La cápsula perdida

Glenn y los demás contemplaban ahora desde las gradas a Alan Shepard, mientras desaparecía de entre ellos izado e instalado como un héroe nacional de la categoría de un Lindbergh. Ese era el aspecto del asunto. En cuanto concluyeron los interrogatorios técnicos, Shepard fue conducido en avión directamente de la Gran Bahama a Washington. Al día siguiente se reunieron con él los seis perdedores. Estos presenciaron cómo el presidente Kennedy condecoraba a Al en una ceremonia en el Jardín de las Rosas de la Casa Blanca. Luego, siguieron en su estela, mientras Al desfilaba en la parte trasera de un coche abierto saludando a la multitud por la Avenida Constitución. Decenas de miles de personas habían acudido a presenciar el desfile, pese a haber sido organizado apenas con veinticuatro horas de antelación. La gente aclamaba a Al, estiraba los brazos para saludarle, gritaba, desbordando respeto y gratitud. La comitiva tardó media hora en recorrer el kilómetro y medio que había de la Casa Blanca al Capitolio. A veces, Al parecía tener transistores en el plexo solar. Pero ahora no. Ahora parecía realmente conmovido. Le adoraban. Estaba en… en el Balcón del Papa, una sesión de treinta minutos. Al día siguiente, la ciudad de Nueva York otorgó a Al un homenaje monumental, un desfile por Broadway. Allí iba Al, en la parte de atrás de un coche, entre una lluvia de confeti, tal como suele verse en los noticiarios de los cines. Derry, New Hampshire, la localidad natal de Al, que era poco más que un pueblo, le ofrendó un desfile que atrajo a la mayor multitud que se había visto en el Estado. Soldados del Ejército, de la Marina, de la Infantería de Marina, de las Fuerzas Aéreas y de la Guardia Nacional de toda Nueva Inglaterra, desfilaron por la Calle Mayor, mientras en lo alto volaban equipos acrobáticos de cazas a reacción. Los políticos estuvieron a punto de cambiar el nombre de Derry por el de «Ciudad Espacial de Norteamérica», pero al final recapacitaron y se refrenaron. En un pueblo de Illinois, Deerfield, se bautizó un nuevo grupo escolar con el nombre de Al, en una decisión tomada de la noche a la mañana. Luego, Al empezó a recibir toneladas de tarjetas de felicitación por correo, tarjetas que decían: «¡Felicidades a Alan Shepard. NUESTRO PRIMER HOMBRE EN EL ESPACIO!». El texto estaba ya impreso en las tarjetas, junto con la dirección de la NASA. Todo lo que tenían que hacer los interesados era comprarlas y echarlas al correo. Las empresas fabricantes de tarjetas produjeron miles. Al se había convertido en todo un héroe.

El pequeño tiro de mortero de Shepard hasta las Bermudas, con sus meros cinco minutos de ingravidez, no era ninguna hazaña comparado con el vuelo orbital de Gagarin. Pero eso no importaba. El vuelo se había desplegado como un drama, el primer drama de combate singular de la historia de Norteamérica. Shepard había sido el pobre miserable que se había sentado sobre un cohete norteamericano (y nuestros cohetes explotan siempre) desafiando a la omnipotente Integral soviética. El hecho de que todo el asunto se hubiera televisado, a partir de sus buenas dos horas antes del despegue, había engendrado un suspense de lo más febril. Y Shepard había pasado por todo aquello y había conseguido superarlo. Les había dejado encender la vela. No había renunciado. Ni siquiera había tenido miedo. Se había comportado admirablemente. Era un héroe tan grande como Lindbergh y más puro: lo había hecho todo por su país. Aquel era un hombre con Lo Que Hay Que Tener. Nadie formulaba la frase, pero todos podían sentir los rayos de aquel aura honrosa y aquella fuerza primigenia, el poder del valor físico y del honor viril.

Hasta Shorty Powers se hizo famoso. «La voz de Control Mercury», le llamaban; y también «El octavo astronauta». Powers era coronel de las Fuerzas Aéreas, había sido piloto de bombardero y había estado en antena durante todo el vuelo de Shepard, desde el centro de control de vuelo de Cabo Cañaveral, diciendo: «Aquí Control Mercury» e informando de la evolución del viaje con una frialdad de barítono del honroso género piloto de combate, y la gente estaba encantada con ello. Una vez que la cápsula cayó en el océano, Powers había citado, o parecía haber citado, a Shepard diciendo que todo iba A-Okey. En realidad, se trataba de una paráfrasis que Shorty Powers había tomado prestada de los ingenieros de la NASA que la utilizaban en las pruebas de transmisión radiada, porque el sonido más agudo de la A atravesaba mejor los ruidos parásitos que O. Sin embargo, A-Okey se convirtió en el símbolo taquigráfico del triunfo de Shepard y del temple del astronauta, y pasó a considerarse a Shorty Powers el médium que permitía salvar el abismo que mediaba entre la gente normal y los viajeros estelares que tenían Lo Que Hay Que Tener.

También aumentó espectacularmente el status de Bob Gilruth. Tras un año entero de críticas y desastres, Gilruth se había ganado al fin el honor de figurar en uno de los coches del desfile triunfal de Shepard por Washington. A su lado se sentaba James E. Webb y contemplaban a los miles de personas que sonreían y gritaban y gesticulaban y vitoreaban y sacaban fotos. «Si no hubiese funcionado —dijo Webb—, estarían pidiendo tu cabeza». Pero tal como habían salido las cosas, Gilruth y el Proyecto Mercury y la NASA eran, súbitamente, auténticos símbolos de la capacidad tecnológica norteamericana (nuestros chicos ya no la pifian y nuestros cohetes ya no explotan).

Nada de esto pasó desapercibido al presidente. Su opinión sobre la NASA había experimentado un giro de 180 grados. Webb lo advirtió. Después del vuelo de Gagarin, tres semanas antes, cuando Kennedy convocó a Webb y a Dryden en la Casa Blanca, mostraba todos los indicios de estar aterrado. Estaba convencido de que el mundo entero juzgaba a Estados Unidos y su caudillaje en función de la carrera espacial con los soviéticos. Al parecer, el presidente murmuraba: «Si alguien pudiera decirme cómo alcanzarlos. Es necesario encontrar a alguien, a quien sea. Es lo más importante». Y repetía continuamente: «Tenemos que conseguir alcanzarlos». Alcanzar a los soviéticos se convirtió en obsesión. Por último, Dryden le dijo que no veía que hubiese posibilidades de alcanzar a la poderosa Integral en el campo de los vuelos de órbita terrestre. La única posibilidad era iniciar un programa para poner un hombre en la Luna en los siguientes diez años. Esto exigiría un esfuerzo gigantesco de la talla del Proyecto Manhattan de la Segunda Guerra Mundial y costaría entre los 200 000 y los 400 000 millones de dólares. A Kennedy la cifra le pareció abrumadora. Menos de una semana después de esto, se produjo el desastre de Bahía de Cochinos y su «nueva frontera» empezó a parecer una retirada en todos los frentes. El vuelo positivo de Shepard fue la primera nota de esperanza que había gozado Kennedy desde entonces. Por primera vez, tenía cierta confianza en la NASA. Y la tremenda reacción del público ante Shepard como el héroe patriótico que desafiaba a los soviéticos en el cielo, proporcionó a Kennedy una inspiración.

