Siete
No era una ciudad con estandartes y procesiones doradas, ni un templo con tambores y campanas y cantos de sacerdotes. Era muy frío, muy oscuro, muy pobre. Era silencioso.
La comida, la ropa de cama, el aceite para las lámparas, las estufas y los aparatos de calefacción, todo lo que hacía posible la vida en el Seno de Silong había que traerlo desde el país de las colinas orientales a lomos de minule o llevado por seres humanos, poco a poco, en caravanas diminutas para no llamar la atención, durante los pocos meses en los que era posible llegar al lugar. En verano había allí treinta o cuarenta hombres y mujeres, viviendo en las cuevas. Algunos llevaban libros, papeles, textos del Relato. Iban para ordenar y proteger todos los libros que ya estaban allí, los miles y miles de volúmenes reunidos a lo largo de décadas procedentes de todo el gran continente. Iban para leer y estudiar, para estar con los libros, para estar en las cuevas llenas de ser.
Sutty pasó los primeros días allí como en un sueño de oscuridad, de extrañeza. Las cuevas eran desconcertantes en sí mismas: cámaras de burbujas interminables interconectadas, paredes oscuras, suelos, techos todos curvados unos en otros sin junturas, tan desorientadoras que a veces le parecía flotar ingrávida. Había eco y los sonidos no parecían proceder de ninguna dirección. Nunca había suficiente luz.
El grupo de peregrinos que acompañaba a Sutty montólas tiendas en una gran cámara abovedada y todos durmieron en ellas, apretándose en su interior en busca de calor como habían hecho durante el viaje. En otras cuevas había otras pequeñas constelaciones de tiendas. Una pareja de maz había llevado una esfera hueca casi perfecta de tres metros y allí habían hecho su nido privado. Los fogones y las mesas se encontraban en una cueva grande de suelo plano que recibía la luz del sol a través de un par de altas aberturas, y todo el mundo se reunía en ella a la hora de comer.
Los cocineros repartían la comida escrupulosamente. Nunca había suficiente y siempre eran las mismas pocas cosas una y otra vez: té aguado, judías hervidas, queso seco, hojas secas de yota —parecida a las espinacas— y una pizca de encurtido caliente. Comida de invierno, aunque era verano.
Comida para las raíces, para resistir.
Los maz, los estudiantes y los guías que se encontraban allí aquel verano venían todos del norte y del este, de los vastos países de las colinas y las llanuras del centro del continente, Amareza, Doy, Kangnegne. Los maz eran gente de ciudad, mucho más cultivados y sofisticados que los de la pequeña ciudad de las colinas que conocía Sutty. Formados en una profunda disciplina intelectual, física y espiritual todavía ininterrumpida, herederos de una tradición más vasta, incluso en su ruina y su ocultamiento forzoso, de lo que ella había imaginado jamás, emanaban cierta impersonalidad, además de una gran autoridad personal. No intentaban parecer lumbreras (frase de tío Hurree), pero incluso el más apacible de ellos estaba rodeado por una especie de aura o campo —Sutty odiaba esas palabras, pero tenía que utilizarlas— que impedía los acercamientos informales. Eran reservados, estaban absortos por el relato, los libros, los tesoros de las cuevas.
A la mañana siguiente a la llegada del grupo, los maz llamados Igneba e Ikak los llevaron a ver lo que se conocía como la Biblioteca. Los números mal escritos con pintura luminosa que había sobre las aberturas correspondían a un mapa de las cuevas que les enseñaron los maz. Yendo siempre hacia el número inferior, si te perdías en el laberinto-algo bastante fácil—, siempre regresabas a las cuevas exteriores. El hombre, Igneba Ikak, llevaba una antorcha eléctrica, pero al igual que gran parte de la manufactura akana era defectuosa o poco de fiar y fallaba continuamente. Ikak Igneba llevaba una lámpara de aceite. Con ella encendióuna o dos lámparas que colgaban de las paredes para iluminar las cuevas del ser, las habitaciones redondas llenas de palabras, donde el Relato yacía oculto, en silencio. Bajo la roca, bajo la nieve.
