21
En cuanto el alcalde salió de su pequeño despacho interior y entró en la sala de recepción, Roger Blanco al Cuadrado advirtió que había algo diferente, aunque no logró adivinar el qué. Llevaba un traje gris oscuro tan anodino como siempre. Esa vez no lucía, cierto, la corbata «granada de pizza», sino una corbata roja tirando a oscuro con un tenue estampado; pero no era la corbata. ¿Qué era?
—¡Hermano Roger! —exclamó Wes Jordan, dándole la burlona palmada en alto de rigor y haciéndole luego una seña de que se acomodara en el sofá.
Wes acercó una butaca y se sentó frente a él al otro lado de la mesita de centro. Sobre ella había un ejemplar del día del Atlanta Journal-Constitution con una foto en color relacionada con el terremoto ocurrido en California la víspera.
—Hermano Wes —dijo Roger—, hoy tienes un aspecto diferente, pero no acierto a descubrir de qué se trata.
—Ya sé. Estoy más delgado y más fuerte. Eso o he mejorado de sastre.
—¿Te hace un sastre estos trajes?
—No, es una broma —repuso el alcalde—. Un político o un abogado nunca deben ir a un sastre.
—Bueno, yo soy abogado —dijo Roger Blanco al Cuadrado con una nota exagerada de desilusión—, y voy al sastre.
—No me sorprende demasiado. Esas cinturas con pinzas y esas solapas puntiagudas… ¿A quién vas?
—A un tipo que se llama Gus Carroll. Tiene una pequeña sastrería en Ellis.
—Bueno —dijo Wes Jordan—, cae al sur de Ponce de León. Además, no estás especializado en litigios, ¿verdad? Si alguna vez empiezas a pisar los tribunales, te aconsejo que te compres trajes de confección, como yo.
—¿Cuál es la diferencia? —preguntó Roger Blanco al Cuadrado.
—La gente siempre se da cuenta de que hay algo un poco demasiado estudiado, un poco demasiado listo, mientras que el carisma consiste en ser como todo el mundo.
—¿Eso es tuyo?
—No, lo dijo alguien. No me acuerdo quién. Sólo me acuerdo de que fue en la clase de Sociología de Crawford, en Morehouse.
—En cualquier caso —dijo Roger Blanco al Cuadrado—, tienes algo diferente. No acabo de adivinarlo.
El alcalde se encogió de hombros, hizo un gesto hacia el periódico y dijo:
—¿Has leído algo de esto o visto algo por la tele?
—La verdad es que no —dijo Roger Blanco al Cuadrado, mirando la gran fotografía a todo color.
Era de una escarpadura que había surgido de la tierra y que había partido por la mitad un gran edificio de madera, torciéndolo de todas las formas imaginables. El pie de la foto decía:
FUGA DE ORIGEN NATURAL: En California, un terremoto de 6,2 en la escala de Richter creó ayer de modo instantáneo un terraplén que destruyó la cárcel del condado de Alameda, al sureste de Oakland, con el resultado de un funcionario y ocho reclusos muertos. Otros veinte reclusos, cuyo paradero se desconoce, podrían haberse fugado.
Con una de sus familiares sonrisas irónicas, el alcalde señaló el periódico y dijo:
—Nuestra oficina de prensa ha recibido unas dos docenas de preguntas sobre el riesgo de terremotos en Atlanta.
—¿Y qué les contestas? —preguntó Roger Blanco al Cuadrado.
—Por lo que sabemos, no hay constancia histórica de ningún terremoto en esta región. La falla geológica más cercana pasa por alguna parte de Tennessee; pero les prometemos vigilancia eterna. Me vienen ganas de decirles que lo que aquí tenemos es una falla racial. Aunque eso me lo callo.
—Y que sus iniciales son F. F., ¿no?
—¿Las de quién?
—Las de la falla racial.
—Ahhh —dijo el alcalde—, es verdad, es verdad.
—Y supongo que por eso me has vuelto a llamar, ¿verdad?
—Hay muchas razones por las que disfruto de tu compañía, Roger, pero en este caso es así, es así.
—Bueno, por lo menos no ha llegado a la prensa.
—Eso depende de cómo defina uno la palabra «prensa» —dijo el alcalde—. Mira esto.
Le pasó una hoja de papel. Arriba, con letras de exagerado aspecto oriental, rezaba: «Cazar el dragón». En un cuadrado de una esquina superior estaba la dirección de un sitio de Internet. Debajo se leía la inscripción: «Para abrir las puertas de la percepción». El resto de la página se presentaba como un boletín de noticias… Fareek Fanón… una fiesta de Freaknik… acusaciones de violación… No mencionaba a Elizabeth Armholster por el nombre, pero la descripción del poder social e industrial de su padre, que tampoco salía nombrado, era tan detallada (se mencionaba hasta el volumen de negocios de la —no nombrada— Armaxco) que era casi como si hubieran puesto una foto de la casa de Tuxedo Road con una flecha encima.
—Por Dios —dijo Roger—. ¿De dónde demonios sale esto?
—Conoces a mi secretaria de prensa, a Gloria Loxley, ¿no? Pues ha aparecido con esto. Acababa de bajárselo de Internet, y ha empezado a hacer llamadas. Roger, en Atlanta todo el mundo se está bajando este artículo de Internet.
Roger volvió a mirarlo.
—¿Qué demonios se supone que significa «cazar el dragón»?
—Es una especie de… crónica de sociedad en Internet, imagino que se podría definir de este modo. Una gran parte de lo que publican parece tener relación con pequeñas redadas y las drogas que hay en la calle. Por lo visto, «cazar el dragón» es una nueva forma de tomar heroína sin pincharse.
—Dicho de otro modo, son completamente irresponsables —dijo Roger.
—Completamente desagradables —apuntó Wes Jordan—, pero no completamente irresponsables. Gloria ha comprobado con Elihu Yale, del Departamento de Policía, un par de sus artículos sobre detenciones relacionadas con drogas, y cuanto decían era cierto. Sólo que no son historias lo bastante grandes para que lleguen al Journal-Constitution. Lo que publican sobre Fanón y los Armholster, como te habrás fijado, es exacto hasta el último detalle.
Roger miró a Wes con los ojos bien abiertos, como diciendo: «¿Qué significa esto?».
