9

La mujer superflua

¡SACA EL BUUUUUUUUTI!

—¡Querda, giro! ¡Clap! ¡Saca el buuuuuuuuti!

—¡Drecha, giro! ¡Clap! ¡Saca el buuuuuuuuti!…

… y el odioso significado de «buti», que según acababa de aprender era sinónimo del vulgar «culo», así como el odioso nombre del cantante cuya voz sonaba por los altavoces, que era Doctor Jodiendo Doc Doc, golpeaban una y otra vez la cabeza de Martha Croker mientras ésta luchaba por seguir el ritmo de Mustafá Gunt…

—¡Drecha, giro! ¡Palmas!… y mover el pie izquierdo hacia adelante y el derecho hacia atrás y girar el cuerpo hacia la derecha…

Mustafá Gunt era un turco, antiguo campeón de algún tipo de lucha, que exhibía una cabeza afeitada. El cuello se desplegaba en abanico, sobresalía más que las orejas y se fundía con un par de trapecios que descendían hasta la espalda como las laderas del monte Balkar Dagh en su tierra nativa. Llevaba un maillot olímpico de luchador y, cuando daba una palmada para marcar el ritmo, en los relucientes hombros, brazos y pecho le aparecían más músculos que aquellos cuyos nombres Martha recordaba, a pesar de toda la anatomía que tanto había estudiado en Emory. Tras el macizo Mustafá había una luna de vidrio que daba a una concurrida calle de la parte comercial de Buckhead, junto a Piedmont Road. Cualquier transeúnte habría podido echar una ojeada —en Atlanta no existía pudor en relación con el ejercicio colectivo—, de no ser porque el vidrio se había cubierto de vaho a causa del calor de los cuerpos de la treintena de sudorosas mujeres. Mustafá miraba el grupo con cara de pocos amigos, como lanzándole una acusación irrebatible.

—¡Querda, giro! ¡Clap!

Continuaba gritando Mustafá Gunt.

«¡Saca el buuuuuuuuti!», continuaba la voz de Doctor Jodiendo Doc Doc.

El ejercicio se llamaba «tijera con giro», y los saltos, gestos y vueltas eran tan rápidos y violentos que Martha ya boqueaba. Las gotas de sudor le golpeaban la cara y la espalda. A cada mujer que asistía a la clase de Mustafá Gunt se le asignaba un rectángulo de un metro por dos y medio, pintado en el suelo y con un número en medio.

Tanto la joven del rectángulo que tenía delante como la del rectángulo de detrás y las de los rectángulos de los lados tenían una larga melena cuidadosamente enmarañada, como si les hubiera pasado por encima un huracán, sin ningún tipo de pinzas ni cintas. Ese estilo de peinado era la marca misma de las «jóvenes araña-mejillas» del cambio de siglo; y, cuando las jóvenes araña-mejillas volvían la cabeza al girar el cuerpo, las melenas llenaban a Martha con salpicaduras de sudor desde todos lados. Oh, y vaya si giraban, giraban y giraban. Tenían unos hermosos y anchos hombros, unas hermosas y estrechas caderas, unas hermosas y delgadas piernas y una excelente definición en los músculos de los brazos y la espalda. Estaban hechas como chicos, como chicos con tetas y melenas huracanadas.

«¡Saca el buuuuuuuuti!», continuaba Doctor Jodiendo Doc Doc.

—¡Drecha, giro! ¡Clap!

Continuaba apremiándolas Mustafá Gunt.

Lo único que quería Martha era dejarse caer ahí mismo, en el rectángulo. Sólo se lo impedía el miedo a la humillación. Con cincuenta y tres años, era la mujer de más edad de la clase, quizá incluso la cliente de más edad de todo DefinitionAmerica, y ya la joven de su derecha, un perfecto chico con tetas que llevaba un finísimo maillot blanco para que quedara bien claro que lo enseñaba todo, le lanzaba una mirada que parecía como si estuviera reprochándole la desfachatez que había tenido al aparecer por ahí, a su edad…

No obstante, Martha perseveraba. Toda mujer (en el «todo Atlanta») sabía ya que no había forma posible de eludir la gimnasia. Sólo el ejercicio podía hacer que te acercaras, aunque fuera remotamente, al ideal femenino contemporáneo —¡un chico con tetas!—, y casi todas las mujeres que Martha conocía en Atlanta, descontando a las viejas sin remedio, asistían a clases como las de Mustafá Gunt. Los gimnasios proliferaban como los teléfonos móviles y los CD-ROM. ¡Chicos con tetas! ¡Por Dios!, ¿qué había pasado con lo voluptuoso? Treinta y dos años atrás, cuando se había casado con Charlie, la mujer voluptuosa era el ideal del atractivo sexual. «Voluptuoso» quería decir abundancia y carnes, blandas carnes femeninas. Martha había sido una mujer voluptuosa, o una versión de instituto o de baile de puesta de largo de lo mismo; lo bastante voluptuosa, en cualquier caso, para hacer enloquecer a Charlie. Tenía unos hombros hermosos y anchos, unos pechos hermosos y grandes, unas caderas y unos muslos hermosos, grandes y suaves que Charlie había cantado extasiado, en la medida en que Charlie, que no era ningún poeta, podía cantar extasiado. ¡Era una mujer con una buena capa de tejido adiposo! ¡Estaba hecha de ese modo! ¡No había nacido para exhibir el aspecto de puro pellejo anhelado por esas jóvenes, ni toda esa definición de la que hablaban! ¡Oh, DefinitionAmerica!

Sin embargo, con eso se había escapado Charlie, con un chico con tetas llamado Serena. Esa verdad pura y simple había estado obsesionándola desde la llegada por correo, el día anterior, de la revista Atlanta; de todos modos, se mostraba decidida a no pensar en aquella maldita foto…

«¡Saca el buuuuuuuuti! ¡Saca el buuuuuuuuti!».

—¡Drecha, giro! ¡Clap!

—¡Querda, giro! ¡Clap!

Mientras Martha se volvía hacia un lado y otro, boqueando en busca de aire, mantenía la mirada puesta —a pesar de sí misma— en los cuerpos perfectos de las primeras dos filas de la clase. Ahí estaban, con sus esculpidos culitos embutidos en leotardos y divididos por las tiras de los maillots, girando en tijera, con la energía de sus jóvenes vidas. Eran descaradas. Querían que el mundo las mirara y las viera a través del vidrio. Y también que Mustafá las repasara. No soportaba a ninguna, salvo a Joyce, que estaba justo en la primera fila con las más jóvenes. Joyce Newman era la única amiga que Martha había hecho en DefinitionAmerica. Aunque pequeña (apenas medía un metro cincuenta), era un perfectísimo chico con tetas, pero tenía cuarenta y dos años; estaba divorciada, como Martha, tras muchos años de matrimonio y era dada a hacer divertidas observaciones sobre su destino común.

«¡Saca el buuuuuuuuti!…».

Doctor Jodiendo Doc Doc seguía rapeando su amenaza de violación a alguna víctima no identificada, pero Mustafá Gunt ya había dejado de dar palmadas para marcar el ritmo y de ladrar su «querda, giro, drecha, giro». En vez de eso, el macizo turco se puso de puntillas, pavoneándose, echó para atrás los hombros y metió la barriga. La cintura se le empequeñeció, el pecho y los hombros se volvieron enormes, con la caja torácica inflada. Echando chispas por los ojos, extendió el brazo izquierdo y señaló hacia la puerta trasera, donde estaba la señal de SALIDA. A Martha le costó creer que estuviera a punto de hacer aquello; sobre todo, después de la brutal ronda de tijeras con giros a la que acababan de ser sometidas. Sin embargo, no había duda, la gutural e implacable voz turca ordenó:

—¡Caleras! ¡Caleras! ¡Op! ¡Op! ¡Op!

Inmediatamente las treinta mujeres saltaron de sus rectángulos y se precipitaron hacia la puerta. Martha pensó que sería incapaz de dar un solo paso, pero no tenía elección. Se vio empujada en una estampida de maillots, leotardos y shorts de gimnasia. La arrastró la manada. Salieron en fila india bajo el marco metálico de la puerta que daba a la escalera de incendios, pierna contra costado, codo contra costilla. La escalera estaba recién pintada (beige-caja-de-ordenador) y bien iluminada, pero era demasiado estrecha para que por ella cargara en tropel una manada de treinta mujeres ciegas de endorfina.

—¡Caleras! ¡Caleras! ¡Op! ¡Op! ¡Op!

Y opando salieron, a opar cinco tramos de caleras.

