33. CAMPAMENTO MILITAR
Olores de jardín, perfume de los rododendros, jazmín que por las noches se abría con pálido rostro, bocas blancas del murmurante crepúsculo, y flujos azules, ocres y color agua, que el viento abría en abanico; los misterios de la hierba, que llevaba franjas azul noche y al borde de los prados se intensificaba en violeta, de pronto el grito de un pájaro desde la copa de un arce lleno de verde, saúcos cuyo susurro sonaba como si alguien estuviera esparciendo arena,
una hoja, un remo fulgurante, agarrado por la corriente térmica, retrocedió en remolino y se detuvo en la rama de la que había caído, de forma que se veía la calle y se comprobaba que los transeúntes no andaban hacia atrás como en las películas mudas; radios de bicicleta que giraban como una exhalación cuando en el borde del camino un chico daba la vuelta a su bicicleta aparcada; disonancia: un cardo sobre un prado con fruta caída,
gatos adormilados sobre pilas de tablas detrás de cobertizos, primero dos, luego tres, luego uno gris, uno pardo se movía sobre madera parda, y allí: uno atigrado, docenas de gatos descansando al sol, a terca y respetuosa distancia unos de otros, ningún gato miraba al otro, ninguno estaba echado en posición paralela a otro o de espaldas a otro; formando ángulos que parecían exactamente equilibrados, dentro de su pequeñez, miraban al vacío sin verse unos a otros, inmóviles, y aparecían cada vez en mayor número, sin ruido, como contornos de una fotografía que está revelándose, a algunos tal vez se los podía tocar, a otros no: como si esa colonia estuviera compuesta de diversos días de junio y, por una irritación en el transcurso normal del tiempo, fueran visibles todos los gatos que en los últimos cien años habían estado en esa plaza,
luego llegó el verano.
«Hasta nuevo aviso nosotros no queremos verte», había escrito Josta cuando fue dada de alta en el hospital, y era ese «nosotros» —que también abarcaba a Daniel y a Lucie, que aún no entendía en absoluto lo que había ocurrido— lo que llenaba de inquietud a Richard y aumentaba la melancolía que tras las apacibles invitaciones de la primavera, ese vulnerable verde que crecía de un modo tan poco patético, le invadía a menudo en los meses cálidos. El verano exigía, acuciaba, todo marchaba a velocidad, se agotaba en ajetreo bañado en sudor, el cielo parecía girar como una piedra de molino, aplastar copas de árboles y tejados, afilar el río como una brillante navaja; las flores ya no se sosegaban, no tenían tiempo, eso parecía, y reventaban, echaban en las calles un blanco agresivo que hacia el mediodía, bajo un sol gris piedra, arañado como rollos de viejas películas, formaba estrías de calor, luego se secaba y, cuando las flores caían crujiendo, humeaba como polvo de yeso sobre los caminos. Richard iba a bañarse los jueves —pese al calor prefería la piscina cubierta a las otras al aire libre—, cercaba la casa de Josta, encontró la tienda en la que la señora Schmücke vendía pescado: «El chico tendrá pronto vacaciones», dijo en respuesta a su prudente pregunta, cuando la tienda estaba vacía y las tencas se habían sumergido otra vez perezosamente en el acuario, «parece como si quisieran marcharse de viaje. La pequeña ya no se ríe. Por cierto, ha venido alguien para los niños, yo ya no tengo que ocuparme de ellos. Una mujer», añadió, «yo no la conozco. De la oficina municipal de asistencia a las familias, ha dicho.»
Los chicos de las clases 11 viajaron al campamento militar. Christian trajo del centro de equipamiento un uniforme verde claro y una máscara de gas, al hombro llevaba un par de botas negras de cordones: «Son sólo dos semanas», tranquilizó a Anne. El uniforme había estado guardado, olía a polvos antipolillas; Robert, a quien no le gustaba que su hermano viviera otra vez en la Carabela durante las vacaciones, abrió las ventanas de par en par: «¡Esos pingajos me apestan todo el cuarto! Y oye, tío, aquí llama todo el tiempo una fulanita, ¿es la de Waldbrunn? Reina Kossmann. Reina: suena a limpieza en seco.»
«Ocúpate de tus asuntos», dijo Christian. En la peluquería de Wiener pidió que le cortaran el pelo casi al rape: «Si hay que hacerlo, que sea del todo», se presentó en uniforme y con botas de cordón, el quepis sujeto bajo una hombrera; Wiener trabajaba en silencio en el salón donde de pronto todos habían enmudecido, las miradas se desviaron; sólo cuando se levantó el coronel jubilado Hentter, antiguo miembro del Estado Mayor en el Afrikakorps de Rommel, y le puso a Christian la mano en el hombro, esperaron Wiener y sus ayudantes. «Pensábamos que ya habíamos pagado», dijo Hentter, «en El Alamein vi morir como chinches a gente como tú. Y tú apareces aquí con esos trapos, hijo mío. Vete a casa y no te los pongas hasta que no tengas más remedio.»
Christian se sintió desilusionado de que el coronel no le comprendiera. No llevaba ese uniforme por orgullo sino porque quería que lo compadecieran, quizá también en plan de desafío, una sensación masoquista de «aquí me tenéis», la exhibición del sufrimiento. Los rusos seguían en Afganistán. En Polonia aún imperaba la ley marcial. No soportaba la idea de poder moverse libremente mientras el uniforme estuviera en su cuarto como una admonición. En el momento en el que recibió el uniforme, había caído una sombra sobre su libertad, el intervalo hasta la partida estaba envenenado: y tenía necesidad de dignidad; hacia fuera se adaptaba, por dentro decía: Llevo esta ropa, llevo hasta el pelo a cepillo, hago más de lo que me piden, y a pesar de todo no tenéis ningún poder sobre mí. La verdadera razón no quería verla: para que la despedida fuese soportable, se ponía ya antes el uniforme.
Richard vio a Christian cuando éste volvía del peluquero: ¿ese muchachuelo desgarbado de rostro encendido y pelo rubio cortado como un cepillo de zapatos era su hijo? Anne, que había estado trabajando en el jardín y colocaba en ese momento una regadera delante del portón de entrada, junto al arriate de las rosas, soltó un grito, levantó las manos, las portezuelas del Zhiguli de los Tietze se cerraron de golpe, Richard vio que Niklas saludaba en su bata blanca, la regadera se volcó, el agua salió despacio, en grandes manchas floreadas por las baldosas del camino. Christian respondió al saludo, se detuvo delante de Anne, habló con ella sacudiendo obstinadamente la cabeza, ella no reaccionó, él cogió la regadera y regó las rosas, que con el calor crujían como papel rizado.
Los vagones estaban abarrotados, la compañía de ferrocarriles sólo había puesto a disposición algunos compartimentos especiales en los que se apelotonaban escolares uniformados de todo Dresde y de sus alrededores, bajo el control de sus profesores. Habían pasado los abrazos, las lágrimas, la entrega de cartas de amor, se oyeron portazos, un revisor dio un pitido largo y fuerte y levantó el banderín para dar la salida; despacio, como una apisonadora que rodara entre los andenes de color pardo ceniza, se puso el tren en marcha y dejó atrás a las personas que decían adiós, que corrían con el tren, que echaban besos y agarraban las manos, que se movían como aspas, de chicos hipersensibles o hiperprotegidos, personas que pertenecían tan claramente a la categoría de «padres» o «novia», que Christian no les perdonó un sentimentalismo tan descarado y rechazó furioso una manzana que le ofrecía Falk; no le gustaban esas escenas de despedida, no lo hacían más fácil, lo irremediable no se volvía menos irremediable por unos rostros llorosos. Por primera vez en su vida había prohibido algo a su madre: llevarle en coche a la estación; lo había hecho con tal brusquedad que ahora le remordía la conciencia. Anne le había dado una bofetada, la primera desde hacía muchos años, él había leído el espanto en su rostro y se había marchado con un portazo. Unas palomas levantaron el vuelo, Christian se apretujó en su rincón y miró el arco acristalado de la cara frontal del andén color pardo; de los soportes de acero colgaban bancos de excrementos de pájaros. Después que Jens y Siegbert se hartaron de comentar el corte de pelo de Christian, le invitaron a jugar al skat, jugaron a octavos de pfennig y él perdió algunas monedas de diez. Enfrente había alumnos de la Kreuzschule, cuchicheaban entre ellos, los miraban con ojos soñolientos. La Kreuzschule era un instituto de élite que gozaba de renombre en todo Dresde, el coro de los «crucianos» había alcanzado fama mundial bajo su director Mauersberger; la rama humanista del instituto, con latín y griego, exigía a los alumnos un nivel por encima de la media; ahora se tachaba a ese instituto de «rojo», y también se decía que el canto era de menor calidad. Pese a todo: ser un cruciano era algo especial, con eso se era alguien en Dresde; las señoras que se reunían a merendar enarcaban las cejas, las abuelas juntaban las manos y exclamaban «No es posible, no es posible», de felicidad cuando su nieto lograba acceder a los sagrados recintos. Meno había sido alumno de la Kreuzschule, asimismo el tío Hans de Christian, y tanto Muriel como Fabian iban a ir a ese EOS. Los crucianos solían ir al Café Toscana y allí exhibían su aburrido-indolente semblante, típico de ellos desde hacía generaciones, de «¡cuánto cuesta el mundo!», que los anclaba en la burguesía de la isla de Dresde, como decía Meno, de modo claro e incestuoso «como un donativo de sangre propia». Christian los envidiaba por su seguridad. Siegbert no se fijaba en los chicos de los otros compartimentos. Se había llevado una pila de libros de aventuras Kompass y empezó a leerlos cuando se hartaron de jugar al skat. Falk sacó su guitarra de la funda. Ahora los alumnos de la Kreuzschule se animaron: «Eh, eso está muy bien, ¿por qué no tocamos algo juntos?» Un chico de piel tostada y melena que le caía por los hombros señaló con indolencia un acordeón que había en la rejilla. «¡Y tú puedes sacar tu trompeta, gordo!»
«¿Te crees que soy marica o qué?» El que había sido tratado de «gordo», un rubio delgado como un pájaro a quien el uniforme le bailaba en el cuerpo, amenazó sonriente con el puño.
«¡No me refiero a ti, idiota!» El de la piel tostada bajó el acordeón. «Crucianos: ¡viva la música!» Enarcó una ceja y se dirigió a Falk. «¿Sabes tocar?»
«¿Entiendes de notas de música?»
«¿Entiendes de ironía?», respondió a Christian el de la piel tostada. Los crucianos querían cantar canciones de vagantes en latín, pero tuvieron que hacerlo solos porque sólo ellos conocían esas canciones. Falk acompañaba a la guitarra, el de la melena rubia tocaba con sentimiento la trompeta. Las únicas canciones que conocían todos eran «Bandiera rossa» y «Cuando desfilamos juntos» y, como eso no quería cantarlo nadie, los crucianos empezaron otra vez en coro a varias voces, el de la piel tostada tocaba el acordeón y dirigía con la cabeza.
El tren serpenteaba por el Lausitz, paisaje de las típicas casas de pilares y vigas, y de la r gutural, de aldeas perdidas y campos de cultivo suavemente ondulados que llegaban hasta el horizonte; allí llamaban Apern a las patatas, y muchos nombres de lugar estaban escritos en los indicadores en dos idiomas, en alemán y en sorabo. Cuando el tren circulaba despacio se oía el trino de las alondras sobre el amarillo pálido del trigo; olía a sudor y a polvo y a infusión azucarada de escaramujo. Del compartimento delantero venía el crujido del taladro del revisor, Christian se inclinó hacia delante, se oía la voz juvenil de Stabenow, soltaba alguna entusiasta conferencia, con él estaban Hagen Schlemmer y algunos otros forofos de la física, a quienes aún les brillaban los ojos al oír nombres como Niels Bohr y Kapitza. Stabenow llevaba también el uniforme del campamento militar. El doctor Frank dirigía el curso de defensa civil de las chicas en el EOS.
El campamento militar, un terreno de una hectárea de superficie, con barracas, mástiles de banderas, cantina y gran patio para formar, estaba en las afueras del pueblo de Schirgiswalde en medio de verdes colinas en las que había, allá en lo alto, casas unifamiliares con las persianas bajadas y algunas píceas en miniatura; parecían artificiales como el escenario de un ferrocarril de juguete. Los de Waldbrunn fueron acogidos por un sargento que les enseñó su barraca: dos salas comunes para diez estudiantes cada una, literas, levantarse a las seis, ejercicios matutinos, paso de carrera con el torso desnudo para ir a lavarse a los aseos centrales, hacer las camas y limpiar la sección, desayuno a las siete, después instrucción.
«¿Hay también tiempo libre?»
«¿Cómo se llama usted?» El sargento se colocó delante de Jens Ansorge, que estaba mascando chicle en la puerta. «Y el chicle, fuera, cuando hablo con usted.»
«Ansorge.»
El sargento lo apuntó.
«No está aquí de vacaciones, tome nota de eso. Tiene usted el primer servicio de letrinas, Ansorge. Preséntese ante mí después. ¿Entendido?»
Jens guardó silencio.
«¡Que si ha comprendido, cernícalo!»
«Hmmm.»
«Golpe de tacones, las manos al quepis y: “Sí, camarada suboficial.” Ya tendremos tiempo de practicarlo.»
Los días empezaban con un penetrante pitido, al que seguía, vociferado por el sargento Hantsch, «¡Sección novena! ¡En pie y a prepararse para los ejercicios matutinos!». Entonces aparecían una o dos malhumoradas y desgreñadas cabezas, bostezos, suspiros, sonrisas de incredulidad porque no le despertase a uno, en casa, en la propia cama calentita, una madre cariñosa y el aroma del desayuno y del té sino él, ese sargento que había sido enviado de una unidad de cazadores motorizados a Schirgiswalde y que creía que el campo era la prolongación inmediata de un patio de cuartel del Ejército Nacional Popular, en el que podía hacer sudar a su antojo a aquellos mimados e impertinentes currutacos de los EOS. Durante los ejercicios matutinos en la explanada, que incluía carreras, saltos, flexiones y sentadillas, Christian observaba a Hantsch: por primera vez en su vida había conocido a un ser humano al que procuraba evidente placer tener mando sobre otros, mostrarles su poder tratando de descubrir las debilidades de ellos y, cuando las había descubierto (Hantsch parecía tener para ello un instinto infalible), ponerlas en evidencia con vistas a su propia satisfacción y al tormento de la víctima. Eso era ignominioso y a Christian le consternaba que Hantsch no pareciera conocer el límite (o no quisiera conocerlo) tras el que comenzaba la humillación. Por supuesto, Hantsch descubrió que Christian, después de los ejercicios matutinos, cuando a paso de carrera y desnudos de cintura para arriba se dirigía a los aseos, por vergüenza de su acné trataba de drapear como una toga la toalla —lo que no conseguía ya sólo por el hecho de ser muy pequeña la toalla—, que buscaba un sitio al final de la fila para que los otros no vieran sus impurezas de la piel. Hantsch hizo parar la marcha, se acercó a Christian, le arrancó la toalla de los hombros, examinó a Christian de arriba abajo con expresión de sorpresa y de asco y dijo: «Qué barbaridad, contigo no querrá follar ninguna. ¡Media vuelta todos!» La fila entera dio media vuelta, Christian cerró los ojos, pero sintió las miradas de los otros quemándole el cuerpo. «Bueno, ahora se ha puesto tan encarnado que los granos casi han desaparecido. Da verdadero asco. Oye, ¿es que no te lavas bien? ¿No se puede hacer nada contra eso?» Hantsch puso cara de preocupación, mandó dar media vuelta y ponerse en marcha. En los aseos se situó detrás de Christian y observó cómo se lavaba. «¿Y tu picha?»
«Por la noche, camarada sargento», masculló Christian, temblando de ira.
«¿Dejas que tu pingo huela mal durante todo el día, cerdo?»
«Déjele en paz de una vez», murmuró Falk. Hantsch volvió despacio el rostro hacia él, se hizo el silencio en los aseos. Hantsch se encogió de hombros con resignación. «Bueno, a mí me da igual. ¡Bachilleres!» Soltó aire por la nariz, desdeñoso.
La instrucción, el monótono marcar el paso con las botas cepilladas, abrillantadas y, tras dos o tres evoluciones sobre los resecos caminos, cubiertas de polvo, el «¡derecha, ar!», «izquierda, ar!» «¡media vuelta a la derecha, media vuelta a la izquierda, ar!», los ejercicios en el terreno, en los que sólo Stabenow dejaba descansar a su fila a la sombra de las zarzamoras y de las lindes del bosque, las carreras de obstáculos en el estadio Werner Seelenbinder del campamento: el calor lo convertía todo en una sudorosa tortura. Sólo Siegbert parecía sentirse a gusto, en cualquier caso el programa de la jornada diaria sólo le causaba un encogimiento de hombros. «¡Pero bueno, si esto no es nada de nada!», le decía con ligero desprecio a Falk, quien durante la marcha perdía el paso una y otra vez y por eso Hantsch lo había clasificado de «patoso». Siegbert perdía la paciencia. «¡Ten cuidado y haz un esfuerzo! ¡Esos poquitos obstáculos podrás superarlos, pienso yo! No quiero que nos hagas perder puntos, a esos necios de la Kreuzschule hay que darles una lección!» Había un tablón camino de la cantina donde estaba anotada la puntuación diaria en las pruebas de las distintas secciones; Siegbert quería absolutamente que terminaran siendo los primeros.
«No estamos en guerra, y tú no eres Gilbert Wolzow», trataba de oponerse Falk.
«¡Bobadas! Reina tiene razón, tú eres simplemente un blandengue.»
«¡Siggi, estás diciendo tonterías!», Christian se puso a defender a Falk.
