20
Scrack… scrack… scrack… scraccckkk… scracccckkk…, continuaban con trabajoso esfuerzo las correas que movían los ventiladores del techo… en vano. La nave seguía tórrida y sin que corriera el aire, a pesar de que eran ya… ¿qué hora?, ¿la una?, ¿las dos de la mañana? Mientras Conrad yacía en su litera, mirando a través de la rejilla de lagarto, las luces ambientales de la pasarela creaban inmensas siluetas que proporcionaban a la oscuridad un carácter delirante. Roarrrrrrrrrrrrrrr, alguien tiraba de una cisterna, gluglú… gluglú… gluglú… gluglugluglú.
—Ay, tíoooooooo —protestó alguien.
Media docena de reclusos roncaban haciendo tanto ruido, con una entrega tan completa, que era posible sentir su agotamiento. Cualquier crujido, por insignificante que fuese, llegaba a través de la radio.
Sin embargo, ellos sí que tenían suerte… Podían dormir. La gente de Rotto podía dormir. Rotto, dondequiera que estuviera, podía dormir. Podían almacenar energía para el asalto, cuando fuera que se produjera. No estaban ahí tumbados con el corazón agotado, dando sacudidas, consumido por la interminable alerta… alerta… alerta… alerta… alerta… alerta… alerta… alerta…
Conrad tenía tanto calor que notaba una mancha de sudor viscoso donde la parte interior del brazo tocaba la caja torácica, y otra donde la parte inferior de la barbilla tocaba el cuello. Al final se había quitado el uniforme de presidiario y sólo llevaba los calzoncillos, como 5-Cero, en la litera de abajo, y casi todos los demás reclusos, aun cuando no deseaba estar muy desnudo por si empezaba la carnicería. Sin embargo, no existía modo alguno de que lograran irrumpir en una celda en mitad de la noche… ¿o sí? El ingenio de esos animales, que confeccionaban espejos con tarrinas de helado y dagas con tapas de libros, su perversa inventiva, no conocía límites.
Nunca se había sentido tan agotado. Se moría de ganas de hundirse en el olvido del sueño. Empezaba a hundirse, hundirse, hundirse, hundirse y entonces el centinela, en algún lugar en lo profundo de su cerebro, lo sacudía y le hacía recuperar la conciencia. El sudor se le concentraba en las cejas, el bigote y la barba incipiente, que le producía cierta irritación, como un sarpullido. De modo ausente, se apretó los extremos del bigote con el pulgar y el índice, como para escurrir el sudor… Eso le recordó la cámara frigorífica… cómo se le congelaba y le brillaba el bigote… menos dieciocho grados… Cerró los ojos… se sumergió en aquella gélida caja gris de zinc… un hueco de arriba, L-17, intentando mover una enorme caja de lomo de cerdo congelado, mientras la neblina de su aliento salía en grandes cantidades, y Dom miraba a Kenny y decía: «Tengo buenas noticias y malas noticias» y… ¿qué? Sobresaltado, se puso en estado de alerta. El corazón empezó a martillear. Sudaba profusamente. Sin embargo, la nave estaba tan tranquila como antes.
Intentó pensar en Cari, Christy… y Jill… A ella le importaba, no desaparecía, volvería a él… Cerró los ojos… El dúo… Se vio en la triste sala de estar. No, se vio en el garaje… La puerta estaba subida. Una figura joven y esbelta… pero no era Jill. Era la potiya… cabello muy cardado, ojos muy maquillados, casi como un antifaz de ladrón… una camiseta negra sin mangas con unas sisas tan grandes que dejaban ver los lados de sus pequeños pechos… Se acercó a él, sonriendo… Apretó los pequeños pechos contra su torso desnudo…
¡Zomp! ¡Zomp! ¡Zomp! ¡Zomp! ¡Zomp!
Fue algo repentino. Se volvió sobre la barriga y miró el suelo de la celda. ¡Alguien estaba golpeando el suelo desde abajo con el palo de una escoba… una fregona… una pértiga!
¡Zomp! ¡Zomp! ¡Zomp! ¡Zomp! ¡Zomp!
Sin embargo, no había sitio, no había sótano, no había hueco alguno bajo el suelo de cemento, construido sobre la misma tierra. ¡La banda de Rotto! ¡Habían hecho un túnel debajo del suelo! ¡Entrarían en la celda!
¡Zomp! ¡Zomp! ¡Zomp! ¡Zomp! ¡Zomp!
La litera entera empezó a moverse, de punta a punta. El aporreo se hizo más fuerte. De pronto, las luces de la pasarela se apagaron. En su lugar, vio el destello de la Luna a través del ventanuco horizontal, que se balanceaba. En ese preciso instante el chirriar de las turbinas del techo se detuvo y empezó un crujido colosal, como si una fuerza prodigiosa intentara separar con una palanca la pasarela de la pared, partir las literas de metal, sacar los clavos de las maderas, arrancar las tuberías de los váteres. Y, entonces, empezaron los gritos:
—¡La puta!
—¡Mala Muerte, qué haces!
—¡Tú! ¡Funcionario! ¡No me gusta esta mierda!
—¡Tú! ¡Armentrout! ¡Las luces!
—¡La puta! ¿Lo estáis sintiendo?
—¡Mira! ¡Un terremoto!
—¡La puta!
—¡La puta!
La litera se sacudía y crujía en las juntas. Conrad se aferró al extremo de la escalera, que estaba junto a su cabeza, para evitar caer. Oyó un golpe sordo en el suelo. Miró. Era 5-Cero, que se había caído de la litera.
—¡Eh, Conrad! ¿Cosa pasa?
—¡No lo sé! —respondió, aunque sentía la litera agitarse y mecerse en un movimiento ondulatorio—. ¡Un terremoto!
—¡Bummahs, hombre! —exclamó 5-Cero al tiempo que intentaba levantarse, pero enseguida fue arrojado al suelo otra vez.
Por miedo a ser lanzado desde la litera, Conrad se agarró a la escalera, rodó a un lado y se dejó caer hasta el suelo. Perdió pie y casi se dio con la cabeza contra la taza del váter. El propio suelo de cemento parecía bambolearse. Conrad y 5-Cero estaban a cuatro patas. La espalda sudorosa de 5-Cero reflejaba una pálida luz fosforescente que procedía del ventanuco horizontal. Conrad alzó la vista. La rejilla de lagarto parecía oscilar e inclinarse.
—¡Ey! ¡Funcionario! —llamó 5-Cero—. ¡Abre da puerta, tú!
De toda la nave se elevaban gritos similares. Como ratas atrapadas en jaulas, los reclusos querían huir desesperadamente a campo abierto.
En medio de todos esos bamboleos, sacudidas, tirones, balanceos, bandazos, crujidos y oscilaciones, resonó sobre sus cabezas un tremendo crujido. Algo había tapado la luz de la Luna que entraba por el ventanuco horizontal. Era la pasarela, que se había soltado de la pared. Un foco de luz apareció desde un ángulo extraño… un funcionario con una linterna.
—¡Tú! ¡Fry! ¡Dónde estás!
Conrad luchó por ponerse en pie, se acercó tambaleándose hasta la escalera de la litera, se aferró a ella, se volvió hacia 5-Cero y le tendió la mano.
—¡Levanta! ¡Agárrate! ¡La pasarela se está soltando! ¡Tenemos que meternos debajo! —Hizo un gesto con la cabeza para indicar el espacio entre la litera superior y la inferior.
5-Cero le tomó la mano y los dos se apretujaron en la litera de abajo. El armazón de metal se balanceaba. Por el ruido daba la impresión de que la pared se agrietaba en el rincón. Un olor acre llenó la atmósfera; curiosamente era dulzón y pútrido a la vez. ¡Polvo!… la mole de Santa Rita empezaba a desmoronarse, la suciedad acumulada durante medio siglo se levantaba y llenaba la boca, la nariz y los pulmones de las ratas atrapadas, que boqueaban en busca de aire.
De pronto… una fuerza gigantesca arrojó a ambos hombres contra la pared, 5-Cero encima de Conrad. La litera inferior se alzó debajo de ellos y los lanzó de cabeza. Un rugido tremendo. Cedieron grandes masas. El sonido de la madera, el metal, el cristal, el cemento al caer y aplastar el armazón de la litera. El suelo se levantó en un rincón, y Conrad sintió que caía de cabeza en… ¿qué? La oscuridad era total. ¡Estaba enterrado! ¡Se asfixiaba! Tenía las caderas en algún lugar por encima de la cabeza. El tronco metido entre… ¿qué? ¡No veía nada! La mano izquierda estaba libre. Se puso a tantear de modo frenético. Intentó incorporarse. ¡Imposible! Estaba aprisionado por un peso incalculable. Tanteó detrás de él. ¡Carne!
