Tres

El maravilloso viaje de un barco que remontaba un río a través de un desierto llegó a su fin el décimo día en Okzat-Ozkat. En el mapa, la ciudad había sido un punto en el borde de una maraña interminable de isobaras, la cordillera de Cabecera Alta. Al atardecer era una mancha borrosa de paredes blanquecinas en la clara y fría oscuridad, unas ventanas horizontales e indistintas en lo alto, olores a polvo, estiércol y fruta podrida y una fragancia seca de aire de montaña, un sonsonete de voces, el golpeteo de pies calzados sobre la piedra. Apenas algún tráfico rodado. Un destello de luz llena de polvo brillaba en una pared alta, pálida y distante, débilmente visible sobre los tejados ornamentados, contra la última claridad verdosa del cielo occidental.

Los anuncios y la música de la Corporación resonaban en los muelles. Después de diez días de voces tranquilas y del silencio de río, aquel ruido ahuyentó a Sutty inmediata-mente.

No había ningún guía esperándola. Nadie la siguió. Nadie le pidió que le mostrara su ZIL.

Todavía en el pasivo trance del viaje, curiosa, nerviosa, alerta, Sutty vagó por las calles próximas al río hasta que el hombro en el q u e llevaba la bolsa empezó a arrastrarla hacia el suelo y sintió el filo cortante del viento. En una calle pequeña y oscura que iba cuesta arriba se detuvo en un umbral. La puerta de la casa estaba abierta y había una mujer sentada en una silla a la luz amarilla que salía del interior, como disfrutando de un suave atardecer de verano.

— ¿Podría decirme dónde puedo encontrar una posada?

—Aquí —dijo la mujer. Estaba tullida, advirtió Sutty, con las piernas como palos—. Ki! —llamó.

Apareció un chico de unos quince años. Sin palabras, invitó a Sutty a entrar en la casa. La llevó a una habitación de la planta baja, grande, oscura y con el techo alto, amueblada con una alfombra. Era una alfombra magnífica, de lana de eberdin carmesí con dibujos austeros, complejos y concéntricos en blanco y negro. Aparte de la alfombra, lo único que había en la habitación era la instalación de la luz, una bombilla extraña y algo cuadrada, que arrojaba una luz bastante débil, situada entre dos ventanas horizontales y altas. El cable entraba serpenteando por una de las ventanas.

— ¿Hay cama?

El chico hizo un tímido ademán hacia una cortina en las sombras del otro extremo de la habitación.

— ¿Baño?

Señaló la puerta con un movimiento de cabeza. Sutty fue y la abrió. Tres escalones embaldosados llevaban a una pequeña habitación también embaldosada donde había varios extraños aunque obvios utensilios de madera, metal y cerámica, brillantes al cálido resplandor de un calentador eléctrico.

—Es muy bonito —dijo ella—. ¿Cuánto cuesta?

—Once haha —murmuró el chico.

— ¿Por noche?

—Por semana. —La semana akana tenía diez días.

—Oh, está muy bien —dijo Sutty—. Gracias.

Error. No debería haberle dado las gracias. El agradecimiento era un «tratamiento servil». Las frases rituales honoríficas y sin significado que se utilizan para saludar, despedirse, pedir permiso y expresar falsa gratitud, por favor, gracias, de nada, adiós, reliquias fósiles de una hipocresía primitiva, eran todas obstáculos para la sinceridad entre los productores-consumidores. Había aprendido esa lección, en esos términos, casi cuando llegó. Se había acostumbrado a eliminar cualquier mal hábito de ese tipo que hubiera adquirido en la Tierra. ¿Qué le había hecho ahora pronunciar el inadecuado agradecimiento?

El chico se limitó a murmurarle algo que ella tuvo que pedirle que repitiera: un ofrecimiento para cenar. Sutty aceptó sin darle las gracias.

Media hora después el muchacho llevó una mesa baja a la habitación, con un mantel estampado y platos de porcelana de color rojo oscuro. Ella había encontrado cojines y una gruesa cama enrollada detrás de la cortina; había colgado sus ropas en la barra y en las perchas que estaban detrás de la cortina; había dejado los libros y cuadernos en el suelo pulido bajo la única luz, y ahora estaba sentada en la alfombra, sin hacer nada. Le gustaba la extraordinaria sensación de amplitud que daba aquella habitación: espacio, altura, quietud.

El chico le sirvió una cena de pollo asado, verduras asadas, un grano blanco que sabía a maíz y una aromática infusión tibia. Se sentó en la alfombra sedosa y se lo comiótodo. El muchacho fue un par de veces en silencio para ver si necesitaba algo.

Dime el nombre de este cereal, por favor. —No. Error—. Pero primero dime tu nombre.

Akidan susurró él—. Eso es tuzi.

—Es muy bueno. Nunca lo había probado. ¿Es de aquí?

Akidan asintió. Tenía un rostro fuerte y dulce, todavía infantil, pero el hombre ya estaba visible.

—Es bueno para el bosque —murmuró.

Sutty asintió prudentemente.

—Y delicioso.

—Gracias, yoz.

—Yoz: un término que la Corporación definía como tratamiento servil y que llevaba prohibido al menos los últimos cincuenta años. Significaba, más o menos, compañero.

Sutty nunca lo había oído pronunciado, excepto en las grabaciones de las que había aprendido las lenguas akanas en la Tierra. Y «bueno para el bosque», ¿era también algún tipo de fósil maligno? Podría averiguarlo mañana. Esta noche se daría un baño, desenrollaría la cama y dormiría en el oscuro y bendito silencio de este elevado lugar.

Un golpe suave, presumiblemente de Akidan, le indicó que el desayuno estaba esperando en la mesa bandeja, al otro lado de la puerta. Había una gran ración de fruta cortada y sin semillas, unos trozos de algo amarillo y picante en un platillo, un pastel grisáceo que se desmigajaba y una taza sin asa de té templado, esta vez levemente amargo, con un sabor que al principio no le gustó pero que halló cada vez más satisfactorio. La fruta y el pan eran frescos y delicados.

Dejó los trozos amarillos adobados. Cuando el muchacho volvió para llevarse la bandeja, le preguntó el nombre de todo, porque esta comida era completamente distinta de cualquier cosa que hubiera comido en la capital, y se la habían presentado con gran esmero. La cosa adobada era abid, dijo Akidan.

—Es para la mañana —dijo—, para acompañar la fruta dulce.