Libros, miles de libros, encuadernados en piel, tela, madera y papel, manuscritos sin encuadernar en cajas talladas y pintadas y adornadas con piedras preciosas, fragmentos de la antigua escritura con brillante dorado a la hoja, pergaminos en tubos y cajas o atados con cintas, libros de vitela, pergamino, papel reciclado, pasta de papel, escritos a mano, impresos, libros en el suelo, en cajas, en pequeños cajones, en baldas bajas y desvencijadas hechas con la madera de los cajones. En una gran cueva los volúmenes se alineaban en dos estantes, a la altura de la cintura y los ojos, excavados en las paredes a lo largo de toda la circunferencia. Los estantes eran muy antiguos, dijo Ikak, y los habían esculpido los maz que vivían allí cuando todavía era un umyazu y aquella habitación era su única biblioteca. Aquellos maz habían tenido tiempo y medios para esa tarea. Ahora sólo podían hacer cubiertas de plástico para proteger los libros de la tierra o la roca desnuda, amontonarlos u ordenarlos e intentar clasificarlos lo mejor posible y esconderlos, mantenerlos a salvo. Protegerlos, guardarlos y, cuando había tiempo, leerlos.
Pero en una vida nadie podía leer más que una parte de lo que había allí, en aquel laberinto roto de palabras, aquella historia hecha añicos, interrumpida e inmensa de un pueblo y un mundo a lo largo de los siglos y milenios.
Odiedin se sentó en el suelo de una de las silenciosas cavernas iluminadas por destellos donde las hileras de libros, como melgas de hierba cortada, se extendían desde la entrada y desaparecían en la oscuridad. Se sentó en el suelo de piedra entre dos hileras, tomó un pequeño libro con la cubierta de tela gastada y lo sostuvo en el regazo. Inclinó la cabeza sin abrirlo. Las lágrimas corrían por sus mejillas.
Eran libres de entrar en las cuevas de libros cuando quisieran. En los días que siguieron, Sutty volvió una y otra vez, vagando con la luz pequeña y penetrante de una lámpara de aceite como guía, deteniéndose aquí y allí para leer. Tenía consigo el anotador y escaneaba lo que leía, y con frecuencia copiaba libros enteros que no tenía tiempo de leer. Leyó textos de bendiciones, protocolos de las ceremonias, recetas, prescripciones para curar resfriados y para tener una larga vida, historias, leyendas, anales, crónicas que relataban la vida de famosos maz o de oscuros mercaderes, testimonios de gente que había vivido varios miles de años atrás o poco tiempo antes, relatos de viajes, meditaciones místicas, tratados de filosofía y de matemáticas, herbarios, bestiarios, anatomías, geometrías reales y metafísicas, mapas de Aka, mapas de mundos imaginarios, historias de tierras antiguas, poemas. Todos los poemas del mundo estaban allí.
Se arrodilló junto a un cajón de madera lleno de papeles y libros deteriorados hechos a mano, procedentes de algún umyazu o pueblo pequeño, rescatados del bulldozer y el fuego, trasladados por los largos y duros caminos de la Montaña para que estuvieran a salvo, para que los guardaran, para que los contaran. A la luz de la lámpara en el suelo de roca abrió uno de los libros, la cartilla de un niño. Los ideogramas estaban escritos a gran tamaño y sin calificadores de aspecto, modo, número ni Elemento. En una página había un tosco grabado en madera de un hombre pescando desde un puente con mucha pendiente.LA MONTAÑA ES LA MADRE DEL RÍO,decían los ideogramas al pie del dibujo.
Se quedaba en las cuevas leyendo hasta que las palabras de los muertos, el completo silencio, el frío, el globo de oscuridad que la rodeaba, se hacían demasiado extraños y regresaba a la luz del día y el sonido de las voces humanas.
Ahora sabía que todo lo que jamás aprendería del Relato era apenas un atisbo o fragmento de lo que había por saber. Pero no le importaba; eso es lo que había. Mientras lo hubiera.
Una pareja de maz estaban preparando un catálogo de los libros en su versión akana del anotador de Sutty. Llevaban veinte años subiendo a las cuevas, trabajando en el catálogo. Hablaron con ella ilusionados y ella les prometióque intentaría unir su anotador al de ellos para duplicar o transferir la información.
Aunque los maz la trataban con una cortesía y un respeto inagotables, la mayor parte de las conversaciones eran formales y con frecuencia difíciles. Todos tenían que hablar en una lengua que no era la suya, el dovzano. Aunque los akanos lo hablaban en público en la vida de «allá abajo», no era la lengua en la que pensaban, ni la del Relato. Era la lengua del enemigo. Era una barrera. Sutty advirtió hasta qué punto el aprendizaje del rangma la había acercado a la gente de Okzat-Ozkat. Algunos maz de la Biblioteca conocían el haini, que se enseñaba en las universidades de la Corporación como símbolo de la verdadera educación.
Aquí no servía de mucho, excepto tal vez en una conversación que entabló Sutty con el joven maz Unroy Kigno.