—¡5-Cero!
El esfuerzo de llamarlo lo hizo toser. ¡El polvo! Se asfixiaba a causa del polvo.
—Conrad… mano… —Una voz débil, y luego sintió que le agarraban la pierna—. Mano… mano… mano…
La voz de 5-Cero se había convertido en un grito agudo y desesperado.
La voz aterrorizada y el frenético agarrón de la pierna le enviaron una nueva oleada de claustrofobia por todo el cuerpo. ¡Enterrado en la oscuridad total! ¡Una tumba! Le dio un ataque de hiperventilación y, cuanto más trabajaban los pulmones, más polvo acumulaban. ¡Se asfixiaba! ¡Se moría! Y, sin embargo, conseguía aire de algún lugar. Oía los gemidos, los chillidos, los gritos lastimeros, procedentes de toda la nave. Tendió una mano. Un espacio vacío. ¿Qué? ¿Un pozo? Rezó, aunque él no habría considerado que estaba rezando, con las palabras de Epicteto.
—Guiadme, Zeus, y tú, Destino.
—Mano… mano… mano… —5-Cero gimoteaba, lloraba, aferrado desesperadamente a su pierna.
—¡Cierra la boca, 5-Cero! ¡No malgastes el aire!
El impulso primario… de protección… le dio fuerzas. Metió la cabeza, los hombros y el pecho en el agujero, el pozo, el espacio, lo que fuera. La Tierra había dejado de moverse. Gritos por todas partes: «¡Tú! ¡Ayuda!… La puta, ayuda… ¡Aggghhhh! ¡La puta mierda! ¡Aggghhhh!». Oyó a alguien gemir: Meeeeeedis… meeeeeeeeedis… meeeeeeeedis… Era la voz del jota.
—No dejas tú mí, hermano.
—No voy a dejarte. Suéltame la pierna y sígueme.
Obedientemente, 5-Cero lo soltó.
Conrad se deslizó por el espacio que se abría debajo de ellos. 5-Cero se arrastró tras él. Avanzaron boca abajo, luchando por cada bocanada de aire. Una negrura absoluta… Conrad intentó levantar la cabeza, pero encima tenían una enorme masa irregular. A pesar de que se asfixiaban, siguieron deslizándose. ¡Un encaje! ¡Lo vio! Unos débiles puntos de luz. Se deslizó un poco más. Una luz tenue atravesaba el amasijo de escombros que tenían encima. Se encontraban en el interior de una especie de grieta de no más de un codo de alto y el ancho apenas de sus hombros.
Conrad sintió un tremendo agarrón en la pierna. 5-Cero jadeaba y gemía:
—Ayuda, mano… ayuda… da veras jodido…
—¡Suelta! —dijo Conrad—. ¡Sigue arrastrándote!
Sin embargo, la mano se aferró con más fuerza. 5-Cero gimoteaba como un niño pequeño. Como un niño pequeño… Conrad logró echar el brazo hacia atrás hasta encontrar la cara de 5-Cero, que estaba apretada contra sus piernas. Le acarició la mejilla, como si fuera su hijo, y dijo en voz baja:
—5-Cero… estoy contigo, y tú estás conmigo, y vamos a salir de aquí ahora mismo. ¿Me oyes? Vamos a salir, 5-Cero, y voy a estar contigo. Vas a estar justo detrás de mí, no te voy a dejar. Vamos a arrastrarnos, así que tienes que soltarme y apoyarte con las manos en el suelo. No pienso dejarte.
Mientras hablaba, no dejó de acariciarle la mejilla ni por un instante.
Grandes suspiros, gemidos, toses, sollozos, y luego el violento agarrón se aflojó.
—Muy bien, 5-Cero, allá vamos.
Volver a echar el brazo hacia adelante fue aún más difícil. El hombro seguía comprimido contra la irregular masa que amenazaba con sepultarlo. Empezó a deslizarse sobre la barriga. No había forma de levantarse lo suficiente como para avanzar de rodillas. El espacio era estrechísimo. Lo único que veía era el tenue encaje de luz delante de él. Tenía a 5-Cero justo detrás, luchando por respirar.
De pronto notó la tierra húmeda bajo las manos y los antebrazos… Barro… Salía agua de algún lado. Se arrastraban sobre una superficie barrosa. Ya estaba lo bastante cerca de la espectral luz para ver una pequeña abertura irregular, donde el suelo se había separado de un muro. Vio en la brecha la silueta de un anticuado revestimiento de varillas y yeso. Una atroz masa de tierra, cemento y cascotes encima de él. Siguió avanzando centímetro a centímetro.
Un trozo de varilla del revestimiento sobresalía de forma vertical. Puso la palma de la mano derecha contra él y empujó con todas sus fuerzas. Se dobló. A través de la fisura vio el interior de una especie de sala… En una penumbra fosforescente distinguió una pared con una hilera de ventanas, pero la pared estaba volcada en un ángulo extraordinario, casi 45 grados. Se había separado del techo, que se había roto y se inclinaba de una forma precaria. La pared parecía sostenerse gracias a los cables eléctricos de su interior. Entonces se dio cuenta de lo que era… la zona de visitas… Las ventanas eran las ventanas de Lexan a través de las cuales había hablado con Jill por teléfono. La espectral luz era la luz que entraba por la puerta que conducía al polvoriento patio en el que hacían cola las visitas. En algún lugar sonaba el ruido sin amortiguar de un motor, que producía un jaleo tremendo. Oyó gritos, chillidos, llamadas de auxilio. Le ardían los pulmones y la garganta. ¿Podría deslizarse por la abertura? ¿Llegaba a los quince centímetros? Apretando los codos contra los lados de la grieta en la que se encontraba, logró alzar la cabeza y meterla por el agujero. Haciendo girar el cuerpo, pasó los hombros. Cada vez que respiraba, la expansión de la caja torácica le prensaba los brazos contra los costados. Las varillas del revestimiento se le clavaban en la espalda.
Se trataba de la zona de visitas, sí. En la plateada luz distinguió los taburetes de acero inoxidable, que seguían fijados al suelo de cemento, levantado en un ángulo extraño. Los auriculares de los teléfonos, despedidos de las horquillas, colgaban de los cordones bajo las ventanas.
Hundió los pies desnudos en la tierra e impulsó el cuerpo hacia arriba con toda la fuerza de las piernas. Un dolor agudo… pero logró sacar el codo derecho, y a partir de ahí consiguió hacer pasar el resto del cuerpo. Permaneció a gatas, luchando por recobrar el aliento… El suelo tenía una inclinación desorientadora. Barro en todo el cuerpo… la barriga, la cara, las ventanillas de la nariz, las pestañas… Le caían pegotes de barro de la nariz y la frente… Sintió un escozor ardiente en la parte baja de la espalda. Dobló el brazo izquierdo y se tocó… sangre… sangre y músculo… Miró frenéticamente alrededor… un extraño resplandor lunar… Aquel lugar, la zona de visitas, parecía como si un gigantesco par de manos lo hubiera alzado, sacudido, desgarrado y luego arrojado contra el suelo. No quedaban dos planos en ángulo recto. El suelo estaba levantado, se había apartado de la pared posterior y había provocado el hueco por el que acababa de pasar. La puerta que parecía de un granero se había salido de los rieles y estaba casi partida por la mitad, fuera, en el suelo, lo que permitía la entrada de la luz de la Luna. La pared que tenía las ventanas de Lexan no sólo se había separado del techo sino también del fondo, con lo que formaba una gran abertura en forma de V. Una abertura…
¡Una abertura! El ansia de… ¡huir!… asaltó su sistema nervioso. Todas las sinapsis, desde la cabeza a la punta de los pies, transmitían en ese momento la horrible noticia, comprendida sólo por las criaturas que se han tambaleado a causa de un gran temblor de tierra. La única constante, el único fundamento digno de confianza de la vida, a saber, la solidez de la tierra que pisamos… ¡era sólo una ilusión! ¡Una farsa! ¡Tierra firme… qué chiste más malo! ¡Se mueve! ¡Se retuerce! ¡Se sacude! ¡Se alza con estruendo! ¡Nos traga!… nos entierra vivos. Y no va a tardar en moverse de nuevo… ¡Pronto! ¡Huir!
Entonces, casi de repente, una revelación: ¡Zeus!
—¡Conrad!… mano… ¡No dejas tú mí!
