El material operativo
El 4 de julio no era el mejor momento del año para que le llevasen a uno a Houston, Texas, aunque sería difícil decir cuál podría ser el momento adecuado. Houston era durante ocho meses un sumidero de vahos increíblemente tórridos con una masa de asfalto blanco llamada el Centro en el medio. Luego, durante dos meses, a partir de noviembre, bajaban barriendo del Canadá los vientos más sobrecogedores, como por una tubería, y el torpor húmedo se convertía en frío húmedo. Los dos meses restantes eran los moderados, aunque no exactamente lo que se podría llamar primavera. Las nubes cerraban el cielo como una tapa, y las refinerías de petróleo de la Bahía de Galveston saturaban el aire, la nariz, los pulmones, el corazón y el alma con el aroma gaseoso del hedor del petróleo. Por todas partes había bahías, canales, lagos, lagunas y estuarios pantanosos, tan grasientos y tóxicos todos ellos que si yendo en una barca de remos dejabas una mano en el agua, la perdías. Los pescadores solían decir muy complacidos a los domingueros: «No fumen ahí fuera porque incendiarán la bahía». Allí tenían su residencia todas las culebras venenosas conocidas en Norteamérica: cascabel, víboras, mocasín de agua, corales…
No, no había ninguna época buena para ir a Houston, Texas, pero el 4 de julio era la peor. Y fue el 4 de julio de 1962 cuando los siete astronautas del Mercury se trasladaron a Houston. La NASA estaba construyendo, para el prodigioso esfuerzo que exigiría el programa lunar de Kennedy, un Centro de Vuelos Tripulados Espaciales en unos mil acres de terrenos de pasto al sur de Houston, cerca de Lago Claro, que no era un lago sino una cala y tan claro como los globos oculares de una lubina envenenada. Los astronautas, Gilruth, casi todo el personal de Langley y Cabo Cañaveral, se trasladarían a Houston, aunque el centro de lanzamiento seguiría siendo Cabo Cañaveral. La pequeña escala y la apariencia modesta de Langley y del Cabo habían resultado en cierto modo perfectas para la fase rápida más allá por la que acababa de pasar el Proyecto Mercury. Todos sabían que Houston sería mayor. El resto jamás podían haberlo sospechado.
Salieron del avión en el aeropuerto de Houston y empezaron a jadear en el aire sofocante. La temperatura era de 35 grados. Eso no tenía demasiada importancia; les habían asegurado que su entrada en Houston sería tranquila y normal, estilo Texas. Habría un breve desfile por el centro, sólo para dar al buen ciudadano la posibilidad de echarles una ojeada, y luego habría un cóctel con unas cuantas personalidades de la localidad, en el que podrían soltarse el pelo y echar un par de buenos tragos fríos, o lo que fuese, y relajarse.
En el aeropuerto había una hilera de descapotables esperando, uno para cada astronauta y su familia, con su nombre a un lado en una gran banderola de papel. Así que iniciaron el desfile, los siete con sus esposas e hijos, salvo Jo Schirra, que aún estaba en Langley recuperándose de una pequeña intervención quirúrgica. Pronto cruzaban las calles de Houston a buen paso, y, en apariencia, sin ningún problema, pero súbitamente los siete coches enfilan por una rampa adelante, hacia las entrañas de un estadio llamado el Coliseo de Houston.
Les golpea bruscamente un frío que hiela los huesos. Tiritan y tiemblan y sacuden la cabeza. Están dentro de un inmenso aparcamiento subterráneo. El aire acondicionado es estilo Houston, es decir, al borde casi de la congelación. Hay todo un ejército de personas congeladas esperando allá abajo en la oscuridad, hileras interminables de bandas ambulantes de uniforme, inmóviles como esculturas de hielo, políticos esperando en descapotables, demasiado helados para abrir la boca, policías, bomberos, soldados de la Guardia Nacional, rígidos e inmóviles como de plomo, y más bandas. Luego, giran hacia la derecha y salen del aparcamiento subterráneo, por una rampa arriba, y vuelven al fogonazo del sol abrasador y al asfalto, que se alzaba y se ondulaba allí bajo las ondas calóricas. De pronto, están a la cabeza de un gran desfile que recorre las calles de Houston. Bueno, no exactamente a la cabeza. En el descapotable que encabeza la comitiva está ahora un congresista texano, un sujeto rubicundo llamado Albert P. Thomas, miembro influyente del Comité de Asignaciones del Congreso, que agita un sombrero de ala ancha, como diciendo: «¡Mirad lo que os traigo!».
Los muchachos y sus esposas empezaron a darse cuenta de que aquella gente, los hombres de negocios y los políticos, consideraban la inauguración del Centro de Vuelos Espaciales Tripulados y la llegada de los astronautas como una de las cosas más importantes de la historia de Houston. Todas las tiendas y almacenes de categoría, los grandes bancos y museos y otras grandes instituciones, toda la clase alta, toda la Cultura, todo estaba en Dallas. Para Houston, Dallas era París, en cuanto ponías el reloj según el horario americano; Houston sólo era petróleo y gentes que te estrujaban la mano al estrechártela. El programa espacial y los siete astronautas del Mercury darían respetabilidad a una ciudad de nuevos ricos, legitimarían una parte del alma norteamericana. Por eso, el gran desfile se abría con el congresista Albert Thomas que agitaba su sombrero para indicar el inicio de la redención de Houston.
Los siete pilotos y sus esposas creían haber visto ya todos los desfiles posibles, pero aquel era sui generis. Había miles de personas en las calles, pero no emitían ni un sonido. Estaban allí quietos, de cuatro y cinco en fondo, en las aceras, sudando y mirando fijamente. Sudaban a mares y miraban con una fijeza inquietante. Sólo miraban y sudaban. Los siete muchachos, cada uno en su descapotable blasonado, iban de pie y sonreían y saludaban, y las esposas sonreían y saludaban, y los niños sonreían y miraban a su alrededor, todos estaban haciendo lo normal, y la multitud sólo miraba, nada más. Ni siquiera sonreían. Les miraban con una curiosidad adusta, como si fueran prisioneros de guerra o acabaran de llegar de Alfa Centauro y nadie estuviera seguro de si comprenderían o no la jerga local. De vez en cuando, algún sujeto muy viejo saludaba y gritaba algo cordial y alentador, pero los demás seguían allí plantados al sol, eran como figuras brotadas del asfalto. Por supuesto, todo individuo lo bastante tonto para plantarse así inmóvil en la masa de asfalto del Centro a mediodía para ver un desfile tenía que tener una tara, sin duda, ya para empezar. Pero el desfile proseguía, de todos modos, surcando ola tras ola de catatonía y de ondulante laxitud.
Tras una hora más o menos de esto, los muchachos y sus familias percibieron con considerable recelo que el desfile se encaminaba de nuevo a aquel agujero que había en el suelo debajo del Coliseo. El aire acondicionado los golpeó como un muro. Todos quedaron helados hasta el tuétano. Tenías la sensación de haber perdido los dientes. Resultaba que era allí donde iba a celebrarse el pequeño cóctel: en el Coliseo de Houston. Salieron por fin al campo del Coliseo, que era como una gran bolera cubierta. Había miles de personas dando vueltas por allí y una especie de olor increíble y una algarabía de voces y risillas dementes de cuando en cuando. Había unas cinco mil personas sumamente escandalosas, ávidas de lanzarse sobre el asado con ambas manos y devorarlo bien, regado con whisky. El aire estaba impregnado del hedor a carne de vaca abrasándose. Habían instalado allí unos diez hoyos de barbacoa, y estaban asando treinta animales. Y había cinco mil hombres de negocios y políticos con sus consortes, recién salidos de la torridez del centro en julio, deseosos de hundir sus fauces en ellas. Era una barbacoa texana, estilo Houston.
Primero subieron a los siete valerosos muchachos y a sus esposas e hijos a un escenario que habían instalado en un extremo del campo y hubo una pequeña ceremonia de bienvenida en la que los presentaron uno a uno, y muchos políticos y hombres de negocios hicieron discursos. Y, mientras tanto, los inmensos cadáveres de las vacas silbaban y restallaban y chisporroteaban y el humo de la carne ardiendo se desplazaba por todas partes arrastrado por las gélidas corrientes del aire acondicionado. Sólo aquel frío intenso te impedía vomitar. Tenías congelados los ganglios del plexo solar. Las esposas intentaban ser corteses, pero era una apuesta perdida. Los niños no paraban en el escenario y las esposas se levantaban y hablaban en susurros con los indígenas a los que podían aproximarse. Los niños estaban in extremis. Hacía horas que no se habían acercado a un baño. Las esposas intentaban frenéticamente enterarse de dónde estaban los servicios en aquel lugar.
Por desgracia, entonces llegó el momento en que simplemente esperaban que se relajaran, comieran un pedazo de carne y un plato de judías empapadas en grasa, bebieran un poco de whisky y estrecharan la mano de la gente decente y se sintieran en casa. Así que los sacaron de nuevo al campo del Coliseo, despejaron un sector, sacaron una sillas plegables para ellos y unos platos de papel cargados con inmensos pedazos de carne texana, y luego colocaron una hilera de sillas plegables alrededor del grupo, en un círculo, en una especie de vallado, y alrededor del mismo pusieron un cordón de rangers de Texas mirando hacia afuera, hacia la gente. La gente empezaba ahora a hacer cola, a centenares, delante de las barbacoas, donde recibían grandes masas lubricadas de carne en los platos de papel y más whisky. Luego, se sentaron en las gradas, a miles, y lo pusieron a mirar hacia el círculo vallado. Este era el acontecimiento principal, la recepción, el gran qué: cinco mil personas, todas y cada una gente distinta, sentadas en las gradas del Coliseo de Houston en medio de la carne ardiendo, viendo comer a los astronautas.
