Seis

Fue a hablar con Odiedin Manma. A pesar de sus enigmáticosrelatos,apesardelextraordinarioacontecimiento (ahora creía que quizá lo había imaginado) sucedido en su clase, lo consideraba el que más sabía sobre el mundo y la política de los maz que ella conocía, y deseaba recibir consejo práctico. Esperó hasta que terminara la clase y entonces le pidió consejo.

— ¿Acaso quiere Maz Elyed que vaya a este lugar, a este umyazu, porque cree que si voy allí mi presencia lo mantendrá a salvo? Creo que podría estar equivocada. Creo que los de azul y tostado están siguiéndome continuamente. Es un lugar secreto, escondido, ¿no? Si yo fuera, ellos podrían seguirme. Tal vez tengan todo tipo de dispositivos de seguimiento.

Odiedin alzó la mano, amable pero sin sonreír.

—No creo que te sigan, yoz. Tienen órdenes de Dovza de dejarte en paz. De no seguirte y observarte.

— ¿Lo sabes?

El asintió.

Ella lo creyó. Recordó la red invisible que había sentido cuando llegó allí. Odiedin era una de las arañas.

—En cualquier caso, el camino a Silong no es fácil de seguir. Y podrías marcharte con bastante discreción. —Se mordisqueó un poco el labio. Un atisbo de calor, una mirada de placer, habían invadido su oscuro y grave rostro—. Si Maz Elyed te sugirió que fueras allí, y si tú quieres ir —dijo—, yo te mostraré el camino.

— ¿Lo harías?

—Estuve en el Seno de Silong una vez. Cuando yo tenía doce años. Mis padres eran maz. Era una mala época entonces. Cuando quemaron los libros. Un montón de policía. Un montón de pérdidas, de destrucción. Detenciones. Miedo. Por eso dejamos Okzat, subimos a las colinas, a las ciudades de las colinas. Y entonces, en verano, fuimos hasta Zubuam, al seno de la Madre. Me gustaría mucho recorrer ese camino otra vez antes de morir, yoz.

Sutty intentó no dejar rastro, «huellas en el polvo». No avisó a Tong, se limitó a decirle que no pensaba hacer gran cosa en los meses siguientes, sólo pasear un poco e ir a la montaña. No se lo contó a ninguno de sus amigos, conocidos, maestros, excepto a Elyed y a Odiedin. Estaba inquieta por los cristales; ahora tenía cuatro, porque había vuelto a vaciar el anotador. No podía dejarlos en casa de Iziezi, el primer lugar donde los buscarían los de azul y tostado. Estaba intentando decidir dónde enterrarlos y cómo hacerlo sin que la vieran cuando Ottiar y Uming le dijeron de la manera más casual que, como la policía estaba tan activa en esos momentos, iban a guardar su mandala en un lugar seguro durante un tiempo, y le preguntaron si ella tenía algo que le gustaría esconder también. Su intuición le parecióasombrosa, hasta que Sutty recordó que formaban parte de la tela de araña y que habían pasado su vida de adultos en secreto, ocultando todo lo que más apreciaban. Les dio los cristales. Ellos le dijeron dónde se encontraba el escondite.«Sólo por si acaso», dijo Ottiar dulcemente. Ella les contó quien era Tong Ov y qué tenían que decirle, sólo por si acaso. Se separaron con un cariñoso abrazo.

Por último habló a Iziezi sobre la larga excursión que planeaba hacer en las montañas.

—Akidan irá contigo —dijo Iziezi con una alegre sonrisa.

Akidan había salido con sus amigos. Las dos mujeres estaban cenando juntas en la mesa que había en el rincón alfombrado de rojo de la inmaculada cocina de Iziezi. Era una noche casi de fiesta: varios platos pequeños, de aroma delicadamente intenso, alrededor de un suave y cremoso montón de suzi. A Sutty le recordaba la comida de su lejana infancia.

— ¡A ti te gustaría el arroz basmati, Iziezi! —dijo. Entonces oyó lo que había dicho su amiga.

— ¿A las montañas? Pero… Es posible que estemos mucho tiempo fuera.

—Ha subido a las colinas varias veces. Este verano cumplirá diecisiete años.

—Pero, ¿qué harás tú? —Akidan hacía los recados de su tía, compraba, barría, le alcanzaba y llevaba cosas, la ayudaba cuando se le caía una muleta.

—La hija de mi primo vendrá a casa.

— ¿Mizi? ¡Pero si sólo tiene seis años!

—Es una ayuda.

—Iziezi, no sé si es una buena idea. Es posible que vaya muy lejos. Incluso que me quede a pasar el invierno en una de las aldeas de arriba.

—Querida Sutty, Ki no es responsabilidad tuya. Maz Odiedin Manma le dijo que fuera. Ir con un maestro al Seno de Silong es el sueño de su vida. Quiere ser maz. Por supuesto, tiene que crecer y encontrar pareja. A lo mejor encontrar pareja es lo que más le interesa, ahora mismo. —Sonrió un poco, no tan alegremente — Sus padres eran maz —dijo.

— ¿Tu hermana?

—Era Maz Ariezi Meneng. —Empleó el pronombre prohibido, ella/él/ellos. Su rostro había adoptado su expresión llena de dolor — Eran jóvenes —dijo. Una larga pausa—. Al padre de Ki, Meneng Ariezi, lo quería todo el mundo. Era como los antiguos héroes, como Penan Tenan, tan guapo y valiente…El pensaba que ser maz era como llevar armadura. Creía que nada podía hacerle/les daño. Hubo un tiempo, entonces, tres o cuatro años, en que las cosas eran más como antaño. Sin detenciones. No más tropas de jóvenes de allá abajo rompiendo ventanas, pintándolo todo de blanco, gritando… Se calmó. La policía no venía mucho por aquí. Creímos que había terminado, que volvería a ser como antes. Entonces de repente hubo muchos. Ellos son así. De repente. Dijeron que había, ya sabes, demasiada gente quebrantando la ley, leyendo, contando… Dijeron que iban a limpiar la ciudad. Pagaron a skuyen para que informaran sobre las personas. Yo conocía gente que aceptó su dinero. —Su rostro estaba tenso, cerrado.— Detuvieron a mucha gente. A mi hermana y a su marido. Se los llevaron a un lugar llamado Erriak. A algún sitio lejano, allá abajo. Una isla, creo. Una isla en el mar. Un centro de rehabilitación. Hace cinco años nos enteramos de que Ariezi había muerto. Llegó la noticia. Nunca hemos sabido nada de Meneng Ariezi. A lo mejor todavía está vivo.

— ¿Cuánto hace…?

—Doce años.

— ¿Ki tenía cuatro años?

—Casi cinco. Los recuerda un poco. Yo intento ayudarle a recordar. Le hablo de ellos.