Al frente del campamento estaba un antiguo comandante del Ejército Nacional Popular, un hombre achaparrado de rostro arrugado y piel tostada cuyo abultado vientre hinchaba el uniforme por encima del cinturón. Al atardecer recorría con jovialidad y henchido de orgullo la calle asfaltada del campamento, comentaba las compras que habían hecho los estudiantes en la tienda del campamento (helado de vainilla a veinte pfennigs, helado rojo de fresa que sabía a agua y a algo que recordaba vagamente al sabor de las fresas), saludaba chocando los tacones a «sus» (eso decía) cabos de sección, y a veces lo observaba Christian cuando, con las manos cruzadas a la espalda, estaba junto a la valla del campamento y miraba a las casas de las persianas caídas. «Sus» cabos de sección, «su cuartel» (el campamento), «sus soldados», como titulaba el comandante jubilado Volick a los escolares durante el recuento matinal y llamaba en la cantina; su palabra favorita era «impecable». Una persona jovial, alegre, que parecía vivir en paz consigo mismo y con el mundo…, y que con la misma jovialidad y buen humor también habría dirigido el correspondiente campamento cincuenta años atrás, eso le parecía a Christian. Éste no hablaba con nadie sobre sus impresiones, tampoco escribía. Siegbert contestaba a las cartas de Verena, que llegaban casi a diario; Christian las reconocía por su característica letra picuda; él recibió una carta de Meno que le comunicaba que había poco que comunicar: calor en Dresde, en el Elba se veían las piedras del fondo, los peces flotaban en los ramales del río; dos chicas llamadas Verena Winkler y Reina Kossmann le habían escrito una carta dándole las gracias «por su hospitalidad y por lo bien que lo habían pasado en su casa». Luego hablaba de los gemelos Kaminski que se comportaban cada vez con más desvergüenza, luego, que había conseguido encontrar un adjetivo exacto para el tono de color de uno de los satúrnidos de la escalera de la Carabela. Típico de Meno, pensó Christian.
Richard acababa de decirlo; se apartó de la mesa en torno a la cual estaban sentados Barbara y Ulrich, Niklas y Gudrun, Iris y Hans Hoffmann, giró los hombros hacia Anne, que seguía con la cabeza baja, mientras el tictac del reloj de pared penetraba cada vez con más fuerza en el cuarto de estar de la Carabela, y Meno, que estaba sentado junto a Regine, sintió honda vergüenza, no sabía de qué, y compasión de su cuñado, que siempre le había parecido tan fuerte y tan poco complicado; las pesadumbres habituales que trae consigo la vida, eso sí, pero en el fondo un carácter alegre, una persona práctica, que no se agobiaba dando vueltas a las cosas y cuya manera de ser parecía decir: ¿qué queréis vosotros? También es posible vivir de otra manera, con más serenidad, aceptando mejor las cosas sencillas, que de todos modos se quedan asombradas de cómo caviláis sobre las cosas, de lo que hacéis con ellas, de cómo conseguís cargar de complejos incluso a una simple bocanada de aire puro del bosque.
«Tienes que decírselo a tus colegas.» Barbara respiró fuerte.
«Pero los niños», Anne levantó el rostro hinchado por las lágrimas, «los niños… ¿Qué hacemos si ellos cumplen sus amenazas?»
«No es tan fiero el león como lo pintan», dijo Gudrun, esperanzadora.
«¡Eso crees tú!» Richard se levantó, paseó de un lado a otro. «¡No son tus hijos! ¿Lo dejarías tú estar, esperando a ver qué pasaba?»
«Bueno, pues que no estudien… ¿Es un problema para ti? Yo quiero a mi hija, estudie o no estudie… ¡Pero para vosotros tienen que ir forzosamente a la universidad! A mí me parece mucho más importante que vivan honradamente, si tú arreglas las cosas; entonces tendrás también la conciencia tranquila.»
«¡Vaya fraseología!», se burló Richard de la intervención de Barbara. Ulrich quiso poner calma, cogió la mano de Barbara, que se había alzado furiosa. «Copito, tranquilízate. Puede que tengas razón. Pero yo entiendo a Anne y a Richard. El porvenir de los niños está en juego, y aunque a ti te dé lo mismo que Ina estudie o no estudie, para ellos es diferente.»
«Es que los chicos quieren ir a la universidad», apoyó Meno, que hasta ahora no había participado en la discusión, «en cualquier caso, por lo que yo sé. Anne y Richard quieren lo mejor para ellos, y eso sería seguramente, pienso yo, una carrera universitaria…»
«¿Al precio de que Richard espíe a sus colegas?» Hans Hoffmann se inclinó hacia delante, había palidecido. «Nunca lo habría pensado de ti, Meno. ¡Eres un oportunista!»
«¡Pero qué dices!»
«No hay que provocarlos», dijo Gudrun.
«Nosotros también tenemos problemas con Muriel, pero ¿creéis que nos ponemos a su disposición como espías? ¡Que no hay que provocarlos! ¡Son ellos quienes nos provocan a nosotros!»
Niklas levantó las manos. «Me acuerdo de un caso parecido en la Orquesta Estatal Sajona. Se trataba de si la hija podía ir a la universidad. Él lo confesó todo al cabo de algún tiempo. Sólo daba informes triviales. Entretanto la hija estaba en la universidad… y pudo seguir estudiando a pesar de todo.»
«¿Cómo sabes que sólo informaba de cosas triviales?»
«¿Qué insinúas, Iris?»
«¡No hace falta que grites!»
«¡Silencio! Todos esos pros y contras ya los hemos repasado nosotros. ¿Qué pasa si en mi caso actúan de otra manera?» Richard empezó otra vez a pasear.
«¿Y si no es así?», preguntó Barbara, desafiante.
«Para ti es muy fácil, ¡Tú no arriesgas nada! No es el porvenir de Ina el que está en juego», intervino Anne.
«Se dice que la Stasi sólo se acerca a determinadas personas…» Gudrun miró a Richard con desconfianza.
«¡Me dejas sin habla! ¿Acaso crees que a ti no te puede pasar lo mismo? Eso lo deciden los de arriba… Y por lo demás: ¡espera a ver!», exclamó Richard, cáustico y desesperado.
«¿Qué pasaría si preguntásemos a Robert y a Christian lo que opinan ellos? Estamos hablando a sus espaldas, pero al fin y al cabo también se trata de ellos…»
«¡Qué poco realista eres!», increpó Richard a Meno. «Piensa en lo presionados que se sentirán si los invitamos a esta reunión y les preguntamos qué opinan sobre el asunto. ¿Qué? Tened compasión de vuestros padres, eso es lo que ellos percibirían aquí, y entonces se retirarían y renunciarían a la carrera, en detrimento propio. ¿Ésta es tu idea de la responsabilidad? Con ello la delegaríamos sobre ellos, adolescentes que apenas pueden aún calibrar el alcance de las decisiones. Además sería cobarde. No, Meno, perdona pero sobre ese punto no puedes opinar.»
«¡Se acabó!» Ulrich golpeó la mesa. «¡Tenemos que hacer algo!» Ahora hablaban todos a la vez. Regine estaba sentada silenciosa y abatida junto a Meno, que también guardaba silencio.
«Dámelo.» Siegbert tendió la mano. Jens le tiró la rana que había cogido de uno de los cerezos que crecían en masa alrededor del campamento. En el primer descanso de la marcha, los chicos se habían hinchado a comer cerezas amarillas, Hantsch había esperado pacientemente y ordenado entrenamiento con las máscaras antigás; Falk se había arrancado la máscara de la cara y, aunque Hantsch amenazaba con horas suplementarias, se había ido corriendo, entre violentas arcadas, a la maleza; después, Hantsch le había pasado en silencio una botella de agua.
«Bonita rana», dijo Siegbert. Reflexionó un momento. Hagen Schlemmer yacía con los brazos extendidos en el suelo del bosque, Christian observaba a Falk que, con el rostro congestionado y el pelo pegajoso, trataba de cobrar aliento. Siegbert metió la mano en el bolsillo, sacó su navaja y, colocando la rana delante de él sobre un trozo de corteza de árbol, le cortó las dos patas.
«Es cierto, siguen moviendo las patas», constató. Falk abrió la boca; Hagen Schlemmer dijo «qué asco», Jens miró alrededor: Hantsch se había ido hacia un lado, ellos habían estado pensando cómo podrían hacerle pagar por unas cosas y otras (¿ortigas?, ¿un empujón de manera que aterrizara en una plasta reciente? Pero él los habría visto); era aún muy pronto, aún no era el momento, habían acordado que una cosa así tenía que madurar. Christian vio que el tronco de la rana se alejaba despacio del cuchillo y al mismo tiempo de las patas cercenadas, que absurdamente, como un robot, se estiraban y encogían, el animal croaba levemente, y las patas delanteras se meneaban en el aire como un limpiaparabrisas; Christian no podía entenderlo, miraba hacia arriba donde centelleaban las ramas, otra vez hacia abajo, al rostro, que denotaba despierto interés, de Siegbert; luego se levantó, cogió el cuchillo, que estaba clavado en la corteza entre las patas y el tronco de la rana, y se lo clavó a Siegbert en el muslo; no penetró muy adentro. Siegbert no dijo nada.
Christian giró la navaja a la izquierda y a la derecha. Sólo entonces Siegbert pareció comprender y protestó sorprendido. Christian sacó otra vez la navaja y la tiró a la maleza. Luego se dedicó a la rana; Falk también trató de ocuparse del animal; cambiaron una mirada, luego Christian buscó una piedra grande. Siegbert protestó. Llegó Hantsch. «¿Qué pasa aquí?» Su mirada pasó del uno al otro, finalmente se detuvo en Christian. «¿Qué ha hecho usted, Hoffmann?» Corrió hacia Siegbert, vio la sangre. «¿Está loco? Es usted», sacudió la cabeza, luego pareció haber comprendido algo y, quizá contra su voluntad, tuvo que sonreír, «es usted… hombre muerto. Está usted liquidado. He visto claramente cómo ha tirado algo, habrá sido el arma del crimen.» Christian pensó: parece que lee novelas policiacas.
«No es cierto», masculló Siegbert, «no es cierto, camarada suboficial. Christian no tiene… nada que ver con esto. Él sólo quería ayudarme. Me he caído como un idiota… y justo sobre algo puntiagudo.»
«¿Y qué puede haber sido?» Hantsch se agachó, rebuscó ansioso en el suelo. «¿Se puede levantar? Ustedes dos, apártenlo de aquí», señaló a Jens y a Hagen. «No se ve nada. ¿Sobre qué se ha caído usted?»
«Ha sido antes, me he arrastrado un buen trecho.» Siegbert estaba ahora blanco como la tiza. «Los otros son testigos.»
Hantsch se incorporó, los miró uno por uno. «Si hacen una declaración falsa, tendrá consecuencias para ustedes. Ya lo averiguaremos. ¡Formen dos equipos, busquen la navaja!»
«Yo no tengo navaja», dijo Siegbert.
«¡Si se la he visto yo mismo en la mano, ayer cortó usted una manzana! ¿Qué está usted contando, Füger? Hoffmann le ha dado una puñalada, y por compañerismo mal entendido…»
«Eso es lo que usted afirma», replicó Siegbert, extenuado. «La navaja la tomé prestada de otro.»
«¿De quién? ¡Nombre!»
«Yo qué sé, ya no me acuerdo… Maldita sea mi suerte, haberme caído de esta manera. No puedo caminar.»
Hantsch ordenó construir unas parihuelas e hizo trasladar a Siegbert a la enfermería. Falk encontró la navaja. La enterró y todos tuvieron que buscar hasta el anochecer. Como Siegbert mantenía su versión y nadie dijo nada en contra, Hantsch sólo pudo dar parte de accidente al comandante Volick. La herida no era seria, pero a partir de entonces Siegbert tuvo sólo servicio interno.
Lo que a Meno, más que divertirle, le irritaba y le ponía pensativo —divertirse con ciertas cosas de la vida, le había dicho el Viejo de la Montaña, presuponía cierta forma de inhumanidad, de un superficial tomar-a-la-ligera que, embaucador, sin raíces y sin peso como un globo, volaba sobre los días y así no tenía que ver más hondamente con ellos—, lo que le parecía tan extraño que no sólo le solazaba era que unas situaciones ya vividas podían repetirse, en un día distinto, a la misma hora, con el sol entrando en las habitaciones a la misma altura (era otra vez en la Carabela), los mismos olores y la misma distribución de asientos; incluso Regine había subido después del trabajo en la Residencia de ancianos de Sankt Joseph, otra vez había elegido el asiento junto a Meno en el sofá de cuero negro frente al Paisaje en tiempo de deshielo de Querner, junto al televisor Junost de los Hoffmann y del reloj de pared con las campanadas de Westminster; otra vez los mismos argumentos ante la revelación de Richard, y otra vez se había paseado Richard por la habitación como un felino. Las irregularidades en la imagen no habían eliminado la desconcertante coincidencia con la velada de hacía dos días, al contrario, parecían subrayarla, como si la escena sólo estuviese reflejada y el espejo lo admitiera: yo podría ser exacto si quisiera pero no tengo ganas, porque entonces todos me observarían, eso no gusta; mis esfuerzos están reservados para los mejores observadores. Richard y Meno estaban ahora en la veranda, miraban al jardín por la ventana abierta y tomaban cerveza.
«Qué raro que te guste la Wernesgrüner», dijo Richard.
«La encuentro más delicada, más sabrosa, más silvestre que la Radeberger», dijo Meno. (¿Por qué nos habrá puesto al corriente? ¿Tenía miedo de que alguno de nosotros se enterase antes de decirlo él? ¿Cree que alguno de nosotros sabía algo?)
«He observado que hay determinados tipos de bebedores de cerveza», dijo Richard. (Mi cuñado siempre se mantiene al margen de todo. Es poco transparente. ¿Le tengo afecto? Sí, hasta cierto punto. No es un charlatán, sabe cerrar la boca. ¿Por qué no tiene pareja? ¿Será…? Eso tendría que saberlo Anne. Pero qué saben los hermanos unos de otros. ¿Qué sé yo de Hans? ¿Y él de mí? ¿Y si resulta que Meno es un donjuán? Pero las aguas mansas a veces son sólo mansas y punto.)
«¿Tipos de alta y de baja fermentación? ¿Los que prefieren la cerveza negra y los que tienen predilección por la cerveza rubia?» (Quizá esté intentando algo. Quizá intente averiguar hasta dónde puede llegar. Ha dicho que quieren saber a través de él cosas internas de la clínica. No ha dicho que quieran saber nada sobre sus familiares y, si nos ha ocultado eso, entonces no tiene mucho sentido que nos haya hecho tal revelación. ¿O sí? ¿Sospechará a lo mejor que hay un espía entre nosotros? A mí me considera sospechoso. A Ulrich también. Del partido, director de un combinado, y ambos hemos nacido en Moscú, hijos de comunistas. Quiere poder decirse a sí mismo que ha hecho todo lo que era posible hacer sin peligro. Quiere que también nosotros estemos al corriente.)
«Wernesgrüner la beben los artistas y las personas que no aprecian realmente lo que representa la media, lo que es aceptado y popular, sino que han conservado la desconfianza: ¿puede ser realmente lo mejor algo que goza de aceptación general como es el caso de la Radeberger? Los tipos Wernesgrüner buscan lo escondido, buscan la eminencia gris. A menudo son ellos mismos también eminencias grises, o creen serlo. Expresado en términos musicales, los tipos Wernesgrüner son los que desconfían de la filarmónica de Berlín y dan la primacía a la de Viena. Niklas pertenece a los de Wernesgrüner. También creen en conspiraciones. Y los de Wernesgrüner preferirán siempre un paisaje de los Montes Metálicos que el de cualquier país lejano y exótico. En cualquier caso, después de haberlo visto.» Richard levantó el vaso a la salud de Meno. «El paisaje de los colores callados. Eso les gusta. A mí me pasa lo mismo, sólo necesito contemplar los Querner. Aunque pertenezco a los de Radeberger.»
«Bueno, por mi parte, prefiero la Orquesta Estatal Sajona.» Meno vació su vaso. La cerveza sabía a manantial y estaba fría como una llave antigua. «La amatista queda muy bien delante de los volúmenes de Insel. ¿Expresado en términos de minerales, los de Radeberger estarían por los diamantes y los de Wernesgrüner en cambio por las esmeraldas?»
«Porque en el fondo creen que las esmeraldas son lo esencial», le dio la razón Richard. (Ulrich y Meno son en el fondo unos rojos. Lo que me asombra es que Anne esté completamente al margen. O parezca estarlo. Qué saben los hermanos unos de otros. Qué saben los esposos unos de otros. Mi cuñado vive un poco ajeno a la realidad, con su entomología y sus escritos que no enseña a nadie. Por tanto no puede ser bueno lo que escribe, de lo contrario nos lo leería, los autores suelen ser vanidosos. En la editorial se dedica a leer con lupa papel escrito e impreso, y a poner una coma aquí o allá; qué más da eso. Pero cada uno es como es.) «Oye, Meno, hace tiempo que quería preguntarte: tú conoces el cine Faunpalast, allí hay en el vestíbulo una planta, yo la llamo la planta de las serpientes porque tiene unas hojas colgantes como cintas. ¿Sabes cómo se llaman de verdad?»
«Qué tal le irá a Christian, ¿tú qué opinas? Le he escrito, pero aún no ha respondido…, por cierto, a mí también podrían llamarme a filas. Mi último servicio de reservista fue hace tres años escasos.» (Richard, con sus apreciaciones. La experiencia es la que vence, y los teóricos son lisiados que no conocen la vida ni el mundo. Al mismo tiempo estamos los dos con ambos pies en los sueños… Lo que dice es, en el fondo, que los de Wernesgrüner no cuentan realmente. Qué absurdo. Y sólo porque los médicos son importantes. «Semidioses en bata blanca», como dicen, ¡puaff! Que si sanan a la gente… y qué. Si uno era un imbécil estando enfermo, lo será también estando sano. Y si yo bebo de pronto una Radeberger, ¿qué pasa entonces?) «¿Oye, tenéis por casualidad una cerveza Felsenkeller?»
«Tendrá que aguantar en el campamento militar, se lo hemos dicho. No se lo puede ahorrar, y si quiere esa plaza en la universidad podrá hacer ese esfuerzo dos semanas», dijo Richard.
«Podría ser una Vriesea splendens, una bromeliácea», dijo Meno.
Una noche, durante la segunda semana de campamento, Christian leía un libro, una biografía metida en el Junge Welt; letras góticas en papel de pasta de madera lleno de manchas; alguien gritó «¡Cuidado!», taburetes que se movían, y antes de que Christian pudiera reaccionar le habían quitado el libro de la mano. Christian clavó los ojos en el rostro de triunfo de Hantsch. Quiso saltar de la cama y quitarle otra vez el libro, pero no pudo moverse. El libro se titulaba El camino de Scapa Flow, del comandante de submarino Günther Prien. Por supuesto, Hantsch lo abrió enseguida por la última foto: Hitler entrega la Cruz de Caballero a Prien; Hantsch cerró el libro, lo puso en alto: «¿Quién se lo ha dado?»
Christian no dijo nada, aunque el miedo le subía hasta la garganta. Había cometido un grave error al leer ese libro, y además allí, y deseó poder retroceder en el tiempo hasta el momento en que se lo dio Siegbert, y no decir que sí, rechazarlo por la sensación de peligro que sintió y de la que había hecho caso omiso.