Las más jóvenes eran como cabras montesas. Opaban limpiamente escaleras arriba, haciendo chirriar las zapatillas en las contrahuellas metálicas de los escalones.

Bump, bump… Martha sintió un par de empujoncitos en rápida sucesión. Eran dos de las perfectas de la primera fila, que le golpearon los adiposos hombros y caderas al adelantarla en la estrecha escalera y alejarse opando hacia arriba. Vio sus perfectos culitos saltarines y la tira del maillot que recorría elegantemente, según era moda, la hendidura de las nalgas. No tenían ni la más remota idea de que acababan de tropezar con Martha Starling Croker. Sencillamente habían pasado a… una vieja… por las escaleras. Y entonces —¡ay!— un fuerte codazo en las costillas. Un codo huesudo, una infame melena huracanada pelirroja y unas caderas flacuchas la adelantaron, opando hacia arriba. A continuación pasó corriendo Joyce, con cuidado de no empujarla; le lanzó una sonrisa, un encogimiento de hombros y un arqueo de cejas, como diciendo: «¿Qué le vamos a hacer? ¡Estamos en el mismo bote!».

Todo aquello mareaba. La escalera se llenó enseguida de olor a sudor y perfume demasiado caro. Martha intentaba boquear desesperadamente. Al llegar al tercer piso, era ya la última de la manada. Al llegar al cuarto, las cabras dominantes, los chicos con tetas perfectos, ya galopaban escaleras abajo. A una rezagada como ella no le quedaba más opción que apretarse contra la barandilla y dejar paso a la Juventud.

Cuando consiguió subir los cinco pisos y volver a la sala y su rectángulo, se encontró bañada en sudor y respirando con rápidos y sonoros jadeos. Poco a poco se dio cuenta de… las miradas… Levantó la cabeza. La joven que tenía delante y la de la derecha la miraban y se miraban entre sí. Ambas relucían de sudor, pero ni siquiera respiraban con dificultad. Estaban en perfecta forma. Oh, sí, eran perfectas. (De nuevo apareció en su mente la ofensiva página de la revista Atlanta. ¡Vio la foto! Pero la combatió y la expulsó de su pensamiento, fuera, fuera, fuera). Las areolas de los pechos perfectos del dechado de la derecha, completamente visibles bajo el nailon de su maillot blanco, subían y bajaban a un ritmo normal. Miró a Martha, arrugó la frente y dijo con aquella voz de niña de Atlanta que había llegado a odiar:

—¿Estaaaas bieeeen?

Las palabras no fueron pronunciadas con mala intención. Estaban incluso cargadas de preocupación y adornadas con cierta sonrisa almibarada y solícita. Sin embargo, esa dulzura dejaba un regusto que decía: «Menuda idea la de un vejestorio como tú presentarse aquí y deprimirnos a todas con tus pavorosos bufidos».

Martha asintió con la cabeza para indicar que no se estaba muriendo. Intentó encogerse. Si su rectángulo hubiera tenido un desagüe, con gusto se habría dejado chupar y habría desaparecido. A falta de eso, deseó llamar a Joyce Newman para que se acercara y le dijera a toda aquella gente que no era tan vieja y que no era verdad que no tenía amigas. En realidad, cuanto pudo hacer fue apartar los ojos de ella, seguir ahí medio agachada, dándole un respiro a su sistema cardiovascular, e intentar no derrumbarse, lo cual habría sido la ignominia última.

Mustafá Gunt anunció el siguiente ejercicio, que llamaba «las gaviotas» y que pronunciaba «las gavotas».

Por los altavoces, Doctor Jodiendo Doc Doc cantaba, si aquello se podía llamar cantar, una canción nueva, si aquello se podía llamar canción.

«Cómo voy a darle amor —canturreaba o rapeaba—, si se tira a los hermanos».

Aquel imbécil había utilizado, efectivamente, la palabra «amor». Por lo visto, sólo en el contexto de la infidelidad de alguna mujer, alguna mujer alrededor de cuyo buti sin duda había rondado y resoplado en celo; no obstante, para Doctor Jodiendo Doc Doc aquello rayaba en lo sentimental. La ausencia de rima, «amor/hermanos», tan típica del analfabetismo de aquellos trovadores del sexo perruno, la sacaba por completo de quicio. ¿Qué hacía Martha Croker, de soltera Martha Starling, de Richmond, Virginia, de la mejor zona de Richmond, Cary Street Road, hija del antiguo presidente del Club Commonwealth… qué hacía ella ahí, en un gimnasio de Buckhead, en Atlanta, escuchando el montón de insensateces, obscenidades y absolutas vulgaridades de aquella «música de negros», como siempre la había llamado su padre, dejando que la empujara, le diera codazos y la menospreciara toda una pandilla de chicas vanidosas, descerebradas, narcisistas, obsesionadas por la forma física y dispuestas a obedecer sin pestañear a un tirano turco llamado Mustafá Gunt que se divertía mandándola subir corriendo cinco pisos al límite de su capacidad cardíaca? Ya estaba en la menopausia. Ya no era demasiado joven para no tener un ataque al corazón… ¿Por qué se hallaba en aquella ridícula situación?

Charlie.

Ésa era la verdad, la pura y simple verdad: Charlie.

En aquel momento se derrumbó el voluminoso bagaje psicológico que acarrea una mujer durante un divorcio. ¡Tenía cincuenta y tres años, por el amor de Dios! ¡Había estado casada con Charlie Croker durante veintinueve, le había dado tres hijos y lo había ayudado en los inicios de su gloriosa carrera de la que estaba tan escandalosamente orgulloso! ¡Tenía todo el derecho a ser lo que su propia madre había sido a la edad de cincuenta y tres años… una matrona… sí, una matrona!… ¡una reina!… inamovible en la seguridad de la familia y la sociedad… Si una matrona deseaba acumular una agradable y cómoda capa de tejido adiposo, no tenía que preocuparse de nada, de nada en absoluto. Sencillamente, había heredado de su madre esa… gravedad… ¿Qué eran aquellas tonterías de las «relaciones», la «modulación de roles» y la «acreción emocional» con las que se había torturado en las más que inútiles visitas a terapeutas y consejeros? ¡Tú, Charlie, tú y sólo tú, en un acto de veleidad y egoísmo total, me has hecho esto! ¡Me has extirpado mi buena vida, Charlie! ¡Heme aquí, a los cincuenta y tres años, intentando empezar como mujer… en esta ridícula fábrica de chicos con tetas!

La pureza del odio hizo fluir la adrenalina, y la adrenalina dio un impulso al cuerpo; se le empezó a despejar la cabeza.

Mustafá Gunt estaba diciendo:

—Algunas no quiere ser gavotas, ay, ay, ay. ¿No quiere volar? Muy mal.

El turco siempre era lo bastante diplomático para no regañar a ninguna mujer de forma directa y personal. Al fin y al cabo, se trataba de clientes que pagaban. Sólo utilizaba comentarios que pudieran considerarse generales para toda la clase.

No obstante, Martha sabía muy bien que la observación se dirigía a ella. Levantó la cabeza. En efecto, la estaba mirando. Todas las demás, todos los chicos con tetas, ya estaban con las rodillas dobladas y los brazos extendidos, que levantaban y bajaban haciendo «la gaviota». De modo obediente, dobló las rodillas, se puso en cuclillas y empezó a aletear. Mustafá Gunt dijo:

—¡Venga, delante! ¡Flop! ¡Flop! ¡Flop! ¡Flop! ¡Na tanda más! ¡Vente más! ¡Flop… más… flop… más… flop… más… flop!

Martha aleteó. Le dolían los hombros. Le ardían los muslos de estar tanto tiempo en la misma posición con las rodillas dobladas. Pero ¿por qué insistía? ¿Por qué? ¿Por qué obedecía con tanta mansedumbre? ¿Había algo en su constitución que la hacía querer ceder a la voluntad de hombres grandes, fuertes, viriles y bravucones? ¿Disfrutaba de forma inconsciente dejándose dominar por aquellos gigantones de pulmones de acero? ¿Padecía una compulsión a la repetición?

Oh, corta ya ese rollo, Martha… Tenía razón su padre, treinta años atrás, cuando le dijo, de modo confidencial, que el psicoanálisis era una estupidez de arriba abajo… No padecía ninguna enfermedad ni ninguna neurosis. Padecía la perfidia de un hombre llamado Charlie Croker. Encajó la mandíbula, se preparó para la lucha y se lanzó al gavioteo. Sacudió los brazos. Se imaginó que el ardor de los muslos fundía gramos y más gramos de tejido adiposo.

