El voto

Hasta el escenario era deprimente. Lo único que había que ver era la nieve cayendo sobre la carretera y la raquítica vegetación desplegándose en movimiento lento. Entre Langley y Arlington, hasta los bosques parecían raquíticos. Había caído una tormenta de nieve el día anterior, pero el paisaje era tan mísero que ni siquiera la nieve le favorecía. Por la radio del coche se oía a John F. Kennedy que pronunciaba su discurso de toma de posesión. Se oía mal, la voz iba y venía entre una tormenta de ruidos parásitos. El locutor, que hablaba en susurros, como si estuviera describiendo un campeonato de tenis, había dicho que en Washington estaban a 10 grados bajo cero y que el viento soplaba sobre la colina del Capitolio y que Kennedy no llevaba sombrero ni abrigo. El tono de voz de Kennedy era extrañamente alto y agudo. Parecía gritar para entrar en calor. Y soltaba gran cantidad de sonoras figuras retóricas. Pero John Glenn no captaba las palabras, mientras conducía; pasaban ante él como la nieve y los pinos achaparrados y raquíticos de fuera.

Lo cual resultaba irónico, pues al principio, Loudon Wainwright creía que Glenn estaba totalmente atento al discurso del nuevo presidente. Accionaba el botón, luchando contra los ruidos parásitos, intentando captar mejor la transmisión. Cuando Wainwright hacía algún comentario sobre la marcha, Glenn callaba. Wainwright era uno de los escritores de Life que debía hacer las biografías de los astronautas, y había llegado a conocer a Glenn bastante bien. Glenn le llevaba al Aeropuerto Nacional antes de volver a su casa. No habría sido raro que John se mostrara dispuesto a digerir todas las palabras y matices del discurso de Kennedy. John era una de esas raras celebridades que se ajustan bastante a la publicidad que se hace de ellas. Se tomaba verdaderamente en serio lo de Dios, patria y hogar. Incluso era propio de él tomarse muy en serio un discurso presidencial de toma de posesión. Pero luego, Wainwright advirtió que John no sólo no mostraba reacción alguna a lo que él le decía, sino que tampoco reaccionaba a lo que decía Kennedy. Estaba a muchos kilómetros de distancia, como suele decirse, y no se sentía demasiado feliz por ello.

Lo curioso, considerando lo sucedido el día anterior, era que durante unos tres meses se había apagado el profundo sentimiento competitivo que había entre los siete. Todo el Proyecto Mercury, incluidos los astronautas, había pasado por su problema grave, no, espantoso. Tras el desastre del MA-1 y el desastre del corcho de botella de vino espumoso, había dejado de plantearse la cuestión de quién realizaría el primer vuelo, para plantearse la de si alguno de ellos llegaría a salir al espacio, e incluso a seguir ostentando el título de astronauta.

Lógicamente, habría sido espantoso para Bob Gilruth, Hugh Dryden, Walt Williams, Christopher Kraft y todos los dirigentes de la NASA el que se cancelase el Proyecto Mercury por las demoras o por ineptitud o por cualquier otra causa. ¡Pero para ellos nunca sería tan terrible como para los astronautas! ¡Oh, no! El que después de proclamarles los siete tipos más valientes de Norteamérica, los intrépidos conquistadores del espacio, después de aparecer en la portada de Life, de que los obreros de San Diego se muriesen por su pellejo y no hubiese un solo bomboncito en ambas costas que no bebiese los vientos por ellos, que luego te dijesen: «Muchísimas, gracias, pero hemos cancelado todo este asunto». ¡Se convertirían en segundones insignificantes! ¡Volverían al uniforme, a las Fuerzas Aéreas, a la Marina, a la Infantería de Marina, saludando y aleteando al viento como los siete tipos más ridículos de todo el Ejército!

Bastaba imaginarlo, y era difícil imaginarlo a finales de 1960. Todos ellos, astronautas, administradores, ingenieros, técnicos, se sintieron de pronto tan atribulados que se inició una fase tipo tren de vagones. Todos, desde la cúspide a la base, se lanzaron a trabajar como pioneros asediados. Pasó a ser de suma importancia adelantar el programa Redstone-Mercury antes de que el nuevo presidente y su asesor científico Wiesner tuvieran tiempo de intervenir. La frenética esperanza era terminar algunas pruebas que acercasen el programa al primer vuelo pilotado hasta tal punto que Kennedy no pudiera permitirse desmantelar el proyecto sin permitirles intentarlo por lo menos una vez. Así que todos se lanzaron a ganar la cima del siguiente cerro, prescindiendo de las precauciones normales. Se redujo drásticamente el número de pruebas no pilotadas. Se programaron pruebas una tras otra, de modo que pudiese programarse en tres meses el primer vuelo pilotado. Estaban dispuestos a intentar cosas que nunca se les había ocurrido hacer antes. En vez de preparar un nuevo cohete para el siguiente experimento, utilizaron el que había quedado en la plataforma del lanzamiento tras el desastre del corcho de botella de vino espumoso. En fin, no había estallado; sólo se había negado a abandonar la Tierra.

Este era el ambiente que se respiraba (¡Adelante! ¡Más allá! ¡A por la siguiente colina! ¡No hay que mirar atrás!) cuando Bob Gilruth convocó a Glenn y a los otros seis a una reunión en la oficina de Langley poco antes de Navidad. Gilruth siempre había sido comprensivo con ellos; y ahora que la carrera se había iniciado, se veía escrito en su rostro el interés que tenía por ellos. El mensaje parecía ser: «Es terrible, pero me veo obligado a mandar allá arriba a uno de vosotros, muchachos, sin tomar todas las precauciones que me gustaría tomar». Cuando se reunieron en su oficina, les explicó que quería que hicieran una pequeña «votación entre iguales» con las siguientes bases: «¿Quién crees que debería hacer el primer viaje si no pudieras hacerlo tú mismo?». Los militares conocían bien las votaciones entre iguales. Se habían utilizado entre veteranos en West Point y en Annapolis durante un tiempo. En realidad, durante el proceso de selección de astronautas, los grupos de finalistas hicieron votaciones de iguales en Lovelace y en Wright-Patterson. Pero estas votaciones nunca habían sido más de lo que eran prima facie: una indicación de la opinión que tenían unos de otros, fuese por razones de profesionalismo o de amistad o de envidia o lo que fuese. Los pilotos consideraban este tipo de votación una pérdida de tiempo, porque, en el aire, un tipo o tenía Lo Que Hay Que Tener o no lo tenía. Y una carrera militar, sobre todo entre los que tenían «la voluntad indiscriminada de afrontar el peligro», no era una lucha de personalidades. Pero en la profunda preocupación de que daba indicios Bob Gilruth había algo más. Tenían que pensarse bien el asunto y escribir en un papel el nombre del elegido y depositarlo en la oficina de Gilruth. La expresión de Bob Gilruth activaba un timbre de alarma neurológico.