«¡Que quién le ha dado este mamotreto, le estoy preguntando!» Hantsch salió al pasillo e hizo entrar en la habitación a los estudiantes que limpiaban botas allí fuera.
Christian guardó silencio. Siegbert estaba de pie junto a la puerta, pálido, no dijo nada, evitaba miradas; Hantsch dijo, en voz tan baja que Christian pensó que tal vez soñaba y que los compañeros de clase se difuminarían al cabo de pocos segundos como una aparición: «De modo que es suyo, como deduzco de su silencio. Eso le va a costar caro, Hoffmann. Lee usted literatura nazi, usted…, un bachiller. Un bachiller que estudia en un EOS socialista. Eso no lo había visto nunca. Todos ustedes, los que están aquí, son testigos de lo ocurrido. Habrá una investigación. Esta vez no se me escapa usted, Hoffmann. Ustedes dos», señaló a Siegbert y a Jens, «vigilen que Hoffmann no huya ni haga cualquier otra locura. Voy a dar parte al comandante.»
«¿Señor Hoffmann? Soy Frank, el tutor de la clase de Christian. ¿Puedo hablar con usted? En privado. Se trata de su hijo, ha ocurrido algo.»
Frank había llamado a la clínica, a la planta; Richard se sentó. «¿Qué?»
«Al teléfono me ha hablado de un libro sobre Hitler que Christian había leído. He tratado de hablar con el colega que ha ido con ellos a Schirgiswalde, pero todavía están con el comandante. Han iniciado una investigación.»
Richard oía que Frank le proponía algo, pero sólo al cabo de unos segundos comprendió que debía ir a Waldbrunn, recoger a Frank e ir con él a Schirgiswalde.
Llamó a Anne al trabajo, no la encontró. Llamó a casa: cogió el teléfono Robert, Richard colgó al momento, no había reflexionado sobre si era prudente decirle algo al chico para que se lo dijera a Anne; había echado mano del teléfono de manera espontánea, ahora le venían dudas sobre si era adecuado poner a Anne al corriente de la situación, quizá perdería los nervios; luego la vio ante él y otra voz en su interior opinó que tenía que alcanzarla como fuese, sería mejor que fueran juntos; levantó la vista, las enfermeras lo observaban, y pensó: dónde está tu seguridad a la hora de tomar decisiones, cirujano; entonces volvió a llamar a casa: «Robert, escúchame atentamente», y le contó que tenía que ir con el tutor de Christian a Schirgiswalde, «díselo a Anne. Llamaré en cuanto sepa algo más preciso.»
En Waldbrunn ya estaba esperando Frank: le contó que Stabenow había llamado entretanto y le había contado los detalles; no era un libro sobre Hitler, pero de la época de Hitler; él consideraba que se trataba de un asunto serio. Richard conducía como un loco, se extravió en Schirgiswalde, los habitantes no reaccionaban a sus preguntas sobre el campamento; fue un coche patrulla de la policía, que detuvieron con gestos y bocinazos, el que les enseñó el camino, no sin haber pedido antes el carnet de conducir de Richard y hacerle una prueba de alcoholemia; ahora a Richard le habría gustado tener allí a Anne, porque se sentía capaz de matar a golpes a los dos policías; Frank apaciguó los ánimos, enseñó un carnet de identidad que sin embargo no impresionó en absoluto los dos hombres.
Christian vio salir a su padre, detrás del doctor Frank, del despacho del comandante Volick; el pelo corto color arena en el que apenas había mechones grises llevaba todavía la señal de gorro del quirófano, los ojos azul oscuro no le miraron.
«Ven conmigo», fue todo lo que dijo Richard. Salieron. En la explanada, las banderas ondeaban al viento. Una sección de alumnos de la Kreuzschule practicaba el paso de la oca. Christian observaba a su padre, de pronto vino el miedo que no había tenido cuando fue interrogado por Volick y Hantsch. «Menuda la has armado, hijo», dijo Richard cansado, se volvió hacia la puerta de acceso al campamento, donde dos centinelas dejaban pasar a la calle central del campamento a algunos estudiantes; tartamudeando y riendo avanzaban despacio en dirección a las barracas.
«Habrán tenido la tarde libre», dijo Richard, saludándolos con la mano.
«Han estado en Wilthen, donde fabrican el coñac.» Si Anne y Richard hubieran venido a verlo en un día normal, Christian se habría avergonzado de los compañeros borrachos, ahora sólo sentía indiferencia.
«¿No te dijimos que no hicieras tonterías?»
Christian se encogió, se redujo de tamaño, pegó al cuerpo la cabeza y los brazos; estaba decidido a no decir nada. Richard levantó los brazos, mencionó al señor Orré, dijo que seguramente no había servido de nada, pura pérdida de tiempo; dejó caer los brazos. «Muchacho, cómo has podido…, sabes perfectamente dónde estás.»
«Sí.»
«¿Entonces? ¿Por qué lo has hecho? ¡Dios mío, si en el libro hay una bandera con la cruz gamada! Me pregunto…» Richard se llevó las manos a la cabeza. «Nunca he visto un libro así entre tus cosas, pero eso no significa nada. ¿De dónde lo has sacado?» Parecía aferrarse a esa esperanza, agarró de pronto los hombros de Christian, lo zarandeó. «¿De quién es? ¿De Lange, ese viejo chiflado? ¿Te lo ha prestado alguna otra persona? Tú no puedes ser tan idiota. Simplemente, no me lo puedo creer.»
Christian guardaba silencio, se encogía más aún.
«Y ahora nos toca a nosotros sacarte de aquí como sea. Encargaos vosotros de recoger todos los vidrios que he roto yo. No sólo eres tonto, eres también un egoísta. ¿Qué crees que va a decir Anne? Ella no lo sabe todavía o quizá se lo esté diciendo Robert ahora. ¿Lo has pensado? No, claro que no. Mi hijo no reflexiona, actúa sin pensar. ¿Sabes siquiera lo que esto significa?» Richard sacudió a Christian de nuevo. «No, no lo sabes. Han hablado de fiscal militar, de juez de menores. Consideran que no te educamos bien, y que en un centro de reeducación juvenil recibirás una educación más adecuada. El tutor de tu clase ha logrado convencerlos para que tu caso quede dentro del colegio. Van a convocar al claustro de profesores.»
«Sí», dijo Christian con una voz sin matices, tuvo que agarrarse.
«Muchacho, ahora escúchame bien. Hemos de elaborar una estrategia. Dices que has leído ese libro porque querías conocer la forma de pensar de los fascistas. Porque querías comprender cómo fue posible la toma de poder de Hitler. Tú esperabas encontrar ahí informaciones al respecto. ¿Me has entendido?»
«Sí.»
«¿Has dicho ya otra cosa?»
«No.»
«¿Te han preguntado tus motivos?»
«No.»
«Bueno. Contarás esta versión y te aferrarás a ella por mucho que te provoquen. Seguro que intentarán imputarte algo. Tú argumentarás desde la más estricta fidelidad a la línea oficial. ¿Has entendido? ¡Que si has entendido!»
34. LA ISLA ASCANIA
Expulsión sí: Schnürchel, Kosinke, Schanzler, los dos directores, Engelmann y Fahner. Expulsión no: Frank, Uhl, Kolb, Stabenow, Baumann. Cinco contra cinco. El asunto de Christian pasó al consejero escolar del distrito.
«¿Has averiguado algo sobre él?», preguntó Ulrich cuando Barbara, Anne, Meno y Richard se reunieron antes del viaje a Waldbrunn. Era un sábado. El abuelo de Christian quería llegar en el autobús de Glashütte, él conocía al consejero escolar, que también era oriundo de Glashütte.
«Está construyéndose una casa», respondió Richard.
«Eso es bueno. Entonces tendrá, en primer lugar, problemas de material y, en segundo lugar, líos con los operarios. ¿Algo más?» Ulrich había aparecido con traje de domingo, con el «caramelo», la insignia del partido, en el ojal; Barbara había estado en la peluquería de Wiener y llevaba un extravagante vestido, blanco y con grandes flores negras. Después de la cita con el consejero escolar querían aprovechar aquella reunión familiar para ir a comer.
«Conduce un Saporoshez.»
«Entonces necesitará que le den hora en un taller… y cantidad de recambios, ¿Qué más?»
«Tiene sesenta y cuatro años.»
«O sea, se jubilará lo más tarde dentro de un año. Eso significa, primero, que no tiene ganas de echarse encima un caso difícil. Querrá abreviar y ser precavido. Probablemente pasará el asunto de Christian a una esfera más alta. Punto negativo. Eso significa, segundo, que tendrá aún más interés en que le ayuden a construir su casa. ¿A quién le aprovecha un consejero escolar jubilado? Eso se dirán también los operarios. Punto positivo.»
«¿Y si para dentro de un año ha terminado la casa?», intervino Barbara. Ulrich sonrió con sonrisa de iniciado. «En qué estás pensando, Copito. Vivimos en la economía planificada.»
DIARIO
Papel pintado de girasoles, tablero del escritorio en conglomerado de madera, teléfono beige, en la pared el camarada presidente del Consejo de Estado, el retrato de rostro amargado de la ministra de Cultura Popular, delante un retrato de Makarenko[68]. Estábamos sentados en semicírculo delante del escritorio, y que el consejero escolar se levantara para bajar la persiana de la única ventana podía ser un reflejo de huida del hombre bajito y regordete, quizá también un intento de ganar tiempo: seis pares de ojos que le miraban expectantes, encogidos, inquietos, apreciativos, seis veces transpiraciones corporales en ese día caluroso que todavía no había alcanzado su cénit; el fuerte perfume de Barbara, el ligero de Ulrich (agua de Colonia, su pañuelo del pecho también estaba impregnado, de vez en cuando lo sacaba para pasárselo por la calva, en el bolsillo del traje una mancha que lentamente aumentaba de tamaño) competían desde los lados, y cuando el consejero escolar, que sacó de un cajón un letrero con el nombre de Röbach, volvió a tomar asiento, Richard dijo «Mi hijo», Ulrich «Mi sobrino», Arthur Hoffmann «Mi nieto»; luego durante un rato nadie dijo nada, y Anne empezó. Yo estaba sentado y esperaba para ver cómo iban a proceder. Me interesaba. El especialista en arácnidos, habría dicho Barbara si en ese momento hubiera sido capaz de divagar: de observarme a mí en lugar de al consejero escolar. Ellos eran un poco alevosos, y Anne era la única que no lo sabía (no estoy seguro, pero mi hermana nunca ha sido solapada), por eso la dejaron hablar, también, claro, porque su instinto les decía que haría un mayor efecto si hablaba la madre: la cual era por lo demás reservada, en cualquier caso, delante de todos esos hombres allí presentes que, sentados en el borde delantero de las sillas, estaban refrenando su impulso interior; incluso Arthur Hoffmann, sólo un poco más bajo que Richard, pero erguido como un oficial despedido con honores, que ha de mantener en equilibrio el peso de las medallas de la pechera, incluso él, que pensaba largo tiempo antes de hablar, parecía esperar impaciente a que Anne terminara, como si no fuera la madre la que mejor hablaba en favor de su hijo; como si él, el experimentado oficial, viera que la gente joven estaba empleando una táctica de juego infantil contra un enemigo endurecido que presentaba regalos del género del caballo de Troya. Richard y Arthur Hoffmann se habían saludado un momento, mejilla con mejilla, una breve conversación sobre la reserva de mesa en el restaurante, nada de «¿Qué tal?» ni de «¡Cuánto tiempo sin verte!» (una postal por Navidad, eso fue todo, como yo sabía por Anne, una tarjeta impresa con letra dorada y ángeles, la firma de Arthur, perfectamente dibujada, bajo las letras todavía se veía la marca de la línea del lápiz); nada de «Hola, hijo», o «Buenos días, padre», sino la lacónica notificación de que la reserva de mesa en el restaurante estaba hecha; luego Arthur dio la mano a Barbara, pasó por alto de momento la mano derecha que le tendía Ulrich, hizo un gesto a Barbara, amable, ceremonioso, familiar, y sin embargo un poco más intenso que el saludo hecho a Anne, con el sombrero y el paraguas de pasear en la mano izquierda. Yo no le había visto desde hacía casi dos años, parecía no haber cambiado: el pelo blanquísimo, espeso, muy corto y con el mismo remolino de Richard y Christian, las gafas con montura dorada, la plenitud de sus ojos azules tras los cristales graduados, una mirada de aciano, fría y amable; los gestos pausados, sopesados, las manos finas que había heredado Richard y que manejaban los relojes sin sentimentalismos, pero de modo adecuado; sin esa actitud reverente de quienes sólo ven en los relojes, sobre todo en los valiosos, objetos de escaparate, para admirar; sin la rudeza descuidada de quienes miran los relojes como meros utensilios prácticos, y de aquellos a quienes les daba igual qué chisme tictaqueante llevaban en la muñeca con tal de que cumpliera su función, medir el tiempo, con la mayor precisión y con las menos averías posibles. Röbach no interrumpió a Anne aunque tenía que conocer el caso. Había puesto sobre la mesa un clasificador con el nombre de Christian, asentía a las explicaciones atropelladas de Anne, que con muchas repeticiones y afirmaciones ahogadas por las lágrimas pedían que se considerase lo que había hecho Christian una estúpida chiquillada. Pero precisamente en cuanto a ese punto, él seguía teniendo sus dudas, dijo Röbach, y lamentaba ser de otra opinión. Había recibido del director Fahner el expediente de Christian, y allí alguna que otra cosa indicaba que… Röbach sudaba y echaba largas miradas a las maniobras de Ulrich con el pañuelo. «Puede usted abrir la ventana, si quiere», dijo Barbara. Röbach no quería: no, no, entonces sólo entraba el aire caliente de fuera, y lo mismo ocurría con los ventiladores, que sólo removían en la habitación el aire, ya caliente de por sí, pero no lo enfriaban. «Sí, en esta época del año debería haber más aire fresco en una habitación, en un piso», exclamó Ulrich: la gente de Dresde que vivía en los bloques de placas de hormigón sudaba que daba gloria, eso pasaba con el hormigón y las juntas de asfalto y con los tejados de plomo, y sólo a base de agua de Colonia no se ponía remedio… «Aunque», completó alegremente, «valdría la pena reflexionar sobre ello, él tendría que hablar sobre eso, en confianza y de igual a igual, con su compañero, el director técnico del Combinado Karl Marx: pulverizadores de agua de Colonia en todos los pisos de nueva construcción. Pero no serviría de mucho, fomentaría sólo las alergias, y, dejándose de bromas: quien, en cambio, tenía una casa unifamiliar podía considerarse feliz; con los nuevos métodos de aislamiento, por un lado se lograba un suave calor en invierno, y por otro se tenía un fresco agradable en verano, los ancestros ya lo sabían cuando construían sus casas con adobe, y en el combinado se había aprendido algo más, o algo nuevo, mire usted. Ulrich tomó un trozo de papel: ésta-es-la-casa-de-Nikolaus, en un momento dibujó con una sola línea de ocho segmentos una casita que parecía un farol: «Es sencillísimo, si se conoce el principio.» Sí, eso había que saberlo desde luego: Röbach parecía sudar más aún; «que usted pueda hacer esto en un abrir y cerrar de ojos, con esa facilidad, tendrá usted experiencia, supongo». Él conocía ese juego muy bien, parecía que había varios métodos para dibujar una casita así de un solo trazo; él estaba construyendo una casa, una de verdad, y para eso, por desgracia, con dibujar no bastaba. Ulrich le dio la razón: «Si uno pudiera dibujar operarios, monigotes así», cogió el lápiz y trazó unos cuantos, a uno le dio incluso una carretilla, «que cumplen simplemente con su deber», «¿Verdad que sí?», el rostro de Röbach brillaba: «¿Pero de dónde los va a sacar uno, sin robarlos? ¿Y además, materiales modernos aislantes?» ¡Sí, si en la realidad todo fuera tan sencillo como sobre el papel, donde con el lápiz se podía trazar una flecha que iba de los monigotes a la casita-de-Nikolaus! «¡Sí!», rió Ulrich, «así más o menos» y trazó la flecha. Pero la materia aislante no era lo único, opinó Barbara cuando Röbach movió un poco el clasificador, luego puso las manos encima sin tocarlo; es decir, que eso ya era mucho, pero también se podía entender de otra manera el material aislante, de una manera mucho más concreta, ella, por ejemplo, en su condición de peletera, que era también modista profesional, tenía allí varias materias aislantes que eran estupendas, «tóquelo usted», y alargó a Röbach por encima de la mesa un abanico de muestras de telas. «Pero seguro que ya le hemos entretenido demasiado», dijo Arthur Hoffmann, hizo el efecto de un cuchillo que cortó el espacio entre la mano de Röbach (todavía en el entorno del clasificador) y las muestras de tela de Barbara; que no, que era sábado, tranquilizó el consejero escolar y echó una ojeada al reloj: hasta las doce no tenía ninguna cita; ahora, al torcer la muñeca para mirar la hora, agarró el abanico, palpó bien el material entre los dedos. «Sobre todo ahora en verano», completó Barbara, y parecía que iba a ser un verano muy caluroso, se notaba ya, y también los clientes lo notaban, porque el modo como circulaba el aire en trajes con telas de esa calidad… Faltaban veintidós minutos por su reloj: el consejero escolar afirmó con la cabeza; Arthur Hoffmann levantó la manga izquierda de su chaqueta, aparecieron dos relojes de pulsera, piezas de su colección conocida mucho más allá de las fronteras, se quitó uno de ellos, lo tendió al consejero escolar: «Diecinueve minutos exactos, si quiere convencerse…, perdone si hablo con franqueza: el suyo es de Polyot, no malo realmente, concebido para la vida diaria soviética, pero… ese cosmonauta que adorna la esfera.»
Esperaron.
«En fin.» El consejero escolar exhaló un hondo suspiro, apartó el dibujo, las muestras de tela, el reloj: «Tengo que pasar el asunto al consejero de distrito superior.»
Río abajo, rodeada por los brazos del Elba, estaba la Isla Ascania. Allí querían ir Richard y Meno, después del fracaso en la entrevista con el consejero superior del distrito: resultó ser un hombre medroso, indeciso, que dejó caer el expediente de Christian como una patata caliente: «¡Por Dios, por Dios, lo que se me viene encima otra vez, siempre estas dificultades, doctor Hoffmann! No se imagina usted todo lo que llega aquí día tras día. Ayer, sin más, tuvimos un caso parecido… ¿Pero qué ocurre con nuestros jóvenes? Yo no puedo hacer nada, absolutamente nada. Tiene que ir a una instancia superior. Yo no puedo decidirlo, lo siento.»
Quedaba el abogado Sperber.
