25

A semejanza del cielo

Bajaban cabalgando desde el norte en caballos negros, corceles criados en la fría oscuridad, que pisaban firme en lo profundo de la noche, sin temor al viento helado ni a los altos pasos de montaña. Los jinetes eran tres, dos mujeres y un hombre, todos Hijos de las Nubes, cuyas muertes ya eran cantadas por los Sin Luz, pues eran muy escasas las posibilidades que tenían de regresar jamás a Nakkiga. Eran las Garras de Utuk’ku.

Salieron del Pico de las Tormentas y cruzaron las ruinas de la antigua ciudad de Nakkiga, sin malgastar ni una mirada en las desmoronadas reliquias de una era en que su pueblo aún vivía bajo el sol. Durante la noche pasaron por las aldeas de los rimmerios negros, donde no hallaron a nadie puesto que los habitantes de dichos asentamientos, al igual que todos los mortales de aquellas tierras malditas, sabían que no debían traspasar las puertas de sus casas después del crepúsculo.

A pesar de la velocidad y el vigor de las monturas, los tres jinetes tardaron muchas noches en atravesar la Marca Helada; mas nadie dio cuenta de su paso excepto algunos durmientes de poblados remotos que sufrieron inesperadas pesadillas, o algún solitario viajero que notó la intensificación del frío del ya helado viento.

Se detuvieron para que los animales descansaran —ni siquiera la cruel disciplina de los establos del Pico de las Tormentas podía evitar que los animales vivos acabaran por fatigarse— y para conversar con aquellos de su raza que se habían apoderado del desolado castillo de Josua en Erkynlandia. La jefa de las Garras de Utuk’ku, aunque sólo era la primera entre iguales, rindió un desabrido homenaje al señor del castillo, un Mano Roja envuelto en un sudario; se hallaba sentado, entre sinuosas sábanas grises con atisbos rojos en cada pliegue, en los restos destrozados de lo que había sido el trono del príncipe Josua. Se mostró respetuosa sin añadir nada más de lo estrictamente necesario. Incluso a las nornas, endurecidas tras largos siglos, marchitadas por el frío exilio, las inquietaba la presencia de los sirvientes del Rey de la Tormenta. Al igual que su señor, habían traspasado el más allá, habían probado el No Ser y habían regresado; se diferenciaban tanto de sus hermanas vivas como un lucero de una estrella de mar. A las nornas no les gustaban los Manos Rojas, el zumbido vacío que exhalaban, pues cada uno de los cinco era poco más que un agujero en la materia de la realidad, un agujero lleno de odio; mas, en tanto su señora consideraba como propia la guerra de Ineluki, no tenían más opción que inclinarse ante los sirvientes principales del Rey de la Tormenta.

Ellos también se sentían lejos de sus propias congéneres. Puesto que las Garras eran cantadas por la muerte, los hikeda’ya de Naglimund las trataron con reverencial silencio y las alojaron en una estancia fría, alejadas del resto de la tribu. Las tres Garras no permanecieron mucho tiempo en el castillo acosado por el viento.

Desde allí, cruzaron el Stile y las ruinas de Da’ai Chikiza, y después cabalgaron hacia el oeste por el bosque de Aldheorte, donde efectuaron un amplio rodeo alrededor de Jao é-Tinukai’i. Utuk’ku y su aliado ya habían tenido una confrontación con los Hijos del Amanecer y habían cobrado todo el beneficio: la presente misión requería secreto. Aunque, de vez en cuando, el bosque parecía ofrecer una resistencia activa con caminos que terminaban de repente y árboles de ramas tan íntimamente entrelazadas que tamizaban la luz de las estrellas y la volvían extraña y difuminada, el trío siguió inexorable hacia adelante, hacia el sureste. Eran las escogidas de la reina de las nornas y no abandonarían fácilmente su misión.

Por fin llegaron al final del bosque, cerca ya de lo que buscaban. Al igual que Ingen Jegger había hecho con anterioridad, habían descendido desde el norte llevando la muerte a los enemigos de Utuk’ku, pero, al contrario que el cazador de la reina, que había conocido la derrota cuando volvió su mano contra los zida’ya, éstos eran tres inmortales. Nada los apremiaba, y no cometerían errores.

Hicieron virar los caballos hacia Sesuad’ra.

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—¡Por el buen Dios! ¡Qué peso me he quitado de encima! —Josua respiró a fondo—. Me alegro de ponernos en marcha al fin.

—Aunque no estén todos de acuerdo —repuso Isgrimnur con una sonrisa—. Sí, yo también me alegro.

En lo alto del cerro, Josua y el duque de Elvritshalla contemplaban desde sus caballos a los ciudadanos de Nueva Gadrinsett, que abandonaban el asentamiento de forma muy desordenada. La procesión daba la vuelta por debajo de ellos y descendía por el antiguo camino sitha, caracoleando en torno a la mole de la Roca del Adiós hasta desaparecer de la vista. Había tantas ovejas y vacas como personas, un ejército de animales inútiles que balaban, mugían y se entrechocaban por el sendero provocando el caos entre los sobrecargados ciudadanos. Algunos colonos habían construido rudos carros, cargados ahora hasta arriba con sus posesiones, lo cual acrecentaba el pintoresco aspecto carnavalesco de la procesión.