Aun así, la animación que se percibía en toda la NASA era terrible en aquellas Navidades. Todos trabajaban como fanáticos. Las propias Navidades eran sólo una breve tregua en la loca carrera. Los escalones burocráticos ya no significaban nada. Cualquiera que trabajara en el proyecto podría ir sin más a ver a cualquier otro para consultarle cualquier problema que surgiese. En Langley, si algún GS-14 quería hablar directamente con Gilruth, lo único que tenía que hacer era esperar en la cafetería la hora del almuerzo y acercarse a él cuando hiciera cola, con su bandejita, a lo largo de la tubería de acero inoxidable. El día no tenía bastantes horas para hacer lo que había que hacer.

El 19 de enero, el día antes de la toma de posesión de Kennedy, Gilruth volvió a convocar a los siete en la oficina de los astronautas. Dijo que lo que estaba a punto de explicarles era estrictamente confidencial. Como todos sabían, dijo, el plan original había sido elegir al piloto del primer vuelo poco antes del vuelo mismo. Pero se lo había pensado mejor, porque parecía claro ya que el primer piloto debía tener máximo acceso al instructor de procedimiento y a otros servicios de adiestramiento durante las últimas semanas previas al vuelo. En consecuencia, se había decidido quién debía ser el primer piloto, y quiénes serían los dos hombres que le respaldarían como auxiliares en el primer vuelo. A su debido tiempo, se facilitaría a la prensa el nombre de los tres elegidos, pero no se revelaría que había sido elegido ya el primer piloto. A la prensa y al público sólo se les comunicaría que sería uno de aquellos tres hombres. Los tres pasarían por el mismo entrenamiento, como si se siguiese estrictamente el plan original, y así, se ahorraría al primer piloto la presión pública que habría de soportar en caso contrario.

Dijo también que había sido una decisión muy difícil, porque los siete habían trabajado mucho, y sabía que cualquiera de ellos era capaz de realizar el primer vuelo. Pero no habían tenido más remedio que tomar una decisión. Y la decisión era que el primer piloto sería Alan Shepard. Los pilotos auxiliares serían John Glenn y Gus Grissom.

Para Glenn la noticia fue fulminante. La causa, el efecto y los ofensivos resultados cayeron sobre él en un fogonazo, y se quedó paralizado. Al miraba fijamente al suelo. Luego, alzó la vista hacia él y hacia el resto con un relampagueo en los ojos, resistiendo la tentación de esbozar una sonrisa de triunfo. ¡Sin embargo, Al había triunfado! Era increíble, y sin embargo, era cierto. Glenn sabía lo que tenía que hacer y se obligó a hacerlo. Se forzó a esbozar la más viva sonrisa de subcampeón y a felicitar a Al y a darle un apretón de manos. Luego, los otros cinco hicieron lo mismo, acercándose a Al con vivas sonrisas y estrechándole la mano. Era una cosa increíble, y sin embargo había sucedido: Glenn estaba absolutamente seguro de ello. Tener que pasar por el calvario de designar a alguien para que se sentara sobre el primer cohete, ¡un voto de iguales! Después de que él. Glenn, se hubiera pasado 21 meses haciendo todo lo humanamente posible por impresionar a Gilruth y a los demás directivos de la NASA, todo había acabado en una prueba de popularidad entre los muchachos.

¡Un voto de iguales! ¡Era increíble! Todas las maniobras que había hecho Glenn se volvían en su contra en el voto de iguales. En esta votación, él era el mojigato presuntuoso que se había levantado en una reunión como el propio Calvino para decirles a todos que mantuvieran la bragueta cerrada y la mecha seca. Era el muchacho aplicado que se había levantado todas las mañanas al amanecer y había hecho todas aquellas carreras ostentosas, intentando dejar mal a todos. Era el mojigato que vivía como un mártir cristiano primitivo en el pabellón de solteros. Era el buen padre de familia que andaba con un Peugeot desvencijado, que era como un solitario faro de contención y sacrificio en medio de una pandilla de locos de los coches.

Pero Al Shepard el Sonriente. Al el Sonriente era el jinete de caza por antonomasia, si se trataba de una votación de iguales. Era Su Señoría de Langley y el Rey del Cabo. Ostentaba el aura del audaz piloto. Dado que llevaban 21 meses sin hacer prácticamente un vuelo, no había habido posibilidad de que Glenn ni ningún otro impresionara a los demás en el aire, así que todo se redujo a la cuestión de qué otro, aparte de él, de Glenn, el Santo Ofensivo, parecía corresponder más a la imagen del audaz piloto. No era sólo una prueba de popularidad, era una prueba de popularidad cosmética. ¿De qué otro modo podía juzgarlo él? Era como si los últimos 21 meses de entrenamiento no hubiesen existido.

Y, en fin, Glenn conducía ahora su coche de nuevo hacia casa, por el raquítico campo de Virginia entre andrajosos copos de nieve, para comunicarle a Annie la mala noticia secreta. Y el nuevo presidente aullaba por la radio del coche: «Unidos exploraremos las estrellas». ¡Shepard sería el primero! Era increíble. Shepard sería ¡el primer hombre que iría al espacio! ¡Sería famoso por toda la eternidad! Y algo aún más increíble: él, John Glenn, por primera vez en su carrera, sería uno de los que se quedaban atrás.