—Esto duplica o triplica sobre los medios «responsables» la presión para difundir la noticia. Saben que toda la ciudad está leyendo lo que acabas de leer. Se mueren por publicarlo, pero no tienen a nadie a quien atribuírselo. No tienen a nadie que les confirme el rumor. Armholster no ha presentado ninguna acusación porque su hija le ha pedido que no lo haga… porque está traumatizada y ni siquiera quiere salir de casa… o eso es lo que me han dicho… y en cuanto al propio Armholster, le aterroriza que el nombre de su hija acabe apareciendo en la prensa. Mientras tanto, va por ahí intentando conseguir apoyos entre bastidores en relación con la venganza que haya urdido para tu cliente.
—¿Que será cuál? —preguntó Roger.
—No lo sé, pero conoce a un montón de gente influyente. De manera que quiero asegurarme de que tu cliente reciba un trato justo cuando llegue el momento. —El alcalde volvió a sonreír—. Conozco a un montón de gente influyente.
Roger Blanco al Cuadrado no dijo nada. Se limitó a mirar a Wes Jordan, esperó e intentó adivinar qué era lo que tenía… diferente. Advirtió que en las paredes de ébano habían aumentado las tallas yoruba.
—Pero no era por esto por lo que quería verte —prosiguió el alcalde—. Quería verte por… nuestro hombre.
—¿Nuestro hombre?
—Nuestro hombre Charlie Croker.
—Ahhhhhh —dijo Roger, echando hacia atrás la cabeza con un gesto irónico de fingida elocuencia—. ¿Qué pasa con él?
—Es él. No hay duda. «El Hombre de los Sesenta Minutos». Antes la gente lo señalaba por la calle y decía: «Mira, es el Hombre de los Sesenta Minutos». Estoy convencido de que conoce muy bien las presiones a las que está sometido un deportista de primera. Sabe lo celosa y resentida que puede ser la gente. Conoce la rapidez con que la gente encuentra defectos en un ídolo deportivo y cómo le sacan punta a cualquier detalle. Y el momento de abordarlo es el correcto, porque este asunto va a estallar en cualquier momento.
Roger sabía que había un eslabón perdido en la lógica de lo que Wes acababa de decir, pero se limitó a un simple:
—Ajá.
—Oh, es nuestro hombre —repitió Wes—, pero tenemos un grave problema, y es que el hombre está prácticamente en quiebra. ¡Sí! Está a punto de perder todo cuanto tiene. Ya le han quitado el reactor de la compañía, un cacharro enorme, un Gulfstream Cinco, tan grande como un avión de pasajeros. Y no tendrá el mismo efecto si intenta defender a Fareek Fanón mientras cae envuelto en llamas como un promotor megalómano más que no ha sabido pararse a tiempo.
—¿Quién le ha quitado el reactor de la compañía?
—PlannersBanc.
—¿Cómo lo sabes?
—Oh, sé muchas de las cosas que pasan en PlannersBanc. Mantenemos (me refiero a la ciudad) una gran parte de nuestros depósitos, los depósitos municipales, en PlannersBanc. Para ellos es un activo inmenso. Estamos hablando de préstamos de millones de dólares al año, que pueden hacer gracias a esos depósitos. Es un activo inmenso. Créeme, están dispuestos a muchas cosas para mantenernos contentos. Y no es sólo una cuestión de dinero. ¿Te acuerdas de lo que hablábamos el otro día del «estilo Atlanta»?
—Ajá.
—Bueno, pues esas grandes compañías como PlannersBanc… y lo interesante es que, cuanto más mayores, más dispuestas están… más dispuestas están a hacernos grandes favores sólo para… oh, mantenerlo todo fluido, cordial, agradable y bien engrasado con la estructura del poder negro. Es como «pagar tributo». ¿Te acuerdas de Pomeroy, del sentido histórico en que siempre utilizaba la expresión «pagar tributo»?
—Ajá.
—Ésa es una de las formas en que nos mantenemos ocupados en esta ciudad que está demasiado ocupada para odiar —añadió Wes Jordan con la clásica sonrisa irónica de Wes Jordan.
—A lo mejor soy un poco lento, Wes —dijo Roger—, pero sigo sin comprender.
—Roger… ahora te hablo como hermano. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Tengo que encargarte una misión delicada —dijo Wes Jordan.
Roger escrutó su cara en busca de una mueca de los labios, un destello de la mirada que indicara que la frase «misión delicada» era otra muestra de la ironía de Wes Jordan, pero su expresión era de lo más seria e institucional.
—Se trata de algo —continuó— que no tienes que contarle a tu cliente ni a tus colaboradores, Salisbury y Pickett. ¿Me lo prometes?
—Te quiero, hermano Wes, pero no sé cómo voy a prometerte nada si no sé de qué me estás hablando.
—Vaya, ¿no puedes hacer eso por mí? —dijo Wes Jordan—. Muy bien, pues entonces apelaré a tu sentido cívico.
Roger escrutó de nuevo su cara. Ni sonrisa ni guiño ni alzar las cejas.
—Este caso —continuó el alcalde— tiene el potencial de hacer más daño a esta ciudad que cualquier cosa desde el asesinato de Martin Luther King o los disturbios a raíz de lo de Rodney King[34], porque apunta justo al corazón del miedo del hombre blanco. ¿Ves lo que quiero decir?
—Sí —respondió Roger Blanco al Cuadrado—, eso lo veo.
—Muy bien, lo que digo es que Charlie Croker o alguien como Charlie Croker podría ser una figura esencial a la hora de evitar que la ciudad se parta en dos.
—Por la línea de la falla racial —dijo Roger Blanco al Cuadrado.
—Exactamente, por la línea de la falla racial. Muy bien dicho. Por la línea de la falla racial. De modo que si está dispuesto a asomar el cuello hasta ese punto… y para alguien como él es asomar muchísimo el cuello… ese viejo cracker de sesenta años con una… ¿sabías que tiene una plantación de doce mil hectáreas en el condado de Baker?
—No.
—Sólo para cazar codornices. Todo muy preguerra de Secesión. Incluso tiene criados afroamericanos que cantan gospel para los invitados después de la cena.
—Es… tas exagerando. —Había empezado a decir «una broma».
—En absoluto, en absoluto. El sitio se llama Termtina. Te, e, erre, eme, te, i, ene, a. En un principio, el principal cultivo no era el algodón, sino la trementina, que se obtenía de los pinos. Al parecer, cortar los pinos para sacar resina era el peor de los trabajos, mucho peor que recoger algodón. Parece que Croker disfruta llamándolos los «negratas de Termtina».
—¡Venga, ya! ¿Y te crees que vas a conseguir que salga a defender a Fareek Fanón en contra de Inman Armholster?
—Tengo mis razones para pensar que podría hacerlo. Y, si lo hace, creo que la ciudad contraería con él una gran deuda de gratitud, que podría saldarse acabando con algunas de las presiones que ahora lo aplastan.