Conrad se volvió. Los ojos de 5-Cero estaban en el pequeño hueco, suplicantes. Sin embargo, el gran hawaiano jamás conseguiría pasar por allí… y si me quedo a intentar ayudarlo…
—5-Cero —dijo Conrad. Hizo una pausa. Luchó contra el implacable titán de la claustrofobia—. No… no voy a dejarte. Es que tengo que… buscarte… buscarte algo…
—Mano…
Conrad examinó el desolado lugar. Allí arriba… distinguió una sección de tubería rota. Tenía que escalar la pendiente del suelo de cemento para llegar hasta ella. Estaba muy inclinada. La sala entera, la estructura entera… ¡podía derrumbarse en cualquier momento! ¡Huir!
De nuevo sufrió un ataque de hiperventilación, como si aún estuviera atrapado bajo tierra. Luchó contra sí mismo, luchó contra sí mismo, luchó contra sí mismo —«¡no dejas tú mí, mano!»— y finalmente atrapó la tubería, bajó agachado, con cautela, la pendiente y la llevó hasta la abertura.
—¡Tienes que echarte para atrás, 5-Cero, para que pueda meterla dentro y agrandar el agujero!
—No, mano…
Los ojos de 5-Cero lo miraron con desesperación, pero a continuación retrocedió. Conrad metió la tubería en el agujero negro e intentó utilizarla como palanca. No podía mover la pared, pero poco a poco logró que se desmoronara el cemento del suelo hasta que el orificio fue unos pocos centímetros más grande.
—¡Muy bien, 5-Cero, vamos a probar ahora! ¡Pasa la cabeza!
Al principio, nada… Luego apareció la abatida cara. 5-Cero estaba cubierto de barro. Los ojos parecían dos pequeños y frenéticos organismos blancos atrapados en la mugre. Hacía inspiraciones rápidas y superficiales. Logró pasar la cabeza por el agujero.
—¡Muy bien, 5-Cero, ahora empuja!
Resollando desde lo más profundo de su pecho, 5-Cero consiguió sacar los hombros. Sin embargo, en ese momento se vio atrapado, como le había pasado a Conrad.
—Mano… mano…
Respiraba con esfuerzos desesperados, y clavó los ojos en Conrad, suplicando, suplicando, suplicando.
—¡Tienes que usar las piernas, 5-Cero! ¡Tienes que empujar! ¡Dar patadas! ¡Yo lo he hecho! ¡Tú puedes hacerlo!
Más esfuerzos desesperados, y 5-Cero logró salir lo suficiente para sacar los brazos.
—¡Empuja! ¡Empuja!
El revestimiento se hundía en su ancha espalda, pero al final 5-Cero consiguió salir, tras lo cual se derrumbó boca abajo en la pendiente del suelo de cemento, intentando con desesperación recuperar el aliento. Tenía grandes cortes en la espalda… manchas de sangre…
El ruidoso motor, o lo que fuera, seguía atronando. Los gritos de angustia se alzaban desde el interior de Greystone Oeste y más allá. De pronto… un estruendo estremecedor. Toneladas de estructura se derrumbaron justo detrás de ellos, sobre la grieta por la que acababan de arrastrarse. La pared se movió. El techo se escoró con un tremendo crujido. La abertura por la que 5-Cero acababa de salir con grandes esfuerzos dejó de existir.
—¡Venga, 5-Cero! ¡Levántate! ¡Tenemos que marcharnos de aquí!
En ese instante, lo comprendió con absoluta claridad: todo era obra de Zeus.
5-Cero se volvió. Tenía la boca bien abierta, y el sudor y la sangre hacían brillar su cuerpo bajo la luz de la Luna que entraba por la puerta principal. Alzó los ojos hacia Conrad, pero le costaba demasiado respirar para poder hablar. Conrad le tomó la mano, lo ayudó a sentarse y luego consiguió que se pusiera de pie.
—¡Pasa un brazo por encima de mis hombros!
5-Cero obedeció; Conrad lo sostuvo y lo condujo por el plano inclinado hasta el suelo. Con un brazo alrededor de su cintura, lo ayudó a pasar por el agujero en forma de V. Tenía el brazo cubierto de la sangre que corría por la espalda de 5-Cero. Ambos estaban cubiertos de barro y vestidos únicamente con calzoncillos, que el barro pegaba a sus cuerpos. 5-Cero seguía con la boca abierta. Luchaba por respirar.
Salieron por la gran puerta al patio de la cárcel. Conrad se tambaleaba bajo el peso de 5-Cero, y al final 5-Cero cayó como un saco al suelo. ¡No! ¡Iba a sacudirse de nuevo! Sin embargo, Conrad se contuvo y no dijo nada. 5-Cero se había desplomado; era un montón en el suelo, no estaba sentado ni tumbado, y respiraba haciendo un sonido grave y áspero.
Una Luna llena en sus tres cuartas partes se elevaba hacia el sur, sobre Pleasanton. El cielo reventaba de estrellas. ¡Estrellas! Era la primera vez que veía el cielo abierto desde que estaba en Santa Rita. ¡Las estrellas de Zeus! De pronto todo adquirió nitidez.
El motor atronaba más que nunca. A menos de treinta metros, sobre el pisoteado terreno del patio de la cárcel, había un edificio que parecía un cobertizo. Una pálida luz brillaba en las ventanas. El ruido procedía del generador de emergencia. Dos haces de luz salieron del cobertizo y avanzaron dando brincos por el patio. Funcionarios provistos de linternas. A lo lejos, seguramente procedentes de Pleasanton, sonaron las sirenas de la policía y la bocina de un coche de bomberos. Conrad se volvió para mirar la puerta por la que acababan de salir. Todo el edificio de Greystone Oeste estaba ladeado. Su gran cubierta de tela asfáltica y grava se había resquebrajado por la mitad y se escoraba en un ángulo extraño.
Y entonces, por primera vez, a la luz de la Luna, Conrad vio la pequeña grieta, la zanja. Una grieta pequeña pero escarpada, de un metro o un metro y medio, había surgido en el suelo. Recorría el edificio, la Nave D, y atravesaba el terreno de la cárcel de norte a sur. Conrad miró más allá. La extensa llanura del valle de Livermore… tan clara y tranquila de pronto. Miró hacia el sur, en dirección a la autopista 580. Ni rastro de ella… ninguna luz. La electricidad se había cortado en todas partes. En el patio de la cárcel más haces de luz, linternas, bailaban de un lado para otro. Los hombres gritaban. Sin mirar hacia arriba, 5-Cero dijo:
—Da veras jodido… culo puesto, mano…
Un haz de luz se acercó a ellos tambaleándose, brincando. Y entonces los enfocó de lleno. La luz era tan potente que Conrad se cubrió los ojos con la mano. Ni siquiera distinguía la forma de la persona que sostenía la linterna.
—¿De ónde sois? ¿De cúnidad?
Era una voz oky, una voz de granjero del valle de Livermore.
—De aquí —respondió Conrad, haciendo un gesto hacia el derrumbado edificio—. Nave D.
—Muy bien… andando —dijo la voz tras la linterna—. Me vais al cobertizo de reparaciones.
5-Cero no se movió. Al crudo resplandor de la linterna, sentado en el suelo, desplomado como estaba, casi desnudo, embadurnado de la cabeza a los pies de barro y sangre, parecía a punto de morirse. Tenía la barbilla apoyada sobre el pecho y la cabeza subía y bajaba siguiendo el ritmo de su trabajoso respirar.
—Arriba —dijo el hombre de la linterna, aunque sin demasiada energía.
—Necesita un médico —dijo Conrad.
—Sí, bien…
Justo entonces una voz cercana empezó a gritar:
—¡Tú! ¡León! ¿Onde estás?
—¡Aquí! —dijo el hombre de la linterna—. ¡Tengo dos reclusos!
—¡Deja eso! ¡Ven aquí! ¡Te necesito en Greystone Este!
El haz de luz se entretuvo en 5-Cero y luego golpeó a Conrad en la cara.
—Me vais a quedaros aquí donde estáis, ¿queda claro? Vuelvo ahora mismo, y no os vais a mover un puto centímetro. Al primero que veamos camino del perímetro lo lleno de plomo. El primero que se acerque a la valla se queda… ¡culo puesto! —Se alejó corriendo.
5-Cero, todavía sentado, se volvió, se apoyó en el brazo derecho y miró a Conrad:
—Conrad… mano… —seguía luchando por recobrar el aliento—. Embolsa… embolsa…
—¿Que embolse?
—¡Marchar, mano! ¡Abre ti!
—¿Abrirme?
—Ponen dellos todos reclusos nel cobertizo… sin luz… todos juntos. ¡Rotto y dellos, matando dellos ti, mano! ¡Hacer morir muerto!
Conrad oía el generador palpitar. Resonaban los gritos. Los haces de luz de las linternas seguían brincando en la oscuridad.
Conrad se puso en cuclillas, de modo que su cabeza estuvo a la misma altura que la de 5-Cero.