El cuartel general de los astronautas en la base del Cabo estaba en un edificio llamado Hangar S. Este hangar había sido reconstruido por dentro para instalar el instructor de procedimientos, una cámara de presión y la mayor parte de los otros servicios que necesitaría un astronauta para los preparativos finales del vuelo. Había habitaciones para albergarlos, un comedor, una sala de revisión médica, una sala de puesta a punto en la que el astronauta se pondría su traje de presión, una salida especial por donde el astronauta entraría en un camión que lo llevaría a la plataforma de lanzamiento, etc. Pero los muchachos pocas veces se quedaban allí, pues preferían mucho más los moteles de Cocoa Beach, y, claro está, aún no habían utilizado el Hangar S para un vuelo real. De hecho, las primeras criaturas que utilizaron plenamente el Hangar S, desde el instructor de procedimientos al lanzamiento del cohete, fueron los chimpancés. Los chimpancés estaban ya en el Hangar S la mañana anterior a la toma de posesión del presidente, cuando Gilruth comunicó a los siete hombres que Alan Shepard había ganado la competición para el primer vuelo. Los chimpancés llevaban allí casi tres semanas, listos para el primer vuelo. Los veterinarios de la base de las Fuerzas Aéreas de Holloman habían reducido el grupo original de 40 chimpancés a 18, y, por último, a 6, dos machos y cuatro hembras, y los habían llevado en avión al Cabo y los habían instalado en la parte posterior del Hangar S en un recinto alambrado. En el centro había dos remolques largos y estrechos, formado cada uno de ellos por dos unidades de dos metros cuarenta de anchura enganchados por los extremos. A su alrededor, había una variedad de remolques y camiones, entre ellos un camión de mudanzas especial para llevar a un chimpancé desde el Hangar S a la plataforma de lanzamiento. No se invitó a la prensa a visitar el pequeño aparcamiento de remolques, y la Gente Respetable tampoco se interesó por ello. La prueba de los chimpancés parecía sólo un aburrido preliminar más del acontecimiento principal. Ni siquiera la gente de la base tenía mucha idea de lo que estaba pasando detrás del Hangar S. Los monos se pasaban casi todo el día dentro de las dos unidades dobles de remolques. Los remolques eran casa y oficina, jaula y cubículo de condicionamiento operativo para los animales. Dentro de cada unidad había tres jaulas, dos instructores y una imitación de la cápsula Mercury. Los veterinarios con sus batas blancas y los ayudantes con sus camisetas blancas de manga corta y sus pantalones blancos de dril tenían una mitad de remolque para ellos; estaban en servicio permanente, turnándose las veinticuatro horas del día. Dentro de aquellos largos y estrechos remolques se realizó el mayor cuenteo de la breve historia del Proyecto Mercury. Todos los días, durante 29 días seguidos, en el corazón de los servicios espaciales norteamericanos, en la parte posterior de un gran hangar destartalado, en un remoto arenal, en la punta de Cabo Cañaveral, una tribu de seis escuálidos monos y veinte humanos vestidos de blanco, se levantaba muy temprano, y se ponía a trabajar, incansable, afanosamente, rascando y aleteando y rebotando por el interior de los remolques, clamando contra el destino y chillándose recíprocamente. Los humanos hacían revisiones físicas a los monos y los conectaban de arriba abajo, embutiéndoles termómetros de veinte centímetros por el recto, introduciéndoles medidores en la caja torácica, fijándoles las placas de estímulo psicomotriz en la planta de los pies, encorsetándoles en sus arneses de sujeción, atándoles con correas a sus cubículos de instrucción de procedimientos, cerrando las escotillas, presurizando los cubículos con oxígeno puro, insertando los cubículos en las falsas cápsulas Mercury y luego encendiendo las luces. Los monos tenían que accionar los mandos en el orden previsto, porque de lo contrario recibían grandísimas descargas eléctricas en la planta de los pies. ¡Cómo volaban sus dedos escuálidos! Los seis monos estaban muy flacos, como esos luchadores universitarios peso pulga con exceso de entrenamiento que habían dado tantas vueltas a la pista y tomado tanta vitamina B12 y tantos diuréticos en la mesa de entrenamiento que parecían pequeños fragmentos resecos de cartílago, nudos y ganglios nerviosos. Pero allí, detrás del Hangar S, aquellos cabroncetes eran capaces de manejar los cuadros de mandos del Mercury a la perfección.

Los humanos de bata blanca castigaban a los monos si fallaban en sus ejercicios de entrenamiento. El 30 de enero, la víspera del vuelo, hicieron la selección final. En principio, tenían previsto elegir al primer astronauta en esta misma etapa. Eligieron a un chimpancé macho como primer piloto y a una hembra como auxiliar. Las Fuerzas Aéreas habían comprado aquel macho a un suministrador del Camerún, África Occidental, hacía 18 meses, cuando el animal tenía unos dos años. Durante todo este tiempo, habían llamado a los animales con números. Este era el sujeto experimental número 61. Pero el día del vuelo, el nombre que se dio a la prensa fue el de Ham. Ham era un acrónimo de Holloman Aerospace Medical Center.

Antes del amanecer del 31 de enero, despertaron a Número 61 y le sacaron de la jaula, le dieron de comer, le hicieron una revisión médica, le colocaron los biomedidores (le colocaron las placas de castigo en los pies), lo pusieron en su cubículo, cerraron la escotilla y le despresurizaron. Otro maldito día con aquellos incansables humanos rompehuevos de bata blanca. Los veterinarios pusieron el cubículo en la camioneta y trasladaron al chimpancé a la rampa de lanzamiento, que quedaba fuera, junto al mar. El sol ya estaba alto, y se alzaba relampagueante un cohete blanco con una cápsula Mercury y una torre de emergencia arriba, y colocaron a Número 61 en un ascensor, sin sacarle del cubículo, en el andamiaje de lanzamiento que había junto al cohete y luego metieron el cubículo en la cápsula. Allí había más de 100 ingenieros y técnicos de la NASA, preparando el vuelo, controlando los cuadros de mando, y había también un equipo completo de veterinarios controlando los indicadores que comunicaban los latidos cardíacos del mono, su proceso respiratorio y su temperatura. Había centenares de hombres más de la NASA y de la Marina por el Atlántico, junto a las Bermudas, formando una red de comunicación y recuperación. Era la prueba más importante de toda la historia del programa espacial y todos se estaban esforzando al máximo.

Tardaron cuatro horas en poder activar el cohete. El mayor problema fue un inversor, un instrumento destinado a impedir ondas autónomas de energía en el sistema de control de la cápsula Mercury. El inversor se recalentaba. Y durante todo este tiempo, durante la «pausa», como ellos llamaban a la demora, Chris Kraft, el director del primer vuelo con mono, lo mismo que habría hecho en el primer vuelo humano, no hacía más que preguntar qué tal estaba el mono, suponiendo, al parecer, que el largo encierro le pondría nervioso. Los médicos comprobaban entonces sus indicadores. El mono no parecía tener un solo nervio en el cuerpo. Estaba allí tumbado en su cubículo como si estuviera en casa. ¿Y por qué no? Para el mono, cada hora de retraso era como una fiesta. ¡Sin luces! ¡Sin descargas eléctricas! ¡Paz, gloria! Le dieron dos sesiones de instrucciones de quince minutos con las luces, sólo para mantenerle alerta. Por lo demás, era perfecto. ¡«Pausa» por una eternidad! ¡No dejes que nada te detenga!