Una mañana, el presidente pidió a Dryden, Webb y Gilruth que acudiesen a la Casa Blanca. Se instalaron en la Oficina Oval y Kennedy dijo: «El mundo entero nos está juzgando por nuestra actuación en el espacio. En consecuencia, hemos de lograr ser los primeros. No hay otra alternativa». Tras esta introducción, Gilruth pensó que Kennedy iba a decirles que redujesen los vuelos suborbitales del Redstone y pasasen directamente a las series de vuelos orbitales utilizando el cohete Atlas. Proyectaban hacer aún seis, quizás diez vuelos suborbitales más, como el de Shepard, utilizando el cohete Redstone. Gilruth había pensado en lo de pasar directamente a vuelos orbitales, aunque era una propuesta audaz y algo temeraria, dados los problemas que habían tenido en las pruebas del sistema Mercury-Atlas. Así que todos quedaron absolutamente perplejos cuando Kennedy dijo: «Quiero que inicien ustedes el programa lunar. Voy a pedir el dinero al Congreso. Voy a decirles que van a poner ustedes un hombre en la Luna para 1970».

El 25 de mayo, veinte días después del vuelo de Shepard, Kennedy se presentó ante el Congreso para transmitir un mensaje sobre «urgentes necesidades nacionales». En realidad, esto fue el inicio de su reacción política tras el desastre de Bahía de Cochinos. Fue como si volviese a empezar su mandato y pronunciase un nuevo discurso de toma de posesión.

«Este es el momento de dar pasos más largos —dijo—, el momento de iniciar una nueva y gran empresa americana. El momento de que esta nación asuma un papel claramente dominante en la carrera espacial, que puede significar en muchos sentidos la clave de nuestro futuro en la Tierra». Dijo que los rusos, gracias a «sus motores de cohete» seguirían dominando en la carrera espacial algún tiempo, pero que para Estados Unidos esto no debía significar más que un acicate que les indujese a acelerar sus esfuerzos. «Pues aunque no podemos garantizar que un día seremos los primeros, podemos garantizar que cualquier fallo en esta empresa nos retrasará. Corremos un riesgo adicional al hacerlo a la vista del mundo entero; pero, como demuestra la hazaña del astronauta Shepard, este mismo riesgo aumenta el triunfo cuando logramos nuestro propósitos». Luego dijo: «Creo que este país debería consagrarse a lograr antes de que termine esta década el objetivo de poner un hombre en la Luna y hacerle volver sano y salvo a la Tierra. Ningún proyecto espacial de este período será más impresionante para la humanidad, ni más importante para la exploración del espacio a largo plazo; y ninguno será tan costoso y tan difícil de lograr».

El Congreso no puso objeciones a los gastos. Se concedió a la NASA un presupuesto de 17 000 millones de dólares para el año siguiente, y eso sólo era el principio. Se hizo patente que la NASA podía conseguir prácticamente lo que quisiera. El vuelo de Shepard había sido un gran éxito. Se inició un asombroso período de «financiación sin presupuesto». Era increíble. De pronto, el dinero parecía caer del cielo. Hombres de negocios de todo género intentaron dárselo directamente a Shepard. En unos cuantos meses, Leo DeOrsey, que era aún administrador económico sin salario de los muchachos, había contabilizado un total de medio millón de dólares en propuestas de empresas que querían que Shepard anunciase productos. Un congresista, Frank Boykin, de Alabama, quería que el gobierno regalase una casa a Shepard. Shepard lo rechazó todo, pero aquello le hacía a uno pararse a pensar.

Si la experiencia de Al el Sonriente era indicativa, no había duda de que aquel asunto de ser astronauta estaba convirtiéndose aún más en el Paraíso del Jinete de Caza de lo que lo había sido en el primer año del Proyecto Mercury. Eisenhower nunca había prestado mucha atención personal a los astronautas. Les consideraba como militares que se ofrecían voluntarios para un experimento. Nada más. Pero Kennedy ahora los convertía en parte integrante de su Administración y los incluía no sólo en su vida oficial sino también en su vida social.

Los otros camaradas habían acompañado a Al en su viaje a la Casa Blanca, pero las esposas habían quedado en Cabo Cañaveral. Cuando volvieron a Patrick, las esposas estaban en el aeropuerto esperando el avión. Y todas ellas tenían la misma pregunta que hacer: «¿Cómo es Jackie?». El exótico rostro y los elegantes trajes de Jackie aparecían en todas las revistas. Todos tenían una extraña sensación. En un rincón de sus almas, aún seguían siendo oficiales militares y esposas que veían a gente como Jackie Kennedy sólo en las páginas de las revistas y los periódicos. Y al mismo tiempo, empezaban a darse cuenta de que formaban parte del extraño mundo en el que Aquellas Gentes, la gente que hace y controla cosas, existe realmente.

«¿Cómo es Jackie?».

Muy pronto la conocerían todos. Irían a banquetes privados en la Casa Blanca, donde había tantos criados que parecía que hubiera uno detrás de cada silla. Jackie Kennedy era muy cordial con ellos. Les cortejaba. De vez en cuando, afloraba a su rostro aquella mirada resplandeciente. Lo del honor viril llegaba a todas partes, y hasta el presidente se convertía en un simple varón más, sobrecogido en presencia de Lo Que Hay Que Tener. En cuanto a Jackie, tenía una cierta sonrisa sureña, que quizás procediese del Foxcroft School, Virginia, y una voz queda, que atravesaba sus dientes, como revelaba la sonrisa. Apenas movía la mandíbula inferior al hablar. Las palabras parecían deslizarse entre los dientes como resbaladizas perlas sumamente pequeñas. Quizás su entusiasmo ante la perspectiva de almorzar con siete pilotos y sus esposas no fuese muy grande, quizás no le entusiasmase en absoluto. Pero, de cualquier modo, no podría haber sido más amable ni más atenta. Llegó incluso a invitar a Rene Carpenter a una visita particular, y hablaron como dos amigas, sobre toda clase de cosas, incluidos los problemas que plantea la educación de los niños en los tiempos modernos. Sólo tenías que pensar en otras siete esposas cualesquiera de pilotos de una escuadrilla. De pronto, la honorable señora del astronauta se veía emplazada en una meseta, en las cotas más altas del protocolo norteamericano, donde los gajes incluían a Jackie Kennedy.

Y para los muchachos, era el paraíso. Nada de esto alteraba la perfección tipo Edwards de sus vidas. Sólo añadía algo nuevo y maravilloso a los inefables contrastes de este asunto de ser astronauta. A las pocas horas de almorzar en la Casa Blanca o de hacer esquí acuático en Hyannis Port podías estar de vuelta en Cabo Cañaveral, de nuevo Bebiendo-Conduciendo en aquel maravilloso territorio choza ratonesca renta baja, de nuevo en tu Corvette derrapando en aquellas duras carreteras anabaptistas y parando en el restaurante nocturno a tomar un café para estabilizar el sistema con vistas a las exhibiciones de destreza que te aguardaban. Y si te habías puesto tus camisas Ban-Lon y tus pantalones «vete al infierno», puede que ni siquiera allí te reconocieran, lo cual era infinitamente mejor, porque podías estar allí sentado tranquilamente tomando un café y fumando un par de cigarrillos y oyendo a los dos policías de la mesa vecina con sus radios patrulla del amanecer en el bolsillo, y una vocecita envuelta en ruidos parásitos que salía de las radios diciendo: «Treinta y uno, treinta y uno (farfulleo, farfulleo)… un hombre llamado Virgil Wiley se niega a volver a su casa del Río Banana», y los policías se miraban como diciendo, «pero bueno, qué cono, ¿voy a tener que abandonar por eso mi plato de patatas fritas y mi hamburguesa?», y luego, suspiraban y se preparaban para partir, se ajustaban las pistoleras y, cuando se dirigían a la puerta, entraba el perfecto aborigen, un viejo borracho como un mono que rebotaba en el quicio de la puerta y deslizaba sus piernas arqueadas en un taburete diciéndole a la camarera:

—¿Qué tal te va?

