de ojos, como decía Ina, perdidamente azules; el capitán Tenkes, el héroe de la libertad húngaro. Durante un momento, el tictac del despertador, en una repisa de la pared sobre la cabeza de Christian, era tan fuerte como el clac-clac del metrónomo, tac tac tac, o era la pata de palo de un bucanero que iba y venía por la cubierta de su pequeña embarcación y tenía la vista clavada en La Tortuga, con un taimado papagayo sobre el hombro… En La Tortuga, la isla misteriosa frente a las costas de Venezuela, tenía que hacer calor, tanto calor como en esa cama: Christian se desembarazó del edredón y se puso el brazo sobre la frente. El domingo por la tarde había venido el doctor Fernau, le había auscultado y golpeado con los dedos ya ensanchados de cien mil golpecitos —el dedo plesímetro, el medio de la izquierda, y el dedo percutor, el medio de la derecha, como explicaba Richard (y nadie entendía)—, y todos los dedos de Fernau tenían un vello cerdoso, habían palpado a Christian, o más bien, lo habían amasado, lo que dolía bastante en los músculos, de manera que Fernau frunció el entrecejo y le reprendió: «¡Haga el favor de cerrar la boca!», para seguir amasando impasiblemente, examinar los ganglios linfáticos, procediendo ahí con inesperada delicadeza, de forma que Christian, que se había preparado a la falta de aire, tragó de puro asombro. Luego el doctor Fernau se rascó el hirsuto cabello gris hierro, se llevó la mano al pecho izquierdo, pero no encontró nada allí pues no llevaba bata sino una chaqueta de estar en casa con pantalones de franela con la cremallera rota y zapatillas de grueso fieltro: vivía no lejos de los Hoffmann, en la Sonnenleite, que descendía serpenteando por la cuesta del extremo oriental del barrio. Con dos dedos entre las mandíbulas de Christian rebuscó en su desgastado maletín de comadrona, con una costura lateral saltada, gruñó «¡Vaya!» cuando encontró una espátula de madera y la incrustó, murmurando «¡Ahh!» en la boca de Christian. «Un poco sucia la lengua. Pero, bueno, mientras no se pudra… Qué tenemos aquí…» y guiñó el ojo derecho, el izquierdo se convirtió en un ocular azul detrás de la lente de las gafas, le miró la garganta, la mirada sin duda estaba escudriñando minuciosamente la zona de la campanilla, que subía y bajaba medrosa, Fernau hundió la espátula en las amígdalas: «¡Fuera esta porquería!» Christian jadeaba, veía el ojo de Fernau inmenso como el de un monstruo y le rió al doctor sobre el cristal de las gafas, el bigote de cosaco se ensanchó oblicuamente: «Aquí tenemos, con toda evidencia: ¡nada! Pequeñas irritaciones, el anillo de Waldeyer enrojecido, pero qué importa, no hace falta hospital, el pulmón un poco débil, ¿tiene el señor un examen importante en perspectiva?», dijo el doctor Fernau y le puso a Anne la espátula en la mano. «El chico tiene un poco de fiebre, eso ocurre a esta edad, llegan con fuerza las hormonas, verdad, etcétera. Por mí, déjelo en la cama, señora Hoffmann, eso se puede hacer, las compresas en las piernas han sido una buena cosa, té con miel, sí, algo para bajar la fiebre, sí. ¿Ha vomitado? Bueno, no importa.»

Infección gripal, había escrito Fernau, dos o tres días de cama y dieta ligera. «¿Podría darme usted hora a mí, señor Hoffmann? Tengo un uñero en el pie que me está volviendo loco.»

«¿Un poco de fiebre?», había preguntado Anne suavemente cuando se marchó Fernau. «Tenía cuarenta con tres, ¿a eso lo llama un poco de fiebre? ¿No sería mejor que lo examinaran en la clínica?»

«Fernau ejerce la medicina general desde hace treinta años, yo creo que sabe lo que dice», había replicado Richard. El reloj de pared dio la hora: las once y cuarto. Anne había bajado la persiana, pero graduando las láminas de manera que penetraba en el cuarto una luz difusa, gris clara y aburrida, en la que incluso los héroes navales de la pared perdieron su atractivo y la Isla de la Tortuga quedó privada de todos sus secretos; no había ningún casco de barco balanceándose perezosamente en una laguna en cuyo fondo brillase el latón de un sextante, ningún rumor de olas delante de la proa de la casa, como él creía oír a veces cuando soplaba el viento por las noches, ninguna luz de banda a babor y estribor; y los rostros de los héroes futbolísticos de Robert decían que Italia contra Alemania, México 1970, no había sido un acontecimiento realmente trascendental, sólo un partido de fútbol, aquella vez, cuando los italianos no sólo jugaron a la defensiva; Uwe Seeler tenía una mirada vacía, no de héroe nacional; campeonato del mundo 1974: el peinado de Paul Breitner semejaba un plumero electrizado.

Christian se levantó, se puso el albornoz, marchó a la cocina para tomar un poco de té que le había dejado Anne en dos termos. En la despensa encontró un paquete empezado de galletas Hansa, lo probó, las galletas habían cogido humedad y sabían a cartón reblandecido. En Waldbrunn estaban ahora en clase de física con el señor Stabenow. Apenas parecía tener más edad que los alumnos, con su rostro juvenil y las gafas metálicas que se le escurrían constantemente por la nariz; él las empujaba para arriba con el dedo medio de la mano derecha, un gesto al que, pese a la clara analogía con el que indica que al otro le falta un tornillo, la clase prestaba menos atención que a la organización del experimento: dos bolas cromadas sobre varas colocadas en posición oblicua, cinta de goma y manivela, y cuando Stabenow hacía girar ésta, saltaban chispas entre ambas bolas —dedo medio, gafas metálicas—; imanes, tan grandes como pucks de hockey sobre hielo, Stabenow echaba entre ellos polvo de hierro que se ordenaba en meridianos del campo magnético y formaba arriba, en los polos, mechones brillantes —dedo medio, gafas metálicas—; pero en algún momento olvidaban ese gesto, olvidaban las risitas y observaban fascinados las manipulaciones de Stabenow, que nunca parecía inseguro; sus experimentos, que él, después de la clase, colocaba y ponía en práctica con extremada precisión en el pequeño gabinete de preparación que había junto al aula de física, funcionaban siempre, eso también les infundía respeto, lógicamente, porque sabían ponerse en el lugar de Stabenow y vislumbraban la propia crueldad, que aguzaba la vista para que no se le escapara ninguna peculiaridad de los profesores, sabían que él se estaba imaginando que ellos esperaban en secreto que cometiera una falta. Christian se tomó la fuerte infusión de hinojo de Anne, le ponía de mal humor estar allí enfermo mientras los otros podían hacer experimentos. En el Instituto Politécnico no le gustó la física, en su opinión había demasiadas matemáticas en esa asignatura; lo único que despertó su interés fue la física atómica, pero siempre y cuando no hubiera aritmética de por medio; y también cuando llegaba Arbogast, el padrino de la Louis-FürnbergSchule, y hablaba de investigadores prestigiosos que él conocía. Con Stabenow, era distinto. Era un loco de su asignatura, los alumnos lo notaban. El cuerpo entero se le encogía cuando hablaba de la estructura básica de una radio y con desordenado entusiasmo recorría los complicados caminos de la voz humana a través de todos aquellos tubos, transistores, bobinas y resistencias. Al final de la clase, se le había ladeado la corbata, una de las «paletas de albañil» que se compraban en Waldbrunn y que, eso decían, le procuraba la dueña de su casa, así como también los calcetines: el señor Stabenow vivía realquilado en una de las callejas que salían de la Marktplatz. La pizarra estaba totalmente cubierta de fórmulas y croquis en los geniales garabatos de Stabenow, los escombros de varias tizas blancas y rojas yacían dispersos, entusiásticamente lejos, por el aula. Entre los chicos Stabenow había hecho surgir una verdadera fiebre de la física, de pronto todos querían dedicarse a la fisión del uranio, llevar a cabo hazañas en el campo de la microelectrónica, inventar calculadoras de bolsillo con cien funciones…, pero primero aprender a fumar en pipa, porque todos los físicos geniales, eso lo veían en las fotos que traía Stabenow, fumaban pipa: Einstein, Niels Bohr, Kapitza… Max Planck, ¿había fumado en pipa ése… o Heisenberg? El Premio Nobel a los treinta y un años…, todavía les quedaban catorce, eso era un montón de tiempo, ellos lo lograrían también, seguro. Sólo tenían que fumar bien en pipa y aprender a ser tan significativamente distraídos como aquel físico que una mañana se montó en su bicicleta y, rígida la mirada, la pipa en la boca, empezó a dar pedales hasta que alguien le preguntó: ¿Pero adónde quiere ir? – ¡Voy a mi instituto! – ¿Sin cadena?

La infusión tenía un sabor repugnante, Christian la echó por el desagüe. Miró fuera, al jardín de los Griesel, aún sumido en la aridez del invierno; Marcel, el perro de lanas negro de la familia Griesel, saltaba inquieto en su perrera y ladraba, porque Horaz, el gato de los vecinos, gordo y con la piel a manchas, acompañado de la gata Mimi, blanca y de patitas negras, estaba husmeando, impasible, en las estacas para los tomates clavadas en el seto que estaba delante del lado ancho de la perrera, y Mimi lamía con elegancia su patita derecha encogida. Marcel aullaba y mordía su juguete, una mazorca de trapo, pero de nada le servía.

En la carbonería, detrás del jardín de los Griesel, arrastraban briquetas, ruidos familiares: enérgica entrada de la pala en el montón de carbón, el metal hacía un ruido áspero sobre el hormigón, luego los carbones caían con estruendo en las grandes balanzas de hojalata, las palas eran sacudidas un momento, recogían el carbón menudo, y tomando impulso resbalaban y pegaban de nuevo un corte profundo en los carbones, un poco furiosas, un poco solapadas, un poco obsesionadas, en las manos callosas y seguras de sí mismas de Plisch y Plum, como llamaban en el barrio a los ayudantes de la tienda, Christian nunca había oído sus verdaderos nombres, uno de ellos era largo y seco de carnes, el otro, corto y cuadrado, la tía Barbara decía: una maleta sobre dos piernas; y cuando se había llenado un quintal, las briquetas caían estruendosamente, por los pulidos conductos, en sacos de arpillera, que Hauschild, el contrahecho y forzudo carbonero, en cuyo rostro manchado de negro brillaban unos ojos azul pálido, arrastraba al cobertizo que había delante, en la Rissleite, donde esperaban los clientes.

Christian se metió de nuevo en la cama. La luz había seguido avanzando, las nubes que desde el sábado tejían lana gris sobre el cielo se rajaron en un punto y enviaron rayos de sol a la habitación: allí estaba la mesa de Robert, las fotos dispersas de futbolistas, los libros de fotos de las Olimpiadas que Robert había tomado en préstamo, detrás, en ángulo recto con la ventana, su propio escritorio con el atril encima que se había construido él con restos de madera y con dos tableros de dibujo que compró en Matthes, la papelería de la Bautzner Strasse, y detrás de la mesa, la librería, apenas a un metro de distancia. Los armarios, altos y voluminosos, en chapa de madera oscura, de la serie diseñada para viviendas, modelo RUND 2000, de la VEB Fábrica de Muebles Hainichen, que, en número de cinco, ocupaban las paredes y sólo dejaban sitio para un sofá, para los escritorios y la cama —la de Robert hubo que sacarla—, asfixiaban la habitación con su masa oscura. A él no le gustaba la habitación, pues constaba de ese bloque de pesados armarios y en medio el vacío enmoquetado, visible enseguida desde la puerta; recordaba una jaula, cuyo contenido se podía abarcar con una mirada. Los pósters de la pared, más tolerados que deseados por Anne, daban la impresión de un cuerpo extraño, asimismo la red con los balones de fútbol y de balonmano y con las botas de fútbol de Robert, que colgaba de un gancho sobre el extremo de la cama, que llegaba hasta la puerta. Christian cerró los ojos, escuchó, tuvo que haberse dormido porque se sobresaltó con el gong que daba las horas en el reloj de la sala de estar. Rechinó la verja del jardín, un momento después repiqueteó el timbre de los Griesel: era Mike Glodde, el cartero de ojos bizcos y labio leporino, que estaba prometido con la hija mediana de Griesel y les traía el correo a casa; pero sólo a ellos, para los demás había al final de la Heinrichstrasse casillas centrales de correo que habían sido instaladas para ahorrarles a los carteros las largas caminatas; además, quién quería aún ser cartero, en esa fase de la transición regular del «soc.» al «com.», y Christian sonrió cuando oyó al cartero Glodde que gritaba «¡Mar-zel!»; las once: había concluido la clase de física, y Stabenow terminaba con su fórmula final de siempre: «Y ahora reflexionad sobre todo esto: ¡por qué! ¡Por qué! ¡Por qué!»

