La revolución permanente

Tomado de la versión publicada en La revolución permanente, León Trotsky, Editorial Cenit, Madrid, 1931. La traducción del ruso fue realizada por Andrés Nin. Las notas seguidas de (L. T.) son del propio León Trotsky; las notas seguidas de (NdT) son de Andrés Nin. Hemos realizado algunas modificaciones a la traducción, en base a la versión publicada en The permanent revolution-Results and Prospects, New Park Publications, Londres, 1962.

Hoy, cuando me dispongo a entregar este libro a la imprenta en varias versiones extranjeras, todo el sector consciente de la clase obrera internacional, y en cierto sentido toda la humanidad «civilizada», presta una especial atención, aguzando el oído, al eco de esa gran transformación económica que se está operando en la mayor parte del territorio de lo que fue imperio de los zares. Y lo que suscita mayor interés es el problema de la colectivización del campo.

No tiene nada de extraño; es aquí precisamente donde la ruptura con el pasado presenta un carácter más elocuente. Ahora bien; no es posible juzgar acertadamente la obra de la colectivización sin arrancar de una concepción de la revolución socialista en general. De aquí deduciremos nuevas y más elevadas pruebas de que en el campo teórico del marxismo no hay nada indiferente para la acción. Las divergencias más lejanas y, al parecer, «abstractas», si se reflexiona a fondo sobre ellas, tarde o temprano se manifiestan siempre en la práctica, y ésta no perdona el menor error teórico.

La colectivización de las haciendas campesinas es, evidentemente, una parte necesaria y primordial de la transformación socialista de la sociedad. Sin embargo, las proporciones y el empuje de la colectivización no sólo se hallan determinados por la voluntad de un gobierno, sino que dependen en última instancia de los factores económicos: de la altura a que se halle el nivel económico del país, de las relaciones entre la industria y la agricultura, y, por consiguiente, de los recursos técnicos de esta última.

La industrialización es el resorte propulsor de toda la cultura moderna, y, por ello, la única base concebible del socialismo. En las condiciones de la Unión Soviética, la industrialización implica, ante todo, el reforzamiento de la base del proletariado como clase gobernante. Al mismo tiempo, crea las premisas materiales y técnicas para la colectivización de la agricultura. El ritmo de estos dos procesos guarda una relación íntima de interdependencia. El proletariado está interesado en que ambos procesos adquieran el impulso máximo, pues es ésta la mejor defensa que la nueva sociedad que se está edificando puede encontrar contra el peligro exterior, al propio tiempo que echa los cimientos para la elevación sistemática del nivel material de vida de las clases trabajadoras.

No obstante, el desarrollo asequible se ve limitado por el nivel material y cultural del país, por las relaciones recíprocas entre la ciudad y el campo y por las necesidades inaplazables de las masas, las cuales sólo hasta un cierto límite, pueden sacrificar su día de hoy en aras del de mañana. El ritmo máximo, es decir, el mejor, el más ventajoso, es no sólo el que imprime un rápido desarrollo a la industria y a la colectivización en un momento dado, sino el que garantiza asimismo la consistencia necesaria del régimen social de la dictadura proletaria, lo cual quiere decir, ante todo, el robustecimiento de la alianza de los obreros y campesinos, preparando de este modo la posibilidad de triunfos ulteriores.

Desde este punto de vista, tiene una importancia decisiva el criterio histórico general que adopte la dirección del partido y del Estado para orientar sistemáticamente el desarrollo económico. Caben en esto dos variantes fundamentales. Una es ir —con el rumbo que dejamos caracterizado— hacia la consolidación económica de la dictadura del proletariado en un solo país hasta que la revolución proletaria internacional consiga nuevos triunfos: es el punto de vista de la oposición de izquierda. Otra es encerrarse en la edificación de una sociedad socialista nacional aislada «dentro de un plazo histórico rapidísimo»: es la posición oficial de los dirigentes de hoy.

Son dos concepciones completamente distintas, y en fin de cuentas contradictorias, del socialismo. De ellas se desprenden dos estrategias y dos tácticas radicalmente diversas.

No podemos detenernos nuevamente a examinar dentro de los estrechos límites de este prefacio, el problema de la edificación del socialismo en un solo país. A este tema hemos consagrado ya varios trabajos, entre los cuales se destaca la Crítica al Programa de la Internacional Comunista[200]. Nos limitaremos a tocar aquí los elementos más esenciales de la cuestión.

Recordemos, ante todo, que Stalin formuló por vez primera la teoría del socialismo en un solo país en el otoño de 1924, en abierta contradicción, no sólo con todas las tradiciones del marxismo y de la escuela de Lenin, sino también con los criterios sostenidos por el propio Stalin en la primavera del mismo año.

Este viraje de espaldas al marxismo de la «escuela» de Stalin ante los problemas de la edificación socialista no es menos completo y radical en el terreno de los principios de lo que fue, por ejemplo, la ruptura de la socialdemocracia alemana con el marxismo ante las cuestiones de la guerra y del patriotismo en el otoño de 1914; es decir, diez años justos antes del cambio de frente operado por Stalin. Y la comparación no es casual, ni mucho menos. El «error» de Stalin tiene exactamente el mismo nombre que el de la socialdemocracia alemana: se llama socialismo nacionalista.

El marxismo parte del concepto de la economía mundial, no como una amalgama de partículas nacionales, sino como una potente realidad con vida propia, creada por la división internacional del trabajo y el mercado mundial, que impera en los tiempos que corremos sobre los mercados nacionales.

Las fuerzas productivas de la sociedad capitalista rebasan desde hace mucho tiempo las fronteras nacionales. La guerra imperialista fue una de las manifestaciones de este hecho. La sociedad socialista ha de representar ya de por sí, desde el punto de vista de la técnica de la producción, una etapa de progreso respecto al capitalismo. Proponerse por fin la edificación de una sociedad socialista nacional y cerrada, equivaldría, a pesar de todos los éxitos temporales, a retrotraer las fuerzas productivas deteniendo incluso la marcha del capitalismo. Intentar, a despecho de las condiciones geográficas, culturales e históricas del desarrollo del país, que forma parte de la colectividad mundial, realizar la proporcionalidad intrínseca de todas las ramas de la economía en los mercados nacionales, equivaldría a perseguir una utopía reaccionaria. Si los profetas y secuaces de esta teoría participan, sin embargo, de la lucha revolucionaria internacional —no queremos prejuzgar con qué éxito—, es porque, dejándose llevar de su inveterado eclecticismo, combinan mecánicamente el internacionalismo abstracto con el nacionalsocialismo reaccionario y utópico. El programa de la Internacional Comunista, aprobado en el VI Congreso, es la expresión más acabada de este eclecticismo.

Para demostrar en toda su evidencia uno de los errores teóricos más importantes en que se basa la concepción nacionalsocialista, nada mejor que citar el discurso de Stalin —recientemente publicado— sobre los problemas internos del comunismo norteamericano.

Sería erróneo —dice Stalin replicando a una de las fracciones comunistas— no tener en cuenta las peculiaridades específicas del capitalismo norteamericano. El partido comunista no debe perderlas de vista en su actuación. Pero sería aún más equivocado basar la actuación del partido comunista en estos rasgos específicos, pues la base para la actuación de todo partido, incluyendo al norteamericano, está en los rasgos generales del capitalismo, iguales en su esencia en todos los países, y no en la fisonomía especial que presente en cada país. En esto se basa precisamente el internacionalismo de los partidos comunistas. Los rasgos específicos no son más que un complemento de los rasgos generales. (Bolshevik[201], n.º 1 de 1930, página 8. El destacado es mío [L.T.]).

Desde el punto de vista de la claridad, estas líneas no dejan nada que desear. Stalin, bajo una apariencia de fundamentación económica del internacionalismo, nos da en realidad la fundamentación del socialismo nacionalista. No es cierto que la economía mundial represente en sí una simple suma de factores nacionales de tipo idéntico. No es cierto que los rasgos específicos no sean «más que un complemento de los rasgos generales», algo así como las verrugas en el rostro. En realidad las particularidades nacionales representan en sí una combinación de los rasgos fundamentales de la economía mundial. Esta peculiaridad puede tener una importancia decisiva para la estrategia revolucionaria durante un largo período. Baste recordar el hecho de que el proletariado de un país atrasado haya llegado al poder muchos años antes que el de los países más avanzados. Esta sola lección histórica basta para demostrar que, a pesar de la afirmación de Stalin, es absolutamente erróneo orientar la actuación de los partidos comunistas sobre unos cuantos «rasgos generales»; esto es, sobre el tipo abstracto del capitalismo nacional. Es radicalmente falso que estribe en esto el internacionalismo de los partidos comunistas. En lo que en realidad se basa es en la inconsistencia de los Estados nacionales, que hace mucho tiempo que han caducado, para convertirse en un freno puesto al desarrollo de las fuerzas productivas. El capitalismo nacional no puede, no ya transformarse, sino ni siquiera concebirse más que como parte integrante de la economía mundial.

Las peculiaridades económicas de los diversos países no tienen un carácter secundario, ni mucho menos: bastará comparar a Inglaterra y la India, a los Estados Unidos y el Brasil. Pero los rasgos específicos de la economía nacional, por grandes que sean, forman parte integrante, y en proporción cada día mayor, de una realidad superior que se llama economía mundial, en la cual tiene su fundamento, en última instancia, el internacionalismo de los partidos comunistas.

La idea de las peculiaridades nacionales como simple «complemento» del tipo general, formulada por Stalin, se halla en flagrante y lógica contradicción con la concepción —mejor dicho, con la incomprensión— stalinista de la ley del desarrollo desigual del capitalismo. Es, como se sabe, una ley que el propio Stalin proclamó fundamental, primordial y universal. Guiado por esa ley, que él convierte en una abstracción, intenta descubrir todos los enigmas de la existencia. Y, cosa curiosa, no se da cuenta de que aquellas peculiaridades nacionales son precisamente el producto más general, y aquél en que, por decirlo así, se resume todo, del desarrollo histórico desigual. Bastaba con comprender acertadamente esta desigualdad, tomarla en toda su magnitud, haciéndola extensiva asimismo al pasado precapitalista. El desarrollo más rápido o más lento de las fuerzas productivas; el carácter más o menos amplio o reducido de épocas históricas enteras, por ejemplo, de la Edad Media, el régimen gremial, el despotismo ilustrado, el parlamentarismo; la desigualdad de desarrollo de las distintas ramas de la economía, de las distintas clases, de las distintas instituciones sociales, de los distintos aspectos de la cultura, todo esto forma la base de las «peculiaridades» nacionales. La peculiaridad de un tipo social nacional es la cristalización de la desigualdad de su formación.

La Revolución de Octubre es la manifestación más grandiosa de esta falta de uniformidad del proceso histórico. La teoría de la revolución permanente al pronosticar la Revolución de Octubre, se apoyaba precisamente en esa ley de la falta de ritmo uniforme del desarrollo histórico; pero no concebida en su forma abstracta, sino en su encarnación material, proyectada sobre las peculiaridades sociales y políticas de Rusia.

Stalin se valió de esta ley, no para predecir oportunamente la conquista del poder por el proletariado en un país atrasado, sino para luego, a posteriori, en 1924, imponer al proletariado ya triunfante la misión de levantar una sociedad socialista nacional. Pero la ley a que aludimos era la menos indicada para esto, pues lejos de sustituir o anular las leyes de la economía mundial, está supeditada a ellas.

A la par que rinde un culto fetichista a la ley del desarrollo desigual, Stalin la declara base suficiente para fundamentar el socialismo nacionalista, pero no como un producto típico, es decir, común a todos los países, sino como algo exclusivo, mesiánico, puramente ruso. Según él, sólo en Rusia se puede levantar una sociedad socialista autónoma. Con ello, exalta las peculiaridades nacionales de Rusia no sólo por encima de los «rasgos generales» de toda nación capitalista, sino por encima de la propia economía mundial considerada en su conjunto. Aquí es donde se nos revela la falsedad de toda la concepción stalinista. Las características peculiares de la URSS son tan poderosas, que permiten edificar el país socialista de fronteras adentro, independientemente de lo que pueda suceder en el resto de la humanidad. Las peculiaridades de los demás países, los que no están marcados con el sello del mesianismo, no son, en cambio, más que un simple «complemento» de los rasgos generales, una especie de verruga en la fisonomía de la cara. Sería erróneo —nos enseña Stalin— «fundar la actuación de los partidos comunistas en estos rasgos específicos». Y esta máxima que se aplica al partido norteamericano, al británico, al sudafricano y al serbio, no es aplicable, por lo visto, al ruso, cuya actuación se basa, no en los «rasgos generales», sino precisamente en las «peculiaridades» propias del país. Queda así explicada la estrategia doble de la Internacional Comunista: mientras que en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas el proletariado se consagra a «liquidar las clases» y a edificar el socialismo, al proletariado de todos los demás países, volviéndose de espaldas a las condiciones nacionales, se le obliga a emprender acciones simultáneas a fecha fija —1.º de agosto, 6 de marzo, etc.—. Y así, el nacionalismo mesiánico viene a complementarse con un internacionalismo burocrático-abstracto. Este dualismo informa todo el programa de la Internacional Comunista, privándolo en absoluto de valor principista.

Si tomamos a Inglaterra y a la India como los dos polos opuestos o los dos tipos extremos del capitalismo, no tendremos más remedio que reconocer que el internacionalismo del proletariado británico e indio no se basa, ni mucho menos, en una analogía de condiciones, objetivos y métodos, sino en vínculos inquebrantables de recíproca interdependencia. Para que el movimiento de emancipación de la India pueda triunfar, es menester que estalle un movimiento revolucionario en Inglaterra, y viceversa. Ni en la India ni en Inglaterra es posible levantar una sociedad socialista cerrada. Ambas tienen que articularse como partes de un todo superior a ellas. En esto y sólo en esto reside el fundamento inconmovible del internacionalismo marxista.

No hace mucho, el 8 de marzo de 1930, la Pravda tornaba a exponer la desdichada teoría de Stalin para deducir «que el socialismo, como formación económica social», es decir, como un determinado régimen de relaciones de producción se podía realizar plenamente adaptado «a las proporciones nacionales de la URSS». Otra cosa sería el «triunfo definitivo del socialismo entendido a modo de garantía contra la intervención capitalista», pues esto «exige efectivamente el triunfo de la revolución proletaria en algunos países avanzados».

¡Qué bajo ha tenido que caer la mentalidad teórica del partido leninista para que, desde las columnas de su órgano central en la prensa, se pueda exponer esta lamentable glosa escolástica con aires de adoctrinamiento! Si admitimos por un momento la posibilidad de llegar a realizar el socialismo, como sistema social acabado, dentro de las fronteras nacionales de la URSS, estaríamos ante el triunfo definitivo, pues ¿qué intervención cabría después de esto? El régimen socialista presupone un alto nivel de la técnica y la cultura y una gran solidaridad por parte de la población. Como hay que suponer que en la URSS, en el momento en que esté acabada la edificación socialista, habrá por lo menos doscientos, y seguramente hasta doscientos cincuenta millones de habitantes, nos preguntamos: ¿De quién puede temerse, en esas condiciones, una intervención? ¿Qué país capitalista o qué coalición de países se atrevería a pensar en una intervención en condiciones semejantes? Únicamente la URSS podría pensar en intervenir. Pero no es probable que se le plantease la necesidad de hacerlo. El ejemplo de un país atrasado que, entregado a sus solas fuerzas, se bastó para edificar en unos cuantos «planes quinquenales» una potente sociedad socialista, sería un golpe mortal asestado al capitalismo mundial y reduciría al mínimo, por no decir a cero, los costos de la revolución proletaria internacional. He aquí por qué la concepción de Stalin conduce, en sustancia, a la liquidación de la Internacional Comunista. En efecto, ¿qué significación histórica puede tener este organismo, si el porvenir del socialismo mundial depende en última instancia… del plan económico de la URSS? Siendo así, la Internacional Comunista, y con ella la célebre «Sociedad de Amigos de Rusia», no tiene más misión que salvaguardar la edificación del socialismo contra la intervención, es decir, que su papel se reduce, en esencia, a montar la guardia en las fronteras.

El artículo a que aludimos refuerza la clara visión de las ideas stalinistas con argumentos económicos novísimos:

[…] Precisamente ahora —dice la Pravda—, que las relaciones de producción basadas en el socialismo penetran cada vez con más fuerza, no sólo en la industria, sino en la agricultura, por medio del incremento que van tomando los sovjoses[202] por el pujante movimiento de los koljoses[203], cuantitativa y cualitativamente arrollador, y por la liquidación de los kulaks[204] como clase, gracias a la colectivización llevada a fondo, se evidencia de un modo irrefutable la lamentable bancarrota del derrotismo trotskista-zinovievista, que, en el fondo, no significa otra cosa —como ha dicho Stalin— que la «negación menchevique de la legitimidad de la Revolución de Octubre». (Pravda, 8 de marzo de 1930).

Estas líneas son verdaderamente notables, y no sólo por lo desenvuelto del tono, bajo el que se disimula una completa desorientación mental. El autor, del brazo de Stalin, acusa al llamado «trotskismo» de negar «la legitimidad de la Revolución de Octubre». Pero es el caso que el que esto escribe, guiándose precisamente por su concepción, es decir, por la teoría de la revolución permanente, predijo la inevitabilidad de la Revolución de Octubre trece años antes de que se realizara. ¿Y Stalin? Ya había estallado la Revolución de Febrero, faltaban siete u ocho meses para la de Octubre, y todavía se comportaba como un vulgar demócrata. Fue necesario que llegase Lenin a Petrogrado —3 de abril de 1917— y abriese el fuego implacablemente contra los «viejos bolcheviques» infatuados, que tanto fustigó y ridiculizó, para que Stalin, cautelosa y calladamente, se deslizase de la postura democrática a la socialista. En todo caso, esta «conversión» interior de Stalin, que, por lo demás, no fue nunca completa, no ocurrió hasta pasados doce años del día en que se demostrara la «legitimidad» de la conquista del poder por el proletariado ruso antes de que estallara en el Occidente la revolución proletaria.

Pero al pronosticar teóricamente la Revolución de Octubre, nadie pensaba, ni remotamente, que, por el hecho de apoderarse del Estado, el proletariado ruso fuese a arrancar al ex imperio de los zares del concierto de la economía mundial. Nosotros, los marxistas, sabemos bien lo que es y significa el Estado. No es precisamente una imagen pasiva de los procesos económicos, como se lo representan de un modo fatalista los cómplices socialdemócratas del Estado burgués. El poder público puede desempeñar un papel gigantesco, sea reaccionario o progresivo, según la clase en cuyas manos caiga. Pero, a pesar de todo, el Estado será siempre un arma de orden superestructural. El traspaso del poder de manos del zarismo y de la burguesía a manos del proletariado, no cancela los procesos ni deroga las leyes de la economía mundial. Es cierto que durante una temporada, después de la Revolución de Octubre, las relaciones económicas entre la Unión Soviética y el mercado mundial se debilitaron bastante. Pero sería un error monstruoso generalizar un fenómeno que no representaba de suyo más que una breve etapa en un proceso dialéctico. La división mundial del trabajo y el carácter supranacional de las fuerzas productivas contemporáneas, lejos de perder importancia, la conservarán y aun la doblarán y decuplicarán para la Unión Soviética, a medida que ésta vaya progresando económicamente.

Todo país atrasado ha pasado, al incorporarse al capitalismo, por distintas etapas, a lo largo de las cuales ha visto aumentar o disminuir la relación de interdependencia con los demás países capitalistas; pero, en general, la tendencia del desarrollo capitalista se caracteriza por un incremento colosal de las relaciones internacionales, lo cual halla su expresión en el volumen creciente del comercio exterior, incluyendo en él, naturalmente, la exportación de capitales. Desde un punto de vista cualitativo, la relación de dependencia de la India con respecto a Inglaterra tiene, evidentemente, distinto carácter que la de Inglaterra con respecto a la India. Sin embargo, esta diferencia está determinada, en el fondo, por la diferencia existente en el nivel del desarrollo de las respectivas fuerzas productivas y no por el grado en que económicamente se basten a sí mismas. La India es una colonia, Inglaterra una metrópoli. Pero si hoy Inglaterra se viera sujeta a un bloqueo, perecería antes que la India. He aquí —digámoslo de paso— otra prueba harto convincente de la realidad que tiene la economía mundial.

El desarrollo del capitalismo —no en las fórmulas abstractas del segundo tomo del Capital, que conservan toda su significación como etapa del análisis, sino en la realidad histórica— se ha efectuado, y no podía dejar de efectuarse, por medio de una expansión sistemática de su base. En el proceso de su desarrollo y, por lo tanto, en lucha contra sus contradicciones internas, cada capitalismo nacional recurre en un grado cada vez más considerable a las reservas del «mercado exterior», esto es, de la economía mundial. La expansión incontrolable, que surge como consecuencia de las crisis internas permanentes del capitalismo, constituye una fuerza progresiva hasta el momento en que se torna una fuerza mortal para este último.