—¿Como cuáles?
—Como la amenaza de quiebra, para ser concretos. Yo diría que a PlannersBanc le parecerá que redunda en su interés a largo plazo, en tanto que parte de esta ciudad, una reestructuración significativa de la carga deudora de ese hombre, de tal manera que en cuanto hable en favor de tu cliente no quede ante todo el mundo como uno de los mayores aprovechados de la historia del sector inmobiliario de Atlanta.
Roger Blanco al Cuadrado se quedó pensando por un instante en lo que acababa de oír. En realidad, no tenía la certeza de haber oído bien.
—De acuerdo, Wes, supongamos que lo que me dices tiene sentido… de lo cual no estoy del todo seguro… no veo dónde encajo yo.
—Necesito a alguien que le explique la situación a Croker. No puedo ser yo, porque sería mal interpretado, pero si procede de tu cliente, de un abogado que representa a tu cliente, resulta de lo más apropiado. No le estás pidiendo que declare ante un tribunal. Todo lo que le estás pidiendo es que emita un juicio en el terreno de la opinión pública. No estamos hablando de la ley. Hablamos de relaciones públicas.
—¿Y esa clase de opinión, Wes? ¿Qué clase de opinión piensas que puede tener… o expresar Charlie Croker?
—Que Fareek es un joven excelente. Que los deportistas jóvenes como él siempre han sido objeto de toda clase de presiones, montajes y vilipendios. Que no cree que Fareek sea culpable de eso con que se le está difamando, y cosas por el estilo.
—¿Dónde va a hacerlo? —preguntó Roger—. ¿En una manifestación, un mitin o qué?
—No, no, no, no —respondió Wes—. No hay manifestaciones ni mítines en un caso sexual. Lo que imagino es una rueda de prensa, una rueda de prensa cuyo claro propósito sólo sea hacer un llamamiento a la calma y la moderación ante una situación potencialmente explosiva, y en el curso de la cual yo afirmo que los hombres también tienen derechos, incluso los negros grandes, incluso los ídolos deportivos negros grandes, los mismos derechos que las mujeres blancas con la mitad de su tamaño. Todo esto en el contexto del mantenimiento del orden público, ¿entiendes? Entonces Croker se levanta y afirma lo mismo con más contundencia. Dice que Fareek es un joven excelente…
—Espera un momento, Wes —lo interrumpió Roger—. Va a decir que Fareek es un joven excelente… ¿sobre qué base? Me pregunto si ha posado alguna vez los ojos sobre Fareek, que no sea desde un asiento de la tribuna.
Wes Jordan sonrió.
—Tiene que conocer a Fareek —dijo con el familiar brillo irónico en los ojos—. Creo que te sorprenderá. Pienso que el señor Croker quizá vea en Fareek algo que nosotros no vemos.
—Bien… ¿y dónde se supone que va a reunirse con él?
—Eso lo dejo librado a su mejor consideración, señor abogado, pero es esencial que se reúna con él y que salga de esa reunión dispuesto a decir en público cosas favorables sobre Fareek. También es esencial que sepa que tú, como representante de Fareek y de sus numerosos seguidores, estás en condiciones de ocuparte de que los intereses bancarios de esta ciudad reestructuren sus créditos en términos altamente favorables, de manera que su credibilidad no quede en entredicho en este momento capital de la historia de Atlanta. Y si dice que por qué él, le contestas que porque es el único gran empresario de todo Atlanta con una carrera deportiva como la de Fareek, que él es el Hombre de los Sesenta Minutos.
En ese momento Roger miró al alcalde con su propia sonrisa irónica.
—¿Y se supone que se va a creer todo eso porque un abogado negro, del que nunca ha oído hablar, se le acerca y le dice que sus problemas se han acabado?
—Ya he pensado en eso —dijo el alcalde—. Creo que lo que tienes que hacer es ofrecerle una demostración práctica, algo así como una especie de experimento de campo. Que lo que tienes que decirle es: «Vea a Fareek y decida luego si quiere hacer su contribución a esta ciudad en la rueda de prensa; y si acepta, entonces todas las comunicaciones de PlannersBanc relativas a los créditos pendientes cesarán en el acto». Creo que el señor Croker verá en ti una especie de profeta negro en el que creer.
—¿Y piensas de verdad que puedes conseguir eso? —preguntó Roger.
—Si no puedo, el experimento de campo será un fracaso; pero eso no me preocupa. —Wes Jordan se echó hacia atrás en la butaca e hinchó el pecho con satisfacción, como si ya hubiera ganado una gran batalla. La sonrisa irónica que Roger le conocía desde mucho tiempo atrás bailaba en sus labios—. Roger, estás a punto de ver cómo funciona de verdad la política en una ciudad. Sería agradable creer que ciertas posiciones loables prevalecen porque poseen una lógica propia irresistible, pero rara vez es así… rara vez es así… Y estoy seguro de que los Charlie Croker de esta ciudad, por duros de mollera que sean en algunos aspectos, eso sí que lo entienden.
Roger se enderezó en el sofá, abrió los ojos y puso una gran sonrisa.
—¡Ya lo tengo!
—¿Ya tienes el qué?
—¡Lo que es diferente! ¡En ti!
—¿De verdad? ¿Me lo vas a decir?
Roger Blanco al Cuadrado se dio una palmada en el lado del muslo y se echó a reír.
—¡Estás más oscuro, hermano Wes, estás más oscuro! ¿Qué has hecho? ¿Cómo lo has hecho?
El alcalde se pasó las manos por las mejillas, como asombrado.
—¿Más oscuro? Vaya. Es verdad, he ido al golf más que de costumbre.
—¿Al golf?
—Últimamente he jugado mucho al golf, hermano Roger.
—¿Tú? ¡Venga ya, hermano Wes!
—Sí, lo sé. Antes me burlaba del golf; pero he pensado que tenía que salir más, oler a hierba recién cortada y pisar los búnkeres recién rastrillados. Lanny también juega.
—¿Lanny? ¿Lanny, tu mujer? ¡Me estás tomando el pelo!
—No, no te estoy tomando el pelo —dijo Wes Jordan—. Todo el mundo tiene derecho a cambiar de opinión. El sol de Georgia es una fuente de beneficios para la salud.
—¡Viejo zorro! —exclamó Roger Blanco al Cuadrado—. ¡Te estás poniendo moreno… de cara a las elecciones! ¡Te estás poniendo… más negro!
Wes Jordan guiñó un ojo y soltó una risa gutural.
—Bueno, es lo que nos pasa de modo natural a los amantes del golf. Y, además, todo es relativo. Siempre he sido más negro que tú, Roger Blanco al Cuadrado.