Sutty guardó silencio un rato. Quitó la mesa, volvió y se sentó otra vez.

—Iziezi, tú eres amiga mía. El es tu niño. Sí es mi responsabilidad. Podría ser peligroso. Podrían seguirnos.

Nadie sigue a la gente de la Montaña a la Montaña, querida Sutty.

Todos mostraban aquella serena y temeraria confianza cuando hablaban de las montañas. Lo comprendía. No había nada que temer. Tal vez necesitaban pensar así para seguir viviendo.

Sutty se compró un saco de dormir que apenas pesaba, milagrosamente aislado, y otro para Akidan. Iziezi expresósu protesta meramente formal. Akidan estaba encantado y, como un niño, durmió en su saco de dormir a partir de aquella noche, sofocándose de calor.

Volvió a sacar las botas y el abrigo, hizo la mochila y en la mañana del día señalado se marchó con Akidan hacia el lugar de reunión. Era primavera, casi verano. Las calles tenían un azul apagado a la luz del amanecer, pero arriba, hacia el noroeste, la gran pared estaba iluminada, la cumbre enarbolaba sus estandartes resplandecientes. Nos vamos allí, pensó Sutty, ¡nos vamos allí! Y bajó la vista para ver si estaba caminando sobre la tierra o en el aire.

Las vastas pendientes se elevaban hacia los glaciares col-gantes y el resplandor de los campos de hielo escondidos. El grupo de ocho personas caminaba en fila penosamente, tan diminutos en aquella enormidad que parecían andar sin avanzar. Lejos, encima de ellos, volaban dos geyma, las aves carroñeras de largas alas que sólo moraban entre las altas cumbres y siempre volaban en pareja.

Habían partido seis: Sutty, Odiedin, Akidan, una joven llamada Kieri y una pareja de maz en la treintena, Tobadan y Siez. En una aldea de las colinas a cuatro días de Okzat-Ozkat, dos guías se unieron al grupo. Eran unos hombres tímidos de maneras afables y rostros curtidos por la intemperie cuya edad, entre los treinta y los setenta años, era difícil de determinar. Se llamaban Ieyu y Long.

Subieron y bajaron colinas durante una semana antes de llegar a lo que la gente llamaba la montaña. Entonces habían empezado a subir de verdad. Llevaban once días subiendo constantemente, todos los días.

La luminosa pared del Silong tenía el mismo aspecto que siempre, no parecía estar más cerca. Un par de cumbres insignificantes de 5.000 metros al norte habían cambiado de lugar y se habían hundido un poco. Los guías y los tres maz, con la memoria acostumbrada a los detalles descriptivos y las cifras, conocían el nombre y la altura de todos los picos. Utilizaban una medida de altitud, el pieng. Por lo que recordaba Sutty, 15.000 pieng eran unos 5.000 metros; pero como no estaba segura de acordarse bien, la mayor parte de las veces dejaba las cifras en pieng. Le gustaba escuchar esas grandes alturas, pero no intentaba recordarlas, igual que los nombres de las montañas y los pasos. Antes de ponerse en marcha había decidido no preguntar nunca dónde estaban, a dónde iban o cuánto faltaba para llegar. Se había aferrado a esa resolución muy fácilmente porque le daba una libertad infantil.

No había camino propiamente dicho, excepto cerca de las aldeas, pero había mapas que, como las cartas de los pilotos de río, indicaban el camino por accidentes geográficos y alineaciones:Cuando el declive norte de Mien caedetrás de las Orejas de Taziu… Odiedin y los otros maz estudiaban estos mapas todas las noches con los dos guías que se habían unido a ellos en las estribaciones montañosas. Sutty escuchaba la poesía de las palabras. No preguntaba los nombres de las diminutas aldeas por donde pasaban. Si la Corporación, o incluso el Ecumen, le preguntaba alguna vez el camino al Seno de Silong, podría decir sinceramente que no lo conocía.

Ni siquiera conocía el nombre del lugar adonde iban. Había oído que lo llamaban la Montaña, Silong, el Seno de Silong, la Raíz, el Umyazu Alto. Posiblemente hubiera más de un lugar. Ella no sabía nada al respecto. Resistía el deseo de aprender el nombre de todo, las palabras que daban nombre a todas las cosas. Estaba viviendo con un pueblo cuya máxima consecución espiritual era contar la verdad del mundo, y que había sido silenciado. Aquí, en este silencio mayor, donde podían hablar, quería aprender a escucharlos. No a preguntar, sólo a escuchar. Habían compartido con ella la dulzura de la vida cotidiana vivida conscientemente. Ahora ella compartía con ellos la dura ascensión a las alturas.

Le había inquietado su estado físico. Un mes en las tierras altas de Ladakh y unas cuantas vacaciones en los Andes chilenos eran su única experiencia de montaña, y entonces no había escalado, sólo caminado cuesta arriba. Eso era lo que estaban haciendo ahora, pero se preguntaba cuánto subirían. Nunca había andando por encima de los 4.000 metros. De momento, aunque ya debían de estar a esa altura, no había tenido problemas, salvo que se quedaba sin aliento en los trechos con pendiente más pronunciada. Incluso Odiedin y los guías avanzaban poco a poco cuando el camino se empinaba. Sólo Akidan y Kieri, una chica fuerte y robusta de unos veinte años, subían corriendo las pendientes interminables, y bailaban en salientes de granito sobre enormes abismos azules, y nunca se quedaban sin aliento. Los eberdibi, los llamaban los otros, los niños, los becerros.

Habían caminado un largo día para llegar a una aldea de verano: seis o siete anillos de piedra con yurts montados en prados empinados y pedregosos al abrigo de una enorme pared de granito. A Sutty la había sorprendido la cantidad de gente que vivía allí, donde no parecía haber nada para vivir excepto aire, hielo y roca. Las vastas estribaciones montañosas, aparentemente desnudas, que dominaban Okzat Ozkat habían resultado estar llenas de aldeas, prados y pequeños campos con muros de piedra. Incluso aquí, entre los elevados picos, vivía gente en las aldeas de verano. Los aldeanos subían de las colinas a través de la nieve del final de la primavera con sus animales, la raza de eberdin que llamaban minule. Astados, medio salvajes, de largas patas y lana larga y pálida, los minule pacían allí donde crecía la hierba y parían a sus crías en los prados alpinos más altos. Su lana fina y sedosa era valiosa incluso ahora, en los días de las fibras artificiales. Los aldeanos vendían la lana, bebían la leche, curtían la piel para hacer zapatos y ropa, quemaban el estiércol como combustible.