Salieron juntos a disfrutar una hora de la luz del día y para eliminar huellas. El helicóptero había sido la primera aeronave en acercarse tanto, y desde entonces la gente de la Biblioteca se preocupaba más de eliminar rastros o huellas en la nieve que pudieran llevar a un ojo en el cielo a las entradas de las cuevas. Sutty y Unroy habían terminado el agradable trabajo de apartar la nieve ligera y seca con escobas y se estaban tomando un respiro, sentados en unas piedras cerca del establo de minule.
— ¿Qué es la historia? —preguntó Unroy de repente, utilizando la palabra haini—. ¿Quiénes son los historiadores? ¿Eres tú una de ellos?
—Los haini dicen que sí —dijo Sutty, y se embarcaron en una larga e intensa discusión lingüístico-filosófica sobre si la historia y el Relato podían considerarse la misma cosa, o cosas similares, o cosas completamente distintas; sobre lo que hacían los historiadores, lo que hacían los maz y por qué lo hacían.
—Creo que la historia y el Relato son lo mismo —dijo por fin Unroy—. Son maneras de retener y guardar las cosas sagradas.
— ¿Qué es lo sagrado?
—Lo verdadero es sagrado. Lo que se ha sufrido. Lo que es hermoso.
—Entonces ¿el Relato busca la verdad en los acontecimientos… o el dolor, o la belleza?
—No necesita buscarlos —dijo Unroy—. Lo sagrado está allí. En la verdad, el dolor, la belleza. Por eso contarlo es sagrado.
Su pareja, Kigno, estaba en un campo de prisioneros de Doy. Había sido detenido y condenado por enseñar religión ateísta y dogmas anticientíficos reaccionarios. Unroy sabía dónde se encontraba, en una acería en la que trabajaban los prisioneros, pero era imposible comunicarse con él.
—Hay cientos de miles de personas en los centros de rehabilitación —le dijo a Sutty—. A la Corporación el trabajo le sale barato.
— ¿Qué vais a hacer con el prisionero?
Unroy sacudió la cabeza.
—Ojalá hubiera muerto como el otro —dijo—. Es un problema para el que no tenemos solución.
Sutty asintió en un amargo silencio.
El Monitor estaba bien cuidado; algunos de los maz eran sanadores profesionales. Lo habían puesto en una pequeña tienda para él solo y lo mantenían caliente y alimentado. Se encontraba en una gran cueva entre siete u ocho tiendas pertenecientes a los guías y los cuidadores de minule. Siempre había alguien con oídos y ojos, como decían ellos. En cualquier caso, no había peligro de que intentara escapar hasta que se hubiera repuesto de la torcedura de la espalda y la grave herida de la rodilla.
Odiedin lo visitaba todos los días. Sutty aún no se había animado a hacerlo.
—Se llama Yara —le dijo Odiedin.
—Se llama Monitor —dijo ella, desdeñosa.
—Ya no —dijo Odiedin secamente—. Su persecución no estaba autorizada. Si regresa a Dovza, lo enviarán a un centro de rehabilitación.
— ¿Un campo de trabajos forzosos? ¿Por qué?
—Los oficiales no deben excederse en sus órdenes o realizar actos no autorizados.
— ¿No era un helicóptero de la Corporación?
Odiedin sacudió la cabeza.
—Era del piloto. Lo usaba para llevar provisiones a los escaladores de la Cordillera del Sur. Yara se lo alquiló. Para buscarnos.
—Qué raro —dijo Sutty— ¿Estaba siguiéndome, entonces?
—Como guía.
—Me lo temía.
—Yo no. —Odiedin suspiró—. La Corporación es algo tan grande, su aparato es tan torpe, que la gente insignificante de estas grandes colinas no merece su atención. Escapamos de la red. O eso es lo que hemos hecho durante muchos años. Por eso no me preocupaba. Pero él no era la policía de la Corporación. Era un hombre solo. Un fanático.
— ¿Fanático? —rió— ¿Se cree los eslóganes? ¿Tanto ama la Corporación?
—Nos odia. A los maz, el Relato. Te teme.
— ¿Como alienígena?
—Cree que convencerás al Ecumen de que apoye a los maz en contra de la Corporación.
— ¿Qué le hace pensar eso?
—No lo sé. Es un hombre extraño. Creo que deberías hablar con él.
— ¿Para qué?
—Para escuchar lo que pueda contar —dijo Odiedin.