—Entonces ¿debería comérmelo?

Él sonrió, incómodo.

—Ayuda a equilibrar.

—Entiendo. Me lo comeré, entonces. —Se lo comió. Akidan parecía complacido.— Vengo de muy lejos, Akidan — dijo ella.

—De Ciudad Dovza.

—Más lejos. Otro mundo. Terra del Ecumen. —Ah.

—Por eso ignoro cómo se vive aquí. Me gustaría hacerte muchas preguntas. ¿Te parece bien?

Asintió y se encogió de hombros ligeramente, muy adolescente. A pesar de su timidez era muy dueño de sí.

Significara lo que significara para él, aceptaba con aplomo el hecho de que una Observadora del Ecumen, una persona de otro mundo que sólo podía haber esperado ver en imágenes electrónicas provenientes de la capital, estaba viviendo en su casa. No había rastro de la xenofobia que había percibido en el desagradable hombre del barco.

La tía de Akidan, la mujer tullida, que parecía estar padeciendo constantemente un dolor de baja intensidad, hablaba poco y no sonreía, pero tenía la misma conducta tranquila y receptiva. Sutty acordó con ella que se quedaría dos semanas, tal vez más. Se había preguntado si era el único huésped de la posada; ahora que empezaba a conocer la casa advirtió que sólo había una habitación de huéspedes.

En la ciudad, en cada hotel y cada edificio de apartamentos, restaurante, tienda, almacén, oficina o despacho, todas las entradas y salidas comprobaban automáticamente tu chip de identificación personal, el importantísimo ZIL, la garantía de que tu existencia como productor-consumidor entraba en las bases de datos de la Corporación. El suyo se lo habían expedido durante las prolongadas formalidades de entrada en el espaciopuerto. Sin él, le habían advertido, no tenía identidad en Aka. No podía alquilar una habitación o un robotaxi, comprar comida en el mercado o en un restaurante ni entrar en cualquier edificio público sin que se disparara la alarma. La mayoría de los akanos tenían el chip implantado en la muñeca izquierda. Ella había preferido la opción de llevar el suyo en una pulsera. Mientras hablaba con la tía de Akidan en la oficina principal, se encontró buscando el escáner de ZIL, con el brazo izquierdo preparado para hacer el ademán universal. Pero la mujer hizo girar la silla hasta un enorme escritorio con docenas de cajones. Después de equivocarse varias veces sin ponerse nerviosa y de hacer varias pausas para pensar, encontró el cajón que quería y extrajo un polvoriento librito de formularios, de los que arrancó uno. Volvió a girar la silla y entregó el formulario a Sutty para que lo rellenara a mano. Era tan viejo que el papel se desmenuzaba entre sus dedos, pero tenía un espacio para el código ZIL.

—Por favor, yoz, dígame cómo debo tratarla —dijo Sutty, otra frase de los Ejercicios avanzados.

—Me llamo Iziezi. Por favor, dígame cómo debo dirigirme a usted, yoz y deyberienduin.

Bienvenido-mi-techo-bajo. Una bonita palabra.

—Me llamo Sutty, yoz y amable posadera.

Inventada para la ocasión, pero pareció servir. El rostro delgado y ojeroso de Iziezi se animó ligeramente. Cuando Sutty le devolvió el formulario, se llevó las manos juntas al esternón con una inclinación leve pero muy formal de la cabeza. Un gesto que no podía estar más prohibido. Sutty se lo devolvió.

Cuando se fue, Iziezi dejó el libro de formularios y el formulario que había rellenado Sutty en un cajón del escritorio, distinto del anterior. Parecía que el Estado Corporación no sabría, al menos durante unas cuantas horas, dónde se alojaba exactamente el individuo /EX/HH 440 T386733849 H 4/4939.

He escapado de la red, pensó Sutty, y salió a la luz del sol.

El interior de la casa estaba bastante oscuro, ya que todas las ventanas horizontales se encontraban muy altas en la pared y no mostraban más que el cielo intensamente azul. Al salir quedó deslumbrada. Paredes blancas, tejas resplandecientes, calles empinadas de pizarra oscura que reflejaban la luz. Sobre los tejados, hacia el este, cuando empezó a poder ver de nuevo, distinguió la más alta de las paredes blancas —inmensamente alta—, una arrugada cortina de luz a media altura en el cielo. Se quedó quieta parpadeando, mirando. ¿Era una nube? ¿Una erupción volcánica? ¿La aurora boreal durante el día?

—Madre —dijo un hombrecillo sin dientes, del color de la mugre, sonriéndole desde la calle con una carretilla de tres ruedas.

Sutty lo miró, parpadeando.

—La madre de Ereha —dijo, y señaló la pared de luz—. Silong. ¿Eh?

El monte Silong. En el mapa, el punto más alto de la cordillera Cabecera y del Gran Continente de Aka. Sí. Cuando remontaban el río, la elevación de la tierra lo había mantenido oculto. Aquí se podía ver tal vez la parte superior, un resplandor serrado sobre el cual flotaba, aún más remota, inmensa, etérea, una cumbre afilada, medio desvanecida en la luz dorada. En la cima ondeaban los delgados estandartes de nieve del viento eterno.

Mientras ella y el hombre de la carretilla miraban, otros se detuvieron para ayudarlos. Ésa fue la impresión que le dio a Sutty. Todos sabían cómo era Silong y por tanto podían ayudarla a verlo.

Decían su nombre y lo llamaban Madre, señalando el destello del río al pie de la calle. Uno de ellos dijo:

— ¿Vas a ir a Silong, yoz?

Eran una gente pequeña, delgada, con las mejillas gruesas y los ojos estrechos de los habitantes de las colinas, dientes podridos, ropas remendadas, manos delgadas y finas, y pies callosos por el frío y las heridas. Su piel era aproximadamente del mismo marrón que la de Sutty.

— ¿Ir allí? —Los miró, todos sonriendo, y no pudo evitar sonreír.— ¿Por qué?

—En Silong vives para siempre —dijo una mujer hosca con una bolsa a la espalda llena de lo que parecía piedra pómez.

—Cuevas —dijo un hombre con el rostro amarillento, lleno de cicatrices— Cuevas llenas de ser.

— ¡Buen sexo! —dijo el hombre de la carretilla, y todos rieron—. ¡Sexo durante trescientos años!

—Está demasiado alto —dijo Sutty—, ¿cómo podría ir alguien allí?