«Gracias por haber organizado el encuentro», dijo Richard a Meno. Estaban delante de la Grauleite, con una parte de los institutos de Arbogast a sus espaldas. «¿Te ha costado mucho trabajo convencerle? Quiero decir, ¿se puso desagradable? Después de todo yo no formo parte de la familia, y tú ya no estás casado con Hanna.»
«Cogió él mismo el teléfono.» Meno se encendió su pipa esférica, revisó una vez más los papeles.
«¿Podemos confiar en Sperber? ¿Tú qué piensas?» Richard parecía nervioso, ya eran visibles para los centinelas de la Grauleite, al mismo tiempo se los podía ver desde la Sibyllenleite y desde el Buchensteig, que desembocaba allí. A excepción de unos niños que jugaban al fútbol en la explanada de acceso al Palacio Rapallo y al restaurante Sibyllenhof, las calles estaban vacías, sin embargo el funicular pronto volvería a subir a gente que regresaba de trabajar en la ciudad. Pero ya atardecía; se ponía, inexorable aquel año, el sol de julio que durante el día estaba en el blanquísimo cielo como un disco de leche hirviente, reconocible sólo por las estrías de la presión atmosférica que se propagaban en olas concéntricas; el aire, como si fuese un cuerpo al que lastimaban los rayos bajos del sol, estaba guarnecido por una serie de líneas de matices rojizos y metálicos, luz frotada hasta resultar herida: hemoglobina que se posaba, en capas volantes, sobre las cercas, sobre las superficies brillantes de techos de coches oscuros, semejantes a espejos ardientes, sobre el asfalto cuarteado de las calles, que abandonaba antes su color rojo que le daba vida y las moléculas de hierro, herrumbre brillante que allí quedaba.
«Por supuesto que tiene contacto con Ésos», Meno indicó con la cabeza el bloque de hormigón de la Grauleite. Bajo las antenas parecía un trozo de carne mechada mal preparado que, rodeado de un muro, se asaba como en una terrina de bordes altos. Desde una ventana se oía el tecleo de máquinas de escribir. «Londoner dice que si alguien nos puede ayudar, es Sperber. Él llamó también a Joffe, pero ése se ha negado diciendo que donde no hay acusado, no hay defensor. Según él, tales asuntos no competen a un bufete de abogados.»
«Están todos conchabados. En este país no hay ni un abogado que no proyecte sus sombras, las sombras de Ellos. Pero no tenemos alternativa.»
El centinela de la entrada controló pacientemente todos los papeles, mantuvo varias conversaciones telefónicas y dejó pasar a los dos hombres con un gesto autoritario. Al final de la calle había una garita, pintada a rayas negras y amarillas, y una barrera levadiza, el soldado de guardia sólo echó una rápida ojeada a sus documentos de identidad y, sin hacer ni una pregunta, les dio dos pases de cuarto. Si Sperber había organizado todo eso, como era de suponer, habían de prepararse para una larga entrevista. Cruzaron el puente.
«¿Has estado aquí antes?», preguntó Richard, que caminaba delante de Meno; en el puente apenas cabían dos personas juntas. Era de hierro y tenía un antepecho cerrado con tela metálica; en un letrero semiborrado por la intemperie ponía «Grauleite», debajo, en caracteres cirílicos «Min niet», palabras con las que después de la guerra los soldados del Ejército Rojo designaban las casas.
«Una vez con mi editor jefe y con un autor, otra vez con Hanna», respondió Meno, «pero no en la oficina de Sperber sino en la de Joffe.» Joffe, el abogado calvo de gafas de concha al que conocía mucha gente por la televisión: pesadas sortijas en los dedos, que estiraba mientras hablaba con mesuradas palabras, moderaba cada dos semanas el programa Parágrafo, en el que presentaba casos difíciles y espectaculares y respondía a preguntas de los espectadores. Joffe también era escritor y había publicado en la Dresdner Edition dos novelas de amor, brillantes alegatos que habían acarreado al autor mucho silencio. Eschschloraque y Joffe se odiaban, y la relación entre Sperber y Joffe tampoco parecía demasiado buena.
«¿Conoces a Joffe?» Richard contempló a Meno con asombro y desconfianza.
«Precisamente estaba pensando en él. Es que no hay muchos abogados en este país. A veces viene a la editorial.»
«Comunista confeso, apasionado de los coches deportivos capitalistas», dijo Richard.
Meno miró el reloj. «Hemos de darnos prisa; aún nos queda una larga caminata.»
Estaban por encima del barranco de las rosas; al lado, por entre la neblina, asomaban algunas torrecillas y almenas de la Casa Arbogast, una explanada con hamacas-columpios, no lejos de allí el observatorio de Arbogast. No se veía un alma, el puente, vacío hasta muy lejos; las ventanas de la Casa Arbogast atrapaban los tardíos rayos de sol y los devolvían en cálidos tonos cobrizos. Casi no corría viento alguno, el Viejo de la Montaña, pensó Meno, habría dicho: El aire rebuscaba un poco en sus bolsillos; había fluidos, térmica vespertina, fuerte olor a turbera procedente de la cañada de las rosas, con sus miles de flores que en el crepúsculo parecían ligeramente inflamadas.
El cuerpo gangrenoso, echado sobre un costado, de una giganta, las piernas encogidas, en una posición entre pudorosa y lasciva, escribió Meno, parecía apoyarse sobre un brazo, adaptado a la curva que describía el puente; islas blancas y rojas, abiertas en el cuerpo, y se oía esto: un rumor incesante y oscuro, como el zumbido de un transformador, pero sin el chasquido de la conexión y la desconexión; miríadas de abejas recorrían las rosas, no dejaban, como en el incipiente crepúsculo habría sido lo normal, que se cuajara el líquido rojo, el líquido blanco, el jugo de cestos de flores trenzados con cientos de pétalos: suave materia, pielecillas que parecían constar de viejas sustancias aromáticas que se expresaban en fragmentos: nardos, dulzor del campo de batalla, que en el olor de la tierra pantanosa formaban como delgados cordones, se esforzaban en torno a los oxidados pilares del puente, trepaban como alverjas —una vanguardia de rosas estaba ya en camino, desnudaba sarmientos gruesos como badajos—, fortalecidos por acumulaciones de flores que en los centros llevaban su rojo al púrpura, cubiertos, como en las trampas pegajosas de los nepentes, por un mucílago transparente, que en la fase ya no calurosa, todavía no fresca, de la tarde, soltaron en el estadio tembloroso por la espera, poco antes de un contacto, en un estado de estremecimiento, bajo los diminutos grabados de patas de insectos, en los que consistía el fauno vibrante de las abejas; y de pronto, cuando la tonalidad de las flores magnéticas semejantes a heridas rebosantes de rojo, chorreantes de rojo, que embebían enjambres de insectos, empezaba a mezclarse con el blanco —rosas blancas que había removido un viento aún imperceptible para nosotros—, no pude evitar pensar en uno de mis antiguos profesores, un químico que hacía pasar a los futuros zoólogos por delante de los anaqueles de su laboratorio: preparados de fucsina; violeta regina «es una designación de tres colorantes a base de alquitrán conocidos desde 1860»; Goldkäferlack: se volcaba sobre las flores que susurraban desde la tierra y hacía brillar nidos de fuego; Rokzellin, un «colorante azoico cercano al rojo auténtico», con el que los oscilantes pinceles de rayos, que parecían empapados, lacaban los setos que crecían y decrecían despacio; de nuevo, cuando el viento cambiaba de dirección, chorros de blanco en medio de rosas rojas formando una aglomeración de tumores: picrotoxina, «sustancia tóxica de las semillas de la coca de Levante, forma unos polvos finamente cristalizados, blancos, de sabor extremadamente amargo o agujas cristalinas agrupadas en forma de estrella»; o eran las abejas, totalmente fecundadas con polen, que subían y bajaban y de ese modo producían la impresión de un fluir cíclico, que se descargaba repetidamente en lo blanco…
«Mira ahí.» Richard señaló a la orilla de la Hermana Negra, que en el fondo de la cañada de las rosas, ahora visible, culebreaba como una reluciente serpiente violeta y negra como la pez.
«¿Las estatuas?»
«Sí. Me gustaría saber a quién pertenece ese terreno selvático.» Richard se quitó la chaqueta y se la echó sobre los hombros.
«A Arbogast, supongo. En cualquier caso está situada debajo de sus institutos. Antes parece que fue un vivero de rosas, por lo que sé.»
«Por lo que yo sé, lo sigue siendo. Tuve una vez un paciente que trabajaba aquí. Un accidente de trabajo con interesantes consecuencias en cuanto al seguro, desde el punto de vista legal. Se clavó una espina en el dedo índice, la herida se infectó, al final tuvimos que amputar. Aquí apesta a petróleo. No me extrañaría que aquí comenzara el laboratorio químico de Arbogast. Porque ahí abajo está todo muerto.»
«Quién sabe», replicó Meno. Las estatuas, mármol verdoso por la intemperie, estaban en la orilla de la Hermana Negra hundidas hasta la rodilla en ortigas y asfódelos; aquí y allá se podía ver en las rosas que lo envolvían el rostro de un soldado de piedra; amazonas con arco y flechas, que Meno, en su última visita, todavía viera libres hasta el pecho, habían sido casi totalmente engullidas por la maleza.
«¿Estás escribiendo un libro con Arbogast, me ha dicho Anne?»
«Su autobiografía, yo le ayudo, cribo y clasifico material, le escucho. A él le encanta hablar.»
«¿Qué dice sobre su estancia en Rusia, en Sochi? Hay toda clase de rumores.»
«No Sochi. Sinop.»
Richard asintió. «Sí, tú lo sabes mejor, naciste allí.»
Meno pareció no notar la indirecta. «Hasta ahora todavía no hemos hablado de eso, y tú sabes cómo son las cosas. Quizá no aparezca esa parte. No depende de nosotros.»
«Me ha escrito una carta, quiere colaborar con la clínica. Proyectos médicos para combatir los tumores.» A Richard se le había escapado esa pequeña alusión sin pensarlo más tiempo, y ahora quería decir algo amable para Meno, quien le parecía lacónico y poco accesible; no debía de ser ni por él ni por asunto de Christian, tal vez fuera cosa del calor: «Por cierto, los cuartetos de cuerda que me regalaste: fantásticos. El Cuarteto Amadeus toca de maravilla. Los de Eterna parecen saber lo que compran con sus escasas divisas.»
«Sólo lo mejor.» Meno sonrió. «¿Qué opina Niklas?»
«Grabación de referencia. La tiene, claro. Pero no de Eterna sino la original de la Deutsche Grammophon. Dice que debería tomar nota de la diferencia.»
«¡Ah!», Meno se esforzaba por lograr una voz seria, «¿habéis comprobado ya qué grabación tenía el mejor técnico de sonido?»
«Eso no puede decirse, tanto nuestro hombre como el de allá son maestros en su oficio, pero la Grammophon tiene mejores micrófonos y altavoces, eso es innegable, y, por desgracia, ahí no hay nada que hacer. Y tiene también, claro, mejor vinilo.»
«¿Pero tu tocadiscos es mejor?»
«Qué va, qué te crees tú. Ni siquiera es la mejor aguja. En eso, Niklas juega limpio, tengo que admitirlo. No sería problema ninguno para él decidir el asunto de una vez para siempre trayéndoselo de alguna gira por el extranjero con la orquesta. Pero eso sería como practicar el salto de altura en la luna, a eso sólo llegan los americanos y sólo vencen contra ellos mismos, a la larga a nadie le gusta.»
«¿Tanta autoironía? ¿La sagrada música, sobre todo la alemana?»
«Bueno, el caso normal no somos nosotros, eso está claro.» Richard se rió. Meno le había visto reír por última vez en la fiesta de cumpleaños, cuando le regalaron el Paisaje en tiempo de deshielo. Meno pensó en Christian y guardó silencio. Miró al edificio donde estaba el tribunal del skat, un palacio pseudobarroco, incluso desde lejos en evidente estado ruinoso, que antes perteneció a un fabricante de papel para fotografías; en los mástiles de delante del edificio ondeaban cuatro banderas, as de trébol, dama de pica, rey de corazón y diez de diamante, había luces encendidas, parecía que meditaban sobre las demandas.
Detrás de la cañada de las rosas, en el valle de la Hermana Negra, se hallaban los estudios de la DEFA, desde el puente se podían ver las barracas y los raíles sobre los que iban y venían los escenarios. El terreno de los estudios estaba vallado, había torres de vigilancia; elevadas farolas de látigo, curvadas como una cobra, mezclaban su opaca luz con la de los focos de las torres. Un gigantesco hombre de la arena saludaba, del otro extremo del valle se acercaba despacio su helicóptero, en un tercer coche, la arena del sueño, Richard y Meno lo observaban apretados contra un rincón que las rosas de la cañada ya habían conquistado. Las bombillas que colgaban de una cadena por encima del puente se encendieron, pero sólo aproximadamente la mitad daban luz, muchas hacían un breve zumbido, pronto se apagarían.
«Es curioso que no se vea a nadie», dijo Richard, «los coches de los escenarios parecen ir sin conductor.»
«Quizá están teledirigidos.» Meno levantó la mano; de uno de los estudios salía música: «Venimos a haceeros por la nooche una visiita – después to-dos los ni-ños se van a la camiiita…, la conocida melodía del programa del hombre de la arena, que empezaba a las siete menos diez. Ellos continuaron avanzando. Se veían escenarios del Salvaje Oeste, en un cartel, un indio de la DEFA, de tamaño mayor que el natural, agitaba un tomahawk. A su lado había baterías de enanos de jardín, habían construido un cenador, probablemente para el popular programa de televisión Tu jardín y tú: luz de reflectores rozó la especie de veleta que había a la entrada de las instalaciones, un águila de cartón colocada sobre una antena, emblema de la emisión de los lunes por la noche, El canal negro, de y con Karl-Eduard von Schnitzler, apodado «Ede-el-puerco». Aquí trabaja la Zwirnevaden, pensó Meno.
Cuanto más se acercaban a la Isla Ascania tanto más nervioso se ponía Richard; se imaginaba que a Christian le ocurrirían cosas horribles si Sperber no encontraba una salida o si, contra lo que aseguraba Londoner, no se encargaba del caso. «¿Qué podríamos hacer entonces?» Repasó nombres. Quizá pudiese hacer algo el mismo Londoner, al fin y al cabo era persona de confianza del presidente del Consejo de Estado; quizá podría pedir Meno una cita con Barsano, o con Arbogast. Éste era un hombre influyente, apreciado por los de arriba, un importante suministrador de divisas.
«Vamos a esperar primero a ver lo que dice Sperber», trataba de tranquilizar Meno. Pero también él cavilaba sobre lo que se podría hacer si Sperber mostraba reservas. «¿Y Christian? ¿Ha escrito entretanto ese texto?» «Ese texto» había sido una idea de Anne, Christian debía exponer su visión de las cosas, por qué había leído las memorias de un comandante de submarino de la Marina de Guerra de Hitler.
«Sí. Lo han leído el consejero escolar superior y también la comisión del instituto.» Richard empezó de nuevo a reflexionar, barajaba nuevos apellidos, los examinaba, los aceptaba o rechazaba.
«¿Se ha recuperado ya un poco?»
«Digamos que otra vez se puede hablar con él. Entretanto parece haber comprendido lo que ha hecho. Anne y yo hemos estado deliberando: si todo esto saliera bien, lo mejor sería que este año no se fuera de vacaciones con nosotros, sino que reflexione, que se recupere él solo. En casa de Kurt. Tú puedes ir a verlo, seguro que le vendrá bien. Que tenga unas semanas para vivir sin trabas y para pensar. ¿Quizá tenga novia? A mí ese chico no me cuenta nada.» Richard miró a Meno, Meno levantó las manos.
El puente terminaba en un cartel de aviso que en cuatro idiomas prohibía la entrada en la isla a las personas no autorizadas. A ambos lados del camino aplanado por las pisadas crecía un espeso bosque, por las copas de los árboles penetraba aún poca luz, Meno y Richard se sobresaltaron cuando de pronto un centinela exigió ver sus papeles.
«Pueden pasar», dijo el hombre acentuando por igual las sílabas, e hizo un gesto con la mano en dirección al embarcadero del transbordador. Por todas parte olía a podrido; a la luz crepuscular dormitaban flores negras y amarillas, prados de beleños, en ligerísimo movimiento de fimbrias, un movimiento como absorbente, aunque no corría una brizna de aire. El suelo forestal estaba cubierto de agujas de pícea, reinaba el ambiente algodonoso, sin ruidos, de un invernadero. Meno tosió: un ruido breve, carente de eco, aplanado al momento por un aire como jarabe. Se asombró de que no se oyera cantar los pájaros ni ningún otro ruido del bosque: crujir de ramas, gritos de aviso de un arrendajo común, la suave espuma del follaje en las desganadas brisas vespertinas que, con el suave y silencioso trazado de los lápices sobre el papel, hacían dibujar la oscuridad en el trasfondo a miles de ramas con su apacible movimiento.
Richard echó dos monedas de diez pfennigs en la caja de la estación, Meno levantó la palanca, las dos monedas cayeron de su compartimento en la rueda giratoria; un revisor de barba gris llegó de la cabina de observación en cuyas ventanas había macetas de geranios, hizo pasar sin decir palabra a los hombres al transbordador, una barca plana, herrumbrosa, con empavesada de toldilla y cabina de timón. El de la barba gris puso el motor en marcha, el transbordador avanzó por el brazo del río negro como la pez, en cuyas orillas, rebosantes de un blanco metálico en suave corriente, proliferaban masas de nenúfares. Durante la travesía, Meno y Richard no cambiaron una palabra, cada uno observaba con concentrada atención.
En la Isla Ascania los esperaba un ayudante de Sperber. Los llevó por un camino iluminado; pronto fueron visibles, entre aglomeraciones de verde lechoso, los edificios barrocos del palacio que un sucesor de la dinastía ascania había mandado construir en aquella isla.
«Él quiere hablar a solas con usted», dijo el ayudante a Richard.
«¿Qué hago yo entretanto?»
«Puede esperar en secretaría tomando una taza de té o puede moverse libremente por el parque, puede hacer lo que quiera, señor Rohde.»
«Entonces me voy a pasear. Mucha suerte, Richard.»