Lo aplazó, pero la conciencia la empujaba. Odiedin no era un erudito ni un sabio como los maz de las tierras bajas, pero tenía la mente y el corazón claros. Durante su largo viaje había llegado a confiar completamente en él, y cuando lo vio llorar sobre los libros de la Biblioteca supo que lo amaba. Quería hacer lo que él le pedía, aunque fuera escuchar lo que el Monitor tenía que contar.
Tal vez ella también pudiera contarle al Monitor unas cuantas cosas que debería escuchar. En cualquier caso, tarde o temprano tendría que enfrentarse a él. Y a la cuestión de qué hacer con él. Y a la cuestión de su propia responsabilidad de su presencia allí.
Antes de la comida de la tarde del día siguiente fue a la gran cueva donde lo tenían. Un par de cuidadores de minule estaban jugando, sorteando palos marcados, a la luz de las linternas. En la pared interior de la cueva, una curva cóncava completamente negra de diez metros de altura, los habitantes del lugar habían tallado la figura del Árbol en siglos pasados: el único tronco, las dos ramas, los cinco lóbulos de follaje. El pan de oro todavía brillaba en las líneas del dibujo, y unos trozos de cristal, azabache y feldespato titilaban entre las hojas decoradas. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. El resplandor de una pequeña luz eléctrica en una tienda cerrada bajo la pared del fondo le parecía tan brillante como el sol.
— ¿El dovzano? —preguntó a los jugadores. Uno señaló la tienda iluminada con la barbilla.
La tela de la puerta estaba echada. Esperó un rato fuera y por último dijo:
— ¿Monitor?
La tela se apartó. Ella miró adentro con cautela. El pequeño interior de la tienda era cálido y luminoso. Habían sujetado al herido a una cama acolchada con un respaldo inclinado para que no tuviera que estar estirado del todo.
Tenía al alcance de la mano la cuerda de la puerta, una lámpara eléctrica a manivela, una diminuta estufa de aceite, una botella de agua y un pequeño anotador.
Había quedado terriblemente maltrecho en el choque y las contusiones todavía eran visibles: tenía todo el costado derecho del rostro de un color entre azul, negro y verde, el ojo derecho hinchado y medio cerrado y los brazos salpicados de grandes marcas de un marrón azulado. Le habían entablillado dos dedos de la mano izquierda. Pero Sutty no apartaba los ojos del pequeño aparato, el anotador.
Entró en la tienda de rodillas y, arrodillándose en el estrecho espacio vacío, tomó el aparato y lo estudió.
—No transmite —dijo el hombre.
—Eso es lo que usted dice —respondió Sutty, y empezó a jugar con él, a comprobar su funcionamiento. Al cabo de un rato, dijo irónicamente—: Le pido disculpas por hurgar en sus archivos privados, Monitor. No me interesan, pero debo comprobar qué puede hacer esta cosa.
El guardó silencio.
El aparato era un anotador grabador, de un diseño bastante elegante pero con varios defectos graves, como tantos objetos de tecnología akana; tecnología despreciable e indigesta, pensó. No tenía las funciones de enviar ni de recibir.
Lo volvió a dejar donde él pudiera cogerlo.
Una vez calmada la inquietud, advirtió la vergüenza y la intensa incomodidad que le provocaba el hecho de estar encerrada en aquel pequeño espacio con ese hombre. Sólo quería alejarse de él. La única manera de hacerlo era con palabras.
— ¿Qué intentaba hacer?
—Seguirla.
—Su gobierno le había ordenado que no lo hiciera.
Tras una pausa él dijo:
—No podía aceptarlo.
— ¿Entonces sabe más la oveja que el pastor?
Él se quedó en silencio. No se había movido desde que abriera la cortina de la puerta. La rigidez de su cuerpo probablemente significase dolor. Ella lo observó sin emoción alguna.
—Si no hubiera chocado, ¿qué habría hecho? ¿Volar de nuevo a Dovza e informar de…? ¿De qué? ¿De la entrada a unas cuevas?
El no dijo nada.
— ¿Qué sabe de este lugar?
Mientras hacía la pregunta se dio cuenta de que lo único que él había visto era aquella cueva, unos cuantos cuidadores de minule, unos cuantos maz. No tenía por qué enterarse de lo que era. Podían taparle los ojos, y probablemente ni siquiera hiciera falta: sacarlo de allí, librarse de él en cuanto pudiera moverse. Sólo había visto un lugar de descanso para los viajeros. No tenía nada sobre qué informar.
—Esto es el Seno de Silong —dijo—. La última Biblioteca.
— ¿Qué le hace pensar eso? —preguntó, furiosa por la decepción.