Y ella dice:

—Más o menos, ¿qué tal tú?

—A mí no me va ya de ningún modo —dice él—. Todo es arrastrarse por el barro y no levantarse ya.

Y como esto no provoca en ella reacción alguna, el tipo dice de nuevo:

—Todo es arrastrarse por el barro y no levantarse ya —y ella se limita a adoptar expresión a prueba de ladrones, una expresión de absoluta indiferencia; y todo esto te hacía sonreír inevitablemente, porque allí estabas tú, escuchando la alegre charla de la medianoche de los aborígenes más rústicos de la extensión más renta baja de Cabo Cañaveral, y sólo doce horas antes te encontrabas en una mesa de la Casa Blanca, esforzándote por captar las resplandecientes perlitas de la charla de la conversadora más famosa del mundo: y, de algún modo, pertenecías a ambos mundos y de ambos participabas. Oh, sí, era el equilibrio perfecto del legendario Edwards, el fabuloso Muroc, en los días primordiales de Chuck Yeager y Pancho Barnes, desplegados ahora en el futuro presupuesto sin límites de 10 000 millones de voltios.

La verdad era que los muchachos no sólo en los símbolos personales se habían convertido de la lucha de la guerra fría de los Estados Unidos con los soviéticos, sino también de la reacción política del propio Kennedy tras los fracasos previos. Se habían convertido en los adelantados de la Nueva Frontera, versión reciclada. Eran los intrépidos exploradores de la carrera de Jackie Kennedy para derrotar a la poderosa Integral en el viaje a la Luna. Ya era imposible que se los considerase pilotos de pruebas normales, y aún menos sujetos de experimentación.

Para Gus Grissom eso fue una gran suerte.

Gus fue elegido para el segundo vuelo Mercury-Redstone, programado para julio. Sería una cápsula más perfeccionada, en la que se habían introducido ciertos cambios: todos ellos en respuesta a la insistencia de los astronautas de que su función fuese más parecida a la de un piloto. No había habido tiempo de renovar la cápsula utilizada por Shepard, pero Grissom tenía una ventanilla, no sólo troneras, y un nuevo equipo de controladores manuales, destinados a permitir que el astronauta controlase la posición de la cápsula de modo más parecido al control del piloto de un avión, y una escotilla con un equipo de tornillos explosivos que el astronauta podía activar para salir de la cápsula cuando amerizase. Sin embargo, el vuelo sería una repetición del de Shepard, un lanzamiento suborbital que concluiría en el Atlántico, a unos 480 kilómetros en alta mar. El propio Gus alentó ciertos cambios en el plan de vuelo. Como iba a ser él quien hiciese este próximo vuelo, asistió a los interrogatorios de Shepard en la Gran Bahama. Nadie, ni siquiera dentro de la NASA, se atrevería a criticar abiertamente a Al por lo que hubiera hecho, pero hubo cierta crítica implícita a lo que hizo al final del vuelo, cuando las fuerzas de la gravedad aumentaron más deprisa de lo que él esperaba, y se dedicó a mirar desesperadamente por sus dos troneras, intentando divisar algunas estrellas. Un individuo de la Sección de Sistemas de Vuelo insistió en preguntarle si no había dejado activado un botón de control manual cuando pasó al control automático. Esto habría significado una pérdida de agua oxigenada, del combustible que activaba los reactores del control de posición. Esto apenas si tenía importancia en un vuelo suborbital de quince minutos, pero podría tenerla en un vuelo orbital. Al insistió en que no creía que hubiese dejado el botón activado pero que, en realidad, no podía decirlo a ciencia cierta. Y el mencionado individuo siguió insistiendo una y otra vez en el asunto. Este era el primer indicio de que los muchachos tenían bastante razón en lo que decían de los vuelos espaciales. Tú no hacías despegar la cápsula de tierra, no la hacías elevarse, no alterabas su curso ni la aterrizabas. Es decir, no la pilotabas, y en consecuencia, tu labor no dependía de lo bien que pilotases el aparato, como en el caso de una prueba de vuelo o de una operación de combate. Tu eficacia sólo se medía por lo bien que realizases las tareas incluidas en la lista de operaciones. Por tanto, cuantas menos operaciones hubiese en la lista, más posibilidades tenías de hacer un vuelo «perfecto». Los vuelos eran tan caros, que siempre había gente en tierra (ingenieros, médicos y científicos) que querían sobrecargar tu lista con toda clase de operaciones, con sus pequeños «experimentos». El mejor modo de manejar este problema era permitir tareas «operativas» y procurar rechazar todas las demás. La comprobación del sistema del control de posición era aceptable porque no había duda de que se trataba de una tarea «operativa». Eso era como pilotar un avión. Cuando llegó el momento de despegar, la lista de operaciones de Gus había quedado tan reducida que podía concentrarse sin problemas en el nuevo control manual que habían instalado.

Gus estuvo en el Holiday Inn prácticamente hasta la víspera del vuelo, permaneciendo bastante tranquilo y equilibrado. Redujo un poco el esquí acuático, que era su principal forma de ejercicio, y las competiciones nocturnas por las autopistas, para no correr el riesgo de un percance que lo estropease todo en vísperas del vuelo, pero, por lo demás, la vida transcurría prácticamente como siempre en Cabo Cañaveral; allí, en el Paraíso del Jinete de Caza.

Justo una noche antes del vuelo, cuando estaba en el bar aliviando un poco la tensión, Gus se tropezó nada menos que con Joe Walker. La NASA había dado a Joe unos cuantos días de permiso para que pudiera dejar Edwards y asistir al lanzamiento, y por eso estaba allí. Por entonces, julio de 1961, Walker y Bob White habían hecho cosas muy importantes con el X-15. En abril, White había establecido un nuevo récord de velocidad de 4,62 Mach, que equivalía a unos 4800 kilómetros por hora, y Joe Walker lo había superado en mayo alcanzando los 4,95 Mach, y White había vuelto a la carga en julio y había conseguido llegar a los 5,27 Mach. El X-15 disponía ya del Motor Grande, el XLR-99, con sus 22 800 kilos de potencia. Los Auténticos Cofrades ya estaban preparados para alcanzar su objetivo de superar los 6 Mach y llegar a una altitud de más de 80 kilómetros en vuelo pilotado. ¡Pilotado! Todos estos hechos podían leerse en la prensa, si uno se preocupaba de buscarlos, pero quedaron oscurecidos por el vuelo de Gagarin, al que siguió el vuelo de Shepard, el combate singular por el dominio del cielo. En realidad, Joe Walker había conseguido los 4,95 Mach con el X-15, la máxima velocidad de la historia de la aviación, el mismo día que Kennedy se dirigió al Congreso para proponer la carrera de la Luna. Comparado con la idea de un viaje a la Luna, los 4,95 Mach de Walker parecían algo demasiado vulgar. ¡Pero sin duda acabarían dándose cuenta de la verdad! Y pensando en esto, ¡en la simple verdad!, Joe Walker se tropezó casualmente con Gus Grissom en el bar del Holiday Inn.