Todos sonrieron y dijeron:

— ¡Volando!

— ¿Podría un avión aterrizar allí?

Risotadas, movimientos de cabeza. La mujer hosca dijo:

«En ninguna parte», el hombre amarillo dijo «Nada de aviones», y el hombre de la carretilla dijo «¡Después de trescientos años de sexo cualquiera puede volar!» Y entonces, mientras todos reían, se detuvieron, oscilaron como sombras, se desvanecieron y nadie quedó allí, excepto el hombre de la carretilla arrastrándola con dificultad en mitad de la calle y Sutty mirando al Monitor.

En el barco no le había parecido un hombre grande, pero allí era imponente. Su piel, su carne, eran diferentes de las de la gente, tersa, dura y lisa, como de plástico. La túnica y las polainas azules y tostadas estaban limpias y tersas como los uniformes de todas partes y de todos los mundos, y estaba más fuera de lugar que ella en Okzat-Ozkat. Era un extraño.

—Pedir limosna es ilegal —dijo.

—No estaba pidiendo limosna.

Al cabo de una breve pausa, dijo:

—No me entiende. No anime a los mendigos. Son parásitos de la economía. Dar limosna es ilegal.

—Nadie estaba pidiendo limosna.

Hizo un breve asentimiento de cabeza.

—Muy bien entonces, dese por avisada— y se alejó.

— ¡Muchas gracias por su encanto y cortesía! —dijo Sutty en su lengua materna. Oh, error, error. No tenía ningún derecho a ser sarcástica en cualquier lengua, aun cuando el Monitor no le prestara atención. Era insufrible, pero eso no la disculpaba. Si quería obtener información tenía que estar en buenas relaciones con las autoridades locales; si quería aprender algo aquí, no debía ser crítica. El lema de los antiguos viajeros:La opinión mata la recepción. Tal vez aquella gente fueran de hecho mendigos y estuvieran trabajándose-la. ¿Cómo podía saberlo? No sabía nada, nada sobre este lugar, esta gente.

Se fue a conocer Okzat-Ozkat con la humilde determinación de no forjarse opiniones.

Los edificios modernos —prisión, prefecturas de distrito y municipal, agencias de agricultura, cultura y minería, escuela de educación, instituto— eran parecidos a todos los edificios semejantes de las otras ciudades que había visto: bloques ordinarios, enormes. Tenían sólo dos o tres plantas de alto, pero destacaban tanto como el Monitor. El resto de la ciudad era pequeña, sutil, sucia, frágil. Paredes de casas bajas pintadas de rojo o naranja, ventanas horizontales en lo alto, debajo de los aleros, tejados de tejas rojas o verde oliva con florituras trepando por los ángulos y animales fantásticos de cerámica levantando las esquinas con sus bocas dentadas; tiendas pequeñas, con paredes exteriores e interiores completamente cubiertas de textos en los viejos ideogramas, tapados con pintura blanca pero transparentándose con una extraña legibilidad subliminal. Empinadas calles pavimentadas de pizarra y escalones que llevaban a puertas cerradas pintadas de rojo y azul y tapadas con pintura blanca. Patios donde los hombres tejían cuerdas o tallaban piedra. Estrechos solares entre las casas donde las ancianas cavaban, quitaban la hierba, escardaban y cambiaban los cursos de unos diminutos canales de irrigación.

Unos pocos coches junto a los muelles y aparcados cerca de los grandes edificios blancos, pero en la calle el tráfico era sólo a pie y con carretas y carretillas. Y, para deleite de Sutty, una caravana procedente del campo: grandes eberdin tirando de carros de dos ruedas con lonas ribeteadas de verde, y dos eberdin todavía más grandes, del tamaño de ponis, con campanillas atadas en la lana cremosa del cuello, montados por mujeres con largos abrigos rojos sentadas impasibles en las altas sillas con cuernos.

La caravana pasó delante de la fachada de la Prefectura del Distrito, un fragmento diminuto, alegre y tintineante del pasado deslizándose bajo la mirada vacía del futuro. Una música persuasiva entremezclada con exhortaciones resonaba desde el tejado de la Prefectura. Sutty siguió a la caravana varias manzanas y la vio detenerse al pie de uno de los largos tramos de escaleras. La gente de la calle también se detuvo, con el mismo aire amable de ayudarle a mirar, aunque no le dijeron nada. La gente salía de las elevadas puertas rojas y azules y bajaba las escaleras para dar la bienvenida a los jinetes y subir el equipaje. ¿Un hotel? ¿La casa de ciudad de los propietarios?

Volvió a una de las tiendas por donde había pasado en la parte más alta de la ciudad. Si había comprendido bien los signos que había junto a la puerta, la tienda vendía lociones, ungüentos, olores y fertilizante. Comprar crema para las manos podría darle tiempo para leer algunas de las inscripciones que cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo, todas en la escritura antigua, ilegal. En la fachada de la tienda las inscripciones habían sido cubiertas de blanco y tapadas con signos del alfabeto moderno, pero éstos se habían borrado un poco y dejaban ver algunas palabras que había debajo. Allí era donde había descifrado «olores y fertilizante». Probablementeperfumesy…¿qué?¿Fertilidad? ¿Drogas de fertilidad, quizás? Entró.

Los olores la engulleron al instante: intensos, dulces, penetrantes, extraños. Un aire apagado, acre. Tenía la curiosa sensación de que los pictogramas e ideogramas que cubrían las paredes con formas de color negro profundo y azul oscuro se movían, pero no erráticamente, como una inscripción no del todo visible, sino de manera uniforme, regular, expandiéndose y encogiéndose muy dulcemente, como si respiraran.

La habitación era alta, estaba iluminada por las habituales ventanas elevadas y llena de armarios con pequeños cajones. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, vio que a su izquierda había un anciano delgado detrás de un mostrador. Detrás de su cabeza dos caracteres destacaban claramente en la pared. Los leyó sin pensar y algunos de sus diversos significados le llegaron más o menos de inmediato:

eminente / cumbre / sombrero de fieltro / mira abajo / empieza, ydos / dualidad / lados / lomos / se unen / se separan.

—Yoz y deyberienduin, ¿puedo ayudarla?

Sutty le preguntó si tenía algún ungüento o loción para la piel seca. El propietario asintió agradablemente y empezóa buscar entre sus miles de pequeños cajones con aire de tener la tranquila certeza de que tarde o temprano encontraría lo que quería, como Iziezi en su escritorio.

