VI
En mi búsqueda de respuestas a la cuestión de la vida, experimentaba exactamente el mismo sentimiento que el hombre que se ha perdido en un bosque.
Al llegar a un claro, trepa a un árbol y ve con claridad espacios sin límites, pero también ve que allí no hay ninguna casa ni puede haberla; se adentra en la espesura, en la oscuridad, y ve las tinieblas, y tampoco allí hay nada, no hay ninguna casa.
Así vagaba yo por el bosque de los conocimientos humanos, entre los claros de las ciencias matemáticas y experimentales que me abrían horizontes luminosos, pero en una dirección en la que no podía haber casa alguna, y entre las tinieblas de las ciencias especulativas, cuya oscuridad crecía a medida que me sumergía en ellas; al final me convencí de que no había, ni era posible que hubiera, ninguna salida. Si me volvía hacia el lado claro de la ciencia, comprendía que no hacía sino apartar los ojos de la cuestión. Por muy tentadores y luminosos que fueran los horizontes que se me abrían, por muy tentador que fuera sumergirme en el infinito de esos conocimientos, pronto me di cuenta de que cuanto más claros eran esos conocimientos, menos los necesitaba y menos respondían a mi problema.
«Pues bien —me decía a mí mismo—, sé todo lo que la ciencia desea saber con tanta insistencia, pero por ese camino no encontraré respuesta a la cuestión del sentido de mi vida». En el campo especulativo, comprendía que, a pesar de que, o precisamente porque el fin de ese conocimiento estaba dirigido a responder a mi pregunta, no había otra respuesta que la que yo ya me había dado a mí mismo: «¿Cuál es el sentido de mi vida? Ninguno». O bien: «¿Qué resultará de mi vida? Nada». O bien: «¿Por qué existe todo lo que existe y por qué existo yo? Porque existimos».
Cuando formulaba preguntas a una rama del conocimiento humano, recibía un sinfín de respuestas precisas relativas a cuestiones que no había planteado: la composición química de las estrellas, el movimiento del Sol hacia la constelación de Hércules, el origen de las especies y del hombre, las formas íntimas de los átomos, las vibraciones de las infinitesimales, imponderables partículas del éter. Pero en ese campo del conocimiento, a mi pregunta «¿Cuál es el sentido de la vida?» recibía por única respuesta: «Eres lo que tú llamas tu vida, una cohesión de partículas fortuita y temporal. La interacción mutua, las alteraciones de las partículas producen en ti lo que tú llamas tu vida. Esa cohesión se mantendrá cierto tiempo; después, la interacción de las partículas cesará, y lo que llamas vida también cesará, así como todas las cuestiones que te planteas. Eres una bolita de algo que se ha constituido fortuitamente. Esa bolita se pudre. Y llama “vida” a esa putrefacción. La bolita se disgregará, y la putrefacción cesará, lo mismo que todas las cuestiones». Así responde el lado claro del conocimiento, y no puede hacerlo de otra manera si se atiene rigurosamente a sus propios fundamentos.
Es evidente que ésa no era la respuesta a mi cuestión. Necesito conocer el sentido de mi vida, y el hecho de que ésta sea una partícula del infinito, en vez de darle sentido, destruye todos los sentidos posibles.
Esos confusos acuerdos del sector de la ciencia experimental y exacta con la especulación, en función de los cuales se dice que el sentido de la vida consiste en el desarrollo y en la cooperación a tal desarrollo, no pueden considerarse respuestas a causa de su imprecisión y falta de claridad.
El otro dominio de la ciencia, el especulativo, cuando se atiene rigurosamente a sus fundamentos y responde directamente a mi cuestión, no ofrece otra respuesta que la que se ha dado en todas partes a través de los siglos: el mundo es algo infinito e incomprensible. La vida humana es una parte incomprensible de ese «todo» incomprensible. De nuevo excluyo los acuerdos entre las ciencias especulativas y las ciencias experimentales que constituyen el lastre de las semiciencias, las así llamadas ciencias jurídicas, políticas e históricas. También en estas ciencias los conceptos de desarrollo y de perfeccionamiento son erróneamente introducidos, con la única diferencia de que dichas ciencias no se ocupan del desarrollo de todo, sino de la vida de los hombres. El error es idéntico: el desarrollo y la perfección en el infinito no pueden tener ni propósito ni dirección y por tanto no pueden dar respuesta a mi cuestión.