A ciertas personalidades distinguidas se les permitió, sin embargo, entrar en el vallado cruzando el cordón de rangers y saludar a los muchachos y a sus esposas personalmente, mientras mascaban los grandes pedazos de carne marrón. Era siempre alguien como Herb Snout, de Kar Kastle, y se acercaba y decía: «¡Cómo va eso!, ¡Herb Snout!, ¡Kar Kastle! ¡Escuchad! ¡Estamos la mar de contentos de teneros aquí, muchachos, muy contentos, qué demonios!». Y luego se volvía a una de las esposas, cuyas manos estaban tan llenas de carne que no podía revolverse, y se inclinaba y desplegaba una inmensa sonrisa relamida para mostrar su respeto a las damas y decía, con una voz súbitamente inmensa que hacía que la pobre mujer se sobresaltara y se derramara aquella masa de carne humeante en el regazo: «¡Qué tal, señorita! ¡Me alegro condenadamente de verla también a usted!». Y luego, le ofrendaba un horrible e inmenso guiño que hacía prácticamente implosionar el ojo, y decía: «Hemos oído muchas cosas buenas sobre sus consortes, muchas cosas buenas», todo con el guiño mortífero.
Al cabo de un rato, había Herb Snouts y Gurney Frinks por todas partes y los inmensos pedazos de carne resbalaban por todas las piernas y chapoteaban en los charcos de whisky del suelo y cinco mil espectadores contemplaban sus esforzadas mandíbulas, y el humo y la algarabía llenaban el aire y los niños chillaban pidiendo piedad y desahogo. Y en ese momento, cuando la locura parecía haberse superado a sí misma de una vez por todas, irrumpió una banda de música y se amortiguaron las luces y un foco escudriñó el escenario y se inició el espectáculo y una voz potente y cordial atronó por los altavoces: «Señoras y señores, en honor de nuestros invitados, unos invitados muy especiales, y de nuestros nuevos vecinos, unos vecinos muy especiales, tenemos el honor de presentar a la señorita… ¡Sally Rand!».
Y la banda inició Sugar Blues con mucho trompeteo texano. Oh, ouuuu guauuu, y aparece saltando bajo el foco una anciana de pelo amarillento con una máscara blanca por cara. Tiene la carne como la de un melón en invierno, lleva unos enormes abanicos de plumas. Inicia su famoso número de strip tease Sally Rand, que era una bailarina de strip tease famosa, aunque ya vieja, cuando los siete bravos muchachos tenían diez años, durante la Depresión. Ojouuuuuu, guauuuuu, y hace un guiño y se encoge y se quita un poco allí y tapa un poco allá, y menea sus ancas vetustas ante los siete guerreros del combate singular. Era electrizante, era algo que iba más allá del sexo, del espectáculo, de los pecados o rigores de la carne. Eran las doce en punto de la tarde del 4 de julio y las vacas seguían asándose y el whisky atronando, pero qué alegría verles y la Venus de Houston meneaba el trasero en una bendición general absolutamente increíble.
Hace exactamente tres años, Rene estaba aún encerrada en la terca mentalidad de esposa de militar según la cual podías dedicar alegremente tres días a pulir una plancha de monkeypod hasta tener las manos en carne viva, para ahorrar la fabulosa suma de 95 dólares. Cuando Scott acumuló una factura telefónica de 50 dólares llamándola desde Washington, Albuquerque y Dayton en 1959, durante las pruebas, aquello pareció el fin del mundo. ¡Cincuenta dólares! ¡Era el presupuesto para comida de un mes! Eso había sido tres años atrás. Ahora estaba en el salón de su propia casa (hecha a la medida, no en serie) en un lago, bajo el roble perenne y los pinos: ella y Annie Glenn habían bajado en avión a Houston un fin de semana desde Washington y habían elegido parcelas, exactamente así, pero estas parcelas se hallaban precisamente en el mejor terreno de los alrededores del centro espacial, en una urbanización llamada Timber Cove. Los Schirra y los Grissom se habían trasladado a la misma zona. Con admirable previsión, según se demostró más tarde, habían construido sus casas de modo que por la parte de atrás daban a una vista del lago y de los árboles, mientras que por el lado que daba a la calle eran prácticamente macizas paredes de ladrillo. Cuando apenas habían empezado a trasladar los muebles, empezaron a llegar los autobuses de los viajes organizados, más los turistas por libre en sus coches. Aquella gente era increíble. A veces, oías el altavoz del interior del autobús, incluso. Oías al guía: «Esta es la casa de Scott Carpenter, el segundo astronauta del Mercury que va a realizar una órbita terrestre en el espacio exterior». A veces, la gente salía y arrancaba puñados de yerba del jardín. Volvían al autobús con aquellos miserables yerbajos entre los dedos. Creían en la magia. A veces, llegaban en coche, salían, miraban la casa fijamente como esperando que sucediera algo, y luego se acercaban a la puerta y llamaban al timbre y decían: «Disculpe que la molestemos, pero ¿podría dejar salir a uno de sus hijos para sacarnos fotos con él?». Y, sin embargo, no eran como los fanáticos de las estrellas de cine. No había en ellos nada frenético. Pensaban que eran muy considerados al no pedirte que salieras tú para la sesión fotográfica. Y no era fingimiento en absoluto. Su actitud era más bien la de estar ante un santuario vivo.
Esta fue la primera casa que se construyeron Rene y Scott. La primera casa que les pareció realmente suya. Habían pasado página, sin duda. Las cosas ahora sucedían muy deprisa. En determinado momento, pareció que iban a darles casas completamente amuebladas. ¡Lo mejor que podía conseguirse por 60 000 dólares en 1962, al por mayor! Un mes después del vuelo de John Glenn, un individuo de Houston, un tal Frank Sharp, presentó a Leo DeOrsey, como asesor financiero de los muchachos, la siguiente proposición: los constructores, los promotores, los vendedores de muebles y otros implicados en el negocio inmobiliario, para demostrar lo orgullosos que estaban de los astronautas y del nuevo Centro de Vuelos Espaciales Tripulados, darían a cada uno de los siete bravos camaradas una de las casas que estaban construyendo para la Exposición Inmobiliaria de 1962 en Sharpstown. Sharpstown era una urbanización cuyo promotor era el propio Frank Sharp. La exposición era una hilera de pisos muestra que los contratistas que esperaban hacer negocio en Sharpstown estaban construyendo a modo de publicidad. Sharp aportaba el terreno, una parcela de 10 000 dólares para cada astronauta. Los contratistas aportarían las casas; y los comerciantes de muebles y grandes almacenes las amueblarían de arriba abajo. Los siete astronautas y sus familias vivirían allí mismo en Rowan Drive, en la sección Country Club Terrace de Sharpstown, entre Richmond Road y el Bulevar Bellaire, en una casa y hogar de 60 000 dólares cada uno. Como Sharpstown de momento era sólo planos, carteles, banderolas, nombres ingleses de calles que sonaban a tweed, y miles de acres de solitarios páramos barridos por el viento, la calle de los astronautas no sería un mal sistema para empezar a llenar los espacios vacíos. Sharp era el prototipo del Campechano Grandullón, un hombre que se había hecho a sí mismo y que había logrado convertirse ya en ciudadano distinguido, muy bien relacionado con el alcalde, el congresista Albert Thomas, el gobernador John Connally y el vicepresidente Lyndon Johnson. Financiaba trofeos anuales de golf y cosas por el estilo. Tenía las credenciales adecuadas, por lo menos en versión Houston; así que DeOrsey habló del asunto con los muchachos y todos habían decidido que la cosa era muy aceptable. No tenía nada que ver con el programa espacial y no los obligaba a nada. Era, pura y simplemente, un regalo sin cargas. En realidad, ninguno de ellos quería vivir en Sharpstown, por lo que habían oído decir de la zona. Y para empezar, quedaba demasiado lejos de las instalaciones de la NASA. Así que pensaron aceptar las casas, estrechar la mano a todo el mundo, dar las gracias, y luego venderlas. John Glenn se mostró tan dispuesto a aceptar este tipo de extra como el que más. Era el tradicional interés del oficial del Ejército por los extras. John ya llevaba en la Infantería de Marina casi veinte años. Había recorrido ya demasiado camino, había pasado por demasiados sueldos mezquinos, para descondicionarse a tiempo en lo relacionado con los gajes, los extras, los suplementos irresistibles y perfectamente respetables y autorizados. En consecuencia, ni siquiera John, pese a su sincerísimo sentido de la moral, podía entender el furor que se desató. Gilruth y Webb y todos los demás jerarcas de la NASA estaban que trinaban con el asunto de la exposición de viviendas de los astronautas de Frank Sharp. Y eso sólo era el principio. Se había desatado una auténtica emergencia: ¡iban a revisar el acuerdo con Life! Por lo que Scott y los otros habían oído, el propio presidente estaba planteándose la posibilidad de poner fin de una vez por todas a la explotación comercial del status de astronauta. El resto de la prensa había atacado el acuerdo con Life desde el principio, alegando que arrojaba una sombra venal sobra el servicio patriótico de los astronautas. Sharpstown indicaba a dónde podía conducir la ruta de la explotación.