—… más… flop… más… flop… más… flop…

De modo obsesivo, siguió todas las instrucciones del gran turco, el más solicitado y reciente creador de chicos con tetas de Atlanta. Tengo cincuenta y tres años, pensó, aleteando como una gaviota, y necesito un hombre.

Tras la clase, como hacían a menudo, Martha y su amiga Joyce Newman se acercaron en coche hasta un restaurante de Piedmont Road llamado La Panera. El lugar era lo bastante informal para que dos mujeres recién salidas de una intensa clase de gimnasia y sin duchar se pusieran sobre los leotardos y el maillot una chaqueta de chándal holgada y pudieran sentarse en el establecimiento sin sentirse fuera de lugar. Al mismo tiempo, poseía un llamativo caché «California muesli» de los noventa. Nada más entrar uno se encontraba frente a una asombrosa pared de pan cubierta con todas las clases de barras imaginables, redondas, oblongas, rectangulares, recién horneadas y dispuestas en vertical sobre estanterías, como platos de porcelana fina en un aparador. En primer plano había un mostrador con repostería bajo un enorme globo luminoso con unas órbitas doradas de aluminio anodizado. A un lado había varias docenas de brillantes mesas negras, de las de café, sobre un suelo de losa, bajo un techo de espejo con grabados recorridos por hileras de tubos de neón color pastel de formas variadas. Y por todas partes… una profusión de vegetación, plantas colgantes, plantas en macetas, recipientes de sansevierias, cuyas gomosas hojas verdes sobresalían como espadas, a la altura de los hombros, sobre las divisorias de la sala.

Martha y Joyce siempre se sentaban a una mesita junto a una divisoria con espejo bajo unas estupendas sansevierias, y siempre hablaban de lo mismo, aunque las habría incomodado admitirlo con tanta claridad. Ambas formaban parte de esa hermandad de mujeres, de esa sororidad[20] sin nombre que se reunía todos los días, por todo Atlanta, por todo el país, para hablar de su aflicción común, que era el divorcio.

Joyce se contempló en la pared con espejo y dijo:

—Mira qué pelo.

Martha miró. El largo cabello oscuro de Joyce estaba húmedo, liso, aplanado sobre la cabeza, tras la hora en DefinitionAmerica.

—Todos los días vuelvo a casa con este mismo aspecto —añadió Joyce, sin dejar de inspeccionarse en el espejo—. Ya no lo soporto más. No quiero ni que la mujer de la limpieza me vea así.

—Bueno —dijo Martha—, ¿por qué no te pones un sombrero?

—No puedo llevar sombreros. Lo he intentado con todos los sombreros del mundo. Me hacen la cara demasiado pequeña. ¿Sabes cómo me llamaba mi padre? Cara de Centavo.

Martha se preguntó fugazmente quién o qué era el padre de Joyce. Nunca se mostraba demasiado concreta con su pasado. La impresión de Martha era que se trataba de una muchachita de una familia decente pero bastante normal y corriente de Madison, Ohio, que había ido a colegios públicos —las chicas que habían ido a escuelas privadas siempre se las arreglaban para sacarlo a relucir al cuarto de hora de ser presentadas— y había llegado a Atlanta, donde cautivó a una especie de lince del marketing informático (el señor Donald Newman, de Lodestar System); tras su divorcio, el año anterior, llevaba una vida bastante holgada en Marne Drive, en Buckhead.

Su problema, decía Joyce, ampliando su tema, era que tenía unos ojos bonitos y grandes…

Martha asintió. Joyce tenía, en efecto, unos ojos pardos hermosos y grandes sobre los que llamaba cuidadosamente la atención todas las mañanas aplicándose delineador y rímel antes de ir a hacer gimnasia a la clase de Mustafá Gunt… pero su cara era demasiado pequeña, por lo que necesitaba un montón de pelo, abundante pelo, para resaltarla.

Martha se miró en el espejo. Su mandíbula, en otro tiempo un marcado y suave óvalo que iba de oreja a oreja, se había dividido ya en tres partes. Las mejillas semejaban un par de grandes paréntesis, entre los cuales la barbilla era una U caída. La antaño suave carne parecía de lo más… harinosa. El pálido vello facial que bajaba desde las orejas hasta las mandíbulas, un vello tan fino y virginal que a Charlie le encantaba acariciarlo, parecía ya… basto.

—Eres afortunada —dijo Joyce—. Tienes un buen pelo. Es grueso y abundante.

Martha hizo una pausa. Una de las cortesías convencionales de la sororidad era corresponder con drama al drama de las hermanas, demostrarles que las entendían, las compadecían y no estaban solas. De modo que Martha se dispuso a decir que ya se lo tenía que cardar para que pareciera tan voluminoso como antes… aunque eso podía conducir a una discusión sobre cómo, tras la menopausia, la mujer empezaba a perder pelo y no… en fin, no tenía ganas de hablar a Joyce como una… mujer menopáusica… De modo que se dispuso a decirle que tenía que teñírselo… aunque eso podía forzar a una embarazosa revelación que Joyce quizá no quisiera hacer… De modo… justo entonces se fijó en una revista que sobresalía de un rincón de la bolsa abierta que Joyce tenía junto a su silla. Incluso al revés y enrollada hasta formar casi un tubo, reconoció aquella cubierta. Era el último número de Atlanta. Se conocía esa cubierta de memoria. De modo que entonces se encontró respondiendo a Joyce, sin saber muy bien si por cortesía convencional de la sororidad o por un auténtico deseo de descubrir su tormento de mujer abandonada:

—Gracias, pero tengo otros problemas. —Hizo un gesto hacia la bolsa—. Déjame tu Atlanta un momento.

Joyce le pasó la revista. Colocándola sobre la mesa para que Joyce la viera, Martha buscó la página ofensiva. Sabía exactamente dónde estaba.

—Lee esto y dime qué piensas. Sólo esta pequeña introducción de aquí y este pie de foto de aquí. Y la foto. Mira sólo esto.

Joyce lo estudió todo con atención. El artículo era un reportaje fotográfico titulado «Los cochecitos del año», con fotografías a toda página de las últimas tendencias en cochecitos para bebés entre las mujeres más famosas y con más prestigio social de Atlanta. Ahí, en la primera foto, frente a la página del título, había un espléndido retrato de Serena Croker. Una mano descansaba suavemente sobre la barra de un cochecito azul marino con relucientes partes cromadas de extravagantes curvas, grandes ruedas con radios de cromo y magníficos neumáticos blancos. El vehículo estaba atiborrado de almohadas, sábanas, mantas, colchas, edredones y cobertores de Pierre Pan por valor de unos cuatro mil dólares, que envolvían la sonrosada cara de un bebé con bucles rubios, casi perdido por completo entre las suntuosas ropas de cama, el último producto de las entrañas de aquel fabuloso promotor inmobiliario que era el señor Charlie Croker. La nueva señora Croker, Madre Triunfante, llevaba una chaqueta de tweed, un jersey de cachemira de cuello de cisne, color crema y de canalé, que combinaba a la perfección con su voluptuosa melena negra huracanada y una insinuación de falda de lana que mostraba lo perfectas y estrechas que eran sus caderas y lo largas, esbeltas y ágiles que eran sus perfectas piernas. Es decir, como podía ver cualquiera, un chico con tetas sin parangón. El pie de foto empezaba: «Cuando Charlie y Serena Croker salen en familia con su hija Kingsley, de once meses…».

Joyce la estudió durante largo rato y luego miró a Martha con los ojos bien abiertos. ¿Qué expresión era ésa? ¿Asombro? ¿Incomodidad? Los ojos parecían decir: «Dame una pista. Te contestaré lo que quieras».

—¿Ves lo que dice el pie de foto? —preguntó Martha—. «Cuando Charlie y Serena Croker salen en familia con su hija Kingsley, de once meses». Salen en familia.

Joyce esperó en vano.

—Cuando Charlie Croker sale en familia —prosiguió Martha mirándola y torciendo los labios en una mueca sardónica—. Charlie Croker ya tiene una familia. Tiene dos hijas mayores y un niño de dieciséis años, pero se han vuelto invisibles, ya no existen. Ésa es la familia de Charlie. —Hizo un gesto en dirección a la revista—. No puedo creer que le haya puesto a la niña Kingsley. Kingsley Croker. Parece un chiste.

—Bueno… —dijo Joyce— me parece que estás sobreinterpretando.

—No lo creo. ¿Qué crees que van a pensar Mattie, Caddie y Wallace cuando lean esto?

—Bueno…

—Y no quiero entrar en la cuestión de dónde me deja todo esto a mí. Me refiero a que yo ya he desaparecido hace tiempo. Las ex esposas de estos… personajes… se vuelven invisibles en el acto.