Cuando lo activaron, poco antes del mediodía, el cohete subió en un ángulo un poco más alto de lo previsto, aplastando a Número 61 contra su asiento con una fuerza de 17 G, es decir, 17 veces su propio peso, 5 G más de lo previsto. Los latidos cardíacos se dispararon por la presión, pero el mono no se asustó en absoluto. Había pasado por aquella misma sensación varias veces en la centrifugadora. Mientras aguantase y no se moviese, no le atizarían con aquellos malditos rayos azules en las plantas de los pies. En este mundo, había cosas mucho peores que las fuerzas G. Luego, pasó al estado de ingravidez, mientras volaba camino de las Bermudas, e hicieron parpadear las luces en su cubículo, y el pulso del mono se normalizó. La mierda de siempre. ¡Lo principal era evitar aquellos rayos azules en los pies! Empezó a pulsar botones y a mover mandos como un organista perfecto, sin olvidar ni una señal. Luego, los retropropulsores del Mercury se dispararon automáticamente y la cápsula bajó de nuevo cruzando la atmósfera, haciendo el mismo ángulo que había hecho al subir. Número 61 soportó en la bajada otros 14,6 G, que le dieron la sensación de que iban a saltarle de las órbitas los globos oculares. Pero había pasado también varias veces por aquello de las órbitas en la centrifugadora. Había cosas bastante peores. Había cosas bastante peores que la sensación de que te saltaban los ojos de las órbitas. Por ejemplo, aquellos malditos rayos azules de los pies. En lo relativo al simple vuelo espacial, Número 61 no tenía miedo en absoluto. El animal había sido condicionado operativamente, insensibilizado aeroespacialmente.

El ángulo alto de lanzamiento motivó también el que la cápsula cayese a 211 kilómetros de la zona prevista. Así que un helicóptero de la Marina tardó dos horas en encontrar la cápsula en el Atlántico y llevarla a bordo de un barco de recuperación. La cápsula y el mono se balanceaban entre olas de más de dos metros. El agua había empezado a entrar por donde se había roto la bolsa de aterrizaje por lo agitado del mar. La cápsula resollaba y gorgoteaba con agua y se balanceaba como un balón entre las olas. No habría seguido a flote mucho tiempo. Se habían filtrado ya en su interior 320 kilos de agua. Para un ser humano cuerdo y normal habrían sido dos horas de espantoso terror. La cápsula fue transportada al Doner, un barco de recuperación, y la abrieron y sacaron el cubículo del mono y abrieron la escotilla. Allí estaba el mono, tumbado con los brazos cruzados. Le ofrecieron una manzana y la cogió y la comió con fruición, como si estuviera gloriosamente aburrido. Aquellas dos horas de balanceo en mar abierto con olas de más de dos metros en un cubículo cerrado parecido a un ataúd habían sido, quizás, el mejor rato que había pasado en aquella mísera tierra de los batas blancas, ¡sin voces!, ¡sin golpes!, ¡sin descargas ni rayos, sin nadie que le tocase los huevos!

Los astronautas y casi todos los que participaban de algún modo en el Proyecto Mercury estaban muy contentos. Ya no había forma de que Kennedy y Wiesner intervinieran para impedirles hacer por lo menos un vuelo tripulado. Quedaba borrada la impresión del día del corcho de la botella de vino espumoso.

Al día siguiente, a última hora, llevaron a Número 61 de nuevo al Cabo y al Hangar S, donde había una gran muchedumbre de periodistas y fotógrafos esperando fuera del recinto, junto a la cápsula Mercury que había sido utilizada para el entrenamiento. Los veterinarios sacaron al mono de la camioneta. Al echarse encima la gente y empezar a relampaguear los flashes, el animal (el valiente y pequeño Ham, como se le conocía ahora) se puso furioso. Empezó a enseñar los dientes. Empezó a lanzar dentelladas a aquellos cabrones. Los veterinarios apenas podían sujetarle. La prensa, la Gente Respetable, interpretó inmediatamente esto (¡sobre el terreno!) como una comprensible reacción a la terrible experiencia por la que acababa de pasar. Los veterinarios volvieron a meterle en la camioneta hasta que se calmó y allí lo tuvieron. Entonces volvieron a sacarle, e intentaron llevarle junto a una falsa cápsula Mercury, donde las cadenas de televisión habían instalado las cámaras y unas luces potentísimas. Periodistas y fotógrafos volvieron a echarse encima, chillando, gritando, soltando más flashes, empujando, gruñendo, maldiciendo (el espectáculo de siempre, en suma) y el animal se enfureció otra vez, dispuesto a arrancarle la cabeza a cualquiera que le pusiera la mano encima. La Gente Respetable interpretó esto como manifestación del temor natural de Ham a contemplar otra vez la cápsula, que era exactamente igual que la que le había llevado al espacio y le había sometido a tensiones físicas tan dolorosas.

Las tensiones a las que el mono reaccionaba probablemente fuesen de un género completamente distinto. Allí estaba otra vez, en el recinto donde le habían hecho repetir todos aquellos ejercicios durante un mes seguido. Hacía dos años que le habían capturado en las selvas de África, le habían separado de su madre, le habían traído en una jaula hasta aquel maldito desierto de Nuevo México, le habían tenido preso, y toda una pandilla de humanos de bata blanca le habían pinchado y machacado de formas diversas, y allí estaba de nuevo en un recinto donde habían estado torturándole durante todo un mes y de pronto aparecía toda una nueva horda de humanos, ¡aquello era aún peor que los batas blancas! ¡Eran más escandalosos! ¡Más chiflados! ¡Estaban absolutamente locos! ¡Chillaban, gruñían, aullaban, hacían explotar luces junto a sus cráneos de ojos saltones! ¡Qué no podrían hacerle aquellos chiflados! Ni hablar.

En determinado momento de semejante escena manicomial, se tomó una foto en la que Ham o sonreía o hacía una mueca que en la fotografía parecía una sonrisa. Naturalmente, esta fue la imagen que los servicios de noticias transmitieron y que se publicó en los periódicos de todo el país. Aquella era la reacción del feliz chimpancé ante el hecho, de ser el primer mono espacial, una sonrisa generosa y feliz. Así era la perfección con que la Gente Respetable respetaba las convenciones.