Gus y Joe habían bebido unos cuantos tragos, ya era de noche, en realidad, y Joe empieza a tomar un poco el pelo a Gus a la manera rústica de Yeager, diciéndole que él y sus camaradas tienen que andar con ojo, porque si no se dan prisa la gente de Edwards pronto los pasará en el viaje hacia arriba. Ah, sí, dice Gus, ¿cómo es eso? Bueno, dice Joe Walker, ya tenemos un motor de cohete de 22 800 kilos de potencia, y el Redstone, que lanza vuestra pequeña vaina tiene sólo una potencia de 31 000 kilos, así que casi os estamos alcanzando y nosotros pilotamos ese trasto. Nosotros lo pilotamos de veras, y lo aterrizamos. Joe Walker se proponía bromear un poco y fastidiar amigablemente a Grissom, pero no pudo reprimir una nota en la voz que indicaba dónde estaban en realidad las cosas en el auténtico esquema de las cosas, en la verdadera pirámide de la competición aeronáutica. Todos están pendientes de Grissom, el astronauta, para ver qué dice. Grissom, que cuando quiere sabe replicar como es debido, mira a Walker, y luego sonríe e inicia una de sus risillas. Bueno, yo iré mirando por encima del hombro, Joe, y si pasas a mi lado, te juro que te saludaré.

¡Y no había que decirles más a Joe Walker y a los Auténticos Cofrades! No había problema alguno, en realidad, era la verdad nueva y simple. Grissom ni siquiera se sentía irritado. Nada de lo que pudiera hacer o decir Joe Walker (y nada de lo que pudiera hacer o decir siquiera Chuck Yeager) alteraría el nuevo orden. El astronauta estaba ya en la cúspide de la pirámide. Los pilotos de cohetes eran ya los viejos veteranos, los eternos recuerdas-cuando… ¡No hacía falta decirlo! Estaba en el aire, y todos lo sabían. Qué demonios, cuando empezaron a pilotar reactores y aviones de cohete en Muroc, en algún sitio tenían que estar los viejos veteranos también, los viejos cabrones amargados, los recuerdas-cuando, que sólo sabían pilotar aviones de hélice y que aún seguían insistiendo en que aquel era el asunto. Volar no era una competición como el béisbol y el fútbol. No, en el vuelo, cualquier progreso importante en la tecnología, podía cambiar las reglas. El sistema cohete-cápsula Mercury (la palabra «sistema» ya estaba en boca de todos) era el nuevo campo. No, Gus no tenía por qué preocuparse por lo que pudieran decir Joe Walker o cualquier otro de Edwards.

Gus dio la sensación de estar bastante tranquilo en todas las operaciones previas. Se irritó un poco en las sesiones de ingeniería que tuvo que soportar las dos últimas semanas antes del vuelo y soltó unos cuantos gruñidos cuando quisieron cambiar cosas y detalles en el último minuto, pero esto parecía puro afán de realizar el vuelo lo antes posible. Hubo incluso un cierto espíritu de improvisación tipo Edwards-palo-de-escoba en el asunto. Justo dos noches antes del vuelo, uno de los médicos pensó que no habían previsto un receptáculo para que Gus pudiera orinar y que no le pasara como a Shepard. El problema era algo complicado. Pensaron que podrían arreglarlo con un condón normal de goma como receptáculo, pero ¿cómo fijarlo e impedir que se soltara? Dee O’Hara, la enfermera, lo resolvió. Fue a Cocoa Beach y compró una faja calzón e instalaron en ella el condón. La maldita faja apretaba mucho en la entrepierna, pero Gus pensó que podría soportarlo. En conjunto, parecía muy tranquilo, un piloto de pruebas de la vieja escuela. Tuvo incluso un preludio de la atmósfera psicológica de la operación real, igual que tuviera Shepard. El 19 de julio le insertaron en la cápsula, cerraron la escotilla, pero luego suspendieron el vuelo a causa del mal tiempo. La operación se realizó al fin el 21 de julio. A juzgar por el pulso y la respiración, que se registraban mediante los sensores corporales, Gus estaba más nervioso que Shepard durante la cuenta atrás. Estos índices no significaban gran cosa por sí solos, sin embargo, y nadie habría reparado en el asunto de no haber sucedido lo que sucedió al final del vuelo. El vuelo en sí fue prácticamente la repetición del de Shepard, salvo que la cápsula de Grissom tenía una ventanilla, no sólo periscopio, que le permitía ver mucho mejor el mundo, y que el control manual estaba mucho más perfeccionado. Su pulso se mantuvo alrededor de 150 durante los cinco minutos de ingravidez (el de Shepard nunca había llegado a 140, ni siquiera durante el despegue) y subió a 171 al activarse los retrocohetes antes de volver a entrar en la atmósfera terrestre. La opinión informal de los médicos del programa era que si el pulso de un astronauta sobrepasaba 180, la operación debía anularse. La cápsula cayó casi exactamente en el blanco previsto, igual que la de Shepard, a menos de cinco kilómetros del buque de recuperación, el portaaviones Randolph. Luego se ladeó, lo mismo que había hecho la de Shepard, y tardó un ratito en enderezarse. Grissom creyó oír un gorgoteo en el interior de la cápsula (como le había pasado a Shepard) y empezó a buscar la filtración, pero no la encontró. El helicóptero de recuperación, denominado Club de Caza 1, localizó la cápsula en menos de dos minutos. Grissom aún estaba en el asiento, tumbado de espaldas, como al iniciarse el vuelo, y la cápsula se balanceaba en el agua.

—Bueno —dijo Grissom por el micrófono—, decidme cuánto tardaréis en llegar aquí.

El piloto del helicóptero, un teniente de la Marina llamado James Lewis, dijo:

—Aquí Club de Caza 1. En este momento ya estamos en órbita alrededor de la cápsula.

—Recibido —dijo Grissom—. Dadme otros cinco minutos para anotar la posición de los mandos, y os indicaré cuándo podéis bajar y engancharme. ¿Estáis en condiciones de poder hacerlo en cualquier momento?

—Club de Caza 1 —dijo Lewis—. Recibido, estamos en condiciones de hacerlo en cuanto nos lo pidas.

El astronauta tenía un gráfico en el que debía reseñar las posiciones de los mandos (conectados o desconectados) con un lápiz graso.

Cinco minutos y medio después, Grissom dijo de nuevo a Lewis por radio:

—Bien, Club de Caza, aquí Campana de la Libertad. ¿Estáis listos para recogerme?

—Aquí Club de Caza 1 —dijo Lewis—. Respuesta afirmativa.

—Bien —dijo Grissom—. Cerrado, cuando me lo indiquéis, pararé esto y volaré la escotilla, ¿de acuerdo?

—Aquí Club de Caza 1, Recibido, cuando estemos listos para que vueles la escotilla, te lo indicaremos.

—Recibido —dijo Grissom—. He desconectado el traje, así que noto mucho calor ahora…

—Uno —dijo Lewis—. Recibido.

—Uno, Recibido.

—Ahora, si estáis preparados para que pueda volar la escotilla, me quitaré el casco, desconectaré y luego volaré la escotilla.

—Uno, Recibido, y cuando vueles la escotilla, ya estará abajo el collarete esperándote, y volveremos a la base inmediatamente.

—Bien, Recibido.