Peepgass le decía a la gente que vivía «en Buckhead», pero eso… sí que era Buckhead. Eso… era el Buckhead de verdad. Al volante de su pequeño Ford Escort, acababa de dejar Paces Ferry Road Oeste y había entrado en Valley Road, donde, a menos de medio kilómetro de ese punto, según Martha Croker, encontraría su casa. Peepgass era todo ojos. Los jardines ondulados perfectísimamente cortados, regados, diseñados y ornamentados con flores y arbustos verde oscuro, en los que todas las hojas parecían enceradas y pulidas a mano, se extendían a ambos lados de Valley Road y conducían a formidables moles de ladrillo georgiano con tejados de pizarra, o a villas románticas pero igualmente formidables de estuco italiano en lo alto de las lomas. Y aunque eran las nueve de la mañana de un caluroso día de mayo que ya había convertido las asfaltadas cuestas de Collier Hills en un horno, ahí, en el auténtico Buckhead, todo era serenidad, verdor y frescura gracias a los elevados árboles, restos del bosque virgen, que creaban una gran bóveda verde en todo el barrio.
Peepgass aminoró la marcha, intimidado, pero también para distinguir el número de la casa de Martha Croker. Los números de las casas parecían estar casi todos en los buzones, al pie de los caminos de entrada. En un barrio como aquél, si se ponía el número en la casa, no lo veía nadie, pues estaba demasiado lejos de la calle. El trazado de la propia Valley Road era un alarde derrochador de serpenteantes curvas, como el fondo de un valle que se abre camino sinuosamente entre los promontorios de los castillos que se alzan a los lados. Peepgass trazó una gran curva con su pequeño Escort, cada vez más despacio y… ahí, en medio de la calle… ¡mujeres!… seis u ocho… caminando justo por en medio de la calzada… con toda tranquilidad… riendo, hablando… mujeres negras y latinas de diversas edades, aunque ninguna demasiado joven, algunas con vestidos, otras con blusas, pantalones y zapatillas deportivas, caminando justo por la mitad de Valley Road… Un instante después Peepgass se dio cuenta… ¡Criadas, empleadas domésticas para los castillos! Llegaban en autobuses de la línea 40, que recorría Paces Ferry Road Oeste, se bajaban en la esquina de Valley Road y hacían andando el resto del trayecto hasta los castillos, que eran sus lugares de trabajo. No había aceras en esa parte de Buckhead —en realidad, quiénes si no unos sirvientes irían a algún sitio caminando—, por lo que tenían que andar por la calzada. Pero ¿por qué por la mitad?
Peepgass giró el volante hacia la izquierda y las adelantó, muy lentamente… Sólo una o dos mujeres se molestaron en mirarlo. Entonces, delante de él vio el número de la casa de Martha Croker en un buzón, junto al camino de entrada, y siguiendo el camino, en lo alto de una loma ajardinada… Peepgass no dio crédito a sus ojos. La casa era una mole colosal de ladrillo con un pórtico, columnas blancas y ventanas con montantes blancos que debían de tener unos tres metros de altura. Se quedó sin aliento. De pronto se sintió completamente intimidado.
Dios mío, pensó. No puedo entrar en ese lugar con un Ford Escort de cinco años. De modo que pasó de largo, cambió el sentido de la marcha —había espacio de sobra en Valley Road para hacerlo en un Ford Escort— y desanduvo el camino.
Esa vez, pasó junto al batallón de empleadas por la derecha. Esa vez muchas lo examinaron, preguntándose sin duda qué estaría haciendo. En cuanto las hubo dejado atrás, volvió a cambiar el sentido de la marcha y se acercó al bordillo a diez metros del camino de entrada de Martha Croker. Todas las mujeres habían vuelto la cabeza y lo miraban con recelo. ¿Quién era ese desgraciado que pasaba con el coche junto a ellas y que acababa de bajar para seguirlas a pie por la mitad de la calle?
Entraría por el camino de acceso andando, sin Escort, eso haría. No tardó en descubrir por qué las empleadas iban por la mitad de la calle. Los laterales estaban tan inclinados para permitir la escorrentía del agua, que era incómodo caminar por ellos. De modo que, en aquel momento, por Valley Road avanzaba un batallón de empleadas… con Raymond Peepgass, de PlannersBanc, cerrando la marcha.
El camino de entrada de Martha Croker también estaba trazado con derrochadoras, aunque elegantes, curvas de Buckhead. A los lados había macizos de verdes hortas con franjas blancas. De modo que esto es lo que Croker le dio a Martha cuando se la quitó de encima, pensó Peepgass. Se estaba quedando sin aliento por la prolongada subida. Las axilas ya le ardían. Eso le hizo pensar en la mediocre calidad de su ropa. Su viejo traje gris de raya diplomática que se había vuelto un poco… brillante… de la última visita a la tintorería… el ojal de delante se deshilachaba y necesitaba que lo orillaran… la camisa a rayas que empezaba a estar raída en el cuello… y la corbata, que parecía demasiado chillona para llevarla en una casa como ésa…
Había que subir tres escalones para llegar al pórtico y pasar entre dos grandes columnas dóricas para llegar a la puerta de entrada, que era algo colosal, con toda clase de tableros y arquitrabes de palmo y medio de ancho, además de cristaleras a los lados. Peepgass pulsó el timbre y todo —las paredes, el vidrio, la puerta— era tan grande y pesado que no se oyó nada dentro.
Entonces la puerta se abrió y apareció una empleada negra de mediana edad con uniforme blanco.
—Soy Ray Peepgass —se presentó Peepgass—. Vengo a ver a la señora Croker.
—Lo está esperando —dijo la mujer—. Pase.
Peepgass se encontró en un vestíbulo sorprendentemente —para él— grande con un suelo de mármol blanco en el que, a intervalos discretos, estaban dispuestos diamantes negros. En el fondo, una colosal escalinata subía formando media espiral hasta el piso de arriba. La curva de la escalera se perfilaba contra la luz que entraba por el enorme ventanal en forma de arco situado detrás.
Martha Croker no tardó en aparecer desde una de las habitaciones laterales. Llevaba una blusa azul oscuro de manga larga y una falda de gabardina color habano. A Peepgass le pareció un poco corpulenta, pero tenía unas piernas que no estaban nada mal… y el lugar era magnífico más allá de cuanto había imaginado. Por otro lado, sabía perfectamente la edad que ella tenía: cincuenta y tres años.
—Buenos días, señor Peepgass.
—Buenos días, Martha, y por favor… llámame Ray.
Se estrecharon la mano, y Martha dijo:
—Siento haberte citado tan temprano… ¿te apetece un café?