—Oh, eso no es cierto, no si tienen dinero.

—¿Ah, no? ¿Qué fue de la primera mujer de Nelson Rockefeller? ¿Qué fue de la primera mujer de Aristóteles Onassis? —Pensó que a Joyce aquello quizá le sonara a historia antigua, por lo que intentó actualizar las pruebas—. ¿Qué fue de la primera mujer de Ronald Reagan?… ¡y eso que había sido estrella de cine! ¡Todas son invisibles! ¡Son superfluas!

Joyce se limitó a mirarla.

—No me encontraba preparada para esto —prosiguió Martha—. Teníamos un montón de amigos y estaba convencida de que muchos de ellos eran más amigos míos que de Charlie. Como los padres de los compañeros de la clase de Wallace en Lovett. Eran amigos que yo había hecho. Yo les gustaba, o al menos eso creía. La mitad de ellos ni siquiera sabían qué hacer con Charlie y todo ese rollo del condado de Baker, todo ese asunto de «al sur de la línea de los mosquitos» sobre el que tanto le gusta hablar. Cuando Charlie y yo rompimos, estaban todos de mi parte, ávidos de detalles escabrosos, y me dieron consejos. Me pasaba el día hablando, hablando y hablando, con el terapeuta, con los consejeros matrimoniales, con los abogados, con todos mis amigos, y todos me decían que yo tenía toda la razón…

Joyce sonrió y empezó a asentir.

—Conozco esa parte. Es emocionante, ¿verdad? Vives en estado de shock, pero es emocionante. Eres como la heroína de una gran telenovela. Y luego viene cuando empiezas a leer libros feministas.

—¿Tú también lo hiciste?

—Claro —respondió Joyce—, ¡y la verdad es que es una ayuda! ¡Me animaron mucho! ¡Me levantaron la moral!

—Bueno, yo hice algo más —dijo Martha—. En realidad, fui a cinco o seis reuniones de Puño de Mujer. ¿Te acuerdas de ellas?

—¡Anda ya! ¿Tú? ¿Martha Starling Croker? ¡No me lo creo!

—¡Te digo que sí! Las reuniones se hacían en una galería de arte llamada Lesiones Menores en la avenida Euclid, en Little Five Points. Se prohibía entrar a los hombres. ¡Salía con la sensación de ser una amazona! ¿Cómo había podido dejar mi destino en manos de un hombre? ¿Quién necesitaba a los hombres? Era de lo más excitante.

—Pero ¿no se pasaban un poco?

—¡Claro que sí! Formaba parte del asunto. Te las encontrabas de todos los tipos imaginables: lunáticas, lesbianas con botas militares, fauna de todas las clases; pero, te lo aseguro, ¡te sentías como si midieras dos metros y medio! Pertenecías a un movimiento irresistible de oprimidas que se alzaban desde las profundidades y rompían sus cadenas.

—Me habría gustado verlo, Martha Starling Croker… Pero dejaste de ir.

—Bueno —dijo Martha—, un día te despiertas y la telenovela se ha acabado. De pronto lo que te ocurre deja de ser emocionante. Y todos esos amigos que tanto te apoyan… No te puedes imaginar lo que he llegado a odiar la palabra «apoyo». Todos esos amigos que tanto te apoyan, ésos a los que les gustaba hablar contigo y tragarse todos los detalles escabrosos, empiezan a menguar, como la marea, todos menos los terapeutas, los consejeros y los abogados, claro, que siguen pegados a ti mientras estés dispuesta a pagarles, y al final te das cuenta de una cosa: que eres una ballena varada. Varada y lejos del agua.

—En fin… hasta cierto punto —dijo Joyce arrugando la frente.

Martha se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Otra de las convenciones de la sororidad era no admitir nunca, ni siquiera insinuar, una derrota completa. De modo que se apresuró a señalar:

—O al menos te das cuenta de algunas cosas obvias.

—¿Como qué?

—Como… bueno, seamos realistas. Das una cena a la que podrías haber invitado a los Croker, pero resulta que ahora están divorciados, así que ¿a cuál invitas?, ¿a la antigua señora Croker, que es una persona tan encantadora, o al señor Croker, que sigue siendo el dueño de Croker Global y que sale todo el rato en la prensa?

Joyce no intentó discutir ese punto.

—Un día te das cuenta de que estás completamente… fuera de contexto —añadió Martha.

—¿Fuera de contexto?

—A lo mejor «contexto» no es la palabra adecuada. A lo mejor es «esquema». Todo el esquema de tu vida ha desaparecido, incluyendo tu rutina cotidiana. Durante veintinueve años he sido la señora de Charlie Croker. Teníamos una casa en Valley Road, y cinco personas a mis órdenes todos los días. Teníamos una plantación cerca de Albany, y había una docena de personas trabajando en la casa y unas cuarenta o cincuenta en las cuadras, las perreras y los campos. Nunca me gustó especialmente el lugar. Termtina era el lugar en donde Charlie y los hombres soltaban tacos, bebían, se ponían sus viejos pantalones caqui, cazaban y contaban historias de guerra, mientras las mujeres se aseguraban de que la comida estuviera servida a la hora. Algunas mujeres están cómodas con esa vida. Yo nunca lo estuve, pero la plantación y toda esa gente… de mí dependía que el lugar estuviera organizado, y era una gran tarea, que me llevaba un montón de tiempo, y todo eso formaba parte de la rutina, el esquema, el contexto, cualquiera que sea la palabra. Cuando Charlie y yo rompimos…

Incluso al pronunciar las palabras —«Cuando Charlie y yo rompimos»— se le ocurrió que no era capaz de soportar la pura verdad: «Cuando Charlie me dejó por un chico con tetas». Y en ese instante vio a Serena tal como la vio la primera vez que puso los ojos en ella. Cuatro años atrás, o casi… a las siete y media de la mañana… en un restaurante parecido a ése… Se suponía que Charlie estaba en Charlotte y no volvería hasta la noche, y ella se había levantado temprano y había acudido a un pequeño restaurante de North Highland, Café Rufus, el restaurante al que ella y Charlie solían ir años atrás porque servían gofres con auténtico sirope de arce, y allí, para su asombro, estaba Charlie, sentado a una mesa, y él alzó los ojos. La miró a la cara, y los ojos se le pusieron como monedas de medio dólar… y la cabeza de cabello negro huracanado y ojos vincapervinca que estaba sentada al otro lado de la mesa se volvió para ver a quién estaba mirando…

—… cuando Charlie y yo rompimos, no tuve ninguna razón para intentar aferrarme a Termtina. Ya era bastante lata ir de un lado para otro en una casa de Buckhead con cinco criados. Aquella casa es un… un… un… ¿quieres saber de verdad lo que es? Es un acuario… para un pez varado. —No se atrevió a decir «ballena» otra vez, porque ya se sentía demasiado gorda—. Estoy completamente separada de todo lo que había sido mi vida. Soy invisible. Soy superflua. Y ahora tengo que abrir esta… revista… y encontrarme con una foto de la familia de Charlie Croker.

—Si quieres, míralo de ese modo —dijo Joyce—, pero a mí me parece que es contraproducente.

Martha suspiró e hizo una pausa. Joyce se estaba cansando de aquel lamento. Debería detenerse. Pero no podía dejarlo ahí. El suyo no era el caso habitual de mujer que consentía convertirse en satélite de un hombre. ¡Su caso era diferente! ¡Charlie había dependido de ella cuando empezaron! ¡Prácticamente había sido ella quien lo había sacado de las marismas! ¡Ella había creado a Charlie Croker y había renunciado a un montón de cosas! De modo que dijo:

—Estudiaba medicina en Emory cuando me casé con Charlie.

—Ya me lo habías dicho —le respondió Joyce. Se repetía… En fin…

—Mi padre, Bunting, era médico, y yo quería ser médico, pero renuncié a todo para ayudar a Charlie en sus comienzos. Charlie era un auténtico chico de campo, Joyce. Era un auténtico cracker del sur de Georgia. En vez de decir «problema» decía «poblema».

—¿Cómo se ganaba la vida?

—Era agente inmobiliario. En Atlanta eso es lo que hacen los graduados del Tec de Georgia que no saben hacer otra cosa salvo jugar al fútbol. Se convierten en agentes inmobiliarios. Deberías haber visto al padre de Charlie en nuestra boda.