Eso le dio a Sutty tiempo para leer las paredes, pero aquella molesta ilusión de movimiento proseguía, y no comprendía mucho las frases. No parecían ser anuncios, como había supuesto, sino recetas, o hechizos, o citas. Había muchas sobre ramas y raíces. Un carácter que conocía como sangre, pero escrito con un calificativo elemental diferente, que podría darle el significado de linfa, o savia. Fórmulas como «los cinco de los tres, los tres de los cinco».

¿Alquimia? ¿Medicina, prescripciones, hechizos? Lo único que sabía era que eran palabras antiguas, significados antiguos, que por primera vez estaba leyendo el pasado de Aka. Y no tenía sentido.

A juzgar por su expresión, el propietario había encontrado un cajón que le gustaba. Miró dentro durante algún tiempo con aspecto satisfecho antes de sacar una jarra de arcilla sin barnizar y ponerla encima del mostrador. Entonces volvió a buscar dulcemente entre las hileras de cajones sin etiquetar hasta que encontró otro que consideró adecuado. Lo abrió, echó un vistazo al interior y, al cabo de un rato, sacó una caja de papel dorado. Hecho esto desaparecióen una habitación interior. Poco después volvió con la caja, un tarro pequeño con un barniz brillante y una cuchara. Lo dejó todo encima del mostrador, en fila. Con la cuchara sacóalgo del tarro sin barnizar y lo puso en el tarro barnizado, limpió la cuchara con un trapo rojo que sacó de debajo del mostrador, mezcló dos cucharadas de un polvo fino parecido al talco que había en la caja dorada en el tarro barnizado y empezó a mover la mezcla con la misma paciencia parsimoniosa.

—Le pondrá la corteza muy suave —dijo dulcemente.

—La corteza —repitió Sutty.

El sonrió y, dejando la cuchara, se pasó una mano por el dorso de la otra.

— ¿El cuerpo es como un árbol?

—Ah —dijo él, del mismo modo en que Akidan había dicho«Ah». Era un sonido de asentimiento, pero condicional. Era sí pero no exactamente sí. O sí pero no usamos esa palabra.O sí pero no necesitamos hablar sobre eso. Sí con reparos.

—En la oscura nube que desciende del cielo… el bifurcado… ¿eldos veces bifurcado?—dijo Sutty, intentando leer una inscripción descolorida pero magníficamente escrita en lo alto de la pared.

El propietario dio una sonora palmada en el mostrador y con la otra se tapó la boca.

Sutty dio un salto.

Se miraron el uno al otro. El anciano bajó la mano. Parecía tranquilo a pesar de su alarmante reacción. Tal vez sonriera.

—En voz alta no, yoz —murmuró.

Sutty siguió mirando durante un momento, luego cerróla boca.

—Sólo viejos adornos —dijo el propietario—. Papel anticuado. Puntos y líneas sin sentido. Hay gente anticuada viviendo por aquí. Dejan estos viejos adornos en lugar de limpiar las paredes y pintarlas de blanco. Blancas y silenciosas. El silencio es la caída de la nieve. Bien, yoz y honorable cliente, esta pomada hace que la piel respire suavemente. ¿Quiere probarla?

Ella sumergió el dedo en el tarro y se extendió una pequeña cantidad de crema pálida por las manos.

—Oh, muy amable. Y qué olor tan agradable. ¿Cómo se llama?

—El aroma es la hierba immimi y la pomada es mi secreto, y el precio es nada.

Sutty había cogido el tarro y estaba admirándolo; evidentemente, era un objeto antiguo, esmalte en vidrio duro, con un tapón elegantemente ajustado, una pequeña joya.

—Oh, no, no, no, no —dijo, pero el anciano levantó las manos apretadas como había hecho Iziezi e inclinó la cabeza con tal dignidad que era imposible seguir protestando. Ella repitió el gesto. Luego sonrió y dijo—: ¿Por qué?

—… el árbol del relámpago dos veces bifurcado sale de la tierra—dijo casi inaudiblemente.

Al cabo de un momento Sutty volvió a mirar la inscripción y vio que terminaba con las palabras que él había pronunciado. Sus ojos volvieron a encontrarse. Entonces el anciano se fundió en la parte oscura de la habitación y ella se encontró en la calle, parpadeando en la luz deslumbrante, apretando el regalo.

Mientras recorría de nuevo las empinadas y complicadas calles hacia la posada, reflexionó. Parecía que primero el Móvil, luego el Monitor y ahora el Fertilizador, o lo que fuera, la habían escogido conjuntamente, con prontitud y sin esfuerzo, metiéndola en sus manejos sin decirle cuáles eran. Ve a buscar a la gente que conoce las historias e infórmame, dijo Tong. Evite a los reaccionarios disidentes e infórmeme, dijo el Monitor. En cuanto al Fertilizador, ¿la había sobornado para que guardara silencio o la había re-compensado por haber hablado? Lo segundo, pensó. Pero lo único de lo que estaba segura era que sabía demasiado poco para hacer lo que estaba haciendo sin ponerse en peligro ella misma o poner en peligro a otros.

El gobierno de este mundo había proscrito el pasado para adquirir poder tecnológico y libertad intelectual. Ella no subestimaba la enemistad del Estado Corporación de Aka hacia los «viejos adornos» y lo que éstos significaban.

Para un gobierno que había declarado que serían libres de tradiciones, costumbres e historias, todos los hábitos, los modos, las maneras, las ideas y las devociones de antaño eran fuentes de pestilencia, cadáveres putrefactos que debían ser enterrados o incinerados. La escritura que los había conservado debía ser eliminada.

Si las grabaciones educativas y los dramas históricos en cuasirreales que había estudiado en la capital eran verdaderos, y ella creía que lo eran al menos en parte, la gente que ahora estaba viva había visto a hombres y mujeres que eran aplastados contra las paredes de los templos, quemados vivos con los libros que habían intentado salvar, encarcelados de por vida por enseñar sedición anacrónica e ideología reaccionaria. Las grabaciones y los dramas glorificaban esta guerra contra el pasado, relatando los bombardeos, las quemas y los arrasamientos en términos duramente heroicos.