En la casa flotaba una música, una melodía llena de nostalgia y de valiente sentimentalismo, cantada por un coro masculino: eran los Comedian Harmonists. La voz del tenor iba en ascenso, el timbre flexible de Leschnikoff, como de cuero lustrado; Christian se inclinó hacia la pared, aplicó el oído al papel pintado, ahora también se oían mejor los bajos. Era el gramófono de las hermanas Stenzel, y, siempre a la misma distancia, el disco hacía un pequeño y blando desvío. La música estaba entremezclada de pasos y estruendo, probablemente las hermanas Stenzel hacían su gimnasia… En su juventud habían sido caballistas en el circo Sarrasani. «Mi pequeño cactus verde – está fuera en el balcón – hol-larí, hol-larí, hol-laró…» Volvió a acostarse. Retornó la fiebre, la debilidad en los miembros. Dos de las tres hermanas Stenzel vivían arriba, la tercera hermana, la mayor, tenía una habitación en casa de los Griesel, y eso era algo que irritaba a Griesel: que a él, aunque era el administrador oficial de la casa, le hubieran asignado a alguien, y a los Hoffmann, no, y como por eso había habido llamadas telefónicas, alusiones a metros cuadrados por cabeza y a número de hijos, Richard, tras una conversación con los Rohde de la Casa Italiana, había atornillado hacía unos meses una placa en la puerta: Ina Rohde. «¡Ésa sólo vive aquí en apariencia, si ni siquiera recibe correo!», lanzaba pullas Griesel. Anne dijo: «A las jóvenes de hoy las cartas de amor se las ponen sin más en la mano, doctor Griesel.» ¿Iremos otra vez al Báltico en agosto, pensaba Christian, junto con los Tietze, como el año pasado? A Ezzo le habían comprado una nueva caña de uno ochenta, de fibra de vidrio muy suave, y además un carrete Rileh-Rex de instalación fija. Los Tietze volverían seguramente a Rügen, y si Ezzo tenía suerte, los pescadores le llevarían al Greifswalder Bodden, donde están los lucios más grandes. Hacía poco había escrito una tarjeta a Christian, a Waldbrunn, diciéndole que se había comprado una cucharilla intermitente, un pez de metal y un pez cuchara, en Press, la tienda para la pesca de caña que hay en Neustadt, en el Bischofsweg, además un cordel verde de veinticinco, ése se podría probar en el Kaltwasser.

Verooonikaaa, llegó la primaveraaa… Las hermanas Stenzel eran bajitas y arrugadas como princesas viejas, en verano iban de falda corta, de forma que se veían las pantorrillas blancas, angulosas por la musculatura, los gruesos calcetines de Wandervogel[38] enrollados hasta por encima de los tobillos; las cabezas de las hermanas estaban cubiertas de un pelo fino y lechoso, tan escaso que se transparentaba el cuero cabelludo, pálido y apergaminado, lo recogían detrás en moños del tamaño de una pelota de tenis, y los sujetaban con redecillas verdes, azules y rojas, en las que metían papeles con la lista de la compra, carretes de hilo e imperdibles. «¡Krest-jan!», así le saludaban cuando subía la escalera, para ver las fotografías de detrás de la puerta vidriera; en el pasillo de delante de ambas viviendas, en la segunda planta, y allí estaba de nuevo Magallanes y su barco, esta vez en la puerta de la planta de los Hoffmann, una carabela de elevado alcázar de popa y velas latinas y obenques finos como telarañas, esmerilados en el cristal mate, las olas, debajo del casco del barco, serpenteaban como un puñal malayo o como bucles de Poseidón, delfines nadaban transparentes hacia el marco de madera de nogal de la puerta que separaba el pasillo del cilindro de la escalera, y cuando estaba oscuro y la puerta del piso abierta, las líneas esmeriladas se llenaban de la luz del corredor, era como si un punzón hubiera grabado constelaciones en una capa negra de metal: barco y delfines; en la puerta vidriera del entresuelo, la rosa de los vientos y un velero Hansekogge; un gran barco velero con un grabado en relieve del Atlántico y de Sudamérica, por el que corría una línea finamente punteada desde el Cabo de Hornos hasta Chile, en la planta de las hermanas Stenzel y del joven André Tischer, que se había mudado allí hacía poco tiempo…, y además, solo, un chico de apenas veinte años, y ya con piso propio, no es de extrañar que circulen rumores sobre él. Se decía que era el hijo de un alto cargo y que iba por mal camino, lo que podía verse en el hecho de que tuviera un bóxer al que llevaba por las calles sin bozal y sin correa, él siempre vestido de cuero negro y con el pelo o cortado al rape o en largos mechones —¡un asocial!, constató la tía Barbara, ¡os digo que es un asocial!—, cinturón de remaches y botas de cowboy que ponían verde de envidia a Robert, porque dónde demonios había en todo Dresde ni el menor indicio de unas botas así: ¡Bueno! ¡Ése estará en la firma!, opinó Niklas, ¡si ni siquiera sabe saludar, eso, cuando menos, es un sín-to-ma!, y además cada sábado venía a su casa un personaje de ópera, una señora que, con una bayeta humeante que, como una gran anguila, sonaba al caer con fuerza sobre el pavimento, le fregaba la escalera, luego subía al piso, donde primero había mucho barullo, luego se hacía el silencio, un silencio que Anne, azarada, trataba de rellenar con ruido de vajilla, con la radio encendida y con la abrupta afirmación de que faltaba carbón, tras lo cual Robert decía: «Como tú quieras», y se iba a buscar carbón; un silencio del que, despacio e irrevocablemente, iba surgiendo el ruido de un somier asmático y rechinante, al que iba unido el intenso temblor de la lámpara del pasillo de los Hoffmann, y finalmente los gritos enardecedores de una voz femenina que parecía pertenecer a una cochera sentada en el pescante de un coche al que caballos salvajes lanzaban de acá para allá galopando por una calle de durísimas piedras, una voz que lanzaba gritos rumbo a su meta, acompañada de los aullidos del bóxer y por el crujido rítmico de los muelles del colchón, entre medias el gruñido de un cochero de la competencia, ¡cierre de puertas!, ¡hora de cerrar!, el cuerno del vigilante nocturno, y a veces la heroína de ópera gritaba porque el perro trataba de salvar a su amo. Otros tenían a André Tischer por un misterioso alemán del Oeste, porque no hablaba con el acento de la región, pero Richard dijo que no y contó otra historia muy distinta: el joven Tischer era el hijo de un matrimonio de médicos que había vivido en Blasewitz; un día, hacía cosa de un año, cuando los padres dormían profundamente después de una dura jornada de trabajo, el hermano menor de André se puso a jugar con cerillas y prendió fuego a la casa, André estaba fuera, en casa de unos amigos; los vecinos, un violinista de la Orquesta Estatal Sajona y esa actriz de la ópera, se percataron del incendio y trataron de apagarlo; en vano. El ayuntamiento había asignado ese piso a André, que no tenía más familia y que al principio se alojó en casa de la cantante de ópera. Ahora trabajaba de conductor de ambulancias en la residencia de ancianos de Sankt Joseph.

Voces, arriba: a veces las hermanas Stenzel cantaban, con sus cascadas voces de soprano, canciones bíblicas y religiosas: Toma, pues, mis manos, o Gloria a Dios en las alturas; sonaba como la cautelosa toma de contacto con un niño, y, cuando eso ocurría estando las ventanas abiertas, podía ser que Griesel sacara de su sótano, que daba al jardín, el cable eléctrico para enchufarlo en la máquina cortacésped, semejante a una rana. Pensaba quizá en la palabra del pastor y en el rebaño que pacía en sus pastos y, si el pastor se parecía al pastor Magenstock, era sin duda tanto más imperdonable que las ovejas juntaran las manos y rezasen bajo las cadenciosas palabras que venían del púlpito y bajo aquellos ojos candorosos y llenos de unción; que personas adultas se volvieran infantiles. Las hermanas Stenzel iban al sermón dominical del pastor Magenstock con vestidos que parecían corazas; habían depuesto los oxidados broches: orquídeas recamadas de diamantes de imitación y cabezas de grullas adornadas con perlas de cristal rojo, que solían llevar en sus blusas de crepé de la China llenas de múltiples remiendos: es sacrilegio entrar en la casa del Señor con otro adorno que su signo, y levantaban los arrugados y nudosos dedos reumáticos conforme a esa severa y casta palabra que impresionaba a Christian; y cuando iban a la iglesia sólo llevaban una cruz de plata, grande y brillante, sobre el pecho que, al compás de los enérgicos pasos de las hermanas Stenzel, palpitaba suavemente contra los botones de la blusa. Sonreían apaciblemente, saludaban a quienes se cruzaban con ellas, evitándolas. ¡Sí, eso existe, la melancolía sajona!, oía Christian decir a la tía Barbara en un cuchicheo cuando se tropezaban con las hermanas, y al decirlo se abrían sus dedos como una cápsula de balsamina; asentía silenciosamente con la cabeza y quizá pensara en deberes no cumplidos, en ocasiones que atraían por encima de los planos sombreros de las hermanas, sobre los velos del rostro que constaban de una gasa de amplias mallas con puntos blancos como agujeros de polillas, bajo los cuales ardían las bocas pintadas de rojo, sobre las redecillas del pelo y las manos levantadas para saludar que llevaban guantes color malva; secretos de la tía Barbara que se consumían lentamente en la sonrisa que mostraba los dientes, en la insinuante inclinación de las cabezas. Las hermanas enderezaban las fotos del cilindro de la escalera con delicada y conmovedora precaución, como si procedieran de amantes o de espíritus hermanos; los sábados por la mañana, cuando habían terminado sus ejercicios gimnásticos —Kitty, la hermana mayor, «müllereaba» en el jardín de los Hoffmann; «müllerear» lo llamaban por un profesor de gimnasia de antes de la guerra—, cuando ponían a airear en las ventanas los almohadones y edredones de plumas, bajaban por el cilindro de la escalera para limpiar las pinturas y las vitrinas; para ello usaban plumeros de plumas de avestruz («lo mejor que hay, Krest-jan, son aún de los Almacenes Renner») que se habían puesto crespos y descoloridos de cuarenta años de coger pelusas; sólo con los productos de limpieza eran modernas las hermanas, dejaban caer una gota de Fit en el agua de fregar, eso bastaba para los torneados marcos de madera de tilo, bronceada en oro y carcomida despiadadamente por los gusanos, que una vez lavada era frotada con aceite de bergamota —como también, en el último piso, las hojas de una dieffenbachia que por falta de luz había tomado un color verde-amarillento, y los marcos de los retratos con dedicatoria—, y Christian se preguntaba a veces cuando, por ejemplo al ir a buscar carbón, veía a una de las Stenzel limpiando el polvo de un cuadro, si se interesaba también por lo que estaba representado dentro del marco, o si lo que le importaba no era limpiar el polvo, no era contemplar el marco, sino sumergirse por algún tiempo en recuerdos para los que quería estar sola una hora, separada de sus hermanas.