Se detuvo. No podía contarle a su amiga cómo se había sentido en realidad… ¡Lo noble que se había imaginado! ¡Lo progresista! ¡Lo amplia de miras! ¡Lo romántica! La señorita Martha Starling se había agachado y encontrado un diamante en bruto, Charlie Croker; y lo había alzado a su nivel, sin importarle la opinión de Richmond, Virginia, que no es que fuera muy halagüeña. Si decía «numático» en vez de «neumático» y «poblema» en vez de «problema», ¡ella haría de Pigmalión[21] y lo arreglaría! ¡Y lo había hecho! Era la princesa de cuento que hacía caso omiso de los viles esnobismos, descubría la belleza en el plebeyo y le daba una nueva vida y felicidad para siempre. Ella había… había… había… sí… creado al Charlie Croker que el mundo había llegado a conocer, y él tenía la osadía —¡la osadía!— de dejarla plantada, tirarla como a una maleta vieja y gastada, ¡como si ella tuviera que estarle agradecida por participar en la gran aventura, como si él la hubiera introducido a ella a todas las maravillas de la vida de Buckhead y no al revés!

Ésa era la verdad, pero ¿cómo expresarla sin parecer completamente vanidosa e insensata?

De modo que en vez de eso dijo:

—Charlie y yo trabajamos juntos. Cuando hicimos nuestro primer edificio (fue un edificio de oficinas de doce pisos en Peachtree Road), Charlie encontró el emplazamiento e ideó el modo de juntar las parcelas, pero era un desastre organizativo. Te apuesto a que incluso hoy sé más que Charlie sobre los pasos que hay que dar para construir un edificio comercial. Y además también te puedo contar los trucos y las trampas. Si alguna vez sale a la luz el modo en que Charlie consiguió la propiedad para ese Croker Concourse suyo… me refiero al modo en que Charlie…

Se detuvo otra vez. Advirtió que se estaba acalorando. Pero ¿podía evitarlo? No se trataba sólo de su carrera como socia empresarial, co-promotora inmobiliaria y consejera indispensable de ese Charlie Croker conocido por ser un rudo individualista. ¡Había muchas más cosas! Aunque tampoco eso se lo podía contar muy bien a Joyce. Había amor, pero ¿cómo iba a encontrar las palabras para describirlo? ¡Éxito, euforia, éxtasis, amor! ¡Qué par de jóvenes, hermosas, brillantes y fuertes criaturas habían sido ella y Charlie! A la noche siguiente de cerrar Charlie el trato con Harris, Bledsoe & Phee para que entraran en el edificio de Peachtree como inquilinos inamovibles —lo cual significaba que el proyecto se haría realidad, que al menos el edificio se construiría; y había sido ella, Martha, personalmente, quien había presentado a Charlie al socio colectivo del bufete de abogados, Harry Bledsoe (ella y Amanda Bledsoe, su hija, habían ido juntas a Sweet Briar)—, esa noche, en la casita que tenían en las tierras altas de Virginia, los dos solos, Charlie y ella, habían abierto una botella de champán helado, Dom Pérignon —por alguna razón el Dom Pérignon se había convertido en la bebida nacional de los promotores inmobiliarios—, en aquel horrible salón, alargado y bajo, años cincuenta, y Charlie le metió las manos bajo la pequeña chaqueta de lino, le pasó los brazos por la cintura y luego le hizo caer la chaqueta por los hombros y le abrió la cremallera de la espalda de su vestidito… Sentada en La Panera, pensando en ello, revivió de nuevo aquel momento: se habían disuelto el uno en el otro, completamente, y el gran orgullo de Charlie la inundó hasta que ella lo experimentó como propio, y fue algo que superaba con creces cualquier cosa que pudiera considerarse ambición, ¡fue amor absoluto!… y durante un tiempo no hubo dos personas más felices sobre la faz de la Tierra. Sin embargo, ¿cómo contarle eso a alguien? ¿A Joyce?

Bajó la voz y dijo desconsoladamente:

—No quiero seguir con el tema. Es sólo que no era una relación corriente.

«Relación». ¿Cómo se había permitido utilizar esa palabra? Odiaba «relación» casi tanto como «apoyo».

—Estábamos muy unidos, Joyce —añadió—, en todas las formas que te puedas imaginar.

Joyce permaneció un momento en silencio y luego dijo:

—¿Has pensado volver a estudiar medicina?

—Oh, fui a Emory el año pasado y hablé con ellos de la posibilidad de matricularme de nuevo en la Facultad de Medicina.

—¿Y?

—Fueron muy amables, pero hoy en día la formación de médico son ocho o diez años, según la especialidad, y no están dispuestos a dejar que alguien de mi edad vuelva y empiece de nuevo.

—Bueno, ¿y mudarte a Richmond? Tienes que tener un montón de amigos ahí.

—Los tengo, o los tenía. Muchos más que aquí. Pero francamente no puedo regresar como la mujer a la que Charlie Croker ha dejado plantada. No puedo… La gente tiene mucha memoria en Richmond y ¿sabes lo que dirían? Dirían: te casas con un porquero, no te extrañes si te tratan como a una cerda. Así es como piensan, y puede que tengan… —De pronto hizo una pausa y agarró a Joyce del antebrazo—. No mires todavía —dijo—, pero viene hacia nosotros una pareja.

Se acercaba una mujer en la cincuentena con un caparazón de cabello amarillo limón. Junto a ella iba un hombre de aspecto señorial en la sesentena.

Tras un intervalo diplomático, Joyce los miró y luego se volvió hacia Martha.

—¿Quiénes son?

—Ella es Ellen Armholster. Has oído hablar de Inman Armholster, ¿no?

Joyce asintió.

—Y él es John Fogg, de Fogg Nackers Rendering & Lean. Ahora mira esto. Voy a mirarla a los ojos.

Martha se enderezó en la silla y la miró a los ojos.

La mujer, Ellen Armholster, se dirigía hacia ellas, aparentemente sumida en una profunda conversación con el abogado Fogg, y pasó por la derecha de Martha sin hacer la mínima señal de reconocimiento.

—¿Lo has visto? —dijo Martha, con una sonrisa un tanto lunática—. Soy invisible. ¡Me ha atravesado con la mirada! ¡Sigo ocupando espacio, pero ya no existo!

—La verdad es que parecía bastante enfrascada en su conversación con el señor… ¿cómo has dicho que se llama?

—John Fogg. Sólo nos habremos cruzado una treintena de veces diferentes, pero a él no le tengo en cuenta el que no me haga caso. Es la clase de persona que no sabe quiénes son las esposas aunque estén con los maridos a los que se dedica a adular. ¡Pero Ellen Armholster! ¡En fin, Dios santo! ¡Éramos… amigas íntimas! O al menos eso creía yo. Su hija se dedicó a salir con una especie de matón, el batería de un grupo llamado Sobredosis, y durante dos semanas ella no paró de llamarme todos los días, llorando, pidiéndome consejo. ¡Fui su terapeuta, por el amor de Dios! Me contaba cosas sobre su hija que una no le cuenta a una simple conocida. Y lo has visto, ¿no? Ha pasado por mi lado sin inmutarse, ¡y eso que la estaba mirando a la cara!

Joyce dijo:

—Estaba bastante encandilada con tu señor Fogg.

—John Fogg… qué va, por favor —dijo Martha—. John Fogg debe de ser el hombre más aburrido de Atlanta. No, es justamente lo que te estaba diciendo. Sin Charlie, soy incorpórea. Soy la mujer superflua, la ex mujer invisible.

Joyce puso los codos sobre la mesa. Abrió sus grandes ojos enrimelados, miró a Martha y le lanzó una sonrisa de simpatía, amplia y horizontal.

—¿Te importa que te haga una sugerencia?

—Adelante.

En voz baja, de modo expresivo:

—Para ya.

—¿Parar qué?

—Todo eso de «Charlie y yo». Pensaba que ya lo habías superado.

Tímidamente:

—Lo he superado. Lo había superado. Sólo que me ha entrado algo durante la clase. ¿Por qué tengo que dejar a Charlie fuera de todo el problema? ¿Por qué no puedo sentir rencor por lo que me ha hecho?

—Porque no tienes tiempo —respondió Joyce—. Y tampoco tienes energía que malgastar en «Charlie y yo». No me estás diciendo nada que no haya experimentado; pero no pienso dedicar ninguna parte más de mí misma en el señor Donald Newman. Dices que ha desaparecido todo tu «contexto». ¡Bueno, pues entonces tienes que fabricarte otro nuevo!, y puedes hacerlo. Tienes los medios.

—¿Cómo?

—¡Haz algo! ¡Empieza a vivir otra vez! Yo doy cenas. Organizo veladas. Participo en cosas, y ni siquiera tengo dinero. Tienes que crear una… una… una corriente y atraer a la gente. No puedes quedarte ahí sentada en… ¿cómo lo has llamado?… ¿tu acuario?, y dedicarte a sentir rencor contra Charlie.