—Voy a embolsar, 5-Cero, pero no porque tenga miedo a Rotto y los demás. Mira… —Hizo un gesto con la mano, para indicar la devastación que les rodeaba—. ¿Sabes quién ha hecho todo esto?
Se contuvo. Permaneció en cuclillas, con la boca medio abierta, mirando a 5-Cero, sin decir una palabra. Sabía que sería inútil mencionar el nombre de Zeus. 5-Cero sólo creía en las estrategias, establecidas momento a momento, del pragmático.
—¿Dése tío que ya hablas tú? —aventuró 5-Cero—. ¿Ese tipo del que hablabas antes?
—Sí.
—¿Segu? —¿seguro?—. Entonces dices tú dése tío que trae mí una hamburguesa con mostaza y una cerveza. No puede yo pa’ mover. Da veras jodido.
Dése tío… una punzada cruzó la cabeza de Conrad. ¡El libro! ¡Los estoicos! ¡Su vida misma… había desaparecido! Por un instante volvió la cabeza hacia los restos de Greystone Oeste para ver si habría algún modo de recuperarlo… aunque, por supuesto, no lo había. ¡Es que era más que un libro! ¡Era… tejido vivo, era… la palabra de Zeus! Contempló sin entusiasmo el infinito paisaje nocturno del valle de Livermore.
—¿Huhu, mano? —dijo 5-Cero—. ¿Qué pasa, hermano?
—He perdido mi libro, 5-Cero.
—¿Dése libro dése tío?
Con abatimiento:
—Sí.
—Ya samina yo —he visto—, lees tú dése libro a da max. Ahora sabes tú de memoria.
Conrad sacudió la cabeza, con desaliento, miró a 5-Cero y dijo:
—Voy a seguir tu consejo. Voy a embolsar, 5-Cero, pero ¿a dónde voy a ir? ¿Qué puedo hacer? Mírame. No tengo ropa. No tengo zapatos. Estoy cubierto de barro.
—Usa da cabeza, mano —dijo 5-Cero cansinamente, como si hablara a alguien que demostraba ser duro de entendederas.
—¿Usar la cabeza?
—¿Cómo quieres tú pa’ ir daquí, mano… con uniforme y chanclas de Santa Rita, da’sí? ¡No posible! Desta única noche da vida poder correr por calles sin ropa, lleno barro, y piensa nadie estás tú loco. ¡Oh, no! Los okys, dicen dellos: «¡Pobre haole! ¡Una víctima terremoto! ¡Vamos ayudar él!». Segu. Segu refijo. Usa da cabeza. Embolsa, mano. Hace tú dedo. Okys dellos, ayudan dellos ti.
—¡Pero ha dicho que iban a disparar al que se acercara a la valla!
—Bulai. No tienen dellos tantos funcionarios. Intentan dellos pa’ asustar ti, hombre. Sólo hablan dellos por hablar. Embolsa.
Aún en cuclillas, Conrad contempló al hawaiano durante unos segundos y luego le preguntó:
—¿Qué vas a hacer?
5-Cero esbozó una débil sonrisa.
—Maneja yo dellos. Siempre maneja dellos.
Conrad se incorporó. Tendió una mano a 5-Cero y dijo:
—Deséame buena suerte.
5-Cero tomó la mano de Conrad entre las suyas, la sujetó con fuerza y miró hacia arriba. La luz de la Luna recorrió su cara embarrada. Parpadeó, y sus ojos se empañaron.
—Tú hermano yo, Conrad. Ya salvas tú vida yo. Ahora, ¡embolsa! ¡Abre ti! ¡Taluego pa’ desos putos Rotto demás y deste puto lugar de mierda!
Conrad se puso derecho y examinó la oscuridad. El generador seguía palpitando, los haces de luz y las vagas siluetas seguían arremolinándose hacia la parte del aparcamiento, las sirenas y las bocinas se oían a lo lejos en el sur, en Pleasanton… y, sin embargo, una densa quietud se había instalado en el valle de Livermore y las colinas que se alzaban hacia el norte. De un golpe, el terremoto había arrasado las luces que siempre iluminaban la noche. Había rescatado la formidable presencia de la Luna, las estrellas y la propia Tierra. El mismísimo suelo del mundo se había movido… con una fuerza que aún resonaba en los huesos de todos los que lo habían vivido. Una zanja que no existía antes recorría en ese momento Santa Rita. Una nueva oleada de miedo y desesperanza barrió el sistema nervioso de Conrad, que sintió como si le hubieran arrancado las últimas raíces del pasado. Zeus lo había hecho todo, y él estaba en sus manos. Dirigió a 5-Cero una última sonrisa y un pequeño saludo y luego empezó a correr a lo largo del socavón, alejándose de los restos de Greystone Oeste.
¿Qué podía hacer? Autoestop… Esa difusa idea era el único plan que tenía. Intentar llegar a la autopista 580 o a Pleasanton… y hacer autoestop… ¿A dónde? No importaba… En realidad escapaba de la cárcel… sólo se apartaba de la vía del peligro hasta… hasta qué, no lo sabía… El terreno le hería los pies al correr. Hacía mucho tiempo que no corría desnudo. Hacía mucho tiempo que no corría. Empezaban a arderle los pulmones. Empezaba a dolerle la espalda en el lugar en que se había cortado con la pared. Sin embargo, el miedo y su bombeo de adrenalina lo anulaban todo.
Siguió corriendo hacia la autopista. Ante él, a la luz de la Luna… parecían flotar en el aire unos sucios y enormes caramelos de goma. ¿Qué era aquello? Al acercarse consiguió distinguirlo. Al crear el socavón, el terremoto había arrancado de raíz la valla metálica rematada con alambre de púas. Los «caramelos» eran los enormes bloques de cemento que anclaban en el suelo los postes de metal. Al otro lado de la valla se encontraba el escarpado terraplén sobre el que había sido construida la autopista 580. Sin embargo, ya no era plano, sino una sorprendente silueta irregular. El terremoto había alzado todo un tramo de la calzada, hasta dejarlo a dos o tres metros por encima del resto. Vio las luces de los automóviles. Estaban detenidos. Luego aparecieron los destellos y el ulular de un coche patrulla que se acercaba a los vehículos varados. Más valía olvidarse de hacer autoestop en la autopista 580.
Conrad se coló por debajo de la valla levantada y empezó a correr en dirección oeste, alejándose de Santa Rita. La frase «preso fugado» apareció en su mente. Y, sin embargo, no era del todo cierto. Sólo estaba ejerciendo su facultad de rechazo. Rotto y la Liga Nórdica sin duda lo matarían, o al menos lo intentarían. Zeus le había proporcionado esa salida. Zeus había destruido Santa Rita y levantado la valla por él. No albergaba la menor duda al respecto. ¡Guíame, Zeus!
Corrió a la luz de la Luna, saltando sobre surcos, montículos, cañerías, rocas, botellas, raíces, matas de juncos, todo cuanto se le interpuso. Delante de él —¿a qué distancia, dos kilómetros, un kilómetro?— una galaxia de luces de automóvil parecían moverse sin rumbo. Al acercarse oyó los motores de coches y camiones acelerar. En medio de esos rugidos resonaban gritos, gritos y exhortaciones frenéticas a través de un megáfono. El primer impulso de Conrad fue evitar el lugar. Entonces recordó las palabras de 5-Cero: «Ésta es la única noche de tu vida en que podrás correr por las calles sin ropa, cubierto de barro y sin que nadie piense que estás loco».
Se acercó a una especie de aparcamiento. Los faros aparecían y atravesaban de un lado a otro la oscuridad, acompañados de grandes rugidos y gritos. Había gente chillando. Fuera lo que fuera aquel lugar, era todo estruendo y confusión. Los faros iluminaban formas alargadas y arrojaban sombras enormes… Un barracón, inclinado de modo precario, a punto de derrumbarse… ¡Barracones!… ¡una cárcel!… ¡como Santa Rita!… Sin embargo, al instante siguiente, se dio cuenta de que era imposible… No había valla, no había muro… No supo si estaba viendo o no visiones, pero al iluminar los faros a un lado y a otro, le pareció que no dejaba de tener fugaces vislumbres de jóvenes en ropa interior, hombres no mayores que él, que correteaban frenéticos… Y ahí, en el aparcamiento, distinguió en ese momento filas de jeeps pintados de camuflaje.
Una figura se acercó corriendo hacia él, abrochándose a toda prisa un mono verde oliva. Era un hombre de unos treinta y cinco años, con un pelo rubio muy corto, cara alargada y una gran nariz, un auténtico pico.