La Revolución de Octubre heredó de la vieja Rusia, además de las contradicciones internas del capitalismo, otras no menos profundas entre el capitalismo en su conjunto y las formas precapitalistas de la producción. Estas contradicciones han tenido, y tienen todavía hoy, un carácter material, es decir, radican en la correlación entre la ciudad y el campo, en determinadas proporciones o desproporciones entre las distintas ramas de la industria y la economía nacional en su conjunto, etcétera. Algunas de estas contradicciones tienen directamente sus raíces en las condiciones geográficas y demográficas del país, esto es, en el exceso o insuficiencia de tales o cuales la distribución moldeada por la masa de la población, etc.

La fuerza de la economía soviética reside en la nacionalización de los medios de producción y en el gobierno centralizado y sistemático de los mismos. La debilidad de la economía soviética, además del atraso que heredó del pasado, reside en su aislamiento actual, esto es, en la imposibilidad en que se halla de utilizar los recursos de la economía mundial no ya sobre las bases socialistas, sino por medios capitalistas, en forma del crédito internacional bajo las condiciones normales y de la «ayuda financiera» en general, que desempeña un papel decisivo con respecto a los países atrasados. Con todo esto, las contradicciones del pasado capitalista y precapitalista de la Unión Soviética, no sólo no desaparecen por sí mismas, sino que, al contrario, surgen de los años de declinamiento y destrucción, se refuerzan y agudizan junto con los progresos de la economía soviética y exigen a cada paso, para su eliminación o, al menos, su atenuación, que se pongan en movimiento los recursos del mercado mundial.

Para comprender lo que en la actualidad está aconteciendo en los gigantescos territorios a que la Revolución de Octubre infundió nueva vida, es necesario comprender claramente que a las antiguas contradicciones, actualmente resucitadas por los éxitos económicos, ha venido a añadirse otra nueva, la más potente, a saber: la que existe entre el carácter de concentración de la industria soviética, que abre los cauces a un ritmo de desarrollo jamás conocido, y el aislamiento de esa economía, que excluye la posibilidad de volver a aprovecharse como en condiciones normales de las reservas de la economía mundial. La nueva contradicción, unida a las antiguas, hace que, a la par con los avances excepcionales, surjan dificultades dolorosas. Estas hallan su expresión más directa y más grave, sentida palpablemente todos los días por cada obrero y campesino, en el hecho de que la situación de las clases trabajadoras no mejorará, ni mucho menos, a tono con el progreso general de la economía, y en la actualidad, lejos de mejorar, empeora a consecuencia de las nuevas dificultades que surgen en el problema de la subsistencia. Las agudas crisis de la economía soviética vienen a recordarnos que las fuerzas productivas creadas por el capitalismo, no se adaptan al mercado nacional, y que sólo pueden armonizarse y coordinarse desde un punto de vista socialista en el terreno internacional. Para decirlo en otros términos, esas crisis no son sólo dolencias propias del proceso de crecimiento, algo así como las enfermedades infantiles, sino que tienen un carácter incomparablemente más importante, pues son otros tantos tirones vigorosos del mercado mundial, al cual —empleando las palabras pronunciadas por Lenin ante el XI Congreso del partido, el 27 de marzo de 1922— «estamos subordinados, con el cual estamos unidos, y del cual no podemos separarnos».

Sin embargo, de esto no se deduce, ni mucho menos, la conclusión de que la Revolución de Octubre haya sido históricamente «ilegítima», conclusión que huele a un filisteísmo vergonzoso. La conquista del poder por el proletariado internacional no podía ni puede ser un acto simultáneo en todos los países. La superestructura —y la revolución entra en la categoría de las «superestructuras»— tiene su dialéctica propia, la cual penetra autoritariamente en el proceso económico mundial, pero no suprime, ni mucho menos, sus leyes más profundas. La Revolución de Octubre ha sido «legitima», considerada como primera etapa de la revolución mundial, que necesariamente tiene que ser obra de varias décadas. El intervalo entre la primera y la segunda etapa ha resultado más largo de lo que esperábamos. Pero no por eso deja de ser un intervalo, ni puede convertirse en época de edificación de una sociedad socialista nacional.

De las dos concepciones de la revolución han surgido dos líneas directivas ante las cuestiones económicas soviéticas. Los primeros progresos económicos rápidos, completamente inesperados por él, inspiraron a Stalin, en el otoño de 1924, la teoría del socialismo en un solo país como coronamiento de la perspectiva práctica de la economía nacional aislada. Fue precisamente en este período cuando Bujarin brindó su famosa fórmula, según la cual, preservándonos de la economía mundial por medio del monopolio del comercio exterior, podíamos edificar el socialismo, «aunque fuera a paso de tortuga». Sobre esta consigna se selló el bloque del centro (Stalin) y la derecha (Bujarin). Stalin no se cansaba de afirmar, por esta misma época, que el ritmo que diéramos a la industrialización era «asunto del régimen interior», que sólo a nosotros atañía, y que no tenía nada que ver con la economía mundial. Esa jactancia nacionalista no podía sin embargo, prosperar, pues reflejaba tan sólo la primera etapa, muy breve, de recuperación económica, la cual venía a restablecer, a su vez, por la fuerza de la necesidad, nuestra dependencia del mercado mundial. Los primeros empujones de la economía internacional, inesperados para los nacionalsocialistas, engendraron una alarma que en seguida se convirtió en pánico. ¡Conquistar con la mayor rapidez posible la «independencia» económica con ayuda de un ritmo lo más rápido posible de industrialización y colectivización! A esto vino a reducirse la política económica del nacional-socialismo en el transcurso de los dos últimos años. El «paso de tortuga» fue desplazado en toda la línea por el aventurerismo. Pero la base teórica de ambas posiciones era la misma: la concepción nacionalsocialista.

Las dificultades principales, como hemos demostrado más arriba, se desprenden de la situación objetiva, ante todo del aislamiento de la Unión Soviética. No nos detendremos aquí en el problema de saber en qué medida esta situación objetiva sea el resultado de los errores subjetivos de dirección (la falsa política seguida en Alemania en 1923; en Bulgaria y Estonia en 1924; en Inglaterra y Polonia en 1926; en China en 1925-27, la equivocada política practicada actualmente durante el «tercer período», etc.). Las convulsiones económicas más agudas en la URSS están originadas por el hecho de que la dirección actual intenta elevar la necesidad a la categoría de virtud y deducir del aislamiento político del Estado obrero un programa de sociedad socialista económicamente aislada. De aquí ha surgido la tentativa de colectivización socialista integral de las explotaciones campesinas sobre una base técnica precapitalista —aventura peligrosísima que amenaza con minar los cimientos de la posibilidad misma de la alianza del proletariado y los campesinos—.

Y, cosa notable: precisamente en el momento en que este peligro empezaba a manifestarse con toda su gravedad, Bujarin, el ex teórico del «paso de tortuga», entonaba un himno patético al «furioso galope» actual de la industrialización y la colectivización. Mucho nos tememos que este himno se vea pronto anatematizado como la mayor de las herejías, pues ya empiezan a sonar otros cantares. Obligado por la resistencia de la realidad económica, Stalin no ha tenido más remedio que batirse en retirada. El peligro consiste ahora en que las ofensivas aventureras dictadas ayer por el terror se conviertan en una retirada pánica. Esta sucesión de etapas es una consecuencia inexorable de la idea nacionalsocialista.

El programa efectivo de un Estado obrero aislado no se puede proponer por fin «independizarse» de la economía mundial, ni mucho menos edificar «en brevísimo plazo» una sociedad socialista nacional. Su objetivo no puede consistir en obtener el ritmo abstractamente máximo, sino el ritmo óptimo, es decir, el mejor, aquel que se desprenda de las condiciones económicas internas e internacionales, ritmo que consolidará la posición del proletariado, preparará los elementos nacionales para la sociedad socialista internacional del mañana, a la par y sobre todo, elevará sistemáticamente el nivel de vida de la clase obrera, robusteciendo su alianza con las masas no explotadoras del campo. Y esta perspectiva debe regir íntegra durante toda la etapa preparatoria, esto es, hasta que la revolución triunfe en los países más avanzados y venga a sacar a la Unión Soviética del aislamiento en que hoy se halla.

Algunas de las ideas aquí expuestas han sido desarrolladas más ampliamente en otros trabajos del autor, y de un modo muy especial, en su Crítica del Programa de la Internacional Comunista. En breve confiamos en poder publicar un folleto consagrado especialmente al estudio de la etapa en que se encuentra el proceso económico de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. No tenemos más remedio que remitir a ese trabajo al lector que desee conocer más de cerca el modo como se plantea en la actualidad el problema de la revolución permanente. Confiamos, sin embargo, en que las consideraciones que dejamos expuestas bastarán para poner de manifiesto toda la importancia de la lucha de principio que ha venido librándose todos estos años, y aún sigue en pie, en torno a las dos teorías: la del socialismo en un solo país y la de la revolución permanente.

Esta importancia y esta actualidad del tema justifican por sí solas el que ofrezcamos al lector extranjero un libro dedicado en gran parte a reconstruir, en un terreno crítico, las previsiones y las polémicas teóricas mantenidas entre los marxistas rusos antes de la revolución.

Hubiéramos podido, naturalmente, buscar otra forma para exponer los problemas que aquí se debaten. Pero el autor no ha inventado o elegido ésta voluntariamente, sino que le ha sido impuesta, en parte, por la voluntad del adversario, y en parte por el curso mismo del proceso político. Hasta las verdades matemáticas, con ser ésta la más abstracta de las ciencias, se representan mejor y más plásticamente exponiéndolas en relación con la historia de sus descubrimientos; pues eso mismo acontece, y con mayor razón, con las verdades más concretas, es decir, históricamente condicionadas, de la política marxista. Creemos que la historia de los orígenes y del desarrollo de los pronósticos de la revolución bajo las condiciones de la Rusia prerrevolucionaria, acercará al lector más y de un modo más concreto a la esencia de los objetivos revolucionarios del proletariado mundial, que una exposición escolástica y pedantesca de esas mismas ideas políticas, abstraídas del terreno de lucha en que brotaron.

L. Trotsky

Marzo de 1930

Introducción

El presente libro está consagrado a un problema estrechamente relacionado con la historia de las tres revoluciones rusas, pero no atañe exclusivamente a ellas. Es un problema que durante estos últimos años ha desempeñado un papel inmenso en la lucha interna del Partido Comunista de la Unión Soviética, que ha sido luego trasplantado a la Internacional Comunista, que ha tenido decisiva importancia en el desarrollo de la revolución china y que ha provocado una serie de resoluciones de importancia primordial respecto a los problemas relacionados con la lucha revolucionaria en los países de Oriente. Me refiero a la teoría que se ha llamado de la «revolución permanente», y que según la doctrina de los epígonos del leninismo (Stalin, Zinoviev, Bujarin y otros), constituye el pecado original del «trotskismo».

Después de una gran pausa, y de un modo a primera vista completamente inesperado, la cuestión de la revolución permanente fue planteada en 1924. No había motivos políticos para ello: se trataba de divergencias que se referían a un pasado ya lejano. Pero los motivos de orden psicológico eran considerables.

El grupo de los llamados «viejos bolcheviques», que abrió el fuego contra mí, se atrincheraba principalmente en ese título. Pero el año 1917 constituyó un gran obstáculo en su camino. Por importante que fuera, la historia precedente de lucha ideológica y de preparación viose sometida a una prueba suprema e inapelable en la Revolución de Octubre, no sólo por lo que se refiere al partido en su conjunto, sino también a las personalidades aisladas. Y ninguno de los epígonos la resistió. Todos ellos, sin excepción, adoptaron, al estallar la Revolución de Febrero de 1917, una posición de izquierda democrática. Ninguno defendió la consigna de la lucha del proletariado por el poder. Todos ellos consideraban el hecho de poner proa hacia la revolución socialista como un absurdo, o peor aún, como un pecado «trotskista». En este espíritu se inspiraron los dirigentes del partido antes de que llegase Lenin del extranjero y saliesen a luz sus famosas tesis del 4 de abril. Después de esto, Kamenev, ya en lucha franca con Lenin, intenta formar abiertamente un ala democrática dentro del partido. Más tarde, se une a él Zinoviev, que había llegado con Lenin de la emigración. Stalin, gravemente comprometido por su posición socialpatriótica, se pone al margen, a fin de que el partido olvide sus deplorables discursos y sus artículos lamentables durante las semanas decisivas de marzo, y, poco a poco, va colocándose en el punto de vista de Lenin. Esto nos sugiere una pregunta: ¿Qué habían aprendido del leninismo esos dirigentes, esos «viejos bolcheviques», si ni uno solo demostraba capacidad para aplicar por su cuenta la experiencia teórica y práctica del partido, en el momento histórico más importante y de mayor responsabilidad? Era preciso esquivar a toda costa esta cuestión, sustituyéndola por otra. Con este fin decidiose abrir el fuego contra la teoría de la revolución permanente. Mis adversarios no previeron —cosa muy natural— que, al crear un eje artificial de la lucha, se moverían alrededor del mismo, sin darse cuenta de ello, creando para sí, por el método inverso, una nueva concepción.

En sus rasgos fundamentales, la teoría de la revolución permanente fue formulada por mí antes ya de los acontecimientos decisivos de 1905. Rusia avanzaba hacia la revolución burguesa. En las filas de la socialdemocracia rusa —entonces todos nos llamábamos socialdemócratas— nadie dudaba de que la revolución que se acercaba era precisamente burguesa; es decir, una revolución engendrada por la contradicción entre el desarrollo adquirido por las fuerzas productivas de la sociedad capitalista y las condiciones políticas y de casta semifeudales y medievales ya caducas. En la lucha sostenida por aquel entonces contra los populistas y los anarquistas, tuve ocasión de explicar, en no pocos discursos y artículos, de acuerdo con el marxismo, el carácter burgués de la revolución que se avecinaba.

Pero el carácter burgués de la revolución no prejuzgaba qué clases habrían de realizar los fines de la revolución democrática y qué relación guardarían entre sí. En este punto era precisamente donde empezaban los problemas estratégicos fundamentales.

Plejanov, Axelrod, la Zasulich, Martov*, y con ellos, todos los mencheviques rusos, partían del punto de vista de que, en la revolución burguesa inminente, el papel directivo sólo podía pertenecer a la burguesía liberal, en su condición de pretendiente natural al poder. Según este esquema, al proletariado no le correspondía más papel que el de ala izquierda del frente democrático: la socialdemocracia debería apoyar a la burguesía liberal contra la reacción, y, al mismo tiempo, defender los intereses del proletariado contra la propia burguesía. En otros términos, los mencheviques concebían la revolución burguesa principalmente como una reforma de tipo liberal-constitucional.

Lenin planteaba la cuestión en términos completamente distintos. Para él, la emancipación de las fuerzas productivas de la sociedad burguesa de los cepos en que las tenía aprisionadas el régimen servil, significaba ante todo la solución del problema agrario, con la liquidación completa de la clase de los grandes hacendados y la transformación revolucionaria de la propiedad de la tierra. Con esto, estaba íntimamente ligada la destrucción de la monarquía. Lenin planteó con una audacia verdaderamente revolucionaria el problema agrario, que tocaba a los intereses vitales de la inmensa mayoría de la población, y condicionaba al mismo tiempo el problema del mercado capitalista. Como la burguesía liberal, hostil a los obreros, está unida por numerosos lazos a la gran propiedad agraria, la verdadera emancipación democrática de los campesinos sólo podía realizarse, lógicamente, por medio de la unión revolucionaria de los campesinos y los obreros, y, según Lenin, el alzamiento conjunto de ambos contra la vieja sociedad conduciría, caso de triunfar, a la instauración de la «dictadura democrática de los obreros y campesinos».

En la Internacional Comunista se repite actualmente esta fórmula como una especie de dogma suprahistórico, sin intentar siquiera analizar la experiencia histórica viva del último cuarto de siglo, como si todos nosotros no hubiéramos sido testigos y actores de la Revolución de 1905, de la de Febrero de 1917 y, finalmente, de la de Octubre. Y este análisis histórico es tanto más necesario cuanto que la historia no nos ofrece ejemplos de un régimen semejante de «dictadura democrática de los obreros y campesinos».

En 1905, la tesis de Lenin tenía el carácter de una hipótesis estratégica, que necesitaba ser contrastada por la marcha y los derroteros de la lucha de clases en la realidad.

La fórmula de la «dictadura democrática de los obreros y campesinos» tenía deliberadamente, en gran parte, carácter algebraico.

Lenin no prejuzgaba la cuestión de cuáles serían las relaciones políticas que hubieran de establecerse entre los partícipes de la supuesta dictadura democrática, esto es, el proletariado y los campesinos. No excluía la posibilidad de que éstos estuvieran representados en la revolución por un partido que fuera independiente en dos respectos, a saber: frente a la burguesía y frente al propio proletariado, y que fuese, al mismo tiempo, capaz de llevar adelante la revolución democrática en contra de la burguesía liberal y aliado al partido del proletariado. Más aún: Lenin admitía, como veremos más adelante, la posibilidad de que el partido de los campesinos revolucionarios obtuviera la mayoría en un gobierno de dictadura democrática.

En cuanto al problema de la importancia decisiva que había de tener la revolución agraria en los destinos de la revolución burguesa, yo profesé siempre, al menos desde octubre de 1902, esto es, desde mi primer viaje al extranjero, la doctrina de Lenin.

Para mí no era discutible —digan lo que quieran los que durante estos últimos años han difundido versiones absurdas sobre este particular— que la revolución agraria, y, por consiguiente, la democrática en general, sólo podía realizarse contra la burguesía liberal por las fuerzas mancomunadas de los obreros y los campesinos. Pero me pronunciaba contra la fórmula «dictadura democrática del proletariado y de los campesinos», por entender que tenía un defecto, y era dejar abierta la cuestión de saber a qué clase correspondería, en la práctica, la dictadura. Intenté demostrar que los campesinos, a pesar del inmenso peso social y revolucionario de esta clase, no eran capaces ni de crear un partido verdaderamente revolucionario ni, con mayor motivo, de concentrar el poder revolucionario en manos de ese partido. Del mismo modo que en las antiguas revoluciones, empezando por el movimiento alemán de la Reforma (en el siglo XVI), y aún antes, los campesinos, en sus levantamientos, apoyaban a una de las fracciones de la burguesía urbana, decidiendo muchas veces la victoria, en nuestra revolución burguesa retrasada podrían prestar un sostén análogo al proletariado y ayudarle a llegar al poder, dando el empuje máximo a su lucha. Nuestra revolución burguesa —decía yo como conclusión— sólo puede cumplir radicalmente su misión siempre y cuando el proletariado, respaldado por el apoyo de los millones de campesinos, consiga concentrar en sus manos la dictadura revolucionaria.

¿Cuál había de ser el contenido social de dicha dictadura? En primer lugar, implantaría en términos radicales la revolución agraria y la transformación democrática del Estado. En otras palabras, la dictadura del proletariado se convertiría en el instrumento para la realización de las tareas de una revolución burguesa históricamente retrasada. Pero las cosas no podían quedar aquí. Al llegar al poder, el proletariado veríase obligado a hacer cortes cada vez más profundos en el derecho de propiedad privada, abrazando con ello las reivindicaciones de carácter socialista.

—Pero ¿es que considera usted que Rusia está bastante madura para una revolución socialista? —me objetaron docenas de veces Stalin, Rikov y todos los Molotovs* por el estilo, allá por los años 1905 a 1917.

Y yo les contestaba invariablemente:

—No, pero sí lo está, y bien en sazón, la economía mundial en su conjunto y, sobre todo, la europea. El que la dictadura del proletariado implantada en Rusia lleve o no al socialismo —¿con qué ritmo y a través de qué etapas?—, depende de la marcha ulterior del capitalismo en Europa y en el mundo.

He ahí los rasgos fundamentales de la teoría de la revolución permanente, tal y como surgió en los primeros meses del año 1905.

De entonces acá, se han sucedido tres revoluciones. El proletariado ruso subió al poder empujado por la potente oleada del levantamiento campesino. Y la dictadura del proletariado fue un hecho en Rusia antes que en ningún otro de los países incomparablemente más desarrollados. En 1924, esto es, siete años después de que la predicción histórica de la teoría de la revolución permanente se viese confirmada con una fuerza verdaderamente excepcional, los epígonos emprendían una furiosa campaña contra esa teoría, sacando a relucir artificiosamente frases sueltas y réplicas polémicas de mis viejos trabajos, de los que yo casi ni me acordaba.

No será inoportuno recordar aquí que la primera revolución rusa estalló más de medio siglo después de la racha de revoluciones burguesas que sacudieron a Europa, y treinta y cinco años después del episódico alzamiento de la Commune de París. Europa había perdido ya la costumbre de las revoluciones. Rusia no la había conocido. Planteábansele con carácter de novedad todos los problemas de la revolución.