Hombres y mujeres jóvenes y valientes se liberaban de padres estúpidos, de sacerdotes tramposos, de quienes enseñaban superstición y fomentaban la reacción, y quemaban resueltamente los pestilentes bosques del error para plantar saludables huertos en su lugar; denunciaban al malvado profesor que había escondido un diccionario de ideogramas debajo de la cama; hacían estallar las monstruosas colmenas donde se almacenaba el veneno de la ignorancia; aplastaban con tractores los débiles rituales de la superstición, y luego llevaban de la mano a sus compañeros productores-consumidores en la Marcha hacia las Estrellas.

Detrás de la retórica falsa y pomposa existía un sufrimiento real, una pasión verdadera. Por ambas partes. Sutty lo sabía. Era hija de la violencia, como había dicho Tong Ov. Sin embargo, le resultaba difícil tener en cuenta, con amarga ironía, que esto era el reverso de lo que ella había conocido, lo negativo: que los creyentes no eran los perseguidores, sino los perseguidos.

Pero todos eran verdaderos creyentes, ambas partes.

Terroristas seculares o terroristas sagrados, ¿cuál era la diferencia?

Lo único que le había parecido extraño en la interminable propaganda de los ministerios de Información y Poesía era que los héroes de los cuentos ejemplares solían ir en parejas: un hermano y una hermana, o una pareja prometida o casada. En caso de ser una pareja sexual, siempre se trataba de una pareja heterosexual. El gobierno akano era obsesivo en su odio por la «perversión» de la homosexualidad. Tong la había advertido al respecto en cuanto llegó: «Debemos conformarnos. Nada de discusión, no hay pregunta posible.

Todo lo que pueda considerarse y describirse como insinuación sexual a una persona del mismo sexo es una ofensa capital. Tan aburrido, tan triste. ¡Esta pobre gente!»

Suspiró por los sufrimientos de los fanáticos y los puritanos, por los sufrimientos y la crueldad.

No había necesitado la advertencia porque tenía muy poco contacto con la gente en tanto que individuos, pero la había escuchado, por supuesto; y había sido un elemento de su pronta decepción, de su desánimo. Los viejos usos akanos y la lengua que había aprendido en la Tierra la habían llevado a pensar que iba a visitar una sociedad sexual-mente permisiva con poca o ninguna jerarquía de género.

La sociedad de su lugar de origen en la Tierra estaba todavía sometida a las castas sociales y de género, que se habían visto reforzadas por la misoginia y la intolerancia de los unistas. Una de las razones por las que se había especializado en Aka y había aprendido sus lenguas era que ella y Pao habían leído en los informes de los Primeros Observadores que en la sociedad akana no existían jerarquías de género y que la heterosexualidad no era obligatoria, ni siquiera privilegiada. Pero todo aquello había cambiado completamente durante los años de su viaje de la Tierra a Aka. Al llegar aquí había tenido que recuperar la circunspección, la precaución, la anulación de sí misma. Y el peligro.

Así, entonces, ¿por qué estaban tan dispuestos a reclutarla, a utilizarla? Difícilmente era una joya en la corona de nadie.

Las razones de Tong eran evidentes a simple vista: había aprovechado la primera oportunidad de enviar a alguien sin supervisión, y la había escogido a ella porque conocía la escritura y la lengua de antaño y reconocería lo que encontrara cuando lo encontrara. Pero en ese caso ¿qué se suponía que debía hacer con ese material? Era contrabando.

Bienes ilícitos. Sedición contra la Corporación. Tong había dicho que había actuado correctamente al borrar los fragmentos de libros antiguos de la transmisión por ansible. Pero ahora ¿quería que grabara ese tipo de material?

En cuanto al Monitor, estaba en medio de un juego de poder. Debía de ser un desafío para un supervisor de corrección cultural de nivel medio encontrar a un verdadero alienígena, un Observador del Ecumen, para darle órdenes: No hable con los parásitos sociales, no deje la ciudad sin permiso, informe al jefe, a mí,

¿Y el Fertilizador? No podía deshacerse de la impresión de que sabía quién era ella, y de que su regalo tenía algún significado más allá de la cortesía para con un extraño. No tenía idea de cuál podía ser.

Teniendo en cuenta su ignorancia, si dejaba que cualquiera de ellos la controlara, podía hacer daño. Pero si intentaba hacer algo valiente y decisivo por su cuenta era casi seguro que haría daño. Debía avanzar poco a poco, esperar, observar, aprender.

Tong le había dado la palabra en código que podía enviarle en un mensaje en caso de problemas:delegar. Pero en realidad él no había creído que los hubiera. Los akanos amaban a sus invitados, las vacas de las que ordeñaban la leche de la alta tecnología. No permitirían que corriera peligro. No debía dejar que la cautela la paralizara.

Las palabras sordas del Monitor sobre las brutales gentes de las tribus sólo pretendían asustarla. Okzat-Ozkat era un lugar seguro, un lugar conmovedoramente seguro para vivir. Se trataba de una ciudad pequeña, pobre, provincia-na, que se arrastraba tras el brusco despertar del progreso akano, tan lejana que aún conservaba retazos del antiguo modo de vida, de la antigua civilización. Probablemente si la Corporación había consentido que la visitara una persona de otro mundo era porque estaba apartada, porque era un rincón inofensivo y pintoresco. Tong la había enviado para investigar con la sospecha o esperanza de encontrar bajo la historia monolítica y unívoca del éxito de la moderna Aka algún vestigio de lo que tanto apreciaba el Ecumen: el carácter singular de un pueblo, su modo de ser, su historia.

El Estado Corporación de Aka quería olvidar, esconder, prohibir, quemar todo eso, y no les complacería que aprendiese algo aquí. Pero los días de enterrar y quemar a gente viva habían quedado atrás. ¿No era así? El Monitor podía mostrarse agresivo y amenazador, pero ¿qué más podía hacer?

A ella no gran cosa. Mucho, tal vez, a los que hablaban con ella.

Mantente quieta, se dijo. Escucha. Escucha lo que tienen que contar.

El aire era seco a esta altitud, frío en la sombra, cálido alsol.

Se detuvo en una cafetería próxima a la Escuela de Educación para comprar una botella de zumo de frutas y se sentó con ella en una mesa, fuera. Música alegre, exhortaciones, noticias sobre cultivos, estadísticas de producción, programas de salud resonaban en la plaza desde los altavoces, como siempre. De algún modo tenía que aprender a escuchar entre aquel ruido lo que éste escondía, el significado oculto en sus entrañas.

¿Era la persistencia su significado? ¿Temían el silencio los akanos?