—Aquí venían. La Oficina de Pureza Ética lleva mucho tiempo buscándolo. El lugar donde esconden los libros. Es aquí.
— ¿Quiénes, Monitor?
—Los enemigos del Estado.
— ¡Oh Ram! —dijo ella. Volvió a sentarse, lo más lejos posible de él, y se abrazó las rodillas. Habló lentamente, deteniéndose después de cada frase. —Su gente ha aprendido todo lo que nosotros hicimos mal y nada de lo que hicimos bien. Ojalá nunca hubiéramos llegado a Aka. Pero, ya que nuestro orgullo desmesurado nos hizo venir, deberíamos haberos negado la información que nos pedíais, o haberos enseñado historia terrana. Pero no nos habríais escuchado, por supuesto. Vosotros no creéis en la historia. Desechasteis toda vuestra historia como si fuera basura.
—Era basura.
Tenía la piel marrón grisácea allí donde no estaba negra y azul. Su voz era ronca y obstinada. El hombre está herido e indefenso, pensó; no sentía simpatía ni lástima.
—Sé quién es usted —dijo—. Usted es mi enemigo. El verdadero creyente. El hombre justo con la misión justa. El que encarcela a la gente por leer y el que quema los libros. Que persigue a las personas que hacen mal los ejercicios. Que tira la medicina y se mea sobre ella. Que aprieta el botón que envía a los aviones no tripulados a arrojar bombas. Y se esconde dentro de un búnker y no sufre heridas. Protegido por Dios. O el Estado. O por la mentira que utilice para ocultar la envidia, el egoísmo, la cobardía y el ansia de poder. Me llevó tiempo darme cuenta, sin embargo. Usted me vio enseguida. Usted sabía que yo era su enemiga. Que era mala. ¿Cómo lo supo?
—La enviaron a las montañas —dijo. Había tenido la vista al frente, pero ahora volvió la cabeza rígidamente para mirarla a los ojos—. A un lugar donde conocería a los maz. Yo no le deseaba ningún mal, yoz.
Al cabo de un momento ella dijo:
— ¡Yoz!
Había apartado la vista otra vez. Ella contempló el rostro hinchado, inescrutable.
Alargó la mano buena y empezó a mover rápidamente la manivela de la lámpara arriba y abajo. La pequeña bombilla cuadrada que había dentro se iluminó inmediatamente. Por centésima vez, un rincón de la mente de Sutty se preguntó por qué los akanos hacían las bombillas cuadradas. Pero el resto de su mente estaba lleno de sombras, ira, odio, desdén.
— ¿Me permitió su gente ir a Okzat-Ozkat como señuelo? ¿Como instrumento para sus ideólogos oficiales? ¿Esperaban que los condujera hasta aquí?
—Eso creía —dijo él después de una pausa.
— ¡Pero me dijo que me mantuviera apartada de los maz!
—Creía que eran peligrosos.
— ¿Para quién?
—Para… el Ecumen. Y para mi gobierno. —Utilizó la palabra antigua, y la corrigió—: La Corporación.
—Lo que dice no tiene sentido, Monitor.
Había dejado de mover la manivela de la lámpara. Volvía a mirar al frente.
—El piloto avisó «Allí están», y no hicimos más que seguir el sendero —dijo— Y gritó, y vi a su grupo en el sendero. Y humo, detrás de usted, humo que salía de las rocas. Pero fuimos empujados hacia el costado, hacia la montaña. Hacia las rocas. El helicóptero fue arrojado contra las rocas.
Sostenía rígidamente la mano izquierda herida con la derecha. Controlaba el temblor.
—Vientos catabáticos, yoz —dijo Sutty al cabo de un rato, muy dulcemente—. Y demasiada altitud para un helicóptero.
Asintió. Él se había dicho lo mismo. Muchas veces, sin duda.
—Creen que el lugar es sagrado —dijo ella.
¿De dónde salía aquella palabra? No era una palabra que ella utilizara. ¿Por qué lo atormentaba? Error, error.
—Escuche, Yara… ¿Es ése su nombre…? No permita que la superstición putrefacta se adueñe de usted. No creo que Madre Silong preste atención a ninguno de nosotros.
Él sacudió la cabeza, mudo. Tal vez también se había dicho lo mismo.
Sutty no sabía qué otra cosa podía decirle. Después de un largo silencio, él habló.
—Merezco un castigo —dijo.
Aquello la conmovió.