—Nos parecemos más a una feria que levanta el campamento que a un ejército —comentó Josua, ceñudo.

—Nuestro clan siempre es así cuando viajamos —comentó con una carcajada Hotvig, que acababa de llegar con Freosel de Falshire—. La única diferencia es que casi todos los vuestros son habitantes de las piedras. Pero ya os acostumbraréis.

—Necesitamos tantas reses como podamos reunir, Alteza —añadió Freosel, que contemplaba el proceso con ojo crítico—. Hay muchas bocas que alimentar. —Hizo avanzar unos pasos a su caballo con cierta torpeza, pues todavía no se había acostumbrado a montar—. ¡Eh, vosotros! —gritó—. ¡Dejad paso a ese carro!

Isgrimnur se dijo que Josua tenía razón: sí que parecía una feria ambulante, aunque con menos alegría de la que solía rodear a los feriantes. Había niños que lloraban, aunque no a todos ellos desagradaba el viaje, ni mucho menos, y también una especie de ruido de fondo constante, de las disputas y quejas por parte de los ciudadanos de Nueva Gadrinsett. Pocos eran los que abandonaban de buen grado aquel lugar relativamente seguro; la idea de obligar a Elías a dejar el trono les parecía remota, y la gran mayoría de los colonos habría preferido quedarse en Sesuad’ra mientras los demás se enfrentaban a las crudas realidades de la guerra, aunque, por otra parte, estaba claro que quedarse en un lugar tan lejano después de que Josua se llevara a todos los hombres de armas no era una alternativa razonable. Así pues, contrariados pero sin ganas de arriesgarse a mayores sufrimientos sin la protección del improvisado ejército del príncipe, los pobladores de Nueva Gadrinsett se ponían en marcha con Josua hacia Nabban.

—No asustaríamos ni a un grupo de estudiantes con este plantel —dijo el príncipe—, menos aún a mi hermano. Sin embargo, no por nuestros andrajos y pobre armamento los aprecio menos, y lo mismo digo de nosotros. —Sonrió—. En verdad, creo que por primera vez comprendo lo que mi padre sentía. Siempre he tratado a mis vasallos lo mejor que he podido, puesto que es la voluntad de Dios, pero jamás sentí el fuerte amor que Juan el Presbítero profesaba a todo el pueblo. —Acarició el cuello de Vinyafod con aire meditativo—. Ojalá hubiera dedicado un poco de ese amor a sus dos hijos. De todas formas, creo que al fin sé lo que sentía cuando estaba cabalgando por la Puerta de Nearulagh y se adentraba en Erchester. Habría dado mi vida por esa gente, como la daría yo por ésta. —Sonrió de nuevo, con timidez, como avergonzado por lo que acababa de revelar—. Conduciré a esta querida multitud sana y salva hasta Nabban, Isgrimnur, cueste lo que cueste. Pero, cuando lleguemos a Erkynlandia, el dado estará en manos de Dios, y ¿quién sabe lo que Él quiere hacer con ellos?

—Ninguno de nosotros lo sabe; y las buenas obras tampoco compran su favor. El padre Strangyeard decía la otra noche que le parecía tan pecaminoso tratar de ganarse el amor de Dios mediante buenas obras como pecar en sí mismo.

Una mula, de las pocas que había en Sesuad’ra, se había plantado junto al camino. El dueño empujaba la carreta a la que el jumento estaba atado e intentaba hacerlo continuar desde atrás. La bestia, rígida, con las patas bien separadas, permanecía tozudamente inmóvil. El dueño se movió hacia adelante y la golpeó en el lomo con una vara, pero el animal se limitó a agachar las orejas y a levantar la cabeza aceptando los palos con una impasible y muda hostilidad. Las maldiciones del mulero llenaron el ambiente y hallaron eco en la gente detenida detrás de la carreta atascada.

—Si supierais cómo esa pobre bestia me recuerda a mí mismo… —Josua rió y se acercó a Isgrimnur—. Si estuviera al pie de una cuesta, tiraría del carro todo el día sin flaquear ni un momento, pero ahora sabe que le espera un camino largo y peligroso por delante con una pesada carga detrás. No me extraña que se aferre a la tierra; sería capaz de quedarse ahí hasta el día del Juicio Final, si pudiera. —Su sonrisa desapareció y volvió a mirar al duque con sus grises ojos—. Pero os he interrumpido. Decidme otra vez lo que os dijo Strangyeard.

Isgrimnur se quedó mirando al mulero y a la mula. La escena resultaba cómica y patética al mismo tiempo, como si insinuara algo más de lo que se veía.