Richard siguió al asistente. El bufete de Sperber estaba en uno de los edificios anejos, parecidos a pabellones, que flanqueaban el Palacio Ascanio, sede del tribunal superior del distrito. Los pasillos estaban recubiertos de PVC, que amortiguaba los pasos, tubos de neón daban esa luz amarillenta, del insano color del pus, típica de las oficinas estatales. El ayudante pulsó el timbre de una puerta en la que había una sencilla placa: «Dr. Sperber, Abogado», poco después se oyó un zumbido, la puerta se abrió. Estaba acolchada. Pasando por la secretaría, en la que había un teletipo y varias máquinas negras de escribir, fueron al despacho de Sperber. El ayudante dijo «El doctor Hoffmann» mirando al techo y se retiró. Sperber estaba sentado ante la mesa, escribiendo, sin levantar la vista. Le hizo gesto a Richard de que se sentara en la silla de enfrente. Richard se pasó la mano por la chaqueta y se sentó vacilante.
«Perdone usted, esto es urgente, termino enseguida.» El abogado seguía sin levantar la vista. Detrás de su escritorio, en la pared y en una estantería, había una colección de relojes; buenos ejemplares todos ellos, como comprobó Richard, con la experta mirada de hijo de relojero. Algunas estampas del pintor Bourg, dibujos a pluma, intensamente sombreados; Richard pensó en las Plantas negras que colgaban en el pasillo de la casa de su hermano. Sobre un lavabo un pequeño espejo a la altura del nudo de la corbata. En la esquina un sofá, de cómoda apariencia, con mesa y butacas, tal vez para visitas importantes o para el propio Sperber cuando leía periódicos: sobre la mesa había pilas de Frankfurter Allgemeine, Die Zeit, Süddeutsche Zeitung; por lo visto el abogado Sperber pertenecía al reducido grupo de personas que tenían la autorización —y las posibilidades económicas para estar suscritos a esos productos de la prensa occidental. Sobre el sofá colgaba un Querner. Sperber parecía asimismo coleccionar muñecas matrioska: ocupaban en exclusiva un estante de la librería de la pared abarrotada de carpetas. Una estufa cerámica, los azulejos con molinos de viento azules al estilo de Delft. En los huecos entre los relojes de la colección, enmarcados, diplomas y cartas de agradecimiento; un documento con la Orden del Mérito por la Patria en Oro.
Sperber agitó lo recién escrito, para secarlo, lo depositó en la bandeja, sacó dos archivadores de un cajón. «Señor Hoffmann, no quiero malgastar su tiempo ni el mío, por eso voy enseguida in medias res. Tengo aquí dos casos. Puedo hacer algo por uno de ellos. Nuestra jurisprudencia es curiosa. Raras veces se dictamina igual sobre dos casos similares entre sí —como el de su hijo y éste—. Si saco adelante uno, pierdo el otro. Es una experiencia por la que he pasado muchas veces, por desgracia. Así pues, el caso que yo no acepte lo devuelvo, eso lo exige la situación. Otro abogado, otra posibilidad. Lamentablemente, no todos los colegas tienen mi experiencia; por eso se dirigen a mí tantos clientes, no necesitamos andarnos con rodeos. ¿Qué caso tengo que devolver, en su opinión?» Puso los dedos estirados sobre los dos archivadores y miró con curiosidad a Richard.
«El de mi hijo, no», respondió Richard al cabo de un rato.
«Ve usted, una respuesta parecida ha dado el otro padre. Póngase en mi situación… ¿Qué hago? Aquel padre quiere que pierda su hijo de usted, este padre quiere que pierda el hijo de aquél…»
«Si es cuestión de honorarios…»
«No es cuestión de honorarios, señor Hoffmann. Es cuestión de tiempo.»
«Pero no podría, quiero decir, ser su tiempo una cuestión de honorarios… A usted le gustan los relojes.»
Sperber sonrió: «Será mejor que no empecemos con esta clase de cosas. Estudié derecho porque amo la justicia. Adónde íbamos a llegar si la administración de la justicia se rigiera por quienes pueden pagar más. No. Yo decido eso a mi manera.» Sperber sacó una moneda. «Diga si quiere cara o cruz para su hijo.»
«¿Habla en serio?»
«Por supuesto», respondió Sperber. «Y antes de que me censure quiero pedirle una vez más que se ponga en mi situación: mi tiempo permite un caso: ¿cómo decidimos entonces siendo relativamente justos? Así que, por favor: cara o cruz.»
«¿Puedo… salir un momento?»
«No, quédese aquí; primero, no tengo una eternidad de tiempo para usted, y, segundo, todo lo que forzosamente iba a empezar a pensar, elucubrar y reflexionar no iba a facilitarle nada. ¿Cara o cruz?»
«Cara», murmuró Richard. Sperber echó por alto la moneda, y como a través de un velo de neblina vio Richard que caía sobre la mesa, sobre la carpeta verde delante de Sperber, que saltaba otra vez, se quedaba de canto, rodaba despacio bajo la mesa, basculaba y desaparecía.
«¡Maldita sea!», dijo Sperber. «Ésta no vale, claro. Tenemos que buscarla, siempre cojo esa moneda para echar a cara o cruz.»
Richard permaneció sentado, incapaz de moverse, mientras que Sperber andaba a gatas alrededor de la mesa y buscaba la moneda de un marco. «Aquí estás», gritó después de meter algún ruido, salió, rojo y jadeante, de debajo de la mesa, la levantó con aire de triunfo. «Bueno, esto no me volverá a suceder.» La moneda giró, esta vez la agarró Sperber y la estampó contra el dorso de la otra mano. «Cara», dijo, «me tiene, pues, a disposición de su hijo. ¿Quiere saber de quién se trataba en el otro caso? Lo puedo entender; pero habría sido más honrado que hubiera querido saberlo.» Sperber pareció reflexionar sobre si no debería decir el nombre, pero cambió de parecer y volvió a meter el otro archivador en el cajón. «Por lo demás, veo buenas posibilidades de que Christian salga bien librado de este asunto, y creo que esto tampoco tendrá muchas consecuencias para el futuro de sus estudios.»
Entretanto, Meno recorría la isla. Detrás del parque del palacio, que estaba bien cuidado —agaves y naranjos en maceteros, surtidores, caminos cubiertos de gravilla—, empezaba el monte: píceas y hayas estaban recubiertas de plantas trepadoras, lepidodendros crecían más espesos cuanto más avanzaba Meno, marañas de masas de hojas que se recubrían y se incrustaban unas en otras, ovillos de lianas en torno a gigantes con costras de musgo, polipodios, especies de leguminosas: era la vegetación de pasadas edades de la tierra; se encontraba en un bosque de lignito. Qué silencioso era: tan silencioso que cayó en la cuenta de que seguía sin oír voces de pájaros ni zumbidos de insectos y de que oía el tictac de su reloj. El embarcadero del transbordador estaba en la otra orilla, el brazo del río, liso como una plancha de metal, se ensanchaba hacia el norte hasta formar un lago. Cuando Meno se acercó a la orilla, distinguió tuberías debajo de la superficie del agua; en la orilla de enfrente, en medio de una pared escarpada de cipreses calvos con altas raíces exteriores, los tubos torcían hacia arriba a través de pilones de apoyo; estaban provistos de una pintura de camuflaje. Meno metió la mano en el agua —temperatura de bañera— antes de ponerse a escuchar de nuevo y a observar la resaca apenas perceptible del río, el silencioso bosque de cipreses de pantano. Rayos de sol, como escalpelos lanceolados que operan con prudencia, entraban en oblicuo en la superficie del agua, que se llenaba de fuego metálico; la linde del bosque se mezclaba con el cielo, formando una capa osmóticamente activa —humo de flores, vapor de agua— con tonalidades verdosas brillantes; helechos y equistáceas hinchadas como mazos parecían levantarse del suelo de lejanas islas movedizas como durmientes que se despiertan. Sobre un tocón que se metía en el agua, a medio metro escaso, vio Meno un capullo de gusano de seda, una crisálida grande como una mano, con antenas, con la forma de una babosa, y, a juzgar por los movimientos que se veían dentro, el ocupante tenía que estar a punto de salir. Meno se quedó allí, fascinado y perplejo. El huso reventó, unas antenas tantearon, temblaron en las corrientes de aire, en los estímulos olfativos, olfateando el peligro, luego apareció detrás el cuerpo, los ojos salieron sobre el borde de la piel del capullo, cestitos brillantes como brea, luego las patitas delanteras, aún inseguras, las alas todavía atadas y plegadas como paraguas medio salidos de su funda. Se reconocía el dibujo de la tráquea, salió un ala. Verde veronés, manchas lunares, fragmentos de rojo herrumbre en el cuerpo: una mariposa de los trópicos, nocturna pero activa de día. Más sereno, Meno volvió sobre sus pasos.
Delante del Palacio de Justicia se encontró con Joffe. El corpulento abogado lo reconoció, miró en la dirección de la que venía Meno, le hizo gesto de que se acercara. «No debería hablar usted de ello, señor Rohde», dijo con voz gutural, lubrificada por elegantes discursos de defensa y numerosas emisiones de Parágrafo, «para todo hay una explicación. Usted ha visto las tuberías. Bien, son conducciones de calor a distancia. Están un poco averiadas, sale calor, eso es todo. En invierno aquí no tenemos nieve… y por eso nos visitan algunas aves exóticas. ¿Viene acompañando al señor Hoffmann?»
«Estaba dando un pequeño paseo. El señor Hoffmann tiene cita con Sperber…»
«Lo sé», interrumpió Joffe. «Por cierto, puesto que me he tropezado con usted: el señor Tietze viajará pronto a Salzburgo con la Orquesta Estatal Sajona. No se debe hacer nada para la señora Neubert. Déselo a entender.» Meno guardó silencio, sorprendido. El abogado parecía malhumorado por su dureza de mollera. «El señor Neubert piensa encontrarse con el señor Tietze en Salzburgo y darle dinero para su mujer, de la que es amigo su cuñado de usted, según me han dicho. El señor Tietze debería dejar ese dinero donde está si quiere evitarse disgustos.» Joffe miró a Meno con ojos escudriñadores, parecía saborear el efecto de sus palabras. La expresión del rostro del abogado fue otra vez afable. «El señor Eschschloraque, respecto a ese pequeño asunto», Joffe meneó la mano izquierda, como para ahuyentar molestos insectos, «respecto a esa estupidez de la coma que él quería endosarle a usted, bueno usted ya sabe, ¿ha…?»
«A mí no ha vuelto a decirme nada sobre eso.»
«Ah, muy bien. Yo me enteré del asunto y pensé que había que preservar al señor Eschschloraque de tomar medidas poco meditadas. El deseo de venganza es una cosa fea, en mi opinión, e indigna de un comunista.»
«Muchas gracias.»
Joffe rió, al hacerlo sus hombros se movían.
«Bueno, querido Rohde. Se hace lo que se puede. Le deseo buenas noches.»
35. DRESDNER EDITION
Cuando Meno se levantó para sus laudes, se sentía molido y derrengado. Durante la noche las temperaturas bajaban sólo unos pocos grados. El bochorno se había instalado en los jardines, del río apenas llegaba frescor. Un olor a pantano flotaba sobre las laderas del Elba. Meno oía reír a veces a los gemelos Kaminski, a ellos el calor no parecía importarles, por la noche, como recién salidos del huevo con pantalones blancos y camisas blancas, iban y venían murmurando algo por delante de la baranda del águila, tal vez estaban estudiando para algún examen. Cuando el bochorno era insoportable, Meno dormía en el cobertizo del jardín, se lavaba en el barril del agua de lluvia y se secaba andando desnudo por el jardín, con sandalias de goma en los pies. Se empezaba a racionar el agua, el cabildo había mandado fijar carteles informativos que se fruncían, pegados a los árboles, como rizos de pelucas: no había que fregar la vajilla dejando correr el agua del grifo, había que lavar el coche sólo con un cubo, regar el jardín sólo con regadera.
Iba al trabajo en el 11. Por la mañana, cuando se hacinaban los viajeros, en el tranvía olía a sudor (camisas de fibra, pensar en el futuro) y a exceso de perfume, la gente abría las ventanas de corredera y todos los huecos del techo, el viento en contra refrescaba; en el trayecto entre el Mordgrundbrücke y el Pionierpalast, cuando por la derecha bordeaban la calle las estribaciones de la campiña de Dresde, se respiraba aire aromático. Meno se apeaba en el Dr.-Külz-Ring e iba andando hasta el Altmarkt; en el bloque de casas contiguo a la Kreuzkirche —tejados de mansarda, arquitectura historizante de la ordenación urbana socialista— estaban las oficinas de la Dresdner Edition; se entraba en ellas a través de un pasillo iluminado por lámparas de cucurucho y en el que olía al café de la señora Zäpter, al tabaco de pipa de Josef Redlich y al aire que expulsaba el frigorífico de la editorial. Josef Redlich sufría esos días. Con cara malhumorada les metía manuscritos a los editores en los casilleros, cerraba en su despachito la ventana que daba al Altmarkt: demasiado ruido, demasiada luz despiadada sobre textos escritos a máquina, él no podía soportar tales salas de preparaciones, microscopios, focos halógenos, se asombraba de cómo era Meno: «¿No quiere ponerse también el estetoscopio, señor Rohde?» y señalaba pilas de papel, que yacían blancas como la tiza bajo pantallas de lámparas de las que parecían salir cortantes haces de rayos X. El Altmarkt brillaba en esa época del año cual costra de sal sobre la que se alineaban los coches como peces muertos; el ruido extrañamente resbaladizo de los tranvías por la Ernst-Thälmann-Strasse rompía a un ritmo desagradablemente irregular el zumbido del tráfico entre la Postplatz y la Pirnaischer Platz. Josef Redlich quería tener en la habitación la sombra de las persianas de láminas antes de dedicarse a la literatura y antes de que el teléfono, un sapo negro acurrucado sobre una bandeja que salía en fuelle de la pared, empezase a molestar. La temperatura subía ya varias mañanas a más de treinta grados, entonces incluso el corrector Oskar Klemm se aflojaba la corbata, el consumo de helado de Leipzig, del que había siempre reservas en el frigorífico de la editorial, llevaba a dificultades en el suministro, y Josef Redlich ponía el suelo de su despacho lleno de multicolores jofainas de plástico que llenaba de agua fría y pisaba con los pies desnudos; al hacerlo se ponía las manos en la espalda, fumaba sus cigarros (Meno no podía averiguar de qué marca eran, Redlich los sacaba de un estuche de cuero; Madame Eglantine decía: Cosecha de terraplenes de la vía férrea), contemplaba a veces un callo del dedo medio del pie izquierdo, meditaba: «¡Cuántas cosas han visto, cuántos países han recorrido conmigo!» y reflexionaba a la manera de Josef Redlich, soñadora, adornada de citas de Lichtenberg. A veces se quedaba inmóvil en la butaca, el chaleco se estiraba sobre el vientre redondo, pero no cedía ningún botón, el reloj de bolsillo, aún en la cadena, estaba abierto delante de él sobre le mesa, los puños de la camisa blanca almidonada, con las mangas siempre impecablemente planchadas (las mandaba planchar, había enviudado hacía tiempo y llevaba dos alianzas en el anular derecho), estaban remangados, las venas se marcaban en las manos que colgaban bamboleantes, en la cabeza esférica se ataba un pañuelo mojado del cual salían las cuatro puntas como cuernecillos de astronauta. En esos momentos parecía que había sufrido un ataque de apoplejía; pero cuando Meno se acercaba inquieto, sólo hacía un gesto con la mano: «Oh, señor Rohde, aún he de enviar algo de prosa, ¡pero míreme…, raras veces ha estado paralizado un intelecto con mayor majestad!»
Josef Redlich nunca había declarado su gusto personal por la instancia objetiva. Eso lo hacían ciertos emperadores, con ambiciones pedagógicas, de las páginas literarias de la República Federal, como el Gran Crítico Wiktor Hart[69], cuyos artículos leía Josef Redlich con el cigarro inmóvil, por lo que el cilindro de ceniza crecía hasta una longitud estáticamente cautivadora; luego apartaba esas hojas (copias numeradas), aplastaba el cigarro, y comentaba: «Habría que tomarlo en serio» o «Sus métodos estilísticos tienen la fuerza de una cerca, si me permite la expresión, una cerca surge precisamente por la continua repetición de su elemento básico, el listón; no está claro si el deseo de cambio sería aquí equivocado», o «de lírica no entiende nada, la confunde con los signos de admiración al margen de nuestras biografías», luego miraba a Meno, serenamente a la espera de protesta, que no se hacía esperar mucho tiempo, porque a Meno le gustaba leer las críticas escritas con furia, con abundancia de conocimientos y como poseídas por la causa de la literatura; Hart distribuía sus dictámenes sin hacer concesiones, un abogado del sentido común (que por supuesto en la literatura, ese difuso arte de las sensibilidades, de las contradicciones y los sueños, no siempre daba los resultados deseados: autores medio dementes habían escrito inmortalidades medio dementes: más de un representante del realismo más relevante, nada más que evidentes extravagancias), un dios de los elementos que se tornaba grosero cuando encontraba descuidado un matiz, y que se ponía, para protegerlo, delante de su santuario —aunque él no empleaba nunca ese concepto, tampoco una palabra como alma, él hacía escarnio de ella, la apartaba de sí, la ponía entre comillas, sospechaba que era pura charlatanería—. Entendía mucho, eso le parecía a Meno, y poseía la virtud del artista nato: no se complacía haciendo una crítica feroz (aunque uno se complacía leyendo sus críticas feroces), y disponía del matizado y trascendente teclado de la alabanza. Hart era vanidoso, pero lo era en defensa de la literatura, y carecía de la suficiente vanidad para dejar sin mencionar, por tacto o discreción, no pocos asuntos. Meno notaba también siempre que, en el fondo, no quería darse importancia, ahí había un «eso no se hace» y mucho y silencioso conocimiento del mundo y de la gente. Todos los que podían recibir sus críticas las leían al momento, pero en la editorial no todos tenían ese privilegio, las copias iban a Schiffner, a los editores jefes y a los secretarios del Partido, en la Dresdner Edition al editor Kurz; que Meno pudiera leerlo se lo debía a la simpatía que Josef Redlich parecía sentir por él (y que, por lo demás, se veía correspondida). Todos los que habían leído a Hart o bien se mostraban de acuerdo con fuertes movimientos de cabeza o se desahogaban con gestos de indignación, indiferente no dejaba a nadie, sobre todo a los autores de los que se ocupaba: Eschschloraque deseaba una situación como en Moscú, «donde yo habría podido hacer que ese hombre dejara de hacer daño»; el Viejo de la Montaña encontraba a Hart «magnífico, mire, a mí me ha hecho papilla, pero veo que tenía razón», y Schiffner decía: «Un hombre importante, por desgracia. Nos ayuda en el negocio cuando alaba, nos ayuda en el negocio cuando tira por tierra, uno ve consternado que el asunto no está solucionado[70] cuando guarda silencio.»