—Bueno, ya lo ha recibido —dijo finalmente—. Y probablemente reciba más, de una manera u otra, ¿Que vamos a hacer con usted? Todavía hay que decidirlo. Se acerca el final del verano. Están hablando de irse dentro de unas cuantas semanas. Así que, mientras tanto, tómeselo con calma. Yvuelva a caminar. Porque adondequiera que vaya, no creo que lo haga volando en el viento del sur.
El la miró una vez más. Estaba inequívocamente asustado. ¿Por lo que le había dicho? ¿Por el sentimiento de culpa que le hacía decir «Merezco un castigo?» ¿O simplemente porque yacer indefenso ante el enemigo era algo aterrador?
Inclinó la cabeza con un único movimiento rígido, doloroso, y dijo:
—Pronto tendré la rodilla curada.
Mientras volvía a las cuevas pensó que, por grotesco que pareciera, había algo infantil en el hombre, algo simple y puro. Entonces se dijo: Simplista, no simple, y ¿qué diablos significa puro? ¿Santo, sagrado, todo eso?(No seas MadreTeresa conmigo, niña,murmuró tío Hurree en su mente.) Tenía una mente simple, con su jerigonza sobre «enemigos del Estado». Y un solo propósito. Era un fanático, como había dicho Odiedin. De hecho, un terrorista. Puro y simple.
Hablar con él la había agriado. Deseó no haberlo hecho, no haberlo visto. La ansiedad y la frustración le hacían ser impaciente con sus amigos.
Kieri, con quien aún compartía tienda, aunque últimamente no el saco de dormir, era alegre y afectuosa, pero tenía una inquebrantable confianza en sí misma. Kieri sabía todo cuanto deseaba saber. Lo único que quería del Relato eran las historias y las supersticiones. No le interesaba aprender de los maz y nunca iba a las cuevas de los libros. Había venido sólo por la aventura.
Akidan, por otra parte, estaba dominado por una mezcla fatal de veneración por los santos y lujuria. La guía Shui había regresado a su aldea poco después de que llegaran a las cuevas, dejando a Akidan solo en su tienda, e inmediata-mente se había enamorado de Maz Unroy Kigno. Se pegaba a ella como un cachorro de minule a su madre, la observaba con ojos de veneración, memorizaba cada una de sus palabras. Por desgracia, las únicas personas que tenían la vida sexual estrictamente regulada según el antiguo sistema eran los maz. Su regla era la monogamia para toda la vida, estuvieran con su pareja o no. Los maz que había conocido Sutty, por lo que ella veía, se atenían a esa regla. Y Akidan, un joven de carácter gentil, no tenía intención de cuestionarla o ponerla a prueba. Simplemente estaba enamorado, perdidamente, era una penosa víctima de la veneración hormonal por los santos.
Unroy lo sentía por él, pero no se lo hacía saber. Intentaba desanimarlo con dureza, poniendo a prueba su autodisciplina, sus conocimientos, su capacidad de convertirse en maz. Cuando Akidan dejó traslucir demasiado su encaprichamiento, se volvió hacia él y le citóun conocidísimo fragmento de El cenador:«Los dos que son uno no son dos, pero el uno que es dos es uno…». Fue una reprensión bastante sutil, pero Akidan empalideció de vergüenza y se alejó cabizbajo. Había sido desgraciado desde entonces. Kieri hablaba mucho con él y parecía dispuesta a consolarlo. Sutty quería que lo hiciera. No deseaba el fuego y el vaivén de las emociones adolescentes; quería el consejo de los adultos, la certeza de la madurez. Sentía que debía avanzar y se encontraba en un punto muerto; debía decidirse y no sabía qué era lo que había que decidir.
El Seno de Silong estaba completamente aislado del resto del mundo. Nunca había habido radios ni ningún equipo de comunicación, para que no fuera posible rastrearlo.
Las noticias sólo podían llegar por los senderos del este o el largo y difícil camino por el que el grupo de Sutty había llegado del suroeste. A aquellas alturas del verano era muy improbable que llegara alguien más; de hecho, como le había dicho al Monitor, la gente ya estaba hablando de irse.
Oía que ellos discutían sus planes. Tenían la costumbre de marcharse en pequeños grupos y tomar diferentes caminos allí donde los senderos se separaban. En cuanto pudieran se unirían a las pequeñas caravanas de la gente de las aldeas de verano que bajaban a las colinas. De este modo, el peregrinaje, el camino a las cuevas, se había mantenido oculto durante cuarenta años.
Ya era demasiado tarde, le dijo Odiedin, para regresar por donde habían venido, el camino del suroeste. Los guías de la aldea del valle habían vuelto a su casa enseguida, y aun así esperaban encontrar tormentas y nieve en Zubuam.