Esta gente siempre había vivido así. Para ellos Okzat-Ozkat, un lejano puesto avanzado provinciano, era la civilización. Todos eran rangma. En las estribaciones hablaban algo de dovzano y Sutty podía conversar bastante bien con Ieyu y Long; pero allí arriba, aunque su rangma había mejorado considerablemente durante el invierno, tenía que es-forzarse para comprender el dialecto de las montañas.

Todos los aldeanos salían a dar la bienvenida a los visitantes, en un revoltijo de caras sucias y sonrientes curtidas por el sol, niños corriendo, bebés tímidos envueltos en capullos de piel y colgados en estacas como pequeños trofeos, minule balando con sus crías recién nacidas, blancas, silenciosas. Vida, vida abundante en los lugares elevados y vacíos.

Arriba, como siempre, había un par de geyma volando con sus oscuras y finas alas trazando perezosas espirales en el oscuro y deslumbrante azul.

Odiedin y la joven pareja de maz, Siez y Tobanad, ya estaban bendiciendo cabañas, bebés y ganado, curando llagas y ojos dañados por el humo, y narrando. La bendición, si de eso se trataba la palabra que empleaban ellos significaba algo parecido a inclusión o recolección—, consistía en un canto ritual acompañado por el tabat-bat-bat del pequeño tambor y en la distribución de unos trozos de papel rojo o azul en los que el maz escribía el nombre y la edad del receptor, junto con los hechos autobiográficos que éste dictaba, como:

«Me casé con Temazi este invierno.»

«Construí mi casa en la aldea.»

«Di luz a un niño el invierno pasado. Vivió un día y una noche. Se llamaba Enu.»

«Esta temporada nacieron veintidós minulibi en mi rebaño.»

«Soy Ibien. He cumplido seis años esta primavera.»

Por lo que ella tenía entendido, los aldeanos sabían leer como mucho un par de caracteres. Trataban los trozos de papel escrito con reverencia y profunda satisfacción. Los examinaban durante mucho tiempo, en todas direcciones, los doblaban cuidadosamente, los metían en unas bolsas especiales o en cajas finamente decoradas en su casa o tienda. Los maz habían bendecido o reunido de aquella manera en todas las aldeas por las que pasaban y que no tenían un maz propio. Algunas de las cajas de relatos de las casas, talladas y decoradas con magnificencia, contenían centenares de aquellos papeles rojos y azules, relatos de vidas presentes, de vidas pasadas.

Odiedin estaba escribiendo unos papeles para una familia, Tobanad dispensaba hierbas y ungüentos a otra y Siez, después de terminar el cántico, se había sentado con el resto de la población para narrar. Siez, un joven taciturno de ojos estrechos, se transformaba al llegar a los pueblos en una fuente de palabras.

Cansada y un poco mareada —en un solo día debían de haber subido otros mil metros—, y queriendo disfrutar del calor del sol de la tarde, Sutty se unió al semicírculo de hombres, mujeres y niños que miraban atentamente, con las piernas cruzadas en el polvo pedregoso, y se puso a escuchar con ellos.

— ¡El relato! —dijo Siez, en voz alta, grandilocuente, e hizo una pausa.

El público emitió un ruido suave,ah, ah, y murmuraron entre ellos.

— ¡El relato de una historia!

Ah, ah,murmullos, murmullos.

— ¡La historia de Querido Takieki!

Sí, sí. El querido Takieki, sí.

— ¡La historia comienza ahora! La historia empieza cuando el querido Takieki vivía aún con su anciana madre; era un hombre maduro, pero tonto. Su madre murió. Era pobre. Sólo le dejó un saco de judías que había recogido para comérselas durante el invierno. El dueño fue y echó a Takieki de la casa.

Ah, ah, murmuraron los oyentes asintiendo con tristeza.

—Así que Takieki echó a andar por el camino con el saco de judías al hombro. Caminó y caminó, y en la colina siguiente, andando hacia él, vio a un hombre harapiento. Se encontraron en el camino. El hombre dijo: «Llevas un saco muy pesado, joven. ¿Me enseñas qué hay adentro?» Y Takieki lo hizo. «¡Judías!», dijo el hombre harapiento.

Judías, susurró un niño.

— ¡«Y qué judías tan buenas! Pero no te durarán todo el invierno. Te haré una oferta, joven. Te daré un botón de bronce de verdad a cambio de las judías.»

—«Oh, ho», dice Takieki, «crees que vas a engañarme, pero no soy tan tonto.»

Ah, ah.

—Entonces Takieki cogió el saco y siguió adelante. Y caminó y caminó, y en la colina siguiente, andando hacia él, vio a una chica harapienta. Se encontraron en el camino y la chica dijo: «Llevas un saco muy pesado, joven. ¡Qué fuerte debes de ser! ¿Puedo ver qué hay adentro?» Así que Takieki le enseñó las judías y ella dijo: «¡Qué hermosas judías! Si las compartes conmigo, joven, me iré contigo, y haré el amor contigo siempre que quieras, mientras duren las judías».

Una mujer dio un codazo a la mujer que estaba sentada a su lado, sonriendo.

—«Oh, no», dice Takieki, «crees que vas a engañarme, pero no soy tan tonto.»

—Y se echó el saco al hombro y siguió adelante. Y caminó y caminó, y en la colina siguiente, andando hacia él, vio a un hombre y una mujer.

Ah, ah,muy dulcemente.

—El hombre era oscuro y sombrío y la mujer brillante como la aurora, y llevaban ropas y joyas de brillantes colores, azules, rojas. Se encontraron en el camino, y él/ella/ellos dijeron: «Qué saco tan pesado llevas, joven. ¿Nos muestras qué hay adentro?» Y Takieki lo hizo. Entonces los maz dijeron: «¡Qué judías tan hermosas! Pero no te durarán todo el invierno». Takieki no supo qué decir. Los maz dijeron: «Querido Takieki, si nos das el saco de judías que te dejó tu madre podrás quedarte con la granja que hay en esa colina, con cinco graneros llenos de grano, y cinco almacenes llenos de comida, y cinco establos llenos de eberdin. En la granja hay cinco grandes habitaciones y el tejado está hecho de monedas de oro. Y la señora de la casa te espera y quiere ser tu esposa».

—«Oh, ho», dijo Takieki. «Creéis que vais a engañarme, pero no soy tan tonto.»

—Y siguió adelante y adelante, subió la colina, dejó atrás la granja con cinco graneros y cinco almacenes y cinco establos y un tejado de oro, y siguió adelante, el querido Takieki.

¡Ah, ah, ah!,dijeron todos los oyentes con gran satisfacción. Y se relajaron después de la intensa escucha, y charlaron un poco, y llevaron a Siez una taza y un tarro de té caliente para que se recuperara, y esperaron respetuosamente a que contara algo más.