Sharpstown era una cosa, pero poner en entredicho el acuerdo con Life, en fin, ese era un asunto muy serio. Era inadmisible. Los siete pilotos, habituados a los gajes respetables de la tradición del Ejército, habían empezado a considerar el acuerdo algo así como la pensión militar a que tenían derecho tras veinte años de servicio. ¡Era una condición inmutable del servicio! ¡Formaba parte del acuerdo! ¡Lo amparaban las normas! ¡Figuraba en el manual! Todos los agujeros de la argumentación quedaron vulcanizados de inmediato por el calor de la emoción. No era momento de sentarse a esperar que salieran órdenes en el tablero de comunicados. Faltaban sólo tres semanas para el vuelo de Scott, y este estaba en pleno entrenamiento intenso, pero el 3 de mayo casi todos los otros fueron a ver a Lyndon Johnson a su rancho de Texas para intentar resolver aquel asunto. Webb también estaba allí. Celebraron todo un cónclave. Lyndon Johnson les soltó unos cuantos discursos paternales sobre la vida privada y la responsabilidad pública, retorciendo sus manazas en el aire frente a ellos como si estuviera haciendo imaginarias bolas de nieve. El asunto le dolía a él tanto como a ellos. Lo infernal de todo aquello era que ni Johnson ni Webb perderían un minuto de sueño si se cancelaba bruscamente el acuerdo con Life. Los dos se habían irritado por la relación Life-astronautas durante el incidente de la casa de Glenn en enero. En realidad, si no hubiera sido por Glenn…
Por suerte, no había ninguna amenaza contra John. Por entonces, tres meses después de su vuelo, John había ascendido a un status que sólo un erudito bíblico podría valorar adecuadamente. John era el guerrero de combate singular triunfante. Había arriesgado su vida desafiando a la poderosa Integral soviética en las alturas. Con su habilidad y su valor había eclipsado la ventaja del enemigo, y aún seguían fluyendo las lágrimas de alegría, gratitud y respeto. En la Biblia, en el Libro Primero de Samuel, capítulo 18, se dice que cuando David mató a Goliat, los filisteos huyeron aterrados y los israelitas lograron una victoria gigantesca, el rey Saúl incorporó a David al séquito real y le dio el status de un hijo adoptivo. La Biblia también dice que a todas partes a las que iban David y Saúl, la gente se amontonaba en las calles y las mujeres cantaban sobre los miles que había matado Saúl y las decenas de miles que había matado David. «Y esto enojaba mucho a Saúl, y le desagradaba y Saúl dijo: “A David le atribuyen decenas de miles, y sólo miles a mí. ¿Qué puede desear él más que el reino?”. Y a partir de aquel día, Saúl miró con recelo a David». Y el presidente Kennedy miraba con recelo a John Glenn. El presidente había empezado a agasajar a John y a introducirle en la órbita de la familia Kennedy. John era el tipo de individuo que un presidente necesitaba claramente mantener dentro de su campo. Y, en realidad, también un vicepresidente. Johnson había cedido de su parte para mostrarse amistoso con John y Annie, y estos habían empezado a estimar sinceramente al vicepresidente. Invitaron a Johnson y a su esposa, Lady Bird, a cenar en su casa de Arlington, cuando John cumplió cuarenta años. Y los Johnson aceptaron, sin más. También invitaron a Rene y a Scott.
—¿Qué demonios vas a servirles? —preguntó Rene a Annie.
—Mi pastel de jamón —dijo Annie.
—¡Pastel de jamón!
—¿Por qué no? A todo el mundo le gusta. Y estoy segura de que Lady Bird me pedirá la recta.
Los Johnson se quedaron casi hasta medianoche. Lyndon se quitó la chaqueta y se remangó la camisa y lo pasó en grande. Cuando se iban, Rene oyó que Lady Bird pedía a Annie la receta de su pastel de jamón.
Un día, John estaba en el Océano Atlántico, más allá de Hyannis Port, Massachussetts, frente al puerto, a bordo del yate del presidente, el Honey Fitz, y salió a colación el tema del contrato con Life. El presidente quería saber lo que pensaba John de un argumento concreto que solía esgrimirse contra este contrato. El argumento era que un soldado en combate (un infante de Marina en Iwo Jima, por ejemplo) corría el mismo riesgo de morir que cualquier astronauta y, sin embargo, no esperaba ninguna recompensa de Time Inc. Sí, dijo John, así era, pero imaginemos que la vida privada del soldado o del infante de Marina, su pasado, su casa, su forma de vida, su esposa, sus hijos, sus pensamientos, sus esperanzas, sus sueños, fuesen de tanto interés para el público que la prensa acampase a la puerta de su casa y él tuviera que vivir como en una vitrina. En tal caso, deberían tener derecho a una compensación. El presidente asintió muy sagaz, y así se salvó el contrato de Life; allí mismo, en el Honey Fitz.
Bueno, gracias al trato con Life, ahora Scott y Rene podrían conseguir dinero de hipoteca y construir una casa nueva en una zona bonita como Timber Cove. O gracias a eso y a la avidez de los promotores por tener a los astronautas en sus nuevas urbanizaciones. No podían hacerse mejor propaganda. Dieron a los muchachos condiciones a nivel de coste para adquirir la tierra y las casas, y les permitieron obtener el dinero de la hipoteca al 4 por ciento, con una entrada muy pequeña. Y con astronautas como John y Scott, que ya habían volado, ya no sabían qué hacer.
Los contratistas y promotores y el público en general pensaban que Scott y su vuelo eran algo estupendo, pero en la NASA estaba pasando algo. Scott y Rene habían empezado a detectarlo, aunque nadie hubiera dicho nada abiertamente. Scott había conseguido todas las medallas y todos los desfiles y el viaje a la Casa Blanca; pero pasaba algo y ni siquiera las otras esposas le explicarían a Rene lo que era. El vuelo de Scott había sido el 24 de mayo, tres meses después del de John. Deke Slayton era el programado en principio para el vuelo, pero luego la NASA comunicó que Deke tenía un problema médico: fibrilación atrial idiopática. Era una afección en la que el proceso eléctrico del corazón se desincronizaba de cuando en cuando, provocando pulso irregular y una leve disminución de la capacidad de bombeo del órgano. Idiopática significaba que no se conocían las causas. Este trastorno había sido descubierto, según la NASA, durante los ensayos con la centrifugadora, en agosto de 1959. Slayton había pasado por una revisión en el hospital de la Marina de Filadelfia y también en la Escuela de Medicina Aeronáutica de las Fuerzas Aéreas en San Antonio, donde el veredicto (o así se lo dijeron a Slayton) fue que el trastorno era una anomalía secundaria y no lo bastante grave para costarle su puesto como astronauta. Pero, en realidad, uno de los médicos de las Fuerzas Aéreas de San Antonio, cardiólogo muy reputado, escribió a Webb una carta recomendando que no asignasen a Slayton para ningún vuelo, pues la fibrilación atrial, idiopática o no, mermaba la eficacia del corazón.
Webb se limitó a archivar la carta. En noviembre de 1961, se eligió a Slayton para el segundo vuelo orbital. A principios de enero, Webb ordenó que se hiciese un examen completo de su estado cardíaco. Su argumento era que Slayton era un piloto que las Fuerzas Aéreas habían prestado a la NASA, y un cardiólogo de las Fuerzas Aéreas había recomendado que no le utilizasen para vuelos. En consecuencia, había que revisar el caso. El caso de Slayton pasó entonces a dos comités, uno formado por médicos de la NASA de alta categoría y el otro por ocho médicos convocados por el cirujano general de las Fuerzas Aéreas. Ambos comités aprobaron la candidatura de Slayton para el inminente vuelo del Proyecto Mercury. Sin embargo, Webb remitió el caso a tres cardiólogos de Washington, entre ellos Eugene Braunwall, de los institutos nacionales de salud, como una especie de grupo selecto. Solicitó también la opinión de Paul Dudley White, que se había hecho famoso como cardiólogo de Eisenhower. Nadie podía entender por qué se hacía esto con tanto retraso, tres meses después de asignarse el vuelo a Deke. Los cuatro médicos llegaron a la misma conclusión, al parecer más que nada por puro sentido común. Era un caso que afectaba a un piloto con un pequeño defecto cardíaco. Probablemente pudiera hacer un viaje espacial o cualquier otro tipo de vuelo sin problemas. Sin embargo, del administrador para abajo, toda la agencia espacial parecía estar muy angustiada y dubitativa al respecto, y el dossier ya era bastante abultado. En fin, si el Proyecto Mercury tenía un número sobrado de astronautas listos y dispuestos sin ningún trastorno cardiovascular, ¿por qué no utilizar a cualquiera de ellos y acabar con el asunto? Esa era la cuestión, en lo relativo a Webb. Habían llegado ya a mediados de marzo. Dos meses atrás, en su enfrentamiento con Glenn, James E. Webb había tropezado con el poder astronauta y había perdido. Esta vez, se salió con la suya. Slayton quedó descartado del vuelo.
La gran Bestia Victoriana estaba totalmente desconcertada. El animal había estado buscando historias de interés humano sobre Slayton, como era su deber. ¿Cómo podía decidir ahora la NASA que quedaba eliminado por una afección cardíaca? No había una emoción adecuada… para el acontecimiento.