Conrad se escabulló detrás de un jeep. El hombre subió de un salto a un jeep cercano. El vehículo volvió a la vida con un rugido. Los faros iluminaron lo que había delante y mostraron un viejo barracón, que se inclinaba hacia un lado. Dos jóvenes intentaban subirse a una ventana. Uno iba vestido con camiseta y calzoncillos, el otro, sólo con calzoncillos; ambos estaban descalzos. El hombre de la gran nariz se bajó del jeep, dejando el motor en marcha y las luces encendidas, y se acercó corriendo a ellos. Las luces del jeep arrojaban una sombra alargada y descomunal ante él.
—Vosotros dos, ¿qué idiotez estáis haciendo? —gritó.
—¡Tenemos que volver a entrar, señor! —dijo el joven que no llevaba camiseta—. ¡Tenemos el uniforme dentro!
—¡Dejad vuestro uniforme! —gritó el hombre del mono verde oliva—. ¡Este maldito edificio está a punto de derrumbarse! Ya tenemos bastantes bajas. ¡Hay uniformes en J-23, jota de Jonathan!
—¡Sí, señor!
Los jóvenes se alejaron corriendo en la oscuridad. Gritos por todas partes, ahí, allí… motores que volvían a la vida con un rugido, ruedas que chirriaban, faros que iluminaban a un lado y otro… Unos haces de luz lo alumbraron de pronto mientras seguía agazapado detrás del jeep. Se incorporó. Se paró en seco. El hombre de la gran nariz, de regreso a su jeep, lo descubrió y le ladró:
—¿Qué te ocurre, soldado? ¿Qué estás haciendo?
Conrad sintió que le daba vueltas la cabeza.
—¡Me… me he caído, señor! ¡Me he caído en una zanja!
—¿Que te has caído en una zanja? —Las palabras sonaron como si fuera lo más absurdo que había oído en su vida—. Bueno, vaya, ¿estás herido?
—¡No, señor!
—¡Pues desaparece de aquí! ¡Ve a buscar tu uniforme! ¿Cuál es tu barracón?
Desesperado, sin saber qué hacer, Conrad señaló en la dirección en la que habían partido los dos jóvenes y dijo:
—¡Ahí mismo, señor!
—¡Pues vete para allá! ¡Y límpiate!
Conrad se alejó corriendo del aparcamiento. A cierta distancia del aparcamiento había un letrero de madera, iluminado en ese momento por los faros: «Campamento Park. Centro de Reservistas del Ejército de los Estados Unidos». Había letras y números que al parecer designaban los edificios. Pronto se encontró entre largas hileras de barracones, endebles estructuras de madera, muchas de las cuales, afectadas por el terremoto, se inclinaban en ángulos precarios. Reinaban la confusión y el estruendo. Había jóvenes que corrían por todos lados, algunos en uniforme de camuflaje, pero muchos en la ropa interior con que estaban durmiendo. Alguien se había hecho con un megáfono y bramaba órdenes que, a causa de los chirridos de la realimentación, eran completamente incomprensibles. Conrad vio dos edificios iluminados por generadores, pero la mayor parte de la luz procedía de los vehículos que se movían por la parte exterior. Unos destellos crudos y unas sombras alargadas y desconcertantes se deslizaban por el campamento, los hormigueantes reservistas, los tambaleantes barracones.
Un rayo de luz se desplazó sobre un edificio con aspecto de cobertizo… ¡J-23!… Conrad corrió hacia él. El interior era un pandemonio. Había jóvenes destripando cajas llenas de uniformes de camuflaje. Ninguno puso a Conrad el mínimo impedimento. La mitad de ellos también estaban descalzos y no llevaban más que unos calzoncillos. Aunque no encontró calcetines ni botas, salió del edificio con ropa de camuflaje e incluso una gorra a juego.
Había más megáfonos que bramaban palabras ininteligibles. Justo delante vio otro aparcamiento. Dos jóvenes subieron a sendos jeeps y se alejaron entre chirridos, iluminando de forma delirante con los faros la hilera de barracones semidestruidos. Dos jeeps dirigían sus faros al centro del campamento, al parecer para proporcionar algo parecido a una iluminación general.
Conrad se acercó y oyó los dos motores al ralentí. No había conductores; los jeeps estaban sencillamente ahí, en marcha. Se aproximó al que tenía más cerca y miró en el interior. ¡No había llaves! ¡Sólo una palanca en el árbol de dirección! ¡Claro! Era un vehículo militar, y en el ejército no podía permitirse que las llaves se perdieran o se confundieran.
El caso era que no podía subir a aquél. Proporcionaba iluminación y enseguida notarían su ausencia. De modo que caminó dos hileras hacia atrás y eligió otro. Probó a darle a la palanca de contacto y, tal como había deducido, fue todo cuanto hizo falta. El motor cobró vida. Despacio, lo sacó de la hilera, encendió las luces y recorrió el pasillo formado por las filas de vehículos.
Rumbo a… ¿dónde? Su mente se agitó… ¿A Pittsburg?… ¿De vuelta a casa, al dúo? No se atrevía. Sería el primer sitio en el que buscarían. ¿A casa de la madre de Jill? Lo echaría sin pensárselo dos veces. Lo sabía perfectamente. ¿El abogado Mynet? No tenía ni idea de dónde vivía… y, además, también lo echaría. De pronto, cuando estaba llegando al final de la hilera de vehículos, aparecieron los faros de un jeep en medio del camino. ¡Me cortan el paso! ¡Vienen a por mí! Sin embargo, en lugar de bloquearle el paso, el jeep aceleró con un tremendo rugido, dobló en el pasillo y se alejó haciendo girar frenéticamente las ruedas y levantando un tremendo géiser de polvo, de manera que los faros de Conrad se quedaron iluminando la turbia nube amarillenta justo delante de él. Menudo loco…
Y en ese instante pensó en Kenny… el aparcamiento de Croker Global Foods… un martilleo golpeando el suelo… un torbellino de polvo… un enloquecido sonar de guitarras eléctricas y un coro de broncas voces masculinas gritando: ¡Perra MUERTA perra MUERTA perra MUERTA!… un verdadero tornado de polvo reflejaba un amarillo febril bajo los reflectores… La estrafalaria caja de berridos que tenía por coche derrapando en el polvo y pasando como una bala junto al suyo… Ayyyyyyy, Conrad…
¡Kenny!… los domingos por la noche en la cámara frigorífica se empezaba a trabajar a las nueve. ¡Kenny estaría ahí en ese momento! ¡El almacén se hallaba sólo a unos cincuenta kilómetros hacia el norte! ¡A Kenny se le ocurriría algo! ¡Kenny se pondría en contacto con Jill! Kenny… Kenny… lo cierto era que Conrad no sabía qué haría Kenny. De hecho, ni siquiera sabía si seguía trabajando en el almacén. ¿Y si había cambiado de turno? ¿Y si habían despachado a todo el mundo después del temblor? No, no harían semejante cosa. Tenían generadores de emergencia para proteger las estanterías llenas de productos congelados. Dom los tendría trabajando como perros. Pero, por otra parte, y si…
Las posibilidades se arremolinaban en su mente. Sin embargo, lo cierto era que no existía otra posibilidad. No había nadie más a quien él, Conrad Hensley, un preso fugado de la cárcel Santa Rita, pudiera recurrir en plena noche tras un terremoto.
La nube amarilla empezó a disiparse al mismo tiempo que el jeep que tenía delante alcanzaba la carretera asfaltada al final del aparcamiento. Se alejaba a toda velocidad, al parecer en dirección sur, camino de la autopista. Conrad aceleró tras él.
Miró rápidamente a un lado. El campamento Parks parecía bailar sumido en una locura de luces de coche y sombras. Todos se encontraban en estado de shock. ¡La Tierra se había levantado y les había mostrado lo indefensos que en realidad eran! La vida se sostenía en… ¡nada de nada!
Cerca de la bahía la destrucción era mucho menos intensa, aunque en todas partes se habían quedado sin electricidad. La gigantesca mole del almacén Croker Global se alzaba en medio de la oscuridad, inerte, muerto, apenas distinguible, con todo el aspecto de estar abandonado. ¡Han cerrado, los han enviado a todos a casa!
Sin embargo, en el aparcamiento, las luces del jeep de Conrad iluminaron hileras de coches, aunque no tantos como normalmente había a esa hora de la noche. De pronto distinguió un resplandor en un extremo de la enorme silueta negra del almacén. La cámara frigorífica; los generadores de emergencia; la luz de la cámara se extendía por el muelle de carga. En el otro extremo se veían las luces de los camiones. Distinguió las formas fantasmales de varios grandes camiones blancos de Croker Global y oyó los suspiros de los frenos hidráulicos.
Recorrió lentamente las hileras de coches. Rodeó la última hilera, sus faros iluminaron la valla metálica, el alambre y coches, coches, coches, coches…
… ahí. ¡Gracias a Dios!