No será difícil comprender toda la serie de factores incógnitos e hipotéticos que en aquel entonces encerraba para nosotros la revolución futura. Las fórmulas elaboradas por los grupos eran, a su manera, hipótesis de trabajo. Hace falta tener una absoluta incapacidad para la predicción histórica y una incomprensión completa de sus métodos, para pararse a examinar ahora análisis y apreciaciones de 1905, como si hubieran sido escritos ayer. Estoy harto de decirlo a mis amigos: no me cabe la menor duda de que en mis predicciones de 1905 había grandes lagunas, que ahora no es difícil llenar. ¿Pero es que mis críticos veían entonces mejor o más allá?

Como no había releído hacía mucho tiempo mis viejos trabajos, estaba de antemano dispuesto a conceder a las lagunas de los mismos más importancia de la que en realidad tenían. Me convencí de ello en 1928, durante mi destierro en Alma Ata, cuando el ocio político forzado me dio la posibilidad de releer, lápiz en mano, mis antiguos trabajos sobre la revolución permanente. Confío en que el lector adquirirá asimismo la convicción absoluta de ello en las páginas siguientes.

Pero antes es necesario que demos en esta introducción una caracterización, lo más precisa que nos sea posible, de los elementos que integran la teoría de la revolución permanente y de las principales objeciones suscitadas contra la misma. El debate ha adquirido una extensión y una profundidad tales, que abarca, en síntesis, los problemas más importantes del movimiento revolucionario internacional.

La revolución permanente, en el sentido que Marx daba a esta idea, quiere decir una revolución que no se aviene a ninguna de las formas de predominio de clase, que no se detiene en la etapa democrática y pasa a las reivindicaciones de carácter socialista, abriendo la guerra franca contra la reacción, una revolución en la que cada etapa se basa en la anterior y que no puede terminar más que con la liquidación completa de la sociedad de clases.

Con el fin de disipar el caos que cerca la teoría de la revolución permanente, es necesario que separemos las tres series de ideas aglutinadas en dicha teoría.

En primer lugar, ésta encierra el problema del tránsito de la revolución democrática a la socialista. No es otro, en el fondo, el origen histórico de la teoría.

La idea de la revolución permanente fue formulada por los grandes comunistas de mediados del siglo XIX, por Marx y sus adeptos, por oposición a la ideología democrática, la cual, como es sabido, pretende que con la instauración de un Estado «racional» o democrático, no hay ningún problema que no pueda ser resuelto por la vía pacífica, reformista o evolutiva. Marx consideraba la revolución burguesa de 1848 únicamente como un preludio de la revolución proletaria. Y, aunque «se equivocó», su error fue un simple error de aplicación, no metodológico. La revolución de 1848 no se trocó en socialista. Pero precisamente por ello no condujo a la democracia. En cuanto a la revolución alemana de 1918, es evidente que no fue el coronamiento democrático de la revolución burguesa, sino la revolución proletaria decapitada por la socialdemocracia, o, por decirlo con más precisión: una contrarrevolución burguesa obligada por las circunstancias a revestir, después de la victoria obtenida sobre el proletariado, formas pseudodemocráticas.

El «marxismo» vulgar se creó un esquema de la evolución histórica según el cual toda sociedad burguesa conquista tarde o temprano un régimen democrático, a la sombra del cual el proletariado, aprovechándose de las condiciones creadas por la democracia, se organiza y educa poco a poco para el socialismo. Sin embargo, el tránsito al socialismo no era concebido por todos de un modo idéntico: los reformistas declarados (tipo Jaurès) se lo representaban como una especie de fundación reformista de la democracia con simientes socialistas. Los revolucionarios formales (Guesde[205]) reconocían que en el tránsito al socialismo sería inevitable aplicar la violencia revolucionaria. Pero tanto unos como otros consideraban a la democracia y al socialismo, para todos los pueblos y países, como dos etapas de la evolución de la sociedad no sólo independientes, sino lejanas una de otra.

Era la misma idea dominante entre los marxistas rusos, que hacia 1905 formaban casi todos en el ala izquierda de la Segunda Internacional. Plejanov, el brillante fundador del marxismo ruso, tenía por un delirio la idea de implantar en Rusia la dictadura del proletariado. En el mismo punto de vista se colocaban no sólo los mencheviques, sino también la inmensa mayoría de los dirigentes bolcheviques, y muy especialmente todos los que hoy se hallan a la cabeza del partido, sin excepción; todos ellos eran, por entonces, revolucionarios demócratas decididos para quienes los problemas de la revolución socialista, y no sólo en 1905, sino en vísperas de 1917, sonaban como la música vaga de un porvenir muy remoto.

La teoría de la revolución permanente, originada en 1905, declaró la guerra a estas ideas, demostrando que los objetivos democráticos de las naciones burguesas atrasadas, conducían directamente, en nuestra época, a la dictadura del proletariado, y que ésta ponía a la orden del día las tareas socialistas. En esto consistía la idea central de la teoría. Si la opinión tradicional sostenía que el camino de la dictadura del proletariado pasaba por un prolongado período de democracia, la teoría de la revolución permanente venía a proclamar que, en los países atrasados, el camino de la democracia pasaba por la dictadura del proletariado. Con ello, la democracia dejaba de ser un régimen de valor intrínseco para varias décadas y se convertía en el preludio inmediato de la revolución socialista, unidas ambas por un nexo continuo. Entre la revolución democrática y la transformación socialista de la sociedad se establecía, por lo tanto, un ritmo revolucionario permanente.

El segundo aspecto de la teoría caracteriza ya a la revolución socialista como tal. A lo largo de un período de duración indefinida y de una lucha interna constante, van transformándose todas las relaciones sociales. La sociedad sufre un proceso de metamorfosis. Y en este proceso de transformación cada nueva etapa es consecuencia directa de la anterior. Este proceso conserva forzosamente un carácter político, o lo que es lo mismo, se desenvuelve a través del choque de los distintos grupos de la sociedad en transformación. A las explosiones de la guerra civil y de las guerras exteriores suceden los períodos de reformas «pacíficas». Las revoluciones de la economía, de la técnica, de la ciencia, de la familia, de las costumbres, se desenvuelven en una compleja acción recíproca que no permite a la sociedad alcanzar el equilibrio. En esto consiste el carácter permanente de la revolución socialista como tal.

El carácter internacional de la revolución socialista, que constituye el tercer aspecto de la teoría de la revolución permanente, es consecuencia inevitable del estado actual de la economía y de la estructura social de la humanidad. El internacionalismo no es un principio abstracto, sino únicamente un reflejo teórico y político del carácter mundial de la economía, del desarrollo mundial de las fuerzas productivas y del alcance mundial de la lucha de clases. La revolución socialista empieza dentro de las fronteras nacionales; pero no puede contenerse en ellas. La contención de la revolución proletaria dentro de un territorio nacional no puede ser más que un régimen transitorio, aunque sea prolongado, como lo demuestra la experiencia de la Unión Soviética. Sin embargo, con la existencia de una dictadura proletaria aislada, las contradicciones interiores y exteriores crecen paralelamente a los éxitos. De continuar aislado, el Estado proletario caería, más tarde o más temprano, víctima de dichas contradicciones. Su salvación está únicamente en hacer que triunfe el proletariado en los países más avanzados. Considerada desde este punto de vista, la revolución socialista implantada en un país no es un fin en sí, sino únicamente un eslabón de la cadena internacional. La revolución internacional representa de suyo, pese a todos los reflujos temporales, un proceso permanente.

Los ataques de los epígonos van dirigidos, aunque no con igual claridad, contra los tres aspectos de la teoría de la revolución permanente. Y no podía ser de otro modo, puesto que se trata de partes inseparables de un todo. Los epígonos separan mecánicamente la dictadura democrática de la socialista, la revolución socialista nacional de la internacional. La conquista del poder dentro de las fronteras nacionales es para ellos, en el fondo, no el acto inicial, sino la etapa final de la revolución: después, se abre un período de reformas que conducen a la sociedad socialista nacional.

En 1905 no admitían ni la idea de que fuese posible que el proletariado conquistase el poder en Rusia antes que en la Europa occidental. En 1917 predicaban una revolución de contenido democrático y rechazaban la dictadura del proletariado. En los años de 1925 a 1927 adoptan ante la revolución nacional china la orientación de un movimiento dirigido por la burguesía del país. Luego, propugnan para dicho país la consigna de la dictadura democrática de los obreros y campesinos, oponiéndola a la dictadura del proletariado, y proclaman la posibilidad de proceder a edificar una sociedad socialista completa y aislada en la Unión Soviética. Para ellos, la revolución mundial, condición necesaria de la victoria, no es más que una circunstancia favorable. Los epígonos han llegado a esta ruptura radical con el marxismo al cabo de una lucha permanente contra la teoría de la revolución permanente.

La lucha iniciada haciendo revivir artificialmente recuerdos históricos y falsificando el pasado lejano ha conducido a la transformación completa de las concepciones del sector dirigente de la revolución. Hemos explicado ya más de una vez que esta revisión de valores se ha efectuado bajo la influencia de las necesidades sociales de la burocracia soviética, la cual se ha ido volviendo cada vez más conservadora, cada vez más preocupada de mantener el orden nacional y propensa a exigir que la revolución ya realizada y que le asegura a ella una situación privilegiada sea considerada suficiente para proceder a la edificación pacifica del socialismo. No hemos de insistir aquí sobre este tema. Señalemos únicamente que la burocracia tiene una profunda conciencia de la relación que guardan sus posiciones materiales e ideológicas con la teoría del socialismo nacional. Esto se manifiesta con un relieve especial, ahora precisamente, cuando el aparato stalinista, aguijoneado por las contradicciones que no previó, se orienta con todas sus fuerzas hacia la izquierda, asestando duros golpes a sus inspiradores derechistas de ayer. La hostilidad de los burócratas contra la oposición marxista, de la que tuvo que tomar prestadas precipitadamente sus consignas y argumentaciones, no ha cedido en lo más mínimo, como se sabe. De aquellos miembros de la oposición que plantean la cuestión de su reingreso en el partido con el fin de apoyar la política de industrialización, etc., lo primero que exigen es que abjuren de la teoría de la revolución permanente y que reconozcan, aunque sólo sea por modo indirecto, la teoría del socialismo en un solo país. Con esto, la burocracia stalinista pone de manifiesto el carácter puramente táctico de su viraje hacia la izquierda, y cómo ello no significa una renuncia a los fundamentos estratégicos nacional-reformistas. No hay para qué pararse a explicar la trascendencia de esto: es sabido que en la política, como en la guerra, la táctica se halla siempre subordinada en última instancia a la estrategia.

El problema ha roto ya, desde hace tiempo, los moldes de la campaña contra el «trotskismo». Tomando paulatinamente una mayor envergadura, ha acabado por englobar literalmente todos los problemas de la perspectiva revolucionaria mundial. Revolución permanente o socialismo nacional: este dilema se plantea no sólo ante los problemas de régimen interior de la Unión Soviética, sino ante las perspectivas de la revolución en Oriente y ante los destinos de la Internacional Comunista en el mundo entero.

El presente libro no se propone examinar el problema en todos sus aspectos: no hay por qué repetir lo que ya tenemos dicho en otros trabajos. En la Crítica del Programa de la Internacional Comunista he intentado poner de manifiesto teóricamente la inconsistencia económica y política del nacionalsocialismo. Los teóricos de la Internacional Comunista no se han dignado hacer el menor caso de mi crítica. Al fin y al cabo, lo mejor que podían hacer era eso, callar.

Aquí me propongo, ante todo, reconstituir la teoría de la revolución permanente tal como fue formulada en 1905, con referencia a los problemas internos de la Revolución rusa; señalo en qué se diferenciaba realmente mi posición de la de Lenin y cómo y por qué en todas las situaciones decisivas mi punto de vista coincidió siempre con el de éste. Finalmente, intento poner de relieve la importancia decisiva del problema que nos interesa para el proletariado de los países atrasados y, por tanto, para la Internacional Comunista del mundo entero.

Veamos las acusaciones que han lanzado los epígonos contra la teoría de la revolución permanente. Si dejamos de lado las infinitas contradicciones de mis críticos, podemos reducir a las siguientes tesis toda la masa verdaderamente imponderable de lo que llevan escrito sobre este tema:

1.º). Trotsky ignoraba la diferencia existente entre la revolución burguesa y la socialista; en 1905 entendía que el proletariado de Rusia tenía directamente ante sí las tareas de la revolución socialista.

2.º). Trotsky no ha prestado la menor atención al problema agrario. Para él no existía la clase campesina. Se imaginaba la revolución como una lucha sostenida exclusivamente por el proletariado contra el zarismo.

3.º). Trotsky no creía que la burguesía internacional se resignara a consentir por mucho tiempo la existencia en Rusia de la dictadura del proletariado, y consideraba inevitable su caída, si el proletariado europeo no se adueñaba del poder en un plazo breve acudiendo en nuestro auxilio. Con ello, Trotsky subestimaba la presión del proletariado de Europa sobre su propia burguesía.

4.º). Trotsky no cree, en general, en la fuerza del proletariado ruso, en su capacidad para edificar autónomamente el socialismo, y por esto cifraba y cifra todas sus esperanzas en la revolución mundial.

Estos motivos no sólo campean en los infinitos escritos y discursos de Zinoviev, Stalin, Bujarin y otros, sino que aparecen expresados en numerosas resoluciones oficiales del Partido Comunista de la URSS y de la Internacional Comunista. Y, sin embargo, no tenemos más remedio que decir que se basan en una mezcla crasa de ignorancia y de absoluta falta de escrúpulos.

Las dos primeras afirmaciones son, como se demostrará más adelante, fundamentalmente falsas. Yo partía precisamente del carácter democrático burgués de la revolución, para llegar a la conclusión de que la profundidad de la crisis agraria podía llevar al poder al proletariado en la atrasada Rusia. No fue otra la idea que sostuve en vísperas de la Revolución de 1905, ni la que expresaba al dar a la revolución el calificativo de «permanente», esto es, de tránsito revolucionario directo de la etapa burguesa a la socialista. Expresando esta misma idea, Lenin había de hablar más tarde de conversión de la revolución burguesa en socialista. En 1924, Stalin oponía esta idea de conversión a la de revolución permanente, que consideraba como el salto del reinado de la autocracia al reinado del socialismo. El desventurado «teórico» no se tomó el trabajo de reflexionar qué significa, en este caso, el carácter permanente de la revolución, o lo que es lo mismo, el ritmo ininterrumpido de su desarrollo, si es que no se trata, como él lo entiende, más que de un simple salto.

Por lo que se refiere a la tercera acusación, está dictada por la confianza efímera de los epígonos en la posibilidad de neutralizar a la burguesía imperialista por un plazo indefinido mediante la presión «razonablemente» organizada del proletariado. Fue la idea central de Stalin, durante los años 1924 a 1927. Y esta idea dio por fruto el Comité anglo-ruso. El desengaño sufrido por los que creían en la posibilidad de atar de pies y manos a la burguesía internacional con la ayuda de los Purcell, los Radich*, los Lafollette y los Chiang Kai-shek, desencadenó un paroxismo de pánico ante el peligro inminente de una guerra. La Internacional Comunista no ha logrado salir todavía de este pánico.

La cuarta acusación enderezada contra la teoría de la revolución permanente, se reduce simplemente a afirmar que en 1905 yo no sostenía el punto de vista de la teoría del socialismo en un solo país, que Stalin había de acuñar en 1924 para la burocracia soviética. Esta acusación es una pura extravagancia histórica. En efecto, habría lugar a suponer que mis adversarios, si es que en 1905 tenían una opinión política, consideraban a Rusia preparada para la revolución socialista aislada. La verdad es que durante los años de 1905 a 1917 me acusaron incansablemente de utopista por el simple hecho de admitir la posibilidad de que el proletariado de Rusia adviniera al poder antes que el de la Europa occidental. Kamenev y Rikov acusaban de utopista a Lenin en abril de 1917 y se esforzaban en hacer comprender a éste que la revolución socialista tenía que llevarse a cabo primeramente en Inglaterra y otros países avanzados, y que sólo después de esto podía llegarle el turno a Rusia. Stalin sostuvo este mismo punto de vista hasta el 4 de abril de 1917 y sólo con gran trabajo y poco a poco se asimiló la fórmula leninista de la dictadura del proletariado en oposición a la democrática. En la primavera de 1924, Stalin seguía repitiendo, como tantos otros, que Rusia, como nación aislada, no estaba todavía bastante madura para la edificación socialista. En el otoño del mismo año, combatiendo contra la teoría de la revolución permanente, Stalin hizo por primera vez el descubrimiento de la posibilidad de proceder a la edificación de un socialismo aislado en Rusia. Después de esto, los profesores rojos se echaron a buscar afanosamente citas para que Stalin pudiera demostrar, en 1905, que Trotsky —¡horror!— entendía que Rusia sólo podía llegar al socialismo con la ayuda del proletariado de occidente.

Si se tomara la historia de la lucha ideológica de este último cuarto de siglo, se la cortase en pedacitos, luego se mezclasen y se diesen a un ciego para que los pegase, es dudoso que el galimatías teórico e histórico resultante de todo esto fuese más monstruoso que el que los epígonos están sirviendo a sus lectores y oyentes.

Para que el nexo que une los problemas de ayer con los hoy cobre todavía mayor relieve es necesario recordar aquí, aunque sea en una forma esquemática, lo que hicieron en China los caudillos de la Internacional Comunista; esto es, Stalin y Bujarin.

So pretexto de que China se hallaba abocada a un movimiento revolucionario de emancipación nacional, hubo de reconocerse, a partir del año 1924, el papel directivo que en este movimiento correspondía a la burguesía del país. Fue reconocido oficialmente como partido dirigente el partido de la burguesía nacional, el Kuomintang. En 1905, los mencheviques no llegaron tan lejos en sus concesiones a los «kadetes» (partido de la burguesía liberal).

Pero la dirección de la Internacional Comunista no se detuvo aquí, sino que obligó al Partido Comunista chino a ingresar en el Kuomintang y someterse a su disciplina; Stalin dirigió telegramas a los comunistas chinos recomendándoles que contuvieran el movimiento agrario; a los obreros y campesinos sublevados se les prohibió que fundaran sus soviets, con el fin de no disgustar a Chiang Kai-shek, defendido por Stalin contra la oposición como «aliado seguro» a principios de abril de 1927, esto es, unos días antes del golpe de Estado contrarrevolucionario de Shanghai, en una asamblea del Partido celebrada en Moscú.

La subordinación oficial del Partido Comunista a la dirección burguesa, y la prohibición oficial de formar soviets (Stalin y Bujarin sostenían la tesis de que el Kuomintang «reemplazaba» a los soviets) implican una traición mucho más honda y escandalosa contra el marxismo que toda la actuación de los mencheviques en los años de 1905 a 1917.

Después del golpe de Estado de Chiang Kai-shek —abril de 1927— se separó temporalmente del Kuomintang el ala izquierda, dirigida por Wan Tin-wei. Este último fue inmediatamente declarado por la Pravda «aliado seguro». En el fondo, la actitud de Wan Tin-wei con respecto a Chiang Kai-shek era la misma que la de Kerensky con respecto a Miliukov, con la diferencia de que en China los Miliukov y Kornilov estaban representados en la persona de Chiang Kai-shek.

A partir del mes de abril de 1927, se ordena al Partido Comunista chino que ingrese en el Kuomintang de «izquierda» y se subordine a la disciplina del Kerensky chino, en vez de preparar la guerra abierta contra el mismo. El «fiel». Wan Tin-wei descargó contra el Partido Comunista y el movimiento obrero y campesino en general una represión no menos criminal que la de Chiang kai-shek, al cual Stalin había proclamado como su seguro aliado.

En 1905 y posteriormente los mencheviques apoyaban a Miliukov, pero se abstuvieron de ingresar en el partido liberal. Los mencheviques, aunque en 1917 actuaron en estrecho contacto con Kerensky, conservaron, sin embargo, su organización propia. La política de Stalin y Bujarin en China quedó incluso por debajo del menchevismo. Tal fue la primera y principal etapa de su actuación.

Después no hicieron más que recogerse los frutos inevitables: completa depresión del movimiento obrero y campesino, desmoralización y disgregación del Partido Comunista; la dirección de la Internacional dio la orden de «virar en redondo» hacia la izquierda y exigió que se pasase in continenti al levantamiento armado de los obreros y campesinos. De la noche a la mañana, el Partido Comunista chino, un partido nuevo, oprimido y mutilado, que todavía la víspera no era más que una quinta rueda del carro de Chiang Kai-shek y Wan Tin-wei y que carecía, por lo tanto, de una experiencia política propia, veíase colocado ante el trance de lanzar a los mismos obreros y campesinos que la Internacional Comunista había mantenido hasta hacía veinticuatro horas bajo las banderas del Kuomintang, una insurrección armada contra ese mismo Kuomintang, que había conseguido concentrar en sus manos todos los resortes del poder y del ejército. En Cantón hubo que improvisar en un día un soviet ficticio. La insurrección armada, que se hizo coincidir con la apertura del XV Congreso del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas[206], revelaba a un tiempo el heroísmo de la vanguardia obrera china y la ligereza criminal con que obran los caudillos de la Internacional Comunista. El alzamiento de Cantón fue precedido y seguido de otras aventuras menos importantes.