Según la versión oficial de la NASA, Slayton estaba «profundamente decepcionado por la decisión». Esto era expresarlo con delicadeza. Slayton estaba furioso. Procuraba controlarse en las declaraciones públicas, sin embargo, pues no quería poner en peligro sus posibilidades de rehabilitación. Estaba convencido de que todo aquel asunto se había convertido de algún modo en un falso problema y que poco a poco todos recuperarían el sentido común. En privado, hacía cuanto podía. Seguía diciendo que Paul Dudley White había tomado una decisión operativa. Su argumento era que White y los demás médicos habían facilitado primero su opinión médica (estaba en condiciones de volar) y luego habían facilitado su opinión operativa, que era: «A pesar de ello, ¿por qué no elegir a otro?». Estaban autorizados a emitir su opinión médica, nada más. ¡Pero habían tomado una decisión operativa! Para Slayton esta palabra operativa era una palabra sagrada. Él era el Rey de lo Operativo. Operativo aludía a acción, a la cosa real, a pilotar, a Lo Que Hay Que Tener. Médica aludía a uno de los diversos accesorios del negocio que se traían entre manos. No convocabas a los médicos para tomar una decisión operativa. Los reporteros de Life sabían muy bien lo furioso que estaba Slayton y otros periodistas tenían claros indicios de ello. Pero la Bestia Victoriana no era capaz de encontrar un tono apropiado para ello. Así que después de un breve período sencillamente prescindieron del asunto. Se atuvieron a la versión de la NASA: «Profundamente desilusionado». Pocos se daban cuenta de que aquello superaba la cólera. Deke Slayton estaba hundido. No sólo había perdido su oportunidad para el siguiente viaje; lo había perdido todo. La NASA acababa de proclamar que él ya no tenía Lo Que Hay Que Tener. ¡Podría explotar por cualquier costura!, y en su caso, había explotado. Fibrilación atrial idiopática. ¡Y no importaba! ¡Cualquier costura! Toda su carrera, su ascensión desde la hosca y lúgubre tundra de Wisconsin se basaba en la indiscutible posesión de aquel honorable material. Aquello era lo más importante que él hubiera poseído en este valle de lágrimas, y era suficiente. Era lo definitivo. Y había estallado. ¡Así por las buenas! Se sentía humillado. Se lo restregarían por la cara en todas partes. No podría volver ya a Edwards, aunque quisiera. Las Fuerzas Aéreas no iban a utilizar a un individuo rechazado por la NASA para un trabajo de prueba de vuelo importante. ¿Prueba de vuelo? ¡Qué demonios, él ni siquiera era ya capaz de pilotar sólo un caza! Era cierto. Sólo podía subirse en los de dos plazas con otro piloto, alguien aún intacto, sin ninguna ruptura de costuras por la que hubiera podido escaparse su material vital. Existía incluso la posibilidad de que las Fuerzas Aéreas le dejaran en tierra para siempre, pese al hecho de que los asesores y el cirujano general le habían considerado «plenamente cualificado como piloto de las Fuerzas Aéreas y como astronauta». Estaba en juego el honor de las Fuerzas Aéreas. El propio jefe de estado mayor de las Fuerzas Aéreas, el general Curtís LeMay, estaba adoptando la postura de que si no se le consideraba calificado para volar con la NASA, ¿cómo podía estarlo para volar con las Fuerzas Aéreas? Todo esto se decía de él, de Deke Slayton, que había luchado con más empeño que nadie por conseguir que se tratase a los astronautas como pilotos, hasta el extremo de insistir en mandos tipo avión para la cápsula o, mejor dicho, maldita sea, para la nave espacial.
Tampoco es probable que le hiciese sentirse más feliz el saber que iba a ocupar su puesto Scott Carpenter. Carpenter era el que tenía menos experiencia en pruebas de vuelo de todo el grupo y, sin embargo, iba a reemplazar a Deke Slayton. Deke Slayton, que se había presentado ante la Asociación de Pilotos de Prueba experimentales e insistido en que sólo un piloto de pruebas con experiencia podía hacer correctamente aquella tarea. Wally Schirra, un individuo que tenía buenas credenciales de vuelos de prueba, había estado entrenándose como reserva de Deke. ¿Por qué le pasaban por alto en favor de Carpenter? Los dos camaradas, Glenn y Carpenter, iban a realizar los dos primeros vuelos orbitales, y a Deke Slayton le dejaban atrás, a hacer viajes en avión con otros pilotos.
La opinión de Gilruth, respaldada por Walt Williams, era que Carpenter había practicado mucha más instrucción de vuelo, como reserva de Glenn, de la que podía practicar Schirra durante las diez semanas que quedaban para el vuelo. Scott no estaba precisamente entusiasmado por el hecho de que le hubiesen asignado el vuelo de Deke con tan poco margen. Había estado entrenándose seis meses con John, pero el segundo vuelo orbital tenía un planteamiento completamente distinto. Los científicos experimentales de la NASA al fin tendrían su oportunidad. El astronauta tenía que despegar un globo multicolor fuera de la cápsula para estudiar la percepción de la luz en el espacio y la cuantía de arrastre, si lo había, en el supuesto vacío del espacio. Tenía que observar cómo se comportaba el agua de una botella en situación de ingravidez y si se alteraba o no la acción capilar. Para ese experimento se utilizaría una pequeña esfera de cristal. Tendría un densitómetro, que así se llamaba, para medir la visibilidad de una señal luminosa situada en tierra. Le instruirían en el uso de una cámara manual para tomar fotografías meteorológicas de imágenes del horizonte diurno y de la franja atmosférica situada sobre el horizonte y de diversas masas de tierra, en especial Norteamérica y África. Tenían al hombre adecuado. A Scott le intrigaban los experimentos. Pero la adición de todas estas cosas a la lista de operaciones, que ya estaba experimentando cambios de última hora de tipo operativo, significaba para él una presión creciente. Al hacer todas estas operaciones, al utilizar la cámara, el densitómetro, o lo que fuese, utilizaría un aparato de control manual completamente nuevo. Era un sistema en el que desarrollabas 400 gramos de potencia si pulsabas levemente el control manual y diez kilos más si lo apretabas hasta sobrepasar un pequeño ángulo. Era todo o nada; la cápsula no giraría gradualmente como un avión o como un automóvil.
El vuelo se realizó, según lo previsto, el 24 de mayo. Durante las dos primeras órbitas, fue como una excursión para Scott. Estaba más tranquilo y animado que sus tres predecesores. Era una experiencia gozosa. Su pulso, antes del despegue, durante el lanzamiento y en órbita, fue aún más bajo que el de Glenn. Habló más, comió más, bebió más agua e hizo más cosas con la cápsula que ninguno de los otros. Era evidente que le encantaban los experimentos. Balanceó la cápsula a un lado y a otro, tomó fotografías a kilómetro por minuto, realizó detalladas observaciones de los amaneceres y del horizonte, soltó globos, realizó las operaciones previstas con las botellas, tomó lecturas con el densitómetro, lo pasó muy bien. El único problema fue que el nuevo sistema de control consumía combustible a una velocidad aterradora. Si querías desplazar o balancear la cápsula aunque sólo fuera un poquito, ¡zas!, superabas la línea invisible y brotaba de los depósitos otro enorme géiser de agua oxigenada.
Los comunicadores de cápsula le advirtieron durante la segunda órbita que procurara ahorrar combustible, para que hubiera suficiente en el reingreso en la atmósfera, pero hasta la tercera y última órbita, Scott pareció no advertir el poco combustible que le quedaba. Durante la mayor parte de la última órbita se limitó a dejar la cápsula a la deriva en la posición que adoptase, para no tener que utilizar ninguno de los impulsores, ni los inferiores ni los superiores, automáticos o manuales. Esto no planteó ningún problema. Aunque estuviese cabeza abajo respecto a la Tierra, con la cabeza apuntando directamente hacia abajo, no tenías la menor sensación de desconcierto, de estar derecho o cabeza abajo. Flotar en estado de ingravidez era aún más gozoso que nadar bajo el agua, cosa que a Scott le encantaba.
Aunque el consumo de combustible le preocupaba, Scott no pudo resistir la tentación de experimentar. Estiró el brazo para alcanzar el densitómetro, tropezó en la escotilla de la cápsula y por fuera apareció en la ventanilla una nube de las «luciérnagas» de John Glenn. Así que hizo girar la cápsula para verlas bien. A él le parecían más bien escarcha o copos de nieve, así que golpeó de nuevo en la escotilla y se alzó otra nube, y él se balanceó a su alrededor un poco más para mirar mejor y consumió más combustible. Fuesen lo que fuesen, estaban ligadas al casco de la cápsula y no había duda de que emanaban de ella o las creaba ella, y no eran ninguna microgalaxia, todo lo cual despertó aún más su curiosidad, así que siguió golpeando y girando y entreteniéndose más, con el propósito de desentrañar del todo el misterio. Y, de pronto, se dio cuenta de que era el momento de prepararse para el reingreso, y se había atrasado ya en la retrosecuencia, que así se llamaba aquella parte de la lista de operaciones. Además, la situación planteada por la escasez de combustible empezaba a resultar peligrosa. Para colmo, el sistema de control automático no mantenía ya la cápsula en el ángulo adecuado para el reingreso. Así que pasó al vuelo por cable. Pero al mismo tiempo se olvidó de accionar el mando que desconectaba el sistema automático. Durante diez minutos, estuvo consumiendo combustible por los dos sistemas. Tuvo que disparar manualmente los retrocohetes, cuando Alan Shepard, el comunicador de cápsula de Arguello, California, inició la cuenta atrás. Cuando Shepard dijo «¡Fuego Uno!», el ángulo de la cápsula estaba desviado unos 9 grados y Scott se retrasó en operar el mando. Prácticamente no le quedaba combustible para controlar las oscilaciones de la cápsula durante el reingreso. Cuando llegó a la capa más densa de la atmósfera y se perdió el contacto radiofónico, Chris Kraft y los demás ingenieros de control de vuelo se temieron lo peor. Mucho después del momento en que debería haberse reanudado la comunicación radiofónica… nada. Parecía que Carpenter hubiera consumido todo el combustible jugando allá arriba y hubiera ardido. Todos se miraban y pensaban ya lo que sucedería luego: «Este desastre retrasará el programa un año, o puede que algo todavía peor».