En fin, hubo muchas sonrisas, también, claro está, en el desierto en Edwards. Entre los cofrades. Había unos cuantos que tenían motivos para sonreír. Ahora ya todos debían ver claramente en qué consistía el Proyecto Mercury. Nadie, ni siquiera el público en general, podía llamarse a engaño. Así de simple. El primer vuelo (el primer vuelo de la nueva ave, tan anhelado, aquel primer vuelo por el que todo piloto de prueba lucha) acababa de realizarse en el Proyecto Mercury. ¡Y el piloto de pruebas era un mono! ¡El primer vuelo lo había hecho un mono! «¡Un chimpancé de formación universitaria!» utilizando las mismas palabras que utilizara el propio astronauta Deke Slayton ante la Asociación de Pilotos de Pruebas Experimentales. Y el mono había realizado su tarea impecablemente, tan bien como podría haberlo hecho un hombre, pues en el Proyecto Mercury un hombre no tenía más que hacer que pulsar algunos botones y mandos protocolares. ¡Esto podía hacerlo también cualquier chimpancé de formación universitaria! ¡El bicho no se había equivocado ni una sola vez! ¡Le dabas la señal y pulsaba el mando! Para ver la diferencia (y ahora todo el mundo la vería sin duda) bastaba imaginar a un mono haciendo el primer vuelo del X-15. Tendrías un agujero de 20 millones de dólares en el suelo y un mono pulverizado. ¡Pero en el Proyecto Mercury bastaba con un mono! ¡Podía hacerlo todo perfectamente! De hecho, ¡el mono era un astronauta! ¡El primero! Quizás el chimpancé hembra que le seguía mereciese el siguiente vuelo. ¡Que la dejen volar, qué demonios! Tiene tantos méritos como los siete humanos: ha pasado por el mismo entrenamiento, y etc., etc. Los cofrades dejaban dispararse sus cerebros cervecescos. Quizás el mono fuera a la Casa Blanca para ser condecorado (¡por qué no!). Quizás el mono pronunciase un discurso en la asamblea que celebraría en septiembre la Asociación de Pilotos de Pruebas Experimentales en Los Angeles (¡por qué no, ya lo había hecho otro astronauta, Deke Slayton, que todavía no había hecho ningún vuelo!). En fin, aquello, todo aquel asunto era la monda. Pero, bueno, la verdad había quedado al descubierto: era tan evidente que nadie podía llamarse a engaño.

Y en los días que siguieron, los primeros de febrero de 1961, los Auténticos Cofrades esperaron que esta revelación llegase plenamente a la prensa y al público y al gobierno Kennedy y a las autoridades militares. Pero, aunque resulte extraño, no apareció ni un solo indicio de ello en parte alguna. En realidad, empezaron a percibir indicios de algo completamente opuesto. Era increíble, pero el mundo estaba ya lleno de gente que decía:

«Santo Dios, ¿de veras hay hombres tan valientes como para hacer lo que acaba de hacer ese mono?».

John Glenn se encontraba en una situación ridícula. Aquello sencillamente era una comedia. Tenía que fingir que participaba en la carrera para lograr el primer puesto, el primer vuelo, y luego leía en los periódicos que era él precisamente el primer clasificado. Siempre había sido el niño bonito de los siete y todo seguía igual. El y Gus Grissom tenían que someterse a todo el entrenamiento especial junto con Shepard para mantener la ficción de que aún no se había tomado decisión alguna. En realidad, ahora el rey era Shepard, y Al sabía comportarse como un rey. Su Majestad el primer piloto, y Glenn sólo era un portalanza.

Sin embargo, aquella comedia, en la que insistía el propio Gilruth, también ofrecía a Glenn una última oportunidad. Eran muy pocos los que sabían que Shepard había sido elegido para el primer vuelo. En consecuencia, aún no era demasiado tarde para cambiar la decisión, para que se rectificase lo que Glenn consideraba el increíble y ofensivo incidente de la votación entre iguales. Pero si esto significaba pasar por encima de la cabeza de alguien de un modo u otro, en fin, entre los militares pasar por encima de un superior era un grave error, una seria violación de todo lo sagrado, a menos que (1) fuese una situación crítica y tuvieras la razón y (2) tus maniobras entre las autoridades superiores resultasen (es decir, que los de arriba te respaldasen). Por otra parte, no había nada en la fe presbiteriana, otro código que Glenn conocía muy bien, que te dijese que tenías que permanecer dócil y apocado mientras los fariseos farfullaban y faroleaban, haciendo imaginarias bolas de nieve. ¿Y no era la NASA un organismo civil? (bien sabía Dios que no funcionaba como la Infantería de Marina). Glenn parecía partidario del enfoque presbiteriano. Empezó a hablar con los jerarcas preguntándoles qué pensaban de la decisión.

No alegaba que debiese ser el elegido, o al menos no lo decía con estas palabras. Él alegaba que la elección no podía hacerse desde una perspectiva mezquina. El primer astronauta de Norteamérica no sería un simple piloto de pruebas con una misión a realizar; sería un representante histórico de Norteamérica, y había que enfocar de este modo su personalidad. Si no tenía talla suficiente para ello, sería una desdicha no sólo para el programa espacial sino para el país.

Kennedy nombró nuevo administrador de la NASA, para sustituir a T. Keith Glennan, a James E. Webb, antiguo ejecutivo de una empresa petrolera y gran maestre político del partido demócrata. Webb era de una valiosa especie bien conocida en Washington: el político que no pasa por las urnas. El político que no pasa por las urnas solía tener aspecto de político, hablar como un político, caminar como un político, disfrutar mezclándose con políticos, moverse y estrechar la mano como los políticos, hacer guiños como los políticos, suspirar quejumbroso como ellos; era el tipo de individuo del que un congresista o senador diría: «Habla mi idioma». Los políticos más hábiles y distinguidos de estos que no pasaban por las urnas, como Webb, solían acabar en cargos de alto nivel. Webb había sido director de la Oficina del Presupuesto y Subsecretario de Estado con Truman. Era también muy amigo de Lyndon Johnson y del senador Robert Kerr de Oklahoma, que era presidente del comité de Aeronáutica y Ciencias Espaciales del Senado. Webb había sido jefe de una subsidiaria del imperio petrolero de la familia Kerr durante seis años. Era el tipo de individuo que les gusta tener en sus consejos de dirección a las empresas que trabajan para el Gobierno, como McDonnell Aircraft y Sperry Gyroscope. Reunía todos los requisitos. Tenía una papada grande y lisa como la de Glennan e incluso mejor pelo, ondulado, tupido, como si cada mechón estuviera clavado, oscuro, pero encaneciendo ya elegantemente, y lo peinaba recto hacia atrás en la forma favorita de todos los hombres serios de la época. Poseía el tipo de historial que le hacía candidato especial para comisiones como la Comisión Municipal de Mano de Obra, que había absorbido gran parte de su tiempo desde 1959. Tenía fama de ser un individuo capaz de hacer funcionar a la burocracia. Estaba acostumbrado a oficinas de chaflán con vistas espectaculares. No era ningún tonto. ¿Cuál sería su actitud ante este asunto de las protestas del astronauta Glenn por la elección del astronauta Shepard para el primer vuelo del Mercury? Gilruth dijo que la decisión la había tomado él; y que se basaba en una amplia serie de criterios, muchos de ellos absolutamente objetivos. Shepard había quedado mejor en el instructor de procedimientos, por ejemplo. Gilruth había tenido en cuenta todos los criterios posibles, no sólo el voto entre iguales, y Shepard había quedado el primero y Glenn el segundo. Así que, ¿a qué venían las objeciones de Glenn? Era un poco embarazoso. Pero había algo indudable: Webb no estaba dispuesto a iniciar sus tareas como administrador de la NASA metiéndose de cabeza en una incomprensible disputa entre los siete muchachos más valerosos de la historia de Estados Unidos. Las objeciones del astronauta Glenn (y su última oportunidad de convertirse en el primer hombre que saliera al espacio) se desvanecieron sin más un buen día, y eso fue todo.