Esa fue la segunda etapa de la estrategia de la Internacional Comunista en China, que bien podemos calificar de grosera caricatura del bolchevismo.

Ambas etapas, la liberal-oportunista y la aventurera, han asestado al Partido Comunista chino un golpe del cual sólo podrá rehacerse con una política acertada en el transcurso de muchos años.

El VI Congreso de la Internacional Comunista levantó el balance de la actuación en China y la aprobó sin reservas. ¿Y cómo no, si el Congreso no se había convocado con otro objeto? Para el porvenir lanzó la consigna de «dictadura democrática de los obreros y campesinos». A los comunistas chinos no se les explicó en qué se diferenciaba esta dictadura de la del Kuomintang de derecha o de izquierda, por una parte, y de la dictadura del proletariado, por otra. Y es que era difícil explicárselo.

Al mismo tiempo que proclamaba la consigna de la dictadura democrática, el VI Congreso declaraba inadmisibles las consignas de la democracia (Cortes constituyentes, sufragio universal, libertad de palabra y de prensa, etc.), y con ello desarmaba completamente al Partido Comunista chino frente a la dictadura de la oligarquía militar. Los bolcheviques rusos se pasaron años y años movilizando a los obreros y campesinos en torno a las consignas democráticas. Durante el año de 1917, estas consignas desempeñaron un inmenso papel. Únicamente cuando a los ojos de todo el pueblo se produjo el choque político irreconciliable entre el poder soviético, que tenía ya una existencia real, y la Asamblea constituyente, nuestro partido creyó llegado el momento de liquidar las instituciones y consignas de la democracia formal, esto es, burguesa, para sustituirlas por la democracia real, soviética, o sea, proletaria.

El VI Congreso de la Internacional Comunista, celebrado bajo los auspicios de Stalin-Bujarin, echó a rodar todo esto. Al mismo tiempo que imponía al partido la consigna de la dictadura «democrática», no «proletaria», le prohibía servirse de consignas democráticas para la preparación de la misma. El Partido Comunista no sólo quedó desarmado, sino completamente desnudo. Como consuelo, se le autorizó para emplear en el período de dominio completo de la contrarrevolución la consigna de los soviets, prohibida en el período en que la Revolución se hallaba en su apogeo. Un héroe muy popular de la leyenda rusa entona canciones nupciales en los entierros y cantos fúnebres en las bodas, y recibe pescozones tanto en aquéllos como en éstas. Si en la política actual de la Internacional Comunista sólo se tratara de unos cuantos pescozones, podría uno resignarse con ello. Pero la cosa es harto más importante: se trata nada menos que del porvenir del proletariado.

La táctica de la Internacional Comunista ha sido un sabotaje inconsciente, pero no por inconsciente menos seguro y bien organizado, de la Revolución china. Este sabotaje era de efecto infalible, pues la Internacional Comunista cubría su política derechista menchevique de 1924-1927 con todo el prestigio del bolchevismo, y recurría a la potente máquina de las represiones para sofocar la crítica de la Oposición de Izquierda.

El resultado de todo esto ha sido un experimento definitivo de estrategia stalinista, que desde el principio hasta el fin se ha desarrollado bajo el signo de la lucha contra la revolución permanente.

Nada más lógico, pues, que el principal teórico stalinista, sostenedor de la subordinación del Partido Comunista chino al partido nacionalburgués del Kuomintang, haya sido Martinov, que fue también el principal crítico menchevique de la teoría de la revolución permanente desde 1905 hasta 1923, cuando empezó a despuntar su misión histórica en las filas del bolchevismo.

En el primer capítulo he explicado cómo surgió este trabajo. En Alma-Ata preparaba sin apresurarme un libro de teoría y de polémica contra los epígonos, en el cual había de ocupar preeminente lugar la teoría de la revolución permanente. Mientras estaba trabajando en él, recibí un manuscrito de Radek consagrado a contraponer la revolución permanente con la línea estratégica de Lenin. Radek no tuvo más remedio que lanzar este ataque, aparentemente inesperado, contra mí, por la sencilla razón de que él mismo se había entregado de lleno a la política china de Stalin, que a la par con Zinoviev había defendido la subordinación del Partido Comunista al Kuomintang, no sólo antes, sino aún después del golpe de Estado de Chiang Kai-shek. Para justificar la sumisión del proletariado a la burguesía, Radek argüía, ni que decir tiene, sobre la necesidad de una alianza del proletariado con los campesinos y la acusación de que yo «subestimaba» la trascendencia de esa unión. Como Stalin, defendía una política menchevista valiéndose de una fraseología bolchevique, y con la fórmula de la dictadura democrática de los obreros y campesinos, cubría el hecho de que se apartara al proletariado de la lucha independiente por el poder al frente de las masas campesinas. Cuando les arranqué esta máscara ideológica, Radek sintió la necesidad aguda de demostrar, disfrazándose con citas de Lenin, que mi lucha contra el oportunismo se desprendía, en realidad, de la contradicción entre la teoría de la revolución permanente y el leninismo. Radek convertía la defensa de leguleyo de los propios pecados en acusación fiscal contra la revolución permanente. Para él, esto no era más que un puente tendido hacia la capitulación. Yo tenía todas las razones para sospechar esto, ya que Radek, años antes, había planeado escribir un folleto en defensa de la revolución permanente. Sin embargo, a pesar de esto, no me apresuré a considerar a Radek como definitivamente perdido. Intenté contestar a su artículo de un modo franco y categórico, pero sin cortarle la retirada. Reproduzco mi contestación tal como fue escrita, limitándome a unas pocas explicaciones complementarias y a algunas correcciones de estilo.

El artículo de Radek no apareció en la prensa, y creo que no aparecerá, pues, en la forma en que fue escrito en 1928, no podría pasar por las estrechas mallas de la censura stalinista. Por lo demás, ese artículo, en caso de publicarse, no haría tampoco mucho favor al que lo escribió, pues pone bien al desnudo la evolución espiritual de su autor; una «evolución» muy parecida a la del que cae a la calle desde un sexto piso.

El origen de este libro explica suficientemente por qué Radek ocupa en él un lugar más considerable de aquél a que sería acaso acreedor. Radek no ha inventado ni un solo argumento contra la teoría de la revolución permanente. Se ha manifestado como un epígono de los epígonos. Por esto recomiendo al lector que vea en Radek no al mismo Radek, sino al representante de una empresa colectiva en la cual ha conseguido ingresar con plenitud de derechos, aunque haya sido a costa de renunciar al marxismo. Si Radek encuentra que le ha correspondido una porción de puntapiés excesiva para sus culpas personales, puede, si le parece, transmitírselos a sus destinatarios más responsables. Es una cuestión de régimen interno de la empresa en que yo no tengo por qué meterme.

Distintos grupos del Partido Comunista alemán han llegado al poder o han luchado por él, demostrando su aptitud para la dirección mediante ejercicios críticos contra la revolución permanente. Pero toda esta literatura —que tiene por autores a Maslow, a Thalheimer[207] y a otros— se ha mantenido en un nivel tan lamentable, que no da ni tan siquiera pie para la réplica crítica. Los Thaelmann, los Remmele y demás caudillos actuales por nombramiento han descendido aún más. Lo único que esos críticos han podido demostrar es que no han pasado del umbral del problema. Por eso les dejo… en el umbral. El que sea capaz de interesarse por la crítica teórica de Maslow, de Thalheimer y demás, puede, después de leer este libro, acudir a los escritos de los autores mencionados, a fin de persuadirse de su ignorancia y falta de escrúpulos.

Este resultado será, por decirlo así, un subproducto del trabajo que ofrecemos al lector.

L. Trotsky

Prinkipo, 30 de noviembre de 1929.

1. Carácter obligado de este trabajo y su propósito

La demanda teórica del partido, dirigido por el bloque de la derecha y el centro, ha sido cubierta durante seis años consecutivos con el antitrotskismo, único producto de que se dispone en cantidad ilimitada y se reparte gratuitamente. Stalin hizo sus primeras armas en el campo teórico en 1924 con su inmortal artículo contra la revolución permanente. El propio Molotov recibió el bautismo de «jefe» en esa pila. La falsificación está a la orden del día. Hace pocos días, vi por casualidad un anuncio de la publicación en alemán de los trabajos de Lenin de 1917. Será éste un inapreciable presente a los obreros avanzados alemanes. Pero ya de antemano se puede uno formar idea de las falsificaciones que contendrá, sobre todo en las notas. Baste con decir que en el sumario aparecen en primer lugar las cartas de Lenin a la Kolontay, que se hallaba a la sazón en Nueva York. ¿Por qué? Únicamente porque en dichas cartas figuran algunas observaciones duras con respecto a mí, basadas en una información completamente falsa por parte de la Kollontay*, la cual había inoculado, en aquel período, un extremismo izquierdista histérico a su menchevismo orgánico. En la edición rusa, los epígonos se vieron obligados a hacer notar, aunque de un modo equívoco, que Lenin había sido mal informado. Podemos, sin embargo, tener la certeza de que en la edición alemana no figurará ni tan siquiera esta reserva. Hay que añadir, además, que en esas mismas cartas había furiosos ataques contra Bujarin, con el cual se solidarizaba entonces la Kollontay. Pero esta parte de las cartas, por ahora, no ha sido publicada; lo será cuando se inicie la campaña contra Bujarin[208].

Por otra parte, una serie de documentos, artículos y discursos de Lenin de gran valor, de actas, cartas, etc., siguen sin publicar únicamente porque dejan mal parados a Stalin y compañía o destruyen la leyenda del trotskismo. No ha quedado literalmente nada incólume de la historia de las tres revoluciones rusas, lo mismo que de la del partido: las teorías, los hechos, las tradiciones, la herencia de Lenin han sido sacrificados en aras de la lucha contra el «trotskismo», la cual, desde que Lenin cayó enfermo, fue concebida y organizada como una lucha personal contra Trotsky y se ha desarrollado, de hecho, como una lucha contra el marxismo.

Se ha confirmado nuevamente que lo que aparentemente consiste en remover antiguas discusiones habitualmente viene a satisfacer una necesidad social presente, de la cual no se tiene conciencia y que en sí, no tiene nada que ver con los debates pasados. La campaña contra el «viejo trotskismo» no ha sido, en realidad, más que una campaña contra las tradiciones de Octubre, las cuales han ido haciéndose cada día más insoportables y oprimentes para la nueva burocracia. Se ha aplicado el calificativo de «trotskismo» a todo aquello que pesaba y cohibía. De este modo, la lucha contra el trotskismo ha venido a convertirse, poco a poco, en la expresión de una reacción teórica y política en los medios no proletarios, y en parte en los proletarios, y en el reflejo de dicha reacción en el partido. En particular, la contraposición caricaturesca, históricamente deformada, de la revolución permanente a la «alianza con el campesino» preconizada por Lenin, brotó íntegra en 1923, conjuntamente con el período de reacción social y política y en el partido, como una de sus manifestaciones más relevantes, como el antagonismo orgánico del burócrata y de los propietarios hacia la revolución mundial, con sus conmociones «permanentes» como signo de la propensión propia del pequeño burgués y del funcionario al orden y a la tranquilidad. La campaña rencorosa contra la revolución permanente no sirvió a su vez más que para desbrozar el camino a la teoría del socialismo en un solo país, esto es, al nacionalismo de nuevo cuño. Naturalmente, estas nuevas raíces sociales de la lucha contra el «trotskismo» no demuestran nada por sí mismas en favor o en contra de la teoría de la revolución permanente. Pero, sin la comprensión de estas raíces ocultas, el debate tomaría inevitablemente un carácter académico y estéril.

Durante estos años no podía imponerme el abandono de los nuevos problemas y volver a las viejas discusiones relacionadas con el período de la Revolución de 1905, por cuanto se referían principalmente a mi pasado y estaban artificialmente dirigidas contra el mismo.

Para dilucidar las viejas divergencias y, particularmente, mis antiguos errores en relación con las condiciones que los engendraron y dilucidarlos de un modo tan completo que resulten comprensibles a la nueva generación, sin hablar ya de los viejos que han caído en la infancia política, se necesita todo un libro. Parecía absurdo emplear el tiempo propio y el ajeno en esto, cuando figuraban constantemente a la orden del día nuevos problemas de inmensa importancia: la Revolución alemana, la marcha de Inglaterra, las relaciones entre los Estados Unidos y Europa, los problemas planteados por las huelgas del proletariado británico, los fines de la Revolución china y finalmente, y en primer lugar, nuestras contradicciones económicas y político-sociales internas y nuestra misión. Todo esto era, a mi juicio, suficiente para justificar el que dejara constantemente de lado mi trabajo histórico-polémico sobre la revolución permanente. Pero la conciencia social no soporta el vacío. Durante estos últimos años el vacío teórico ha sido llenado, como ya he dicho, con la basura del antitrotskismo. Los epígonos, los filósofos y peones de la reacción en el partido se deslizaron hacia abajo, fueron a aprender a la escuela del obtuso menchevique Martinov, pisotearon las doctrinas de Lenin, se debatían en un cenagal, y a todo esto lo llamaban lucha contra el trotskismo. Durante estos años no han producido ningún trabajo más o menos serio o importante que se pueda citar en voz alta sin sonrojarse, ningún juicio político que haya perdurado, ninguna previsión que se haya visto confirmada, ni una sola consigna independiente que nos haya hecho avanzar ideológicamente. Insignificancia y vulgaridad por doquier.

Las Cuestiones del leninismo, de Stalin, representan en sí una codificación de esta escoria ideológica, un manual oficial de la indigencia mental de esa gente, una colección de vulgaridades numeradas (y conste que me esfuerzo en dar las definiciones más moderadas posibles).

El Leninismo, de Zinoviev, es… eso, un leninismo a lo Zinoviev, ni más ni menos. Su principio es casi el mismo que el de Lutero: pero mientras que Lutero decía [«sostengo esto y no puedo sostener otra cosa», Zinoviev dice: «Sostengo esto, pero… podría también sostener otra cosa». La asimilación de estos frutos teóricos de los epígonos es igualmente insoportable, con la diferencia de que la lectura del Leninismo, de Zinoviev, causa la sensación de que se atraganta uno con algodón en rama, mientras que las Cuestiones de Stalin, producen la sensación física de cerdas cortadas en pequeños trozos. Estos dos libros reflejan y coronan, cada cual a su modo, la época de la reacción ideológica.

Al adaptar y subordinar todas las cuestiones al «trotskismo» —desde la derecha, desde la izquierda, desde arriba, desde abajo, desde delante y desde atrás—, los epígonos han cometido la proeza de colocar todos los acontecimientos internacionales en dependencia directa o indirecta con relación al aspecto que tomaba la teoría de la revolución permanente de Trotsky en 1905. La leyenda del «trotskismo», repleta de falsificaciones, se ha convertido en una especie de factor de la historia presente. Y si bien durante estos últimos años la orientación del bloque derechista-centrista se ha visto comprometida en todos los ámbitos del planeta por una serie de bancarrotas de importancia histórica, la lucha contra la ideología centrista de la Internacional Comunista sería ya actualmente inconcebible o, por lo menos, extremadamente difícil sin la valoración de las discusiones y los pronósticos que tienen su origen en los comienzos de 1905.

La resurrección del pensamiento marxista, y por consiguiente leninista, en el partido, es inconcebible sin un auto de fe de todo el desecho de los epígonos, sin la ejecución teórica implacable de los ejecutores del aparato burocrático. Escribir un libro así no tiene, en rigor, nada de difícil. Existen todos los elementos. Y sin embargo, tropieza uno con dificultades porque, para emplear las palabras del gran satírico Saltikov, se ve uno forzado a descender a la región de los «efluvios primarios» y permanecer largo tiempo en esa atmósfera poco agradable. Sin embargo, este deber se ha convertido en absolutamente inaplazable, pues la lucha contra la revolución permanente sirve directamente de base a la defensa de la línea oportunista en los problemas de Oriente, esto es, de más de la mitad de la Humanidad.

Había emprendido ya este trabajo tan poco atractivo —la polémica teórica con Zinoviev y Stalin, dejando los libros de nuestros clásicos para las horas de descanso (también los buzos se ven obligados a subir de vez en cuando a la superficie para respirar aire fresco)— cuando, inesperadamente para mí apareció un artículo de Radek consagrado a oponer, de un modo más «profundo», a la teoría de la revolución permanente las ideas de Lenin sobre esta misma cuestión. En un principio me proponía dejar a un lado el trabajo de Radek, a fin de no distraerme de la mezcla de algodón en rama y de cerda desmenuzada que me había deparado el destino. Pero una serie de cartas amistosas me indujeron a leer atentamente ese trabajo y llegué a la siguiente conclusión: para el limitado círculo de personas que piensan por cuenta propia y no por orden y que estudian concienzudamente el marxismo, el trabajo de Radek es más pernicioso que la literatura oficial, así como el oportunismo en política es tanto más peligroso cuanto más disfrazado aparece y cuanto mayor es la reputación personal que lo cubre. Radek es uno de mis amigos políticos más afines, como lo han demostrado suficientemente los acontecimientos de estos últimos tiempos. Pero durante los últimos meses una serie de camaradas seguían inquietos la evolución de este hombre y le veían pasar de la extrema izquierda de la oposición a su ala derecha. Todos los amigos de Radek sabemos que sus brillantes dotes políticas y literarias coinciden con una impulsividad y una impresionabilidad excepcionales, cualidades que en el trabajo colectivo son una fuente valiosa de iniciativa y de crítica, pero que en las condiciones creadas por la dispersión pueden dar frutos completamente distintos. El último trabajo de Radek —junto con una serie de manifestaciones precedentes— obliga a reconocer que ha perdido la brújula o que ésta se halla bajo la influencia de una anomalía magnética prolongada. El trabajo de Radek a que nos referimos no es, ni mucho menos, una excursión histórica por el pasado; no, es un apoyo, no del todo consciente y no por ello menos nocivo, que presta al rumbo oficial con toda su mitología teórica.

La función política de la lucha actual contra el «trotskismo», caracterizada más arriba, no significa, ni que decir tiene, que en el interior de la oposición misma, que se formó como reducto marxista contra la reacción político-ideológica, sea inadmisible la crítica, en particular, la de mis antiguas divergencias con Lenin. Al revés, una labor así, de autoclarificación encaminada a hacer una limpia en las propias filas, sólo puede ser fructífera. Pero, en este caso, era preciso observar profundamente las perspectivas históricas, trabajar seriamente en el estudio de las fuentes de origen y dilucidar las antiguas diferencias a la luz de la lucha actual. Nada de esto hay en el trabajo de Radek. Como no dándose cuenta de ello, se incorpora simplemente al frente de lucha contra el «trotskismo», valiéndose no sólo de extractos seleccionados de un modo unilateral, sino de la interpretación oficial, profundamente falsa, de los mismos. Allí donde al parecer se separa de la campaña oficial, lo hace de un modo tan equívoco, que presta a la misma el doble apoyo de testigo «imparcial». Como sucede siempre con los resbalones ideológicos, en el último trabajo de Radek no hay ni la sombra de su penetración política y de su maestría literaria. Es un trabajo sin perspectivas, sin las tres dimensiones, compuesto únicamente a base de extractos, y, por esto, un trabajo a ras de tierra.

¿A qué necesidad política debe su origen? A las divergencias surgidas entre Radek y la mayoría aplastante de la oposición con respecto a los problemas de la Revolución china. Se emiten, es verdad, opiniones aisladas en el sentido de que los problemas chinos «no son actuales». (Preobrazhensky); pero a estas opiniones no se puede ni tan siquiera contestar seriamente. El bolchevismo creció y se formó definitivamente sobre la crítica y el estudio de la experiencia de 1905, cuando ésta acababa de ser vivida directamente por la primera generación de bolcheviques. ¿Cómo puede ser de otro modo, en qué otro acontecimiento pueden aprender actualmente las nuevas generaciones de revolucionarios proletarios si no es en la experiencia fresca, caliente todavía de sangre, de la Revolución china? Sólo los pedantes insulsos pueden hablarnos de «aplazar» estos problemas, con el fin de estudiarlos después, en las horas de asueto, en una atmósfera de tranquilidad. Los bolcheviques-leninistas no pueden hacer esto; tanto menos cuanto que las revoluciones orientales están aún sobre el tapete y nadie puede decirnos cuándo acabarán.

Radek, que ocupa una posición falsa en las cuestiones de la Revolución china, intenta fundamentar retrospectivamente esta posición exponiendo de un modo unilateral y deformado mis antiguas divergencias con Lenin. Y al llegar aquí se ve obligado a utilizar armas del arsenal ajeno y navegar sin rumbo por aguas extrañas.