Allí donde la ciencia especulativa es precisa, en la verdadera filosofía, y no en la que Schopenhauer llama la «filosofía de los profesores», cuyo único objetivo es clasificar todos los fenómenos existentes con arreglo a nuevas categorías filosóficas y darles nuevos nombres, allí donde el filósofo no pierde de vista la cuestión esencial, la respuesta es siempre la misma, la ya dada por Sócrates, Schopenhauer, Salomón, Buda.
«No nos acercamos a la verdad sino en la medida que nos alejamos de la vida», dice Sócrates preparándose para morir. «¿Por qué nosotros, que amamos la verdad, nos precipitamos hacia la vida? Para liberarnos del cuerpo y de todo el mal resultante de la vida del cuerpo. Si es así, ¿cómo, pues, no alegramos cuando la muerte viene a nuestro encuentro?».
«El sabio busca la muerte durante toda su vida, es por ello que no teme a la muerte».
He aquí lo que dice Schopenhauer: «Si aceptamos la esencia interna del mundo como voluntad, y aceptamos la objetividad de esa voluntad en todos los fenómenos, desde las aspiraciones inconscientes de las fuerzas oscuras de la naturaleza hasta las actividades plenamente conscientes del hombre, no podemos eludir la conclusión de que, con la libre negación y la autodestrucción de la voluntad, también desaparecerán todos los fenómenos; la constante aspiración, la inclinación sin fin y sin descanso hacia todos los niveles de objetividad que conforman el universo desaparecerá, la variedad de formas sucesivas desaparecerá, cuando la forma desaparezca, desaparecerán también esos fenómenos con sus formas generales, espacio y tiempo, y finalmente, su forma última esencial: sujeto y objeto. No hay idea sin voluntad, y tampoco universo. Ante nosotros, por supuesto, sólo queda la nada. Pero lo que se opone a ese tránsito a la nada —nuestra naturaleza— no es más que la voluntad de vivir (Wille zum Leben), de la que estamos constituidos nosotros al igual que nuestro mundo. Lo que tememos tanto de la nada, o lo que es lo mismo, nuestra voluntad de vivir, sólo significa que no somos nada más que esa voluntad de vivir y que no sabemos nada fuera de ella. Por eso, después de la aniquilación total de la voluntad, para nosotros, que todavía estamos llenos de voluntad, no quedará, por supuesto, otra cosa que la nada; pero, por el contrario, para aquéllos en que la voluntad se ha transformado y negado a sí misma, para ellos nuestro universo, tan real con todos sus soles y sus vías lácteas, no es más que la nada».