Cuando Lewis, el piloto del helicóptero, miró hacia abajo, hacia la cápsula, todo parecía indicar que se trataba de una operación de rutina como las que él y su copiloto, el teniente John Reinhard, habían practicado muchas veces. Reinhard tenía un palo con un gancho en el extremo, como el cayado de un pastor, que tenía que entrar en una argolla que había en el cuello de la cápsula. Esta especie de bastón iba unido a un cable. El helicóptero podía izar hasta 1600 kilos de este modo. La cápsula pesaba unos 960 kilos. Lewis giró el aparato e iba a iniciar una pasada sobre la cápsula cuando de pronto vio que la escotilla lateral de esta salía volando y se hundía en el agua. ¡Pero Grissom no debía volar la escotilla hasta que él le dijese que había colocado ya el gancho! Y Grissom… allí salía Grissom y se lanzaba al agua sin mirar siquiera hacia él. Grissom nadaba como un loco. ¡El agua entraba en la cápsula por la escotilla y aquel maldito trasto se hundía! A Lewis no le inquietaba Grissom, porque había practicado la operación de salida de la cápsula al agua con los astronautas varias veces y sabía que los trajes de presión flotaban mejor que cualquier salvavidas. A los astronautas les gustaba incluso juguetear en el agua con los trajes puestos. Así que lanzó el helicóptero al ras de agua para intentar enganchar la cápsula. Por entonces, ya sólo se veía por encima del agua el cuello del aparato. Reinhard se pone a trabajar con el cayado de pastor, asomándose en la puerta del helicóptero, intentando desesperadamente enganchar la cápsula. Lo consigue al fin, cuando la cápsula desaparece bajo el agua y empieza a hundirse como un ladrillo. Lewis está tan bajo, que el helicóptero tiene las tres ruedas en el agua. El helicóptero es como un hombre gordo acuclillado sobre el tocón de un árbol, intentando arrancarlo del suelo. Pero la cápsula, llena de agua como está, pesa 2000 kilos, 400 más de la capacidad del helicóptero. Lewis tiene ya una luz roja de aviso que le indica que está a punto de producirse un fallo en el motor, así que hace señales a un segundo helicóptero, ya próximo, para que recoja a Grissom. Por fin logra sacar la cápsula del agua, pero no consigue que el helicóptero avance hacia el portaaviones. Lo único que puede hacer es quedarse allá en el aire colgando como un colibrí. Y las luces rojas brillan por todo el cuadro de mandos. Está a punto de perder el helicóptero, además de la cápsula. Así que suelta la cápsula, que cae y desaparece para siempre. La profundidad es casi de 5 kilómetros en aquel punto.

Por fin, dan la vuelta. Grissom sigue en el agua. Les saluda. Parece decir: «Estoy perfectamente». El segundo helicóptero avanza con el collarete.

En realidad, los saludos de Gus decían: «¡Me estoy ahogando, cabrones, que me ahogo!».

En cuanto Gus logró salir por la escotilla, se lanzó a nadar como un loco para no ahogarse. ¡La maldita cápsula se hunde! El traje se enganchó unos instantes en una especie de correa del exterior de la cápsula, probablemente relacionada con la lata de tinte. ¡Era como un paracaídas!, ¡le hundiría! ¡Se ahogaría! Se ahogaría, sí, no había duda. Por entonces, él no era ni astronauta ni piloto, era un hombre que se estaba ahogando. ¡Tenía que librarse de aquella cápsula mortífera, esa era la cuestión! Luego, se tranquilizó un poco. Estaba simplemente nadando en el océano bajo el estruendo de las hélices del helicóptero. Después de todo, ya no se hundía. El traje de presión le mantenía a flote, a la altura de las axilas. Miró hacia arriba. El collarete colgaba del helicóptero. ¡El collarete que le sacaría de aquello! ¡Pero se alejaban de él!, ¡iban a por la cápsula! Veía perfectamente a aquel hombre llamado Reinhard a la puerta del helicóptero intentando enganchar la cápsula. Sólo el cuello de esta quedaba fuera del agua. Gus empezó a nadar de nuevo hacia la cápsula. Resultaba difícil nadar con el traje de presión, pero por lo menos le mantenía a flote. Cuando dejó de nadar siguió flotando con el agua a la altura de las axilas. Sobre su cabeza rompían pequeñas olas y tragó un poco de agua. Y perdió el control. Estaba flotando en medio del océano. Volvió a mirar hacia arriba y vio otro helicóptero. Braceó e hizo señas, pero nadie le hacía caso. Y ahora el agua le llegaba más arriba. El traje de presión estaba perdiendo flotabilidad. Empezaba a pesarle más, empezaba a arrastrarle hacia el fondo. El traje tenía un diafragma de goma que le ajustaba al cuello como un jersey de cuello subido, para que el agua no entrara dentro. La goma no ajustaba bien, perdía aire… ¡No!, ¡era la válvula de entrada del oxígeno! ¡La había olvidado del todo! La válvula permitía que el oxígeno entrara en el traje durante el vuelo. Gus había desconectado el tubo, pero había olvidado cerrar la válvula. Y el oxígeno se estaba escapando por allá abajo y el traje empezaba a convertirse en un peso muerto, a tirar de él hacia el fondo. Se agachó y cerró la válvula debajo del agua, pero la cabeza seguía hundida debajo del agua y tuvo que debatirse para llegar a la superficie, y luego las olas rompieron sobre su cabeza y tragó más agua y miró hacia arriba a los helicópteros y les hizo señas y ellos le hicieron también señas, pero nada más. Los cabrones… ¡Cómo no se darían cuenta! En la ventana de uno de los helicópteros había un hombre con una cámara sacándole fotos tranquilamente, ¡le saludaban y le sacaban fotos! ¡Los muy cabrones…! Iban como locos tras la maldita cápsula y él se estaba ahogando ante sus mismos ojos y seguía hundiéndose. Lograba salir de nuevo a la superficie, pero volvía a tragar agua y a hacer señas. Pero al hacer señas, volvía a hundirse. El traje parecía estar embutido en ochenta kilos de barro. ¡Las monedas!, ¡y las demás porquerías! ¡Dios mío, las monedas y aquellas malditas baratijas! Estaban allí, en el bolsillo de la rodilla. Se le había ocurrido la brillante idea de llevar cien billetes de a dólar en el vuelo como recuerdo, pero como no tenía cien dólares disponibles a su nombre, se decidió por dos cartuchos de cincuenta monedas cada uno, y había incluido tres billetes de dólar, por si acaso, y una buena partida de reproducciones pequeñas de la cápsula. Y ahora toda aquella chatarra tiraba de él hacia el fondo, ¡monedas!, ¡peso muerto!

¡Deke!, ¿¡dónde estaba Deke!? ¡Deke sin duda tenía que estar allí! Había hecho tanto por Deke. Deke tenía que materializarse de algún modo y salvarle. Deke y Wally y él estaban practicando la salida de la cápsula al agua en Pensacola, cuando Deke, con todo su traje a presión, con el casco puesto, se había caído de la balsa e iba a hundirse y no podía hacer nada para evitarlo, pero él y Wally se acercaron con las aletas puestas, y le aguantaron hasta que llegaron los de la Marina con la balsa, y no hubo ningún problema porque ellos habían estado a su lado, y sin duda. ¡Deke!, ¡o quien sea!, ¡Deke!

Cox, ¡aquella cara de arriba! Es Cox. Deke no estaba allí y no iba a estar allí. ¡Pero Cox!, Cox, al que apenas conocía, era ya su única salvación. Cox era un miembro de la Marina que iba en el segundo helicóptero. Gus conocía aquel rostro. Cox no era ningún tonto, no era ningún cabrón. ¡Cox había recogido a Al Shepard! ¡Cox había recogido a aquel maldito chimpancé! ¡Cox sabía cómo sacar a la gente de allí! ¡Cox! Pudo ver entonces a Cox asomándose al helicóptero y bajando el collarete. Los helicópteros producían un ruido infernal. ¡Pero Cox! Cox y su helicóptero estaban suspendidos allá arriba. No se acercaban, y la cabeza de Gus seguía hundiéndose. El vendaval de las hélices del helicóptero le desplazaba. Cuanto más se acercaba su salvador en el helicóptero, más le alejaba a él la fuerza de este. Los tiburones, ¡los tiburones huelen el miedo! Y él era puro miedo, pánico, sesenta y cuatro kilos de pánico, ¡más 40 kilos de monedas de muerte! ¡Perdido al final a 2800 brazas en medio del océano Atlántico! ¡Pero los helicópteros alejan a los tiburones con el oleaje que levantan las hélices! Cox podría poner en fuga a los tiburones y salvarle. Pero Cox no se acercaba más, aunque el collarete tocaba ya el agua. Estaba aún a unos 27 metros de distancia, al otro lado de las olas. Ahora podía verle, luego no. Las olas seguían cubriéndole. Pero era la única salida que le quedaba, nadó hacia allí. No conseguía levantar las piernas, así que pugnó por alcanzar el collarete con los brazos. No le quedaban fuerzas. Todo tiraba de él hacia el fondo. Se quedaba sin fuelle. No había más que ruidos furiosos, agua enfurecida. ¡El agua seguía metiéndosele en la boca! No lo lograría. ¡Pero el collarete! ¡Cox estaba allá arriba! ¡Estaba el collarete! Esta frente a él. Lo agarró y se colgó de él. Tenía que sentarse en él como en un columpio. Al carajo. Se coló torpemente por el agujero como un lenguado que aterrizase en la balanza del mercado. Se colgó con los brazos. Tenía la sensación de pesar una tonelada. El traje estaba lleno de agua. Y ya había tomado conciencia de la cosa: perdí la cápsula.