Radek es amigo mío, pero me es mucho más amiga y más cara la verdad. Nuevamente me veo obligado, para contradecirle, a aplazar un trabajo más amplio sobre los problemas de la revolución. Los problemas planteados en él son demasiado importantes para desdeñarlos. Tropiezo, al acometerlos, con tres dificultades: la abundancia y variedad de los errores en el trabajo de Radek; la profusión de hechos históricos y documentales que lo refutan en el transcurso de veintitrés años (1905-1928); el poco tiempo que puedo dedicar a este trabajo, pues en la actualidad ocupan lugar primordial los problemas económicos de la URSS.

Todas estas circunstancias determinan el carácter del presente trabajo, el cual no agota la cuestión. Mucho queda en él por decir, en parte porque lo hemos dicho ya en otros trabajos anteriores, sobre todo en la Critica del Programa de la Internacional Comunista. Hay una gran cantidad de materiales sobre esta cuestión recogidos por mí que no han sido utilizados, en espera del libro que me propongo escribir contra los epígonos, esto es, contra la ideología oficial del período de reacción.

El trabajo de Radek sobre la revolución permanente se apoya en la siguiente conclusión:

La nueva fracción del partido (oposición) se ve amenazada por el peligro de la aparición de tendencias que divorcian a la revolución proletaria, en su desarrollo, de su aliado fundamental: los campesinos.

Suscita inmediatamente asombro el hecho de que esta conclusión con respecto a la «nueva» fracción del partido sea formulada en la segunda mitad del año 1928 como algo nuevo, cuando la venimos oyendo sin interrupción desde el otoño de 1923. ¿Cómo fundamenta Radek su inclinación hacia la tesis oficial preponderante? Tampoco en este caso sigue nuevos caminos; no hace más que volver a la teoría de la revolución permanente. En 1924-1925 Radek se dispuso en varias ocasiones a escribir un folleto destinado a demostrar que la teoría de la revolución permanente y la consigna de la dictadura democrática del proletariado y de los campesinos, formulada por Lenin, tomadas en su alcance histórico, esto es, a la luz de las tres revoluciones vividas por nosotros, no se contraponían entre sí, sino que, a la inversa, coincidían fundamentalmente. Ahora, al estudiar «nuevamente» dicho problema —como escribe a uno de sus amigos—, ha llegado a la conclusión de que la antigua teoría de la revolución permanente amenaza a la «nueva» fracción del partido nada menos que con el peligro del divorcio con los campesinos.

¿Cómo ha «estudiado» la cuestión Radek? El mismo se encarga de comunicarnos algunos datos a este respecto:

No tenemos a mano las formulaciones presentadas en 1905 por Trotsky en su introducción a La guerra civil en Francia, de Marx, y en el mismo año en Nuestra Revolución.

Las fechas que da Radek no son totalmente exactas; pero no vale la pena detenerse en ello. El único trabajo en que expuse, en una forma más o menos sistemática, mis ideas acerca del desarrollo de la revolución es el extenso artículo Resultados y perspectivas (p. 224-286 del libro Nuestra Revolución, Petersburgo, 1906). Mi artículo publicado en el órgano polaco de Rosa Luxemburgo y Tischko[209] (1909) —al cual Radek alude, resumiéndolo, ¡ay!, según una referencia de Kamenev— no pretendía, ni mucho menos, exponer mis puntos de vista de un modo definitivo y completo. Teóricamente se apoyaba en mi libro Nuestra Revolución, citado más arriba. Nadie está obligado actualmente a leer dicho libro. Desde entonces han tenido lugar acontecimientos tales y hemos aprendido tanto de ellos, que tengo que reconocer que me repugna la manera actual de los epígonos de examinar los nuevos problemas históricos, no a la luz de la experiencia viva de las revoluciones realizadas por nosotros, sino a la luz principalmente de citas que se refieren únicamente a la previsión hecha por nosotros de las revoluciones futuras. Con ello no quiero, naturalmente, negarle a Radek el derecho de enfocar la cuestión asimismo desde el punto de vista histórico-literario. Pero, si se hace, hay que hacerlo como es debido. Radek intenta dilucidar la suerte que le haya cabido a la teoría de la revolución permanente en el transcurso de casi un cuarto de siglo, y, al hacerlo, observa de paso que «no tiene a mano» precisamente los trabajos en que esta teoría mía está expuesta.

Dejaré fijado aquí que Lenin, como he visto confirmado con particular evidencia ahora al leer sus viejos artículos, no llegó nunca a conocer el trabajo fundamental a que he aludido más arriba. Esto se explica, por lo visto, no sólo por la circunstancia de que la tirada del libro Nuestra Revolución, publicado en 1906, fuera confiscada casi inmediatamente cuando ya todos nosotros nos hallábamos en la emigración, sino acaso también por el hecho de que los dos tercios del citado libro estaban formados por antiguos artículos y de que muchos camaradas —como pude comprobar después— no lo leyeron por considerarlo una compilación de trabajos ya publicados. En todo caso, las observaciones polémicas dispersas, muy poco numerosas, de Lenin contra la revolución permanente se basan casi exclusivamente en el prefacio de Parvus a mi folleto Antes del 9 de enero, en su proclama, que yo entonces desconocía, Sin zar, y en los debates internos de Lenin con Bujarin y otros. Nunca ni en parte alguna analiza ni cita Lenin, ni de paso, mis Resultados y perspectivas, y algunas de las objeciones de Lenin contra la revolución permanente, que evidentemente no pueden referirse a mí, atestiguan directamente que no leyó dicho trabajo[210].

Sería absurdo, no obstante, pensar que el «leninismo» de Lenin consiste precisamente en esto. Y, sin embargo, tal es, por lo visto, la opinión de Radek. En todo caso, el artículo que analizo atestigua no sólo que aquél «no tiene a mano» mis trabajos fundamentales, sino que, al parecer, no los ha leído nunca, y que si los ha leído ha sido hace mucho tiempo, antes de la Revolución de Octubre, y que, sea de esto lo que quiera, ha conservado muy poco en la memoria de dicha lectura.

Pero no es esto todo. Si en 1905 o en 1909 era admisible y aún inevitable, sobre todo en las condiciones creadas por la escisión, que polemizáramos los unos con los otros sobre artículos de interés candente en aquel entonces y aún sobre determinadas frases de ciertos artículos, ahora, al hacer un examen retrospectivo de un gigantesco período histórico, el revolucionario marxista no puede dejar de formularse la siguiente interrogación: ¿Cómo fueron aplicadas en la práctica las fórmulas debatidas, cómo fueron interpretadas y encarnadas en la acción? ¿Cuál fue la táctica?

Si Radek se hubiera tomado la molestia de hojear, aunque no fuera más que las dos primeras partes de Nuestra primera Revolución (1905), no se habría arriesgado a escribir su trabajo actual, o, en todo caso, habría suprimido del mismo muchas de sus atrevidas afirmaciones. Al menos, quiero esperarlo así.

Estos dos libros le habrían demostrado ante todo a Radek que la revolución permanente no significaba, ni mucho menos, para mí, en la actuación política, la aspiración de saltar la etapa revolucionaria democrática y otras fases más secundarias, se habría persuadido de que, a pesar de que durante todo el año 1905 residí clandestinamente en Rusia, sin contacto con la emigración, formulé las etapas de la revolución absolutamente igual que Lenin; habría sabido que las proclamas principales dirigidas a los campesinos y publicadas por la imprenta bolchevique central en 1905, fueron escritas por mí; que el Nóvaya Jizn (La Nueva Vida), dirigido por Lenin, defendió decididamente en una nota de redacción mi artículo sobre la revolución permanente publicado en el Nachalo (El Principio); que el Nóvaya Jizn, de Lenin, y a veces éste personalmente, sostuvieron y defendieron invariablemente las resoluciones políticas del Soviet de diputados, de las cuales era yo autor y fui ponente en nueve casos de cada diez; que después del desastre de diciembre escribí desde la cárcel un folleto en el cual consideraba problema estratégico central la combinación de la ofensiva proletaria con la revolución agraria de los campesinos; que Lenin imprimió este folleto en la editorial bolchevique Nóvaya Volna (La Nueva Ola), comunicándome por medio de Kunniank su decidida conformidad; que en el Congreso celebrado en Londres en 1907 Lenin habló de mi «solidaridad» con el bolchevismo en lo que respectaba a la actitud ante los campesinos y la burguesía liberal. Todo esto, para Radek, no existe: tampoco lo tenía a mano, por lo visto.

¿Pero cómo está de informado Radek en lo que se refiere a los trabajos de Lenin? Poco más o menos lo mismo. Se limita únicamente a citar los textos en que Lenin me atacaba a mí. Pero queriendo referirse muchas veces no a mí, sino a otros (por ejemplo, a Bujarin y al propio Radek: este mismo hace una franca indicación sobre el particular). Radek no ha conseguido reproducir ni una sola cita nueva contra mí: se ha limitado a utilizar los extractos ya preparados y dispuestos y que, en la actualidad, casi cada ciudadano de la URSS «tiene a mano», añadiendo únicamente unas cuantas citas en las que Lenin explica a los anarquistas y social revolucionarios algunas verdades elementales sobre la diferencia entre república burguesa y socialismo, con la particularidad de que, según él, estas citas están asimismo dirigidas contra mí. ¡Parece inverosímil, y sin embargo es verdad!

Radek prescinde en absoluto de las antiguas declaraciones de Lenin en que éste, de un modo muy discreto, muy sobrio, pero, y por esto mismo, con tanto mayor peso, comprueba mi solidaridad con el bolchevismo en las cuestiones revolucionarias fundamentales. No hay que olvidar ni un instante que estas declaraciones fueron formuladas cuando yo no pertenecía a la fracción bolchevique y Lenin me atacaba implacablemente (y con toda razón), no a causa de la revolución permanente, sobre la cual se limitaba a hacer algunas objeciones episódicas, sino de mi tendencia a la conciliación con los mencheviques, en cuya evolución a izquierda yo confiaba. A Lenin le preocupaba más la lucha contra la tendencia conciliadora que la «justicia» de tales o cuales ataques polémicos contra el «conciliador». Trotsky.

En 1924, Stalin, defendiendo contra mis ataques la conducta de Zinoviev en Octubre, escribía:

El camarada Trotsky no ha comprendido las cartas de Lenin (sobre Zinoviev. L. T)., su significación, el fin que se proponían. Lenin en sus cartas, se adelanta, a veces, deliberadamente, colocando en primer término los errores que pueden ser cometidos, criticándolos de antemano con el fin de poner en guardia al partido y preservarle de los mismos, o bien, a veces, con el mismo fin pedagógico, exagera una «pequeñez» y «hace de una mosca un elefante»… Pero deducir de cartas análogas (y Lenin escribió no pocas de éstas) la existencia de divergencias trágicas y hablar de ello a voz en cuello, significa no comprender las cartas de Lenin, no conocer a éste. (I. Stalin, ¿Trotskysmo o leninismo?, 1924).

La idea está formulada aquí de un modo un poco grosero «el estilo es el hombre», pero en sustancia es justa, aunque pueda aplicarse menos que a nada a las divergencias de Octubre, que no tienen nada de «moscas». Pero si Lenin recurría a las exageraciones «pedagógicas» y a la polémica preventiva con respecto a sus compañeros de fracción, con tanto mayor motivo lo hacía con respecto a un hombre que se hallaba en aquel entonces fuera de la fracción bolchevique y que predicaba la conciliación. A Radek ni tan siquiera se le ha ocurrido aplicar a los viejos textos que cita este indispensable coeficiente de enmienda.

En el Prefacio de 1922 a mi libro 1905, decía yo que la previsión de la posibilidad y probabilidad de la dictadura del proletariado en Rusia antes que en los países avanzados se vio confirmada en la práctica doce años después. Radek, siguiendo otros ejemplos poco decorosos, presenta las cosas tal como si yo opusiera esta previsión a la línea estratégica de Lenin. Sin embargo, de mi prefacio se deduce con toda claridad que tomo la previsión de la revolución permanente en los rasgos fundamentales en que coincide con la línea estratégica del bolchevismo. Si en una de las notas hablo del «rearme» del partido a principios de 1917, no lo hago en el sentido de que Lenin hubiera reconocido como «erróneo» el camino seguido precedentemente por el partido sino en el de que, felizmente para la revolución, llegó a Rusia con retraso, pero, así y todo, con la oportunidad suficiente para enseñar al partido a renunciar a la consigna de la «dictadura democrática», que había dado ya todo lo que podía dar de sí, y a la cual seguían aferrados los Stalin, los Kamenev, los Rikov, los Molotov, etc. Se comprende que la alusión al «rearme» provocara la indignación de los Kamenev, pues contra ellos iba. Pero ¿por qué la de Radek? Éste no empezó a indignarse hasta 1928, esto es, después que él mismo se opuso al necesario «rearme» del Partido Comunista chino.

Recordaré a Radek que, en vida de Lenin, mis libros 1905 (junto con el incriminado prefacio) y La Revolución de Octubre, desempeñaron el papel de manuales históricos fundamentales con respecto a ambas revoluciones, y fueron editados y reeditados gran número de veces en ruso y en idiomas extranjeros. Nunca me había dicho nadie que en mis libros hubiera la contraposición de dos líneas, pues entonces, cuando los epígonos no habían iniciado aún la revisión, todo miembro del partido con sentido común no subordinaba la experiencia de Octubre a los viejos textos, sino que examinaba estos últimos a la luz de la Revolución de Octubre.

Con esto se halla relacionada una circunstancia de que Radek abusa de un modo completamente imperdonable: es un hecho —repite— que Trotsky ha reconocido que Lenin tenía razón contra él. Naturalmente que lo he reconocido, y en este reconocimiento no hay ni un ápice de diplomacia. Me refería a todo el camino histórico de Lenin, a toda su posición táctica, a su estrategia, a su organización del partido. Pero este reconocimiento, naturalmente, no afecta a cada cita polémica por separado, interpretada hoy, por añadidura, con fines adversos al leninismo. Radek me había advertido ya en 1926, en el período del bloque con Zinoviev, que mi declaración sobre la razón de Lenin le era necesaria a aquél para cubrir, aunque no fuera más que un poco, su falta de razón contra mí. Ni qué decir tiene que esto lo comprendía yo perfectamente. He aquí por qué dije en la séptima reunión plenaria del Comité ejecutivo de la Internacional Comunista que me refería a la corrección histórica de Lenin y de su partido, y no, en general, a la de mis críticos actuales, los cuales intentan cubrirse con citas de Lenin deformadas. Hoy, sintiéndolo mucho, tengo que hacer extensivas estas palabras a Radek.

Con respecto a la revolución permanente, hablaba únicamente de las «lagunas» de la teoría, con tanto mayor motivo inevitables cuanto que se trataba de una medición. Bujarin, en esta misma reunión plenaria, subrayó, con razón, que Trotsky no renunciaba en conjunto a su concepción. Hablaré de las «lagunas» en otro trabajo, más vasto, en el cual intento presentar de un modo coherente la experiencia de tres revoluciones, aplicándola a la senda que debiera seguir la Internacional Comunista, sobre todo en Oriente. Aquí, para no dar lugar a ningún equívoco, diré brevemente: a pesar de todas sus lagunas, la teoría de la revolución permanente, tal como está expuesta incluso en mis primeros trabajos, ante todo en Resultados y perspectivas (1906), se halla inconmensurablemente más impregnada de espíritu marxista, y por consiguiente, inconmensurablemente más cerca de la línea histórica de Lenin y del partido bolchevique, no sólo que las divagaciones actuales de Stalin y Bujarin, sino también que el último trabajo de Radek.

Con esto, no quiero decir, ni mucho menos, que la idea de la revolución presente en todos mis escritos una línea siempre idéntica e inquebrantable. Me he dedicado no a coleccionar una serie de antiguas citas —a esto obliga en la actualidad únicamente el período de reacción en el partido y de hegemonía de los epígonos—, sino a apreciar, acertada o desacertadamente, los procesos reales de la vida. En el transcurso de doce años (1905-1917) de actividad de publicista revolucionario, hay artículos en los cuales las circunstancias e incluso las exageraciones polémicas dictadas por ellas cobran demasiado relieve, quebrantando incluso la línea estratégica. Se pueden encontrar, por ejemplo, artículos en los cuales expresaba mis dudas con respecto al futuro papel revolucionario de todos los campesinos como clase, y, en relación con ello, me negaba, sobre todo durante la guerra imperialista, a aplicar a la futura Revolución rusa el calificativo de «nacional», por considerarlo equívoco. Pero es preciso no olvidar que los procesos históricos que nos interesan, y entre ellos los efectuados en el campo, son infinitamente más claros ahora, cuando hace ya tiempo que se han realizado, que en aquella época durante la cual no hacían más que desenvolverse. Observaré además que Lenin, que no perdía nunca de vista el problema campesino en todo su gigantesco alcance histórico, y de quien aprendimos todo esto, ya después de la Revolución de Febrero no veía aún con claridad si conseguiríamos arrancar los campesinos a la burguesía y arrastrarlos detrás del proletariado. En general, diré a mis rigurosos críticos que les es mucho más fácil encontrar en el transcurso de una hora contradicciones formales en los artículos periodísticos ajenos publicados en el transcurso de un cuarto de siglo, que mantener la unidad de la línea fundamental, aunque no sea más que en el transcurso de un año.

Queda todavía por señalar en estas líneas de introducción una consideración de orden completamente ritual: si la teoría de la revolución permanente hubiera sido acertada —dice Radek—, Trotsky habría conseguido reunir sobre esa base una gran fracción. Como esto no sucedió, significa… que la teoría era errónea.

El argumento de Radek, tomado en su aspecto general, no tiene ni por asomo nada de común con la dialéctica. De dicho argumento se puede sacar la conclusión de que el punto de vista de la oposición con respecto a la Revolución china o la posición de Marx con referencia a los asuntos británicos, eran erróneos; que lo es asimismo la posición de la Internacional Comunista con respecto a los reformistas en Estados Unidos, en Austria, y, si se quiere, en todos los demás países.

Si se toma el argumento no en su aspecto «histórico-filosófico» general, sino aplicándolo únicamente a la cuestión que nos interesa, se vuelve contra el propio Radek. El argumento podría tener una sombra de sentido si yo considerara o, lo que es más importante, si los acontecimientos hubieran demostrado que la línea de la revolución permanente se halla en contradicción con la línea estratégica del bolchevismo, es opuesta a la misma y difiere cada vez más de ella; sólo entonces habría una base para dos fracciones. Esto es precisamente lo que quiere demostrar Radek. Yo demuestro, por el contrario, que, a pesar de todas las exageraciones engendradas por las polémicas intestinas, a pesar del carácter agudo que pudiera tomar la cuestión en determinadas circunstancias, la línea estratégica fundamental era la misma. ¿Dónde podía tomar su origen una segunda fracción? En realidad, lo que sucedió fue que durante la primera revolución actué en estrecho contacto con los bolcheviques y luego defendí esta labor común en la prensa internacional contra la crítica, propia de renegados, del menchevismo. En la Revolución de 1917 luché, junto con Lenin, contra el oportunismo democrático de esos mismos «viejos bolcheviques» que actualmente ha sacado a flote el período de reacción sin más arma que la persecución desatada contra la revolución permanente.

Finalmente, no intenté jamás fundar un grupo sobre la base de la idea de la revolución permanente. Mi posición en el interior del partido era conciliadora, y si, en momentos determinados, aspiré a crear un grupo, fue precisamente sobre esta base. Mi tendencia conciliadora se desprendía de una especie de fatalismo socialrevolucionario. Consideraba que la lógica de la lucha de clases obligaría a ambas fracciones a actuar de acuerdo y con el mismo rumbo ante la revolución. En aquel entonces, yo no veía claro todavía el gran sentido histórico de la política, sostenida por Lenin, de delimitación ideológica y de escisión, allí donde fuera necesaria, a fin de forjar y templar un verdadero partido revolucionario. En 1911 Lenin escribía, a este propósito:

La tendencia conciliadora es la suma de aspiraciones, de estados de espíritu, de opiniones indisolublemente ligados con la esencia misma de la misión histórica planteada al Partido socialdemócrata obrero ruso en la época de contrarrevolución de 1908-1911. Por esto, en el período mencionado, una serie de socialdemócratas se inclina hacia la tendencia conciliadora, partiendo de las premisas más diversas. El que de un modo más consecuente expresó la tendencia conciliadora fue Trotsky, que fue también casi el único que intentó basar dicha tendencia en un fundamento teórico. (Obras, XI, parte II, pág. 371).

Al aspirar a la unidad a toda costa, involuntaria e inevitablemente, yo idealizaba las tendencias centristas del menchevismo. A pesar de las tentativas episódicas que realicé en tres ocasiones, no llegué, ni podía llegar, a una actuación común con los mencheviques. Al mismo tiempo, la línea conciliadora me oponía de un modo tanto más acentuado al bolchevismo cuanto que Lenin combatía implacablemente, y no podía dejar de combatir, dicha línea. Y sobre la plataforma conciliadora, naturalmente, no se podía crear ninguna fracción.