Le lanzó a Martha la clase de sonrisa con la que se anima a un niño que hace pucheros.

—Sí, pero…

—Has dicho «contexto», pero ¿por qué no utilizar una palabra más grandilocuente?

—¿Como cuál?

—Como «destino». ¿Por qué no pensar a lo grande? ¿Por qué no te das el gusto de crearte un destino nuevo? Tienes los recursos.

—Es una palabra bonita…

—Oh, por el amor de Dios, Martha, dame esta revista. —Joyce tomó la revista Atlanta y la agitó delante de Martha hasta que crujieron las hojas—. No vamos a volver a mirar «El cochecito del año». ¿De acuerdo? No vamos a mirar a Serena Croker. No vamos a preocuparnos por las salidas familiares de Charlie Croker. Vamos a crear nuestras propias salidas. Vamos a dejarnos de depres. Vamos a salir de casa y empezar a hacer cosas y conocer a gente nueva. —Empezó a pasar las últimas páginas de la revista, donde aparecían las listas de espectáculos y futuros acontecimientos.

—¿Qué estás buscando? —preguntó Martha.

—Algo para que hagas. —Pasó unas cuantas páginas más, aunque en ese momento en dirección hacia el principio—. Ahhh… ¿qué te parece esto? ¿Lo has visto? Apuesto a que ni siquiera lo has mirado, de lo obsesionada que estás con tus «cochecitos del año».

Extendió la revista abierta delante de Martha, igual que ésta la había extendido delante de ella. En la página de la izquierda, un llamativo titular con gruesas letras rellenas con franjas verticales de uniforme carcelario rezaba: GENIO ESCAPA AL AISLAMIENTO. En la página de la derecha había un cuadro de un grupo de jóvenes en el dormitorio de una cárcel, algunos vestidos con uniformes a rayas, otros a medio vestir, otros desnudos y otros más desnudos y tumbados en los camastros. La atmósfera estaba cargada de sexualidad. La disposición de los cuerpos era intensa y sorprendente, pero también circunspecta en la medida en que no había genitales a la vista del espectador.

Asombrada, Martha miró a Joyce.

—¿Has oído hablar de un artista llamado Wilson Lapeth? —preguntó Joyce.

—He oído hablar de él. Era de Atlanta, ¿verdad? ¿No era homosexual?

—Exacto.

—Salió sobre él todo un artículo en el dominical del periódico, ¿no? Lo miré por encima.

—Ese mismo —dijo Joyce.

Al parecer, Lapeth era un pintor de principios de siglo que siempre había sido considerado como una figura de mérito pero menor, uno de esos primeros modernos que sirvieron como postes indicadores de logros ajenos posteriores y más importantes. Sin embargo, en Atlanta, que en cuestiones artísticas andaba un poco escasa de grandes nombres, siempre se le había considerado como una figura importante, y a lo largo de los últimos seis meses se había convertido en uno de los nombres más comentados en los círculos artísticos nacionales. Se habían descubierto unos novecientos cuadros, acuarelas y dibujos suyos en un sótano oculto tras un muro en la casa de su madre, en Avondale, un barrio situado junto al Agnes Scott College, en Decatur, donde había pasado los últimos años de su vida, antes de morir en 1935 a causa de las complicaciones producidas por una diabetes. Casi todos eran de temática homosexual, muchos describían la vida carcelaria, algunos eran muy explícitos. Hasta aquel momento, esos tesoros enterrados sólo habían sido mostrados a unos pocos críticos elegidos, entre quienes figuraba Hudson Braun, del New York Times, y todos habían quedado apabullados. El caso era, explicó Joyce, que el Museo High estaba organizando una exposición, que sería inaugurada por todo lo alto, para mostrar por primera vez al público el maravilloso hallazgo. Sobre eso trataba el artículo del Atlanta y el Journal-Constitution del domingo.

Martha se echó a reír.

—¿El Museo High? ¿Atlanta, Georgia? ¿Arte homosexual?

—No sabes ni la mitad —dijo Joyce—. Se ve que en la reunión de la junta se tiraron los trastos a la cabeza, pero al final no tuvieron más remedio que montar la exposición. Después de los Juegos Olímpicos y todo ese rollo, se supone que somos una ciudad internacional y sofisticada, y Lapeth es nuestra única baza para alcanzar el estrellato artístico. Si a la junta se le ocurría vetar la muestra, iban a organizarla en Nueva York, en el Museo de Arte Moderno o en el Whitney, y la ciudad daría una imagen de ser un puñado de baptistas palurdos. Y eso es lo que todo el mundo teme en Atlanta, que piensen que son unos paletos. Así que no han tenido elección.

Martha se quedó mirando a Joyce como diciendo: «¿Y?».

—Esa inauguración va a ser el mayor acontecimiento que se celebrará en Atlanta desde… desde… desde vete a saber cuándo.

—¿Estás segura?

—Lo estoy. No te quepa la menor duda. Mira este artículo. Y tú vas a asistir. Sí, tú —insistió Joyce—, y vas a ocupar toda una mesa e invitar a un montón de gente.

—Ah, ¿de verdad?

—Sí, de verdad.

—¿Y cómo ocupo toda una mesa?

—Pagando. La compras.

—¿Y cuánto cuesta?

—Veinte mil dólares.

—Vaya, ¿y algo más?

—Martha —dijo Joyce, mirándola con seriedad a los ojos—, no has parado de quejarte de tu «contexto». Esa cena, esa inauguración, será muy importante… Todo el mundo va a estar ahí. Si tienes toda una mesa en la inauguración de la exposición sobre Lapeth… mira, te diré lo que pasará a continuación. El High, todos estos museos, tiene en plantilla a gente dedicada exclusivamente a mantener contentos a los donantes y hacer que participen en actos sociales relacionados con el museo. Empezarás a conocer gente.

—Pero ¡veinte mil dólares!

—¡Puedes permitírtelo! Es una inversión para tu futuro. Vamos a sacarte al mundo.

—¿No es una cantidad desorbitada para un nuevo contexto?

—Olvídate del contexto, Martha. Piensa en el destino. Piensa que es una cuota de iniciación. Para un nuevo destino no está mal.

La dos mujeres se miraron. Martha se fijó en la esplendorosa y gorjeadora joven que atendía a dos clientes sentados a la mesa vecina. En el espejo veía el cuadro viviente de caras blancas del otro lado del pasillo, comiendo, bebiendo, sonriendo, parloteando, bajo una profusión de sansevierias, de lo más felices todos de formar parte de la escena… ¡la Atlanta joven!… en La Panera. También se fijó en la cara que le devolvía la mirada en el espejo, una cara de cincuenta y tres años con una U que caía entre dos grandes paréntesis y una corona de cabello que aún parecía abundante y que aún parecía rubio.

—Mírame, Martha —dijo Joyce. Martha la miró—. Vas a asistir a esa cena, aunque tenga que arrastrarte. Piensa en el destino.

Esa noche Charlie se sentó en el vestidor, envuelto en una amplísima camisa de dormir y un albornoz, con un libro, El millonario de papel, en el regazo y unas gafas de lectura en la punta de la nariz. Miró las palabras…

Intenté con todas mi fuerzas vivir con el sistema. Tuve éxito, perdí, tuve otra vez éxito, perdí, tuve éxito y me paré. Es la creciente humedad que invade sin que nadie la vea tu propia casa, lo que constituye un peligro para el entorno…

«Creciente humedad», sí señor. Estaba inundado de deudas, y habían empezado a adoptar toda clase de formas chorreantes, salpicantes y humillantes. No tenían fin. Llega una delegación de trajes azul oscuro enviada por su inquilino inamovible en la torre de Croker Concourse, Consolidated Security, y le anuncia que quieren una rebaja del treinta por ciento en el alquiler, de treinta y cuatro dólares el metro cuadrado a veintitrés dólares y medio; y un abogado de treinta años vestido de traje azul le informa, con el mayor descaro: «No tiene elección», queriendo decir: «Podemos permitirnos la rescisión, anular el arrendamiento de cinco años, mientras que tú, dado lo precario de tu situación, no puedes permitirte el lujo de dejarnos marchar, porque eso no haría más que empeorar el desastre de tu torre».

Charlie trató de concentrarse en el libro que tenía en el regazo.

Intenté con todas mis fuerzas vivir con el sistema. Tuve éxito, perdí, tuve otra vez éxito, perdí…

Dios, sus ojos pasaban rozando las palabras que miraba.

Pánico… y lo sabía. Con el rabillo del ojo… algo se movía. Levantó la cabeza de golpe. Era Serena. No la había oído entrar en la habitación.