¿Por qué era «querido» Takieki?, se preguntó Sutty.¿Porque era tonto? (Unos pies descalzos sobre el aire). ¿Porque era sabio? Pero ¿habría desconfiado de los maz un hombre sabio? Probablemente fue tonto rechazar la granja y cinco graneros y una esposa. ¿Significaba la historia que para un hombre santo una granja y graneros y una esposa no valen una bolsa de judías? ¿O significaba que los hombres santos, los ascetas, son tontos? El pueblo con el que había vivido durante ese año honraba la contención, pero no admiraba la privación por propia elección. No tenía en muy buen concepto el ayuno y no veía virtud alguna en la incomodidad, el hambre, la pobreza.

De haber sido una parábola terrana, lo más probable es que Takieki entregara las judías al hombre harapiento a cambio del botón de bronce, o por nada, y al morir habría obtenido su recompensa en el cielo. Pero en Aka, la recompensa, fuera espiritual o física, era inmediata. Al llevar a cabo sus obligaciones como maz, Siez no estaba acrecentando una cuenta bancaria de virtud o santidad; a cambio de sus relatos recibiría elogios, refugio, cena, provisiones para el viaje y la conciencia de haber hecho bien su trabajo. Los ejercicios no se realizaban para alcanzar un ideal de salud o longevidad, sino para lograr un bienestar inmediato y por el placer de hacerlos. La meditación aspiraba a una transcendencia presente y temporal, no a un nirvana definitivo. Aka era una economía al contado, no a crédito.

Por eso odiaban la usura. Un trato justo y pago inmediato.

Pero entonces, ¿y la chica que se ofreció a compartir lo que tenía si él también lo hacía? ¿No era eso un trato justo?

Sutty intentó comprenderlo mientras los demás escuchaban la historia siguiente, un famoso fragmento de LaGuerra del Valle que había oído contar a Siez varias veces en las aldeas de las estribaciones montañosas. «Soy capaz de contarlo aunque estuviera profundamente dormido», decía. Decidió que dependía mucho de lo consciente que fuera Takieki de su simpleza. ¿Sabía que la chica podía engañarlo? ¿Sabía que era incapaz de llevar una gran granja? Tal vez hizo lo correcto, conservando lo que le había dejado su madre. Tal vez no.

En cuanto el sol se hundió tras la pared montañosa del oeste la temperatura del aire cayó bajo cero en la inmensa sombra. Todos se apiñaron en las tiendas-cabañas para comer, sofocándose con el humo y el hedor. Los viajeros dormían en sus propias tiendas, montadas junto a las más grandes de los aldeanos. Los aldeanos dormían desnudos, sin lavarse, promiscuos bajo montones de pieles llenas de grasa y de moscas. En la tienda que compartía con Odiedin, Sutty pensó en ellos antes de dormir. Gente brutal, gente primitiva, había dicho el Monitor, inclinado sobre la borda del barco, observando la larga y oscura tierra que subía ocultando la Montaña. Tenía razón. Eran primitivos, sucios, iletrados, ignorantes, supersticiosos. Rechazaban el progreso, se escondían de él, no sabían nada de la Marcha hacia las Estrellas. Se aferraban a su saco de judías.

Unos diez días después, mientras estaban acampados sobre la nieve en un valle largo y poco profundo entre barrancos pálidos y glaciares, Sutty oyó un motor, un avión o helicóptero. El sonido llegaba distorsionado por el viento y el eco. Tal vez estuviera bastante cerca, o tal vez hubiera rebotado de pared montañosa en pared montañosa desde muy lejos. Había una niebla baja que pasaba hecha jirones, el cielo estaba cubierto de nubes altas. Quizá las tiendas, de color pardo, al abrigo de los desprendimientos de un glaciar, fueran invisibles en el vasto paisaje, o quizá fuera fácil verlas desde el aire. Todos permanecieron inmóviles mientras se oyó el tartamudeo y el traqueteo en el viento.

Era un lugar extraño aquel largo valle. Un aire helado bajaba desde los glaciares y se acumulaba en el fondo. Fantasmas de niebla serpenteaban sobre la nieve blanca y muerta.

Les quedaban pocas provisiones. Sutty pensó que debían de estar cerca de su meta.

En lugar de subir para salir del valle, como ella había esperado, descendieron por una larga y ancha pendiente de roca erosionada. El viento soplaba sin pausa, con tanta fuerza que la gravilla golpeaba sin cesar contra las piedras más grandes. Cada paso y cada bocanada de aire requerían un esfuerzo. Alzando la vista veían el Silong, bastante más próximo, con su gran pared alzándose en el cielo. Pero la cresta con estandartes aún estaba muy lejos, más atrás. Aquella noche en todos los sueños de Sutty apareció una voz que podía escuchar pero no comprender, una joya que había encontrado pero no podía tocar.

El día siguiente siguieron bajando, bajando abrupta-mente, hacia el sudoeste. Un canto cobró forma en la mente embotada de Sutty:Volver atrás para avanzar, inútil. Bajar para subir, inútil. No se lo quitaba de la cabeza, surgía una y otra vez, a cada paso que daba.Volver atrás para avanzar, inútil…Llegaron a un sendero que atravesaba la pendiente pedregosa, luego a un camino, a un muro de piedras, a un edificio de piedra. ¿Era aquél el final de su viaje? ¿Era aquello el Seno de la Madre? Pero sólo se trataba de un lugar de descanso, de un refugio. Quizás antaño hubiera sido un umyazu. Ahora estaba silencioso. No tenía historias. Se quedaron dos días y dos noches en la triste casa, descansando, durmiendo en los sacos de dormir. No había nada para encender fuego, sólo sus diminutos hornillos, y no les quedaba otra comida que pescado ahumado, que tomaban en pequeñas porciones remojándolo en nieve derretida para hacer sopa.

—Vendrán —dijeron.

Sutty no preguntó quiénes. Estaba tan cansada que creía que podría quedarse tumbada eternamente en la casa de piedra, como uno de los habitantes de las pequeñas casas de piedra blanca de las ciudades de los muertos que había visto en América del Sur, descansando en paz. Su propio pueblo quemaba a sus muertos. Ella siempre había temido el fuego. Aquel frío silencio estaba mejor.

La tercera mañana oyó campanillas, a una gran distancia, un débil tintineo de pequeñas campanas.

—Ven a ver, Sutty —dijo Kieri, y la obligó a levantarse y a salir a la puerta de la casa de piedra y mirar afuera.

Llegaba gente desde el sur, serpenteando entre piedras grises que eran más altas que ellos, gente guiando minule con las altas sillas cargadas de bultos. En las sillas llevaban sujetos unos palos de los que pendían largas cintas rojas y azules que chasqueaban en el viento. En la blanca lana del cuello de los animales jóvenes que corrían junto a sus madres había atados racimos de campanillas.