—No… bueno, en realidad, sí que me tomaría un café.
De modo que ella envió a la empleada en busca de café y condujo a Peepgass a una especie de gabinete o biblioteca. No era una habitación grande, pero cada palmo cuadrado parecía costar más que la suma de las posesiones de Peepgass en Collier Hills. La alfombra oriental… el antiguo secreter en el que daba la impresión de haber estado trabajando… la tela de las paredes… las estanterías de libros… las poltronas forradas de chintz… y, por encima de todo, una hermosa ventana en saliente, separada del resto de la habitación por un parabólico arco de madera y una suntuosa exhibición de molduras victorianas que rodeaban los tres grandes ventanales… En el saliente había una mesa redonda estilo Regencia de palo de rosa con un par de sillas Regencia tapizadas.
—Vamos a sentarnos junto a la ventana —dijo Martha Croker—. Es un buen sitio para tomar el café.
Desde luego que lo era. Las ventanas daban a un pequeño jardín muy cuidado repleto de siemprevivas azules, espuelas de caballero y peonías que parecían especialmente creadas para la vista desde aquella habitación. Un viejo jardinero negro estaba arrodillado haciendo algo con un desplantador. Llevaba polainas, una prenda de vestir que Peepgass nunca había visto, excepto en las fotos de militares de la Primera Guerra Mundial. En el perímetro del jardín había un espeso semicírculo de arbustos de boj, crecidos hasta la altura de la cintura de un hombre, muy juntos y podados de un modo tan inmaculado que formaban un tupido murete verde. Tras el boj se extendía una inmensa extensión de césped, en parte abierta y en parte protegida por la sombra de árboles enormes, y ribeteado por macizos de arbustos y cuidadísimos arriates de flores.
Peepgass miró por la ventana y, sin volverse hacia Martha, dijo:
—Es precioso, Martha.
Algo le decía que colocara todos los «Marthas» que pudiera.
—Ésta es la mejor época para los jardines —dijo ella—. Yo no tengo ningún mérito. —Hizo un gesto hacía el anciano jardinero—. Franklin lo hace todo.
Los «Marthas» del señor Ray Peepgass, de PlannersBanc, tenían un tono tan informal e íntimo… tan agradable. Observó al señor Peepgass mientras él miraba por la ventana. Era bien parecido, atractivo incluso, pero de un modo más bien blando, con una cara juvenil, sin rasgos marcados, quizá un poco demasiado juvenil… ¿qué edad tenía, en realidad? Una espesa cabellera rubia rojiza, pero con canas… brillantes ojos azules, pero con los párpados caídos en las comisuras… el principio de una sotabarba… todo lo cual le daba esperanzas de que estuviera más cerca de los cincuenta que de los cuarenta… la ropa un poco desastrada… una sorprendente corbata con un explosivo estallido de colores que no pegaba con la camisa ni el traje… en el cuello un tenue asomo de barba que había escapado al afeitado… todo lo cual quizá indicara que no tenía una esposa que se ocupara de esas cosas… a todas luces, no era un hombre fuerte… la otra noche, cuando lo vio por primera vez, estaba borracho… pero se mostró amable y afectuoso, y recordaba su nombre… y era amable y afectuoso esa mañana, cualquiera que fuera la razón de su visita… Todo eso le pasó por las áreas de Wernicke y de Broca[35] de su cerebro en cuestión de segundos… más rápidamente de lo que habría tardado en decirlo en voz alta… Estaba contenta de haber elegido lo que llevaba puesto… la blusa oscura que minimizaba la corpulencia de sus hombros y su espalda… la apretada falda de tela de gabardina, que resaltaba lo que mejor tenía, las piernas… los zapatos de color habano con puntera negra, que más o menos casaban con la falda y la blusa… unos tacones medianos, con la altura suficiente para resaltar los excelentes contornos de sus pantorrillas… y el maquillaje, casi tan cuidado como para la inauguración en el High, aunque se había moderado mucho más con el rímel… y la pesada gargantilla de oro, que ayudaba a disimular las líneas del cuello.
—¿Has tardado mucho en llegar? —preguntó al señor Ray Peepgass, cuando lo que quería decir era: «¿Dónde vives, y hay por ahí una mujer?».
—No mucho, en realidad —respondió Peepgass—. También vivo en Buckhead, pero hay un Buckhead… —Hizo una pausa, soltó una risita y señaló con un breve gesto a la ventana—. Y un Buckhead. Tengo un apartamento en Collier Hills. Vivía en una casa en Snellville antes de que mi mujer y yo nos separáramos. —Fue vagamente consciente, de un modo que no habría podido explicar, de que Martha Croker deseaba ser informada de ese hecho—. A decir verdad, es mucho más fácil venir hasta aquí desde Collier Hills a esta hora de la mañana que bajar por Peachtree Street hasta PlannersBanc.
—Bueno, siento haberte citado tan temprano —dijo Martha Croker—, pero hoy tengo uno de esos días… —Lo cual significaba en realidad: «Uno de esos días en que tengo una cita a las diez y media en DefinitionAmerica para la clase de Mustafá Gunt».
—¡No te preocupes! —dijo Peepgass—. De hecho, para mí es el mejor momento. —Si no fuera porque tengo un hambre que me muero, pensó. Por un instante se preguntó si sería posible insinuar que la empleada trajera algunos panqueques y algunos gofres… aunque sólo fue por un instante. En voz alta añadió—: Espero no haber hecho que todo esto, me refiero al motivo de mi visita, suene demasiado misterioso. Es que tengo un poco de miedo de extralimitarme con lo que voy a contarte… —Hizo una pausa, alzó las cejas, abrió mucho los ojos y le dirigió una sonrisa vulnerable—. Así que, en cualquier momento, si quieres que me calle y me olvide de todo, me lo dices y ya no seguiré hablando del tema.
—Bueno… ahora sí que suenas muy misterioso —dijo Martha.
Peepgass se encogió de hombros, en un gesto que también era del tipo vulnerable.
—¿Te acuerdas de que cuando te vi en el museo la otra noche te dije que había pensado en ti ese mismo día? Me parece que te lo dije, ¿no? Bueno, pues era verdad. Lo único de lo que no estoy muy seguro es hasta qué punto es correcto que te cuente estas cosas, puesto que es un asunto del banco, pero también es más fundamentalmente asunto tuyo, o al menos eso creo.
Martha sonrió en actitud paciente.
—¿Qué cosa?
Peepgass se puso completamente serio.
—No sé si estás al corriente del lío en que se ha metido Charlie… tu… ex marido.