Por entonces, finales de febrero de 1961, Glenn no era el único astronauta malhumorado. Gilruth había publicado al fin los nombres de los que harían los tres primeros vuelos (Glenn, Grissom y Shepard, siempre en orden alfabético), dando a entender que no se había tomado ninguna decisión en cuanto a cuál de ellos haría el primer viaje, que tendría lugar a los noventa días. En fin, Life publicó un gran reportaje con fotos de Glenn, Grissom y Shepard en portada y con el titular LOS TRES PRIMEROS. Life parecía realmente emocionada con aquel asunto. Incluso intentaron que la NASA llamase a los tres primeros «El equipo de oro» y a los demás «El equipo rojo». El equipo de oro y el equipo rojo. ¡Dios santo! Sólo a nivel de imagen las posibilidades eran fabulosas.

Siendo Life el boletín de la Cofradía, para Slayton, Wally Schirra, Scott Carpenter y Gordon Cooper la idea de «los tres primeros» fue como una humillación. Según su opinión, ellos pasaban a ser los «otros cuatro». Ahora había los Tres Primeros y los Otros Cuatro. Les habían ¡dejado atrás!; de algún modo difícil de definir, era como si los hubieran barrido de un plumazo.

Life hizo las cosas según el mejor estilo Life, desde luego. Llevaron en avión a los tres primeros, y a las esposas de los tres primeros, y a los hijos de los tres primeros hasta el Cabo y sacaron un montón de fotos Familia Inseparable de Astronauta en Cocoa Beach. Los resultados fueron una extraña prueba de la decisión de la Gente Respetable de que todo saliese de modo decoroso. Para empezar, los programas de viaje de los astronautas habían hecho picadillo la vida de hogar normal. Mostrar a tres astronautas de excursión con sus familias al mismo tiempo, aunque estuvieran en lugares distintos, habría sido forzar considerablemente la verdad. Presentar tal espectáculo en el Cabo (que en realidad estaba prohibido a las esposas) era absolutamente escandaloso. Además, si unías a las familias de los astronautas para una fiesta en la playa, difícilmente podrías dar con una combinación menos plausible que los Glenn, los Grissom y los Shepard: los clanes del Diácono, el Héroe de Indiana y el Comandante de Hielo se habrían cruzado como barcos en la noche incluso en los momentos de más calma, y aquellos no eran momentos de calma. Ni siquiera Life, con todos sus poderes de orquestación (que eran muchos) pudo conseguir que salieran bien las cosas. Hicieron una gran película de los Tres Primeros con sus esposas y retoños, la gloriosa tribu de los Tres Primeros en las ásperas arenas de Cocoa Beach, entregados (según parecía indicar el pie) a la contemplación de un cohete de exploración que se alzaba de la base a varios kilómetros de distancia. En realidad, parecían tres familias de sectores en guerra de nuestro inquieto globo que jamás se hubieran visto hasta que las olas los arrastraron a la misma playa olvidada tras un naufragio, temblando malhumorados con sus atuendos de tiempo libre, mirando a lo lejos, escrutando desesperados el horizonte en busca de un navío de rescate, a ser posible tres navíos, y con distintas banderas.

En cuanto a los otros cuatro, era como si se los hubiera tragado la tierra.

Glenn se esforzó por ser astronauta auxiliar y primer actor, como si estos fueran los papeles que el dios presbiteriano le hubiera asignado. Se entregó a ellos «al cien por cien», por usar una de sus frases favoritas. Además, si por obra misteriosa del Señor, sucedía que Shepard, por una u otra razón, no pudiera realizar el primer vuelo, él estaría listo al cien por cien para sustituirle. En realidad, para un jinete de caza como Glenn, en abril resultaba ya bendita y saludablemente posible tragarse sus ambiciones personales y entregarse de lleno a la misión en sí. Se había apoderado del Proyecto Mercury un verdadero «sentido de misión». La poderosa Integral soviética acababa de poner en órbita dos inmensos Korabls con cosmonautas simulados y perros a bordo, y los dos vuelos habían sido un éxito del principio al fin. La carrera continuaba. Gilruth incluso había considerado la posibilidad de enviar a Shepard al espacio en marzo, pero Wernher von Braun había insistido en una última prueba del cohete Redstone. La prueba salió muy bien y ahora todos se preguntaban retrospectivamente si no habrían perdido un tiempo valioso. El bueno de Shepard estaba programado para el 2 de mayo, aunque aún no se reconociese públicamente como el vuelo de Shepard; la comedia proseguía con toda formalidad, y Glenn seguía leyendo en los periódicos que él era el candidato más probable. Alrededor del Hangar S había gente de la NASA hablando de llevar a los tres (a Glenn, a Grissom y a Shepard) a la plataforma de lanzamiento el 2 de mayo con sus trajes de presión y los cascos puestos, para que nadie supiera quién haría el primer vuelo hasta que estuviera dentro de la cápsula. La razón de todo esto hacía mucho que se había olvidado.

Los ingenieros y técnicos de la NASA de Cabo Cañaveral trabajaron tanto en las últimas semanas, que a algunos tuvieron que enviarles a descansar a casa. Fue un período agotador y, sin embargo, el tipo de interludio de emoción adrenalínica que los hombres recuerdan toda la vida. Fue un intermedio de dedicación en cuerpo y alma a una causa como sólo suelen experimentar los hombres durante la guerra. Aunque, claro, era una guerra, aunque nadie lo hubiese planteado así. Sin saberlo, estaban atrapados en el espíritu primordial del combate singular. Dentro de unos días, uno de los muchachos estaría allá arriba, sobre el cohete, de verdad. Todos creían tener la vida del astronauta en las manos, fuese quien fuese el elegido (sólo unos pocos lo sabían). La explosión del MA-1 allá en el Cabo hacía nueve meses, había sido una experiencia terrible, incluso para los veteranos de las pruebas de vuelo. Los siete astronautas habían sido convocados para el acontecimiento en parte para darles confianza en el nuevo sistema. Y quedaron sobrecogidos, como todo el mundo, cuando el montaje se hizo añicos sobre su cabeza. De allí a unos días, uno de aquellos mismos muchachos estaría tumbado sobre un cohete (aunque fuese un Redstone y no un Atlas) cuando se encendiera la mecha. Allí en la NASA casi todo el mundo había visto de cerca a los muchachos. En ese sentido, la NASA era como una familia. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial la frase «burocracia oficial» invariablemente había provocado risillas. Pero una burocracia no era más que una máquina para el trabajo comunal, después de todo, y en aquellas semanas agotadoras y espléndidas de la primavera de 1961, los hombres y mujeres del grupo espacial del Proyecto Mercury de la NASA sabían que la burocracia, cuando se combinaba con una motivación espiritual, en este caso auténtico patriotismo y honda preocupación por la vida del propio guerrero que iba a participar en el combate singular, la burocracia, la pobre y tosca y odiosa y ridícula burocracia del siglo XX, adquiría la aureola, el éxtasis incluso, de la comunión. La pasión que ahora animaba a la NASA se comunicaba incluso a la comunidad contigua Cocoa Beach. El patán más espantoso y terrible de la gasolinera de la carretera A1A diría a los turistas, mientras servía la gasolina: «Bueno, ese vehículo Atlas nos ha dado muchos dolores de cabeza, pero confiamos mucho en ese Redstone, y creo que vamos a conseguirlo». Todos los que sentían el espíritu de la NASA por entonces, querían participar en el asunto. La cosa adquirió una dimensión religiosa que los ingenieros, no menos que los pilotos, se resistían a expresar en palabras. Pero todos la sentían.