Christian se había informado en la tienda de Malthakus, quien no sólo coleccionaba sellos y postales, sino también historias sobre las casas del barrio alto y sobre sus habitantes: la Carabela había pertenecido a Sophia Tromann-Alvarez, natural de Dresde; su marido, Louis Alvarez, trabajó en Hamburgo para la Compañía Africana de Frutas, que estaba asociada a la compañía naviera Laeisz, y creó plantaciones de plátanos en Camerún, pero más tarde se hizo independiente con el comercio de ultramarinos; tras la prematura muerte del marido en África, en una expedición con el entomólogo sueco Aurivillius, Sophia Tromann-Alvarez regresó a su ciudad natal, compró la Carabela y vivió sus años de viudez en el recuerdo del marido y de los tiempos de la Compañía Africana de Frutas; Malthakus se acordaba bien de aquella mujer de elevada estatura, que llevaba vestidos de extraños colores, confeccionados con exóticas telas de flores y que salía a pasear con un paraguas y con sus tres perros basenji atados a una larga correa, y durante el paseo se oía el choque del bastón contra el suelo de la calle, y los perros gruñían enseñando los colmillos a todo el que se cruzaba con ellos. En las vitrinas de Louis Alvarez había una mariposa que a Christian le gustaba mucho contemplar: Urania ripheus ponía en mayúsculas latinas debajo del animal, y cómo se alegraba él cuando Meno estaba allí y decía «Vamos a practicar un poco el sentido de la vista». Eso significaba que le iban a pedir algo, pero eso no era lo que le alegraba, porque describir una observación significaba a menudo, con Meno, responder a una pregunta que no había sido planteada pero que por un ademán y por ciertos gestos, enarcar las cejas, adelantar el labio inferior, había sido insinuada con suficiente claridad, y a veces, como ahora que meditaba sobre ello en su lecho de enfermo, tan desagradable por el calor, Christian se preguntaba asombrado por qué no le ponían de mal humor esas exigencias de Meno, por qué no se enfadaba con Meno cuando éste le daba a entender, amable pero inflexible, que observaba mal y que no sabía describir con precisión sus impresiones. De mal humor podía ponerse en el instituto y sólo en asignaturas que no le interesaban: a menudo le fastidiaba allí la indulgente arrogancia que Baumann mostraba frente a su —flojísimo, él lo admitía— nivel en matemáticas; o también frente a compañeros de clase, como el otro día cuando Swetlana Lehmann le pasó por la cara una falta de ortografía. Con Meno, cosa curiosa, no; cuando Meno le criticaba, tenía el fuerte deseo de contrarrestar esa crítica, entonces no se retiraba ofendido a un rincón ni se hundía en pensamientos negros como contra Swetlana, quien por otra parte se había preocupado de que el mayor número posible de gente se enterase de la metedura de pata que había tenido Christian Hoffmann, tan seguro siempre de sí mismo. Con Meno quedaba la cosa en familia y su crítica era la advertencia, pronunciada en voz alta, de la propia voz interior, que Christian había reprimido con la sola esperanza de salir bien librado de manera más cómoda. Eso significaba que no había que decir: el ala de esa mariposa es de tamaño mediano, sino que, al preguntar Meno a qué se refería ese «de tamaño mediano» tenía que ser más exacto: el ala de esta mariposa es del tamaño de una caja de cerillas. Luego decía Meno: repasa tus ideas sobre la belleza; sin embargo, cuando explicaba a Christian, con impasibilidad científica, que era bello poder medir con una regla unos colores, examinar, dentro de una circunferencia trazada a compás y a una escala milimétrica, algo tan blando y efímero como esa mariposa nocturna de color ciclamen procedente del Congo Central, entonces Christian notaba una distancia, una reserva en su disponibilidad a seguir a su tío, un enturbiamiento: como si él viera una clara figura geométrica, duramente dibujada por una luz formada por miles de fibras de cuarzo, pero de pronto se hubieran roto algunas de esas fibras luminosas, por lo que la figura se tornaba un fino paralelogramo, con flecos, un contorno resquebrajado, y durante unos instantes Christian ya no se fijaba en la mariposa sino en Meno. A menudo, ante esas mariposas de las vitrinas, sencillas, pero fabricadas con madera de guayaco, del empresario de productos coloniales Alvarez, unas vitrinas que incluso tenían cerradura —las llaves parece que se habían perdido, porque ningún inquilino las tenía—, Christian había pasado por una experiencia que le pareció como un sueño: observaba las momias de mariposas, dispuestas ordenadamente, y no las veía sólo a ellas, esos contornos determinados que se ordenaban en la impresión sensorial «mariposa», esos pigmentos, sombreados, dibujos en las escamas de las alas que brillaban con colores de metal viejo, sino que, cuanto más tiempo lo observaba, percibía una suerte de licuación en el entorno del animal que le parecía más sugestivo que el propósito de Meno, que era describir aquí y ahora, con la mayor precisión posible, esa mariposa, la Urania ripheus, Chrysiridia madagascariensis. Si Meno hubiera dicho: escribe las palabras, quizá la mente de Christian no se habría ido por otros derroteros, pero así, cuando Meno dejó caer tranquilamente esos conceptos, él pensó en los alfileres con los que el preparador había fijado las mariposas, veía ante su ojo interior cómo los clavaba con la destreza del mecánico de precisión; pero eso era poco en comparación con la alegría que sentía Christian cuando ante una palabra como «vulnerar», que de pronto pronunciaba la lengua de su memoria, empezaba a ponerse en movimiento el verde veronés de las alas de la mariposa Urania. Esa mancha de verde veronés en una mariposa africana, una mariposa nocturna activa de día, como explicó Meno y Christian no lo entendió bien, porque si la mariposa era activa de día, cómo era una mariposa nocturna, pero los científicos tendrían seguramente sus razones para ese fascinante acoplamiento. Una luz determinada a una hora determinada, el rostro de Meno de perfil: ése era el método del ensayo, que permanecía inmóvil mientras no viniera a añadirse el catalizador; un estado de espera lleno de posibilidades, y a Christian le pareció excitante que justo para esa combinación, por así decirlo, química, fuese precisamente la remota palabra «vulnerar» ese catalizador, que, cuando goteaba como de una pipeta, deshacía a la velocidad del rayo el estado de inmovilidad y lo transformaba en algo nuevo que surgía con fuerza y que enseguida, en secreto como los procesos de la coagulación de la sangre, se sosegaba de nuevo para dar una nueva constelación. Cuerpos muertos, secos, detrás de una vitrina, se transformaban en prismas de realidad muy diversa: Urania ripheus era para él una advertencia en la luz oscura de una selva virgen, soñolienta por el aire abrasador de húmedas copas de árboles, y «vulnerar» estaba atado con hilos asociativos al verde de las alas que marcaban la dirección, un color al que Meno llamaba «bebido hasta el final» y Christian, que recordaba una exposición en el Museo del Ejército, «verde pólvora», porque no podía descubrir en él nada de humedad, una vinculación que sin embargo había que hacer con el concepto «bebido hasta el final», tras lo cual Meno daba la vuelta a la mano derecha que reflexionaba en la barbilla y levantaba la palma en posición horizontal, lo que venía a significar: aceptado, no está mal, se puede ver así. Ese «se puede ver así» tenía un matiz un poco distinto del «si tú crees» que él expresaba con el mismo gesto pero con el cuerpo más relajado, y en el que había tristeza porque, tal vez sólo ese día, no se alcanzaba al otro, y parecía confirmarse algo, por desgracia, que se había presentido pero que se había tratado de desterrar del clima de la conversación, para no dejar que el presentimiento pasase a tomar parte de la temida realidad. No sólo en el uso lingüístico de Meno sino en el de la mayor parte de los habitantes de la Torre que conocía Christian, «si tú crees» era una forma cortés de cerrarse: de cerrar, sin duda, al principio sólo una puerta entre muchas que seguían abiertas, además esa puerta, si se miraba más a fondo, sólo estaba entornada y no cerrada con llave; y la forma quizá más educada de esos cautelosos y diminutos entierros que ocurrían con un fugaz cierre de párpados era un asentimiento entusiástico. Magia era una palabra que no le gustaba a Meno. Respetaba lo que significaba y lo que expresaba, pero era insuficiente, en su opinión, y algo torpe, «una etiqueta en un frasco de conservas en el que se encuentran las cosas si nos acordamos», como decía él cuando Christian, indignado de su propio silencio y torturado por el esfuerzo de responder a las exigencias de Meno en cuanto a precisión descriptiva, quería tirar por la calle de en medio empleando esa palabra para caracterizar algo que le fascinaba de manera aún inexplicable. «La empleas como un matamoscas, porque desde luego matar a golpes es también un método de liberarse de algo», observaba Meno al respecto, «pero de ese modo sólo das vueltas en torno a tu propia impericia, como hacen los malos escritores que no son capaces de generar un fenómeno —lo que sería propiamente el acto creadorsino que sólo están en condiciones de hablar sobre el fenómeno; o sea, decir “magia” en lugar de fabricar con palabras algo que ella tiene.» En tales momentos, Christian sentía un soplo de extrañeza que le oprimía, no sabía por qué Meno tenía que ser tan estricto, y tampoco notaba afecto en esa actitud inexorable con la que Meno le mantenía fijo, a él y sus ideas divergentes, delante de esa vitrina cuyo contenido, durante el ejercicio de Meno que duraba una hora o más, no hacía surgir el contacto que cortaba la respiración, la visión de una caza que él tenía cuando pasaba delante y durante unos segundos recorría con la mirada aquellos faraones de abigarrados colores. Ese rayo silencioso que le alcanzaba cuando él quería pasar de largo, pero algo se abría y formaba una puerta grande y absorbente en la que desaparecía todo aquello en lo que había pensado en ese momento: el instituto, un partido de fútbol, el disco de Tomita, la solicitud de una plaza de estudiante de medicina al terminar la clase once, a veces la forma de una gota de leche derramada o el número de matrícula del Shiguli de los Tietze. Todo eso quedaba extraído de él y lo dejaba con los ojos dilatados y la boca abierta que se olvidaba de respirar. Christian notaba sin duda que Meno quería superar con él esa fase, esos labios que le susurraban invisibles tenían que quedar cerrados de nuevo, esas imágenes tenían que desaparecer, pero él no veía sentido alguno en dejar que los colores se estropearan y la pequeña partitura de formas perdiera toda la gracia. A menudo era Meno quien cortaba. En ese segundo en el que su tío dejaba caer la cabeza y se frotaba los ojos cerrados con el pulgar y el índice, volvía de pronto el afecto, como si éste sólo se hubiese alejado dentro de una goma elástica y ésta lo soltase ahora de pronto. Tenía que haber algo más que sólo el dejarse dominar por el señor del instante, y Meno parecía estar buscando eso con los instrumentos de su precisión. A Christian le parecía que era como un apartarse con intención de convicciones hondamente arraigadas, justo por ser convicciones hondamente arraigadas. Quizá ya no eran consistentes o Meno quería más y veía como grandeza, no como capitulación, pagar cualquier precio por ello. Notaba que su tío tal vez era tan intransigente porque volvía a encontrar en él, en Christian, algo que retornaba tranquilamente y que él mismo seguramente conocía demasiado bien y que desde hacía largo tiempo, llevado de una convicción distinta, seguramente combatía. Que, porque no era innata en él, tomaba rasgos heroicos. Y que podía contener desconfianza contra el «lenguaje del corazón», como lo llamaba Meno con labios de madera, pronunciando también las comillas. Quizá fuese una enfermedad profesional del investigador y editor, porque ese «lenguaje de la observación no sentimental» que Meno quería oponerle —¿lo quería de verdad?—, Christian lo consideraba chocante aunque a veces reflexionase sobre él, porque «del tamaño de una caja de cerillas» era en efecto más gráfico y certero que «de tamaño mediano». Sin embargo a él le fascinaban primero los colores y no los matices, le marcaba un sello primero lo que saltaba a la vista y no lo enigmático, y aunque eso tuviera su lógica porque lo enigmático no habría sido enigmático si se lo hubiera comprendido al momento, se trataba de lo que a él le causaba impresión, y la mariposa más extraña y más peregrina en su género, que tuviese una apariencia insignificante, le dejaba bastante indiferente si a su lado veía un ejemplar que parecía una caja de pinturas volante, aunque fuese, en lo tocante a su frecuencia, por así decirlo, la mariposa blanca de la col de los trópicos. Meno criticaba su modo de pensar, él era poco afecto a los ejemplares que, como él decía, «llevan todos sus secretos, si es que los tienen, pegados al corpiño». Él prefería los insignificantes, de los que Alvarez también había coleccionado algunos; estaban en una segunda vitrina delante del piso de las hermanas Stenzel, donde la escalera terminaba en la puerta vidriera. En ese sitio reinaba una claridad gris que se difundía por la luz del techo de la escalera, una flor de cristal de siete hojas, en su centro colgaba una lámpara, como un estambre excesivamente alargado. Era una serie de mariposas nocturnas, satúrnidos de color madera con ojos falsos «de la estirpe del dios del plomo, he aquí sus signos», Meno señalaba las aguas de las alas, finas como el papel, que a Christian le recordaban los anillos concéntricos que se forman cuando se ha arrojado una piedra en un estanque tranquilo. Esas aguas parecían prolongarse en las distintas mariposas y ensamblarse para formar una imagen mayor de la que ellas eran sólo partes, como si pertenecieran a un puzzle. Se parecían mucho unas a otras, sólo cuando se observaba con detenimiento aparecían las minúsculas diferencias entre las distintas mariposas. «Son las partes de la orquesta en las que el compositor ha puesto el mayor cuidado aunque apenas las perciba el público; pero precisamente ésas son importantes para él, y el mayor elogio que se le puede hacer es escucharlas bien, porque para qué existe la música sino para que se la escuche. Esas manchas de púrpura, de verde moho y de lila, ese azul que es tan intenso que podría aparecer en un limón: son pasajes efectistas, como les gustan a los compositores italianos del bel canto y al público medio de la ópera, que no va al teatro para escuchar sino para ver, pasear en el descanso, indignarse por los precios de los canapés y de los cócteles y para ser visto; que ya conoce por anticipado el «pasaje famoso» en el que el tenor hace acopio de fuerzas para lanzar el do de pecho y lo que sigue después; pero a mí me interesan los tejidos insignificantes, los enmascaramientos, las transiciones; el camuflaje y el mimetismo; el estilo de las camas en las que yacen los motivos, esas «bellas» princesas, a veces demasiado bellas. A mí, en la composición, me interesa no sólo el beletage, sino también la carbonera, la cocina y, para seguir con la metáfora, la servidumbre». Así hablaba Meno. Christian reflexionaba sobre ello. Del mismo modo que entonces, cuando iban a ver al pintor Vogelstrom en la casa de las telarañas, y él oyó por primera vez los nombres de Merigarto y Magelone y desde entonces no volvió a olvidarlos, también de las conversaciones con Meno le quedaba algo que seguía obrando en él, que él notaba como un cuerpo extraño que hubiese penetrado en su interior y lo cambiaba, y que en horas como ésas él trataba de averiguar si sería perjudicial o útil, para cercarlo, palparlo, observarlo.