—No, no lo estoy —repuso Martha.
—Al banco no le parecerá nada bien que te cuente esto, pero, a efectos prácticos, Charlie está en quiebra.
—¿En quiebra?
—Sí —dijo Peepgass—. Lo único que falta por saber es el grado de dureza de la línea que va a seguir el banco. Nos debe unos quinientos millones de dólares y debe a varios bancos más y a dos compañías aseguradoras otros doscientos ochenta y cinco millones. De ese total, ha garantizado personalmente ciento sesenta millones. Le es imposible hacer frente a los intereses atrasados, así que no hablemos del principal.
—¿Qué ha pasado con lo de «sólo préstamos con exclusión de responsabilidad»?
Uno de los principios cardinales de Charlie, desde el principio, había sido que un promotor no debía aceptar nunca un préstamo del que fuera personalmente responsable. Los activos de la compañía tenían que ser el único recurso del banco.
—Charlie se empeñó en construir Croker Concourse, costara lo que costase, y ahora está pagando el precio. Se gastó ocho millones de dólares, de nuestro dinero, instalando una especie de planetario en lo alto de la torre, una torre a la que para empezar nadie acude a comer. Muy bien… ¿por qué te cuento todo esto? Porque hemos empezado la sesión de gimnasia… ¿te acuerdas de qué es una «sesión de gimnasia»?
—Recuerdo que Charlie se vio envuelto en una en los setenta.
—Bueno, pues ahora está en la madre de todas las sesiones, créeme, y eso significa que estamos revisando sus finanzas con lupa. Por eso he estudiado los términos de vuestro acuerdo de divorcio, y he visto la cantidad de dinero que tiene que darte cada mes, e imagino que representa una parte importante de tus ingresos. Perdóname si estoy equivocado o me extralimito.
En voz baja:
—No…
—Bueno… lo que imagino que va a pasar es que los siete millones de dólares anuales que Charlie obtiene más o menos como dividendo de Croker Global Corporation van a desaparecer. Ya le hemos quitado el Gulfstream Cinco, y es probable que lo siguiente sea Termtina. Y no hay modo de que sus acreedores vayan a permitirle sacar siete millones al año de esa compañía suya que se hunde.
—Dios mío —dijo Martha. Parecía verdaderamente horrorizada por todo el asunto—. Si pierde Termtina se va a morir.
—Si puedo serte sincero —dijo Peepgass—, no me importa de modo especial lo que le suceda a Charlie y a su plantación. Lo que me inquieta es el efecto que todo esto podría tener en ti. He pensado que por lo menos debías saberlo, aunque, como te digo, no sé qué pensarán mis superiores de que aparezca por tu casa y te cuente todo esto. Lo que me preocupa, o lo que quizá te interese saber, es que Charlie tendrá suerte si consigue sacar trescientos mil dólares al año de Croker Global Corporation, no hablemos ya de los seiscientos mil que se supone que tiene que darte según los términos de vuestro acuerdo… y si sigue con la actitud terca y poco cooperadora que ha mantenido hasta ahora, acabará no sacando nada. Todos los activos que posee, hasta los gemelos, si es que lleva gemelos, no me acuerdo… todo está en la cuerda floja. Me ha parecido que alguien tenía que contarte, al menos en líneas generales, lo que ha estado pasando.
Martha Croker no dijo nada al principio. Peepgass estudió su cara. Debió de ser una mujer muy hermosa cuando se casó con Croker. Todavía conservaba parte de su belleza. Aunque las líneas de la cara habían empezado a ceder bajo la mandíbula, como si enlazaran mejor con las líneas del cuello. Y, sin embargo, ¡menuda cadena de oro llevaba alrededor de éste! Se preguntó si sería de oro de verdad. Bueno, ¿por qué no habría de serlo? El terreno, el jardín, el empolainado jardinero, eran de verdad.
Justo en ese momento la criada negra, Carmen, llegó con una bandeja de plata con gallones en los bordes y sobre la que no sólo había una ornamentada cafetera de plata labrada con una excéntrica asa de marfil, dos juegos de taza y platillo de café de porcelana de gran tamaño (los platillos tenían asas diseñadas con formas flamígeras), un azucarero y una jarrita de plata a juego con la cafetera (de modo visceral, percibió lo que debía de costar el azucarero, un simple azucarero, lo que tenía que haber costado, que era en realidad mil doscientos cincuenta dólares), sino también una panera de plata de la cual, bajo una servilleta de damasco, salía un delicioso aroma de pan caliente —¿o era posible que fuera bizcocho?— que se dirigió directamente de la nariz de Peepgass a su doloroso y hambriento estómago vacío, excitándolo hasta el delirio. Tuvo el impulso de alargar el brazo, retirar la servilleta de damasco y… ¡comer! Sin embargo, se contuvo. Mientras tanto, la doncella sirvió el café. ¡Otro aroma que extasiaba!
—¡Gracias, Carmen! —dijo Martha Croker, y añadió la clase de sonrisa afectuosa con que, como había observado Peepgass, las mujeres sureñas mostraban a sus invitados lo consideradas que eran con el servicio.
A continuación retiró y dobló la servilleta de damasco de la panera de plata… y ahí estaban: unas rebanadas gruesas, generosas, como de bizcocho, de una clase de pan que Peepgass no había visto nunca.
—Por favor… prueba el Sally Lunn, Ray.
¡Lo había llamado «Ray»! En voz alta:
—¿Sally Lunn?
—Es una receta de Virginia —explicó Martha—. No conozco a nadie que lo haga mejor que Carmen. —Pronunció estas últimas palabras lo bastante alto como para que las oyera Carmen, que salía de la habitación—. No te voy a decir ni los ingredientes. Está delicioso con mermelada de ciruela. —Hizo un gesto hacia una pequeña vasija de barro.
No fue necesario que a Peepgass se lo dijeran dos veces. Tomó una gruesa rebanada de pan, que aún estaba caliente, y untó en ella margarina y mermelada, a la que unos ácidos trozos de piel de ciruela le conferían una maravillosa cualidad táctil, y dio un gran mordisco.
Era… ¡maravilloso!, ¡maravilloso!, ¡la respuesta a la plegaria de un soltero de cuarenta y seis años!
—¡El café también está muy bueno! —exclamó Peepgass.
—Me alegro de que te guste —dijo Martha—. Es de Luisiana. Se llama Café du Monde. Está hecho con achicoria.
—Achicoria… Mmmmmmm. ¡Está buenísimo!