Detuvo el jeep con las luces dirigidas hacia la ridículamente pequeña caja de berridos de Kenny. Aparcó a su lado, apagó el motor y las luces y se echó hacia atrás en el asiento. Un cansancio terrible se apoderó de él. Sintió como si se le vaciara la cabeza. Sudaba profusamente. El corazón le latía con tanta fuerza que cada vez que abría la boca le parecía oírlo bajo el esternón… chhhhhhhe… chhhhhhhe… chhhhhhhe… chhhhhhhe… Las venas del dorso de las manos rebosaban de sangre. Los pies desnudos, que descansaban sobre el suelo del vehículo, estaban heridos e hinchados…
Cerró los ojos e intentó pensar. ¿Cómo ponerse en contacto con Kenny? No podía entrar sin más en la cámara frigorífica. Todo el mundo lo reconocería, Dom, Bombilla, Herbie, todos los que estuvieran. De modo que esperaría a Kenny ahí, esperaría a que volviera a su coche; pero ¿y si se quedaba dentro? ¿Y si Dom hacía que se quedara más tiempo por culpa de la emergencia? ¿Y si Kenny no salía hasta que el Sol estuviera bien arriba y hubiera empezado el nuevo turno? ¿Cuánto tiempo podría permanecer ahí, en un vehículo del ejército de los Estados Unidos con pintura de camuflaje?
Tenía sed… Necesitaba beber algo… Pero ¿cómo?… Tanta sed… sobre todo, sed… Debía pensar… Se deslizó en el asiento e intentó pensar… ordenar sus pensamientos… Las rodillas le sobresalían, ¿y si alguien las veía?… Se puso de lado y dobló las piernas… Se echó la gorra sobre los ojos por si acaso. A ver… Kenny, la cámara frigorífica y qué podía hacer para beber… ¿Cómo podría llamar a Jill y hacerle saber lo que había ocurrido? ¿Cómo podía saber de ella, Cari y Christy?… Tras sus párpados se proyectaban extrañas películas… Si Kenny estaba dentro y Dom le daba órdenes… Dom, gruñendo grandes vaharadas… quejándose de visitas a Bolka… Kenny haciendo: «¡Desguace total!»… y Bombilla y los demás contestándole en falsete… Herbie pensativo… Nick, el calvo de la corbata… dentro de los fríos, fríos, fríos, fríos acantilados de hielo…
¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA!
… junto a la litera… habían entrado en la celda gritando:
¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA!
Conrad se volvió para bajar de la litera. La rodilla golpeó el cambio de marchas. Despertó sobresaltado…
¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA!
… justo desde el otro lado de la puerta del jeep…
¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA!
… se incorporó sobre un codo e intentó averiguar qué ocurría…
¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA!
… el coche que estaba a su lado rugía en punto muerto, dispuesto a ponerse en marcha…
¡Kenny!
Conrad se irguió lo suficiente para mirar por la ventana. En la oscuridad, una silueta… Kenny con su gorra de béisbol y su marcada nuez… inclinado en el asiento del conductor… los altavoces de medio metro del barrido sónico aullando, martilleando el aire con el himno que tanto había enfurecido a Dom:
¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA!
Conrad gritó:
—¡Kenny!
¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA!
No había forma de que Kenny pudiera oírlo… y ya estaba dándole al acelerador, dispuesto a irse.
Conrad se lanzó como pudo contra la puerta. El coche de Kenny ya retrocedía.
—¡KENNY! ¡KENNY! ¡PARA!
El himno desguazador —«¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA!»— llenaba el mundo.
Conrad consiguió salir del jeep, gritando, pero Kenny tenía la cabeza vuelta hacia atrás mientras retrocedía. Un segundo más tarde estaría acelerando el coche a través del polvo del aparcamiento, como le gustaba hacer. Sólo había una forma…
Conrad corrió hacia el aerodinámico coche rojo de Kenny y se lanzó sobre él. Aterrizó sobre el capó. El coche se detuvo de manera tan brusca que Conrad rodó hasta el parabrisas con la cara aplastada contra el vidrio, mirando en dirección a Kenny, a un palmo de distancia.
Kenny sacó la cabeza por la ventanilla.
—Joder, ¿estás loco? ¿Tú? ¿En el ejército? ¿En medio de un terremoto? ¿Saltándome encima del coche? ¡No me lo puedo creer!
¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA! ¡COME MIERDA!
Para Kenny aquello era una gran aventura digna de un desguazador. Hizo que Conrad lo siguiera en el jeep y abandonaron éste en Northtown, Richmond, donde las posibilidades de que lo robaran, aseguró Kenny, eran del cien por ciento, lo cual borraría su historia reciente. Tras ello, Conrad se acomodó en el asiento del acompañante de la diminuta caja de berridos roja y cerró los ojos.
Kenny le explicó por qué lo llevaba a Oakland, pero Conrad estaba demasiado aturdido para comprender. Su sistema nervioso había caído por debajo del umbral de la lógica. Los párpados le pesaban. Un peso pasmoso cayó sobre su córtex cerebral y él se hundió, se hundió, se hundió, se hundió, se hundió. Hablar con Jill… aunque pronto no pudo pensar ni siquiera en eso…
No volvió en sí hasta que unas luces y unas voces alertaron al centinela, el miedo, apostado en lo hondo de su sistema nervioso. Abrió los ojos. Todavía estaba oscuro. Kenny avanzaba por una calle llena de tráfico, luces y voces… una calle ancha… cuatro carriles… lámparas de vapor de sodio… Tanta gente… caras oscuras… en las aceras… formando grupos en un parque… disfrutando de un sarao vecinal en las secuelas del mayor acontecimiento de la historia reciente, el terremoto.
Conrad se volvió hacia Kenny.
—¿Dónde estamos?
—O-town —respondió Kenny y soltó una risita—. Bump City, avenida Shattuck, Oakland, California.
—¿A dónde vamos?
Kenny rió sin explicar la razón.
—Al autoservicio de Mai, que está abierto las veinticuatro horas. Vas a conocer a Mai y al ejército de Mai.
Kenny torció hacia un lado y entró en una pequeña explanada asfaltada que parecía una estación de servicio. La luces situadas en el techo de un cobertizo brillaban sobre dos isletas con surtidores de gasolina. Justo más allá de ellos, un letrero sobre la entrada de un pequeño edificio proclamaba: «Minimarket de Mai. Abierto 24 horas». El lugar estaba bastante concurrido tras el terremoto. Algunos coches salían de las plazas de aparcamiento, situadas a ambos lados, y otros entraban. Con un sobresalto, Conrad advirtió que Kenny aparcaba junto a un coche de policía.
—Ayyyyyy —dijo Kenny—. Esto es la avenida Shattuck, no Danville. Vas a ver coches de policía. Tú tranquilo, seguro que no hay polis en la avenida Shattuck en medio de la puta noche buscando a un blanco que se ha escapado de la cárcel de Santa Rita.
El establecimiento de Mai era un lugar destartalado con unas luces fluorescentes tan fuertes que obligaban a entornar los ojos. El lugar estaba repleto de estantes con productos y refrigeradores con frontal de vidrio, llenos de todos los tipos imaginables de refrescos, helados, leche, cerveza y licor de malta, así como pilas de cajas de cartón por abrir y otras que ya se habían abierto y estaban vacías, amontonadas en el suelo. Había al menos dos docenas de clientes, almas perdidas que vagaban por O-town, Bump City, después de un temblor de tierra. En el techo, una batería de cámaras de vídeo, enfocadas hacia la entrada, los pasillos entre expositores, el mostrador y la caja, grababan sus desmañados andares.
—¡Tue maricón, tue! ¡Mira hombles! ¡Tú mujer! —Una risa de desprecio—. ¡No impolta a ti que me roban todo! ¡Tue maricón!
—Mierda, Mai, me lo encontrado así.
Con aire despectivo:
—¡Tú encuendas un montón de pollas que tú buscas! Ahora ilte tu casa. Tú despedido.
—¡Venga ya, Mai! ¿Qué te hago yo?
—¡Tú deja que me roban todo! ¡Y tú… mira el polno!
Mai, la propietaria, llevaba vaqueros negros y una blusa de algodón negra sin mangas. Era vietnamita, no tenía más de treinta años, poseía unos rasgos asiáticos redondos y suaves, una tez encendida y unos grandes labios de agradables curvas. Ni siquiera el enfado echaba a perder su voluptuoso aspecto.
El objeto de su desprecio era un muchacho chino delgado y casi demacrado, en la mitad de la treintena, que llevaba un polo de punto y pantalones de camuflaje como los de Conrad, con lo que parecía ser una navaja plegable en un estuche a un lado del cinturón y una pequeña linterna brillante en una funda, al otro lado. Completamente intimidado, no dejaba de hacer gestos en dirección a Mai y de farfullar excusas.