—Por Dios, no me he dado cuenta de que entrabas. Debes de tener sangre india.

Sin embargo, Charlie no sonrió, y ella podía tomárselo como un cumplido o como algo dicho por decir. Él mismo no sabía cuál de las dos cosas era.

—Se acerca, mi tesoro, mi cielo —dijo Serena—. Por etéreo que fuera su paso, mi corazón lo oiría y palpitaría, por terroso en un lecho terroso, mi polvo lo oiría y palpitaría.

—¿Mi polvo lo oiría, eh? —¿Por qué se mostraba de pronto tan lista y dulce?—. ¿De dónde es?

—Es de Tennyson —respondió Serena.

—¿Tennyson?

El nombre le sonaba muy vagamente a Charlie. ¿Qué era, un escritor o un oficial de caballería? De tener que elegir, se decantaba por el oficial de caballería.

—Es de Maud. «Ven al jardín, Maud, ya huyó la noche, el negro murciélago; ven al jardín, Maud, que en la verja yo solo te espero». En St. Maud’s teníamos que aprendernos de memoria trozos enteros. Me juego lo que quieras a que es la única escuela del país donde todavía se estudia a Tennyson.

Charlie, a quien las referencias literarias le irritaban, pues nunca las adivinaba, dirigió a su esposa una mirada de recelo. Llevaba su pequeña bata de color salmón y no mucho más, a juzgar por las partes visibles.

Por un instante, temió que hubiese acudido para atraerlo hasta la cama y darse un revolcón… algo que no había ocurrido en las últimas semanas.

Tuvo miedo. Ésa era la palabra. Del mismo modo que creía que su éxito como promotor, empresario, especulador, como persona creativa, estaba unido a su vitalidad sexual, también creía que si perdía esa facultad, perdería su… fuerza… en los negocios y en todo lo demás. Y en ese momento temía que la presión lo hubiera vuelto precisamente eso: impotente. Lo sentía; lo sentía; de algún modo, lo sabía. Sin embargo, no quería hacer la prueba y estar seguro. Esa noche, no.

Serena se sentó en el sillón que estaba a su lado, y él le vio la parte interior del muslo cuando cruzó las piernas.

El lento y voluptuoso modo que tenía de hacer ese gesto y provocar un balanceo de media zapatilla con la punta del pie había bastado para ponerlo a mil… en otro tiempo.

Santo cielo… Había sido ésa una de las formas en que se había convencido a sí mismo de que hacía bien al romper con Martha para casarse con Serena. Había tenido que hacerlo. Había sido necesario, para mantener su vitalidad. Tenía cincuenta y cinco años cuando había empezado a tontear con Serena, y ella le había hecho sentirse como si tuviera veinticinco. Le había hecho hacer cosas de las que a los treinta, como mucho, uno tiene que olvidarse. A Serena le encantaba mezclar el sexo con el peligro. Le encantaba arriesgarse a que los descubrieran. Lo empujaba a esa locura. ¡Era impresionante!

Lo volvía loco. Una noche en Piedmont Park, bajo la Luna llena… bueno, aquello había sido una verdadera insensatez. ¡El fundador, director y presidente de Croker Global Corporation! ¡El legendario Hombre de los Sesenta Minutos! ¡El señor Charles E. Croker de Valley Drive, Buckhead! La policía siempre patrullaba Piedmont Park por la noche, por no hablar de los delincuentes de distinto pelaje. Una tarde, pasaban por delante de un sórdido motel junto a Buford Highway, Motel Francés —«¡Francés»!, empezó a gritar, como si fuera el nombre más divertido del mundo—, e insistió en que pararan ahí mismo y tomaran una habitación, en el acto, y eso fue lo que hicieron; y, nada más entrar en la habitación, ella sacó una taza del bolso y lo hicieron con la taza, algo que nunca había oído en su vida… Dios mío, si lo hubiera visto alguien, Charlie Croker, el maestro constructor… ¡Croker Concourse!… registrándose en un motel de Buford Highway con una chica de veintitrés años… pero había perdido la cabeza arrastrado por la lujuria demente. ¡Peligro! ¡La inminencia de ser descubiertos! ¡Con una taza!

Ella le había hecho sentirse como si todavía fuera joven. En cierto modo… mirándolo retrospectivamente… a los cincuenta y cinco un hombre todavía está conectado a su juventud… pero ¿a qué engañarse? Ya tenía sesenta y la conexión era nula, y estaba ahí sentado en camisa de dormir, con la barriga que caía sobre el libro que tenía en el regazo.

Sonriendo aún con dulzura, Serena preguntó:

—¿Qué estás leyendo?

Charlie levantó el libro y miró la cubierta como si hasta aquel momento no se hubiera preocupado de fijarse en el título.

—Se llama El millonario de papel.

—¿De qué va?

—Bueno, es sobre un árabe, un iraquí. Vive en Londres. Gana un montón de dinero… Lo pierde… —Se encogió de hombros, como si no valiera la pena continuar.

—¿No es una novela? —inquirió Serena.

—No.

Los dos permanecieron sentados en silencio durante unos instantes, y Charlie empezó a preguntarse por el propósito de aquella visita conyugal.

Entonces Serena dijo:

—¿Has leído el periódico esta mañana?

—Lo he mirado por encima.

—¿Has leído el artículo sobre Wilson Lapeth?

—¿Quién?

—Wilson Lapeth. Un artista de Atlanta. Murió durante los años treinta. Era bastante conocido. Seguro que has oído hablar de él.

El nombre le sonaba vagamente; otro de aquellos ecos lejanos.

—Mmmmmm… No estoy seguro.

Serena le hizo un rápido resumen sobre Lapeth, pasando tan de puntillas como le fue posible sobre el hecho de que el tema de aquellas obras maestras era homosexual. En vez de eso, hizo hincapié en el entusiasmo que estaba creando en Atlanta el nombre de Wilson Lapeth.

—El Museo High está a punto de inaugurar una exposición —le dijo—, y va a ser… bueno, me parece que va a ser la mayor exposición de arte de la historia de Atlanta.

—¿Más grande que el Cyclorama?

Vio a Serena estudiarle la cara para averiguar si estaba o no haciéndose el gracioso. El Cyclorama era una atracción turística creada en la década de 1880, un edificio con aspecto de templo en Grand Park, dentro del cual había un inmenso mural circular, de trescientos sesenta grados, que ilustraba la batalla de Atlanta durante la Guerra de Secesión. Sí, se estaba haciendo el gracioso, aunque intentó seguir con la cara seria. Serena ni siquiera imaginaba lo poco que le interesaba un artista homosexual muerto llamado Wilson Lapeth.

Ella habría podido adivinarlo en gran medida, pero no dejó que eso la detuviera.

—Bueno, me refiero a… ya sabes a qué me refiero. Tendrías que ver lo que dice el New York Times de él.

Antes de que él pudiera decir que no, se levantó y se metió en el dormitorio. Un momento después estaba de vuelta con una página del Atlanta Journal-Constitution, doblada por la mitad, y se la dejó encima de las rodillas. El titular rezaba: GENIO Y TESORO POR DESTAPAR.

Serena señaló un recuadro que contenía una cita de un crítico neoyorquino llamado Hudson Braun.

—Lee esta parte nada más.

Charlie estaba molesto. Estaba cansado. No tenía ganas de leer nada de alguien del New York Times. ¿Por qué cuando se trataba de arte, en Atlanta todo el mundo empezaba a hablar enseguida de lo que había dicho la gente en Nueva York? Sin embargo, para seguirle la corriente a su esposa, leyó esa parte.

La molestia alcanzó el nivel de la irritación. «Artista gay»… «una fuerza descaradamente fálica»… «cénit de la imaginación homo-erótica»… «Hoy sabemos por fin qué era en realidad Wilson Lapeth: ni más ni menos que un genio»… Por favor… La palabra «gay» era ya, por sí sola, bastante irritante; sobre todo, desde que se había dado cuenta de que la etiqueta contemporánea exigía que uno la aceptara de modo solemne como la designación adecuada. Se le ocurrían otras cuatro o cinco palabras con las que decirlo con mayor claridad en cristiano.

Alzó la cabeza hacia Serena y dijo:

—Pues vaya con el señor Lapeth. Vaya con el artículo.

—¿Verdad? —Serena sonrió alegremente.

Charlie volvió a mirar el artículo y añadió, como si lo leyera en voz alta:

—Hoy sabemos por fin qué era en realidad Wilson Lapeth: más maricón que un palomo cojo.

—¿Qué?

En el acto se dio cuenta de que su marido se estaba haciendo el gracioso de una manera que ella consideraba completamente idiota y torpe. Apretó los labios y le lanzó una mirada fulminante.