Rene seguía el reingreso de Scott en la atmósfera por televisión, en una casa alquilada de Cocoa Beach. Llevaba dos días entregada a una operación de juego del escondite que había acabado por convertirse en algo demencial: puestos de vigilancia en los puentes, helicópteros enloquecidos. Rene había decidido que, dado que los relatos de las valerosas esposas que soportaban heroicamente la prueba de los vuelos de sus maridos se escribían en primera persona, ella quería escribir personalmente el suyo. Loudon Wainwright podía corregir lo que ella escribiese y reescribir las peores partes, pero Rene quería redactar ella misma todo el asunto. Siendo así, no iba a permitir que la encarcelasen en su casa de Langley las gentes de la televisión y toda aquella demencia de los medios informativos. Había visto a Annie pasarlo peor por tener que interpretar el papel de trémula paloma para la prensa (y los ayudantes de Lyndon Johnson) que por cualquier temor que pudiera sentir por la suerte de John. Le parecía una situación indigna. Pese a la atención que te prodigaban, no te trataban como a una persona, sino como a la anhelante y leal compañera del macho que estaba allá arriba sobre el cohete. Al cabo de un tiempo, Rene no sabía si lo que la forzaba a hacer aquello era su modesta ambición literaria o su rechazo del tópico papel de Esposa de Astronauta. Life se encargó de alquilarle una «casa segura» en Cocoa Beach. Life hizo bien las cosas. Alquilaron además otra segunda casa de reserva, por si detectaban la presencia de Rene en la primera. Rene llamó a Shorty Powers, que era el encargado oficial de prensa de la NASA en cuestiones relacionadas con los astronautas, y le dijo que iría al Cabo para el lanzamiento, pero que quería intimidad y que no pensaba decirle a nadie dónde estaría, ni siquiera a él. A Powers esto no le hizo gracia. El contrato de los astronautas con Life ya le había planteado muchos problemas. Le estaba vedado todo el material «personal» relacionado con ellos y con sus familias, pues tal material pertenecía exclusivamente a Life. Y, sin embargo, cuando se inició el vuelo, el noventa por ciento de los reporteros con los que tenía que tratar Powers, sólo estaban realmente interesados en dos cosas: (1) ¿Qué está haciendo ahora y cómo se siente el astronauta? ¿Tiene miedo?; y (2) ¿Qué está haciendo ahora y cómo se siente su esposa? ¿Está muriéndose de angustia? Uno de los principales papeles de Powers era atender a las cadenas de televisión y decirles dónde estaría la esposa durante el vuelo, para que pudieran congregarse para la acampada vigilancia-muerte. Y en esta ocasión, lo único que podía decirles era que la esposa estaría en el Cabo, en algún sitio indeterminado. Eso colmó el vaso. Las cadenas de televisión lo consideraron un ultraje y un desafío. Antes de que Rene saliera para el Cabo, un corresponsal de una de las cadenas la llamó y le dijo que iban a buscarla y a descubrir dónde estaba, podían hacerlo por las malas si se veían obligados a ello, pero preferían hacerlo por las buenas. Así que lo mejor era que les dijese claramente dónde iba a estar. Aquello parecía una película de gángsteres. Y, desde luego, cuando llegó al Cabo, las cadenas de televisión tenían gente vigilando en todos los puentes y vías de acceso a Cocoa Beach. Rene sabía que estarían esperando un coche con una mujer y cuatro niños, así que hizo tumbarse a los niños en el suelo y lograron pasar el control. Pero los de la televisión no estaban dispuestos a darse por vencidos tan fácilmente. ¿Cómo podían acampar delante de su casa y filmar las cortinas echadas si ni siquiera sabían dónde estaba? Así que alquilaron helicópteros y empezaron a rastrear Cocoa Beach. Recorrieron aquella playa miserable buscando grupos de cuatro niños pequeños. Pasaban zumbando sobre los niños de la playa hasta que podían leer el terror en sus ojos. La gente escapaba para protegerse, abandonando las neveras portátiles y los telescopios, y las cámaras y los trípodes, intentando salvar a sus hijos de aquellos helicópteros enloquecidos. Era una demencia absoluta, pero no saber en aquel momento dónde estaba la esposa era como no saber dónde estaba el cohete. Por último, Rene mandó a los niños a la playa de dos en dos, para despistar a los locos de los helicópteros de la televisión.
Llegó el momento del lanzamiento y Rene y los niños vieron la cuenta atrás por la televisión en la casa segura, acompañados de Wainwright y un fotógrafo de Life. Luego, los niños salieron y vieron parte de la lenta ascensión del cohete por un telescopio que tenían instalado en el tejado de un garaje. Los niños no parecían nada asustados. El oficio de su padre era volar. Estaban contentos, y ahora, seguían el reingreso en la atmósfera lo mejor que podían, por la televisión. Tenían conectada la CBS. Allí estaba Walter Cronkite. Rene le conocía. Cronkite se había convertido en fanático de los astronautas. Había más razones de las habituales para que le gustasen los astronautas. Su reportaje sobre el vuelo de John Glenn le había proporcionado, dentro del extraño funcionamiento del mundo de los noticiarios de televisión, su prestigio actual. Cronkite había estado explicando el problema de combustible de Scott al reingresar en la atmósfera. Luego, la voz de Cronkite empezó a adquirir un tono más preocupado. No sabían dónde estaba Scott. No estaban seguros de si había iniciado el reingreso en el ángulo adecuado. De pronto, la voz de Cronkite se quebró. Las lágrimas acudieron a sus ojos. «Me temo que…». Su voz se apagó. Le brillaban los ojos. Se le escaparon las lágrimas. «Me temo… que quizás hayamos… perdido un astronauta». ¡Qué instinto tenía aquel hombre! Allí estaba la prensa, la Bestia Victoriana, proporcionando la emoción adecuada, en vivo, ¡sin ningún adorno! Los hijos de Rene estaban muy serios, mirando fijamente la pantalla. Pero Rene no creyó ni por un instante que Scott hubiera perecido. Era como todas las esposas de pilotos militares a ese respecto. Si sólo se le daba por desaparecido (si no se había encontrado el cadáver) era que estaba vivo y saldría; perfectamente de aquello. No había ningún dilema en el asunto. Rene conocía un caso en el que un avión de carga cayó al Pacífico y se partió en dos al chocar, y la mitad trasera se hundió como un ladrillo. De la mitad delantera rescataron a algunos hombres, pues esta mitad permaneció unos minutos a flote. Y, sin embargo, las esposas de los que iban en la parte trasera del aparato se negaron a creer que sus esposos estuvieran muertos. Tenían que estar por allí, en algún sitio, sólo era cuestión de tiempo. Rene se había maravillado de lo mucho que tardaron en aceptar lo evidente. Pero su reacción fue exactamente la misma. Scott estaba perfectamente, porque no había ninguna prueba real de que no lo estuviese. Cronkite gimoteaba en la pantalla de la televisión. Pero a los ojos de Rene no afluyó ni una sola lágrima. Scott estaba perfectamente. Aparecería, no había duda alguna de ello.
En realidad, Rene estaba en lo cierto. Scott había cruzado la atmósfera sin ningún problema. La cápsula empezó a balancearse violentamente en la atmósfera densa por debajo de los 15 000 metros, y Scott tuvo que activar el paracaídas antes y manualmente, pues el sistema automático se había quedado sin combustible. La cápsula se había desviado del sector de aterrizaje previsto unos cuatrocientos kilómetros. Un avión de reconocimiento tardó en localizarle unos 40 minutos, pero durante ese tiempo la impresión creada por la televisión fue que podría estar muerto. Cuando llegó un avión de rescate a donde estaba Scott, le encontraron balanceándose tan tranquilo en una balsa junto a la cápsula. Estaba muy satisfecho de toda la aventura. Cuando llegó al portaaviones Intrepid estaba animadísimo. Habló y habló sin parar hasta bien entrada la noche. No quería acostarse, quería seguir hablando sobre la gran aventura por la que había pasado. Estaba satisfechísimo de todos los experimentos que había podido hacer, pese a la larguísima lista de operaciones que le habían asignado, y por haber resuelto, o por lo menos delimitado notablemente, el misterio de las «luciérnagas». No había determinado lo que eran con exactitud, pero había demostrado que las producía la propia cápsula espacial. No eran material extraterrestre ni nada parecido. Podría haber seguido toda la noche. Estaba entusiasmado, un trabajo bien hecho. Estaba convencido de que había ayudado a modelar uno de los papeles más importantes del astronauta: el hombre como científico en el espacio.