Kenny se volvió hacia Conrad, sonrió y guiñó un ojo.
A medida que proseguía el rapapolvo de Mai, la naturaleza de la infracción se fue haciendo más clara. El chino, que se llamaba Hong, era el encargado de la tienda cuando Mai salía, estaba arriba durmiendo o trabajando en el despacho de atrás. Sin embargo, como acababa de descubrir, si se ausentaba durante un buen rato, Hong destornillaba las bisagras del armario de madera donde guardaba el equipo de vídeo y se ponía a mirar cintas sacadas de la tienda, con lo que paralizaba todo el sistema de vigilancia. Mai estaba durmiendo arriba cuando el terremoto sacudió la ciudad y al bajar se había encontrado una película porno en las pantallas. Todas las cintas estaban dirigidas a un público heterosexual, pero Mai estaba convencida, o pretendía estarlo, de que Hong era homosexual y que sólo le interesaban los hombres desnudos con «pollas glandes».
—¡Ve a tu casa y sé maricón! —gritaba al desventurado chino.
En el extremo del mostrador, un grupo de seis jóvenes se divertía con el espectáculo. Uno de ellos era un chino alto vestido como Hong, con pantalones de camuflaje. Dos eran sijs con turbantes azul claro, bigote y barba sin peinar; ambos eran corpulentos y musculosos. Los otros tres tenían la piel muy oscura y rasgos finos.
Mientras Mai y Hong seguían discutiendo, Kenny se inclinó hacia Conrad y dijo con la comisura de la boca:
—Es el ejército de Mai. ¿Ves a ese tipo, Hong —Hong insistía en aquel momento en que podía demostrar que no era homosexual—, y a su compañero? —Hizo un gesto hacia el chino alto junto al mostrador—. Los dos eran comis chinos.
—¿Que eran qué?
—Comunistas chinos, soldados. Son de Camboya y hablan jemer, pero se entrenaron en China; lucharon en favor de China en algún sitio de por ahí y luego se volvieron y han emigrado hasta aquí como camboyanos. ¿Ves esa linterna que lleva en el cinturón? —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a Hong—. Es acero de avión. Es un arma, tron. Te puede matar con eso.
Kenny estaba de lo más impresionado —y excitado— por las posibilidades letales y por los hombres que las poseían. Si él supiera…
—¿Y ves a ese sij de allá —añadió—, el alto? Se llama Torin, Torin Singh. Ha sido guerrillero en la India, un zapador, me lo ha contado, ha luchado contra el gobierno. ¿Y ese negro, el de la izquierda? Se llama Achilles. Ha sido comando en Etiopía, paracaidista. Pero descubrieron que su viejo había sido colega de Haile Selassie, así que tuvo que pasar a la clandestinidad y al final se vino para acá. Los otros dos son de Eritrea. ¿Has oído hablar de Eritrea?
Conrad negó con la cabeza.
—Está encima de Etiopía. Los dos son universitarios y se metieron en algún movimiento revolucionario, o algo parecido, y se dedicaron a hacer volar camiones y esa mierda, antes de venir hasta aquí. Los tipos trabajan en drugstores, como Hong. Conducen taxis de noche, como Achules. Hacen turnos de noche en el Pioneer Chicken, como Torin. La verdad es que tienes que ser un comando o algo así para hacer el turno de noche en el maldito Pioneer Chicken ese donde trabaja. El barrio es mucho peor que éste. Y todos se reúnen aquí, en lo de Mai. Es el ejército de Mai. Mientras todo el mundo duerme, en la calle hay un ejército. Zapadores, guerrilleros, ratas cavadoras de túneles, comandos, terroristas, voluntarios de misiones suicidas… vienen de Asia, África y de quién sabe dónde, y nadie sabe cómo han llegado hasta aquí, qué quieren, qué hacen en realidad, ni a dónde quieren ir, menos a lo mejor Mai. Es aquí donde vienen en busca de carnets falsos, matrículas falsas, cartillas de la Seguridad Social falsas, números de móviles, tarjetas de crédito, permisos de residencia, billetes de avión, trabajo, lo que necesiten. En estos trabajos no se gana una mierda. ¿Cuánto se saca un tipo como Hong? A lo mejor cinco dólares a la hora. Y son peligrosos. Trabajar en un sitio de éstos es una buena manera de que te maten. Pero, bueno, son trabajos, y Mai te ayuda a seguir tirando. El ejército de Mai.
Los ojos de Kenny estaban encendidos por lo emocionante que era todo, la idea de una legión extranjera nocturna y letal, unos jóvenes endurecidos hasta formar una hermandad de violencia, una fraternidad que con toda inocencia admiraba, el mismo Kenny que convertía en himnos suyos canciones como Perra muerta, Come mierda y Desguace total. En Conrad esos jóvenes despertaban una emoción completamente diferente. Una ola de tristeza se apoderó de él y le embargó el desaliento. Vio a siete lastimosas criaturas, jóvenes arrancados de raíz de cuanto significaba una casa, un hogar y la tranquilidad en esta vida, y arrojados a la otra punta del mundo, a las entrañas de la avenida Shattuck, en Oakland, California, siete jóvenes casi tan completamente perdidos como él.
Mai se alejó de Hong, sacudiendo la cabeza. Entonces vio a Kenny. Le sonrió y la belleza emanó de su amplio y suave rostro.
—¡Kenny! ¡Yo piensa en ti!
—¡Eh, Mai! —exclamó Kenny—. Deja a Hong tranquilo y ven aquí.
Mai salió de detrás del mostrador, radiante. Kenny le pasó un brazo por encima de los hombros, ella lo tomó por la cintura, y se abrazaron con fuerza. Tres o cuatro clientes que hacían cola ante la caja, a la espera de pagar sus compras, los fulminaron con la mirada.
Mai miró a Kenny a los ojos y dijo:
—¿Qué pasando por ahí? Yo plocupada de ti. —Antes de que Kenny pudiera responder, se volvió y con la mano libre hizo un gesto brusco en dirección a Hong—. Volve detlás. ¿No lo ves? Hay cliente.
Sin ningún entusiasmo, Hong regresó al otro lado del mostrador, junto a la caja.
Mai siguió hablando con Kenny:
—Bueno, tú cuenta.
Kenny se llevó a Mai hacia la parte de atrás del establecimiento. Conrad se sintió mareado, con náuseas, exhausto, de lo más visible y, también, asustado. Era un recluso fugado de una cárcel del condado y se encontraba plantado a las tres de la madrugada en medio de un drugstore, descalzo, con los pies cubiertos de barro, hinchados, y ensangrentados, además. El hecho de que no tuviera peor aspecto que el resto de las almas perdidas que se hallaban en la avenida Shattuck, en el autoservicio de Mai, después de un terremoto, no suponía ninguna seguridad.
Mai y Kenny ya se acercaban hacia él. Mai movía las caderas al andar, de forma del todo despreocupada.
—Muy bien —dijo Kenny—, he hablado con Mai. Te cuento lo que vamos a hacer. Mai se va a ocupar de ti esta noche. ¿Vale? Estarás bien. Mai te va a cuidar. Volveré cuando te despiertes y te traeré algunas cosas. ¿Lo entiendes? —Hizo una pausa. Estudió la cara de Conrad y luego su uniforme de camuflaje y los pies. Lo miró por unos instantes—. ¿Quieres saber una cosa?
Conrad lo miró aturdido.
—Estás en un lío. ¿Cuánto calzas? —quiso saber Kenny. A continuación le preguntó por todas las tallas: zapatos, camisas, chaqueta, calzoncillos. Luego le dijo a Mai—: Tienes maquinillas, espuma de afeitar, peines y todo eso, ¿no? —Hizo un gesto hacia los expositores entre los que pastoreaban las almas perdidas en la tienda de Mai.
Ella asintió con la cabeza. Kenny le dijo a Conrad:
—Te me vas a afeitar, colega, afeitar de verdad. Te tienes que quitar ese bigote. Es lo que le debes a Mai por el alojamiento de una noche.
—Muy bien —dijo Conrad—, supongo que… vale… Mira… tengo que hacer una cosa… tengo que ponerme en contacto con mi mujer y contarle lo que ha pasado. ¿Hay alguna forma de que pueda llamarla?
—He intentado llamar antes a Antioch —dijo Kenny—. No se puede. Las líneas están cortadas; además, el repetidor de Concord está hecho polvo. Y yo que tú me andaría con cuidado. Tienen un registro automático de todas las llamadas que se hacen.
—¿Sí?
—Sí.