La suntuosa calidez del café, la suntuosidad del pan, la dulzura de ambrosía de la mermelada, la translucidez de la porcelana, el elevado y manifiesto coste de la plata, que, según se dio cuenta en ese momento, tenía labrados diminutos y delicados racimos de uvas de plata, la complejidad de los mantelitos individuales bordados, hechos a todas luces a mano, las formas angulosas y las curvas conopiales de la madera tallada alrededor de las ventanas, la vista exterior, el cuidado jardín creado exclusivamente para quienes se sentaran ante aquella ventana, el anciano y empolainado jardinero arrodillado en el suelo y dedicado a mantener aquel pequeño panorama perfecto… todo aquel lujo recorrió el sistema nervioso central de Peepgass como un sentimiento visceral que afectaba el sexto sentido del hombre, su sentido del bienestar.
—El caso es que me ha parecido que alguien tenía que hacerte saber lo que está pasando, porque creo que tu posición en este lío que ha armado Charlie es en cierto modo tan precaria como la nuestra.
El viejo también te dio diez millones de dólares en efectivo y valores, pensó Peepgass, ¿no te animarías a lanzar los dados con un par de millones y unirte al sindicato de inversores? Aunque no entraría en ello en aquel momento.
—Bueno, todo esto me coge por sorpresa —dijo Martha—. Me encontré a Charlie la otra noche en el museo. Y te aseguro que no daba la impresión de estar en apuros. Era el mismo viejo Charlie de siempre.
—Pues todo lo que puedo decirte es que es un buen actor —señaló Peepgass—. En realidad, está en el apartado «Pasarse de la raya». ¿Sabes que compró una mesa entera en esa cena? ¡Veinte mil dólares! ¡Con nuestro dinero! Créeme, no ha pasado inadvertido en PlannersBanc. Este comportamiento es típico de su forma de no dejarse impresionar por la seriedad de la situación en la que está metido. Incluso después de haberle secuestrado el Gulfstream Cinco no parece comprenderlo.
—¿Secuestrado?
—Es el término técnico para el embargo de una garantía colateral como ésa. Se lo quitamos en su presencia, en PDK. Estaba delante y no paró de gritar por el cuadro que hay dentro.
—Oh, Dios mío —dijo Martha Croker—, ¿te refieres a Jim Bowie en su lecho de muerte?
—Sí, a ése.
—Las dos cosas que Charlie más quiere en este mundo son Termtina y ese cuadro.
—Y sigue sin comprenderlo. Estaba ahí, en la exposición de Lapeth, como si no hubiera pasado nada. La verdad es que, para él… todo ha cambiado.
La cara de Martha enrojeció… Charlie en el atrio del Museo High… Charlie pavoneándose con su chico con tetas, cautivando a las personas por cuya presencia ella había pagado veinte mil dólares…
—Charlie pasó por un mal momento a mediados de los setenta —dijo—. Llegó a devolver a los acreedores veinte centavos de cada dólar, y ellos contentos… y de algún modo consiguió salir de la situación. Creo que se cree que es intocable.
En su mente oyó a Charlie decir: «¡Eh, chica! ¿Qué mandamos?».
—Si se cree que es intocable le espera un buen chasco —dijo Peepgass—. Le hemos ofrecido un trato muy bueno, pero creo que no lo entiende. —Hizo una pausa, miró a Martha Croker a los ojos y añadió—: Lo que voy a contarte es estrictamente entre nosotros. ¿De acuerdo? Si Arthur Lomprey —Martha vio su odiosa forma encorvada— supiera que he venido a contarte todo esto, no sé qué diría, pero sospecho que no sería nada bueno. Pero… con lo que te he contado, supongo que ya no importa. Le hemos dado la oportunidad de conservar la casa de Blackland Road, Termtina y su querido cuadro de N. C. Wyeth si transfería las deudas al Phoenix Center, la torre MossCo, el TransEx Palladium y Croker Concourse.
—¿Transferir las deudas?
—Se llama «escritura en lugar de embargo». En la práctica, sólo nos da las propiedades. De ese modo se ahorra la humillación de los trámites de la ejecución de la hipoteca y toda la publicidad que generaría, y además se queda la casa, la plantación y el cuadro.
—¿Qué os ha contestado? —preguntó Martha—. Supongo que os dais cuenta de que está casi tan apegado a Croker Concourse como a Termtina y Jim Bowie en su lecho de muerte.
—Se ha enfadado —respondió Peepgass—. Nos ha desafiado a que nos atreviéramos a ir a por Termtina. Le espera una buena sorpresa.
Sin embargo, Martha Croker seguía pensando en Croker Concourse. El nombre mismo provocaba en ella cierta sensación, porque estando Charlie enfrascado en el proyecto de Croker Concourse había conocido a Serena. Ya no tenía que dar forma al pensamiento en su mente para experimentar dolor y humillación. Bastaba con oír el nombre y la sensación… que en realidad era peor que el dolor y la humillación… que en el fondo era vergüenza… la recorría como una ola hirviente.
—¿Qué tiene tan importante Croker Concourse?, ¿el hecho de que lleva su nombre? —preguntó Peepgass.
—En parte eso —dijo Martha—, pero sobre todo es porque siempre ha creído que había sido muy inteligente, muy hábil, a la hora de atar todos los cabos. La gente no piensa que Charlie sea inteligente y hábil, lo consideran más como una fuerza de la naturaleza, pero en ese caso logró algo muy inteligente. No muy admirable, si quieres saber mi opinión, pero muy inteligente.
—¡Oh! —dijo Peepgass—. ¿Qué fue?
—¿Te acuerdas de las protestas raciales del condado de Cherokee, las manifestaciones y todo lo demás? Salieron en las noticias nacionales de la televisión durante un par de días, ¿te acuerdas?
—Mmmm… sí.
—Fue todo por Charlie —dijo Martha con una sonrisa cansada.
—¿Qué quieres decir con «todo por Charlie»?
—¡Que Charlie lo organizó todo!
—Ah, vamos —dijo Peepgass—. ¿Charlie Croker? ¿Que organizó una manifestación en contra del racismo palurdo? Es un poco difícil de creer.
—Lo sé —admitió Martha—. Por eso funcionó tan bien. Lo que pasó fue que Charlie tenía la teoría de que el siguiente gran crecimiento de Atlanta iba a producirse en el perímetro exterior, los condados rurales del norte de la ciudad, en lugares como el condado de Gwinnett, Forsyth, Bartow, Cherokee. Así que fue al condado de Cherokee, que era todo árboles y pastos, dispuesto a comprar una cincuentena de hectáreas o lo que fuera por una miseria, pero descubrió que había gente que había pensado lo mismo antes que él, y la tierra costaba una fortuna porque ya era suelo de inversores…
—¿Qué es suelo de inversores?