«Vanidad de vanidades —dice Salomón—. Vanidad de vanidades, todo es vanidad. ¿Qué provecho obtiene el hombre de todo el trabajo con que se afana bajo el sol? Generación va y generación viene, pero la tierra siempre permanece. Lo que ya ha acontecido, volverá a acontecer, lo que ya se ha hecho, se volverá a hacer; y no hay nada nuevo bajo del sol. ¿Acaso hay algo de lo que pueda decirse: “He aquí esto, que es nuevo”? Ya aconteció en los siglos que nos han precedido. No queda memoria de lo que precedió, ni tampoco de lo que ha de suceder quedará memoria en los que vengan después. Yo, el Eclesiastés, reiné en Jerusalén sobre Israel. Me entregué de corazón a investigar y a buscar con sabiduría todo cuanto se hace bajo el cielo: este penoso trabajo dio Dios a los hijos de los hombres para que se ocupen en él. Miré todas las obras que se hacen debajo del sol, y vi que todo ello es vanidad y aflicción de espíritu… Hablé yo en mi corazón, diciendo: “He aquí, yo me he engrandecido, y he crecido en sabiduría más que todos mis predecesores en Jerusalén, y mi corazón ha percibido mucha sabiduría y ciencia”. De corazón me dediqué a conocer la sabiduría, y también a entender las locuras y los desvaríos. Y supe que aun esto era aflicción de espíritu, pues en la mucha sabiduría hay mucho sufrimiento; y quien añade ciencia, añade dolor. Dije yo en mi corazón: “Vamos, pues, te probaré con el placer: gozarás de lo bueno”. Pero he aquí, esto también era vanidad. A la risa la considero una locura; en cuanto a los placeres, ¿para qué sirven? Decidí en mi corazón agasajar mi carne con vino y, sin renunciar mi corazón a la sabiduría, entregarme a la necedad, hasta ver cuál es el bien en el que los hijos de los hombres se ocupan debajo del cielo todos los días de su vida. Acometí grandes obras, me construí casas, me planté viñedos; cultivé mis propios huertos y jardines, y en ellos planté toda clase de árboles frutales. También construí aljibes para irrigar los muchos árboles que allí crecían. Compré siervos y siervas, y tuve siervos nacidos en casa. Tuve muchas más vacas y ovejas que todos los que me precedieron en Jerusalén. Amontoné oro y plata, y preciados tesoros que fueron de reyes y de provincias. Me hice de cantores y cantoras y de los deleites de los hijos de los hombres, toda clase de instrumentos musicales. Fui engrandecido y prosperé más que todos los que me precedieron en Jerusalén. Además, conservé conmigo mi sabiduría. No negué a mis ojos ninguna cosa que desearan, ni privé a mi corazón de placer alguno… Miré luego todas las obras de mis manos y el trabajo que me tomé para hacerlas; y he aquí, todo es vanidad y aflicción de espíritu, y sin provecho debajo del sol. Después volví a considerar la sabiduría, los desvaríos y la necedad.… Pero también comprendí que lo mismo ha de acontecerle al uno como al otro. Entonces dije en mi corazón: “Como sucederá al necio, me sucederá a mí. ¿Para qué, pues, me he esforzado hasta ahora por hacerme más sabio?” Y dije en mi corazón que también esto era vanidad. Porque ni del sabio ni del necio habrá memoria para siempre; pues en los días venideros todo será olvidado, y lo mismo morirá el sabio que el necio. Y aborrecí la vida, pues la obra que se hace debajo del sol me era fastidiosa, por cuanto todo es vanidad y aflicción de espíritu. Asimismo aborrecí todo el trabajo que había hecho debajo del sol, y que habré de dejar a otro que vendrá después de mí… Porque ¿qué obtiene el hombre de todo su trabajo y de la fatiga de su corazón con que se afana debajo del sol? Porque todos sus días no son sino dolores, y sus trabajos molestias, pues ni aun de noche su corazón reposa. Esto también es vanidad. No hay cosa mejor para el hombre que comer y beber, y gozar del fruto de su trabajo…
»Todo acontece de la misma manera a todos; lo mismo les ocurre al justo y al malvado, al bueno, al puro y al impuro, al que sacrifica y al que no sacrifica; lo mismo al bueno que al pecador, tanto al que jura como al que teme jurar. Este mal hay entre todo lo que se hace debajo del sol: que un mismo suceso acontece a todos, y que el corazón de los hijos de los hombres está lleno de mal y de insensatez durante toda su vida. Y que después de esto se van con los muertos. Aún hay esperanza para todo aquél que está entre los vivos, pues mejor es perro vivo que león muerto. Porque los que viven saben que han de morir, pero los muertos nada saben, ni tienen más recompensa, porque su memoria cae en el olvido. También desaparecen su amor, su odio y su envidia; y ya nunca más tendrán parte en todo lo que se hace debajo del sol».
Así habla Salomón, o el que escribió esas palabras.
