IX
Afloró una contradicción para la cual sólo había dos salidas: o lo que yo llamaba racional no lo era tanto como había pensado, o lo que me parecía irracional no lo era tanto como había pensado. Y comencé a revisar el desarrollo de los argumentos que derivaban de mi conocimiento racional.
Al hacerlo, encontré aquel argumento completamente correcto. La conclusión de que la vida es nada era inevitable, pero detecté un error. Éste consistía en que mi razonamiento no se correspondía con la cuestión que me había planteado, y que era: «¿Por qué vivo?». O bien: «¿Habrá algo que perdurará y no será aniquilado de mi vida ilusoria y efímera?». O bien: «¿Qué sentido tiene mi vida finita en este universo infinito?». Y, para solucionar este problema, me puse a estudiar la vida.
Evidentemente, la solución a todas las cuestiones posibles de la vida no podía satisfacerme, porque mi pregunta, por muy sencilla que pareciera a primera vista, implicaba una exigencia de explicar lo finito por medio de lo infinito, y lo infinito por medio de lo finito.
Me preguntaba: «¿Cuál es el sentido de mi vida más allá del tiempo, la causalidad, el espacio?». Y sin embargo respondía a la pregunta: «¿Cuál es el sentido de mi vida dentro del tiempo, la causalidad, el espacio?». Después de enfrascarme en un arduo trabajo mental, sólo pude responder: «Ninguno».
En mis razonamientos estaba constantemente comparando, y no podía hacerlo de otra manera, lo finito con lo finito y lo infinito con lo infinito, motivo por el cual siempre llegaba a la única conclusión a la que podía llegar: la fuerza es fuerza, la materia es materia, la voluntad es voluntad, el infinito es infinito, la nada es nada; y no podía ir más allá de esto.
Era algo parecido a lo que pasa en las matemáticas cuando, creyendo resolver una ecuación, todo lo que obtenemos es una identidad. El método de deducción es correcto, pero el único resultado que se obtiene es a = a, ó x = x, ó 0 = 0. Lo mismo ocurría con mi razonamiento respecto a la cuestión del sentido de mi vida. Las respuestas que todas las ciencias dan a esta cuestión son sólo identidades.
Y en realidad el conocimiento estrictamente racional, como el de Descartes, comienza con la duda absoluta, rechaza todo conocimiento fundado en la fe y reconstruye todo de nuevo de acuerdo con las leyes de la razón y la experiencia, y no puede dar otra respuesta a la cuestión de la vida que la que yo había obtenido: una respuesta indefinida. Sólo al principio me pareció que el conocimiento daba una solución positiva, la de Schopenhauer: la vida no tiene sentido, la vida es un mal. Pero, después de haber examinado el asunto, comprendí que no era una solución positiva y que sólo mis sentidos la habían considerado así. La respuesta rigurosamente expresada, tal como la formularon los brahmanes, Salomón y Schopenhauer, es sólo una solución vaga o una identidad: 0 = 0, la vida que se me presenta a mí como nada, es nada. Así que el conocimiento filosófico no niega nada, sólo responde que no puede resolver esa cuestión y que, desde su punto de vista, cualquier solución seguirá siendo indefinida.
Habiendo comprendido esto, me di cuenta de que no podía buscar una respuesta a mi cuestión en el conocimiento racional, y que la solución dada por el conocimiento racional no era más que una indicación de que la respuesta sólo puede obtenerse formulando el problema de otra manera, es decir, sólo cuando se introduzca la relación entre lo finito y lo infinito en el razonamiento. También me di cuenta de que las respuestas dadas por la fe, por muy irracionales y distorsionadas que fueran, tenían la ventaja de introducir la relación entre lo finito y lo infinito, sin la cual no puede haber solución. Sea cual sea la manera en que planteo la pregunta de cómo debo vivir, la respuesta es: «Conforme a la ley de Dios». «¿Cuál será el resultado auténtico de mi vida?». El tormento eterno o la felicidad eterna. ¿Cuál es el sentido que no destruye la muerte? La unión con el Dios infinito, el paraíso.
Así, fui conducido de un modo inevitable a reconocer que toda la humanidad posee, además del conocimiento racional, que antes me parecía el único conocimiento posible, otro conocimiento, de tipo irracional: la fe, que nos da la posibilidad de vivir. La fe seguía siendo para mí tan irracional como antes, pero no podía dejar de reconocer que sólo ella proporciona a la humanidad respuestas a la cuestión de la vida y, por consiguiente, nos da la posibilidad de vivir.
El conocimiento racional me llevó a la conclusión de que la vida era absurda; la mía se detuvo y quise quitármela. Considerando a las personas que me rodeaban, a toda la humanidad, vi que vivían y afirmaban que conocían el sentido de la vida. Luego recapacité: puesto que yo vivía, conocía el sentido de la vida. Como a los demás, también a mí la fe me ofrecía el sentido de la vida y la posibilidad de vivir.
Tras examinar a las personas de otros países, a mis contemporáneos y a los que habían vivido antes, observé una misma cosa: donde hay vida, hay fe; desde el origen de la humanidad la fe nos ha dado la posibilidad de vivir, y los rasgos principales de la fe están en todas partes y son siempre los mismos.