—Es otro de los términos de Charlie. Es el suelo demasiado valioso para dedicarlo a la explotación agrícola o maderera, pero que todavía no está a punto para ser urbanizado. Así que los inversores lo compran por una miseria, como calculaba Charlie que iba a hacer, y luego se sientan encima, a la espera de que se den las condiciones para urbanizarlo, y entonces lo venden a un buen precio. Charlie no se lo creía. El condado de Cherokee o, al menos, toda su parte sur, ya era suelo de inversores. Estaba recorriendo la zona un día cuando se encontró a un antiguo amigo, o a un antiguo conocido, un auténtico cracker llamado Darwell Scruggs. Habían ido juntos a la escuela en el condado de Baker. Charlie paró el coche, se bajó, y celebraron los dos una pequeña reunión junto a la carretera. Algo que Charlie siempre había recordado de Darwell Scruggs era que se había unido al Ku Klux Klan cuando tenía diecisiete o dieciocho años. Así que le preguntó por el Klan y, en efecto, Darwell había organizado un capítulo, o un kave o como lo llamen, del Klan en el condado de Cherokee. La verdad era que daba pena, Ray…
¡Ray!
—Me refiero a que no sé si llegaban a la docena de miembros, y la mayoría eran adolescentes, como Darwell en la época en que se había afiliado. Pero estando allí, a Charlie se le encendió una luz en la cabeza. Le pidió a Darwell la dirección y el número de teléfono, esperó tres o cuatro semanas y lo llamó para decirle que sabía de buena fuente que un grupo negro llamado Operación Más Arriba estaba planeando una marcha por Cantón, que es la sede del condado, para protestar contra el racismo y la segregación existentes en ese viejo condado rural en el que apenas hay negros.
—¿Cómo lo sabía Charlie?
—¡No lo sabía! ¡Tuvo que encontrar a alguien! Una vez puesta a hervir la olla, tuvo que encontrar a alguien que meter dentro, por decirlo de algún modo.
—Espera un momento —dijo Peepgass—. ¿Me estás diciendo…?, me cuesta creerlo… bueno, sigue. —Estaba ya con los codos en la mesa e inclinado hacia adelante, con una expresión de completo embelesamiento en el rostro.
—Es la verdad —dijo Martha—. Te doy mi palabra. Un día Charlie leyó en el periódico que ese tipo, André Fleet, estaba organizando una concentración por la Operación Más Arriba contra no sé qué.
—André Fleet… el tipo que dice que se va a presentar para alcalde.
—Me parece que sí. Creo que es la misma persona. Así que Charlie fue al mitin. Era el único blanco presente y se plantó ahí… como no sé qué… un hombretón de cincuenta y tantos años con abrigo y corbata. Al final del mitin André Fleet se acercó a Charlie y le dijo: «Si tienes un momento, hermano, me gustaría hablar contigo en privado».
Peepgass se inclinó aún más y dijo:
—¿Estabas ahí? ¿Lo viste?
—No —repuso Martha Croker—, pero he oído a Charlie contar la historia un centenar de veces.
—¿Y qué pasó a continuación?
—No estoy segura de qué pasó a continuación, pero al poco André Fleet encabezaba una marcha hacia el pobre Cantón. Y Darwell Scruggs desempeñó su papel. Sacó a la acera a los diez o doce mocosos del kave del Klan. —Sacudió la cabeza—. Esos pobres mocosos… no iban con las capuchas puntiagudas y todo eso, pero soltaron un montón de insultos racistas, que los equipos de televisión grabaron encantados, claro, y durante tres o cuatro días todo el país consideró el condado de Cherokee, Georgia, como el vil bastión de… de… de la intolerancia, la barbarie, qué sé yo. A lo mejor recuerdas que Frank Farr hizo su programa de entrevistas desde la calle principal de Cantón. Actuó como si emitir un programa de televisión desde esa ignorante región fuera un acto heroico. Habló del desgraciado de Darwell Scruggs y de su docena de niños. El caso es que los valores del suelo cayeron de pronto en picado en el condado de Cherokee. A los inversores les entró toda la prisa del mundo por deshacerse de sus terrenos, y Charlie compró sesenta hectáreas por menos de doscientos mil dólares. Antes de la marcha le habrían costado fácilmente cuatro millones.
—¿Y pagó a Fleet para que organizara una marcha sobre Cantón?
—No lo sé —contestó Martha—. Nunca dijo que lo hiciera. Todo lo que sé es que lo dirigió hacia el condado de Cherokee. A lo mejor Fleet buscaba un lugar en el que hacer una manifestación. Al fin y al cabo, se dedica a eso. No sé más.
—Dios mío —dijo Peepgass con una sonrisa de asombro y mirando a Martha a los ojos. No estaba seguro de qué significaba eso, pero sabía que significaba algo grande y prometedor—. Además de ti, ¿alguien más sabe esto?
—Como te digo, hay gente que sabe de su encuentro con André Fleet, porque le oí contar muchas veces la historia, pero dudo de que haya muchos que sepan lo de Charlie y Darwell Scruggs.
Una gran sonrisa descabellada se instaló en la cara de Peepgass. Martha no adivinó la razón. El propio Peepgass no estaba muy seguro. Todo cuanto sabía era que se acababa de enterar de algo que era… dinamita.
Martha dijo:
—Toma un poco más de café, Ray, y un poco más de Sally Lunn.
—Encantado —repuso Peepgass, tomando otra rebanada del fabuloso pan de la panera de plata.
Mientras lo untaba de margarina y mermelada de ciruela, Martha Croker le sirvió otra taza de café. Peepgass dio un gran mordisco y, mientras su lengua saboreaba el gusto ácido pero dulce de la mermelada, miró por la ventana central del saliente. Las molduras que la rodeaban eran como un marco, y la vista semejaba una pintura perfecta de… Millais… no, Tissot… o quizá de Millais y Tissot… o quizá de algún prerrafaelita… al fondo, el viejo Franklin arrodillado… los tonos tierra de sus zapatos, las anticuadas polainas, sus viejos pantalones caqui, la camisa gris, el desteñido rayón gris verdoso de la espalda de su chaleco, parecían fundirse con la tierra que con tanta diligencia trabajaba con el desplantador… luego venía una resplandeciente franja de flores azul real, rosa y blanco, a continuación el tupido verde oscuro del seto de boj… y más allá el ondulado césped verde, que súbitamente deslumbraba, con un tono amarillo verdoso, a causa de los rayos de sol que se habían abierto camino entre dos elevados árboles…
No, no le sería muy difícil a un hombre aprender a disfrutar de eso.