Y he aquí lo que nos enseña la sabiduría india: Sakyamuni, un príncipe joven y feliz a quien le habían ocultado las enfermedades, la vejez, la muerte, sale para dar un paseo y se encuentra a un viejo feo, desdentado y cubierto de babas. El príncipe, que no había conocido hasta ese momento la vejez, se sorprende y le pregunta al cochero qué significa eso y cómo es que ese hombre ha llegado a un estado tan lamentable y repulsivo. Y cuando descubre que ésa es la suerte común de todos los hombres, y que también a él, joven príncipe, le aguarda lo mismo, no puede continuar con el paseo y da la orden de volver a casa para reflexionar sobre todo aquello. Y se encierra solo, y reflexiona. Y probablemente encuentra algún consuelo, puesto que de nuevo sale a pasear, alegre y dichoso. Pero esta vez se encuentra con un enfermo. Ve a un hombre demacrado, lívido, tembloroso, con los ojos turbios. El príncipe, a quien le habían ocultado las enfermedades, se detiene y pregunta qué es eso. Y cuando se entera de que eso es la enfermedad, a la cual todos los hombres están expuestos, y de que, también él, príncipe sano y feliz, puede caer enfermo desde mañana mismo, siente de nuevo que le faltan ánimos para alegrarse, da la orden de volver a casa y vuelve a buscar la tranquilidad; sin duda, la encuentra, puesto que, por tercera vez, sale a pasear; pero también esta vez le aguarda un nuevo espectáculo: ve que están transportando algo. «¿Qué es eso?». «Un hombre muerto». «¿Qué quiere decir muerto?», pregunta el príncipe. Le explican que estar muerto significa convertirse en lo que se ha convertido ese hombre. El príncipe se acerca al muerto, lo descubre y lo mira. «¿Qué será de él ahora?», pregunta el príncipe. Y le dicen que lo enterrarán. «¿Por qué?». «Porque nunca volverá a estar vivo, y no saldrán de él más que gusanos y hedor». «¿Y ése es el destino de todos los hombres? ¿Me sucederá a mí lo mismo? ¿Me enterrarán, y despediré hedor, y los gusanos me comerán?». «Sí». «¡Atrás! No quiero ir a pasear, nunca más volveré a pasear».
Sakyamuni no podía encontrar consuelo en la vida. Decidió que la vida era el más grande de los males, y empleó todas las fuerzas de su alma en liberarse de ella y liberar a los demás, de manera que después de la muerte la vida no se renovara, para aniquilar la vida por completo, de raíz. Eso es lo que dice la sabiduría india.
Ésas son las respuestas directas dadas por la sabiduría humana a la cuestión de la vida.
«La vida del cuerpo es un mal y una mentira. Por eso la destrucción de la vida del cuerpo es un bien, y debemos desearla», dice Sócrates.
«La vida es lo que no debe ser, un mal; y el tránsito a la nada es el único bien», dice Schopenhauer.
«Todo en el mundo, la necedad, la sabiduría, la riqueza, la miseria, la alegría, el dolor, es vanidad y nadería. El hombre morirá, y nada quedará. Y esto es absurdo», dice Salomón.
«Es imposible vivir sabiendo que el sufrimiento, el debilitamiento, la vejez y la muerte son inevitables; es preciso liberarnos de la vida y de toda posibilidad de vida», dice Buda.
Lo mismo que han dicho esas mentes poderosas, lo han dicho, pensado y sentido millones de personas como ellos. Y eso es lo mismo que he pensado y sentido yo mismo.
Así, mi vagabundeo por las ciencias no sólo no me libró de mi desesperación, sino que la exacerbó. Un área del conocimiento no respondía a la cuestión de la vida, otra contestaba directamente confirmando mi desesperación, demostrándome que la situación a la que había llegado no era fruto de un equívoco mío, de un estado enfermizo de mi intelecto. Por el contrario, esa área del conocimiento me confirmaba que yo pensaba correctamente y que coincidía con las conclusiones a las que habían llegado las mentes más poderosas de la humanidad.
Engañarse a uno mismo no tiene sentido. Todo es vanidad. Feliz el que no ha nacido; la muerte es mejor que la vida, hay que librarse de ella.