Los demás tendrían que bajar a Amareza, la región de las colinas al noreste de Silong, y abrirse camino por el final de la cordillera de la Cabecera Alta y atravesar las colinas para regresar a Okzat-Ozkat. A pie les llevaría un par de meses.
Odiedin pensaba que en el país de las colinas podrían llevarlos algún trecho en camión, aunque para eso tendrían que dividirse en parejas.
A Sutty todo le parecía aterrador e improbable. Seguir a sus guías hasta las montañas, recorrer un camino escondido a través de las nubes hasta un lugar secreto y sagrado era una cosa; vagar como una mendiga, hacer autostop, anónima e indefensa, por los vastos campos de un mundo extraño, era algo completamente distinto. Confiaba en Odiedin, sí, pero tenía muchas ganas de ponerse en contacto con Tong Ov.
¿Y qué harían con el Monitor? ¿Dejarlo suelto para que corriera a las oficinas y los ministerios a hablar sobre el último gran alijo de libros prohibidos? Tal vez estuviera totalmente en desgracia, pero antes de que sus jefes lo enviaran a las minas de sal oirían lo que él pudiera informarles.
¿Y qué le diría a Tong cuando volviera a hablar con él, si es que lo hacía? La había enviado a investigar la historia de Aka, su pasado perdido y proscrito, su verdadero ser, y lo había encontrado. Pero ahora ¿qué?
Lo que los maz querían de ella estaba claro y era urgente: querían que salvara su tesoro. Era lo único que sabía a ciencia cierta en el oscuro tumulto de sus pensamientos y sensaciones desde que hablara con el Monitor.
Lo que ella quería —lo que hubiera querido, de haber sido posible— era quedarse allí. Vivir en las cuevas del ser, leer, escuchar el Relato, aquí donde todavía estaba completo o casi completo, donde todavía era una historia ininterrumpida. Vivir en el bosque de palabras. Escuchar. Eso es para lo que servía, lo que anhelaba hacer y no podía.
Igual que los maz anhelaban hacer y no podían.
—Fuimos estúpidos, yoz Sutty —dijo Goiri Engnake, una maz de la gran ciudad de Kangnegne, en el centro del continente, una especialista en filosofía que había trabajado catorce años en un campo de trabajo agrícola por difundir ideología reaccionaria. Era una mujer ajada, dura, brusca—. Cargar con todo hasta aquí. Deberíamos haberlo dejado por todas partes. Haber dejado los libros con quien los tuviera y haber hecho copias. Haber pasado el tiempo copiando, en lugar de reunir todo lo que teníamos donde pueden destruirlo de una sola vez. Pero ya ve, estamos chapados a la antigua. La gente pensó en el tiempo que lleva copiar, en lo peligroso que es intentar imprimirlo. No tuvimos en cuenta las máquinas que empezó a hacer la Corporación, las formas de copiar cosas en un instante, de meter bibliotecas enteras en un ordenador. Ahora tenemos nuestro tesoro donde no podemos usar esas tecnologías. No podemos subir un ordenador hasta aquí, y si pudiéramos¿dónde lo enchufaríamos? ¿Y cuánto tardaríamos en informatizar todo esto?
—Con tecnología akana, años —dijo Sutty—. Con lo que el Ecumen tiene disponible, un verano, tal vez.
Mirando el rostro de Goiri, añadió, lentamente:
—Si tuviéramos autorización para hacerlo. De la Corporación de Aka. Y de los Estables del Ecumen.
—Entiendo.
Se encontraban en la «cocina», la cueva donde cocinaban y comían. Estaba tan bien aislada que podía mantenerse cálida y acogedora, y era el lugar de reunión, a todas horas, para discutir y conversar. Habían tomado el desayuno y estaban bebiendo lentamente una taza de infusión de bezit muy diluido.Empieza el flujo y reconcilia, murmuró en su mente Iziezi.
— ¿Le pedirías al Enviado que solicitara esa autorización, yoz?
—Sí, por supuesto —dijo Sutty. Y tras una pausa—: Es decir, le preguntaría si lo considera factible, o prudente. Si semejante solicitud señalara a tu gobierno la existencia de este lugar habríamos volado vuestra tapadera, maz.
Goiri sonrió ante la elección de palabras de Sutty. Estaban hablando en dovzano, por supuesto.
—Pero tal vez el hecho de que tú conozcas su existencia, de que el Ecumen esté interesado en ella, protegería la Biblioteca —dijo—. Evitaría que enviaran a la policía para destruirla.