El día siguiente emprendieron la marcha con la gente y los animales hacia su aldea de verano. Les llevó tres días, pero la marcha fue fácil en su mayor parte. Los aldeanos querían que Sutty montara uno de los minule, pero nadie más lo hacía. Ella siguió andando. En un punto tuvieron que rodear un barranco bajo un precipicio que continuaba bajando en vertical más allá de la estrecha repisa del sendero. El sendero era llano, pero en ocasiones no más ancho que un pie, y el deshielo del verano había reblandecido y soltado la nieve que lo cubría. Soltaron los minule y los siguieron en lugar de conducirlos. Enseñaron a Sutty que debía poner los pies en las huellas de los animales. Ella siguió a un minule meticulosamente, paso a paso. Las lanudas grupas se balanceaban con indiferencia, avanzando tranquilamente y deteniéndose de vez en cuando para mirar la abrupta caída a las profundidades brumosas con expresión de aburrimiento. Nadie dijo nada hasta que todos hubieron dejado atrás el barranco. Entonces hubo risas y bromas y varios aldeanos hicieron el gesto del corazón-montaña al Silong.

Desde la aldea no se veía la puntiaguda cumbre, sólo la gran vertiente de una montaña más próxima y un atisbo de la pared que cortaba el cielo del noroeste. La aldea se encontraba en un lugar verde, abierto al norte y al sur, un buen prado de verano, protegido, idílico. Había árboles junto al río: Odiedin se los mostró. Eran tan altos como su dedo meñique. En Okzat-Ozkat esos árboles eran los arbustos que crecían junto al Ereha. En los parques de Ciudad Dovza había caminado bajo su profunda sombra.

En la aldea les esperaba un muerto, un joven que no se había cuidado un corte en el pie y había muerto por envenenamiento de la sangre. Habían guardado el cuerpo congelado en la nieve hasta que los maz pudieron llegar y oficiar el funeral. ¿Cómo sabían que venía el grupo de Odiedin? ¿Cómo lo habían organizado? No lo entendía, pero no pensó mucho en ello. Aquí, en las montanas, había muchas cosas que no entendía. Vivía el momento, como un niño. «Tropieza y da vueltas y sé indefenso, como un bebé…» ¿Quién le había dicho eso? Se alegraba de caminar, de sentarse al sol, de seguir los pasos de un animal.A donde me lleven mis amables guías, yo los sigo, lossigo alegremente…

Los dos jóvenes maz narraron el funeral. Así es como la gente del lugar hablaba del asunto. Como todos los ritos, era una narración. Siez y Tobadan se pasaron dos días sentados junto al padre y la tía del muerto, su hermana, sus amigos, una mujer que había estado casada con él un tiempo, escuchando cómo todos los que querían hablar de él les contaban quién había sido, qué había hecho. Luego los dos jóvenes volvieron a narrarlo todo, de modo ceremonial y en la lengua formal, al dulce bat-tabat del tambor, pasándose la palabra de un lado a otro del cuerpo envuelto con una tela blanca, fina, todavía congelada: un canto de alabanza que ponía una vida en palabras, que la convertía en parte del relato interminable.

Luego Siez recitó con su hermosa voz el final de la historia de Penan Teran, una pareja de héroes míticos querida por el pueblo rangma. Penan y Teran eran unos hombres de Silong, unos jóvenes guerreros que cabalgaban el viento del norte, ensillando el viento que bajaba de las montañas como a un eberdin y llevándolo a la batalla, con los estandartes volando, para luchar con el antiguo enemigo de los rangma, el pueblo del mar, los bárbaros de las llanuras occidentales. Pero Teran murió en el combate. Y Penan condujo a su pueblo a un lugar seguro y luego ensilló el viento del sur, el viento del mar, y lo montó hasta las montañas, donde saltódel viento y murió.

La gente escuchaba y lloraba, y había lágrimas en los ojos de Sutty.

Entonces Tobadan golpeó el tambor de una manera que Sutty no había oído nunca, no con un latido suave, sino con un ritmo urgente y enérgico; entonces, la gente levantó el cuerpo y se lo llevó en procesión, alejándose de la aldea rápidamente, siempre al ritmo del tambor.

— ¿Dónde lo enterrarán? —preguntó a Odiedin.

—En el vientre de los geyma —dijo Odiedin. Señaló unas lejanas agujas de roca en una de las enormes laderas sobre el valle—. Lo dejarán allí desnudo.

Era mejor que yacer en una casa de piedra, pensó Sutty. Mucho mejor que el fuego.

—Entonces cabalgará el viento —dijo ella.

Odiedin levantó la vista para mirarla y al cabo de un momento asintió en silencio.

Odiedin nunca hablaba mucho y cuando lo hacía solía ser lacónico; no era un hombre amable; pero para entonces Sutty se sentía completamente cómoda con él, y él con ella.

Estaba escribiendo en los pequeños trozos de papel azul y rojo, del que al parecer tenía una provisión infinita en su equipaje: escribía el nombre y los apellidos del hombre que había muerto, advirtió Sutty, para que los que lo lloraban se los llevaran a casa y los guardaran en sus cajas de relatos.

—Maz —dijo—. Antes de que los dovzanos fueran tan poderosos… antes de que empezaran a cambiarlo todo, a usar máquinas, a hacer cosas en fábricas en lugar de en las casas y con las manos, a hacer nuevas leyes… todo eso… —Odiedin asintió—. Empezaron después de la llegada de la gente del Ecumen. Sólo una generación después, aproximadamente. ¿Qué eran los dovzanos hasta entonces?

—Bárbaros.

El era rangma; no había podido evitar decirlo, decirlo en voz alta y clara. Pero ella sabía que también era un hombre reflexivo, riguroso.

— ¿No conocían ellos el Relato?

Pausa. Dejó la pluma.

—Hace mucho tiempo, sí. En la época de Penan Teran, si.

Cuando se escribió El cenador;sí. Más tarde, el pueblo de las llanuras centrales, desde Doy, empezó a someterlos. A comerciar con ellos, a enseñarles. Así que aprendieron a leer y escribir y contar. Pero seguían siendo bárbaros, yoz Sutty. Estaban más dispuestos a luchar que a comerciar. Cuando comerciaban, acababan luchando. Permitían la usura y buscaban grandes beneficios. Siempre tenían caciques a los que pagaban tributo, hombres que eran ricos y que transmitían el poder a sus hijos. Gobey… jefes. Así que cuando empezaron a tener maz, convirtieron a los maz en jefes, con el poder de gobernar y castigar. Dieron a los maz el poder de imponer impuestos. Los hicieron ricos. Convirtieron a los hijos de los maz en maz, por nacimiento. Convirtieron a la gente corriente en nada. Estaba mal. Todo estaba mal.