Cox y su copiloto se dieron cuenta de que Grissom se encontraba mal en cuanto le metieron en el helicóptero. Jadeaba sin aliento y temblaba. Miraba incesantemente a todas partes. Descubrió lo que buscaba: un salvavidas. Lo cogió e intentó ponérselo. Le resultaba dificilísimo, porque temblaba mucho. Los brazos iban para un lado y las cintas para el otro. Los motores hacían un ruido espantoso. Volvían al portaaviones. Grissom se debatía aún con el salvavidas. Era evidente que creía que iban a caerse al agua en cualquier momento. Creía que iba a ahogarse. Jadeaba. Estuvo debatiéndose con el salvavidas en todo el trayecto hasta el portaaviones. ¿Qué demonios le había pasado a aquel hombre? Primero, había volado la escotilla antes de que el primer helicóptero pudiera engancharla y luego había estado chapoteando en el océano y ahora se disponía a abandonar la nave en un condenado helicóptero una mañana clara de sol y calma junto a las Bermudas.

Cuando llegaron al portaaviones, al Randolph, Grissom se calmó un poco. Estiraban el cuello hacia el helicóptero el mismo tipo de rostros sobrecogidos que dieran la bienvenida a Alan Shepard. Pero Grissom apenas lo advertía. Una nube oscurísima envolvía su cabeza.

Cuando pasó bajo cubierta, aún temblaba. Decía continuamente:

—Yo no hice nada. Aquel maldito trasto explotó solo.

Al cabo de una hora, habían iniciado el interrogatorio preliminar y Grissom seguía diciendo:

—Yo no hice nada, yo sólo estaba allí tumbado y de pronto explotó.

Dos horas más tarde, en el interrogatorio oficial en la Gran Bahama, Grissom estaba mucho más tranquilo, aunque parecía exhausto y agotado. Estaba sombrío. Parecía un hombre muy desdichado. Seguía teniendo 90 pulsaciones. Normalmente, en reposo, tenía 68 o 69. Seguía diciendo:

—Yo no lo toqué, yo sólo estaba allí tumbado, y explotó sola.

Lo que sucedió, según Gus, fue lo siguiente: en cuanto supo que los helicópteros estaban cerca, se sintió seguro en la cápsula, así que pidió cinco minutos para terminar la desconexión y registrar la posición de los mandos. Mientras la cápsula bajaba aún con el paracaídas, abrió la placa facial y desconectó el tubo sellado del visor. Cuando la cápsula ya estaba en el agua, Gus desconectó el tubo de oxígeno del casco, desenganchó el casco del traje a presión, soltó la presilla del pecho, el cinturón, la armadura del hombro y las correas de las rodillas, desconectó el cable de los sensores biomédicos y se colocó al cuello el protector de goma. El traje a presión estaba aún conectado a la cápsula por el tubo de entrada de oxígeno, necesario para refrigerar el traje, y el casco aún tenía conectados los cables de la radio; pero con que se quitase el casco quedaba libre de los cables. Entonces (todo según la lista de operaciones), retiró el cuchillo de emergencia que estaba fijado a la escotilla y lo puso en el equipo de emergencia, que era una bolsa de lona de unos 60 centímetros de largo, en la que había una balsa hinchable, repelente para los tiburones, un equipo de desalinización, comida, una lámpara de señales, etc. Antes de salir de la cápsula por la escotilla, según Gus, había que realizar una tarea más. Tenía que sacar un plano y un lápiz graso y señalar la posición de todos los mandos del panel. Como aún tenía puestos los guantes del traje de presión, le resultaba difícil coger el lápiz graso, así que le llevó tres o cuatro minutos. Luego, preparó la escotilla explosiva iluminando la tapa del detonador, que era una especie de botón de unos 7,5 centímetros de diámetro, y retiró la presilla de seguridad, que era como el seguro de un revólver. Una vez retirada la tapa y el seguro, dos kilos de presión sobre el botón del detonador, harían explotar los tornillos y lanzarían la escotilla al agua. Entonces comunicó a Lewis, al helicóptero, que se acercase y enganchase. Desconectó el tubo de oxígeno del traje a presión y volvió a acomodarse en el asiento y esperó a que Lewis se lo comunicase, haría explotar la escotilla. Mientras estaba allí tumbado, dijo, empezó a pensar si no habría modo de recuperar el cuchillo del equipo de emergencia antes de hacer estallar la escotilla y abandonar la cápsula. Pensó que sería un recuerdo estupendo. Dijo que estaba pensando vagamente en esto, cuando oyó un ruido sordo. En seguida advirtió que la escotilla había estallado. Al cabo de un instante, pudo ver el luminoso cielo azul sobre el océano y el agua entrando. Ni siquiera tuvo tiempo de coger el equipo de emergencia. Se quitó el casco y se apoyó en la parte derecha del panel de instrumentos, sacó la cabeza por la escotilla y salió.

—Yo había quitado el tapón y el seguro —decía—, pero creo que no pulsé el botón. La cápsula se bamboleaba un poco, pero no había cosas sueltas en la cápsula, así que no entiendo cómo pude pegar allí, pero puede que lo hiciese.

A medida que pasaba el día e iba desarrollándose el interrogatorio oficial, Gus empezó a rechazar incluso la posibilidad de haber rozado el botón.

—Yo estaba allí echado, boca arriba, y de pronto estalló.

Nadie estaba dispuesto a acusar a Gus de nada, pero los ingenieros seguían mirándose de reojo. La escotilla explosiva era nueva en la cápsula Mercury, pero llevaban utilizándose escotillas explosivas en los cazas a reacción desde principios de los años cincuenta. Cuando un piloto pulsaba la palanca de emergencia y salía despedido, la escotilla volaba y una carga de TNT lanzaba al piloto y lanzaba el aparejo de su paracaídas de asiento por la abertura. Normalmente, el piloto y el que iba en el asiento de atrás, solían preparar las escotillas y las cargas en la pista antes de despegar. Esto equivalía a lo que había hecho Gus de quitar el seguro y la tapa del detonador. Nadie había oído nunca que una escotilla explotara así por las buenas, pese a que los aviones de combate hacían maniobras violentas, soportaban tremendas fuerzas gravitatorias, entraban en ingravidez por breves períodos y vibraban hasta que prácticamente no veías. Podías hacer lo que quisieras con aquellos chismes; nunca, o al menos nadie podía recordarlo, había estallado una sola escotilla así por las buenas.

Por supuesto, cualquier aparato provisto de cargas explosivas podía muy bien explotar intempestivamente. Con posterioridad a esto, la NASA hizo pasar un montaje de escotilla de este tipo por todas las pruebas que los ingenieros pudieron idear para ver si la escotilla explotaba sin pulsar el botón detonador. La sometieron a prueba de agua, a prueba de calor: la sacudieron, la golpearon, la tiraron sobre un suelo de hormigón desde una altura de 30 metros, y nunca explotó así por las buenas.