El gramófono de las hermanas Stenzel había enmudecido. El gong de Westminster sonó cuatro veces, después otras dos: las dos de la tarde. Pronto volvería Anne del trabajo y Robert del instituto. Entonces llegarían voces, ruidos, desasosiego; la Carabela retornaría al sueño y a la lejanía, los recuerdos, al catalejo de Magallanes. Christian cerró los ojos. Pensaba en Verena.

22. ENÖFF

Avanzada la tarde, llegaron los Rohde de visita. «Vaya, ¿enfermo?», preguntó Ina, que traía con ella un efluvio de desodorante Koivo, y Christian se avergonzó porque no había ventilado el cuarto. Ina se sentó en el borde de la cama, paseó la mirada por los balones de fútbol de Robert, por Terence Hill y Ornella Muti, cruzó las piernas, balanceó el pie. Llevaba zapatos de tacón alto, leotardos de malla y minifalda.

«Bueno, ¿qué tal te va la vida?»

«Bastante bien, ¿y a ti?»

«Mucho estrés en la carrera. Qué habitación más idiota.»

Christian estaba sudando, pero se cubrió la barbilla con el edredón porque le picaba en ella un grano. En el pasillo había ruido de voces; entró Ulrich. «¿Qué te ha recetado Fernau, ese infame borracho?» Ulrich extendió la mano izquierda; como tantas otras veces, Christian cayó en la trampa y estrechó el dorso de la mano; a Ulrich le gustaban esas bromas.

«Papá.» Ina alzó irritada las cejas convertidas por la depilación en delgados arcos. «¿Quién está calumniando aquí?»

«Que sí, que es un borrachín… ¡Estoy furioso con él, furioso, furioso! ¡No puedo decirte la rabia que tengo! ¡Mira!» Mostró a Christian el índice enrojecido de la mano derecha. «Lo ha tratado como “hinchazón de origen desconocido”, diagnóstico diferencial, “consecuencia de un martillazo que el paciente no recuerda”. Bueno, ¿es que me toma por tarado?»

«¡Si hubieras ido enseguida a ver al tío Richard!»

«¡Y ahora duele, me da pinchazos, no puedo dormir! Le he puesto acetato de alúmina, pero de nada sirve… ¡Y estoy furioso!»

«Papá.»

«Sí, qué fácil es para ti, no sabes lo que es estar furioso… ¡y con este dolor!» Ulrich se puso la mano derecha delante del rostro, que era carnoso y, en la mitad inferior, azul oscuro por la barba. Ulrich tenía una calva, debajo de ella una corona de pelo rizado y fuerte, meridional, que crecía de un modo descontrolado y hacía soltar maldiciones por lo bajo al peluquero Wiener, porque se le embotaban las tijeras; tenía vello en la espalda y en el considerable vientre, cosa que sabía Christian porque a Ulrich le gustaba caminar en invierno en bañador por la nieve y, soltando un alarido, dejarse caer, hacer el «águila», lo que significaba golpear en la nieve con los brazos extendidos y formar huellas en abanico. Después se daba duchas vigorizantes con la manguera del jardín, si no estaba congelada. Sus cejas eran tan espesas que brillaban como dos babosas, a sus hermanos Anne y Meno sólo se parecía por el color de los ojos: castaños con puntitos verdes. «Martillazo que no recuerda: ¿se ha oído alguna vez un diagnóstico más estúpido? Porque además yo no soy zurdo.» Ulrich empezó a recorrer la habitación de un extremo a otro. «Ese miserable, ese granuja, ahora estoy furioso. Mi furia es enorme, no puedo dejarla pasar sin aprovecharla.» Buscó un sitio libre en la mesa de Robert y dio en ella varios golpes, acompañándolos de gritos insinuados, con la mano izquierda abierta. «¡Fuera con él, fuera, fuera!» Y con la cara roja por el esfuerzo de no romper nada dando al mismo tiempo rienda suelta a su cólera, como un poseso cuyo furor aún aumenta más porque no puede ser un furor delirante y por eso provoca la risa, sacudió los segmentos superiores de las patas de la mesa, pero al hacerlo soltó gritos de dolor, porque agarró la pata con el dedo índice hinchado, la apretó como si fuera una de esas patatas alargadas de Borthen que él quería aplastar como fuese. Christian veía en su interior la huella que al parecer había dejado Augusto el Fuerte con su pulgar en la baranda de hierro de la terraza de Brühl… Ina balanceaba aburrida las piernas. Ulrich parecía que ahora se había tranquilizado porque tenía la mirada clavada en las fotos de futbolistas de la mesa y apoyaba los brazos en los costados. Ahora vendría un cuarto de hora especial dedicado al fútbol: Ulrich siempre podía hablar de fútbol y lo sabía absolutamente «todo»; al menos sabía tanto como Robert, y eso ya lo decía todo.

«¡Vaya, Chrisjan! ¿Guardando cama? ¿En las fuertes manos de Fernau? ¿Y más empeorado que mejorado, porque ahora está muda tu boca rica en canciones?» Ésa era la tía Barbara, llamada en la familia Enöff: pronunciaba a lo sajón la palabra inglesa enough y la empleaba, junto con un resuelto golpe con el canto de la mano, para indicar que algo estaba definitivamente concluido. «¿Qué tal el instituto, mi sobrino-preferido-I?» Robert era su «sobrino-preferido-II». Christian no respondió enseguida, lo que al punto inquietó a Barbara, que se sentó en la cama, e hizo un gesto a Ina y a Ulrich para que se fueran.

«Copito, yo quería hablar con él de fútbol…»

«¡Enöff!»

«¡Dynamo contra Berliner FC!»

Christian se animó. «¿Cuándo?»

«¡Enöff, he dicho! ¡Fuera de aquí, vosotros!»

Ulrich propinó un puñetazo de admiración a la malla de balones de Robert. El rostro se contrajo de dolor. «Tienes que soplar, reina…»

«¡Papá, no me llames así, cuántas veces tengo que decírtelo!»

«¡Fuera de aquí! ¡Hay un enfermo en cama, necesita consideración! ¿Otra vez sus ataques de furia? Increíble esta persona. Y con eso está una casada. Se comporta sin la menor consideración, y eso que estás enfermo, Christjan, ya te digo… ¡los hombres! Caemos en sus manos como idiotas inocentes, y en el momento menos pensado, cataplum, tenemos el fruto en la barriga! Te lo digo sólo porque tengo la esperanza de que tú no seas así. Y no te me líes con Ina, eso… no sería bueno. Qué iba a resultar, primo y prima… Hace poco leí un artículo sobre los riesgos del incesto. No debéis seguir con eso, créeme. Ya he visto más de una tragedia. Dios mío, esta niña se me ha ido por completo de las manos. Hace lo que quiere y esos tipos que trae con ella tienen todos el pelo largo y fuman. Y oyen esa horrible música. Christjan», le cogió la mano y se inclinó sobre él, los ojos azul-grises muy abiertos, perfilados por finos trazos de rímel, parecían disquitos de porcelana, «escucha. Ya sabes, yo digo siempre… No se puede ser un pelagatos en la vida. No se puede. Tan estupendos no somos todos nosotros… ni mucho menos. Pero no somos unos pelagatos. Bueno, ¿qué tal el instituto?»

«Bastante bien.»

«Eso lo dices por modestia, ¿no? Los Hoffmann tendéis a quedaros cortos. Eso está bien. Quien empieza más flojo puede permitirse retroceder. ¿Qué te parece mi nuevo peinado? Perdona que te pregunte tan directamente, pero es que nadie me dice nada. No respondas, si te da vergüenza. Tengo mucha comprensión para la psique masculina. Lo sabes. También lees muchísimo y siempre dicen que cuanto más lee uno tantos más problemas tiene con las palabras. Si te gusta el peinado, puedes por ejemplo… apretarme la mano, simplemente.» Barbara sonrió y sacudió orgullosa la cabeza.

«¿Has estado donde Schnebel?»

«¡Pero tú qué te crees! Yo no voy a ese peluquero de tres al cuarto. Christjan, no puede ser tan terrible.» Era la cara que ponía Barbara cuando le acariciaba el lomo al gato Chakamankabudibaba y decía: ¡Liindo animalito!, como si examinara en qué sitio del abrigo que estaba haciendo en ese momento pudiera encontrar acomodo su blanda piel. «¡Tú sí que me das miedo! No, he estado en Wiener, por supuesto. Es el único que entiende de cabello femenino. Es tan difícil que te dé hora… Hasta las de Roma Oriental quieren ir a él, y eso que en el año cincuenta y seis[39]… creo que hasta estuvo en chirona, allí en el hermoso país de los húngaros. ¡Madre mía, si ellas lo supieran! ¡Pero seguro que lo saben, esas… suripantas! Sí, ésa es la palabra. Wiener es un hombre con mucho encanto, y también un poco eucalíptico, quiero decir: ese tupé no debería ponérselo, que es tan negro como el regaliz…, y él seguro que ya no cumple los cincuenta. Además la redecilla. Quiero decir: un hombre. Y además, peluquero. ¡Con redecilla del pelo y bigotes de haiduk! ¡Y con esos precios! Y luego va siempre tan perfumado.» Barbara se había levantado e imitaba los andares del peluquero Lajos Wiener, «con las manos levantadas como si tuviera que ponerse a andar sobre ellas, y luego contonea las caderas como un deportista y susurra: Señora, a sus pies, espero que nos honre de nuevo con su visita. ¡Con la lista de espera que tiene, por Dios! ¡Menudo tunante! Luego te guiña los ojos con esa cara tan florida, y tienes la impresión de que una orquesta de cíngaros está acechando detrás y enseguida va a empezar a tocar esas cosas con sus cacharros… Sí, con esos martillitos que parecen cucharas de los batidos de leche, y con esas… cítaras. Sí. Esas tablas con alambres tensados en ellas, con los que te… hungarizan!». Se sentó otra vez, estiró los dedos provistos de abundantes sortijas de flores, contempló las uñas pintadas de rojo frambuesa. «Mira, Christjan, no te lo pregunto por broma y extravagancia. Las mujeres que trabajan sólo tienen envidia, con ellas no se puede hablar de algo así. Ellas no te dicen si el peinado está bien, porque si lo dicen, lo dirían de manera que mejor sería que no lo hubieran dicho. Ina piensa, claro: La abuelita se ha vuelto loca. Y a Esnórquel», así llamaba Barbara a su marido, «podría preguntarle, claro, pero él sólo masculla “Copito, es una preciosidad”, pero no levanta la vista de su Fuwo-Fussbalwoche o como se llame ese periodicucho. Pero a ti se te puede preguntar. Lo sé. Lo noto. Tu opinión es sincera y también tienes ojos en la cara. Wiener, ese quincuagenario embustero, él dice lo que piensa que quiero oír porque quiere que vuelva. Ya veo que te da vergüenza decir a tu tía que te gusta el peinado. Por eso no hay que ponerse triste. Al fin y al cabo acabaremos todos en el comunismo, y entonces hay que cortarse de todos modos el pelo. Cariño: ¡enöff! No debes hablar tanto, te vas a fatigar. ¡Que duermas bien!»