—Maz Uming Ottiar habló una vez de esa época. Como si la recordara.

Odiedin asintió.

—Yo recuerdo su final. Fue una mala época. No tan mala como ésta —añadió, con su breve y dura risa.

—Pero esta época surgió de esa otra. Tiene su origen entonces. ¿No?

Pareció dudar, pensativo.

— ¿Por qué no contáis nada de ella?

No hubo respuesta.

—No habláis de ella, maz. Nunca forma parte de vuestras historias y relatos que contáis sobre el mundo entero en todas las edades. Habláis del pasado lejano. Y contáis cosas de vuestra propia época, de la vida de la gente corriente… en los funerales, y cuando los niños cuentan sus relatos. Pero no decís nada sobre esos grandes acontecimientos. Nada sobre cómo ha cambiado el mundo en los últimos cien años.

—Nada de eso forma parte del Relato —dijo Odiedin tras un silencio tenso y reflexivo—. Contamos lo que está bien, lo que va bien, como debería ir. No lo que va mal.

—Penan Teran perdió su batalla, una batalla contra Dovza. No fue bien, maz. Pero lo contáis.

Levantó la vista y la miró atentamente, sin agresividad ni resentimiento sino desde una gran distancia. Sutty no tenía idea de lo que él estaba pensando o sintiendo, de lo que iba a decir.

Al final sólo dijo:

—Ah.

¿Una mina que estallaba? ¿O el dulce asentimiento de un oyente? No lo sabía.

Odiedin inclinó la cabeza y escribió el nombre del hombre muerto, tres letras gruesas y elegantes en el trozo de papel rojo descolorido. Había hecho la tinta pulverizando una sustancia que traía y mezclándola con agua del río en un pequeño bote de gres. Para escribir empleaba una pluma de geyma de color gris ceniza. Podría haber estado allí sentado sobre el polvo pedregoso con las piernas cruzadas, escribiendo un nombre, trescientos años antes. Tres mil años antes.

No tenía ningún derecho a preguntarle lo que le había preguntado. Error, error.

Pero el día siguiente le dijo:

— ¿Has oído los Acertijos del Relato, yoz Sutty?

—Creo que no.

—Los niños los aprenden. Son muy antiguos. Lo que cuentan los niños es siempre lo mismo.¿Cuándo termina unahistoria? Cuando empiezas a contarla. Ése es uno de ellos.

—Parece más una paradoja que un acertijo —dijo Sutty, reflexionando—. Entonces, ¿los acontecimientos tienen que haber terminado antes de empezar a contarlos?

Odiedin parecía agradablemente sorprendido, como solían hacer los maz cuando Sutty intentaba interpretar un dicho o un cuento.

—No significa eso —dijo ella con resignación.

—Podría significar eso —dijo él. Y después de una pausa—: Penan saltó del viento y murió: ésa es la historia de Teran.

Sutty había creído que estaba respondiendo a su pregunta de por qué los maz no hablaban del Estado Corporación y de los abusos que lo habían precedido. ¿Qué tenían que ver los antiguos héroes con eso?

Entre su mente y la de Odiedin había una distancia tan grande que la luz necesitaría años para cruzarla.

—Entonces la historia fue bien y está bien contarla; ¿lo entiendes? —dijo Odiedin.

—Lo intento —dijo ella.

Se quedaron seis días en la aldea de verano del valle, descansando. Luego reemprendieron la marcha, con nuevas provisiones y dos nuevos guías, hacia el norte y arriba. Yarriba, y arriba. Sutty no llevaba la cuenta de los días. Llegaba el amanecer, se levantaban, el sol brillaba sobre ellos y sobre las interminables pendientes de roca y nieve, y caminaban. Llegaba el crepúsculo, acampaban, el sonido del agua cesaba a medida que los pequeños arroyos del deshielo volvían a helarse, y dormían.

El aire era tenue, el camino era abrupto. A la izquierda, inclinándose sobre ellos, se alzaban las escarpas y pendientes de la montaña en la que se encontraban. Detrás y ala derecha surgía de la niebla y la sombra hacia la luz una cadenamde picos, como un mar inmóvil de olas rotas y heladas hasta el lejano horizonte. El sol latía como un tambor blanco en el cielo azul oscuro. Estaban en la mitad del verano, la época de los aludes. Avanzaban muy lenta y calladamente entre los gigantes en desequilibrio. Una y otra vez, durante el día el silencio temblaba en una larga y estremecida explosión que los ecos multiplicaban impidiendo saber de dónde venía.

Sutty oyó que la gente nombraba la montaña en la que se encontraban: Zubuam. Aquélla era una palabra rangma: Atronadora.

No habían visto el Silong desde que dejaran el valle. La vasta mole del Zubuam, llena de profundas grietas, tapaba todo el oeste. Avanzaban palmo a palmo, hacia el norte y arriba, entrando y saliendo de las enormes arrugas del flanco de la montaña.

Respirar era una tarea lenta.

Una noche empezó a nevar. Nevó ligera pero constantemente todo el día siguiente.

Aquella tarde Odiedin y los dos guías que se habían unido a ellos en la aldea del valle se agacharon fuera de las tiendas y hablaron, dibujando líneas, senderos, zigzags en la nieve con dedos enguantados. La mañana siguiente el sol apareció brillante sobre el mar de hielo de los picos orientales. Siguieron avanzando poco a poco, sudando, hacia el norte y arriba.

Una mañana, mientras caminaban, Sutty advirtió que estaban dando la espalda al sol. Durante dos días fueron en dirección noroeste, arrastrándose por la inmensa vertiente del Zubuam. El tercer día, a mediodía, doblaron un ángulo de roca y hielo. Delante de ellos, detrás de un vasto abismo de aire, tenían la inmensa pared: el Silong rompía como una ola blanca desde las profundidades de la región de la luz. El día inmóvil brillaba como el diamante. Sobre los terraplenes podía verse la punta de la afilada cima. Un finísimo jirón de plata brotaba de la cumbre para desaparecer hacia el norte.

Soplaba el viento del sur, el viento desde el que Penan había saltado para morir.

—No estamos lejos —dijo Siez mientras caminaban penosamente, hacia el suroeste y abajo.

—Creo que podría caminar aquí para siempre —dijo Sutty, y su mente dijo Lo haré…

Durante la estancia en la aldea del valle, Kieri se había trasladado a su tienda. Habían sido las únicas mujeres del grupo antes de que llegaran los guías. Hasta entonces Sutty había compartido la tienda de Odiedin. Un maz viudo, célibe, silencioso, ordenado, había sido una presencia modesta y tranquilizadora. Sutty no deseaba hacer el cambio, pero Kieri insistió. Kieri había compartido tienda con Akidan hasta entonces y estaba cansada. Le dijo a Sutty:

—Ki tiene diecisiete años, está en celo todo el tiempo. ¡No me gustan los chicos! Me gustan los hombres y las mujeres. Quiero dormir contigo. ¿Y tú? Maz Odiedin puede compartir tienda con Ki.