El tipógrafo Udo Männchen sufría por el calor de manera más ofensiva que Josef Redlich: con más frecuencia de lo habitual salía de su taller gráfico, al final del pasillo, se mesaba la melena de ensortijados cabellos, ponía las gafas a contraluz, las sacudía en el aire con resignación. Meneaba una de sus teatrales prendas de vestir (indias-hawaianas-budistas, cualquier cosa menos camisas) y gritaba al corredor: «¡Dante! Tomaré la Dante-Antiqua, porque nos estamos friendo.»
«¡Silencio!», gritaba desde la oficina de corrección, situada casi enfrente, el corrector Oskar Klemm.
«O quizá no la Dante.» Udo Männchen volvía a ponerse las gafas y dejaba caer los brazos. «Eschschloraque, el rey de los peces de adorno, es clasicista; pero con Dante empezó la decadencia. ¿Qué opina usted, señor Rohde? ¿No deberíamos tomar para él la Dante, como personas sensibles que somos?»
«Se daría cuenta», replicó Meno sonriente.
«¡Darse cuenta, sí! ¡Eso desde luego! Y me agarraría y me sacudiría, me condenaría. Männchen, me amenazaría, eso ha sucedido en las alas de unos pulmones débiles. Hasta cierto punto es intelectual-elemental lo que se ha permitido usted. Usted me ha…, apreciadísimo editor. Ahora viene algo horrendo. Una palabra sucia, impropia de las bellas letras. No expresable gráficamente. Cubierto de mierda».
«No la emplearía, señor Männchen.»
«No, en eso tengo que dar la razón a Meno.» Stefanie Wrobel, cuando oía a Udo Männchen, solía ir a buscar un café o un helado. «Sabemos de fuente segura que una sola palabra malsonante a menudo le cuesta dos o tres horas.»
«“Lo”», corrigió con voz débil Josef Redlich desde su cuartito. «“Lo”, Madame Eglantine. Si ya quiere citar a Lichtenberg, entonces, por favor, hágalo con las faltas correctas. Cuaderno F, nota 1155: “sabemos de fuente segura que […] lo cuesta…”, etcétera.»
«¿Por qué hará tanto calor? O tomaré la Walbaum… Una letra preciosa, exquisita. Las obras completas de Goethe de la edición en papel biblia de Insel están en la Walbaum. Él se percataría de ello…»
«Señor Männchen, en esta casa aún hay personas que se dedican a trabajar», murmuró Oskar Klemm, «y además: qué sabrá usted de Goethe.»
«¿O me fiaré de la Garamond, con tan delicada independencia de las modas? Pero Eschschloraque evita la cursiva, y la Garamond es la reina de las cursivas. Habría que imprimir sólo en cursiva, ¿no le parece, señor Rohde? La cursiva procede de los manuscritos de los monjes, en los monjes comienza la eternidad. ¡Más eternidad a la literatura! ¿O una Bodoni? ¿Una Bembo, esa tipografía antigua, madura como un queso viejo? Lleva el nombre de un cardenal… ¿Tal vez habría que ser completamente radical?» Männchen ponía los ojos en blanco y daba al aire golpes de kárate. «Una letra Sans-Serif, desnuda y clara y sin adornos como un hacha de mano… Courier, ésa es la letra de la máquina de escribir. Por supuesto, una Serif otra vez. ¿Le recuerda tiempos venturosos…? Letra de las citaciones, y ya nadie se ríe, nadie se atreve a abrir la boca… Por cierto, señor Klemm, usted no sabe nada de los Beatles.» Udo Männchen empezó a silbar la melodía de «Yellow Submarine».
Meno y Madame Eglantine cruzaron miradas consternadas. Oskar Klemm guardó silencio un rato. Tenía setenta y cinco años y debería estar jubilado hacía tiempo; pero la pensión que recibiría después de casi sesenta años de trabajo era ridículamente baja. Schiffner no le agobiaba para que se marchara, Oskar Klemm era una leyenda; en casa no le esperaba nadie, su mujer había muerto en el bombardeo de Dresde, sus hijos vivían en otro sitio hacía mucho tiempo. La editorial era su vida, Goethe su amor de toda la vida, las carreras de caballos, que presenciaba en el hipódromo de Seidnitz y en Berlin-Hoppegarten, su pasión, a Mozart pertenecían su emoción y sus bien escondidas lágrimas; al final de la tarde, cuando había cesado el trajín y estaba en marcha el tocadiscos —el adagio de la Gran Partita con su perfumado, elíseo tiempo de instrumentos de viento—, él podía estar en el pasillo y, si llegaba Meno, se llevaba el dedo a los labios, se quitaba las gafas, permanecía con el rostro vuelto y los ojos cerrados. El señor Männchen era de otra generación; jóvenes ignorantes que no veían un palmo más allá de las cuatro cosas que les interesaban; había que ser indulgente.
«Mire», Oskar Klemm estaba ya en la puerta, «“Yellow Submarine” es muy popular, pero “Lucy in the Sky with Diamonds” o “A Hard Day’s Night” me parecen, vistos desde un punto de vista puramente musical, más profundos. Y naturalmente los inmortales “Penny Lane” y “Yesterday”. Y que “She Loves You”, a pesar de su simplicidad, contenga un enunciado de enorme trascendencia, eso no lo pongo en duda ni siquiera a mis años.»
Oskar Klemm iba ligeramente inclinado, pero nunca lo había visto nadie sin corbata. Fuera de la editorial frecuentaba sobre todo el hipódromo y las diversas librerías anticuarias de Dresde, le gustaba ir sobre todo a Sucesores de Dienemann y a Papierboot de Bruno Korra, en el Lindwurmring. Si descubría un error en un texto ya revisado por los editores, en la sesión de la tarde se inclinaba sobre la mesa redonda, se quitaba las gafas y recorría abatido la fila de los editores: aparte de Madame Eglantine, Meno y el secretario del Partido, Kurz, estaba Felicitas Klocke, llamada Miss Mimi, una solterona aficionada a los melodramas duros, cargados de acción, con espadas de samurái y Alain Delon como juvenil ángel exterminador: criaba cactus, llevaba gorros de borla, le gustaban las serpientes y las teorías conspirativas y no podía ver sangre; la mesa de enfrente la tenía Melanie Mordewein, llamada Frau Adelaide, que editaba a los románticos y soñaba mucho despierta; su apariencia era tan diáfana como si no hubiera nacido sino que la hubieran hecho a ganchillo. Después de haber guardado silencio un rato, Oskar Klemm, que en la antigua editorial Insel y en la villa de Kippenberg aún había visto a Hofmannsthal y a quien Stefan Zweig mostrara recuerdos personales de Goethe, él, a quien una coma mal puesta, un concepto mal colocado, deparaba noches de insomnio, susurraba: «Por favor…, señoras y señores… Por favor, reflexionen ustedes…, esto es… Esto debe ser… literatura… Es decir, lenguaje. Un ser vivo hecho de palabras… Dice el proverbio que el poeta vive de lo que encuentra o improvisa, o sea de robar de donde quiera. El poeta está en su derecho, pero nosotros tenemos obligación de…, por favor, dense cuenta…, el poeta es el compositor. Nosotros somos sus músicos… Tenemos que tocar lo que pone la partitura. Tiene que ser así. Sean correctos.»
Después el apoderado comercial, Kai-Uwe Knapp, informó sobre el estado de cosas en la imprenta. Como el papel era escaso y el plan sagrado, como las máquinas de imprimir eran escasas, como la tinta de imprenta ya había escaseado, como los tipógrafos serían escasos, como a todo eso se añadían la escasez de tiempo y dificultades de coordinación con la central de Berlín, los manuscritos del grupo 7 se imprimirían cuando todas esas escaseces dejasen de serlo. Ahí no servía de nada el punto de vista de clase, que defendía con vehemencia el editor y secretario del Partido Ingo Kurz. Pese a ello, entendía algo de literatura. Mientras hablaban Kurz y Knapp, Oskar Klemm estaba sentado con la cabeza baja. Él había vivido el bombardeo de Dresde. Siempre dejaba entornada su puerta.
36. PRIMER AMOR
Agua verde saltaba de las palas de las ruedas, se pulverizaba en espuma que flotaba junto al barco de vapor, se arremolinaba en la popa, en la ancha estela en la que la línea de quilla del barco triturador y machacador, abriéndose en abanico, desaparecía poco a poco. Christian estaba de pie en la borda de proa y exponía el rostro al viento, que olía a hierbas y a celulosa húmeda: la zona industrial de Heidenau, con sus chimeneas y tuberías de desagüe por las que se metía en el Elba una sopa gris, se deslizaba a los lados. El barco estaba lleno de excursionistas, clases de colegio en campamento de vacaciones con niños que charlaban excitados y mentores que amonestaban irritados; mochileros que se mantenían apartados como los pocos habitantes de los montes de tierra arenisca del Elba: se los reconocía por los rostros curtidos, por la ropa fuera de estilo: las mujeres llevaban pañuelos de cabeza, los hombres gorras de visera de cuero marrón.
Brillaban las ventanas de los barrios nuevos de Pirna-Sonnenstein, tacos rectangulares que, más allá de aquella pequeña localidad con plaza del mercado y con iglesia, habían sido empotrados en las estribaciones de la sierra de piedra arenisca del Elba. Detrás de Pirna refrescó el viento. El valle del Elba, hasta ahora espacioso, se estrechaba con escarpadas colinas a derecha e izquierda. Canteras abiertas mezclaban su amarillo arena con el verde claro de los abedules y el oscuro de los pinos de los bosques del valle del Elba. Ahora olía a verano: sequedad, plastas de vaca, eneldo silvestre en los prados, diésel y grasa de lubrificar de los atracaderos de botes, crema solar que con el sudor forma una película oleosa. Christian acarició la áspera borda, le agradaba el frescor del hierro. Trataba de no pensar en el campamento militar. Había enviado a Leipzig la solicitud de una plaza para la carrera de medicina, había tenido una entrevista en la universidad. Uno de los tres examinadores, un médico de medicina general, había hojeado su expediente. ¿Por qué quería estudiar medicina? A Christian no le sorprendió la pregunta; fuera estaba Richard, que había preparado para él varias respuestas. Christian quería decidir él. Porque quiero ser un día un investigador famoso, había pensado, y por un momento tuvo muchas ganas de decirlo exactamente así, tal como era, y no de otro modo. La verdad. «Porque querría acceder un día a la investigación en el campo de la medicina», había respondido.
«Ah, quiere ser famoso», había replicado el segundo examinador, un psicólogo, con irónica sonrisa.
«… eso también. Sí.»
«Vaya, jovencito, por lo menos es usted sincero», había comentado el tercer examinador, un profesor de medicina interna. «¿Sabe lo que más oímos aquí? Porque quiero ayudar a la gente. A veces incluso, a la humanidad, entonces la cosa se pone hasta interesante. Si usted hubiera respondido eso, y encima con su expediente, le habríamos rechazado. Así, nos pondremos de su parte. ¿Cómo le va a su padre, por cierto? Estudiamos juntos. Bueno, ahora márchese, y explíqueselo a uno de esos memos que quieren ayudar al ser humano.»
Cerró los ojos, escuchó un rato el cabeceo de la máquina. Tiritó cuando el vapor llegó a la sombra de los riscos. En el duro azul de agosto se amontonaban los cúmulos. Azul de verano, azul de ataque aéreo, recordó; palabras del abuelo Kurt.
Más arriba de Wehlen se alzaban desde el río las almenas rocosas del miradero natural del Bastei; grupos de viajeros se apelotonaban junto a la borda de popa, señalaban hacia arriba, saludaban. Christian no saludó, los peñascos estaban tomados al asalto por innumerables chiribitas, tenía que guiñar los ojos y ponerse la mano como pantalla. Pasando por Rathen, el Elba describía un amplio recodo, y, entre Lilienstein y Königstein, seccionaba como una hoja de acero las bases de los montes poblados de bosque, más arriba planchas de arenisca con paredes que caían resquebrajadas y en las que anidaban miríadas de vencejos.
Buscó su maleta, de pronto tenía necesidad de probar la fuerza de sus manos en las correas de sujeción, notó con satisfacción la resistencia de la piel que se arrugaba pero que él no podía aplastar más allá de un determinado límite, por mucho que se esforzase. Una libélula aterrizó sobre la barra de madera de la borda de proa, a apenas un metro de distancia de él. Eso le fascinaba: cómo esos animales, desde un vuelo invisible, se detenían y de pronto estaban allí, como por encanto: agujas azules con una doble pareja de alas de filigrana transparente, y Christian hubiera querido cazar la libélula para averiguar si las lancetas eran al tacto como de celofán, si uno podía cortarse con ellas. El insecto se marchó enseguida, sin ímpetu, como el tictac de un segundo.
Schandau apareció en el campo visual, el puente, la polvorienta estación cuyas vías e instalaciones eléctricas parecían flotar en el calor, una locomotora humeaba bajo el puesto de enclavamiento, unos maderos estaban colocados de pie, en medio de las malas hierbas. La zona de balneario con hoteles, con banderolas de regatas y guirnaldas de luces en la orilla, ante el aparcamiento de coches; detrás, tapada por las casas de la Marktplatz, la torre con cúpula de Sankt Johannis. Christian dio un suspiro de alivio. Nadie le esperaba en el atracadero del vapor. Una banda de instrumentos de viento saludó a los que llegaban, emitía destellos en la terraza del Hotel del Elba, entre sombrillas blanquiazules y camareros que iban y venían tranquilamente entre las mesas. Balanceó la maleta en la mano. No le habían expulsado. Había tenido el segundo mejor expediente de su curso y había logrado dar la enhorabuena a Verena.
Lene Schmidken le había visto cuando puso la maleta en el suelo y levantó la vista hacia la casa: las cortinas estaban corridas, las claraboyas que había en el tejado de ripias, cerradas; Pepi, el perro pastor de Kurt, llegó como una exhalación por la esquina, se paró jadeando delante de él, le miró con ojos cándidos.
«Así que todavía me conoces, gandul. Vaya, cómo estás.» Rascó a Pepi detrás de las orejas. Él, a grandes saltos, salió al encuentro de Lene Schmidken, que se acercaba cojeando apoyada en un bastón y desde la última visita parecía ser una cabeza más baja. «¿Quieres comer algo, hijo? ¿O primero subir la maleta?» Rebuscó la llave en el bolsillo de su delantal, donde tenía pinzas de la ropa, caramelos de eucalipto, gomas para tarros de conservas.
«¿Cuánto tiempo te quedas?»
«No sé exactamente. Unas dos o tres semanas. Depende de cuándo regrese el abuelo.»
«A principios de septiembre, me dijo.» Metió la mano en el bolsillo del delantal, le ofreció un caramelo que él se guardó para más tarde. «Sería estupendo que te ocuparas de los conejos. Y de Pepi. Ven a almorzar conmigo, hijo. Hay potaje de verduras. Y mañana, marcha de húsares, o sea patatas con chucrut. A ti te gusta.»
«No tengo hambre, gracias.»
Lene Schmidken le dio el brazo, se sentó en un peldaño de la escalera, sacudió la cabeza por el calor y por las medias contra la trombosis que le había recetado el médico. «¿No te gusta? Es como rulada de chucrut con carne picada. Y ¿te dieron la plaza en la universidad?»
«Nos lo dirán en el próximo curso. A lo mejor vienen unos amigos míos. No se lo digas al abuelo, por favor.»
Lene Schmidken asintió, se levantó suspirando. «De todos modos se enterará. Si quieres bañarte, te buscaré la tina en el lavadero. Kurt debería haber llenado la cisterna, qué chapucero es. Quítame de en medio a este monstruo.» Apartó a un lado a Pepi con el bastón.
«¿Ha dado el abuelo instrucciones de algún tipo?»
«No. Sólo piensa en sus viajes. Un neurótico, eso es lo que es. Este año, pensé que le daba algo cuando le dijeron que no. ¡Si se ha peleado con todo el mundo, el fideo ese! Semanas después llegó la autorización.»
«No ha dicho nada de eso.» Christian se volvió hacia Lene, sorprendido.
«Pero es que aún no tenía pasaporte, documentación, papeles para viajar, ¿comprendes? Se lo guarda todo para él. Luego llegó otra carta: otra vez que no. Amazonas, nada, delta del Danubio, sí. Y ahora está con los cíngaros.»
«¿Con quién?»
«Con los que comen polenta. Con los liosos. Con los gitanos.»
«No todos lo son, Lene.»
«Bueno, vale, muchacho.» Inclinó la cabeza un poco a un lado y arrastró los pies hacia su casa, donde vivía sola desde hacía años con una Transilvania[71] que ya no existía.
Tenía miedo de las máscaras funerarias, de los rostros de muerto de colores chillones y perfil severo, luego ponía el televisor o la radio, buscaba lugares adonde ellos no llegaban: las conejeras junto al compost, la letrina al fondo del patio; allí había moscas perpetuas y fotografías de peces planos del Báltico que no molestaban a nadie. Cuando llegaba el crepúsculo con olor a praderas y sombras azules, las cosas parecían conjurarse en la casa contra los viajes de Kurt: las figuras de arcilla, las paletas para hacer tortillas de maíz, las coronas de plumas de ave retornaban a Ecuador, a los indios Cayapa; las calderas de cobre y las cerbatanas con flechas de curare volvían al Amazonas, al murmullo de una tribu que preparaba la caza. Christian se había traído un manual de bioquímica, pero en la casa perdía efecto, su interés se extinguía con las horas en las que él oía las voces de las bocas multicolores. La casa, el verano en la sierra de piedra arenisca del Elba, lo alejaban de lo ocurrido en los últimos meses; eso se quedó en la orilla y él se alejaba navegando como una barca. Kurt parecía estar presente cuando él subía al desván y rebuscaba en los cajones resecos y llenos de polvo, en frágil equilibrio entre trastos viejos. Oía comentar a Kurt los rollos de películas de los estantes: danza de la lluvia de los indios Crao, cámara de 16 mm. Historias de viajes en bote plegable, en los fiordos noruegos, mucho antes de la guerra. Aventuras de caza en el Océano Glacial Ártico. Christian veía ante él las manos nudosas de Kurt, cómo matizaban moderadamente los relatos en el humo de la hoguera del jardín y de los cigarros suizos, veía a Ina, que los perturbaba a Fabian y a él con los vestidos de verano hechos en Harmonie, a Muriel que cerraba los ojos, a Meno removiendo las brasas.