Sean cuales sean las respuestas que una fe u otra ofrecen al hombre, todas coinciden en dar un sentido infinito a la existencia finita del hombre, un sentido que ni los sufrimientos, ni las privaciones, ni la muerte pueden destruir. Por tanto, sólo en la fe podemos hallar el sentido de la vida y la posibilidad de vivir. Y comprendí que el significado más esencial de la fe no era sólo «la manifestación de las cosas invisibles», etcétera, no era la revelación (ésta no era más que la descripción de uno de los signos de la fe), no era sólo la relación del hombre con Dios (es preciso determinar primero la fe y luego a Dios, y no a la inversa), no era sólo la conformidad con lo que a uno se le ha dicho, aunque eso es lo que se suele entender por fe. La fe es el conocimiento del sentido de la vida humana, gracias al cual el hombre no se aniquila, sino que vive. La fe es la fuerza de la vida. Si un hombre vive, es porque cree en algo. Si no creyera que debe vivir por algo, no viviría. Si no ve ni comprende el carácter ilusorio de lo finito, cree en lo finito. Si comprende el carácter ilusorio de lo finito, es preciso que crea en lo infinito. Sin fe es imposible vivir.
Recordé el desarrollo de mi trabajo interno y me horroricé. Ahora estaba claro para mí que para que un hombre pudiera vivir debía, o bien no ver lo infinito, o bien tener una explicación del sentido de la vida que le permitiera identificar lo finito con lo infinito. Yo conocía esa explicación, pero no la necesitaba porque creía en lo finito, y la vi como contrapuesta a mi razón. Y a la luz de la razón mi explicación anterior se disipó como el humo. Llegó el momento en que dejé de creer en lo finito. Y me puse a edificar sobre los cimientos de la razón, con todo lo que sabía, una explicación que me diera el sentido de la vida, pero no pude construir nada firme. Junto a las mentes más brillantes que la humanidad había producido llegué a la conclusión de que 0 = 0, y me sorprendí enormemente de obtener esa solución y de descubrir que no podía haber ninguna otra.
¿Qué hacía cuando buscaba una respuesta en las ciencias empíricas? Quería saber por qué vivía y para ello estudiaba todo lo que estaba fuera de mi vida. Está claro que podía aprender muchas cosas, pero no lo que necesitaba.
¿Qué hacía cuando buscaba una respuesta en el campo de la filosofía? Estudiaba las ideas de aquéllos que se encontraban en la misma situación que yo y que no habían hallado respuesta a la pregunta: «¿Por qué vivo?». Está claro que no podía aprender nada a excepción de lo que ya sabía: que es imposible saber algo.
«¿Qué soy yo? Una parte del infinito». Es precisamente en esas pocas palabras donde reside todo el problema. ¿Es posible que el hombre no se haya planteado esta cuestión hasta este momento? ¿Es posible que nadie antes que yo se haya hecho esta pregunta, una pregunta tan sencilla que brota de los labios de cualquier niño inteligente?
No, esta cuestión se ha formulado desde que el hombre existe; desde el principio, el hombre ha entendido que resolver la cuestión igualando lo finito a lo finito es tan insatisfactorio como igualar lo infinito a lo infinito; desde el principio el hombre ha buscado articular la relación entre lo finito y lo infinito.
Sometemos al análisis lógico todos los conceptos que identifican lo finito con lo infinito y a través de los cuales obtenemos el sentido de la vida y los conceptos de Dios, de la libertad y del bien. Pero estos conceptos no resisten a la crítica de la razón.
Si no fuera tan espantoso, sería divertido ver el orgullo y la complacencia con que nosotros, cual niños, desmontamos el reloj, sacamos la espiral y hacemos de ella un juguete, y luego nos sorprendemos de que el reloj deje de funcionar.
Es necesario y valioso contar con una solución para la contradicción entre lo finito y lo infinito, una respuesta a la cuestión de la vida que haga posible vivir. Y la única solución que hallamos siempre, en todas partes y en todos los pueblos, es la que nos ha sido transmitida desde un pasado en que la vida humana se pierde para nosotros. Es una solución tan difícil que somos incapaces de hacer nada parecido, sin embargo la destruimos a la ligera, para plantear una vez más la cuestión que es inherente a todos nosotros y para la cual no tenemos respuesta.
Los conceptos de un Dios infinito, de la naturaleza divina del alma, de la relación entre Dios y los asuntos de los hombres, del bien y del mal son, todos ellos, conceptos cuya esencia se ha elaborado en el infinito oculto del pensamiento humano. Son conceptos sin los cuales no habría vida, y yo mismo no existiría y, sin embargo, rechazando todo ese trabajo de la humanidad, yo quería hacerlo todo de nuevo, a mi manera.
Yo no pensaba así entonces, pero los gérmenes de estas ideas ya estaban en mí. Comprendía: 1) que mi situación, la de Schopenhauer y Salomón, era estúpida a pesar de nuestra sabiduría: considerábamos que la vida es un mal y a pesar de eso vivíamos. Eso era claramente estúpido porque, si la vida es absurda y amo tanto la razón, es preciso que destruya la vida, y eso nadie lo negará; 2) que todos nuestros razonamientos giraban en un círculo vicioso, como una rueda que no se engancha a un carruaje. Por mucho y muy bien que deliberásemos, no obtendríamos una respuesta; siempre resultaría que 0 = 0, y nuestro método, por tanto, era probablemente equivocado, y 3) que en las respuestas dadas por la fe yacía una profunda sabiduría humana y que yo no tenía derecho a negarlas fundándome en la razón y, sobre todo, que sólo esas respuestas contestaban a la cuestión de la vida.