De aquí se desprende una lección, a saber: que es inadmisible y funesto quebrantar o atenuar la línea política con el fin de obtener una conciliación vulgar; que es inadmisible pintar con bellos colores el centrismo cuando éste zigzaguea hacia la izquierda; que es inadmisible exagerar e hinchar las divergencias con los verdaderos correligionarios revolucionarios, con el fin de alcanzar los fuegos fatuos del centrismo. He aquí cuáles son las verdaderas lecciones de los verdaderos errores de Trotsky. Estas lecciones son muy importantes, y siguen conservando en la actualidad todo su vigor. Y Radek haría bien en meditar sobre ellas.

* * *

Stalin, con ese cinismo ideológico que le es habitual, dijo en cierta ocasión:

Trotsky no puede ignorar que Lenin luchó contra la teoría de la revolución permanente hasta el fin de sus días. Pero esto, a Trotsky no le inmuta. (Pravda, N.º 262, 12-11-26).

Es ésta una caricatura grosera y desleal, tanto vale decir netamente stalinista, de la realidad. En uno de sus mensajes a los comunistas extranjeros, Lenin decía que las divergencias entre comunistas no tenían nada de común con las divergencias existentes en el seno de la socialdemocracia. El bolchevismo —decía— había pasado ya por divergencias semejantes en el pasado. Pero

en el momento de la conquista del poder y de la creación de la República soviética, el bolchevismo apareció unido, se atrajo a lo mejor de las tendencias del pensamiento socialista que le eran afines. (Obras, XVI, p. 333).

¿A qué tendencias socialistas afines se refería Lenin al escribir esto? ¿A Martinov[211] y a Kuusinen[212]? ¿A Cachin[213] y Thaelmann[214] y Smeraf[215]? ¿Eran ellos los que parecían a Lenin «lo mejor de las tendencias afines»? ¿Qué tendencia había más afín al bolchevismo que la que yo representaba en todas las cuestiones fundamentales, la de los campesinos inclusive? La misma Rosa Luxemburgo se apartó en los primeros momentos de la política agraria del Gobierno bolchevista. Para mí, no había dudas. Yo era el único que estaba sentado a la misma mesa con Lenin cuando éste escribió con lápiz su proyecto de decreto agrario. Y el cambio de impresiones se redujo a lo sumo a una docena de breves réplicas, cuyo sentido era el siguiente: el paso dado es contradictorio, pero de una necesidad histórica absoluta; con la existencia de la dictadura del proletariado, en el terreno de la revolución mundial, las contradicciones desaparecerán; es todo cuestión de tiempo.

Si entre la teoría de la revolución permanente y la dialéctica leninista ante el problema campesino había una contradicción capital, ¿cómo puede Radek explicar el hecho de que yo, sin renunciar a mis ideas fundamentales sobre la marcha de la revolución no vacilase en 1917 con respecto a la cuestión campesina, contrariamente a lo que les ocurrió a la mayoría de los dirigentes bolcheviques de aquel entonces? ¿Cómo explica Radek el hecho de que los actuales teóricos y políticos del antitrotskismo —Zinoviev, Kamenev, Stalin, Rikov, Molotov, etc.—, adoptaran todos, sin excepción, después de la Revolución de Febrero, una posición democrática vulgar y no proletaria? Lo repito: ¿a quién podía referirse Lenin al hablar de la fusión con el bolchevismo de los mejores elementos de las tendencias que le eran más afines? ¿Y no demuestra acaso ese balance final que hace Lenin de las pasadas divergencias que, en todo caso, no veía dos líneas estratégicas irreconciliables?

Más notable aún, en este sentido, es el discurso de Lenin en la sesión del Soviet de Petrogrado del 1 (14) de noviembre de 1917[216]. En dicha reunión se examinaba la cuestión del acuerdo con los mencheviques y socialistas revolucionarios. Los partidarios de la coalición intentaron también, a decir verdad, muy tímidamente, hacer una alusión al «trotskismo». ¿Qué contestó Lenin?

… ¿El acuerdo? Ni tan siquiera puedo hablar de esto seriamente. Trotsky dijo hace tiempo que la unificación era imposible. Trotsky comprendió esto, y desde entonces no ha habido mejor bolchevique que él.

No la revolución permanente, sino la tendencia conciliadora; he aquí lo que, a juicio de Lenin, me separaba del bolchevismo. Para que pudiera convertirme en el mejor de los bolcheviques sólo me era necesario comprender, como hemos oído, la imposibilidad del acuerdo con el menchevismo.

Sea como sea, ¿cómo explicar el viraje en redondo dado por Radek precisamente en la cuestión de la revolución permanente? Parece existir uno de los elementos de explicación. Como vemos por su artículo, Radek era en 1916 solidario de la «revolución permanente» en la interpretación de Bujarin, el cual consideraba que la revolución burguesa en Rusia estaba terminada —no sólo el papel histórico de la burguesía ni el papel histórico de la consigna de la dictadura democrática, sino la revolución burguesa como tal— y que el proletariado debía lanzarse a la conquista del poder bajo una bandera puramente socialista. Evidentemente, Radek interpretaba bujarinistamente mi posición de entonces: de no ser así, no hubiera podido solidarizarse al mismo tiempo conmigo y con Bujarin. Esto explica por qué Lenin polemizaba con Bujarin y Radek, con los cuales actuaba conjuntamente, aplicándoles el seudónimo de Trotsky (Radek reconoce esto en su artículo). Recuerdo que en las conversaciones sostenidas en aquel entonces en París, me asustaba con su «solidaridad» problemática en esta cuestión M. N. Pokrovski[217], copartícipe de las ideas de Bujarin y constructor inagotable de esquemas históricos, barnizados muy hábilmente de marxismo. En política, Pokrovsky era y sigue siendo un «antikadete» (anti-K.D.)[218], tomando esto sinceramente por bolchevismo.

En 1924-1925 vivía todavía Radek en el recuerdo ideológico de la posición de Bujarin en 1916, la cual seguía identificando con la mía. Desengañado legítimamente de esta desventurada posición, Radek, como sucede a menudo en tales casos, después de un estudio superficial de Lenin, describe sobre mi cabeza un círculo de 180.º. Es muy probable, pues es típico. Del mismo modo Bujarin, que en 1923-1925 viró en redondo, convirtiéndose de extremista de izquierda en oportunista, me atribuye constantemente su propio pasado ideológico presentándolo como «trotskismo». En el primer período de la campaña contra mí, cuando me imponía a veces la lectura de los artículos de Bujarin, me preguntaba con frecuencia: ¿De dónde ha sacado esto? Pero después lo adiviné: consultaba su dietario de ayer. He aquí por qué me pregunto si en la conversión contrapostólica del Pablo de la revolución permanente que Radek era ayer, en el Saulo de esta última no hay la misma base psicológica. No me atrevo a insistir en esta hipótesis. Pero no he podido hallar otra explicación.

* * *

Sea como sea, según la expresión francesa, la botella ha sido descorchada y hay que apurarla hasta el fondo. Tendremos que efectuar una larga excursión por la región de los viejos textos. He reducido las citas todo cuanto me ha sido posible. Pero, así y todo, son numerosas. Sírvame de justificación el esfuerzo constante que efectúo para tender un hilo entre este manoseo de viejas citas que me ha sido impuesto y los problemas candentes de nuestros días.

2. La revolución permanente no es el «salto» del proletariado, sino la transformación del país bajo su dirección

Radek dice:

El rasgo fundamental que distingue de la teoría leninista al conjunto de ideas que llevan el nombre de teoría y táctica (fijaos en ello: ¡y táctica! L.T.) de la «revolución permanente» es la confusión de la etapa de la revolución burguesa con la etapa de la revolución socialista.

Con esta acusación fundamental están relacionadas, o se desprenden de ella, otras no menos graves: Trotsky no comprendía que «en las condiciones de Rusia era imposible una revolución socialista que no surgiera sobre la base de la democrática», de donde se deducía «el salto por encima de la etapa de la dictadura democrática». Trotsky «negaba» el papel de los campesinos, lo cual «identificaba sus ideas con las de los mencheviques». Todo esto, como ya se ha recordado, tiende a demostrar, con ayuda del sistema de indicios indirectos, lo erróneo de mi posición en lo que atañe a los problemas fundamentales de la Revolución china.

Naturalmente, desde el punto de vista formal, Radek puede apelar de vez en cuando a Lenin. Y es lo que hace: esta parte de los textos, todo el mundo la «tiene a mano». Pero, como demostraré más adelante, las afirmaciones de este género hechas por Lenin respecto a mí tenían un carácter puramente episódico y eran erróneas, esto es, no caracterizaban en modo alguno mi verdadera posición, ni aún la de 1905. El mismo Lenin sostiene opiniones completamente diferentes, directamente opuestas y mucho más fundamentales sobre mi verdadera actitud ante las cuestiones fundamentales de la revolución. Radek ni tan siquiera intenta reducir a un todo armónico las opiniones diversas y aún contradictorias de Lenin, y explicar estas contradicciones polémicas comparándolas con mis ideas reales[219].

En 1906, Lenin dio a conocer el artículo de Kautsky sobre las fuerzas motrices de la Revolución rusa, acompañándolo de un prefacio suyo. Yo, sin tener noticias de esto, recluido en la cárcel, traduje también dicho artículo y lo incluí, acompañándolo también de un prefacio, en mi libro En defensa del partido. Tanto Lenin como yo expresamos una solidaridad completa con el análisis de Kautsky. A la pregunta de Plejanov de si nuestra revolución era burguesa o socialista, Kautsky contestaba en el sentido de que no era ya burguesa ni era aún socialista, esto es, que representaba una forma transitoria de la una a la otra. Lenin escribía a este propósito en su prefacio:

Por su carácter, nuestra revolución ¿es burguesa o socialista? Es ésta una forma rutinaria de plantear la cuestión, responde Kautsky.

No se puede plantear así, no es ésta la manera marxista de plantearla. La revolución en Rusia no es burguesa, pues la burguesía no se cuenta entre las fuerzas motoras del actual movimiento revolucionario ruso. Y la Revolución rusa no es tampoco socialista (T. VIII, p. 82).

Antes y después de este prefacio, se pueden encontrar no pocos pasajes de Lenin en los que califica categóricamente la Revolución rusa de burguesa ¿Hay en ello contradicción? Si se examina la producción de Lenin valiéndose de los procedimientos de los críticos actuales del «trotskysmo», se pueden encontrar, sin trabajo, docenas y centenares de contradicciones de ese género, que para un lector serio y concienzudo se explican por la manera distinta de enfocar la cuestión en los distintos momentos, sin que esto quebrante en lo más mínimo la unidad fundamental de las ideas leninistas.

Por otra parte, no se ha negado nunca el carácter burgués de la revolución en el sentido de sus fines históricos y de momento, sino únicamente en el de sus fuerzas motrices y de sus perspectivas. He aquí cómo empieza mi trabajo fundamental de aquel entonces (1905-1906) sobre la revolución permanente:

La Revolución rusa ha sido algo inesperado para todos, con excepción de la socialdemocracia. El marxismo tenía predicho desde hacía mucho tiempo la inevitabilidad de la Revolución rusa, la cual debía desencadenarse como consecuencia del choque de las fuerzas del desarrollo capitalista con las del absolutismo inerte. Al calificarla de burguesa, indicaba que los fines objetivos inmediatos de la revolución consisten en la creación de condiciones «normales» para el desarrollo de la sociedad burguesa en su conjunto. Se ha visto que el marxismo tenía razón, y esto no es necesario ya negarlo ni demostrarlo. Ante los marxistas se plantea una misión de otro género: poner al descubierto las «posibilidades» de la revolución que se está desarrollando mediante el análisis de su mecánica interna. La Revolución rusa tiene un carácter completamente peculiar, que es el resultado de las peculiaridades de todo nuestro desarrollo histórico-social y que, a su vez, abre perspectivas históricas completamente nuevas. (Nuestra revolución, 1906, art. Resultados y perspectivas, p. 224).

La definición sociológica general —revolución burguesa— no resuelve los objetivos político-tácticos, las contradicciones y dificultades que plantea toda revolución burguesa. (Op. cit., p.269).

Por lo tanto, yo no negaba el carácter burgués de la revolución que se estaba discutiendo ni confundía la democracia con el socialismo. Pero demostraba que la dialéctica de clase de la revolución burguesa en nuestro país llevaría el poder al proletariado, y que sin la dictadura de este último no podrían tener realización los objetivos democráticos.

En este mismo artículo (1905-1906), se dice:

El proletariado crece y se robustece a la par que progresa el capitalismo. En este sentido, el desarrollo del capitalismo es el del proletariado hacia la dictadura. Pero, el día y la hora en que el poder pase a las manos de la clase obrera, depende directamente no del nivel de las fuerzas productivas, sino de los factores de la lucha de clases, de la situación internacional y, finalmente, de una serie de circunstancias objetivas: tradiciones, iniciativas, espíritu combativo…

En un país económicamente atrasado, el proletariado puede llegar al poder antes que en un país capitalista avanzado. La idea de que existe una cierta dependencia automática entre la dictadura proletaria y las fuerzas técnicas y los recursos del país, representa en sí un prejuicio propio de un materialismo económico simplista hasta el extremo. El marxismo no tiene nada de común con esta idea.

A nuestro juicio, la Revolución rusa es susceptible de crear condiciones tales, que el poder puede —y en caso de victoria de la revolución debe— pasar a manos del proletariado antes de que los políticos del liberalismo burgués tengan la posibilidad de desarrollar su genio de gobernantes en toda su amplitud. (Op. cit., p. 245).

Estas líneas encierran ya una crítica contra el marxismo «vulgar» dominante en 1905-1906, el mismo que había de dar el tono a la asamblea de los bolcheviques en mayo de 1917, antes de la llegada de Lenin, y que, en la conferencia de abril del mismo año, halló su expresión más destacada en Rikov. En el VI Congreso de la Internacional Comunista, ese seudomarxismo, esto es, el sentido común del filisteo adulterado por la escolástica, constituyó la base «científica» de los discursos de Kuusinen y de muchos otros. ¡Y esto, diez años después de la Revolución de Octubre! En la imposibilidad de exponer aquí en toda su extensión las ideas desarrolladas en mis Resultados y perspectivas, reproduciré un pasaje de un artículo mío publicado en el periódico Nachalo (1905), en que dichas ideas aparecen resumidas.

Nuestra burguesía liberal obra contrarrevolucionariamente ya antes de que culmine la revolución. Nuestra democracia intelectual, en los momentos críticos, no hace más que demostrar su impotencia. Los campesinos constituyen en sí, en su conjunto, un factor espontáneo de revuelta que puede ser puesto al servicio de la revolución únicamente por la fuerza que tome en sus manos el poder del Estado. La posición de vanguardia que ocupa la clase obrera en la lucha revolucionaria; el contacto directo que se establece entre ella y el campo revolucionario; el atractivo que ejerce sobre el ejército, ganándoselo, todo la empuja inevitablemente hacia el poder. La victoria completa de la revolución implica la victoria del proletariado. Esta última implica, a su vez, el carácter ininterrumpido de la revolución. (Nuestra Revolución, p. 172).

Por lo tanto, la perspectiva de la dictadura del proletariado surge aquí precisamente de la revolución democrático-burguesa, contrariamente a todo lo que dice Radek. Por eso esta revolución se llama permanente (ininterrumpida). Pero la dictadura del proletariado aparece no después de la realización de la revolución democrática —como resulta de la tesis de Radek—; en este caso, en Rusia hubiera sido sencillamente imposible, pues, en un país atrasado, un proletariado poco numeroso no hubiera podido llegar al poder si los objetivos de los campesinos hubieran sido resueltos en la etapa precedente. No; la dictadura del proletariado aparecía como probable y aún inevitable sobre la base de la revolución burguesa, precisamente porque no había otra fuerza ni otras sendas para la realización de los objetivos de la revolución agraria. Pero, con ello mismo, se abrían las perspectivas para la transformación de la revolución democrática en socialista.

Al entrar en el gobierno, no como rehenes impotentes, sino como fuerza directora, los representantes del proletariado destruyen, ya por este solo hecho, la frontera entre el programa mínimo y el programa máximo, poniendo el colectivismo a la orden del día. El punto en que el proletariado se detenga ante este problema, dependerá de la correlación de fuerzas, pero en modo alguno de los propósitos primitivos del partido proletario.

He aquí por qué no se puede ni siquiera hablar de una forma peculiar de dictadura proletaria en el transcurso de lo revolución burguesa; es decir, de la dictadura democrática del proletariado (o del proletariado y los campesinos). La clase obrera no puede asegurar el carácter democrático de la dictadura que encarne sin rebasar las fronteras de su programa democrático.

Tan pronto como el proletariado haya tomado el poder luchará por él hasta las últimas consecuencias. Y si es cierto que uno de los medios de esta lucha por la conservación y la consolidación del poder será la agitación y la organización sobre todo en el campo, no lo es menos que otro será el programa colectivista. El colectivismo se convertirá, no sólo en una consecuencia inevitable del hecho de la permanencia del partido en el poder, sino en el medio de asegurar esta permanencia apoyándose en el proletariado. (Resultados y perspectivas, p. 258).

Prosigamos:

Conocemos un ejemplo clásico dé revolución —escribía yo en 1908, contra el menchevique Cherevanin— en el cual las condiciones del dominio de la burguesía capitalista fueron preparadas por la dictadura terrorista de los sans-culottes victoriosos. Pero esto era en una época en que la masa principal de la población urbana estaba formada por la pequeña burguesía artesana y comercial. Los jacobinos arrastraron a esa masa. La masa de la población de las ciudades de Rusia está formada, hoy, por el proletariado industrial. Esta sola diferencia basta para sugerir la idea de la posibilidad de una situación histórica en que la victoria de la revolución «burguesa» sólo sea posible mediante la conquista del poder revolucionario por el proletariado. ¿Dejará por ello esta revolución de ser burguesa? Sí y no. Dependerá, no de la definición formal, sino de la marcha ulterior de los acontecimientos. Si el proletariado es derrocado por la coalición de las clases burguesas, incluidos los campesinos emancipados por él, la revolución conservará su carácter burgués, limitado. En cambio, si consigue poner en movimiento todos los recursos de su hegemonía política para romper el marco nacional de la revolución, ésta se puede convertir en el prólogo de la transformación socialista mundial. La cuestión de saber en qué etapa se detendrá la Revolución rusa, sólo permite, naturalmente, una solución condicional. Pero lo indudable e indiscutible es que la simple definición de la Revolución rusa como burguesa no dice absolutamente nada acerca de las características de su desarrollo interno, ni siquiera, en todo caso, que el proletariado deba adaptar su táctica a la conducta de la democracia burguesa como único pretendiente legítimo del Poder. (L. Trotsky, 1905).

He aquí otro fragmento del mismo artículo:

Nuestra revolución, burguesa por los fines que la engendran, no conoce, a consecuencia de la diferenciación extrema de clases de la población industrial, una clase burguesa que pueda ponerse al frente de las masas populares uniendo su peso social y su experiencia política a la energía revolucionaria de estas últimas. Las masas obreras y campesinas, entregadas a sí mismas, deberán ir sentando, en la severa escuela de contiendas implacables y duras derrotas, las premisas políticas y de organización necesarias para triunfar. No tienen otro camino. (L. Trotsky, 1905, p. 267-268).

Y todavía tenemos que reproducir otro pasaje, sacado de Resultados y perspectivas y referente al punto más discutido: el que se refiere a la clase campesina. He aquí lo que yo escribía, en un capítulo dedicado especialmente a El proletariado en el poder, y los campesinos:

El proletariado no puede consolidar su poder sin ensanchar la base de la revolución.

Muchos sectores de las masas que trabajan, sobre todo en el campo, se verán arrastrados por vez primera a la revolución, y solos, adquirirán una organización política después que la vanguardia de la revolución, el proletariado urbano, empuñe el timón del Estado. La agitación y la organización revolucionarias se efectuarán con la ayuda de los recursos del Estado. Finalmente, el propio poder legislativo se convertirá en un instrumento poderoso para revolucionar a las masas populares…

El destino de los intereses revolucionarios más elementales de los campesinos —incluso de todos los campesinos como clase— se halla ligado con el de toda la revolución, esto es, con el destino del proletariado. El proletariado en el poder será, respecto a los campesinos, la clase emancipadora.