—Tal vez.
—Los Ejecutivos de la Corporación sienten un gran respeto por el Ecumen.
—Sí. También impiden que sus Enviados tengan contacto con la gente de Aka, excepto los ministros y burócratas. La Corporación ha recibido gran cantidad de información útil. A cambio, el Ecumen ha recibido gran cantidad de propaganda.
Goiri reflexionó sobre eso y al cabo preguntó:
—Si lo sabéis, ¿por qué lo permitís?
—Bueno, maz Goiri, el Ecumen tiene una perspectiva a muy largo plazo. Tanto que con frecuencia a los seres de corta vida les resulta difícil vivir con ella. El principio con el que trabajamos es que retener conocimiento siempre es un error a largo plazo. Así que si nos piden que les digamos lo que sabemos, lo hacemos. En eso somos como vosotros, los maz.
—Ya no —dijo Goiri amargamente—. Todo lo que sabemos, lo escondemos.
—No tenéis elección. Vuestros burócratas son gente peligrosa. Son creyentes. —Sutty sorbió su infusión. Tenía la garganta seca—. En mi mundo, cuando era pequeña había un poderoso grupo de creyentes. Suponían que sus creencias prevalecerían absolutamente, que no debería existir otra manera de pensar. Saboteaban las redes de almacenamiento de información y destruían bibliotecas y escuelas de todo el mundo. No lo destruyeron todo, por supuesto. Pudo reconstruirse. Pero… el daño estaba hecho. Es como cuando te da una apoplejía. Uno se recupera, casi. Pero tú ya sabes todo eso.
Se detuvo. Estaba hablando demasiado. Le temblaba la voz. Se estaba acercando demasiado. Muy demasiado. Error.
Goiri parecía estremecida también.
—Lo único que sé de tu mundo, yoz…
—Es que volamos en naves espaciales llevando luz a los mundos menores, atrasados —dijo Sutty. Luego golpeó la mesa con una mano y se tapó la boca con la otra.
Goiri la observaba atentamente.
—Es una manera que tienen los rangma de recordarse a símismos que guarden silencio —dijo Sutty. Sonrió, pero ahora le temblaban las manos.
Ambas guardaron silencio durante un rato.
—Creía que tú… que toda la gente del Ecumen era muy sabia, que nunca se equivocaba. Qué infantil —dijo Goiri—. Qué injusto.
Otro silencio.
—Haré lo que pueda, maz —dijo Sutty—. Cuando regrese a Ciudad Dovza, si lo hago. Tal vez no sea seguro intentar ponerse en contacto con los Móviles por teléfono desde Amareza. Podría decir, para los que tengan pinchado el teléfono, que nos perdimos intentando subir a Silong y encontramos un camino oriental para salir de las montañas. Pero si aparezco en Amareza, donde no estaba autorizada a ir, harán preguntas. Puedo callarme como un muerto, pero no creo que pueda mentir. Quiero decir, mentir bien… Y tenemos el problema del Monitor.
—Sí. Me gustaría que hablaras con él, yoz Sutty.
Et tu, Brute?,dijo tío Hurree, con un gesto sarcástico con las cejas.
— ¿Por qué, maz Goiri?
—Bueno, es un creyente, como tú lo llamaste. Y como túdices, eso es peligroso. Cuéntale lo que me has contado a mísobre tu Tierra. Cuéntale más de lo que me has contado a mí, Dile que creer es la herida que cura el conocimiento.
Sutty apuró el resto de su infusión. Tenía un sabor amargo, delicado.
—No me acuerdo dónde lo oí. No fue en un libro. Me lo contaron.
—Teran se lo dijo a Peran. Después de que lo hirieran luchando contra los bárbaros.
Sutty lo recordaba ahora: el círculo de dolientes alláabajo, en el valle verde, donde se alzaban bajo las grandes laderas de piedra y nieve, el cuerpo del joven cubierto con una tela fina, blanca como el hielo, la voz del maz contando la historia.
Goiri dijo:
—Teran se estaba muriendo. Dijo: «Mi hermano, mi esposo, mi amor, mi ser, tú y yo creíamos que derrotaríamos a nuestro enemigo y llevaríamos la paz a nuestra tierra. Pero creer es la herida que cura el conocimiento y la muerte el comienzo del Relato de nuestra vida». Entonces murió en los brazos de Peran.
La tumba, yoz. Donde empieza.
—Puedo llevar ese mensaje —dijo Sutty al fin—. Aunque los fanáticos tienen poco oído.