Al cabo de unos días Christian dejó de afeitarse. Lene no decía nada sobre las lanosas islas de un rubio oscuro en sus mejillas, el bigotito de haiduk húngaro, la barba de varios días que poco a poco le daba aspecto de salvaje. Al cabo de una semana llegaron los otros: Reina con mochila y un maletín lleno de cosméticos del que Christian tuvo que reírse, lo cual la hizo explotar; pero era quizá el corte de pelo de Christian lo que la asustó, no la jofaina que le dio, ni la indicación acerca de la letrina de pozo negro en el patio. Siegbert y Falk estaban en plan gamberro, los dos cogieron máscaras de las que segundos después salían bramidos de la selva virgen; Pepi llegó furioso, lanzando aullidos, Verena profirió un grito, tenía miedo de los perros.
Los días perdieron sus contornos, se convirtieron en tiempo. El sol avanzaba sobre los montes. Los helechos tomaban un color rojizo en las puntas, los espíritus de la niebla aparecían en los valles antes de que el calor de agosto los ahuyentara. Los gallos cantaban en el pueblo, pero Christian se despertaba antes y escuchaba la respiración de los otros, que dormían mejor que él aunque en los colchones neumáticos hacía calor y un aire sofocante gravitaba en la habitación entre las ventanas abiertas de par en par. Observaba a las chicas que dormían delante de él, Verena con camisón pese al calor, Reina, desnuda de cintura para arriba, dormía boca abajo, la sábana se había escurrido hasta la cintura. Luego él se levantó y salió, el despertador indicaba: las cuatro, las cuatro y diez; Pepi levantó cansado la cabeza cuando Christian pasó junto a la caseta, decidió olisquear y mover la cola: un poco pronto para comer, parecía querer decir cuando la carne cayó en la escudilla, pero por ser tú, vale. Christian llenó los cubos que Kurt había puesto junto a la cisterna, se lavó, se echó el agua sobre el cuerpo desnudo: así lo hacía Kurt, así lo hacían Meno y él hasta donde él podía recordar: en invierno era un latigazo helado que quitaba de golpe el sueño; ahora el agua estaba tibia y olía a berros. Para las chicas la calentaban en la cocina con el hervidor de inmersión.
Llegó Meno, trajo provisiones, se instaló en su antigua guarida del desván en la que había una máquina de escribir Fortuna, pesada como una caja registradora de Konsum, sobre una mesa de madera sin desbastar en medio de frascos de amoniaco, un microscopio, una bandeja con cajas de «alfileres para insectos de Carlsbad», frascos de coleccionar insectos, para entomólogos: allí se retiraba cuando tenía días libres y quería trabajar para él. Verena y Reina le trajeron flores, porque él había deseado silencio y compañía para su cumpleaños, y le felicitaron con posterioridad: el 8-VIII había desaparecido, Elba abajo, en algún lugar de las lejanías escalonadas en azul. Christian se negaba a hablar, cuando alguien le preguntaba por el campamento militar, por la expulsión. Se abandonaban al día a día. Extendían los brazos, se movían en la intensa luz que esmaltaba los montes y que sólo se perdía en las cañadas. Cuando habían desayunado, decía Meno: «Tenéis que ser vegetal y animal. Escuchad, prestad bien oídos, observad. El cuerpo tiene una frontera, pero ésta se deshace si esperáis y tenéis confianza.» Salían a caminar temprano. La roca Falkenstein estaba envuelta en bruma. Las paredes de la roca Schrammstein estaban aún oscuras como plomo, al fondo destacaba el monte Grosser Winterberg, luego hacia un lado, en la lejanía, el cono uniforme del Rosenberg: Ruzová hora, murmuró Meno; eso ya era la Suiza Bohemia, ya era Checoslovaquia. Se apoyaron en las rocas y contemplaron la curva del Elba, junto a Schandau. El río parecía tener que dilatarse a esas horas de la mañana, por el recodo estaba rugoso, sólo en el centro brillaba como una moneda; lanchas de remolque grababan líneas finísimas en él. Verena y Falk competían en la descripción de los matices cambiantes de color: regaliz, pechurana, moca, marrón de frasco de farmacia, y además óleo tornasolado y manchas violetas cuando el sol había subido. Una vez, desde la orilla de Postelwitz, vieron peces muertos flotando en el Elba, parecía que alguien hubiera pavimentado el río con barras de metal. Meno acercó con una caña algunos peces, eran rutilos, excesivamente grandes. «Cadmio.» Se deshicieron en trozos cuando los volvió a meter en la corriente. Las chicas se dieron la vuelta.
En las hoces imperaba el helecho oscuro y la neblina, que no disiparía sino el calor del mediodía. Las paredes de las rocas estaban musgosas, atravesadas por hematites pardas y líquenes azufrosos amarillos, resbaladizos como piel de sapo. A veces el «¡Cuidado!» de Meno llegaba tarde, y Christian, que quería presumir un poco delante de los otros y se había vuelto imprudente miraba asustado la rocalla que caía por un lado en el Klamm. Marchaban sin rutas fijas, seguían a Meno, que iba delante en silencio y evitaba los caminos de los turistas y las metas de las excursiones: el Bastei, desde donde se podía contemplar todo el paisaje, campos multicolores, la llanura, con sus grandes líneas, en la que, con dorso abrupto como animales prehistóricos, parecían descansar los montes mesa: Königstein, Lilienstein. Al principio no hacían más de diez o quince kilómetros diarios, llegaban agotados a casa, incapaces de escuchar las explicaciones de Meno. Éste allí era diferente, dejaba de ser el editor tranquilo, fumador de pipa, de la Casa de los Mil Ojos, que por las noches oía música con Niklas y Richard, asistía atento a las conferencias del Círculo Urania, que hablaba en tono profesional sobre literatura con Josef Redlich o Judith Schevola. Él se había criado allí, allí recuperaba de nuevo el paso elástico y rápido de la gente de montaña, la fina capacidad de rastrear que Christian admiraba. Allí la huella de una marta común que, ante el asombro de Meno, no era visible para nadie más; allí los restos de una piña, sin que supieran qué animal la había roído; extraños ruidos en un plantel, delante del cual, asaltados por las hormigas, esperaron un tiempo insoportablemente largo: en el crepúsculo apareció un pájaro, negro con raya rojo brillante, un pito negro que ninguno de ellos excepto Meno había visto hasta entonces.
Al cabo de una semana incluso la pálida Reina se puso morena. Consiguieron ir al mismo ritmo que Meno sin caer por las noches medio muertos en los colchones neumáticos. Lene guisaba, las chicas hacían la compra, los chicos partían leña para el invierno. Con hambre de animal de presa se lanzaban sobre las comidas transilvanas de curiosos nombres. A la caída de la tarde Meno caminaba solo o escribía con la Fortuna en su habitación; entonces se quedaban en las proximidades de la casa, sólo en una ocasión Christian y Reina se fueron al bosque a la hora del crepúsculo. Se llevaron a Pepi y linternas de bolsillo.
«Cómo te has retirado el pelo para atrás, qué cosa más afectada.» Ella imitó el gesto, para fastidio de él.
«No lo hago por presunción, sino porque me molesta este tupé. Me resulta desagradable cuando me cae sobre la frente.»
«Entonces córtalo.»
«¿Para que mi cabeza parezca un rastrojo?»
«Ya lo parece ahora. No está nada mal. Yo, en tu lugar, lo dejaría así.»
«¿Por qué?»
«A Verena también le gusta más.»
«¿Cómo lo sabes?»
«¿Es verdad que no te gusta “Montecristo”?»
«No mucho.»
«Pero suena muy serio si digo Christian. Y cuando suena serio tengo que reírme, y no quiero. ¿Sabes algo de Leipzig, si te han admitido?»
«No. ¿Y tú?»
«No sé si química es lo adecuado para mí», dijo Reina tras cierta vacilación.
«Pero te gusta mucho. Frank te aprecia muchísimo. Eres la mejor en química, con mucho. Me fastidia.»
«¿De verdad? ¡Vaya, eso me encanta!» Reina rió, dio alborozada un puntapié a una piña. «Tú, que eres tan aplicado y siempre has estudiado…, ¿sabes lo que decían sobre ti?»
«No. Pero seguro que me lo vas a decir.»
«Swetlana asegura que estás mal de la cabeza. Verena pensaba que tu atrincheramiento era una especie de reacción poco madura tuya, compensación de no sé qué sueños familiares…»
«Yo pensaba que ella quería estudiar historia del arte, no recomponer psiques.»
«Verena quiere hoy esto y mañana aquello. This tender butterfly with dark brown eyes. Puede estar contenta de que hayas sacado del atolladero a su Siegbert.»
Christian no entró en el tema. «¿Y tú? ¿Qué pensabas tú?» Observaba con desconfianza a Reina.
«¿Quieres saberlo de verdad?»
«Por eso te lo pregunto.»
«Yo pensaba que tenías miedo de las chicas. Tendrías que verte cuando hablas con una chica. Siempre medio mirando a otro lado, siempre en posición de defensa. Yo pensaba… que eras de la acera de enfrente. Eso fue lo primero. Luego pensé: yo también querría tener tanta disciplina.»
«¿De la acera de enfrente has dicho?»
«Me has pedido que fuera sincera. Por lo demás, mi hermano lo es. Un chico muy majo, creo que os entenderíais bien.»
«Oye, ¿quieres buscarme pareja?» Olor a madera reseca, aspérula olorosa, Meno había dicho: Si dura el calor, el coleóptero depredador de los árboles será una plaga. Las luciérnagas aparecían por el camino. Pepi regresó.
«A mí nunca me han regalado una flor.»
«¿Ni siquiera en tu cumpleaños?», preguntó Christian, incrédulo.
«En mi casa no se celebra. Mi padre dice: a santo de qué voy a felicitarte. Tú no has hecho nada por nacer. Nos tendríamos que felicitar a nosotros mismos, si acaso. Y si te gusta estar aquí, en el fondo tendrías que regalarnos tú algo a nosotros.»
«Suena lógico», bromeó él.
«Entonces me gustaría más tener padres ilógicos. ¿Qué harás si no consigues ir a la universidad?»
«Iré al hospital, trabajaré de enfermero auxiliar. Puedes hacer la solicitud cada año, en algún momento funcionará la cosa.»
«Christian… ¿Cómo fue exactamente lo del campamento? ¿Me lo cuentas?»
«¿Por qué quieres saberlo?», replicó él, reservado.
«Hay demasiados rumores en torno al asunto, eso me fastidia.»
Ahora ella pensaba tal vez: Christian el héroe. Pero él no sentía nada cuando se acordaba del campamento. Veía a Siegbert y al sargento Hantsch, el rostro desesperado de su padre; se oía respondiendo ante la comisión. Respuestas mecánicas, falsas. Miedo de ser expulsado. Miedo de algo peor: de lo que podían saber. Barbara lo había pintado negrísimo, hablaba de detención y prisión. Prohibición de entrar en la universidad. Nada estaba decidido ni superado. Reina iba silenciosa a su lado, daba vueltas a una rama en las manos, ensimismada. Él pensó en Fahner y en Falk, cómo bajaba la escalera del instituto.
«Más tarde quizá», eludió la respuesta. «¿Qué quieres hacer si no es química?»
«No sé. Tal vez lo haga a pesar de todo. O medicina. Pero para eso tendría que tener mejor nota media. Quizá podría hacer algo en comercio exterior, también me interesaría. ¿Habla tu padre mucho contigo sobre esas cosas? ¿Lo que quieres ser y lo que habría que hacer para lograrlo?»
«Continuamente. Supervisa también mis deberes del instituto. A mi hermano le ha reescrito una redacción, porque había sido un poco imprudente.»
«A mi padre le importaría un pito. A mis padres les da bastante igual lo que hacemos o dejamos de hacer mi hermano y yo.»
«Pobre. ¡Qué pena me das!» De pronto tenía necesidad de ironizar; quizá ella se le había acercado demasiado, los otros seguramente ya estaban cotilleando, cambiarían miradas significativas cuando ellos volvieran.
«Sí, yo también me doy pena.» Reina rió alegre, le cogió de pronto la mano, y él la retiró demasiado tarde.
¿Así que era eso? ¿Sería eso el primer amor? ¿Una sensación grande y temblorosa que todo lo derribaba, como había leído en Turguéniev? ¿Sería Reina su Julieta y él un Romeo completamente desquiciado? Estaba desengañado cuando escuchaba en su interior. Eso no era lo que él se había imaginado. Reina había cogido simplemente su mano sin preguntarle. (¿Qué habría respondido él si ella hubiera preguntado? Una de sus brusquedades, probablemente.) Y ahora, empezarían a salir juntos, como solían llamar a eso. (¿Qué hacía la gente, en el fondo, cuando «salían juntos»? Él no podía imaginarse otra cosa que aburrimiento.) ¿Iba a ser Reina la mujer con la que él estaría toda una vida, con la que tendría hijos? Hijos: por la mera casualidad de que Reina y él iban a la misma clase, de que estaban ahora allí y ella había tenido el valor de cogerle la mano. Y que de eso saliera algo tan irrevocable como hijos… ¿Y si Verena le hubiese cogido la mano? (Pero no lo había hecho, y por eso sus hijos tendrían la figura solitaria-marinera de Siegbert, los ojos claros de Corto Maltés, y quizá también una crueldad ante la que Verena retrocedería angustiada.) Y por lo demás: cómo era eso del amor: ¿no le tenía miedo él?, ¿no impedía estudiar?, ¿no hacía de hombres que habrían podido llegar a ser grandes investigadores padres de familia barrigudos y apoltronados?
No mencionó el gesto de Reina. Decidió que no había tenido lugar. Reina no se lo recordó.
Los musgos permanecían fríos en sus valles. Surgió la hierba de Hércules, que elevaba sus niveles de campanillas peligrosamente ásperas, Falk la evitaba. Conversaciones cambiantes, bromas sobre Reina, que estaba silenciosa y se mantenía alejada de Christian. Siegbert llevaba ropa desflecada, cosida por él, y parecía más que nunca, pensó Christian, un marinero que hubiera naufragado en costas desconocidas y que hubiera dejado atrás una guerra, un vagabundaje, un destierro.
«Christian, ¿quieres que seamos amigos?», preguntó una noche. Meno y Falk se habían ido cada uno por su cuenta, las chicas veían la tele en casa de Lene. «Tú y yo navegando juntos, eso sería una gran cosa. Yo como oficial y tú como médico naval. Los dos. Amigos de sangre.»
«¿Y Verena?»
«Mujer en el carguero, muerte del marinero, decían los antiguos capitanes.»
«¿Entonces no hay nada entre vosotros, entre Verena y tú?»
«¿Quién dice que hay algo entre nosotros?»
«Oye, que no somos ciegos.»
«Tú me has salvado de la catástrofe. No lo olvidaré nunca. Si alguna vez necesitas algo o quieres algo, puedes contar conmigo.»
«¿Me lo prometes?»
«Te lo juro. ¿Puedo decirte una cosa, a pesar de todo?» Siegbert parecía azorado. «No sé lo que hay entre Reina y tú…»
«Nada de nada», interrumpió Christian con brusquedad.
Miraron cómo movían madera por el sendero natural del Grosser Zschand. Fueron en el crepúsculo a las rocas Affensteine, a fin de observar a la pareja de mochuelos que aún había allí. Para bajar por el desfiladero del Nasser Grund tomaron un atajo en el que las indicaciones estaban casi borradas y árboles caídos unos sobre otros cortaban el Klamm. En una revuelta del camino se había posado una corneja que no levantó el vuelo cuando ellos, a unos metros de distancia, pasaron con cuidado junto a ella. A Christian le horrorizaba ese animal. Riendo y lleno de asombro, contó Meno después que seguramente había sido un mago, porque nunca había visto un pájaro que moviera la cabeza con esa lentitud, como un ser humano. ¡Para observar! Los ojos del animal, añadió, también estaban llenos de malicia. Pues ella no sabía que los zoólogos fuesen supersticiosos, unos científicos con una visión materialista del mundo: Verena se asombraba sin ironía. Había determinadas cosas que ahí quedaban; por ejemplo ningún ginecólogo sabía lo más sencillo en apariencia: por qué se nace, respondió Meno al cabo de un rato.
Las arañas cazaban mariposas. Los escarabajos, las avispas, las chinches cazadoras, las hormigas estaban al acecho de insectos. Los murciélagos perseguían lo que se movía. Las moscas de orugas ponían sus huevos en las orugas. Los icneumones barrenaban finísimamente los blandos cuerpos, ricos en proteínas, y ponían allí sus huevos. Meno explicó: una máquina embotelladora, por ejemplo, de mosto de manzana o de uva espina, y ese movimiento automático retroactivo, movimiento pieza tras pieza: así introducían sus huevos en la oruga indefensa que se convertía en una placenta ambulante y era devorada interiormente por las larvas de las avispas. Crisálidas de bracónidos estaban pegadas como granos de arroz a su alimentación futura, crisálidas ladronas, brillantes como laca negra, arrastraban el botín a la oscuridad. ¡Nunca hay que tomar en la mano una oruga vellosa!, advirtió Meno. Verena dijo que no quería ir a la costa. En algunas especies de arañas las orugas tenían entre las cerdas hasta seiscientos mil pelos ardientes. Ésos se partían, causaban alergias, inflamaciones de la piel, asma. Reina tosía, Falk se rascaba. La procesionaria formaba nidos de orugas, Meno les mostró las formaciones crujientes y brillantes de las «camisas», puso los dedos en el aire, no corría ningún viento. Los pelos ardientes los dispersaba el viento, podían irritar la piel durante años. Las orugas de la lagarta peluda parecían guerreros extraterrestres; negras, con motas como de adormidera, con verrugas rojas (un bosque de jabalinas, huevos de zurcir llenos de diminutas lanzas astilladas), que acaudillaba una cabeza amarilla. La mariposa punteada volaba, enseñaba sus enaguas rojas. Aprendieron a distinguir las nacaradas y las sofías o mariposas metálicas de la mariposa olmera, la erebia de la aelia: el marrón de camuflaje dibujaba puertas en las hayas.
Reina cogió sal de la repisa de la pared; Christian vio que su axila estaba depilada.
«¿Existirá Dios, vosotros qué creéis?»
«Christian quiere ser un gran investigador pero empieza con Dios.» Falk seguía lleno de animación por haber cantado todos en grupo, habían estado escuchando discos de Hans Albers; «La paloma» había doblado el verano, la nostalgia y los ojos azules se habían reblandecido y eran una masa de pasta musical que formaba una curva en torno a la luna llena. «Yo tengo otra idea. Imaginaos que todo el lago Hiddensee fuera al final de la guerra una isla de prisioneros. Unos cinco millones de prisioneros. Habrían cagado cada mañana en el Báltico. Entonces el Mar Báltico sería ahora una reserva de estiércol natural por donde se llegaría hasta Dinamarca.»