Se hacían muchas conjeturas, muy quedamente, muy en privado.

Y en Edwards, los Auténtico Cofrades, bueno, en fin, como podéis imaginar, ¡se tronchaban!

Naturalmente, ellos no podían decir nada. Pero, claro, ¡quién lo duda! ¡Estaba clarísimo! ¡Grissom la había pifiado!

Si hacías algo tan tonto en una prueba de vuelo, si destruías un prototipo importante por «un error estúpido», como equivocarte de botón estabas liquidado. ¡Tenías suerte si acababas en ingeniería de vuelo! En fin, en Edwards todo el mundo estaba convencido de que Grissom la había cagado, de que la había pifiado, no había duda. Era dudoso que hubiese pulsado el detonador a propósito, porque aunque tuvieras mucho miedo en el agua (tenías que tener muchísimo miedo, amigo), era poco probable que se buscase más problemas volando la escotilla antes de que el helicóptero enganchase y le subiesen con el collarete. Pero si un hombre empieza a verse dominado por el pánico, la lógica es lo primero que desaparece. Quizás el pobre cabrón quisiera de pronto salir como fuera y, ¡zas!, apretó el botón. ¿Y qué era aquello del cuchillo? Él decía que quería coger el cuchillo para quedárselo como recuerdo. Así que debió dedicarse a intentar sacar el cuchillo del equipo de emergencia. La cápsula está balanceándose en las olas y Grissom tropezó en el detonador, habría bastado con eso. En fin, no había duda de que de un modo u otro había pulsado el maldito botón. Lo único que les gustaba de todo el asunto era la forma de decir sin parar aquello de «yo estaba allí tumbado y explotó solo». Y cómo se aferraba a ello. ¡Allí sí que demostraba el buen Gus el instinto del verdadero jinete de caza! ¡Sí, amigo Gus, aprendiste bien algunas lecciones! Cuando has hecho una «pelea» prohibida y tu aparato se incendia y tienes que salir despedido y tu F-100F hace ¡kabum! en el suelo del desierto… Naturalmente, vuelves a la base y dices: «No sé lo que pasó, señor, ¡de pronto se incendió solo!». ¡Yo estaba ocupado en mis cosas! ¡Fue el demonio! Y pasabas a los detalles. Un grueso brochazo de vaguedad… la salida es esa.

«Yo estaba allí tumbado, y explotó sola», oh, eso era magnífico. Y luego, los Cofrades se retreparon y esperaron a que el astronauta del Mercury recibiese su merecido, tal como lo habría recibido cualquiera de ellos, si hubiera hecho semejante desastre en Edwards.

Y… no pasó nada.

La publicidad que salió de la NASA, del principio al fin, la que salió de la Casa Blanca, toda la publicidad, fuera de donde fuese, explicaba la grave desilusión que había significado para el pequeño y valeroso Gus perder la cápsula por un fallo mecánico después de un vuelo tan perfecto. Se convirtió en el pequeño Gus y despertó una simpatía impresionante. Sólo uno sesenta y cinco y carirredondo. Era asombroso que pudiese encerrarse tanto valor en uno sesenta y cinco de estatura. Y a punto estuvo de ahogársenos.

Los Auténticos Cofrades no podían creerlo. Los astronautas del Mercury tenían inmunidad oficial hasta tres cuartos de las cosas por las que solía juzgarse normalmente a los pilotos de prueba. Estaban ya protegidos por el aura supersticiosa del adalid del combate singular. Eran los héroes de la resurrección política de Kennedy, la nueva frontera puesta al día cuyo símbolo era un viaje a la Luna. Proclamar que el segundo, Gus Grissom, había rogado al Señor: «Por favor, Dios mío, que no la pifie» (y que esta oración no había tenido respuesta y que el Señor le había dejado pifiarla) en fin, había que cortar a toda costa semejante interpretación de los hechos. Y la NASA no estaba más deseosa de reprender a Grissom que Kennedy. La NASA acababa de obtener carta blanca para el proyecto lunar. Sólo seis meses atrás, había estado en grave peligro de perder totalmente el programa espacial. Así que no podía calificarse de fallo nada de aquel vuelo. Era posible alegar que el vuelo de Grissom había sido un gran éxito. Sólo había habido un pequeño problema inmediatamente después. En cuanto a la opinión pública, la pérdida de la cápsula en realidad no importaba demasiado. El hecho de que los ingenieros necesitasen la cápsula para estudiar los efectos de la tensión y del calor y para recuperar diversos tipos de datos registrados automáticamente; en fin, esto no creaba ningún drama nacional. La cosa era que el tipo subiese hasta allá arriba y bajase vivo; ese era el meollo del combate singular y no la ingeniería. Así que nunca se volvió a plantear la posibilidad de que Gus pudiera haber metido la pata. En vez de tener una mancha en su historial, Gus se convirtió en un héroe. Había soportado y superado tanto. Y volvió a incorporarse sin problema a la fila para los grandes vuelos que pudieran plantearse en el futuro, como por arte de magia.

En los días que siguieron al vuelo, Gus parecía más sombrío y más hosco que nunca. Lograba esbozar una sonrisa protocolaria cuando tenía que hacerlo y saludar protocolariamente como un héroe, pero la nube negra no pasaba. Betty Grissom tenía el mismo aspecto cuando se reunió, junto con sus dos hijos Mark y Scott, con Gus en Florida para celebrarlo. Una curiosa celebración. Era como si el acontecimiento estuviera envenenado por un secreto inconfesable. Betty tenía también la culebreante sospecha de que todo el mundo estaba diciendo en voz baja «Gus la pifió». Pero su decepción era algo más sutil que la de Gus. Ellos, la NASA, la Casa Blanca, las Fuerzas Aéreas, los otros muchachos, el propio Gus, ¡no estaban cumpliendo su parte del pacto! Quien contemplara a Betty por entonces (aquella honorable señora del astronauta, tímida, bonita, siempre callada, siempre en su papel) no podría sospechar su cólera.

¡Ellos estaban rompiendo el pacto de la esposa del militar!

Betty sabía ya por entonces lo que podía esperar personalmente de Gus; es decir, raras veces lo veía. En un período de 365 días, había pasado con ella un total de 60. Unos seis meses antes, Betty había tenido que ingresar en el hospital cerca de Langley para cirugía exploratoria. Existían bastantes posibilidades de que necesitase una histerectomía.

Betty sufrió un verdadero asedio en el hospital. Pasó allí 21 días, pasó allí tanto tiempo que tuvo que pedir a unos parientes que viniesen de Indiana para cuidar de los chicos. Gus se las arregló para poder verla en el hospital exactamente una vez. Y no pudo estar la hora completa de visita. Le llamaron al propio hospital pidiéndole que regresara a la base, y tuvo que hacerlo.

Betty raras veces se ponía a imaginar, ni siquiera para sí misma, lo que hacía Gus durante el 80 por ciento del año que no estaba con ella. Había logrado apartar por completo esto de su pensamiento. Formaba parte del pacto. El que Gus fuera de vez en cuando el Piloto de Caza Completo Fuera del Hogar no violaba el pacto, y ahora era el momento que se cumpliese la otra parte del pacto. Era el momento de convertirse en la Honorable Señora del Segundo Capitán Norteamericano en el Espacio. Se lo debían de sobra.