Había empleado las palabras específicas:compartir significaba compartir la tienda,dormir significaba juntar los sacos de dormir.

Cuando Sutty se dio cuenta de aquello tuvo más dudas que nunca, pero la pasividad que había cultivado en sí misma durante todo el viaje fue más fuerte que sus vacilaciones, y accedió. Desde la muerte de Pao no se había interesado mucho por nada que tuviera que ver con el sexo. A veces su cuerpo ansiaba que lo tocaran y lo despertaran. El sexo era algo que la gente quería y necesitaba. Podía responder físicamente, siempre que eso fuera lo único que le pidieran.

Kieri era fuerte, suave, cálida y tan limpia como podía serlo cualquiera de ellos dadas las circunstancias. «¡Vamos a calentarnos!», decía todas las noches al meterse en los sacos de dormir. Le hacía el amor a Sutty breve y enérgicamente y luego se dormía muy apretada a ella. Eran como dos leños en un fuego de campamento, quemándose, pensaba Sutty, hundiéndose en el sueño y el profundo calor.

Akidan se había sentido honrado al compartir la tienda con su señor y maestro, pero estaba disgustado o frustrado por el abandono de Kieri. Se mostró abatido en su presencia durante un día o dos y luego empezó a mostrarse atento con la mujer que se había unido a ellos en la aldea. Los nuevos guías eran hermano y hermana, una pareja incansable de largas piernas y rostro redondo que estaban en la veintena y se llamaban Naba y Shui. En poco más de un día Ki se trasladó con Shui. Odiedin, paciente, invitó a Naba a compartir su tienda.

¿Qué había dicho Diodi, el hombre de la carretilla, mucho tiempo atrás, a años luz de distancia, en las calles donde vivía la gente? «¡Sexo durante trescientos años! ¡Después de trescientos años de sexo cualquiera puede volar!»

Puedo volar, pensó Sutty, caminando despacio, hacia el sur y abajo. En realidad en el mundo no hay más que piedra y luz. Todas las otras cosas, todas las cosas, se remontan a las dos, la piedra, la luz, y las dos a una, volar… Y luego todo volverá a nacer de nuevo, nace de nuevo, está naciendo a cada momento, pero todo el tiempo sólo hay una cosa, volar… Caminaba despacio a través de la gloria.

Llegaron al Seno de la Tierra.

Aunque sabía que era inverosímil, imposible, absurdo, la imaginación de Sutty había insistido durante todo el viaje en que su meta era un gran templo, una misteriosa ciudad escondida en la cima del mundo, murallas de piedra, estandartes ondeantes, sacerdotes cantando, oro y gongs y procesiones. Toda la imaginería de la perdida Lhassa, la Montaña del Tigre-Dragón, Machu Picchu. Todas las ruinas de la Tierra.

Descendieron lentamente los escarpados flancos occidentales del Zubuam durante tres días con el cielo nublado, apenas capaces de ver la pared del Silong al otro lado del vasto abismo de aire donde el viento perseguía espirales de nubes y fantasmales ráfagas de nieve que nunca llegaban a la tierra. Los guías los llevaron un día entero a través de las nubes y la niebla siguiendo una arista, una larga espina de roca cubierta de nieve con una caída cortada a pico a ambos lados.

El tiempo se aclaró de repente, las nubes desaparecieron, el sol brillaba en el cénit. Sutty estaba desorientada, buscando la pared sin encontrarla. Odiedin se acercó a ella.

Sonriendo, dijo:

—Estamos en Silong.

Habían cruzado al otro lado. La enorme masa de roca y hielo que tenían detrás, al este, era el Zubuam. Un alud bajóencrespándose y humeando por una cara sesgada de la roca, en lo alto de la montaña. Mucho rato después oyeron el profundo rugido de la Atronadora, contándoles lo que tenía que contar.

El Zubuam y el Silong eran dos montañas y una, a la vez. Viejas montañas maz. Viejas amantes.

Alzó la vista para mirar Silong. La falda de la pared se alzaba directamente sobre ellos, ocultando la cima. El cielo, de norte a sur, era una extensión brillante de bordes desiguales.

Odiedin estaba señalando hacia el sur. Ella miró y sólo vio roca, hielo, el destello del agua de deshielo. Nada de torres, nada de estandartes.

Partieron avanzando con dificultad. Se encontraban en un sendero, llano y bastante claro, señalado aquí y allí con montones de piedras planas. Con frecuencia Sutty veía junto al camino las pulcras bolas de los excrementos secos de los minule.

Hacia la mitad de la tarde distinguió un par de agujas de roca que surgían de un saliente de la montaña de delante como los colmillos de la mandíbula inferior de una calavera. El sendero se iba estrechando a medida que se acercaban al saliente, hasta convertirse en un reborde que discurría junto a un gran precipicio. Cuando llegaron al saliente el sendero pasaba entre los dos colmillos de roca rojiza, como si de una puerta se tratara.

Aquí se detuvieron. Tobadan sacó el tambor y lo golpeó, y los tres maz hablaron y cantaron. Todas las palabras estaban en rangma y eran tan antiguas o formales que Sutty no pudo comprender su significado. Los dos guías de la aldea y los guías del grupo rebuscaron en sus fardos y sacaron unos pequeños paquetes de ramitas atadas con cordel rojo y azul. Se las dieron a los maz, que las recibieron con el gesto del corazón-montaña, mirando hacia Silong. Las encendieron y las pusieron entre unas rocas junto al sendero para que ardieran. El humo olía a salvia, un incienso seco. Se arremolinaba pequeño y azul y perezoso entre las rocas y a lo largo del sendero. El viento silbaba al pasar, un río de aire turbulento que discurría a gran velocidad entre el gran hueco entre las montañas, pero Silong protegía aquella puerta y allí no corría el aire.

Tomaron los fardos y se pusieron en fila una vez más para pasar entre las rocas de dientes de sable. El sendero torcía ahora hacía adentro, en dirección a la ladera de la montaña, y Sutty vio que atravesaba una cuenca semicircular, una medialuna nivelada en la ladera de la montaña. En la pared interior, curva, casi vertical, todavía a medio quilómetro de distancia aproximadamente, se veían unos puntos o agujeros negros. Había algo de nieve en el suelo de la cuenca, estriada en un arabesco de senderos que iban y venían entre los agujeros negros de la montaña.

Cuevas, susurró en su mente Adien, el minero lleno de cicatrices que había muerto de ictericia en el invierno.Cuevas llenas de ser.