«También se puede ir a Dinamarca por mar, ¿a santo de qué un campo de estiércol?» Reina se llevó el dedo a la sien. «Imagínate que Heike y tú os casarais. Saldrían niños llenos de extravagancias.»
«Un campo regado con estiércol y aguas residuales se endurece al sol», dijo Falk sin inmutarse.
«¿Y crees que no iban a detenerte si te marchas para allá por tu campo de estiércol y aguas residuales?»
«Siggi, piensa un poco. No habría patrullas de frontera en esa pestilencia. No lo aguantaría nadie.»
«Yo creo en Dios.» Verena estaba sentada con las piernas encogidas, miraba al suelo. «Nacemos y vivimos: ¿pero para qué si no hay Dios?»
«Dios rima con incordios.» Siegbert hizo una mueca de desprecio. «Y mi madre dice, pordiós, pordiós, cuando yo he hecho algo malo. Por Dios, déjame en paz con ese tostón.»
«Águila Roja diría que Dios es un invento de los imperialistas para estupidizar a los hombres. ¿Cómo dicen? La religión es el opio del pueblo. ¿Qué dice a eso, señor Rohde?»
Meno, que había seguido la discusión en silencio, dirigió una mirada a Reina, sacudió la cabeza. «Yo voy a salir un rato. Me llevo a Pepi.»
«La religión es el opio del pueblo», citó Christian cuando Meno se hubo marchado, «¿cómo lo saben, en el fondo?»
«Ellos reflexionaron largo tiempo sobre esas cosas y al fin y al cabo eran un poquitín más listos que tú», zahirió Reina.
«Antes de Marx y Lenin reflexionaron también largo tiempo otros filósofos sobre esas cosas, y a lo mejor fueron más grandes que Marx y Lenin», replicó Christian, irritado.
«Curioso que en clase nunca te atrevas a decir nada así. Sólo delante de nosotros. Pero delante de Águila Roja y de Schnürchel escurres el bulto.»
«Y tú: ¿es que tú no escurres el bulto?»
«¿Por qué partes de la idea de que nos enseñan estupideces?»
«Porque…» Christian se levantó de un salto y se puso a andar irritado de un lado a otro. «¡Porque nos mienten! Sólo Marx, Engels, Lenin tienen razón, todos los demás son idiotas… ¿Y sus consignas? ¿Todos los hombres son iguales? Entonces todos los filósofos tendrían que ser también iguales, y por tanto por lo menos tan listillos como esos tres», concluyó sonriendo con sorna.
«Pues claro que los seres humanos son iguales», bramó Siegbert, «los machos tienen todos un pito y las hembras tienen todas un…»
«¡Un momento! Entonces hay también machi-hembras, hembrimachos, y hermafroditas», murmuró Falk.
«¿Tenéis que pasarlo todo por el barro? Sois como niños, no podéis tomar nada en serio.» Christian hablaba todavía tranquilo. «Tú quieres ser mi amigo, Siegbert, pero tu manera de expresarte es… de mal gusto. Primitiva y asquerosa. ¿Cómo puedes ser tan vulgar?»
Siegbert también se levantó ahora. «De mal gusto…, asqueroso…, cómo puedes ser tan vulgar», se burló. «Te vas a quedar asombrado, amigo, de cómo se funciona ahí fuera. Tú naciste con una cucharilla de plata en la boca. Pero no todos han chupado de ella, my dear. Para querer ser médico, eres muy arrogante, creo que alguien debía decírtelo.»
Christian caminó sin rumbo por el bosque durante horas y tenía delante la imagen de la axila de Reina.
Reina parecía que lo había buscado, porque le salió al encuentro cuando él, dando rodeos, se acercaba a la casa.
«¿Por qué me llevaste la contraria? ¿Es de verdad lo que piensas?», preguntó él.
«Sí.»
«¿Y por qué defendiste entonces a Verena? Tú sabes que era mentira lo de que tenía la regla y eso.»
«Christian: sólo porque determinadas personas no se comportan como sería correcto no es mala toda la idea. ¿Por qué iba a decir yo que Verena estaba mintiendo? Schnürchel es un repugnante lameculos, aunque sea tres veces comunista.»
«¿A ti te gusta vivir en este país?»
«¿A ti no?»
Ahora la cosa se tornaba peligrosa, Christian examinó a Reina con una mirada despierta, desconfiada, murmuró algo que ella podía tomar por afirmación.
«Este país hace posible la formación escolar y universitaria gratuita, la sanidad pública gratuita, ¿es que eso no es nada? ¿No te parece que nosotros tenemos que devolver algo?»
«Hablas como Fahner, Reina.»
«Sólo porque lo diga Fahner no es equivocado.»
Christian sopló por la nariz. «Tu sanidad pública gratuita hacina a la gente mayor en asilos de ancianos, tu noble Estado da a quienes lo han edificado una pensión que es demasiado alta para morir y demasiado baja para vivir.»
«¿Cómo sabes eso? ¿De dónde sacas esas informaciones?»
«¡De dónde, de dónde!», explotó Christian, furioso por la mollera tan dura de Reina, furioso contra él mismo, porque se excitaba tanto, porque se ponía tan al descubierto. «Por ejemplo, de mis abuelos. Y de mi padre.»
«Él tiene su punto de vista subjetivo. Otros médicos son de otra opinión.»
«Eso crees tú.»
«No, lo sé. Mi tío también es médico y no es de esos que sólo ven lo negativo o que sólo quieren ganar dinero.»
«¿Qué estás pensando tú sobre mi padre?», exclamó Christian, indignado. Meneó la mano en el aire como si quisiera segar gavillas enteras de hierba. «¡Vamos a dejar el tema! ¿Te parece bien que los chicos tengan que hacer tres años de servicio militar?»
«No tienen que hacerlo. Sólo es obligatorio un año y medio. Más allá es voluntario.»
Christian dejó caer los brazos. No podía creer que Reina fuera de verdad tan ingenua. «Fahner nos ha “sugerido” el servicio voluntario de tres años; el archivador con nuestro expediente, con la carrera que deseamos estudiar, estaba allí a su lado, bien visible. ¡Hermosa decisión voluntaria!»
«Los soldados norteamericanos tienen que ir a Vietnam. Tienen que matar por los intereses de los círculos dominantes, del capital. ¿O te crees que están allí con fines humanitarios? ¿Y qué pasa con la guerra de las Malvinas?»
«Los rusos tienen que ir a Afganistán. Eso es una invasión. Y allí también tienen que matar. ¿Y puedes explicarme lo que se le ha perdido a la poderosa Unión Soviética en el pobre Afganistán?»
«Eso es propaganda occidental. No creo que sea cierto. Eso lo has oído en RIAS, en esa emisora todo es demagogia y calumnia.»
«¿Entonces qué están haciendo los rusos en Afganistán, según tú?»
«El gobierno les ha pedido ayuda para combatir la contrarrevolución.»
«Por supuesto. Como en el sesenta y ocho en Checoslovaquia. Ellos también pidieron ayuda a los rusos. Lo único curioso es que la ciudadanía no fuera de la misma opinión.»
«Otra vez con la propaganda occidental. La gente saludó con entusiasmo a los soldados soviéticos, se vio en la tele. Christian, de verdad, deberías pensar mejor lo que dices.»
Eso no sonaba a amenaza, sólo lo dijo con asombro, sin embargo Christian volvió al instante al suelo de la realidad. Pero el tema le atraía, no podía dejarlo tan deprisa, también tenía ganas de decir la última palabra, cambió de tema: «Me has dicho que tu hermano es homosexual. ¿No tiene problemas?»
«Mi padre lo ha echado de casa. Y para mi madre, ya no existe. Dice que nunca trajo al mundo un hijo. Por lo demás: no, que yo sepa.»
«Había un parágrafo según el cual tu hermano habría tenido que ir a la cárcel. Sólo a causa de su predisposición. Él no puede evitarlo.»
«En Estados Unidos hay discriminación racial. Por lo demás, ese parágrafo ha sido suprimido. Mi hermano también cumplirá tres años de servicio militar.»
«¿Por convicción?», dudó Christian.
«¿Qué insinúas con eso?»
Contra su voluntad, él tuvo que reírse. «Nada picante.»
«Yo te esperaría», dijo Reina.
Así pues, allí estaban las palpitaciones de que hablaba Turguéniev; sabía que se había ruborizado y se mantuvo en la penumbra del camino; las axilas de Reina, el cuerpo de Reina, del que se había escurrido la sábana; qué fácil sería ahora tocarla, buscar los labios de su boca torcida y salpicada de pecas, tartamudear las cosas habituales; se resistió: su acné, por cuya convexidad cubierta de una capa de pus pasarían los dedos de ella, vacilarían por un segundo, dirían: contaminación de granos, repugnante sensación de gallina, yo no quiero contaminarme de granos, de esas pústulas, luego ella, por delicadeza, murmuraría algo mitigador y sin embargo sentiría asco en su interior: sí, el conjunto sería en efecto el avión que se estrella; cómo sería dormir con Reina, lo deseaba, lo temía.
«¿Defenderías una convicción a cualquier precio?»
«Lo intentaría», respondió Reina al cabo de un rato, sin mirarle, la distancia entre ellos era mayor que el brazo de ella extendido, la mano de él habría tenido que cooperar.
«¿Aunque te chantajearan y te torturaran?»
«Si ahora digo que sí, creerás que estoy fardando o que sobrestimo lo que puedo aguantar. Quién puede saberlo. ¿Tenemos que hablar de eso?» Reina estaba irritada, él lo notaba en su voz, y sin embargo seguía provocándola, justamente ahora eso le procuraba cierto placer.
«¿Y si no te torturasen a ti sino a alguien a quien tú quieres?»
Reina lanzó un hondo suspiro: «Quién iba a querer torturarte a ti.»
«Cuidado con Reina», dijo Verena una noche, «yo creo que está al servicio de ellos. Sé prudente con lo que dices.»
Una aguja magnética oscilaba sobre la brújula, movimientos natatorios aleteantes, indecisos; Verena parecía inalcanzable, ahora hacía abiertamente manitas con Siegbert, y Christian pudo contemplar todo el tiempo el color pardo, color de instrumento de música, de sus cabellos, hasta que le llamaron la atención mechones sudorosos y, sobre los hombros de las camisetas oscuras que ella llevaba, motas de caspa; podía soportar su mirada sin tener que contribuir al momento de alguna manera a la discusión en curso, sin recubrir con un gesto —apretar el puño, rascarse la cabeza— la desnudez de ese intercambio de miradas, sin apartarlo todo de modo terminante.
Cuidado con Reina.
Pero él tenía que estar donde estaba ella; no podía soportar que ella perdiera el equilibrio bajando la cuesta y que Falk o Siegbert asieran su mano que buscaba apoyo; contemplaba, cuando hacían un descanso, el vello de su nuca, los vulnerables cabellos, combados en claros remolinos, de los que salía una peligrosa fuerza absorbente: a veces él había extendido ya el dedo, porque había allí un mosquito o necesitaba cerciorarse de algo, creía también que la cicatriz tenía que dolerle y que el dolor cesaría cuando él la tocase. Pero aún a tiempo se dio cuenta de que Falk se fijaba en su movimiento y de que sólo faltaban segundos para que se extinguiera la conversación y Reina se quedara petrificada; por la noche deseaba que ella estuviera junto a él en el colchón y él pudiese decidir dónde la alcanzaría el escalofrío del primer beso: pero ella había buscado otro sitio, lejos de él. La espalda, el nacimiento del hombro, el sitio del remolino del pelo (demasiado previsible, se decía él, quizá lo olvidaría más tarde cuando él le preguntara: ¿Dónde fue mi primer beso, te acuerdas? O ya la había besado otro allí, al punto se imaginaba que así tenía que ser, probablemente en la cicatriz, así ocurría en las películas de piratas; ni siquiera sabía si él sería el primer novio de Reina: improbable, seguramente había habido algún ligue en cursos anteriores; si tal vez tenía ya novio; se propuso pegarle una paliza a ese escarabajo estercolero); quizá entonces la cicatriz, o mejor un punto de la línea que había dibujado la sábana y donde terminaba la espalda; el lóbulo de la oreja (¿derecha o izquierda? Ambos estaban bien irrigados), su ombligo (ante esa imagen él lanzaba un ligero grito de alegría: su vientre retrocedería, poco antes del beso, como electrizado, como si se echara sobre él un trozo de hielo, volvería a subir despacio, como cuando se expulsa el aire de los pulmones, justo en ese movimiento ascendente pondría él los labios, de manera que el ombligo de ella tocara sus labios, no al revés), su codo (poco común, pero seco, así besaban, pensaba él, los aficionados a los trenes eléctricos de juguete), la punta de su nariz (pero al fin y al cabo ella no era un gato), su dedo gordo del pie (el izquierdo era más bonito; un beso valiente que probablemente sabría a chucrut), pero mejor el dedo anular del pie, el segundo desde fuera (ahí no besaba nunca nadie, ¿pero se daría cuenta ella?, ¿quizá eso sería demasiado rebuscado, demasiado complicado?), sus pechos (naturalmente, pues claro, lógico; durante febriles paseos, se imaginaba el color de sus pezones, si eran rosados o marrón claro, si podría morder suavemente en ellos sin producirle dolor, si ella reaccionaría a su lengua, a sus labios, posiblemente a su fosa nasal, esto cuando él husmeara con especial avidez), ¿o la corva? No.
La besaría en la axila. Por supuesto que estaba también la boca, pero ésa no entraba en consideración para el primer beso, ésa recibiría su visita más tarde. El primer beso, decidió, pertenecía a la axila, esa sinuosidad depilada, sudorosa, blanda como un panecillo, como el vientre de una paloma, debajo de su brazo izquierdo.
Kurt no tenía teléfono, las invitaciones las recibía por escrito, Lene tampoco tenía; Christian fue al pueblo para llamar a Barbara. No quería inquietar a Anne, y lo que habría dicho Richard podía imaginárselo. Cuando marcaba el número, veía ante él el deteriorado balcón de la Casa Italiana, la ventana de la escalera con las julianas que Meno y él habían admirado el día del cumpleaños. Era viernes, Ina habría salido: le habría fastidiado que tomara ella el teléfono; Barbara llegaba antes a casa muchas veces, probablemente estaría en la cocina guisando. Se puso ella. Él le habló de Reina.
«¿Y tú preguntas si debes querer a la chica? Oye, dime, a ti la cabeza no te funciona muy bien. Escúchame. ¿Tú crees que nos interesaba la política cuando teníamos tu edad? ¿Crees que a Ina le importa un pito la postura política de sus ligues de turno?»
Pues a lo mejor debería importarle, pensó Christian.
«En eso te pareces a tu padre. Christian, una cosa, en confianza: tu padre es un poco…, bueno, cómo te diría. ¿Inhibido? Hace poco tuvimos una discusión, pero ahora caigo en la cuenta de que tú no debes saber nada de ella. Enöff. Necesitas una novia. Un chico de tu edad y sin novia, si yo fuera tu madre estaría dándole vueltas al tema. ¿Oye, y por qué no llamas nunca a Anne?»
«No tiene que preocuparse, tía Barbara. Por favor, no le digas nada.»
«Vale, enöff. Soy muda como la tumba. Sabes cómo besa una chica, y lo que viene después…, rosas rojas, bueno, vale, etcétera etcétera. Todo eso no tiene que ver con política.» Barbara suspiró y él veía sus dedos abiertos, ensortijados, oía en el auricular el tintineo de las pulseras. «¡Sólo se es joven una vez!»
Meno le previno. Christian nunca había visto a su tío tan disgustado. Le habría gustado hablar con él sobre Hanna, pero en la familia parecía que nunca había preguntado nadie por qué había fracasado el matrimonio de Meno.
«¿Y si te denuncia? A juzgar por lo que me has contado deberías esperártelo.»
«Crees de verdad que me denunciaría…»
«¿Aunque te quiere, querías decir? Las exaltaciones van con Barbara, no contigo, Christian. ¿Qué sabes tú del amor? ¿Qué sabes tú de lo que es posible?»
Christian estaba ofendido; Meno pareció notarlo, dijo: «Te besan y te traicionan. Ambas cosas sin solución de continuidad. No tiene que ser siempre así. Pero a veces es así, y tú no puedes correr el riesgo. Quizá sea Reina una excepción. Pero sólo quizá. ¿Y qué pasa si haces la prueba y te metes en la boca del lobo?»
«Me gusta mucho… Cómo anda, cómo se mueve y…», Christian vaciló, observó a su tío de perfil, «… su axila», añadió sonriendo y con ingenua familiaridad. Meno soltó la carcajada. Como si un machete le cortara la carne entre el dedo índice y el medio, fue la sensación de Christian.
«¿Su axila? ¿Y a eso lo llamas amor? Eso sólo es sexual. Deberías comprender poco a poco que en este país no puedes comportarte como un niño.»
«Ahora hablas como papá», estalló Christian, furioso. «Sólo porque Hanna y tú…»
«Ni una palabra sobre Hanna.»
Christian lo lamentó pero no quiso disculparse, estaba ofendido.
«No te queremos mal. Y desde luego el que menos tu padre. Pero no te podrá ayudar otra vez si volviera a ocurrir algo semejante a lo del campamento. Si le dices abiertamente a Reina lo que piensas y ella lo cuenta a otros… Ni siquiera tiene que ser con mala intención. Quizá sólo porque esté orgullosa de ti, por ingenuidad, o simplemente para superar pausas penosas en las conversaciones… Muchas cosas ocurren por aburrimiento. ¿Quieres jugarte tu porvenir por esa chica? ¿Puedes poner la mano en el fuego por Reina? ¿La conoces tan bien, sabes de verdad cómo reacciona, qué eres tú para ella? ¿Se conoce ella a sí misma?»
«Por tanto, en opinión tuya, antes de enamorarme tengo que reunir un dossier sobre la chica.»
«Así es», replicó Meno con frialdad. «Yo te entiendo mejor de lo que crees. No, no se puede ser joven en este país. Yo no hablaría contigo así si no hubiera conocido a una persona a la que le ocurrió eso mismo contra lo que te estoy previniendo.»
«¿Y quién era?»
«Más tarde quizá», eludió Meno la respuesta.
«No, ahora», insistió Christian.
«Tu abuelo Kurt», dijo Meno tras larga vacilación.
«¿La abuela lo denunció?»
Meno sacudió la cabeza, quiso empezar a hablar, lo dejó de nuevo. «No, al revés. Fue en la Unión Soviética, en una horrible época. Él nos lo contó a los hijos el día que cumplió setenta años. No quiero que hables de esto con nadie.»