Durante las dos semanas siguientes, Scott recibió un homenaje de héroe. No del nivel del de John, cosa comprensible, pero fue bastante agradable. Hubo desfile en el Este y desfiles en el Oeste. Tuvo su homenaje en Boulder, su ciudad natal, y desfiló por Denver, que quedaba justo debajo de la autopista. Fue un gran día. Había sol y era un día claro y suave de mayo típico de las Montañas Rocosas y Rene estaba a su lado, en el asiento trasero del descapotable, con sus guantes blancos, como correspondía a la esposa de un oficial de la Marina, sonriendo, bellísima y radiante. En fin, Scott estaba convencido de que había dado exactamente en el blanco.
Pero allá en Cabo Cañaveral, Chris Kraft decía a sus colegas: «Ese hijo de puta no volverá a volar jamás para mí».
Kraft estaba furioso. La verdad era que ya se había enfurecido otras veces con los siete valerosos muchachos. Según su opinión, Carpenter había ignorado las repetidas advertencias de los comunicadores de cápsula sobre el combustible, por lo cual había estado a punto de provocar un desastre, desastre que podría haber causado un daño irreparable al programa. En realidad, el vuelo de Carpenter había arrojado dudas sobre la capacidad del sistema Mercury para realizar un vuelo prolongado como el de 17 órbitas de Titov. ¿Y por qué había estado a punto de ocurrir aquella catástrofe? Porque Carpenter había insistido en comportarse como un astronauta omnipotente y omnisciente. Él no tenía por qué hacer caso de las sugerencias y advertencias de meros comparsas. Parecía creer que el astronauta, el pasajero de la cápsula, era el alma y el corazón del programa espacial. Todo el resentimiento de los ingenieros por el status encumbrado de los astronautas salió entonces de su jaula, al menos dentro de la NASA. Fuera de la NASA, en público, nada debía cambiar. Carpenter, como Grissom antes que él, era un tipo valeroso y ejemplar. Sólo había habido unos momentos de peligro al final del vuelo. Un vuelo perfecto: adelante, que le den las medallas y que le agasajen.
Y una vez abierta la herida, algunos se pusieron muy contentos al ver que se elaboraba la siguiente teoría respecto al vuelo de Carpenter: Carpenter no sólo había desperdiciado combustible al dedicarse a jugar allá arriba con los controles de posición de la cápsula, haciendo sus amados «experimentos»; no, Carpenter se había puesto además nervioso, cuando por fin se había dado cuenta de que estaba quedándose sin combustible. La prueba de esto era que se le había olvidado desconectar el sistema manual cuando pasó al vuelo por cable, con lo que agotó por completo la reserva de combustible. Y luego le había dominado el pánico. Por eso no pudo colocar la cápsula en el ángulo correcto y por ello no pudo activar correctamente los retrocohetes, y por ello entró en la atmósfera en un ángulo tan alto. Estuvo a punto de salirse en vez de entrar en la atmósfera, estuvo a punto de desviarse y perderse en la eternidad, porque, ¡se dejó dominar por el pánico! ¡Allí! ¡Eso fue lo que pasó! Era la peor acusación que podía hacerse contra un piloto en el gran zigurat del vuelo. Significaba que un hombre había perdido de la peor forma toda la cuantía que tuviera de Lo Que Hay Que Tener. Se había dejado dominar por el miedo. Era un pecado para el que no existía redención. ¡¡Condenación eterna!! Una vez pronunciado este veredicto, no había juicio que se considerase demasiado vil. ¿Oíste su voz en la grabación justo antes del reingreso? ¡Se palpaba el pánico! En realidad, no habían podido palpar nada. Carpenter hablaba en tono muy parecido al de Glenn y estaba bastante menos nervioso que Grissom. Pero si uno quería palpar el miedo, sobre todo en las palabras que un hombre casi tenía que jadear por la presión de la fuerza gravitatoria, si eso era lo que uno buscaba, pues lo encontraba. Además, qué demonios, en realidad Carpenter nunca había tenido Lo Que Hay Que Tener. Eso era evidente. Había renunciado hacía mucho. ¡Había optado por aviones multimotores! (ahora sabemos por qué). Sólo tenía doscientas horas de vuelo en reactores. Estaba allí sólo por un azar del proceso de selección. Y etcétera, etcétera. Había que ignorar algunos datos objetivos, por supuesto. El pulso de Carpenter se mantuvo más bajo, durante el reingreso y durante el lanzamiento y el vuelo orbital, que el de cualquier otro astronauta, incluido Glenn. Nunca superó los 105, ni siquiera en el punto más crítico del reingreso. Podía argumentarse que el pulso no era indicación fidedigna del temple de un piloto. Scott Crossfield tenía pulso rápido crónico, y estaba en primera división con Yeager. Sin embargo, era inconcebible que un hombre dominado por el pánico, en una emergencia de vida o muerte, en una situación crítica que no duraba unos segundos sino veinte minutos, era inconcebible que un hombre tal mantuviera los latidos cardíacos en menos de 105 durante todo el rato. El índice de latidos cardíacos podía saltar, aun en el caso de un piloto, a más de 105 sólo por el hecho de que algún cabrón se hubiera colado delante de él en la revisión médica. Podía alegarse que Carpenter se había equivocado en el reingreso, pero acusarle de pánico carecía de sentido, teniendo en cuenta los datos telemétricos de sus latidos cardíacos y de su ritmo respiratorio. En consecuencia, había que ignorar los datos objetivos. Una vez iniciado el proceso, tenía que proseguir a toda costa la denigración de Carpenter.
Esta denigración cumplía diversos fines al mismo tiempo. Hacía que los demás parecieran verdaderos pilotos y no simples ocupantes de una vaina. Un tipo lo tenía o no lo tenía, tanto en el espacio como en el aire. Como todo piloto sabía en el fondo de su corazón (¡niégalo, si quieres!), hacía falta que existiesen ineptos para que destacase tu condición de auténtico piloto, para que se viese claramente que tenías Lo Que Hay Que Tener. ¿Esto implicaba el que hubiese de asignarse a Carpenter el papel del inepto? La lógica no importaba ya, sobre todo teniendo en cuenta que nada de esto podía expresarse abiertamente: a efectos públicos, no podía haber ningún fallo en el programa de vuelos espaciales tripulados. La pura lógica tendría que haber planteado esta cuestión: ¿Por qué elegir a Carpenter y no a Grissom? Grissom había perdido la cápsula y luego había esgrimido la clásica respuesta de piloto en caso de error grave: «No sé lo que pasó, el aparato se descontroló». La telemetría mostraba que el corazón de Grissom había estado al borde de la taquicardia varias veces. Justo antes del reingreso en la atmósfera, su índice cardíaco había alcanzado los 171 latidos por minuto. Incluso después de que Grissom estuviera sano y salvo en el portaaviones Lake Champlain, su índice cardíaco era de 160 latidos por minuto, el ritmo respiratorio muy rápido, y tenía la piel caliente y húmeda; no quería hablar del asunto, sólo quería dormir. Era el cuadro clínico típico del hombre que se ha visto dominado por el pánico. ¿Por qué, pues, no se había elegido a Grissom como el inepto, si es que había que buscar uno? Pero la lógica nada tenía que ver con el asunto. Se había entrado en el terreno de las creencias mágicas. En la vida diaria, el formidable y pequeño Gus vivía la vida de los que tenían Lo Que Hay Que Tener. Era un firme soporte de la bandera operativa. Aquí se unían el destino de Gus y el destino de Deke. Deke lo había dicho siempre: hace falta un piloto de pruebas operativo experimentado allá arriba. Gus y Deke eran grandes camaradas. Habían estado volando juntos tres años, habían cazado juntos, habían bebido juntos; sus hijos habían jugado juntos, ambos estaban comprometidos con la palabra santa: operativo. Schirra estaba con ellos en este capítulo concreto, y también los apoyaban Shepard y Cooper.
Deke tenía muchos motivos para estar agradecido a Shepard. Un día, Al reunió a los otros muchachos y les dijo: «Escuchad, tenemos que hacer algo por Deke. Tenemos que hacer algo por devolverle su orgullo». Shepard sugirió que Deke se convirtiese en una especie de jefe de astronautas, con oficina, título y deberes oficiales. Todos apoyaron la idea y se la transmitieron a Gilruth, y Deke muy pronto tuvo el título de «Coordinador de actividades de los astronautas». Puede que en la NASA algunos pensaran que aquello sería un trabajo sustituto y protocolario para el astronauta caído; se equivocaban, subestimaban a Deke. Deke era un individuo mucho más listo y resuelto de lo que parecían indicar sus modales de tundra de Minnesota. El nuevo cargo le permitió canalizar su tremenda energía congelada. La jerarquía de la NASA era aún un vacío político, y Deke se dispuso a llenarlo, con una venganza, en realidad. Deke pronto fue un poder en la NASA, un hombre con quien había que contar, y sus objetivos nunca variaban: cuanto más poder acumulaba, más oportunidades iba teniendo de variar la decisión que le impedía volar. Justicia, simple justicia operativa en nombre de Lo Que Hay Que Tener.