Conrad no sabía si se trataba de una fantasía producto del encaprichamiento de Kenny con los soldados, las armas, la vigilancia y el espionaje… o un peligro de verdad. Cerró los ojos, bajó la cabeza y suspiró ruidosamente. Se sentía mareado.
—Tú viene conmigo —dijo Mai. Rió—. Ahora tú en ejélcito de Mai.
Lo condujo por detrás del mostrador hasta un diminuto despacho. En el fondo había una estrecha escalera de caracol y la puerta de un minúsculo lavabo. A continuación lo condujo arriba; una vez allí, se detuvo. Se encendió una luz. Unos cuantos escalones más, y los dos llegaron a un pequeño desván de aleros inclinados que había sido convertido en improvisado dormitorio. Debido al ángulo formado por los aleros, sólo podían estar de pie en el centro, muy juntos. Conrad olió el perfume a jazmín que ella llevaba.
Mai señaló dos exiguos y endebles armarios verticales. Uno era la ducha; el otro, el váter.
—Muy bien, amigo —dijo Mai—, tú ducha.
—Gracias —dijo Conrad con otro gran suspiro—, pero creo que sólo voy a acostarme un momento.
Ella se echó a reír.
—No sólo acostalte un momento. Tú muy sucio, amiguito. Tú en ejélcito de Mai. —Hizo un gesto en dirección al colchón y las sábanas—. Y ésa, cama de Mai. Tú ducha, siente mejol. Después acostal. —Asintió con la cabeza varias veces para indicar que hablaba en serio, y luego pasó por su lado y bajó por las escaleras.
Al quitarse el uniforme de camuflaje, su sombra recorrió grotescamente el techo. Estaba muy sucio, no cabía duda. El barro le cubría el pecho, el vientre, los muslos, las rodillas. Le había endurecido los calzoncillos. Al quitarse éstos, los grumos de barro seco cayeron al suelo. Tenía la ropa tan sucia que, después de ducharse y secarse, se metió desnudo en aquella cama de fortuna. Se volvió de lado y apagó la lámpara que estaba en el suelo. Permaneció tumbado de espaldas. Las sábanas olían a jazmín. Su capacidad de razonar no tardó en desmoronarse de forma inapelable y no quedó más que la oscuridad, el zumbido de un ventilador y una gran nube vaporosa de jazmín.
Eran casi las once de la mañana cuando Conrad despertó; se puso la camisa escocesa, los pantalones caqui y las botas que habían aparecido junto a la cama, se afeitó el bigote siguiendo las instrucciones de Kenny y bajó por las escaleras en busca de Mai, La luz del Sol entraba por el escaparate del autoservicio.
Mai estaba en la caja registradora amonestando a Hong, como de costumbre. Cuando vio a Conrad, lo condujo a su pequeño despacho, sin dejar de reprochar a Hong el que no ocupara con la suficiente rapidez su lugar en la caja. Se quedó quieta por un instante y miró la cara de Conrad.
—¡Tú mejol! —exclamó—. No bigote. —Se echó a reír. Aquello le parecía muy divertido.
A continuación, se sentó a su escritorio, alzó el teléfono y encargó un poco de comida. Apenas había colgado el auricular cuando se presentó Kenny. Conrad nunca lo había visto con un aspecto tan frenético. Los pálidos ojos azules estaban electrizados. Sonreía mostrando todos los dientes. Llevaba una bolsa de lona azul marino lo bastante pesada para que se le marcaran los músculos del antebrazo.
Dirigió a Conrad su sonrisa más desbordante, se acarició el ralo bigote rubio con el pulgar y el índice y dijo:
—¿Quieres que te diga una cosa? Te has hecho un favor. Nunca me gustó ese bigote. Era un puto pegote. ¡No es broma!
—¡Tú mejol! —repitió Mai.
—Tú lo has dicho, Mai —convino Kenny. Luego dejó la bolsa de lona azul a los pies de Conrad—. Aquí tienes toda la ropa que necesitas, o todo lo que se me ha ocurrido. —Le entregó a Conrad un periódico y añadió—: Mira. ¡Sales en la primera página!
Asustado de verdad:
—¿Yo?
Un titular ocupaba toda la mitad superior del Oakland Tribune: «TEMBLOR SACUDE BAHÍA ESTE». Los titulares más pequeños lo explicaban rápidamente: «Gran destrucción… 6,2 escala Richter… Falla Hayward…» y, justo debajo del principal titular, una gran foto en color —debieron de tomarla al alba— de Santa Rita, las ruinas de Greystone Oeste y el socavón que se había abierto y que casi lo partía en dos. Sobre la foto, un titular rezaba: «CÁRCEL DERRUIDA». Debajo, el texto empezaba: «La irresistible fuerza del temblor produjo de madrugada esta zanja cerca de Pleasanton y destruyó un bloque de celdas en la cárcel del condado de Alameda. Todos los edificios de la cárcel resultaron muy dañados. Los equipos de rescate buscan supervivientes entre las ruinas».
Kenny preguntó a Mai:
—¿Has conseguido el billete?
Mai sacó un sobre de un cajón de su escritorio y se lo entregó. Kenny estudió el billete durante unos segundos y luego se lo dio a Conrad.
—Toma esto. Es un billete de Portland a Atlanta para esta noche a las diez.
—¿Portland? ¿Para Atlanta?
—Portland será más seguro que Oakland o San Francisco, y Atlanta es donde Mai puede organizarte las cosas.
Mai le entregó otro sobre y le explicó que contenía el nombre —Lum Loe— del vietnamita que iría a recogerlo al aeropuerto de Atlanta y lo llevaría a un apartamento.
—¿Cómo nos reconoceremos? —preguntó Conrad.
—Tú no conoce —le dijo Mai—. Él conoce a ti. Zona equipajes. —Abrió otro cajón y eligió una de entre lo que parecía ser una docena de gorras de béisbol verde manzana con letras amarillas con un contorno verde oscuro. Las letras rezaban: «VER-D. Alimentamos jardines»—. Lum Loe busca esta gola. Caltilla Segulidad Social, pelmiso de conducil, celtificado de nacimiento, lo que necesitas, él consigue.
—Va a querer setecientos cincuenta dólares, en efectivo —dijo Kenny.
—No…
—No te preocupes. Los tienes. —Kenny se puso en pie y se sacó un sobre doblado de uno de los bolsillos traseros de los vaqueros—. Toma. Cuéntalos.
Sorprendido, Conrad los contó. Cinco billetes de cien dólares, doce de cincuenta y veinte de veinte: mil quinientos dólares en total. Miró a Kenny con una sonrisa de desconcierto y asombro.
—Bien —dijo Kenny—. Me alegro de que algo te haga sonreír. Ya me pagarás cuando consigas tu casa en Danville, un Volvo familiar con airbags laterales y un juego de palos de golf Fuzzy Zoeller.
Mai salió del despacho y Conrad se acercó a Kenny y dijo:
—Me molesta mucho tener que pedirte algo después de todo lo que has hecho, pero ¿podrías llamar a mi mujer? Desde un teléfono público o desde algún sitio. Sólo dile que me encuentro bien, que ya no estoy en Santa Rita y que me pondré en contacto con ella en cuanto pueda. No tienes que dar más detalles. No tienes ni que decirle quién eres.
Kenny buscó un trozo de papel y un bolígrafo en la mesa de Mai y anotó el número de teléfono de Conrad en Pittsburg y el suyo en Antioch. Partió el papel y le dio a Conrad su número.
Treinta o cuarenta minutos más tarde, Kenny y Mai lo presentaron al gran sij musculoso, el guerrero de Mai que había visto la víspera, Torin Singh, que estaba a punto de hacer con el camión su trayecto habitual a Portland. Lo acompañaron hasta el inmenso camión articulado que el sij había subido a la acera en la avenida Shattuck. Toda California estaba llena ya de camioneros sijs, pero Torin Singh, encaramado en el asiento del conductor de la cabina plateada, con su turbante azul claro y la barba sin recortar tan espléndida como la del rey de diamantes, parecía el monarca de todos ellos.
Conrad se volvió hacia Kenny y sonrió.
—Kenny, no sé cómo…
—No tienes que saber nada —lo interrumpió Kenny—. Soy yo el que todavía te debe cosas. Prométeme que me enviarás una postal cuando llegues. ¿De qué demonios tendrán postales en Atlanta?
Conrad se subió a la cabina y el sij encendió el motor, lo que produjo la clase de rugido que a Conrad siempre le había desagradado cuando trabajaba para Croker Global Foods.
Conrad se inclinó por la ventanilla, miró hacia atrás y saludó. Lo último que vio fue una pareja de figuras de pie en el asfalto junto a los surtidores de gasolina, una de ellas todo huesos, nudos y ángulos raros, de aspecto descabellado incluso para los extraños; la otra, la Madre Tierra con vaqueros negros.