23. RESPIRAR

Richard fue al sótano, al taller que se había instalado en el antiguo cuarto de la colada. Allí había tranquilidad. Quería encender la luz, pero no lo hizo; la penumbra de la habitación le sosegaba; los contornos de los objetos se difuminaban en la oscuridad que parecía emanar de las paredes desnudas. Olía a humedad, a moho y a patatas. Sabía que no era bueno pasar mucho tiempo allí abajo, sobre todo ahora, en la estación fría del año; en cambio, en primavera y hasta muy avanzado el otoño, cuando se podía dejar abierta la ventana, hacía una temperatura agradable, olía a trementina y a madera seca, a pinturas y a bencina. Tenía que cambiarse cuando trabajaba allí, la ropa cogía ese olor a humedad del sótano y lo perdía difícilmente. Pese a todas las desventajas que tenía aquel recinto, a Richard le gustaba estar allí: aparte de que era un privilegio disponer de una habitación suplementaria de ese género para un hobby; a cambio de ella, se había contentado con la parcela más pequeña de desván y de ella incluso había cedido un rincón a Griesel. Como en la sala de operaciones, allí no imperaba el lenguaje de las palabras sino el de las manos, un lenguaje que le era familiar y en el que se sentía seguro. Encendió la luz, le alegró oír el chasquido con el que encajó el interruptor de baquelita negra; la bombilla de filamento de carbón, dejada allí por quienes le precedieron, proyectaba una carpa color ocre en la habitación. Las herramientas eran su orgullo, y cuando pensaba en «posesiones», él no veía ante todo una cuenta corriente, los muebles de la casa, el tocadiscos, las pinturas de Querner o el Lada, sino los armarios con las filas de candados y llaves anulares, los alicates para tubos, las terrajas, los juegos de terrajas, de cojinetes, las herramientas del torno y los escoplos. No eran baratijas procedentes de cualquier fábrica «propiedad del pueblo», sino pesados artículos de acero procedente de los talleres de forja de la región de Berg. Veía los treinta destornilladores en el estuche de hule con anchas correas de piel de caballo, regalo de su maestro de taller cuando terminó el aprendizaje de cerrajero, forjados de una pieza, hierros hexagonales con los que se habría podido matar de un golpe a una persona, y que llevaban en el mango el cuño de quien hizo la herramienta; veía los viejos berbiquíes de hierro macizo marrón, engrasados para el invierno y envueltos además en papel aceitado, en moldes cortados a medida, desde el minúsculo grabador de mosquitos hasta la broca Forgen para barcos, del grosor de un dedo, colocados en un maletín de madera de peral. Meno hablaba a menudo de poesía, y Richard no podía seguirle siempre, Meno parecía moverse entonces en regiones que no le interesaban a Richard y no le decían nada, pero una cosa sí entendía: era cuando Meno contaba que eso comportaba un esfuerzo y que cosas como los poemas de Eichendorff, que él recitaba con entusiasmo y emoción, no se componían en un día. Que esas cosas hacían vislumbrar algo que había detrás y que Meno llamaba perfección. Y cuando Meno decía que según su experiencia la gente sencilla raras veces accedía a esas regiones, cosa que ellos, los allí reunidos, no debían, por favor, interpretar equivocadamente, él no quería dar impresión de suficiencia, pero era simplemente un hecho, que todos sabían, claro, pero que no se atrevían a decir con sinceridad, porque en ese caso el Partido se vería confrontado con la cuestión de si su política cultural, su imagen del obrero lector, no descansaba sobre supuestos equivocados: entonces Richard tenía que contradecirle, a él no le gustaba lo que decía su cuñado sobre la relación de los obreros con la lectura. Él conocía suficientes ejemplos contrarios, y lo que afirmaba Meno no casaba con el sentido de la belleza que ellos tenían, y del primor en la calidad y, por tanto, de la poesía en un sentido distinto, pero no más superficial. Sí, sí, él comprendía muy bien a Meno, aunque éste no siempre quisiera darse por enterado. El mismo sentimiento de honda satisfacción, de felicidad tal vez y tal vez de consuelo —que aquí y ahora hubo una vez algo que no habría podido salir mejor de la mente y la mano del hombre—, ese sentimiento que él veía reflejado en el semblante de Meno, Richard también lo conocía, pero no lo provocaba una poesía, sino ese banco de trabajo, y en su padre era la vida interior de un reloj mecánico de la época de esplendor de las manufacturas de relojes de Glashütte, testimonio de celo artesanal y de minucioso sentido del trabajo paciente y complicado. Meno podía burlarse y llamarle por dentro ignorante, que se atrevía a dotar de poesía a un juego de destornilladores. El cuñado era un tipo raro, estaba metido en su mundo de intelecto y de letras, pero a las personas no parecía conocerlas mucho. Se atrincheraba tras su escritorio y sus investigaciones… y luego hablaba de los obreros y de su sentido de las cosas elevadas… Palabrería, nada más. Richard se sentía cansado, fue al lavabo que había en el rincón, detrás de la gran cuba de madera en la que antes lavaban la ropa. Ahora se guardaban patatas en ella. Se lavó la cara, permaneció inclinado sobre el lavabo, oyó cómo, al caer de la cara sobre la capa de esmalte, las gotas de agua hacían «clic», burbujas irreales en el creciente ruido de su respiración. Se sentía tan vacío que no concebía cómo pudo haber habido alguna vez algo en él: su infancia, las experiencias de la guerra, el bombardeo de Dresde, la quemadura, Rieke, el oficio de cerrajero, la carrera, Anne, los hijos. Quizá llevaba uno consigo un recipiente que en el transcurso de la vida se llenaba poco a poco, pero en él, ahora, se había formado un agujero y había salido todo por él. Volvió a lavarse la cara. El agua estaba tan fría que le dolían la frente y las sienes; pero después de secarse con el pañuelo se sintió mejor. Miró el banco de trabajo que todavía era el de Alvarez, la madera lisa y suave del tablero, pulimentada por las innumerables sesiones de trabajo. Era tan dura que no la atacaba la carcoma. No conocía esa modalidad, era una madera del rojo del cobre, de una dureza poco común con la que no podían ni la humedad ni el moho. En ese banco había construido él la mesa de Meno, los escritorios de Christian y Robert, el armario de cien cajones de su despacho que había sido encomiado incluso por el maestro carpintero Rabe, ese hombre estrafalario, resistente como una raíz, fumador de puros, que no soportaba a los «aficionados», como él decía. Richard había construido el armario con los dos ciruelos que se habían secado en las tormentas del penúltimo otoño. Cuánto había gozado con ese trabajo: cepillar, cortar, ensamblar las partes, y antes el trabajo de construcción, detallado, fatigoso y continuamente expuesto a errores, para el que había estudiado planos en museos y en la Oficina para la Conservación de Monumentos. Cómo le gustaba aspirar el olor de la resina, cómo se alegró cuando por debajo del cepillo afloraron las fuertes vetas de la madera de ciruelo, cómo le había mirado Rabe cuando él fue a comprar cola de huesos que, en el taller del carpintero y en una olla para hervir ropa, burbujeaba puesta sobre el fuego, y cómo se iluminó esa mirada cuando Rabe vio y examinó el armario, cómo el gesto de desconfianza y desdén se cambió poco a poco en aprobación: eso no lo olvidaría.

Llamaron a la puerta. Entró Anne.

«¿Qué te pasa, Richard?»

«No me pasa nada», respondió irritado.

«Pero yo noto que te ocurre algo. No eres el mismo, vas y vienes como un oso enfermo, te retiras al despacho apenas llegas a casa… Le gritas a Robert por cualquier nimiedad, estás de mal humor…»

«¡Dificultades en la clínica, nada más! Qué va a ser, lo de siempre. Tienen esa ocurrencia del carácter colectivo del trabajo socialista, Müller exige a los ayudantes horas extraordinarias, y a nosotros también, claro, los adjuntos deben ir por delante dando luminoso ejemplo… Y luego esos debates perpetuos en las sesiones del rectorado: que no hacemos lo bastante para llevar a los colaboradores por la vía de lo social, y luego es el centenario de Karl Marx, y hemos de “tomar” no sé qué estúpidas iniciativas con nuestros estudiantes…»

«No es eso. Te conozco. Cuando son esas cosas, eres distinto.» Se acercó a él. Él miraba en otra dirección, inclinado sobre el banco de trabajo, cerró los ojos cuando ella le cogió la mano. «¿Me ocultas algo?»


Habían establecido la norma de no hablar de problemas serios en su propia casa sino dando un paseo. Esos paseos eran una práctica habitual en el barrio. A menudo se veía a matrimonios caminando en silencio, con la cabeza inclinada, o engolfados en una conversación agitada y gesticulante; se podía conjeturar que era en tono muy bajo porque al momento quedaba interrumpida cuando había transeúntes al alcance de la voz.

«¿Es otra mujer?»

«No. ¿Cómo se te ocurre? No.»

«¿Así que no es otra mujer?»

«No. ¡No! ¡Acabo de decírtelo!»

«La gente habla. Me llegan rumores.»

«¡Rumores, rumores! ¿Tienen un céntimo de valor para ti esos rumores? Son intrigas…»

«Una compañera tiene una hermana que trabaja en la Academia, otra ha sido paciente hace poco en vuestro servicio de traumatología…»

«¡Estupideces!»

«Así que no hay otra mujer.»

«Cuántas veces tengo que decirlo: ¡no!»

Esos paseos-con-problemas parecían multiplicarse en los últimos tiempos. Había días en que se le antojaba que todos los habitantes del barrio, excepto los niños, habían dejado sus casas y recorrían las calles con un murmullo, de manera que un continuo saludar, llevarse la mano al sombrero, levantar la mano, interrumpía los cuchicheos. ¡Qué grotesco era aquello! Tuvo que reírse: se interrumpió. ¡Que todavía fuera capaz de reír! Anne le miró sobresaltada. Iba abrigadísima y con las manos se agarraba el cuello del abrigo.

«¡Te vas a creer esos comadreos! Ésos quieren colgarme algún sambenito, quizá por envidia…»

«¿Ésos? ¿Quiénes son “ésos”?» Anne se detuvo.

«No tus colegas.» Richard se apoyó contra una valla. «Han desenterrado aquel antiguo asunto. De cuando era estudiante. De Leipzig.»

«Oh, Dios mío.» Se puso las manos delante de la cara, tuvo que apoyarse en la valla, junto a él.

Él empezó a hablar de la conversación, primero de modo entrecortado, confuso, incoherente, luego cada vez más conciso.

«Pero qué motivo tienen… al cabo de tantos años…»

«No lo sé.»

A veces se veía a varias parejas apoyadas en una valla, a veces pasaba Arbogast, quien tenía un extraño sentido de la comicidad, hacía una reverencia en silencio con su bastón y, cuando era una valla de la Holländische Leite, mandaba sacar sillas del instituto.

«Esa antigua historia…, ¿me lo contaste todo entonces?»

«Sí, todo.»

«Y Weniger… ¿lo sabe?»

«No. No, él no puede saberlo.»

«Es tu amigo… Cuando veo cómo te comportas con él, dándole palmaditas en el hombro, a veces te miro y…»

«¡Cállate!»

«¡Y tengo miedo! ¡No se te nota nada, nada! Quizá me estás mintiendo a mí, quizá has estado mintiéndome todos estos años, lo mismo que has mentido a Weniger…»

«¡Anne! ¿No puedes entenderlo? ¿De verdad que no puedes entenderlo? Yo… era distinto en aquel entonces, en los años cincuenta en Leipzig, tú no has tenido que vivir aquel ambiente, y yo estaba sinceramente convencido…»

«Tan sinceramente que le clavaste un puñal en la espalda. Dios mío, estoy viviendo con un…»

«¡Anne!» Richard se había puesto blanco como la pared. La agarró por los hombros, la sacudió. «¡Todo eso lo hemos hablado ya, hasta la náusea, hasta el último detalle, no me lo eches otra vez en cara! ¡Eso es lo que quieren ellos! Quieren que eso nos separe, quieren destruirnos con eso, porque… porque tienen miedo del amor, sí, eso es. Porque temen la solidaridad y…»

Anne soltó una risa estridente.