Nadie a su alrededor parecía temer nada. Eran estudiantes con su uniforme verde y marrón oscuro de Educación. Muchos tenían los pómulos prominentes y la delicada estructura ósea de los viejos de la calle, pero exudaban el brillo de la juventud y la confianza, charlando y gritando alrededor de Sutty sin verla. Cualquier mujer mayor de treinta años era una extraña para ellos.

Estaban comiendo lo mismo que ella había comido en la capital, raciones empaquetadas altamente proteínicas dulces y saladas al mismo tiempo, y akakafi bebible, una bebida caliente del planeta rebautizada con un nombre semiterrano. La marca de akakafi de la Corporación se llamaba Caldo de las Estrellas y estaba en todas partes. Agridulce, negro, contenía una notable mezcla de alcaloides, estimulantes y sedantes. Sutty aborrecía su sabor, le dejaba la lengua áspera, pero había aprendido a beberlo, porque compartir akakafi era uno de los pocos rituales de trato social que se permitía la gente de Ciudad Dovza y, por tanto, muy importante para ellos. «¿Una taza de akakafi?», gritaban en cuanto llegabas a la casa, la oficina, la reunión. Rechazarla era un desaire, incluso un insulto. Muchas conversaciones triviales se centra-ban en el akakafi: adonde ir por el mejor polvo ¡no el Caldo de las Estrellas, por supuesto!, dónde se cultivaba y procesaba, cómo prepararlo. La gente se jactaba de las tazas que bebía al día, como si esa leve adicción fuera loable. Estos jóvenes Educadores lo bebían a litros.

Se puso a escucharlos, como era su deber, y oyó que charlaban sobre exámenes, listas de premios, viajes de vacaciones. Nadie hablaba de las lecturas o las materias de los cursos, excepto dos estudiantes que discutían junto a ella sobre cómo enseñar a los preescolares a usar el lavabo. El chico insistía en que la vergüenza era el mejor incentivo. La muchacha dijo «Límpialo y sonríe», lo cual molestó al chico, que se puso a dar una especie de clase magistral sobre adaptación a los compañeros, establecimiento de objetivos éticos y relajamiento higiénico.

De camino a casa Sutty se preguntó si Aka era una cultura de la culpa, una cultura de la vergüenza o algo completamente nuevo. ¿Cómo era posible que todo el mundo estuviera dispuesto a moverse en la misma dirección, a hablar en la misma lengua, a creer las mismas cosas? ¿Miedo a ser malvado, o miedo a ser diferente?

Allí estaba, de nuevo con el miedo. Era su problema, no el de ellos.

Su tullida anfitriona estaba sentada en el umbral cuando llegó a casa. Se saludaron tímidamente con formalidades ilegales. Para entablar una conversación Sutty dijo:

—Sus tés me gustan mucho. Mucho más que el akakafi.

Iziezi no dio una palmada con una mano y se tapó la boca con la otra, pero movió las manos de repente y dijo«Ah» exactamente como lo había dicho el Fertilizador.

Luego, tras una larga pausa, con cautela, abreviando la palabra inventada, dijo:

—Pero el akafi viene de su tierra.

—En Terra hay gente que bebe algo parecido. Mi pueblo no lo bebe.

Iziezi parecía tensa. Evidentemente, era un tema peliagudo.

Si todos los temas eran un campo minado, lo único que se podía hacer era seguir hablando entre las explosiones, pensó Sutty.

— ¿A usted tampoco le gusta? —dijo.

Iziezi arrugó la cara. Al cabo de un nervioso silencio dijo muy seriamente:

—Es malo para la gente. Seca la savia y desordena el flujo. A la gente que bebe akakafi puedes ver cómo le tiemblan las manos y le salta el corazón. Eso es lo que se decía, al menos. La gente de antaño. Hace mucho tiempo. Mi abuela. Ahora todo el mundo lo bebe. Era una de esas viejas reglas, ya sabe. No es moderno. A la gente moderna le gusta.

Precaución; confusión; convicción.

—A mí no me gustaba el té del desayuno al principio, pero luego sí. ¿Qué es? ¿Qué hace?

El rostro de Iziezi se relajó.

—Es bezit. Empieza el flujo y reconcilia. También refresca un poco el hígado.

—Es usted una… maestra de hierbas —dijo Sutty, que no conocía el término equivalente a herbolario.

— ¡Ah!

Una pequeña mina que explotaba. Una pequeña advertencia.

—En mi tierra honramos y respetamos a los maestros de hierbas —dijo Sutty—. Muchos son doctores.

Iziezi guardó silencio, pero su rostro se relajó de nuevo poco a poco.

Cando Sutty se volvió para entrar en la casa, la mujer tullida dijo:

—Me voy a clase de ejercicio dentro de unos minutos.

¿Ejercicio?, pensó Sutty, echando un vistazo a los bastones inmóviles que pendían de las rodillas de Iziezi.

—Si no ha encontrado clase y le apetece venir…

La Corporación era muy aficionada a la gimnasia. En Ciudad Dovza todo el mundo pertenecía a un grupo de gimnasia y asistía a clases para estar en buena forma. Varias veces al día salía de los altavoces una música enérgica junto con gritos de ¡Uno! ¡Dos!, y fábricas y edificios de oficinas enteros vertían sus productores-consumidores a las calles y patios para que saltaran, lanzaran golpes, se flexionaran y balancearan en un vigoroso unísono. Como extranjera, Sutty había logrado escapar de estos grupos casi siempre; pero miró el rostro cansado de Iziezi y dijo:

—Me gustaría ir.

Entró para buscar un lugar de honor en el cuarto de baño para el hermoso tarro del Fertilizador y cambiarse las calzas por unos pantalones anchos. Cuando volvió a salir, Iziezi se estaba trasladando con las muletas a una pequeña silla de ruedas a motor, marca de la Corporación, modelo Vuelo hacia las Estrellas. Sutty alabó su diseño. Iziezi dijo, quitándole importancia, «Va bien cuando no hay cuesta», y emprendió la marcha, traqueteando y dando tumbos por la calle empinada e irregular. Sutty caminaba a su lado, echándole una mano cuando la silla se detenía y se quedaba clavada, lo que sucedía más o menos cada dos metros.

Llegaron a un edificio bajo con ventanas bajo los alerones y una alta puerta doble. Una hoja había sido roja y la otra azul, con algún motivo oscuro, rojo y azul pintado encima pero al que las capas de pintura blanca habían vuelto de un rosa y gris fantasmales. Iziezi guió la silla directamente hacia las puertas y las abrió de un empujón. Sutty la siguió.