El aire pareció espesarse como jarabe y estremecerse, sa-cudirse. Estaba mareada. El viento rugía en sus oídos, profundo y estridente, terrible. Pero en el luminoso aire de la cuenca no había viento. Sutti se volvió confusa y luego miró aterrorizada el desprendimiento que bajaba con gran estruendo hacia ella. Unas sombras negras atravesaban el aire, el ruido era ensordecedor. Se agachó, cubriéndose la cabeza con las manos.

Silencio.

Alzó la vista, se levantó. Los otros estaban todos de pie, como ella, estatuas en la brillante luz del sol con remansos de sombra negra a los pies.

Detrás de ellos, entre los colmillos, las rocas de la puerta, se había desplomado algo que ahora colgaba o yacía en el suelo. Tenía un brillo cegador y era negro como la sombra, como un vehículo de tierra visto desde una nave espacial. Un vehículo de tierra —un vehículo aéreo—, un helicóptero. Vio la hélice del rotor destrozada contra la aguja de roca exterior.

«Oh Ram», dijo.

—Madre Silong —susurró Shui, con la mano apretada en el corazón.

Entonces reemprendieron el camino hacia la puerta, hacia la cosa, con Akidan a la cabeza, corriendo.

— ¡Espera, Akidan! —gritó Odiedin, pero el muchacho ya había llegado a la cosa, a los restos. Respondió algo gritando. Odiedin echó a correr.

Sutty no podía respirar. Tuvo que descansar un momento para tranquilizar su corazón. El más viejo de los guías de la aldea de las estribaciones, Long, un hombre amable y tímido, estaba a su lado, también temblando, también intentando respirar regularmente, con facilidad. Habían bajado, pero aún se encontraban a 18.000 pieng, había oído que decía Siez, seis mil metros, el aire era tenue, terriblemente tenue. Dijo las cifras con la mente.

— ¿Estás bien, yoz Long?

—Sí. ¿Estás bien, yoz Sutty?

Se acercaron juntos.

Oyó hablar a Kieri:

—Lo vi, volví la cabeza… no podía creerlo… estaba intentando pasar entre los pilares.

—No, yo lo vi, estaba ahí fuera, siguiendo el paso, detrás de nosotros, y entonces pareció que le daba un golpe de viento, y lo inclinó hacia un lado, y lo arrojó entre las rocas.

—Ése era Akidan.

—Ella lo tomó en sus brazos —dijo Naba, un hombre de la aldea profunda.

Los tres maz se encontraban en los restos del helicóptero, en su interior.

Shui estaba arrodillado al lado, golpeando algo furiosamente, metódicamente, con una roca. Los restos de un transistor, advirtió Sutty. La venganza de la Edad de Piedra, dijo su mente con frialdad.

Su mente parecía estar muy fría, separada del resto de su ser, como congelada.

Se acercó y miró el helicóptero destrozado. Se había abierto de una manera extraña. El piloto colgaba de los cinturones de su asiento, casi del revés. La mayor parte de su cara estaba oculta por una bufanda de lana empapada de sangre. Le vio los ojos, como trozos de jalea.

En el suelo de piedra, entre Odiedin y Siez, yacía otro hombre. Sus ojos estaban vivos. La estaba mirando. Después de un rato ella lo reconoció.

Tobadan, el sanador, estaba pasando las manos rápida y suavemente por el cuerpo y los miembros del hombre, aunque probablemente no pudiera contar mucho a través de las gruesas ropas. Siguió hablando para mantener al hombre despierto.

— ¿Puede quitarse el casco? —preguntó.

Al cabo de un rato el hombre intentó obedecer, luchando con la correa. Tobadan lo ayudó. Seguía observando a Sutty con una mirada de apagado desconcierto. Su rostro, siempre duro y decidido, estaba ahora inerte.

— ¿Está herido?

—Sí-dijo Tobadan—. Esta rodilla. La espalda. No se la ha roto, creo.

—Ha tenido suerte —dijo la fría mente de Sutty, hablando en voz alta.

El hombre la miró fijamente, apartó la vista, hizo un gesto cansado, intentó sentarse. Odiedin le apretó suavemente los hombros, diciendo:

—No se mueva. Espere. Sutty, no dejes que se levante. Necesitamos sacar al otro hombre. La gente no tardará en llegar.

Volviendo la vista a la cuenca, hacia las cuevas, distinguió unas pequeñas figuras que corrían por la nieve en su dirección.

Tomó el lugar de Odiedin junto al Monitor. Estaba tumbado en el suelo con las manos cruzadas sobre el pecho. De vez en cuando se estremecía violentamente. Ella misma estaba temblando. Le castañeaban los dientes. Se rodeó el cuerpo con los brazos.

—Su piloto ha muerto —dijo.

Él guardaba silencio. Temblaba.

De repente se vieron rodeados de gente. Trabajaron con eficiencia, sujetando al hombre con correas a una camilla improvisada y alzándolo para partir en dirección a las cuevas, todo en un minuto o dos. Otros se llevaron al hombre muerto. Algunos se congregaron en torno a Odiedin y los jóvenes maz. Había un suave rumor de voces que no hacían más que zumbar en la cabeza de Sutty, con tan poco significado como el discurso de las moscas.

Buscó a Long, fue con él y juntos atravesaron la cuenca andando. Estaban más lejos de la pared montañosa y la entrada de las cuevas de lo que parecía. Sobre ellos, una pareja de geyma volaba a gran altura en espirales largas, perezosas. El sol se había ocultado ya tras la cima de la pared. La vasta sombra que el Silong arrojaba sobre el Zubuam era azul.

Las cuevas no se parecían a nada que hubiera visto antes. Había muchas, centenares, algunas diminutas, no más que burbujas en la roca, otras grandes como puertas de hangares. Componían un encaje de círculos que se entrelazaban y solapaban en la pared de roca, dibujos, trazos. Los bordes de los agujeros estaban decorados con conjuntos de círculos menores, piedra plateada brillando contra la sombra negra, como espuma de jabón, como burbujas, como los bordes de las figuras de Mandelbrot.

En una de las entradas habían levantado una pequeña valla. Sutty miró adentro al pasar y el rostro blanco de un joven minule le devolvió la mirada con ojos oscuros y serenos. Había un establo entero de esos animales en las cuevas.

Distinguía su olor graso, cálido y acre. Las entradas de las cuevas se habían ampliado y rebajado al nivel del suelo allídonde había sido necesario, pero conservaban la forma circular. La gente que ella y Long estaban siguiendo entraron en la montaña por una de esas grandes aberturas redondas.

Dentro, volvió la mirada por un instante hacia la entrada y vio la luz del día como un círculo resplandeciente y perfecto rodeado de un negro de muerte.

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