«Que tienen miedo del amor… ¡Qué tonterías estás diciendo! Tendrías que oírte a ti mismo, lo ridículo y sentimental que suenas. Eso no va en absoluto contigo y no quiero seguir oyendo tus pseudofilosóficos análisis… ¡Dios mío, Richard!» Levantó las manos, las sacudió contra él, rompió a llorar.

Él la abrazó. Así permanecieron un rato. Richard miraba a la calle, había sombras que se movían y se acercaban. Cerró los ojos, los abrió de nuevo, las sombras habían desaparecido. Sobre las vallas de los jardines se elevaban copas de árboles y setos con sus ramas aún secas y muertas, soplaba un viento suave; el aire que olía a carbón llevaba entremezclado un olor a hierba. Anne lloraba. Él veía la hoja de papel con los números que le había regalado Lucie por su cumpleaños, el siete con un sombrero, el cinco fumando un puro. Trataba de reprimir esa imagen pero no lo conseguía, retornaba una y otra vez, los números parecían estar vivos, malignos tentetiesos. Lucie que entraba por la puerta, su osito de peluche en el brazo y que se quejaba de dolor de tripa. Las muñecas sonrientes en el pasillo. Luego se le antojaba que Josta lo estaba mirando. Sacudió la cabeza, pero esa imagen tampoco desaparecía.

«Sigamos andando.»

Tomaron el camino hacia la Turmstrasse y caminaron un rato en silencio. Él observaba a Anne. Ya no lloraba, miraba al vacío. Él recordó otra vez una de esas tardes en la que todo el barrio parecía estar paseando. En las calles había personas que se abrazaban, silenciosas e inmóviles. Las farolas proyectaban una luz pálida que de pronto se apagó, las casas de alrededor también quedaron en tinieblas. Apagón. Entonces ocurrió algo grotesco: Jule Heckmann, conocida en el barrio como «Jule-la-de-los-caballos», rompió a reír al lado de la dentista Knabe, unas carcajadas bruscas, crecientes, al mismo tiempo estridentes y cortantes, como él no oyera nunca hasta entonces; los paseantes, incluidos los que se abrazaban, se contagiaron y había estallado una risa que hacía un efecto extrañamente liberador, vital, a veces como un sollozo, a veces como un alarido que se multiplicaba en las profundidades de las calles; en las casas del entorno se oía cómo se abrían las ventanas, de pronto alguien gritó: «¡Burocratismo!», otro gritó a su vez: «¡Individualismo!», un tercero: «¡Socialismo!»; «¡Tengo miedo!», gritó una mujer, «¡Yo también!», otra, y todo el tiempo las carcajadas en toda la calle, interrumpidas por gritos de «¡Chsss!» y «¡Cállate, por favor!»; «¡Pronto no habrá nada que comer!», dijo alguien cambiando la voz; «¡En Wismar ya no queda carne!», chillaron en la oscuridad; «¿Habrá guerra en Polonia?» – «¡No llame usted al mal tiempo, por todos los santos!» – «¿Tendrán miedo ellos también?», vociferó una mujer, en la que Richard creyó reconocer a la dentista Knabe. – «¡Desde luego! ¡De nosotros!», y otra vez sacudieron la calle las risotadas, de las casas también llegaba, «¡Marxis-moo!» – «¡Estalinis-moo!», «¡Hombre: generalismo!». Se oyeron ladridos de perros, al punto enmudeció la risa, y la gente se dispersó a paso rápido. Alguien se acercó a Richard, se quedó cerca de él, le examinó detenidamente, vaciló; era Malthakus, se tocó el sombrero con el puño de su paraguas, susurró con su fina sonrisa: «Vaya, señor vecino, ¿y a usted qué le pasa?», y desapareció raudo en la oscuridad.

Richard se envolvió mejor en el abrigo, el recuerdo de aquella escena le había causado desasosiego.

«De modo que intentan chantajearnos», dijo Anne; él tomó nota agradecido de ese «nos»; pero ella no buscó su mano. «Tenemos que pensar lo que podemos hacer.» Su voz sonaba ahora firme otra vez. Eso le devolvió también a él la capacidad de reflexionar con serenidad.

«Hay dos posibilidades: o entro en el juego, o no entro en el juego.»

«Entrar en el juego, por nada del mundo», replicó ella rápida y breve. «Solicitar permiso de emigración. Tenemos que marcharnos de aquí. Podríamos preguntar a Regine.»

«¿Qué quieres preguntarle? ¿Cómo se rellena correctamente el impreso? No será posible. Me han dado a entender de manera inequívoca que no me dejarán salir. Los médicos son necesarios aquí, en el país… Sería traición a los pacientes que les han sido confiados…»

«¡Pero no pueden retenernos aquí sin más!»

«¡Sí, claro que pueden! Y entonces estaremos aquí bloqueados, a mí me echarán de la clínica, lo que no me importaría, pero Robert y Christian… ¡No habríamos conseguido nada!»

«¡No tendríamos que denunciar a nadie!»

«¿Al precio de jugar con el futuro de los hijos?»

«Pero espiar a la gente, ¿eso no es un precio?»

Richard no respondió.

«Hay también la posibilidad de que nos quedemos: y Christian y Robert presentan la solicitud cuando tengan la mayoría de edad.»

«¡Anne! ¿Qué estás diciendo? ¿Qué ocurriría? A Christian lo expulsarían al momento del EOS, y a Robert ya no le dejarían ni ingresar.»

«Christian cumple este año dieciocho. Robert dentro de dos años y medio. De todos modos perderán tiempo. En el ejército. Por eso, que esperen por una cosa u otra…»

«Tú partes de la idea de que todo funcionará como tú te lo imaginas. ¿Y si no es así? ¿Si no lo permiten? ¿Si los chicos no pueden marcharse? ¿Y estás segura de que ellos quieren? Estamos hablando sin contar con ellos, a lo mejor eso sería pedirles demasiado.»

«O a lo mejor no. ¡Vamos a hablar con ellos!»

«¿Y qué van a hacer mientras esté en marcha la solicitud? Regine lleva esperando dos años y sabes cuál es su situación. Despedida de la administración municipal, estigmatizada ante todos los compañeros como agente del imperialismo…»

«Y ahora es secretaria no calificada en la residencia de ancianos de Sankt Joseph, y el puesto se lo han dado sólo porque tú conoces al director médico del centro. ¡Sí, lo sé!»

«¿Y nuestros chicos? A ellos los dejarían asfixiarse más tiempo aún, por venganza, de eso puedes estar segura. Entonces estarán aquí como en una ratonera, sin el bachillerato, no podrán estudiar, tendrán que aprender un oficio… Christian: ¿qué va a aprender? ¡Y quizá no los dejen marcharse nunca! Aquí metidos con una vida fracasada… ¿Crees que nos lo perdonarían?»

«Una de mis compañeras también tiene presentada una solicitud de salida. Y sin embargo trabaja con nosotros, y su hija puede terminar el bachillerato a pesar de todo.»

«Con uno actúan de una manera, con otro de otra. ¿Quién puede garantizar nada? Considero bastante improbable que nos traten como a tu compañera de trabajo. ¿Quieres hacer el intento y ver lo que pasa?»

Caminaban con la cabeza baja el uno junto al otro.

«¿Y Sperber? ¿No podría él hacer algo?»

«No sé. No lo conozco muy bien. Tampoco me fío de él, para serte sincero. Corremos un enorme riesgo si tomo contacto con él y se lo cuento todo. ¿Qué pasa si es uno de ellos… o si colabora con ellos? ¿Crees que no está con un pie en el bando de ellos? ¿O que tal vez sólo se sirven de él? ¿Que es un señuelo que nos ponen delante?»

«Meno dice que ha ayudado a algunos autores.»

«Puede ser. Pero aunque no sea uno de ellos: ¿nos ayudará? Quién sabe a qué autores ha ayudado y en qué contexto. Cuando a un autor medianamente conocido le tocan un pelo de la ropa, al momento la prensa de allá pone el grito en el cielo, ¿pero con nosotros? ¿Con un médico y una enfermera a los que nadie conoce? ¿Y crees que Sperber puede hacer algo si dan a entender que no hay ningún interés en ello?»

«Estoy cansada… ¿Nos sentamos un momento?»

Richard asintió. Habían caminado hasta el Mirador de Octubre, nombre oficial de la pequeña plataforma rodeada de una pérgola que había en el parque de la Mondleite; los vecinos de la zona la llamaban, como antes, Mirador de Philalethes, por el seudónimo del rey Juan de Sajonia, el estudioso de Dante. En el centro del redondel había un obelisco con los nombres de los habitantes del barrio caídos en la guerra mundial.

«¿Pasamos por casa de tu hermano?»

«No…, no quiero. Supondría enseguida que pasa algo. Sobre eso también tenemos que ponernos de acuerdo: ¿cómo se lo decimos a la familia?»

«Hay que pensar bien si se lo decimos.»

«Para mí no hay nada que pensar. ¡Tenemos que decírselo!»

«¿Incluso con el peligro de que no podamos estar seguros de si Ulrich, por ejemplo…?»

«¡Ulrich puede estar en el Partido, pero no es un delator!»

«¿Cómo puedes estar tan segura? ¿No me pusiste tú misma en guardia contra él, te acuerdas, cuando volvíamos del Felsenburg?»

«Pero se trata de la familia…, ¡tan lejos no iría él!»

«¿Porque es tu hermano… y mi cuñado? ¿Porque quiere a los chicos y va con ellos al fútbol?»

«No sé. No puedo imaginarme que fuese capaz de denunciarte. En cualquier caso… Sí, quizá no pueda imaginármelo porque es mi hermano. Nuestro padre no nos educó para hipócritas ni para delatores; ¿sabes lo que decía? ¡De los bichos el peor / será siempre el delator!»

Temblaba, se derrumbó hacia delante, volvió a llorar; Richard notó que ella no lo quería a su lado y se acercó al borde del antepecho, en el que había una baranda de hierro forjado con un Nautilus estilizado, corroído por la herrumbre. Desde allí, el parque caía en abrupto declive. En la Casa de los Mil Ojos y en el Elefante de enfrente había luz, en casa de los Teerwagen abrieron una ventana. Fragmentos de música, voces, risas. Parecían celebrar algo. ¡Qué falta de preocupaciones…! Richard reprimió ese pensamiento.

«¿Vamos a ver a Regine?»

«No…, ahora no», murmuró Anne.

Él rebuscó en sus bolsillos, encontró la moneda de veinte pfennigs que llevaba consigo para las emergencias.

«Podría llamarla. En aquel cruce hay una cabina de teléfono.»

«Es muy amable de tu parte que trates de distraerme, pero… no. Quiero ir a casa. Estoy muy cansada.»

Richard se acercó a ella, se sentó a su lado en el banco. «Anne. Quizá nos ayudaría hablar con ella de esto. Quizá vea posibilidades que se nos escapan a nosotros. Y en ella podemos confiar.»

«En ella sí. Pero en los micrófonos ocultos en su piso, no. ¿Quieres decírselo a tus colegas?»

«No. Al menos de momento. Me fío de ellos tan poco como de Sperber. El más fiable, tal vez, sea Wernstein, pero quién sabe, a lo mejor, los que parecen más dignos de confianza… Puedo hacer otra cosa antes de decir nada a los colegas. Puedo aceptar.»

«¿Quieres hacer eso de verdad? ¿Quieres trabajar para esos bandidos?»

«¡Anne! ¡Sólo en apariencia! Les entrego cosas sin ninguna importancia, me hago el tonto… y eso hasta que ellos mismos noten que conmigo no han hecho una buena pesca. He de ser completamente inútil para ellos, a lo mejor así tengo una oportunidad.»

«¿No crees que lo notarán?»

«Seguramente lo notarán. ¿Pero qué pueden hacer? Un médico adjunto tampoco se entera de todo lo que ocurre en una clínica. ¿Y no es lógico que los ayudantes cierren la boca cuando estoy yo delante?»