El interior estaba negro como la pez. Sutty se estaba acostumbrando a estas transiciones de interiores oscuros a exteriores deslumbrantes y viceversa, pero sus ojos no.

Nada más atravesar la puerta, Iziezi se detuvo para que Sutty se quitara los zapatos y los dejara en un estante al final de una oscura fila de zapatos, todos de lona negra marca Marcha hacia las Estrellas, por supuesto. Entonces Iziezi, con un golpe audaz, bajó con la silla por una larga rampa, la aparcó detrás de un banco y se apoyó en él para levantarse.

Parecía estar al borde de una extensa zona acolchonada tras la cual todo era de una oscuridad aterciopelada.

Sutty pudo distinguir unas figuras sombrías sentadas aquí y allá, con las piernas cruzadas sobre la alfombra. Cerca de Iziezi, en el banco, había un hombre con una sola pierna. Iziezi se preparó, dejó las muletas y levantó la vista hacia Sutty. Hizo un pequeño gesto de golpear la alfombra a su lado. La puerta se había abierto brevemente al entrar alguien, y en la breve visibilidad gris Sutty advirtió que Iziezi sonreía. Fue una imagen hermosa y conmovedora.

Sutty se sentó en la alfombra con las piernas cruzadas y las manos en el regazo. Durante un largo rato no ocurriónada más. Era, pensó, muy diferente de todas las clases de ejercicio que había visto en la vida, y mucho más a su gusto.

La gente entraba en silencio, uno o dos cada vez. Cuando su visión se ajustó por completo vio que la habitación era enorme. Las ventanas largas y estrechas situadas donde la pared se encontraba con el techo, eran de un cristal turbio y azulado que sólo dejaba entrar una luz difusa. Sobre ellas el lecho ascendía formando una cúpula baja o una serie de arcos; sólo pudo distinguir unos travesaños oscuros que se ramificaban. Contuvo sus curiosos ojos e intentó respirar y no quedarse dormida allí sentada.

Por desgracia, en su experiencia la meditación sentada y el sueño siempre habían tendido a converger. Cuando el hombre que estaba sentado más cerca de ella empezó a hincharse y a encoger igual que los ideogramas de las paredes de la tienda del Fertilizador sólo le despertó un interés distraído. Luego, enderezándose un poco, vio que estaba levantando los brazos estirados hasta que los dorsos de sus manos se encontraban sobre su cabeza y luego los bajaba con el ritmo lento y regular de la respiración. Iziezi y algunos otros estaban haciendo lo mismo, más o menos al mismo ritmo. Los movimientos serenos y silenciosos eran como el latido de una medusa en un oscuro acuario. Sutty se unióa él.

De vez en cuando se introducían otros movimientos, uno por vez, todos con los brazos, todos al ritmo de la lenta respiración. Había periodos de descanso y luego el tranquilo ejercicio de hinchar y encoger el cuerpo —estirarse y relajarse, inspirar, aspirar— volvía a empezar, primero una figura vaga, luego otra. Un sonido suave, suave, acompañaba los movimientos, un murmullo rítmico sin palabras, una música de la respiración que no parecía venir de ninguna parte. Al otro lado de la habitación otra figura se alzó lentamente, cada vez más, blanquecina, ondulante: había un hombre o una mujer de pie, haciendo los gestos con los brazos mientras inclinaba la cintura hacia delante o atrás o los lados. Dos o tres más se levantaron con el mismo estilo flexible, como si no tuvieran huesos, estirando los brazos y balanceándose, sin levantar un pie del suelo en ningún momento, recordando más que nunca a plantas marinas, anémonas, un bosque de algas, mientras el canto casi inaudible e incesante latía como el oleaje del mar, subiendo y bajando…

Luz, ruido, una fuerte y atronadora explosión blanca, como si hubieran volado el techo. Unas bombillas cuadradas y desnudas que colgaban de unas bóvedas polvorientas brillaron de forma deslumbrante. Sutty se sentó horrorizada mientras a su alrededor la gente se ponía en pie de un salto y empezaba a brincar, a dar patadas, a estirar los brazos, mientras una voz desagradable gritaba «¡Uno! ¡Dos!¡Uno! ¡Dos! ¡Uno! ¡Dos!» Se volvió para mirar a Iziezi, que estaba sentada en el banco, sacudiéndose como una marioneta, golpeando el aire con los puños, uno, dos, uno, dos. El hombre con una sola pierna que estaba a su lado seguía el ritmo a gritos, golpeando el banco con la muleta al mismo tiempo.

Captando la mirada de Sutty, Iziezi gesticuló, ¡Arriba!

Sutty se puso de pie, obediente y disgustada. Conseguir un grupo de meditación tan agradable y luego destruirlo con aquellos estúpidos ejercicios musculares… ¿Qué clase de gente era ésa?

Dos mujeres vestidas de azul y tostado bajaron la rampa a grandes pasos detrás de un hombre de azul y tostado. El Monitor. Sus ojos se dirigieron directamente hacia ella.

Sutty permaneció entre los otros, que ahora estaban inmóviles, nada excepto la rápida subida y bajada de la respiración.

Nadie decía nada.

La prohibición del tratamiento servil, de los saludos, las despedidas, de cualquier frase que reconociera la presencia o partida de alguien, agujereaba la textura del proceso social, huecos que sólo se llenaban con un ligero esfuerzo, una tensión recurrente. Los akanos urbanos habían crecido con la artificialidad y sin duda no la notaban, pero Sutty sí y parecía que aquella gente también. El silencio tenso impuesto por las tres personas que aguardaban de pie en la rampa ponía a los otros en desventaja. No tenían modo de suavizarlo. Por fin el hombre con una sola pierna se aclaróla garganta y dijo con cierta fanfarronería: —Estamos realizando unos higiénicos ejercicios de aerobic, tal como prescribe el Manual de salud para los productores-consumidores de laCorporación.

Las dos mujeres que estaban con el Monitor se miraron una a otra, aburridas, malhumoradas, ya-te-lo-decía-yo. El Monitor se dirigió a Sutty a través del aire que los separaba como si allí no hubiera nadie más.

— ¿Ha venido aquí para practicar aerobic?