Operativa; la palabra tenía ahora nuevo poder, y empezó a formarse una especie de corolario a la teoría del vuelo de Carpenter. La agenda de Carpenter estaba sobrecargada por los experimentos de Pepito Bombilla. Los científicos, que eran los que ocupaban hasta entonces el escalafón más bajo de la NASA, echaron el resto en aquel vuelo, y los resultados estaban allí y todos podían verlos. Carpenter se había tomado en serio todo aquel rollo Científico Loco, y esa había sido la causa de sus problemas. Se entregó tanto a sus diversas «observaciones», que se retrasó en la lista de operaciones y se puso nervioso y luego la pifió. Todo aquel asunto de los científicos podía esperar. En aquel momento, en la crítica fase operativa del programa, el período crucial de la auténtica Prueba de vuelo, no era sólo pura palabrería sino algo peligroso. Había demasiados doctores de mierda metidos en aquel asunto, además (¡bastaba ver lo que le hacían a Deke!). Y encima, tenían que vérselas con dos psiquiatras. Personalmente, eran bastante buenos tipos, en realidad, Ruff y Korchin, pero no hacían más que estorbar. Qué demonios era todo aquello de mear en bolsas y acertar en circulitos con un lápiz, después de acabar de jugarte el pellejo en un vuelo espacial. Ni siquiera habían sido capaces de darse cuenta de que Carpenter se había dejado dominar por el pánico. A ellos les había parecido entusiasmado, muy despierto, lleno de energía, listo para despegar y hacerlo todo otra vez. Con el traslado de Langley a Houston, la NASA no invitó a los dos psiquiatras a seguir con el programa. Muchas gracias, caballeros, y cuidado no les dé en el trasero el pomo de la puerta.
En este punto, la opinión de Grissom, la de Slayton y la de Schirra coincidía con la de Kraft y la de Walt Williams. Kraft y Williams también pensaban que los experimentos no operativos debían reducirse a un mínimo en aquella etapa del programa espacial. A partir de entonces, cuando alguien decía otra cosa, no tenías más que alzar los ojos y levantar las manos y decir: ¿Quieres otro vuelo como el de Carpenter?
El 11 y el 12 de agosto, la poderosa Integral golpeó de nuevo, y entonces ya absolutamente nada podía poner coto a la teoría operativa. El 11 de agosto, los soviéticos lanzaron la Vostok 3. Al principio, parecía una repetición del vuelo de un día de Titov, ¡pero no! Exactamente veinticuatro horas después, el Planificador Jefe lanzó la Vostok 4 y las dos naves volaron juntas, en equipo, a unos cinco kilómetros una de la otra. ¡A unos cinco kilómetros una de la otra en el espacio infinito! Los soviéticos hablaban de «vuelo de grupo», como si los dos cosmonautas, Nikolayev y Popovich, volasen en formación. En realidad, no podían alterar su ruta de vuelo lo más mínimo, y su proximidad se debía únicamente a la presión con que el segundo Vostok se lanzó cuando empezó a orbitar el primero, pero sólo esto parecía ya una hazaña de incalculable perfección. La Bestia Victoriana y muchos congresistas parecían estar al borde de la histeria. Formaciones enteras de guerreros espaciales soviéticos lanzando relámpagos contra Schenectady, Horcas Grandes, Oklahoma City. ¡El Planificador Jefe jugaba con ellos una vez más! Cualquiera sabía cuál iba a ser la siguiente sorpresa (sería grande, sin duda). En fin, ya no había duda. Nada de densitómetros ni globos multicolores y otros cacharros de los batasblancas (¡no más pilotos con mentalidad no operativa!). Todo esto, explica el carácter especial que tuvo el vuelo realizado por Wally Schirra el 3 de octubre.
Schirra llamó a su cápsula Sigma 7, y con eso estaba dicho todo. Scott Carpenter había llamado a la suya Aurora 7, Aurora. La aurora rosada, la aurora de la era intergaláctica, las incógnitas, el misterio del universo, la música de las esferas, Petrarca en la cima de la montaña, etcétera. Mientras que Sigma, Sigma era un símbolo puramente de ingeniería. Indicaba el total, la solución del problema. A menos que hubiera ido al grano directamente y hubiera llamado a la cápsula Operativa, no podría haber elegido mejor nombre. Porque el objetivo del vuelo de Schirra era demostrar que no tenía por qué haberse realizado el de Carpenter. Schirra haría seis órbitas (el doble que Carpenter) y utilizaría la mitad de combustible y aterrizaría justo en el objetivo previsto. Todo lo que no tuviera que ver con ese propósito debía eliminarse del vuelo. El vuelo del Sigma 7 estaba destinado a ser el Armagedón, la derrota decisiva y final de las fuerzas de la ciencia experimental en el programa espacial tripulado. Y fue exactamente eso. Schirra se ajustaba tan perfectamente a la imagen de individuo alegre y jovial, que a menudo la gente no se daba cuenta de lo formidable que podía ser. Pero lo que él pretendía, en realidad, era mantener una tensión equilibrada. Sus bromas, sus chistes, sus intervalos volantelocotecacé le daban cuerda suficiente cuando llegaba el momento para controlar las cosas e imponerse a ellas. Wally poseía, en la misma medida que Shepard, el instinto del hombre de academia, del caudillo, del comandante, del capitán de la nave. Pero operaba de una forma distinta. Tenía temple; tenía «la voluntad indiscriminada de enfrentar el peligro» pero no temía mostrar sus sentimientos cuando pareciera dictarlo la estrategia. Si iba a ser su espectáculo, insistía en dirigirlo. Y era lo bastante listo para percibir las directrices políticas de una situación determinada. Después de haber seguido de cerca cuatro vuelos, Wally había podido darse cuenta de que el secreto de una misión positiva estribaba en una lista de operaciones simplificada con espacios en blanco entre tarea y tarea. Cuantas menos tareas te asignasen, más posibilidades tenías de hacer un vuelo perfecto. Y no sólo eso, si podías controlar la lista de operaciones, podías proporcionar a tu vuelo un tema, un objetivo claro que todo el mundo pudiera captar de inmediato y al que pudiera reaccionar. El tema de Wally en este vuelo fue Precisión Operativa, lo cual, traducido, significaba ahorrar combustible y aterrizar en el lugar previsto. Dado que las fuerzas operativas se alineaban ya hombro con hombro, era posible mantener fuera de borda la mayoría de los novedosos artículos que ingenieros y científicos tenían pensados para el vuelo.
Se decidió que una de las principales pruebas operativas de Wally consistiría en bloquear todos los sistemas de control de posición, tanto el automático como el manual, y dejar la cápsula a la deriva en cualquier posición que le hiciese adoptar su propia inercia, cabeza abajo (respecto a la Tierra), dando volteretas, desviándose a un lado y a otro, lo que fuese. Cuando Scott se enteró del asunto, le dijo a Wally que no consideraba aquello necesario. Él había ido a la deriva durante la mayor parte de la última órbita, con el objeto de conservar combustible para el reingreso, y había demostrado sobradamente, a su juicio, que se podía mantener la cápsula derecha o dejarla girar o situarla en cualquier posición y que no resultaba desorientador ni incómodo en ningún sentido. ¿Por qué no aprovechaba Wally el período de deriva propuesto para otros fines? Wally dijo que no, que él quería dedicar su vuelo a la experimentación con el vuelo a la deriva y el ahorro de combustible, para preparar el camino a otras misiones de larga duración.
Luego, Scott se enteró de que se habían celebrado sesiones de planificación y que a él no se le había informado. No se trataba de que Scott tuviera que participar oficialmente en la planificación del vuelo de Wally, y no era insólito el que en las pruebas de vuelo un piloto tuviese un círculo personal concreto de colegas y de auxiliares con los que prefiriese consultar. Pero, a pesar de esto, todos podían recordar lo mucho que Scott había estimado los consejos de John Glenn antes de su vuelo. En realidad, una de las preocupaciones de Scott había sido el no poder pasar más tiempo con John debido a las ocupaciones de este. John, en su papel de héroe número uno de la NASA, se veía precisado a realizar numerosas tareas auxiliares. Pero, siempre que John estaba disponible, Scott (y también los ingenieros) querían que estuviera presente en la reunión. Wally se quejaba también de que John no estuviese presente. Incluso, causó cierto revuelo cuando dijo a Walter Cronkite en una entrevista grabada que John tenía que pasar tanto tiempo fuera en el circuito de los banquetes, que estaba prácticamente perdido para el programa. Pero no se quejaba de la ausencia de Scott. Scott empezó a sacar la conclusión de que Kraft y Williams estaban dando demasiada importancia al hecho de que se hubiera desviado aquellos 400 kilómetros del objetivo previsto en el vuelo. La posibilidad de que hubiese gente (pilotos) diciendo que se había dejado dominar por el pánico ni siquiera se le pasó por la cabeza.
Dado el objetivo del vuelo, que era demostrar que un piloto templado podía recorrer el doble de ruta que Carpenter con la mitad de combustible y con una precisión diez veces mayor, Schirra logró una eficiencia formidable. Desde el momento en que despegó aquella mañana, estuvo tan tranquilo y controlado como podía estarlo un ser humano situado sobre un cohete. Unos cuantos días atrás, Wally había hecho a Dee O’Hara. la enfermera, objeto de uno de sus caíste patentados. Una de las tareas de la enfermera era recoger muestras de orina. Así que le entregó a Wally la botellita habitual y le pidió que le llevase una muestra y la dejase sobre su escritorio. La enfermera entra en su oficina y sobre el escritorio no está la botellita sino una enorme jarra que contiene unos veinte litros de un líquido ambarino con una capa de espuma por encima. No podía ser, pero ¿y si era? Y, en fin, la enfermera se acerca y pone las manos en los lados de la jarra para ver si está templado, y…
—¡Caíste!