«¿Y si te provocan? ¿Qué ocurre si una enfermera de quirófano dice algo capcioso, tú haces como si no lo hubieras oído, pero esa enfermera es de ellos, y en el encuentro siguiente te preguntan por tu “fraude”?»

«Eso sería una estupidez por su parte, ¿no crees? Yo sabría entonces que esa enfermera está con ellos.»

«¿Y si no te lo comentan, sino que sacan sus conclusiones sin decir palabra… y luego te pasan la factura en cualquier momento…?»

«¡Y si, y si, y si…! ¿Ves tú otra posibilidad?»

«Huir.»

«¡Anne, no seas tonta! ¡No puedes decirlo en serio! Ya el intentarlo es un acto delictivo, nos echarían el guante en un abrir y cerrar de ojos, y acabaríamos entre rejas… ¡Huir! ¿Cómo te lo imaginas? ¿Con los chicos? ¿O ellos se quedan aquí? ¿Y nosotros abrimos un túnel? ¿O cruzamos a nado el Báltico?»

«Tu compañero de estudios lo consiguió.»

«¡Ése era nadador profesional, Anne! ¡Vivía solo y sabía perfectamente a lo que se exponía! Si lo hubiesen cogido, habría tenido que responder sólo de sí mismo. ¿Sabías tú que falsifican los mapas? Un paciente me lo contó el otro día. Según nuestros mapas tú crees que estás en la República Federal: pero en realidad sigues estando en la República Democrática. Los ríos no corren por donde debían correr según los mapas; en la zona fronteriza no están dibujados los caminos…»

«Yugoslavia.»

«Anne.»

Ella soltó una risa estridente. Richard la miró.

«Vámonos a casa.»

Yacían despiertos uno junto al otro, en sus camas, que ellos habían juntado al comienzo de su matrimonio; uno escuchaba la respiración del otro.

24. EN LA CLÍNICA

Seguían fascinándole los ruidos de la casa; a veces abría la puerta de su cuarto para escuchar; la ranura le parecía ser entonces como el cilindro acústico de un estetoscopio, como la unión, revestida de mucosa y de pelillos vibrátiles, del oído medio con la cavidad faríngea (recordó que tenía que encargarse de que el pediatra examinara a Lucie, tragaba con mucha frecuencia y se quejaba de que le dolía, las otitis mal cuidadas eran peligrosas); cuando abría la puerta, cerraba los ojos y escuchaba, porque por los ruidos no sólo podía saberse lo que ocurría en la clínica sino también cuál era la situación en la que eso ocurría, cómo era el ambiente y cómo cambiaba éste a la mínima perturbación, a la más pequeña irritación, como si la clínica fuera un organismo colectivo, semejante a un enjambre de abejas. Ahora eran los momentos en los que la clínica se preparaba para la noche; un tiempo intermedio: el trabajo de la jornada estaba hecho en su mayor parte, los recién operados yacían de nuevo en sus camas, se los había atendido y la ronda de la tarde ya había pasado visita, las enfermeras del turno de mañana y los familiares de los pacientes que llegaban a las horas de visita se habían marchado; tampoco había a esa hora clases ni seminarios. Todavía no avanzaban ruidosamente por los espaciosos pasillos de la clínica, cubiertos de PVC, los carritos cuadrangulares, de sólida construcción y cargados de bandejas-termo, que le recordaban baúles de ultramar, y que las enfermeras llevaban de habitación en habitación para distribuir la cena a los pacientes. Todavía no se oía el tableteo de los zuecos de madera de la señorita Henrike, la jefa de enfermeras, que a la caída de la tarde inspeccionaba su reino. Vivía sola, con su madre, que no se valía por sí misma y necesitaba cuidados, y con un hijo que había interrumpido dos aprendizajes, en un angosto piso de la Augsburger Strasse, a menos de quinientos metros de distancia de la Academia, una mujer rechoncha, de aspecto maternal, que se había alegrado como una niña por la medalla de plata de Hufeland que le había sido otorgada el Día de la Sanidad Pública. Sonaban teléfonos, por las entrañas de la clínica traqueteaban los carros de ropa; las puertas de las habitaciones de servicio contiguas se abrían y cerraban. La mayor parte de los colegas aún estaban allí, habían terminado con el trabajo de planta y ahora irían a la biblioteca, a los laboratorios o escribirían dictámenes, informes de quirófano. Richard se había ido a su habitación para descansar un poco; el día había sido laborioso. De las siete y media de la mañana a las cinco de la tarde había estado en el quirófano sin tomar otra cosa que tres cafés y los bocadillos que le preparaba Anne por la mañana. Estaba de servicio pero no le llamarían por cualquier bobada; Dreyssiger y Wernstein eran médicos con experiencia, podía fiarse de ellos.

Se echó en el catre y se revolvió inquieto. Luego quedó tumbado boca arriba y miró al techo. Aullaban acercándose sirenas de ambulancias, oyó cómo subía ruidosamente la rampa de la clínica un vehículo del Socorro Médico de Emergencia. Gritos, pasos rápidos, el estrépito de las camillas. Le llamarían si hubiera algo. No conseguía relajarse, se levantó. Tenía los sentidos obnubilados por el cansancio y el mareo, se acercó a la ventana para respirar aire fresco. Pasó el mareo, pero quedó el letargo, la lasitud. Agarró la aldaba de la ventana y apoyó la cabeza contra el cristal. Luego hizo flexiones de piernas, quizá viniera el cansancio de la falta de movimiento o de la insana postura en la que a menudo se está obligado a operar; en los últimos tiempos, se cansaba enseguida. Se sentó ante la mesa en la que había, abiertas, algunas revistas de la especialidad. Le interesaba un artículo sobre un nuevo método de operación de la contractura de Dupuytren, una insidiosa enfermedad de la mano, se había propuesto estudiarlo a fondo, porque esa enfermedad parecía ir en aumento. En su consulta de la clínica había tenido en los tres últimos meses catorce casos. La enfermedad terminaba con la deformación casi total de la mano, los tendones formaban nudos y engrosamientos del tejido conjuntivo y se contraían; en el último estadio de la enfermedad, la mano ya no se podía abrir. Quiénes eran los autores del trabajo… Claro, el grupo de Hamburgo dirigido por Buck-Gramko, el rey de la cirugía de la mano. Habría apostado que era él. Desde enero, era la quinta publicación de ese grupo de trabajo con la que se topaba y el año todavía era joven. ¿Y ellos? ¿Qué hacían ellos, en este país? Por lo general se hacían eco de lo que presentaban los otros, los de allá, ellos valoraban los adelantos, pero no los determinaban, ellos reflexionaban sobre cómo podrían transferir de modo creativo a la situación de aquí los logros ajenos, lo que significaba: ellos improvisaban… Leyó las pocas frases que resumían el estudio. Así supo enseguida que no podrían aplicar ninguno de los resultados porque no poseían las condiciones técnicas para ello. La historia de siempre. Y luego se asombraban de que la gente se marchara… ¿Por qué no se había marchado él cuando aún era el momento? No podía concentrarse, apartó el artículo. Qué cansado estaba, ni siquiera su rama favorita, la cirugía de la mano, le interesaba ahora. No le interesaba casi nada, en realidad, desde su conversación con Anne… Pero no tenía que dejarse ir, eso siempre lo había detestado. Si el mundo constara sólo de personas que se dejan ir en cuanto tropiezan con dificultades, uno seguiría habitando en cavernas y viviendo de lo que se cazaba y recolectaba… Uno o dos cafés y una cena sólida bastarían para devolverle los ánimos, decidió. Cuando se disponía a cerrar la ventana vio a Weniger, que venía de la Clínica Ginecológica.

«¡Richard!» Weniger saludó con la mano. «Los dos tenemos servicio de localización, qué bien. A lo mejor podemos charlar un poco.»

«¿No te vas a casa?»

«No puedo dejar sola a la ayudante en prácticas. Tenemos varios partos difíciles en perspectiva. Cuando empiecen, me llamaría para que viniera de todos modos. Así que lo mejor es que me quede.»

«¿Te vienes a cenar algo?» Lo que preparaban de cena las enfermeras de la Clínica Quirúrgica para quienes estaban de guardia gozaba de buena fama en la Academia.

«Viejo amigo, eso es exactamente lo que yo me proponía.»

«Antes quiero dar una vuelta por las plantas…»

«Voy contigo, si no tienes nada en contra.»

Explicaron en el ingreso de urgencias que querían hacer una ronda. Esos recorridos con colegas de otras clínicas eran habituales en la Academia, porque así se sabía enseguida y por boca de quien era competente, igual que en una lección magistral privada, las innovaciones y los problemas más importantes de la otra especialidad. En el día a día de las clínicas no quedaba tiempo, por lo general, para orientarse sobre el estado de cosas de las diversas especialidades.»

Primero pasaron por los servicios de cirugía general, pues Richard apenas conocía a esos pacientes. Si le llamaban por la noche, era una ventaja estar informado al menos de un modo somero. Por los horarios vio que el servicio nocturno estaría a cargo de enfermeras competentes. Distraído y de forma rutinaria saludó a las enfermeras del servicio de tarde, mandó sacar las hojas clínicas de los casos difíciles, las examinó, mientras Weniger bromeaba y trababa conversación.

«Hola, señorita Karin, ¿qué tal van las obras de su casa?»

Las enfermeras vaciaban la cesta de la farmacia, ponían las medicinas de la noche.

«Pues cómo van a ir, doctor. Si por lo menos tuviera operarios decentes. Últimamente llamé al fontanero porque no funcionaba el calentador del agua. “¿Pero con foro o sin él?”, me dijo. ¡Y que después de las seis no vendría, que a esa hora empezaba su merecido descanso!

«¿Quería que le pagara con cheque-foro?[40] ¡Qué tunantes!»

«O directamente con dinero del oeste, doctor, ¡qué se cree usted!» La segunda enfermera de planta de la Sur I hizo un gesto de indignación. «Hace poco llegaron operarios a casa de mi vecino a instalar un lavabo y cuando se enteraron de que no podía pagar con dinero del Oeste le echaron hormigón en los desagües.»

«¡Habría que denunciar a esa gentuza!» Weniger golpeó la mesa.

«Entonces ya no consigue usted un operario en todo lo que le queda de vida», la enfermera Karin suspiró. «Así es. La única solución sería… ¿No se encuentra bien?» Miró preocupada a Richard; él negó con la mano.

«Ya ha pasado. A lo mejor es que tengo que comer algo. Y tampoco me vendría mal un café. Déjelo. Me lo darán en mi servicio, muchas gracias. Manfred, ¿nos vamos?»

Notaba las miradas a su espalda.

En la Norte I tomaron café, las enfermeras le habían puesto a Richard su taza, que era un tazón enorme de metal con su nombre y la calcomanía de un sonriente pez sierra. El café le reanimó, estaba tibio y amargo (a todos los demás les parecía repugnante), así es como más le gustaba, porque no tenía que perder tiempo esperando, podía beberse el café, como una droga, en unos cuantos sorbos ansiosos. Weniger le observaba, él bebía en sorbitos directos, muy precisos, muy entrenados, a Richard le parecía un poco afectado.

«¿Problemas?», preguntó Weniger cuando iban por la planta.

«Lo de siempre, ya sabes. Además ha sido un día agotador.»

«¿Müller?»

«No, no. ¿Te refieres a nuestros chistes, el día del cumpleaños? Eso ya pasó a la historia. Tenemos otras preocupaciones.»

«¿Prefieres no hablar de ello?»

«No es eso lo que quería decir. Ven, te enseñaré una cosa.»

Fueron a una habitación, en ella había ocho camas, en cada una yacía una mujer de cabellos canos. Un auxiliar de enfermero movía en ese momento a una paciente para quitarle la cuña; olía a orina, a deposición y a desinfectante Wofasept. Las mujeres no levantaron la vista cuando entraron los dos médicos, yacían apáticas, miraban al vacío o dormían, las arrugadas manos sobre las sábanas blancas. El enfermero auxiliar limpió a la mujer con dos o tres enérgicos frotes, cogió la cuña, saludó con timidez y se marchó deprisa. Esa paciente parecía haber advertido la presencia de los médicos: «¡Doctor, doctor!», exclamó con voz fina y quejumbrosa, y extendió los brazos. Se acercaron a la cama, se sentaron, Richard le cogió la mano.

«Doctor, ¿viene mi hija?»

«Vendrá.»