Louise Shepard, allá en Virginia Beach, no había sabido lo que podía pasar cuando Al iniciase su viaje y, en consecuencia, vio invadida su casa por informadores y mirones. Prácticamente le destrozaron el jardín, sólo con rondar por allí y meterse entre los setos para pegar las narices a los cristales de las ventanas. Gus no tenía por qué pasar por esto. Gus procuró que la policía local estuviera fuera de la casa patrullando a primera hora de la mañana, antes del amanecer. Betty estaba en la casa, delante del televisor, con Rene Carpenter, Jo Schirra, Marge Slayton, los chicos. Fuera babeaba la Bestia. Había un montón de periodistas en la acera y detrás, en la entrada de coches de la casa de al lado; pero la guardia palaciega los mantenía a todos a raya. Betty se sentía muy bien, en realidad. Era de nuevo aquel asunto del velatorio del que está en grave peligro. Ella era la anfitriona y la estrella del drama. Casi se perdió la cuenta atrás final. Estaba en la cocina apagando el fuego de unos huevos hervidos para alguien.

Después del vuelo irrumpieron toda clase de vecinos y gente de la NASA de Langley, trayendo más comida y felicitándola. Pero Betty sabía lo suficiente de pruebas de vuelo para percibir que la pérdida de la cápsula tendría lúgubres consecuencias. Recibió una llamada de Gus desde las Bahamas. Aún había mucha gente en la casa, pero de todos modos, ella tenía que formular la pregunta:

—No hiciste nada malo, ¿verdad?

—No hice nada malo —dijo él muy despacio; casi podía verse la lúgubre expresión de Gus al teléfono—. La escotilla explotó sola.

—Me alegro.

Y empezó a hablarle de la gente que estaba llamando para felicitarle.

—Eso está muy bien —dijo Gus—. Por cierto, oye, mira, en el motel me perdieron dos pantalones en la lavandería, y necesito camisas. ¿Me traerás unas cuando vengas al Cabo?

¿La lavandería? Quería que se acordase de llevarle la muda.

Betty y los chicos llegaron a Cabo Cañaveral en uno de esos días cegadores y asfixiantes de julio en que toda Playa Cocoa parecía un aparcamiento de hormigón frito. Les llevaron a una pista de despegue de la base de las Fuerzas Aéreas de Patrick, con mucha gente de la NASA y autoridades militares a recibir el avión de Gus. Había instalado un gran toldo allí cerca. Debajo del toldo iba a celebrarse una conferencia de prensa. Betty estaba allí sobre la plancha de hormigón con James Webb y unos cuantos dirigentes de la NASA y, lentamente, empezó a darse cuenta de que… ¡no cumplían lo acordado!

¡Iba a ser sólo aquello! ¡Una recepción sobre aquella plancha fríecerebros! No haría ningún viaje a la Casa Blanca. Webb, no John Kennedy, pondría la condecoración a Gus, allí sobre aquella plancha, bajo una lona espantosamente Renta Baja. No habría ningún desfile en Washington, ni en Nueva York, ni siquiera habría un desfile en Mitchell, Indiana. Eso le habría encantado a Betty. Volver a Mitchell y desfilar por la Calle Mayor. Gus no recibiría nada, sólo una medalla de James E. Webb. ¡No podían hacerle aquello a ella!, no cumplían lo acordado.

Pero lo hicieron. Y fue peor aún de lo que ella temía. Llegó el avión, se aproximó a la rampa, se oyó una gran aclamación, salió Gus, y unos funcionarios de la NASA la cogen y cogen a los niños por los codos y los acercan a Gus como si fueran objetos religiosos. He aquí la esposa, he aquí los hijos, y Gus apenas si puede mirar a Betty como a una persona conocida. Ella es sólo el firme respaldo en el frente familiar ceremonial al que hacen rodar por la plancha de hormigón. Gus murmura hola, abraza a los dos chicos y luego los funcionarios vuelven a apartar a la esposa y los hijos y conducen a Gus hasta el toldo, donde se celebra la conferencia de prensa. Los periodistas siguen fastidiando con lo de la explosión de la escotilla y la pérdida de la cápsula. Los muy cabrones aún no han captado el mensaje. No han percibido aún el tono moral adecuado. Pero como son parte del gran animal colonial, del prototipo Victoriano, en unos cuantos días lo entenderán perfectamente y no volverán a mencionar nunca la maldita escotilla. Pero, por ahora, aportan al acontecimiento otra dosis del venenoso secreto. ¿Era esa la causa de aquella pequeña y mezquina y astrosa ceremonia? Gus se debatía con las preguntas y sudaba bajo el toldo. No hacía más que decir:

—Yo estaba allí tumbado haciendo mis cosas, cuando de pronto la escotilla explotó. Explotó sola.

Betty se daba cuenta de que Gus estaba cada vez más furioso, más hosco y sombrío. Le fastidiaba hablar con los periodistas de aquel modo. Y a Betty se le partía el corazón. Estaban haciéndole retorcerse como una culebra. ¡Y aquello era la Gran Recepción! ¡Aquello era lo que recibía después de cumplir su parte del pacto! Aquello era una comedia. Ella era ¡la honorable señora del Explotaescotillas Culebreante!

El calor se hizo aún más asfixiante. Tras la pequeña ceremonia, en la que Webb estuvo engolado y pomposo, llevaron a Gus y a Betty y a los chicos a la residencia de visitantes distinguidos de la base de las Fuerzas Aéreas de Patrick. Aquello era, en teoría, un tratamiento regio. Les dijeron que aquella era una residencia secreta, donde estarían totalmente a salvo de la prensa y de los mirones, la residencia de visitantes distinguidos. Betty miraba a su alrededor. Allí en Cocoa Beach hasta la residencia de visitantes distinguidos era renta baja. Aquella residencia para visitantes distinguidos, más bien parecía el patio de una destartalada cabaña de finales de los años treinta. Miró por la ventana. Allá estaba la playa, aquella asombrosa Cocoa Beach ladrillo caliente. Pero entre la residencia y la playa estaba la autopista A1A, los coches atronando arriba y abajo en el aullante calor de mediados de julio. Ni siquiera podrían cruzar la autopista para llegar a la playa con los niños. Bueno, podrían ver la televisión, pero no había ningún televisor. Y no había piscina. Luego pasó a la cocina y abrió la nevera. Estaba atestada de alimentos, había allí todo lo imaginable. Por alguna razón, esto la enfureció. Podía ver el panorama que le aguardaba aquella tarde y el resto del día y mañana, también. Estaría allí con los chicos, cocinando, y arriesgando la vida para cruzar aquella autopista y poder llegar a la peor playa de Florida. Y sin duda Gus estaría en el centro espacial o en la ciudad…

La ciudad significaba el Holiday Inn, donde estarían los otros muchachos y sus esposas. Sería allí donde se celebraría el asunto y donde se divertirían.

Escucha, mientras vosotros os instaláis, creo que yo…

De pronto, Betty se puso furiosa: ¡No estaba dispuesta a seguir en aquel lugar! Gus no entendía qué bicho le había picado.

De pronto, dijo que quería ir al Holiday Inn. Allí era donde estaría todo el mundo. Así que le dijo a Gus que llamase al Holiday Inn y que reservase una habitación.

Se lo dijo con tal furia que Gus llamó al Holiday Inn y tocó las teclas necesarias y consiguió una habitación.

Si Gus se hubiese atrevido a dejarla allí aparcada en aquel descolorido mausoleo para huéspedes distinguidos y desaparecer, de forma que ella quedara allí sentada asfixiándose de calor y viendo pasar las horas mientras él se regodeaba en la piscina del Holiday Inn como el gran personaje. Ella se habría abierto las venas. Estaba tan desesperada que habría sido capaz de hacerlo. La habían tratado miserablemente. Habían roto descaradamente el pacto. En fin, se lo debían, sin lugar a dudas.