Quien hubiera albergado dudas sobre la capacidad de mando de Gilruth, ya las había desechado. Gilruth tenía todas las fases del Proyecto Mercury unidas. Su calma era de pronto como la de un vidente. Wiesner, que se había convertido en el asesor científico de Kennedy a nivel de Gabinete, había pedido una revisión completa del programa espacial y de su evolución, refiriéndose, por supuesto, a su falta de evolución, y él y un comité especial, bajo su jurisdicción enviaban continuamente informes y quejas a la NASA por planificación imprudente, menosprecio de precauciones, y sobre la necesidad de toda una serie de vuelos con chimpancés antes de arriesgar la vida de un astronauta. En Langley y en el Cabo trataban a Wiesner y a todos sus sicarios como a alienígenas. Ignoraban sus papeles y no contestaban a sus llamadas telefónicas. Por último, Gilruth les dijo que si querían tantos vuelos de chimpancés, debían trasladar la NASA a África. Pocas veces decía Gilruth cosas cortantes o irónicas. Pero cuando lo hacía, dejaba a la gente parada en seco.

Habían empezado a ensayarse ya, interminablemente y con gran fidelidad, los procedimientos de lanzamiento. Shepard, Glenn y Grissom estaban instalados en moteles de Cocoa Beach, pero se levantaban temprano, antes del amanecer, iban en coche hasta el Hangar S de la base, desayunaban en el mismo comedor donde lo haría Shepard la mañana del vuelo, iban a las mismas salas de puesta a punto que utilizaría él aquella mañana, para las revisiones médicas y para ponerse el traje de presión, colocarse los biosensores y el traje presurizado, entrar en el camión de la puerta y salir hacia la rampa de lanzamiento, subir por el ascensor del andamiaje, entrar en la cápsula de la parte superior del cohete y pasar por el instructor de procedimientos («¡Anulado! ¡Anulado!»), en fin, todo el asunto, utilizando el cuadro de mandos concreto que se utilizaría en vuelo y las conexiones de radio concretas. Todo se repetía una y otra vez. Ahora utilizaban ya hasta la cápsula para la representación, lo mismo que habían hecho los chimpancés. La idea era descondicionar por completo al animal, de modo que el día del vuelo propiamente dicho no hubiera ni una sola sensación nueva.

Los tres participaban en todo esto, pero, como es lógico, Shepard tenía preferencia como primer piloto (ya no se utilizaba otra palabra), y la utilizaba. El pequeño grupo del Hangar S veía ahora a Al en sus dos aspectos y en ambas era rey, como el Comandante de Hielo y como Al el Sonriente. Solía dejar en Langley al Comandante de Hielo y llevar al Cabo sólo a Al el Sonriente. Pero ahora, los había instalado a ambos en el Cabo. A medida que aumentaba la presión, Al adoptó una actitud de temple y eficacia difícil de superar. En las revisiones médicas, en las sesiones en la cámara calorífica, en la cámara de altitud, estaba tan tranquilo como siempre. Pero la Casa Blanca ya había empezado a ponerse muy nerviosa (temiendo lo que significaría para el prestigio norteamericano el desastre de un astronauta muerto); y así, se hicieron también algunos ensayos en la centrifugadora de Johnsville, en los que participaron con Al sus dos compañeros de comedia, Glenn y Grissom; y Al permaneció imperturbable. E igualmente, en las simulaciones de la décimo primera hora sobre el cohete en el Cabo. Al no mostró indicio alguno de tensión: los ciclos (Al el Sonriente/Comandante de Hielo) se sobreponían ya, en el mismo lugar, y se alternaban con tal brusquedad que los que le rodeaban quedaban desconcertados. Aprendieron algo más sobre el misterioso Al Shepard allí en la hora décimo primera. Al el Sonriente era un hombre que deseaba profundamente que le estimasen, que le amaran incluso, quienes le rodeaban. No sólo anhelaba su respeto, sino también su afecto. Ahora, en abril, en vísperas de la gran aventura, Al el Sonriente, estaba más jovial y cordial que nunca. Hacía su número José Jiménez. Su gran sonrisa se ensanchaba y sus ojos grandes y cervecescos resplandecían más que nunca. A Al el Sonriente le encantaba un número cómico que había ideado un actor llamado Bill Dana. Era sobre el astronauta cobarde y fue un gran éxito. Dana representaba al astronauta cobarde como un estúpido emigrante mexicano llamado José Jiménez. La idea era entrevistar al astronauta Jiménez como para un noticiario.

El diálogo podía ser así más o menos:

—¿Cuál ha sido lo más difícil de su entrenamiento como astronauta, José?

—Conseguir el dinero, señor.

—¿El dinero? ¿Para qué?

—Para el autobús de vuelta a México, ¿sabe, señor?

—Comprendo. Bueno, bueno, José, ¿y qué piensa usted hacer una vez en el espacio?

—Creo que llorar mucho, señor.

Al el Sonriente disfrutaba con este número. Le encantaba hacer el papel de José Jiménez. Y si conseguía que alguien le hiciera de entrevistador, era algo así como el séptimo cielo, versión Al el Sonriente. Si le hacías de entrevistador para su número José Jiménez, te trataba como al mejor camarada cervecesco que hubiera tenido. Por supuesto, el número del astronauta cobarde también era una forma perfectamente aceptable de sacar a colación de modo indirecto el tema de Lo Que Hay Que Tener, de lo que era necesario para realizar el primer vuelo al espacio exterior. Pero esto probablemente fuera inconsciente por parte de Al. Lo principal parecía ser divertirse, la camaradería, la intimidad y el afecto ruidoso de la escuadrilla en vísperas del combate. En esos momentos, veías al supremo Al el Sonriente. Y en el momento siguiente…

Un pobre teniente de las Fuerzas Aéreas, creyendo que aquel era el mismo Al el Sonriente con quien había estado bromeando la noche anterior, diría: «¡Eh, Al! ¡Alguien quiere hablarte por teléfono!». Y de pronto, aparecería Al emanando gélida y blanca furia, silbando: «Si tiene usted algo que decirme, teniente, ¡llámeme usted “señor”!». Y el pobre diablo, no sabría ni dónde esconderse. ¿De dónde demonios caía aquella extraña avalancha ártica? Y entonces se daba cuenta de que el Comandante de Hielo había regresado al pueblo.