La dominación del proletariado señalará no sólo la igualdad democrática, la administración autónoma libre, una política fiscal que hará recaer todo el peso de los impuestos sobre las clases poseedoras, la conversión del Ejército permanente en el pueblo armado, la supresión de los tributos obligatorios a la Iglesia, sino también el reconocimiento de todas las transformaciones revolucionarias —confiscaciones—, llevadas a cabo por los campesinos en el régimen agrario. El proletariado convertirá estas transformaciones en el punto de partida de medidas gubernamentales ulteriores en la esfera de la agricultura. En estas condiciones, en el transcurso del primer período, el más difícil, los campesinos rusos estarán en todo caso no menos interesados en sostener el régimen proletario («la democracia obrera») que los campesinos franceses lo estaban en sostener el régimen militar de Napoleón Bonaparte, que garantizaba con la fuerza de las bayonetas a los nuevos propietarios la inviolabilidad de sus parcelas de tierra…

¿Pero pueden los campesinos eliminar al proletariado y ocupar su sitio? Es imposible. Contra esta suposición protesta toda la experiencia histórica, la cual demuestra que los campesinos son completamente incapaces de desempeñar un papel político independiente. (Op. cit., p. 251).

Todo esto fue escrito no en 1929, ni en 1924, sino en 1905. Quisiera saber si es esto lo que llaman «ignorar» a los campesinos, «saltarse por alto» la cuestión agraria. ¿No es hora ya, amigos, de proceder honradamente?

Fijaos, por lo que a «honradez» se refiere, en lo que dice Stalin. Hablando de los artículos sobre la Revolución de Febrero de 1917, escritos por mí desde Nueva York y que coincidían en lo esencial con los enviados desde Ginebra por Lenin, Stalin escribe:

Las cartas del camarada Trotsky «no se parecen en nada» a las de Lenin, ni por su espíritu ni por sus consecuencias, pues reflejan enteramente la consigna antibolchevique del autor: «¡Abajo el zar, y viva el gobierno obrero!», consigna que implica la revolución sin los campesinos. (Discurso pronunciado en la fracción del Consejo Central de los Sindicatos de la URSS, 19 noviembre de 1924).

Son realmente notables estas palabras acerca de la consigna «antibolchevique» atribuida a Trotsky: «¡Abajo el zar y viva el gobierno obrero!». Por lo visto, según Stalin, la consigna bolchevique debía estar concebida así: «¡Abajo el gobierno obrero y viva el zar!». Pero ya hablaremos más adelante de la pretendida «consigna» de Trotsky. Ahora, oigamos a otra mentalidad contemporánea, acaso menos inculta, pero ya definitivamente divorciada de la conciencia teórica del partido; me refiero a Lunacharsky*:

En 1905, Leo Davidovich Trotsky se inclinaba a la idea de que el proletariado debía actuar aislado sin apoyar a la burguesía, pues otra cosa sería oportunismo; pero era muy difícil que el proletariado pudiera hacer por sí solo la revolución, pues en aquel entonces no representaba más que el 7 o el 8% de la población, y con cuadros tan reducidos no se podía combatir. En vista de esto, Leo Davidovich resolvió que el proletariado debía mantener en Rusia la revolución permanente, esto es, luchar por los mayores resultados posibles hasta que los tizones de ese incendio hicieran saltar todo el polvorín mundial. (A. Lunacharsky, Sobre las características de la Revolución de Octubre, en la revista El poder de los Soviets, n.º 7, 1927, p. 10).

El proletariado «debe actuar aislado», hasta que los tizones hagan saltar el polvorín… No escriben mal algunos comisarios del pueblo, que, por el momento, no actúan aún «aislados», a pesar del estado amenazador de sus propios «tizones[220]».

Pero no nos mostremos severos con Lunacharsky; cada cual hace lo que puede. Al fin y al cabo, sus absurdas chapucerías no lo son más que muchas otras.

Pero, veamos: ¿es cierto que, según Trotsky, el proletariado debiera «actuar aislado»? Reproduzcamos un pasaje sobre el particular, sacado de mi folleto sobre Struve[221], 1906. Digamos entre paréntesis que cuando apareció dicho folleto, Lunacharsky le tributó elogios inmoderados. Mientras que los partidos de la burguesía —se dice en el capítulo sobre el Soviet de Diputados obreros— «permanecían completamente al margen» de las masas en pleno auge,

la vida política se concentraba alrededor del Soviet obrero. La actitud de la masa neutra con respecto al Soviet era de evidente simpatía, aunque poco consciente. Todos los oprimidos y humillados buscaban defensa en él. La popularidad del Soviet se extendió mucho más allá de las fronteras de la ciudad. Recibía súplicas de los campesinos esquilmados, adoptaba resoluciones campesinas, y ante él se presentaban delegaciones de las comunidades aldeanas. En él, precisamente en él, se concentraba la atención y la simpatía de la nación, de la auténtica, de la no falsificada nación democrática. (Nuestra revolución, p. 199).

Como se ve, en todos estos extractos —cuyo número se podría doblar, triplicar, decuplicar—, la revolución permanente aparece expuesta como una revolución que fusiona al proletariado organizado en Soviet con las masas oprimidas de la ciudad y del campo, como una revolución nacional que lleva al proletariado al poder, y abre con ello la posibilidad de la transformación de la revolución democrática en socialista. La revolución permanente no es un salto dado aisladamente por el proletariado, sino la transformación de toda la nación acaudillada por el proletariado. Así concebía y así interpretaba yo, a partir de 1905, las perspectivas de la revolución permanente.

* * *

Por lo que se refiere a Parvus[222], con cuyas opiniones tenía muchos puntos de contacto mi concepción de la Revolución rusa de 1905, sin coincidir, sin embargo, enteramente con ellas, tampoco tiene razón Radek cuando repite la consabida frase de Parvus relativa al «salto» desde el gobierno zarista al socialdemócrata. En rigor, Radek se refuta a sí mismo cuando en otro pasaje del artículo indica, de pasada, pero acertadamente, en qué se distinguían propiamente mis concepciones sobre la revolución de las de Parvus. Éste no entendía que el gobierno obrero, en Rusia, pudiera avanzar hacia la revolución socialista, esto es, que pudiera transformarse en dictadura socialista en el transcurso de la realización por él mismo de los objetivos de la democracia. Como lo demuestra el extracto de 1905, reproducido por el propio Radek, Parvus limitaba los objetivos del gobierno obrero a los de la democracia. ¿Dónde, en este caso, está el salto hacia el socialismo? Parvus, ya en aquel entonces, preveía la instauración, como resultado de la revolución, de un régimen obrero de tipo «australiano». Después de la Revolución de Octubre —cuando se hallaba, desde hacía mucho tiempo, en la extrema derecha del socialreformismo—, Parvus seguía estableciendo el parangón entre Rusia y Australia. Bujarin afirmaba con este motivo que Parvus había «inventado». Australia retroactivamente, a fin de lavar sus viejas culpas por lo que se refería a la revolución permanente. Pero no es verdad. En 1905, Parvus veía ya en la conquista del poder por el proletariado la senda hacia la democracia y no hacia el socialismo; esto es, reservaba al proletariado exclusivamente el papel que en efecto desempeñó en nuestro país durante los primeros ocho o diez meses de la Revolución de Octubre. Parvus apuntaba ya por entonces hacia la democracia australiana de aquellos tiempos, es decir, hacia un régimen en que el partido obrero gobernaba, pero no dominaba, realizando sus reivindicaciones reformistas únicamente como complemento al programa de la burguesía. Ironía del destino: la tendencia fundamental del bloque de la derecha y del centro de 1923-1928 había de consistir precisamente en acercar la dictadura del proletariado a una democracia obrera de tipo australiano, es decir, al pronóstico de Parvus. Esto aparecerá con especial evidencia si se recuerda que los «socialistas» pequeño burgueses rusos de veinte o treinta años atrás pintaban a Australia, en la prensa rusa, como un país obrero-campesino, preservado del mundo exterior por tarifas arancelarias elevadas, que desarrollaba una legislación «socialista», y por este medio edificaba el socialismo en un solo país.

Radek hubiera obrado acertadamente si hubiera puesto de relieve este aspecto de la cuestión en vez de repetir las patrañas relativas a mi fantástico salto por encima de la democracia.

3. Los tres elementos de la «dictadura democrática»: las clases, los objetivos y la mecánica política

La diferencia entre el punto de vista «permanente» y el de Lenin hallaba su expresión en la contraposición entre la consigna de la dictadura del proletariado, apoyada en los campesinos, y la de la dictadura democrática del proletariado y los campesinos. El problema debatido referíase no a la posibilidad de saltar por alto la etapa democrático burguesa, ni a la necesidad de una alianza entre obreros y campesinos, sino a la mecánica política de la colaboración del proletariado y de los campesinos en la revolución democrática.

Radek, con una excesiva intrepidez, por no decir ligereza, dice que sólo aquellos que no habían reflexionado sobre la complejidad de los métodos del marxismo y del leninismo podían plantear la cuestión de la expresión política y de partido de la dictadura democrática, puesto que, según él, Lenin reducía toda la cuestión a la colaboración de dos clases en aras de fines históricos objetivos. No; no es así.

Si prescindimos completamente, ante el problema discutido, del factor subjetivo de la revolución —de los partidos y sus programas—, de la forma política y de organización de la colaboración del proletariado y de los campesinos, desaparecerán todas las divergencias, no sólo entre Lenin y yo —divergencias que reflejaban tan sólo dos matices dentro del ala revolucionaria—, sino, lo que es mucho peor, las existentes entre el bolchevismo y el menchevismo, y desaparecerá asimismo la diferencia que separa la Revolución rusa de 1905 y las revoluciones de 1848, y aún la de 1789, en la medida en que con respecto a esta última cabe hablar de un proletariado. Todas las revoluciones burguesas se han fundado en la colaboración de las masas oprimidas de la ciudad y del campo. Esto era lo que daba a aquéllas, en mayor o menor grado, un carácter nacional, o sea, de participación de todo el pueblo.

Tanto teórica como políticamente, el debate versaba, no sobre la colaboración de los obreros y campesinos, en su condición de tales, sino del programa de dicha colaboración, de sus formas de partido y de sus métodos políticos. En las antiguas revoluciones, los obreros y campesinos «colaboraban» bajo la dirección de la burguesía liberal o de su ala democrática pequeño burguesa. La Internacional Comunista ha repetido la experiencia de las antiguas revoluciones en circunstancias históricas nuevas, haciendo cuanto estaba de su mano para someter a los obreros y campesinos chinos a la dirección del nacional-liberal Chiang Kai-shek*, y luego al nacionaldemócrata Wan Tin-wei. Lenin planteaba la cuestión de una alianza de obreros y campesinos, irreconciliablemente opuesta a la burguesía liberal. La historia no había presenciado nunca semejante alianza. Se trataba de una experiencia, nueva por sus métodos, de colaboración de las clases oprimidas de la ciudad y de campo. Por esta misma razón, planteábase también como novedad el problema de las formas políticas de colaboración. Radek no se ha dado sencillamente cuenta de esto. Por eso nos hace volver atrás, hacia la abstracción histórica vacía, no sólo desde la fórmula de la revolución permanente, sino también de la «dictadura democrática» de Lenin.

Sí; Lenin en el transcurso de una serie de años, se negó a prejuzgar cuál sería la organización política de partido y de Estado de la dictadura democrática del proletariado y de los campesinos, colocando en primer término la colaboración de estas dos clases en oposición a la burguesía liberal. De toda la situación objetiva —decía— se desprende inevitablemente, en una etapa histórica determinada, la alianza revolucionaria de la clase obrera y de los campesinos para la resolución de los objetivos de la transformación democrática. ¿Podrán o no, sabrán o no, los campesinos crear un partido independiente? ¿Estará en mayoría o en minoría dicho partido, dentro del gobierno revolucionario? ¿Cuál será el peso específico de los representantes del proletariado en dicho gobierno? Todas éstas son preguntas que no admiten una respuesta a priori. «¡La experiencia lo dirá!». Por el hecho de dejar entreabierto el problema de la mecánica política de la alianza de los obreros y campesinos, la fórmula de la dictadura democrática, sin convertirse, ni mucho menos, en la abstracción pura de Radek, seguía siendo durante un cierto tiempo una fórmula algebraica que admitía, en el futuro, interpretaciones políticas muy diversas.

El propio Lenin, además, no consideraba que, en general, la cuestión quedara agotada con la base de clase de la dictadura y sus fines históricos objetivos. Lenin comprendía muy bien —y nos enseñó a todos nosotros en este sentido— la importancia del factor subjetivo: los fines, el método consciente, el partido. He aquí por qué en los comentarios a su consigna no renunciaba, ni mucho menos, a la resolución hipotética de la cuestión de las formas políticas que podía asumir la primera alianza independiente de los obreros y campesinos que registraría la historia. Sin embargo, Lenin estaba lejos de enfocar la cuestión de un modo idéntico en todos los instantes. Hay que tomar el pensamiento leninista, no dogmática, sino históricamente. Lenin no traía unas tablas de la ley de lo alto del Sinaí, sino que forjaba las ideas y las consignas en la forja de la lucha de clases. Estas consignas las ajustaba a la realidad, las concretaba, las precisaba, y según los períodos, les infundía uno y otro contenido. Sin embargo, Radek no ha estudiado en lo más mínimo este aspecto de la cuestión, que ulteriormente tomó un carácter decisivo, poniendo al partido bolchevique, a principios de 1917, al borde de la escisión; prescinde en absoluto de él. Ahora bien, es un hecho que en los distintos momentos Lenin no caracterizaba de un modo idéntico la expresión política y de partido y la forma gubernamental de la alianza de las dos clases, absteniéndose, sin embargo, de atar al partido con esas interpretaciones hipotéticas. ¿Cuáles son las causas de esta prudencia? Las causas residen en el hecho de que en la fórmula algebraica entraba un factor de importancia gigantesca, pero extremadamente indefinida desde el punto de vista político: los campesinos.

Citaré sólo algunos ejemplos de interpretación leninista de la dictadura democrática, haciendo notar, al mismo tiempo, que el caracterizar de un modo articulado la evolución del pensamiento de Lenin en esta cuestión exigiría un trabajo especial.

En marzo de 1905, desarrollando la idea de que la base de la dictadura serían el proletariado y los campesinos, Lenin decía:

Esta composición social de la posible y deseable dictadura revolucionaria democrática, se reflejará, naturalmente, en la composición del Gobierno revolucionario, hará inevitable la participación y aún el predominio en el mismo de los representantes más diversos de la democracia revolucionaria. (Obras, VI, p. 132. El destacado es mío. L. T).

En estas palabras, Lenin indica no sólo la base de clase, sino asimismo una forma gubernamental determinada de dictadura, con el posible predominio en la misma de los representantes de la democracia pequeño burguesa.

En 1907 escribía Lenin:

La «revolución agraria» de que habláis, señores, para triunfar, debe convertirse en el poder central como tal, como revolución campesina, en todo el Estado. (T. IX, p. 539).

Esta fórmula va aún más allá. Se la puede interpretar en el sentido de que el poder revolucionario ha de concentrarse directamente en las manos de los campesinos. Pero esta fórmula, mediante una interpretación más vasta, introducida por el desarrollo mismo de los acontecimientos, comprende asimismo la Revolución de Octubre, la cual llevó al proletariado al poder como «agente» de la revolución campesina. Tal es la amplitud de las posibles interpretaciones de la fórmula de la dictadura democrática de los obreros y campesinos. Se puede admitir que su lado fuerte —hasta un momento determinado— se hallaba en éste su carácter algebraico; pero esto constituye asimismo su carácter peligroso, como habría de ponerse de manifiesto en nuestro país con toda evidencia después de Febrero, y en China, donde este peligro condujo a la catástrofe.

En julio de 1905, Lenin escribe:

Nadie habla de la toma del poder por el partido; se habla únicamente de su participación, directiva en lo posible, en la revolución. (Obras, VI, p. 278).

En diciembre de 1906, Lenin considera posible solidarizarse con Kautsky, en lo que se refiere a la cuestión de la conquista del poder por el partido:

Kautsky no sólo considera como «muy posible» que «en la marcha de la revolución, el partido socialista obtenga la victoria», sino que declara que «constituye un deber de los socialdemócratas» inspirar a sus adeptos la confianza en el triunfo, pues no es posible luchar si de antemano se renuncia a él. (Obras, VII, p. 58).

Como volveremos a ver más adelante, entre estas dos interpretaciones del propio Lenin la distancia no es menor, ni mucho menos, que entre sus formulaciones y las mías.

¿Qué significan estas contradicciones? Estas contradicciones no hacen más que reflejar esa «gran incógnita» de la fórmula política de la Revolución: los campesinos. No en vano en otros tiempos el pensamiento radical llamaba al mujik la esfinge de la historia rusa. La cuestión del carácter de la dictadura revolucionaria —quiéralo o no Radek— está indisolublemente ligada a la cuestión de la posibilidad de un partido campesino revolucionario hostil a la burguesía liberal e independiente con respecto al proletariado. No es difícil comprender la importancia decisiva de esta cuestión. Si en la época de la revolución democrática, los campesinos son capaces de crear su partido propio, independiente, la dictadura democrática es realizable en el sentido verdadero y directo de esta palabra, y la cuestión de la participación de la minoría proletaria en el Gobierno revolucionario adquiere una significación, si bien importante, secundaria ya.

Las cosas adquieren un sentido muy diferente si se parte del hecho de que los campesinos, a consecuencia de su situación intermedia y de la heterogeneidad de su composición social, no pueden tener ni una política ni un partido independientes y en la época revolucionaria se ven obligados a elegir entre la política de la burguesía y la del proletariado. Esta valoración del carácter político de los campesinos es la única que abre las perspectivas de la dictadura del proletariado surgiendo directamente de la revolución democrática. En esto, naturalmente, no hay «ignorancia», ni «negación», ni «subestimación» de la importancia revolucionaria de los campesinos. Sin la importancia decisiva de la cuestión agraria para la vida de toda la sociedad, sin la gran profundidad y las proporciones gigantescas de la revolución campesina, ni tan siquiera se habría podido hablar en Rusia de dictadura del proletariado. Pero el hecho de que la revolución agraria creara las condiciones para la dictadura del proletariado fue una consecuencia de la incapacidad de los campesinos para resolver su propio problema histórico con sus propias fuerzas y bajo su propia dirección. En las condiciones de los países burgueses de nuestros días, que, aunque atrasados, hayan entrado ya en el período de la industria capitalista y se hallen relacionados formando un todo por las vías férreas y el telégrafo —y con esto nos referimos no sólo a Rusia, sino también a China y a la India—, los campesinos son aún menos capaces de desempeñar un papel directivo o tan sólo independiente que en la época de las antiguas revoluciones burguesas. El hecho de que haya subrayado en todas las ocasiones y de un modo insistente esta idea, que constituye uno de los rasgos más importantes de la teoría de la revolución permanente, ha servido de pretexto, completamente insuficiente y sustancialmente infundado, para acusarme de no apreciar el papel de los campesinos en su justo valor.

¿Cómo veía Lenin la cuestión del partido campesino? A esta pregunta sería asimismo necesario contestar con una exposición completa de la evolución de sus ideas sobre la Revolución rusa en el período de 1905 a 1917. Nos limitaremos tan sólo a dos citas. En 1907, Lenin dice:

Es posible… que las dificultades objetivas de la unificación política de la pequeña burguesía no permitan la formación de un partido semejante y dejen por mucho tiempo a la democracia campesina en su estado actual de masa incoherente, informe, difusa, que ha hallado su expresión en los trudoviki[223]. (Obras, VII, p. 494).

En 1909, Lenin, hablando del mismo tema, se pronuncia ya en otro sentido:

No ofrece la menor duda que la revolución, llevada… hasta un grado tan elevado de desarrollo como la dictadura revolucionaria, creará un partido campesino revolucionario más definido y más fuerte. Razonar de otro modo significaría suponer que en el adulto ningún órgano esencial pueda seguir siendo infantil por su magnitud, su forma y su grado de desarrollo. (Obras, XI, parte I, p. 230).

¿Se ha confirmado esta suposición? No; no se ha confirmado. Sin embargo, ella fue la que incitó precisamente a Lenin a dar, hasta el momento de la comprobación histórica completa, una respuesta algebraica a la cuestión del poder revolucionario. Naturalmente, Lenin no colocó nunca su fórmula hipotética por encima de la realidad. La lucha por la política independiente del partido proletario constituyó la aspiración principal de su vida. Pero los lamentables epígonos, en su afán de ir a la zaga del partido campesino, llegaron a la subordinación de los obreros chinos al Kuomintang, a la estrangulación del comunismo en la India en aras del «partido obrero y campesino», a la peligrosa ficción de la Internacional Campesina, a esa mascarada de la Liga Antimperialista, etc.

El pensamiento oficial actual no se toma en absoluto la molestia de detenerse en las «contradicciones» de Lenin indicadas más arriba, en parte externas y aparentes, en parte reales, pero impuestas invariablemente por el problema mismo.