—Tenemos ejercicios muy similares en mi tierra —dijo ella, con toda su consternación e indignación concentradas en él con un golpe de elocuencia—. Estoy muy contenta de haber encontrado un grupo para poder practicarlos aquí. El ejercicio suele ser más provechoso cuando se realiza con un grupo con un interés sincero. O así lo creemos en mi tierra, en Terra. Y, por supuesto, espero aprender nuevos ejercicios de mis amables anfitriones.

El Monitor, sin otra respuesta que una pausa momentánea, se volvió y subió la rampa tras las mujeres de azul y tostado. Las mujeres salieron. El se volvió y se quedó justo delante de las puertas, observando.

— ¡Continuad! —gritó el hombre cojo—. ¡Uno! ¡Dos! ¡Uno!¡Dos! —Todo el mundo golpeó y pateó el aire saltando furiosamente durante los cinco o diez minutos siguientes.

La furia de Sutty era genuina al principio; luego se evaporócon los estúpidos ejercicios y quiso reír, reír para olvidar el susto.

Empujó la silla de Iziezi por la rampa, encontró sus zapatos entre la hilera de pares. El Monitor aún estaba allí.

Ella le sonrió.

—Debería unirse a nosotros —dijo.

La mirada de él era impersonal, apreciativa, completamente carente de respuesta. La Corporación la estaba mirando.

Sintió que su rostro cambiaba, sintió que sus ojos lo observaban con incredulidad y desdén, como si estuvieran viendo algo insignificante, inculto, un pequeño monstruo.

¡Error! ¡Error! Pero estaba hecho. Lo había dejado atrás, estaba fuera, en el frío aire de la tarde.

Sujetó de nuevo la silla para ayudar a Iziezi, que zigzagueaba dando sacudidas por la calle, y para olvidar la irracional oleada de odio que el Monitor había despertado en ella.

—Entiendo lo que quiere decir sobre la cuesta —dijo.

—Siempre… hay… cuesta —jadeó Iziezi; sin detenerse, levantó por un momento una mano hacia la vasta verticalidad del Silong, que resplandecía platinada sobre los tejados y las colinas ya sumergidos en el crepúsculo.

De nuevo en el vestíbulo de la posada Sutty dijo:

—Espero poder volver pronto a su clase de ejercicio.

Iziezi hizo un gesto que podría haber sido un educado asentimiento o una desesperanzada disculpa.

—Preferí la parte más tranquila —dijo Sutty. Al no obtener sonrisa o respuesta dijo—: Me gustaría de veras aprender esos movimientos. Son hermosos. Es como si tuvieran algún significado.

Iziezi siguió en silencio.

— ¿Hay algún libro sobre ellos, tal vez, que pueda estudiar? —La pregunta le pareció absurdamente cautelosa pero imprudentemente temeraria.

Iziezi señaló la sala común, donde había un monitor vid/cuasirreal apagado en una esquina. Junto a él había apiladas montones de grabaciones de la Corporación. Además de los manuales, que todo el mundo recibía cada año, cada poco tiempo repartían a domicilio nuevas grabaciones informativas, educativas, admonitorias, inspiradoras. Los empleados y los estudiantes se examinaban sobre ellas con frecuencia, en sesiones regulares y especiales en el trabajo y la escuela.¡La enfermedad no justifica la ignorancia!, resonaba la fuerte voz corporativa en vids de trabajadores hospitalizados que participaban con entusiasmo en un cuasirreal sobre el modelado del plástico.¡Riqueza es trabajo ytrabajo es riqueza/, cantaba el coro del vid educativo de Trabajo-Capital. La mayor parte de la literatura que había estudiado Sutty consistía en fragmentos de ese tipo en estilo poético e inspirador. Miró las pilas de grabaciones con malevolencia.

—El manual de salud —murmuró Iziezi vagamente.

—Me refería a algo que pudiera leer en mi habitación por la noche. Un libro.

— ¡Ah! —La mina explotó muy cerca esta vez. Luego silencio—. Yoz Sutty —susurró la mujer lisiada— los libros…

Silencio, cargado.

—No pretendo ponerla en peligro.

Sutty descubrió que susurraba ridículamente.

Iziezi se encogió de hombros. El gesto significaba Peligro, entonces, todo es un peligro.

—El Monitor parece estar siguiéndome.

Iziezi hizo un gesto que decía No, no.

—Vienen a la clase con frecuencia. Tenemos a una persona que vigila la calle, enciende las luces. Entonces…—Golpeóel aire, cansinamente ¡Uno! ¡Dos!

—Dígame los castigos, yoz Iziezi.

— ¿Por hacer los antiguos ejercicios? Prisión. Quizá perder la licencia. Quizá sólo haya que ir a la Prefectura o al Instituto de Secundaria y estudiar los manuales.

— ¿Por un libro? ¿Tenerlo, leerlo?

— ¿Un… libro viejo?

Sutty hizo el gesto que significaba sí.

Iziezi no quería responder. Bajó la vista. Por último dijo, en un susurro:

—Quizá muchos problemas.

Iziezi estaba sentada en la silla de ruedas. Sutty estaba de pie. La luz había desaparecido completamente en la calle. Sobre los tejados la pared del Silong refulgía con un sombrío naranja oscuro. Sobre ella, lejana y resplandeciente, la cumbre ardía aún, dorada.

—Sé leer la vieja escritura. Quiero aprender las viejas costumbres. Pero no quiero que pierda su licencia, yoz Iziezi. Envíeme a ver alguien que no sea el único apoyo de su sobrino.

— ¿Akidan? —dijo Iziezi con energía—. Oh, él la llevarádirectamente a la Raíz. —Entonces golpeó con una mano el brazo de la silla de ruedas y se llevó la otra a la boca—. Hay muchas cosas prohibidas —dijo desde detrás de la mano, al-zando una mirada casi tímida hacia Sutty.

— ¿Y olvidadas?

—La gente recuerda… La gente sabe, yoz. Pero yo no sénada. Mi hermana sabía. Ella era educada. Yo no. Conozco a algunas personas que son… educadas… Pero ¿hasta dónde quiere llegar?

—Hasta donde me lleven mis amables guías —dijo Sutty.

Era una frase que no provenía de los Ejercicios avanzados degramática para bárbaros,sino del fragmento de un libro, la página estropeada que tenía el dibujo de un hombre pescando en un puente y cuatro versos de un poema:

Adonde me lleven mis amables guías

los sigo, los sigo alegremente,

y en el polvo detrás de nosotros

no quedan huellas.

—Ah —dijo Iziezi; no era una mina, sino un largo suspiro.

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