Por supuesto, los pocos que sabían que el elegido para el primer vuelo era él, estaban dispuestos a perdonárselo todo, bueno, salvo uno o dos astronautas. En cuanto a los técnicos de la NASA y al personal militar asignado a la misión, su actitud era de absoluta adoración de los guerreros del combate singular, de los tres, pues uno de ellos se jugaría el pellejo allá arriba sobre el cohete (nuestros cohetes estallan siempre). Al final, los tres entraban en una sala para una prueba especial y los técnicos y los trabajadores dejaban lo que estuvieran haciendo y les aplaudían y los miraban con ojos brillantes y esa sonrisa cálida y húmeda de simpatía. Sin saberlo, los reverenciaban y honraban a la manera clásica: por adelantado, antes del hecho. Aquellas pequeñas escenas aumentaban hasta el límite la capacidad teatral de Glenn. Casi todas las cálidas miradas se dirigían hacia él más que hacia los otros dos. Él era el que mencionaba la prensa y el candidato más probable. No sólo eso. Él era el más cordial de los tres, el que siempre se mostraba más amistoso hacia todos los que se relacionaban con él. Era demasiado. Tenía que seguir sonriendo y representando el papel de señor modesto, como si en realidad fuese a ser el que se subiera en la cima del cohete el dos de mayo para ser el primer hombre del mundo que se arriesgara a ser lanzado hacia el espacio.

Y entonces intervino la omnipotente Integral, ¡con sus bromas pesadas hasta el último momento! A primera hora de la mañana del 12 de abril, el fabuloso pero anónimo constructor de la Integral, el diseñador jefe de los Sputniks, asestó otro de sus crueles y espectaculares golpes. Justo veinte días antes del primer vuelo programado del Mercury, envió un Sputnik de cinco toneladas llamado Vostok I, y lo puso en órbita alrededor de la Tierra con un hombre a bordo, el primer cosmonauta, un piloto de pruebas de 27 años llamado Yuri Gagarin. El Vostok I completó una órbita y condujo a Gagarin sin problemas de nuevo a la Tierra, aterrizando junto al pueblo soviético de Smelovka.

¡La omnipotente Integral! La NASA realmente había creído (y lo habían creído realmente los astronautas) que, de algún modo, en la oleada religiosa de La Misión, el vuelo de Shepard sería el primero. Pero nadie podía con la Integral, no había modo de superarla. Era como si el Planificador Jefe de los soviéticos, aquel genio invisible, estuviera jugando con ellos. En octubre de 1957, justo cuatro meses antes de que Estados Unidos lanzase el primer satélite terrestre artificial del mundo, el Planificador Jefe había lanzado el Sputnik I. En enero de 1959, justo dos meses antes de que la NASA fuera a poner en órbita su primer satélite artificial alrededor del Sol, el diseñador jefe lanzó el Mechta I, que hizo precisamente eso. Pero este último, el Vostok I de abril de 1961, había sido el golpe final. Con los inmensos cohetes de propulsión de que disponía, parecía capaz de gastar estas pequeñas bromas a sus adversarios a voluntad. Existía la extraña sensación de que seguiría dejando que la NASA se debatiera furiosamente por alcanzarle y luego haría otra nueva y sorprendente demostración de la gran ventaja que le llevaba.

Los soviéticos insistían en no ofrecer ninguna información sobre la identidad del Planificador Jefe. En realidad, no identificaron a ninguno de los implicados en el vuelo de Gagarin, aparte del propio Gagarin. Ni facilitaron tampoco fotografías del cohete ni datos tan elementales como su longitud o su potencia siquiera. Esta política, en vez de plantear dudas en cuanto a la capacidad del programa soviético, parecía inflamar aún más la imaginación. ¡La Integral! Se aceptaba ya que el secreto era «el sistema ruso». Por mucho que hubiera logrado la CIA en otras partes del mundo, en la Unión Soviética chocaba con un muro. Los servicios secretos prácticamente no tenían ningún dato sobre el programa espacial soviético. Sólo se sabían dos cosas: los soviéticos podían lanzar un vehículo de un peso tremendo, cinco toneladas. Y fuese cual fuese el objetivo que se marcase la NASA, la Unión Soviética lo alcanzaba primero. Utilizando estos dos elementos de información, todos los miembros del gobierno, desde el presidente Kennedy a Bob Gilruth, parecían experimentar un salto involuntario de la imaginación similar al de los antiguos, que miraban al cielo y veían un cúmulo de estrellas, chispas en la noche, y veían en ellas los contornos de… ¡una enorme osa!, ¡la constelación de la Osa Mayor! La noche del vuelo de Gagarin, 12 de abril de 1961, el presidente Kennedy convocó a James E. Webb y a Hugh Dryden, colaborador de Webb e ingeniero de alto rango de la NASA, a la Casa Blanca; se reunieron en la sala del Gabinete y todos contemplaron fijamente la superficie brillante de nogal de la gran mesa de conferencias y vieron… ¡a la poderosa Integral!, ¡y al constructor!, ¡el Planificador Jefe!, que se reía de ellos… ¡y era aterrador!

En Washington, en Langley y en el Cabo, la NASA se vio abrumada por un diluvio de llamadas telefónicas de los periódicos, los servicios de noticias, las revistas, emisoras de radio, y casi todos querían saber cuál era la reacción de los astronautas ante el vuelo de Gagarin. En consecuencia, los tres primeros, Glenn, Grissom y Shepard, prepararon declaraciones. Shepard soltó algo que no indicaba nada en absoluto; una típica declaración oficial. En privado, estaba furioso con Gilruth y von Braun y todos los demás por no haberle enviado al espacio en marzo, como podrían haber hecho, según se comprobó luego.

El más citado por la prensa, como siempre, fue Glenn. Glenn dijo más o menos lo siguiente: «Bueno, nos han vuelto a zurrar, no hay duda, no debemos engañarnos en eso. Pero ahora que la era espacial ha empezado, habrá mucho trabajo para todos». A Glenn se le consideraba especialmente franco, amable y magnánimo. Se mostró noble y animoso, y esto parecía sumamente adecuado, dado que aún le consideraban el candidato norteamericano para el vuelo que le habría convertido en «el primer hombre en el espacio». Había soportado su desilusión como un hombre.