Desde que en nuestro país se cultivan una especie de profesores «rojos» que a menudo no se distinguen de los viejos profesores reaccionarios por una columna vertebral más sólida, sino únicamente por una ignorancia más profunda, Lenin se ve aliñado «a lo profesor», se le limpia de «contradicciones», esto es, de la dinámica viva del pensamiento, enristrando en serie textos aislados y poniendo en circulación una u otra «ristra» según lo exigen las necesidades del momento. No hay que olvidar ni un instante que los problemas de la revolución se plantearon en un país políticamente «virgen», después de una gran pausa histórica, después de una prolongada época de reacción en Europa y en todo el mundo, y que, aunque no fuera más que por esa circunstancia, traían aparejado mucho de desconocido. En la fórmula de la dictadura democrática de los obreros y los campesinos, Lenin daba expresión a la peculiaridad de las condiciones sociales de Rusia, interpretando dicha fórmula de distintas maneras, pero sin renunciar a la misma antes de aquilatar hasta el fondo dicha peculiaridad de la Revolución rusa.

¿En qué consistía esta peculiaridad?

El papel gigantesco del problema agrario y de la cuestión campesina en general, como suelo o subsuelo de todos los demás problemas, y la existencia de una numerosa intelectualidad campesina o campesinófila con una ideología populista, con tradiciones «anticapitalistas» y temple revolucionario, significaba que si había en algún sitio la posibilidad de un partido campesino antiburgués y revolucionario, era en Rusia.

Y, en efecto, en las tentativas de creación de un partido campesino u obrero-campesino —distinto del liberal y del proletario— se ensayaron en Rusia todas las variantes políticas posibles, clandestinas, parlamentarias y combinadas: «Tierra y Libertad». (Zemlia y Volia), «La Libertad del Pueblo». (Narodnaya Volia), «El reparto Negro». (Chornyi Peredel), el populismo legal, los «socialrevolucionarios», los «socialistas populares», los «trudoviki», los «socialrevolucionarios de izquierda», etcétera. En el transcurso de medio siglo hemos tenido en nuestro país una especie de laboratorio gigantesco para la creación de un partido campesino «anticapitalista» con una posición independiente respecto del partido del proletariado. La experiencia de más amplias proporciones fue, como es sabido, la del partido socialrevolucionario, que en 1917 llegó a ser, efectivamente, durante un cierto tiempo, el partido de la mayoría aplastante de los campesinos. Pues bien: este partido sólo utilizó su predominio para entregar a los campesinos atados de pies y manos a la burguesía liberal. Los socialrevolucionarios se coaligaron con los imperialistas de la «Entente» y junto con ellos se alzaron en armas contra el proletariado ruso.

Esta experiencia, verdaderamente clásica, atestigua que los partidos pequeño burgueses con una base campesina pueden acaso asumir una apariencia de política independiente en los días pacíficos de la historia, cuando se hallan planteados problemas secundarios; pero que, cuando la crisis revolucionaria de la sociedad pone a la orden del día los problemas fundamentales de la propiedad, el partido pequeño burgués campesino se convierte en un instrumento de la burguesía contra el proletariado.

Si se examinan mis antiguas divergencias con Lenin, no valiéndose de citas tomadas al vuelo, de tal año, mes y día, sino en su perspectiva histórica justa, se verá de un modo completamente claro que el debate estaba entablado, al menos por lo que a mí se refiere, no precisamente en torno a la cuestión de saber si para la realización de los objetivos democráticos era necesaria la alianza del proletariado con los campesinos, sino acerca de la forma de partido, política y estatal, que podía asumir la cooperación del proletariado y de los campesinos y qué consecuencias se desprendían de ello para el desarrollo ulterior de la Revolución. Hablo, naturalmente, de mi posición y no de la que sostenían en aquel entonces Bujarin y Radek, sobre la cual pueden, si quieren, explicarse ellos particularmente.

La comparación siguiente demuestra cuán cerca se hallaba mi fórmula de la «revolución permanente» de la de Lenin. En el verano de 1905, y por lo tanto antes todavía de la huelga general de octubre y de la insurrección de diciembre en Moscú, escribía yo en el prefacio a los discursos de Lassalle:

Ni qué decir tiene que el proletariado cumple su misión apoyándose, como en otro tiempo la burguesía, en los campesinos y en la pequeña burguesía. El proletariado dirige el campo, lo incorpora al movimiento, le interesa en el éxito de sus planes. Pero, inevitablemente, el caudillo sigue siendo él. No es la «dictadura del proletariado y de los campesinos», sino la dictadura del proletariado apoyada en los campesinos[224] (L. Trotsky, 1905, p. 28 l).

Compárense ahora con estas palabras, escritas en 1905 y citadas por mí en el artículo polaco de 1909, las siguientes de Lenin, escritas en el mismo año 1909, inmediatamente después que la Conferencia del partido, bajo la presión de Rosa Luxemburgo, adoptó, en vez de la antigua fórmula bolchevique, la de «dictadura del proletariado apoyada en los campesinos». Lenin, contestando a los mencheviques, que hablan de su cambio radical de posición, dice:

… La fórmula escogida por los bolcheviques dice así: el proletariado conduciendo tras de sí a los campesinos[225]

¿Acaso no es evidente que el sentido de todas estas fórmulas es idéntico; que expresa precisamente la dictadura del proletariado y de los campesinos, que la «fórmula» el proletariado apoyándose en los campesinos permanece enteramente en los límites de esa misma dictadura del proletariado y de los campesinos? (Tomo XI, parte I, p. 219 y 224. El destacado es mío, L. T).

Por lo tanto, Lenin da aquí una interpretación de la fórmula «algebraica» que excluye la idea de un partido campesino independiente, y con tanto mayor motivo su papel predominante en el gobierno revolucionario: el proletariado conduce a los campesinos, se apoya en ellos; por consiguiente, el poder revolucionario se concentra en las manos del partido del proletariado. Y precisamente en esto consistía el punto central de la teoría de la revolución permanente.

Lo más que se puede decir hoy, después de la comprobación histórica, acerca de las antiguas divergencias en torno a la dictadura, es esto: mientras que Lenin, partiendo invariablemente del papel directivo del proletariado, subraya y desarrolla la necesidad de la colaboración revolucionario-democrática de los obreros y campesinos, enseñándonos a todos nosotros en este sentido, yo, partiendo invariablemente de esta colaboración, subrayo constantemente la necesidad de la dirección proletaria no sólo en el bloque, sino en el gobierno llamado a ponerse al frente de dicho bloque. No se puede hallar otra diferencia.

* * *

Tomemos dos extractos relacionados con lo dicho más arriba: uno, sacado de mis Resultados y perspectivas, y del que se han servido Stalin y Zinoviev para demostrar la oposición entre mis ideas y las de Lenin, y otro de un artículo polémico de éste contra mí y utilizado por Radek con el mismo fin.

He aquí el primer fragmento:

La participación objetivamente más verosímil del proletariado en el gobierno y la única admisible en el terreno de los principios es la participación dominante y directiva. Cabe, naturalmente, llamar a este gobierno dictadura del proletariado, de los campesinos y de los intelectuales, o, finalmente, gobierno de coalición de la clase obrera y de la pequeña burguesía. Pero sigue en pie la pregunta: ¿A quién pertenece la hegemonía en el gobierno y, a través de él, en el país? Ya por el solo hecho de hablar de gobierno obrero prejuzgamos que esa hegemonía debe pertenecer a la clase obrera. (Nuestra revolución, 1906, p. 250).

Zinoviev armó un gran alboroto (¡en 1925!) porque yo (¡en 1905!) colocaba en un mismo plano a los campesinos y a los intelectuales. Excepto esto, no hallo nada más en las líneas reproducidas. La alusión a los intelectuales se hallaba provocada por las condiciones de aquel período, caracterizadas por el hecho de que los intelectuales desempeñaban políticamente un papel muy distinto del de ahora: sus organizaciones hablaban constantemente en nombre de los campesinos; los socialrevolucionarios basaban oficialmente su partido en el triángulo proletariado, campesinos e intelectuales; los mencheviques, como escribía yo en aquel entonces, cogían del brazo al primer intelectual radical que se encontraban al paso, con el fin de demostrar el florecimiento de la democracia burguesa. Ya en aquella época hablé centenares de veces de la impotencia de los intelectuales como grupo social «independiente» y de la importancia decisiva de los campesinos revolucionarios. Pero no se trata aquí de una frase polémica aislada, que no me dispongo, ni mucho menos, a defender. Lo esencial del fragmento reproducido consiste en que en él acepto enteramente el contenido leninista de la dictadura democrática y reclamo únicamente una definición más precisa de su mecánica política, esto es, la exclusión de una coalición en la cual el proletariado no es más que un rehén de la mayoría pequeño burguesa.

Tomemos ahora el artículo de Lenin de 1916, que, como hace notar el propio Radek, iba dirigido «formalmente contra Trotsky, pero realmente contra Bujarin, Piatakov, el autor de estas líneas (esto es, Radek) y otros cuantos, camaradas». Es ésta una declaración muy valiosa, que confirma plenamente mi impresión de entonces de que la polémica de Lenin iba dirigida a un falso destinatario, pues, como demostraré, no me atañía en sustancia en lo más mínimo. En dicho artículo hay precisamente esa misma acusación contra mí, relativa a la «negación de los campesinos» (en dos líneas), que constituyó posteriormente el principal patrimonio de los epígonos y de sus secuaces. El «nudo» del mencionado artículo —según la expresión de Radek— lo constituye el pasaje siguiente:

A Trotsky no se le ocurre pensar —dice Lenin citando mis propias palabras— que si el proletariado arrastrase a las masas no proletarias del campo a la confiscación de las tierras de los grandes propietarios, y derribase la monarquía, esto sería el coronamiento de la «revolución nacional burguesa» en Rusia, es decir, la dictadura revolucionaria democrática del proletariado y de los campesinos. (Lenin: Obras, t. XIII, p. 214).

Que en el mencionado artículo el reproche de Lenin iba dirigido a «otro destinatario», refiriéndose realmente a Bujarin y Radek, que eran efectivamente los que pretendían saltarse la etapa democrática de la Revolución, lo prueba con claridad no sólo todo lo dicho más arriba, sino también el extracto reproducido por Radek, que él califica con justicia de «nudo» del artículo de Lenin. En efecto, éste cita directamente las palabras de mi artículo de que sólo una política independiente y audaz del proletariado podía «arrastrar a las masas no proletarias del campo a la confiscación de las tierras de los grandes propietarios, al derrumbamiento de la monarquía», etc. y añade: «A Trotsky no se le ocurre pensar que… esto sería la dictadura revolucionaria democrática». Lenin aquí reconoce y certifica, por decirlo así, que Trotsky acepta de un modo efectivo todo el contenido real de la fórmula bolchevique (colaboración de los obreros y campesinos y objetivos democráticos de esta colaboración), pero no quiere reconocer que esto es precisamente la dictadura democrática, el coronamiento de la revolución nacional. Por lo tanto, en este artículo polémico, aparentemente el más «severo» de todos, el debate no gira en torno al programa de la etapa inmediatamente próxima de la revolución y sus fuerzas motrices de clase, sino sobre la correlación política de dichas fuerzas, sobre el carácter de la dictadura desde el punto de vista político y de partido.

Si los equívocos eran comprensibles e inevitables en aquella época, en parte a causa de que los procesos mismos no aparecían —aún— con una claridad completa, y en parte debido a la exacerbación de las luchas intestinas entre las fracciones, es absolutamente incomprensible cómo Radek puede introducir, a unos cuantos años de distancia, una confusión tal en la cuestión.

Mi polémica con Lenin giraba, en sustancia, alrededor de la posibilidad de independencia o del grado de independencia de los campesinos en la revolución, en particular de la posibilidad de un partido campesino independiente. En dicha polémica yo acusaba a Lenin de exagerar el papel independiente de los campesinos. Lenin me acusaba a mí de subestimar el papel revolucionario de los mismos. Esto se desprendía de la lógica de la polémica misma. Pero ¿acaso no es digno de desprecio aquél que después de veinte años se sirve de viejos textos, haciendo abstracción del fundamento de las condiciones del partido de aquel entonces, y dando un valor absoluto a toda exageración polémica o error episódico, en vez de poner al descubierto, a la luz de la mayor de las experiencias históricas, cuál era el eje real de las divergencias, y su amplitud no verbal, sino efectiva?

Forzado a limitarme en la elección de extractos, aludiré aquí únicamente a las tesis compendiadas de Lenin sobre las etapas de la revolución, escritas por él a finales de 1905, pero publicadas por primera vez en 1926, en el tomo V de la Antología leninista[226], página 451. Recordaré que la publicación de dichas tesis fue considerada por todos los opositores, Radek inclusive, como el mejor regalo que se podía hacer a la oposición, pues Lenin resultaba en ellas reo de «trotskismo», según todos los artículos del código stalinista. Las acusaciones más importantes de la resolución del VII Pleno del Comité ejecutivo, de la Internacional Comunista, condenando el trotskismo, diríase que están dirigidas consciente y deliberadamente contra las tesis fundamentales de Lenin. Los stalinistas rechinaron los dientes cuando éstas salieron a luz. Kamenev, editor de la Antología, con la «llaneza», no muy púdica, que le es propia, me dijo sin ambages que de no haber formado el bloque con nosotros, no habría permitido de ninguna manera la publicación de ese documento. Finalmente, en el artículo de la Kostrieva, publicado en El Bolchevique, dichas tesis aparecieron malévolamente falseadas a fin de no hacer incurrir a Lenin en el pecado de actitud «trotskista» con respecto a los campesinos en general y a los campesinos medianamente acomodados en particular.

Reproduciré asimismo el juicio que en 1909 merecían a Lenin sus divergencias conmigo:

El mismo camarada Trotsky, en este razonamiento, admite «la participación de los representantes de la población democrática» en el «gobierno obrero», esto es, admite un gobierno integrado por representantes del proletariado y de los campesinos. Cuestión aparte es la de saber en qué condiciones se puede admitir la participación del proletariado en el gobierno de la Revolución, y es muy posible que por lo que se refiere a esta cuestión, los bolcheviques no se pongan de acuerdo no sólo con Trotsky, sino tampoco con los socialdemócratas polacos. Pero la cuestión de la dictadura de las clases revolucionarias no se reduce de ninguna de manera a la cuestión de la «mayoría» en tal o cual gobierno revolucionario, o a la de las condiciones de participación de los socialdemócratas, en tal o cual gobierno revolucionario. (Obras, t. XI, parte 1, p. 229. El destacado es mío).

En estas líneas, Lenin vuelve a certificar que Trotsky acepta el gobierno de los representantes del proletariado y de los campesinos, y, por lo tanto, no se «olvida» de los últimos. Subraya además que la cuestión de la dictadura no se reduce a la de la mayoría en el gobierno. Esto es absolutamente indiscutible: se trata, ante todo, de la lucha mancomunada de los obreros y campesinos, y, por consiguiente, de la lucha de la vanguardia proletaria por la influencia sobre los campesinos contra la burguesía liberal o nacional. Pero si la cuestión de la dictadura revolucionaria de los obreros y campesinos no se reduce a la de tal o cual mayoría en el gobierno, en caso de triunfo de la revolución, conduce precisamente a ella, dándole una importancia decisiva.

Como hemos visto, Lenin, prudentemente —por lo que pueda suceder—, hace la reserva de que si se trata del problema de la participación del partido en el gobierno revolucionario, es posible que exista una divergencia entre él y yo de una parte, y de otra, entre Trotsky y los compañeros polacos acerca de las condiciones de dicha participación. Se trataba, por lo tanto, de una divergencia posible, por cuanto Lenin admitía teóricamente la participación de representantes del proletariado en calidad de minoría en el gobierno democrático. Los acontecimientos se encargaron de demostrar que no había tal divergencia. En noviembre de 1917 estalló en las esferas dirigentes del partido una lucha furiosa en torno a la cuestión del gobierno de coalición con los mencheviques y los socialrevolucionarios. Lenin, sin hacer ninguna objeción de principio a la coalición sobre la base soviética, exigió categóricamente una mayoría bolchevique firmemente asegurada. Yo me puse decididamente al lado de Lenin.

* * *

Ahora, veamos a lo que reduce propiamente Radek toda la cuestión de la dictadura democrática del proletariado y de los campesinos.

¿En qué resultó justa en lo fundamental —pregunta— la vieja teoría bolchevique de 1905? En que la acción mancomunada de los obreros y campesinos de Petrogrado (soldados de la guarnición de dicha ciudad) derrocó al zarismo [en 1917. L. T.]. Hay que tener presente que, en lo fundamental, la fórmula de 1905 preveía solamente la correlación de clases, y no una institución política concreta.

¡No; esto no, perdón! Si califico de «algebraica» la vieja fórmula de Lenin, no lo hago, ni mucho menos, en el sentido de que sea permitido reducirla a una vaciedad, como Radek hace sin reflexionar. «Lo fundamental se realizó: el proletariado y los campesinos conjuntamente derrocaron el zarismo». Pero este hecho fundamental es el que se ha realizado en todas las revoluciones triunfantes y semitriunfantes antes sin excepción. Siempre y en todas partes, los reyes, los señores feudales, el clero, viéronse atacados por los proletarios o los precursores de los proletarios, los plebeyos y los campesinos. Así sucedió ya en el siglo XVI, en Alemania, y aún antes. En China fueron estos mismos obreros y campesinos los que atacaron a los «militaristas». ¿Qué tiene que ver con esto la dictadura democrática? Semejante dictadura nunca surgió en las viejas revoluciones, ni tampoco surgió en la revolución china. ¿Por qué? Porque la burguesía cabalgaba sobre la espalda de los obreros y campesinos que realizaban la labor ingrata de la revolución. Radek se ha abstraído tan considerablemente de las «instituciones políticas», que ha olvidado lo «fundamental» de toda revolución: quién la dirige y quién toma el poder. Olvida que la revolución no es otra cosa que la lucha por el poder; una lucha política que las clases sostienen no con las manos vacías, sino por medio de «instituciones políticas concretas» (partidos, etc).

La gente que no habían pensado en la complejidad del método marxista y leninista —dice Radek—, para aniquilarnos a nosotros, pecadores, concebían la cosa así: todo debía terminar infaliblemente con un gobierno común de obreros y campesinos, y aún había algunos que pensaban que éste había de ser necesariamente un gobierno de coalición de partidos, del obrero y del campesino.

¡Ya veis qué gente más simple!… Pero ¿qué es lo que piensa el propio Radek? ¿Que la revolución victoriosa no debe conducir a un nuevo gobierno o que éste no debe dar forma y consolidar una correlación determinada de las clases revolucionarias? Radek ha profundizado hasta tal punto el problema «sociológico», que no ha quedado de él más que una cáscara verbal.

Las siguientes palabras, extraídas del informe del propio Radek en la Academia Comunista —sesión de marzo de 1927—, demostrarán mejor que nada cuán inadmisible es abstraerse de la cuestión de las formas políticas de colaboración de los obreros y campesinos.

El año pasado escribí un artículo para la Pravda acerca de este gobierno [el de Cantón], calificándolo de campesino-obrero. Pero un camarada de la redacción, creyendo que me había equivocado, lo corrigió en esta forma: obrero-campesino. Yo no protesté y lo dejé así: gobierno obrero-campesino.

Por lo tanto, Radek, en marzo de 1927 (¡no en 1905!) consideraba posible la existencia de un gobierno campesino-obrero, distinto de un gobierno obrero-campesino. El redactor de la Pravda no comprendió la diferencia. He de confesar que yo tampoco la comprendo, aunque me maten. Sabemos muy bien lo que es un gobierno obrero-campesino. Pero ¿qué es un gobierno campesino-obrero, distinto de un gobierno obrero-campesino y opuesto al mismo? Esforzaos cuanto queráis en aclarar esta enigmática transposición de adjetivos. Es aquí donde llegamos a la médula de la cuestión. En 1926 Radek creía que el gobierno de Chiang Kai-shek en Cantón era un gobierno campesino-obrero, y en 1927 lo repetía de un modo que no dejaba lugar a dudas. En la práctica, resultó que era un gobierno burgués que explotó la lucha revolucionaria de los obreros y campesinos y después la ahogó en sangre. ¿Cómo se explica este error? ¿Es que Radek, sencillamente, se engañó? A distancia es posible engañarse. Entonces, que diga que no lo entendió, que no se dio cuenta, que se equivocó. Pero no; lo que hay no es un error de hecho, resultado de una información deficiente, sino, como se ve claramente ahora, un profundo error de principio. El gobierno campesino-obrero, por oposición al obrero-campesino, es precisamente el Kuomintang. No puede significar otra cosa. Si los campesinos no siguen al proletariado, siguen a la burguesía. Creo que en mi crítica de la idea fraccionista de Stalin del «partido obrero y campesino» esta cuestión ha quedado suficientemente dilucidada. (Véase la Crítica del programa de la Internacional Comunista). El gobierno «campesino-obrero», biclasista, de Cantón, diferente del obrero-campesino, es, en el lenguaje de la política china actual, la única expresión concebible de la «dictadura democrática» por oposición a la dictadura proletaria; en otros términos, la encarnación de la política «kuomintangista» de Stalin en oposición a la bolchevique, calificada de «trotskismo» por la Internacional Comunista.