Su furia divirtió a Charlie, que sonrió, miró de nuevo el periódico y exclamó:

—¡Lo dice aquí! Hoy sabemos por fin qué era en realidad Wilson Lapeth: más maricón que un palomo cojo.

—Ja, ja —dijo Serena—. ¿Sabes qué te digo? Que espero que no hagas chistecitos como éste delante de la gente. Ni siquiera delante de tus amigotes. A lo mejor consigues que se rían, pero no vas a conseguir que te respeten. Espero que lo comprendas.

—De acuerdo, de acuerdo. —Charlie rió entre dientes. Le gustaba haber conseguido fastidiar a Serena—. Lo retiro. El señor Lapeth no era más maricón que un palomo cojo.

—Es como decir «negrata» —señaló Serena—. Estoy segura de que puedes hacer que tus amigotes se rían también con eso, pero ya te imaginas lo que piensan en realidad de ti.

Aquello lo hirió un poco.

—Ni tú ni nadie me ha oído jamás decirlo. Ni mi padre ni mi madre utilizaron nunca esa palabra, y te hablo del sur de Georgia de hace cincuenta años.

No era del todo cierto, aunque sus padres habían distado mucho de ser los peores pecadores del condado de Baker; y Charlie se consideraba un gran amigo y protector de la gente de color, gracias a su condición de propietario de la plantación Termtina… Qué caradura la de Serena… y entonces se dio cuenta de que había roto una de sus propias reglas cardinales: en el trato con subordinados y mujeres, no hay que justificarse, explicarse ni retractarse nunca.

—Bueno, me gustaría que pudieras decir lo mismo de algunos de tus amigos.

—¿Como quién?

—Como Billy Bass. La última vez que estuvimos en Termtina, no paró de decir que si los negratas esto y los negratas lo otro; en especial, a los Roth. No sé qué maravillosa impresión pensó que estaría causando. No sé si se suponía que tenían que pensar que era un pintoresco macho sureño lo suficientemente chulo para saltarse el buen gusto cada vez que le viniera en gana o si tenía ganas de escandalizarlos porque sabía que eran judíos y de Nueva York. Pero ¿quieres saber lo que de verdad pensaron de él? Pensaron que era un neandertal… y un alcornoque.

Charlie quiso salir en defensa de Billy, que era uno de sus más viejos amigos, pero estaba demasiado cansado para permitir que aquello se convirtiera en una auténtica pelea. De modo que dijo:

—En fin, Billy es Billy.

—Lo sé.

Serena ofreció una sonrisa filosófica. Era evidente que tampoco ella pretendía enzarzarse en una pelea. Sin dejar de sonreír, añadió:

—En cualquier caso, me gustaría ir a la inauguración. Creo que deberíamos ir.

—¿A la inauguración?

—El High va a abrir la exposición sobre Lapeth con una cena en el museo. Charlie… va a ser un acontecimiento inmenso. En serio, tenemos que ir. Creo que debemos encargar una mesa.

—¿Qué significa eso de «encargar una mesa»?

—Suscribirse… encargar una mesa para invitar a ocho personas.

—Ajá. ¿Y cuánto costaría?

—Bueno, las mesas valen veinte mil dólares cada una.

—¿Veinte mil dólares?

Serena se inclinó hacia adelante hasta que él le vio el interior de la bata. Era cierto, no llevaba nada debajo.

—Venga, Charlie… —Sonreía. A continuación se levantó, se puso detrás del sillón y le apoyó las manos en los hombros. Las dejó resbalar por su pecho y se inclinó hasta apoyar la mejilla en su cabeza—. Tenemos que ir, Charlie.

—Te explicaré una cosa, Serena… No es un buen momento para que yo gaste veinte mil dólares en una cena en un museo.

La respuesta de Serena fue ponerse aún más cariñosa; apoyó los pechos sobre su nuca y le rodeó el cuello con los brazos.

—¿Te refieres a tu… cómo lo llamas… situación… con PlannersBanc?

Charlie suspiró y dejó vagar sus ojos por la habitación… El tributo de Ronald Vine a la vanidad… Armario tras armario tras armario… espejo de cuerpo entero tras espejo de cuerpo entero tras espejo de cuerpo entero… todos enmarcados en caoba… En el espejo que tenía delante vio a un viejo repantigado en un sillón Omohundro, un viejo calvo, arrugado, cansado, agotado. Apoyada sobre su cabeza estaba la cara de una chica, una impecable joven con una larga cabellera negra que caía reluciente sobre los hombros del viejo. Tenía una mirada un tanto traviesa; pero, claro, era joven. La vida era todavía una larga e intrépida subida a la colina. No tenía ni idea de lo que vería en la cima, y menos aún de la siniestra bajada que le aguardaba en el otro lado. Ejecución de hipoteca, falta de pago, recuperación, bancarrota, ganancias ficticias… todo ello acompañaba el descenso hasta la lúgubre grieta que era la vejez. Aun cuando comprendiera su significado, para ella no eran más que palabras. De pronto sintió rencor de su juventud. No, le tuvo miedo. Tuvo miedo de su inevitable insensibilidad.

—Me refiero al flujo de caja, Serena —dijo con voz de viejo—. Veinte mil dólares son veinte mil dólares.

La sonrisa de Serena no vaciló ni por un momento. La joven cara del espejo lo miró directamente a los ojos.

—¿Y cuál es entonces la señal que quieres enviar?

—¿Qué quieres decir con eso de «señal»?

—Si no vamos, no te creas que nadie se va a dar cuenta. Has sido uno de los principales benefactores del museo, y ése va a ser el mayor acontecimiento de su historia. Si no asistes, todo el mundo se preguntará la razón.

En el espejo, Charlie se vio hundirse un poco más en el sillón. Su joven esposa, con su cara sin arrugas, lo rodeó más amorosamente si cabía. Tenía razón… En la época en que el Museo High había estado recolectando dinero para el nuevo edificio, él —o Croker Global— había soltado cien mil dólares. ¡El señor Superestrella!

Aunque así eran las cosas. Si uno quería hacer negocios en Atlanta, tenía que acercarse al platillo y cooperar con los actos benéficos, los museos, las escuelas, las fundaciones, todo eso. Eso era lo que uno hacía. Dios, había regalado cinco millones a su universidad, el Tec de Georgia —¡cinco millones!—. De pronto tuvo una inspiración. Iría a verlos. Les diría: «Mirad, cuando necesitasteis dinero, os di cinco millones sin pestañear. Bien, ahora necesito dinero y me gustaría que me devolvierais un millón. Aún os quedarán cuatro». Sin embargo, enseguida se desanimó. Nunca accederían. Sólo quedaría como un idiota desesperado. Y el tono de falso lamento con que rechazarían su petición le revolvería el estómago… No, no tenía otra elección que mantener las apariencias y negarlo todo hasta encontrar una solución a todo eso. Por fortuna, en Atlanta uno no tenía que preocuparse de que algo como la humillación de una sesión de gimnasia saliera publicado en la prensa al día siguiente. Lo que circulara, lo haría en forma de rumor. Serena tenía razón. Era mejor ir a esa exposición… de un marica muerto…

—Muy bien —dijo, mirando en el espejo lo agotado que se veía al pronunciar esas palabras—, iremos; pero ¿no podríamos ir nada más? ¿Por qué tenemos que comprar toda una mesa?

—Ohhhhh, por dos motivos —repuso la joven que acunaba su anciana cabeza—. Uno, que podría pasar fácilmente que todas las mesas estuvieran compradas. Y dos, si sólo compramos entradas, te pueden colocar en la mesa con… quién sabe, y no creo que tampoco quieras eso.

Dios, no había salida.

—Está bien… tendremos una mesa.

En el mismo instante de pronunciar las palabras, se puso a calcular cómo lo haría. El museo no se atrevería a pedir un pago por adelantado. De modo que pediría una mesa… y después el Museo High se pondría en la cola como todos los demás agraviados por Croker Global Corporation.

Serena bajó la cabeza de forma que apretó una mejilla contra la suya y empezó a frotarle el pecho con las manos.

—¡Está bien! —exclamó el viejo del espejo—. Me rindo. Tú ganas, has conseguido tu cena.

Lo dijo con demasiada brusquedad, como enfadado por haberse visto obligado a hablar del tema. Sin embargo, no era así. En realidad, tenía miedo de que las caricias y los masajes fueran más lejos y de que ella intentara llevarlo hasta la habitación vecina, donde estaba la cama. Ya conocía la verdad de sus límites. No estaba de humor para hacer una demostración que sería inequívoca.