… y se vuelve y allí está Wally atisbando en la puerta, él y su cara resplandeciente y dos de los muchachos. Ha preparado aquel líquido con agua, tintura de yodo y detergente. Al día siguiente, Dee O’Hara ofrenda a Wally una bolsa de plástico claro, un chisme grande, de metro veinte de largo, y le dice que es el receptáculo de la orina para el vuelo, que sustituye el aparatito tipo condón que habían utilizado Grissom, Glenn y Carpenter. ¡Caíste! Así que hoy, la mañana de su vuelo, aquí llega Wally pasillo adelante por el Hangar S con su albornoz, camino de la sala de médicos. Bamboleándose bajo el albornoz y arrastrando por el suelo, entre sus piernas, va la inmensa bolsa de plástico. Pasa junto a Dee O’Hara, como si fuera a ponerse el traje con aquello. ¡Caíste! Y arriba sigue con el mismo buen humor. Fue todo aquel día Wally el Jovial, del principio al fin. Estuvo asombroso. En ningún momento pareció una persona sometida a la tensión de un nuevo tipo de prueba de vuelo. Era como oír a un viejo camarada en la barra de un bar tomando una cerveza y rememorando con toda tranquilidad. Prácticamente, logró ser más yeageriano que Yeager. En cuanto se desprendió la torre de emergencia, indicando la culminación positiva de la parte plenamente propulsada de su ascensión, Schirra la vio cruzar el cielo y dijo:
—Esa torre es un verdadero sayonara.
Chris Kraft, el director de vuelo, dio su aprobación a la primera órbita, y Deke Slayton, el comunicador de cápsula del Cabo, le dijo a Schirra:
—Tienes el visto bueno de Centro Control.
—Tú tienes el mío. Y es gordo de veras —dijo Schirra.
Y entonces, Slayton dijo:
—¿Eres hoy una tortuga?
—Sólo por el grabador VOX —dijo Wally.
Luego habló para la grabadora, cuyo micrófono no estaba conectado con el circuito radiofónico abierto: —Puedes apostar a que soy tu dulce culo— dijo.
El Club Tortuga era uno de los juegos caíste de Wally. Si un buen camarada que jugase al juego tortuga se encontraba en público con otro buen camarada (a ser posible en compañía de gente muy seria) y le lanzaba la pregunta «¿Eres una tortuga?», el buen camada tenía que contestar: «Puedes apostar a que soy tu dulce culo», en voz bien alta; o convidar a todos los demás a una ronda. Esto sucedía a los tres minutos cuarenta y un segundos de iniciarse el vuelo. Wally estaba ya manteniendo una tensión equilibrada.
Se consagró en especial a la tarea de ahorrar agua oxigenada. Normalmente, cuando el cohete impulsor se separaba de la cápsula, esta se hacía girar mediante el sistema de control automático, lo cual consumía una notable cantidad de combustible. Así que Schirra lo hizo girar manualmente, utilizando sólo los propulsores inferiores, del sistema de vuelo por cable, los de dos kilos de potencia. Pronto estaba diciéndole a Deke, a Cabo Cañaveral: «Estoy en actitud chimp en este momento y la cápsula vuela maravillosamente». Empezó a utilizar esta frase «actitud chimp». En los vuelos de chimpancés, la posición de la cápsula se había controlado automáticamente todo el tiempo. La actitud chimp era una pequeña ironía dirigida a todos los emplazados en el poderoso zigurat, fuesen astronautas o «pilotos de sueño» del X-15, que estaban al corriente del estribillo: «El primer vuelo lo hará un mono». Las continuas referencias de Schirra a la actitud chimp equivalían a decir: «¡Qué más da! Mirad, os paso el maldito mono por las narices». Pero en cuanto pudo, pasó a lo que llamó actitud a la deriva. Se limitó a dejar que la cápsula girara en cualquier dirección que quisiera, tal como había hecho Scott en su última órbita.
—Estoy como en un baile aquí a la deriva —dijo Wally—. Lo paso tan bien que aún no he comido.
Cuando llegó sobre California durante la cuarta órbita, John Glenn, que hacía de comunicador de cápsula en Punta Arguello, recibió instrucciones de pedirle que dijese algo para transmitir en directo por la televisión y por la radio.
—Ja, ja —dijo Wally—. Supongo que lo más adecuado sería una vieja canción, «A la deriva y soñando», pero en este momento, no tengo posibilidad de soñar. Estoy disfrutando demasiado.
Cuando pasó sobre Sudamérica, le pidieron que dijera algo en español para transmitir en directo.
—Buenos días a todos —dijo Wally, y a los latinos les encantó.
Después de casi cuatro órbitas, Wally, a la deriva y cotorreando y parloteando, tranquilo, relajado, una tortuga al fin, apenas había consumido un 10 por ciento del combustible. Ya había hecho una órbita más que Carpenter y que Glenn. Había flotado sin maniobrar y (como le había dicho Scott) eso no planteaba ningún problema. En estado de ingravidez no había sensación de arriba o abajo. Era evidente que podías enviar una cápsula Mercury para un vuelo de 17 órbitas como el de Titov, si querías. Cuando Schirra pasó sobre el Cabo, Deke Slayton dijo:
—Vuelo querría hablar contigo ahora.
«Vuelo» significaba el director de vuelo, el propio Kraft, que se incorporaba al circuito.
—Lo estás haciendo muy bien —dijo Kraft—. ¡Creo que estamos demostrando lo que queríamos, muchacho!
Glenn estaba sentado delante del micrófono en la estación de seguimiento de Punta Arguello. Scott estaba sentado frente a un micrófono en la estación de seguimiento de Guaymas. Kraft nunca se había incorporado al circuito para decir algo así a ninguno de ellos. Scott empezaba a comprender qué era lo que querían demostrar.
Cuando se aproximaba a la terminación de su sexta y última órbita, Wally comunicó que le quedaba el 78 por ciento del combustible tanto en el sistema automático como en el manual. Había volado el doble que Glenn y que Carpenter, y podría haber hecho otras quince vueltas o así si hubiera querido. Uno de los auxiliares de Kraft, un ingeniero llamado Gene Kranz, se incorporó al circuito y dijo a Wally:
—¡Bueno, esto es lo que yo llamo un verdadero vuelo de pruebas de ingeniería!
Scott captó el mensaje en su sistema nervioso central antes incluso de que su razón lo analizara. No como el anterior, estaba diciendo el ingeniero. Incluso parecía indicar… a diferencia de los dos anteriores.
Para culminar un triunfo operativo, Schirra ya sólo tenía que aterrizar en el objetivo previsto. Carpenter había aterrizado a unos 400 kilómetros del objetivo. Cuando inició el descenso hacia la atmósfera, Wally le dijo a Al Shepard, el comunicador de cápsula de las Bermudas, que estaba cerca del objetivo previsto: «Creo que me van a poner en el ascensor número 3». Se refería al ascensor número 3 que se utilizaba para elevar los aparatos aéreos hasta la cubierta de vuelo del portaaviones Kearsage. Esto era una pequeña metonimia de Schirra para indicar «justo en el blanco». Oh, sí. Y de hecho, aterrizó a unos 7 kilómetros del portaaviones. Los que se arremolinaron en la cubierta de vuelo, pudieron verle bajar con su gran paracaídas. Carpenter, al caer al mar, había notado la cápsula muy caliente, muy incómoda, y había salido por el cuello de la misma y esperado en la balsa a que llegaran los aviones de rescate. También Glenn se había quejado del calor. El traje de Schirra tenía un sistema de refrigeración mejor, y él parecía dispuesto a seguir en la cápsula indefinidamente. Rechazó la oferta de un helicóptero para llevarle hasta el portaaviones. Qué prisa había. Permaneció en la cápsula mientras le remolcaron en una barca ballenera de motor hasta el portaaviones. En cuanto llegó al Kearsage, dijo a los médicos: «Me siento estupendamente. Fue un vuelo de manual. Salió exactamente como yo quería».
La frase se convirtió en el veredicto sobre el vuelo de Schirra: «Un vuelo de manual». Había hecho todo lo que figuraba en la lista de operaciones. Su eficacia había sido de un cien por cien. Había logrado demostrar que se podían hacer seis órbitas a la Tierra sin apenas mover una mano ni activar un músculo y sin utilizar más de medio kilo de combustible ni gastar un solo latido cardíaco extra y sin ceder, ni un solo instante, a la tensión psicológica, descendiendo con la nave a un punto determinado de la inmensidad del océano. Sigma, culminación, lo que queríamos demostrar: ¡Operativo!
Wally volvió para celebrar el vuelo en Houston y Florida y tuvo un gran «día de Wally Schirra» en su pueblo natal de Oradell, Nueva Jersey. Al día siguiente, fue a la Casa Blanca a que le felicitase el presidente Kennedy, que le condecoró con la Medalla de Servicios Distinguidos. Todo resultó bastante breve e informal, sin embargo, y un poco decepcionante. Una charla, unas sonrisas, unas fotos con el jefe del Ejecutivo en la Oficina Oval, y se acabó. Era el 16 de octubre. Wally se enteraría después de que Kennedy acababa de ver pruebas fotográficas, obtenidas con vuelos de U-2, de que los soviéticos habían instalado bases de proyectiles en Cuba. El presidente no había suspendido su entrevista con el astronauta sólo para guardar las apariencias, para impedir que trascendiese la situación crítica que se estaba creando.