La mujer se dejó caer sobre el almohadón, asintió contenta, volvió a inclinarse hacia delante, amenazó con el dedo índice, sonriendo con picardía.

«¡Los médicos mentís todos! ¿No puedo llamar por teléfono a mi hija?»

«Cuando pueda levantarse usted. Y podrá cuando la fractura esté bien curada.»

«Oh, doctor, si pudiera caminar…» Giró la cabeza hacia la ventana, empezó a hablar entre dientes, los finos cabellos plateados circundaban, como telarañas, el rostro de pájaro de la anciana.

«Su hija vendrá, seguro», dijo Weniger.

«¡Dios le bendiga, doctor, Dios le bendiga! Mire», susurró con sonrisa astuta, «no estoy loca como dicen los del asilo, yo… sólo tengo muchísima sed.»

«Aquí tiene.» Richard cogió el pistero que estaba sobre la mesilla de noche y le dio de beber, Weniger la sostenía.

«Una vida tan larga…» Buscó la mano de Weniger, le puso algo en ella. Él sacudió la cabeza.

«Déjelo, usted lo necesita con más urgencia.» Puso la moneda de un marco sobre la mesilla. «Es muy amable de su parte, pero por favor: quédese con ella.»

«¡Para darles las gracias, caballeros! ¿Vendrán otra vez? Ay, no es bueno llegar a vieja y estar tan sola.»

«Hemos de marcharnos. Aquí tiene, por si necesita algo.» Richard le puso el timbre en la mano y sujetó el cable a la sábana con un imperdible.

«Vienen de las residencias para ancianos», dijo Richard, ya fuera. «Se caen por la noche de camino al baño, se rompen el cuello del fémur, las operan y tienen que estar en cama hasta que se cure la fractura. Dos o tres meses, según cómo evolucionen. Entonces quedan confinadas en cama y enferman de pulmonía. Y luego se mueren.»

«Como en nuestra clínica», dijo Weniger. «Vienen de esos mismos asilos, con úlceras de decúbito, desnutridas, confusas porque tienen sed. No se las tiene en cuenta, por ser viejas y seniles, pero no lo son en absoluto, lo único que necesitan es un poco de líquido. Nosotros las cuidamos, ellas se recuperan de maravilla… y vuelven al asilo.»

«Ése es el circuito», dijo Richard. «Cuando son jóvenes vienen a tu clínica y dan a luz, cuando son viejas vienen a la mía y mueren. No tienen bastante personal en las residencias de ancianos. De eso no viene nada en los periódicos.»

«¿No hay ningún método para fortalecer las piernas después de la operación y que puedan levantarse enseguida?»

«Aún no. Diversos grupos de trabajo de allá están investigándolo. Hace poco he leído algo interesante. La clave está en una especie de clavo superdimensional, que se pone entre la cabeza y el cuello del fémur. Le enseñé el artículo al director técnico de la fábrica que suministra nuestro material. Sólo de un modo general, quería una información sin compromiso. Me llamó por teléfono: “No hay nada que hacer, ni siquiera tenemos las máquinas con las que podríamos construir las máquinas que podrían construir esos cacharros”.»

Weniger se acercó a la ventana, metió las manos en los bolsillos de la bata.

«Los casos de cáncer aumentan de modo significante. De mama y de cuello uterino, y en mujeres cada vez más jóvenes. Por cierto, ¿son todos tus pacientes tan piadosos?»

«Ella era comunista. Colaboró en la Bandera Roja, luego actuó en la clandestinidad, fue a España, al frente. En el último momento pudo emigrar a México. Regresó tarde, cuando aquí los de Moscú ya lo tenían todo en su poder. Luego colaboró en la reconstrucción; en una ocasión se apartó de la línea oficial, y la trasladaron a un puesto subalterno, en una fábrica de transformadores y de rayos X. Y luego era vieja.»

Weniger asintió, examinó a Richard de perfil, él lo notó pero evitó el contacto visual.

«Vamos a ver qué tal es esa famosa cena vuestra.»


Aquella guardia se presentaba inusitadamente tranquila.

«¿Ningún caso de emergencia?», preguntó Richard en la policlínica de urgencias.

«Hasta ahora no.» Wernstein abrió los brazos. Dreyssiger atendía una torcedura de tobillo, rutina. Las enfermeras preparaban parches de gasa.

«¡Poca animación hoy!» Weniger colgó el auricular. «Mis partos difíciles… durmiendo.»

«Entonces vamos a mi cuarto», propuso el adjunto doctor Prokosch, que estaba sentado en un rincón y rellenaba impresos. Era también, en la Academia, uno de los antiguos de Leipzig, pero había terminado dos años antes que Weniger y Richard. Era un hombre achaparrado y atlético, al que más se le habría tenido por boxeador que por oftalmólogo. Nadie creía que sus dedos cortos, gordos como cigarros, tuvieran la sensibilidad y la destreza y delicadeza de movimientos que se necesitaban para las operaciones de ojos que, con harta frecuencia, como decía Prokosch, eran comparables a la empresa de «tajar de un cabello un diapasón».

«Tengo un par de casos que os interesarán. Para dormir todavía nos queda tiempo.»

«¡Que el dios del servicio nocturno le escuche!», dijo Wolfgang, un enfermero encanecido con treinta años de servicio. «¿Cuál es la primera regla cuando oscurece? Duerme todo lo que puedas, y no te fíes de ningún minuto tranquilo. Eso es la calma que precede a la tormenta.»

Los tres médicos caminaban juntos, despacio, hundidos en sus pensamientos; qué más había que hablar; se conocían hacía tiempo, el servicio era el servicio; no era habitual —excepto cuando eran amigos, como Richard y Weniger— traspasar cierto límite en la conversación. No se tocaban asuntos privados, no por desinterés sino por razones de tacto, que se ponía de manifiesto como simpatía y que, según un código no escrito, quedaría violado mediante una conversación demasiado íntima entre colegas. Se conocía al otro, se sabía quién era (o quién parecía ser), se asentía en silencio, eso era todo, y bastaba.

Oyeron pasos apresurados detrás de ellos, el enfermero Wolfgang hizo señas a Prokosch.

«¿Dónde?», preguntó él.

«Planta 9 d. El médico de turno está ocupado en la Clínica Dermatológica. El dios del turno de noche no ama el sueño.»

«En efecto, no hay que dar coces contra el aguijón.» Prokosch se encogió de hombros con resignación. «Creo que todavía nos veremos hoy. Así que hasta luego.»

Una ambulancia se acercaba por la entrada de la Academia, pero sin luz intermitente; observaron adónde se dirigía; torció a la derecha detrás de los aparcamientos, en dirección a la clínica estomatológica.

«No es para nosotros», dijo Weniger. Retrocedieron despacio por la calle de la Academia.

«Manfred, ¿puedo hacerte una pregunta?»

«Venga con ella.»

«¿Has pensado alguna vez en marcharte?»

Weniger dirigió una rápida mirada a Richard, examinó el entorno, cambiaron al centro de la calzada.

«Creo que en eso hemos pensado todos. En el último congreso ginecológico me ofrecieron un puesto.»

«No me refiero a eso.»

«No son buenos pensamientos.»

«Pero se tienen.»

«Cada persona es distinta. Creo que así no se puede vivir.»

«Pensaste durante la carrera lo que es ser padre, tener hijos con una mujer, educarlos…»

«No me acuerdo. Creo que no.»

«Querer a una en todas…»

«Eso lo sabes aún», Weniger miró a la oscuridad.

«Y…» Richard se interrumpió. Se acercaba una mujer; ya de lejos reconoció a Josta. Su primer impulso fue meterse por uno de los caminos laterales, pero ella le vio, y Weniger también la había visto: «Señora Fischer, ¿está usted aquí aún, tan tarde? ¿Hay en el rectorado algo especial que tendríamos que saber nosotros?»

«No», dijo ella lacónica, sin llamarle por su nombre ni saludar. «Sólo mucho trabajo. Pero nada especial. Medidas e instancias relativas a obras, doctor.»

«¿Cómo está su hija?»

«Oh, ahora está en el nivel medio de preescolar. Le gusta mucho dibujar. Creo que tendría que ir al pediatra, se queja de dolor de oídos.»

«¿A qué pediatra la lleva?»

Dio un nombre. Evitaba mirar a Richard.

«¿Está usted contenta?»

«Bueno, es una policlínica, hay largos periodos de espera, y yo no quisiera dilatar tanto el asunto…»

«Hablaré con el profesor Rykenthal, si está usted de acuerdo. Llámeme mañana.»

«Lo haré, gracias, doctor. Pero no quiero entretenerlos más tiempo. Les deseo una guardia tranquila, hasta luego.»

«Es guapa esa señora», dijo Weniger cuando ella se marchó. «Habría que ser veinte años más joven… y», se pasó la mano por la calva, «no ser tan peludo como un mono. Dios mío, aún estoy viendo a la niña, recién seccionado el cordón y ya envuelta, y la cara de ella cuando la comadrona le dio el bebé. Siempre es el momento más bonito.» Weniger se miró las manos. «Entonces se sabe para qué se vive y para qué tiene uno estas manazas. Seguro que a ti te pasa lo mismo.»

«¿Fue un parto difícil?»

«Sí, bastante. Pero por su boca no salió una queja. Eso ya no se da mucho. Antes y en el campo, sí.»

«Nos ha interrumpido.»

«Así que quieres seguir con el tema. Tendríamos que hablar de eso en otra ocasión, no en el trabajo cuando alguien puede llamarnos en cualquier momento y podrían quedarse en el aire cosas que uno habría preferido aclarar…»

«De acuerdo», dijo Richard tras una cautelosa mirada a Weniger.

«¡No, no, como quieras, de momento no nos llama nadie!», replicó Weniger con risa fácil, «y nosotros nos conocemos lo suficiente para equilibrar la palabra hablada y la situación en la que se habla.»

«En eso tienes razón, claro.»

«¡Ya lo creo!», exclamó Weniger alegremente. «Pero volviendo a lo que decías… Se puede pensar en ello, aunque sea teoría. Los pensamientos no tienen consecuencias prácticas. Se puede jugar con ellos, como los niños con las piezas de madera, y cuando con esas piezas se construye una casa que no le gusta a uno, pues se cambia por otra… Oye, ¿no tienes frío? Te puedo prestar mi abrigo.»

«No, no tengo frío… Hace buena temperatura.»

«El termómetro marcaba ocho grados. Se puede cambiar la casa a voluntad, y sin consecuencias.»

«En la vida real eso no es posible.»

«Quizá sea posible, Richard, pero muchas personas tienen el problema de que no están contentas con las casas que tienen, siempre han de volver a construir y a derribar, y lo hacen toda su vida y nunca tienen una casa terminada, mientras que su vecino, cuya casa ellos miraban con desprecio, porque está torcida y quizá tampoco es muy original porque está hecha de materiales baratos, ha vivido en una casa terminada.»

«Bonita perífrasis para una renuncia.»

«No, yo no diría eso. El vecino ha tomado una decisión. Ha determinado sacar el mejor partido de lo que le ha caído en suerte y no gastar su tiempo buscando cosas que no puede conseguir.»

«¿Cómo sabe él que no puede conseguirlas?»

«Porque se evalúa a sí mismo con sobriedad.»

«¿Cómo educas a tus hijos?»

Weniger no respondió al momento.

«Les digo que son libres.»

«¿Libres? ¿En este país?»

«En ese punto, no se es libre en ningún sitio, creo. Quiero decir, libres, para tener cordura en cuanto a sí mismos y construir su casa. Por cierto, tienes mal aspecto.»

«Sí, puede ser. No duermo muy bien.»

«Eso nos pasa a todos», dijo Weniger riéndose.

«Cuando te enteras de algo que te pone furioso, digamos: que podría dar la impresión de que estás bastante desvalido…»

«¿Hay algo que pueda producir en ti esa impresión?»

«No, sólo quiero decir… Un ejemplo, es un mero ejemplo, para poner la reflexión en el marco adecuado. O sea, si te has enterado de algo así, ¿es mejor golpear al momento o por lo pronto esperar?»

«Depende mucho de la clase de experiencia que ha dado origen a esa impresión. Y de lo que entiendes por “golpear”. En este país las posibilidades de “golpear” deben de ser muy limitadas. Si no se es uno de ellos.»

«Espera, me he expresado mal, “golpear” suena desde luego un poco a fanfarronada…»

«Casi es mejor que sigamos en otro momento», dijo Weniger con calma.