—El sacerdote dijo que pretender comprar el favor de Dios con buenas obras era un pecado. Bien, primero se disculpó por tener ideas propias… Ya sabéis cómo es: un ratón asustadizo; pero, aun así, lo dijo. Que Dios no nos debe nada y que nosotros todo lo debemos a Él, que debemos actuar rectamente porque es como está bien y lo más cercano a Dios, pero no porque vayamos a recibir una recompensa, como los niños que reciben golosinas si están calladitos sin moverse.

—Sí, el padre Strangyeard es un ratón —replicó Josua—, pero hasta los ratones pueden ser valientes. A pesar de ser tan pequeños, aprenden enseguida que es mejor no desafiar al gato, y eso es lo que hace Strangyeard, creo. Sabe quién es y cuál es su posición. —Josua levantó los ojos de la inútil azotaina a la mula y miró las colinas que amurallaban el valle por el oeste—. Pensaré en sus palabras. A veces, es cierto que actuamos según el miedo al castigo o la esperanza de la recompensa que Dios nos inspira. Sí, pensaré en lo que dijo.

Isgrimnur se arrepintió al punto de haber abierto la boca.

«Es lo único que le faltaba: otro motivo para criticarse a sí mismo. Tú camina, viejo, no pienses más. Es magnífico cuando olvida sus pesares; en esos momentos es un verdadero príncipe. Eso es lo que nos permitirá conservar la vida y encontrar la ocasión de hablar de estas cosas junto al fuego algún día».

—¿Qué os parece si quitamos de en medio a ese idiota y a su mula? —propuso Isgrimnur—. Si no, esto va a dejar de ser una feria para convertirse en la batalla de Nearulagh.

—Sí, eso creo. —Josua sonrió de nuevo, alegre como la fría y espléndida mañana—, aunque me parece que no es al idiota del mulero al que tenemos que convencer, y las mulas no respetan a los príncipes.

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—¡Yah, Nimsuk! —llamó Binabik—. ¿Dónde está Sisqinanamook?

El pastor se volvió y levantó su retorcido cayado como saludo.

—Está junto a las barcas, Hombre Cantor, ¡buscando una vía para que los carneros no se mojen! —Rió mostrando la irregular línea de sus dientes amarillentos.

—Y así tú no tendrás que nadar, porque te hundirías hasta el fondo como una piedra —repuso Binabik, riendo a su vez—. Te encontrarían en verano cuando el agua se secara: un hombrecillo de barro. Sé más respetuoso.

—Hace mucho calor —replicó Nimsuk—. ¡Mira cómo retozan! —Señaló hacia los carneros, que en verdad rebosaban vitalidad; muchos entablaban combates simulados, cosa muy poco habitual.

—No los dejes que se maten unos a otros —recomendó Binabik—. Que te aproveche el descanso. —Se inclinó y susurró algo al oído de Qantaqa. La loba saltó adelante, hacia la nieve, con el gnomo agarrado a su pelaje.

En efecto, Sisqi estaba inspeccionando las barcas. Binabik soltó a Qantaqa —que se sacudió con fuerza y alcanzó la orilla del bosque cercano de una carrera— y se quedó sonriente mirando a su prometida. Examinaba los botes con desconfianza, como un habitante de las tierras bajas contaría los amarres de un puente qanuc sobre un abismo.

—¡Cuántas precauciones! —se burló, risueño—. Casi todos los nuestros han cruzado ya. —Agitó el brazo en dirección a los puntos blancos de los carneros que se diseminaban como motas por el valle, los corrillos de pastores y cazadoras gnomos disfrutando del breve lapso de paz antes de reemprender el viaje.

—Y pienso cuidar de que todos y cada uno lleguen a la otra orilla sanos y salvos. —Sisqi se giró y abrió los brazos hacia Binabik. Se quedaron frente a frente unos momentos, sin hablar—. Viajar sobre el agua es una cosa cuando unos pocos van a pescar al lago del Lodo Azul —dijo al cabo—, y otra muy distinta cuando tengo que arriesgar la vida de todo mi pueblo y de todos mis rebaños.

—Tienen suerte de estar bajo tu cuidado —replicó Binabik con seriedad—. Pero, por el momento, olvida las barcas.

—Ya las he olvidado —aseguró ella, abrazándolo.

Binabik levantó la cabeza y observó el valle. La nieve se había derretido en muchas partes, por donde asomaban parcelas de hierba verdeamarillenta.

—Van a comer hasta enfermar —dijo—; no están acostumbrados a tanta abundancia.

—¿Es que la nieve ya se va? —preguntó ella—. Antes dijiste que estas tierras no solían estar nevadas a estas alturas del año.

—No siempre, pero el invierno ha bajado mucho hacia el sur. De todas formas, no parece que vaya a nevar más. —Miró al cielo. Las escasas nubes no restaban fuerza al sol—. No sé qué pensar, porque no creo que el que hizo bajar tanto el invierno se haya rendido. No sé. —Soltó a Sisqi un momento y se golpeó el esternón—. He venido a decirte que lamento haberte visto tan poco últimamente. Hemos tenido que tomar decisiones sobre muchas cosas; Geloë y los demás han dedicado largas horas al estudio del libro de Morgenes para encontrar las respuestas que aún buscamos. También hemos estudiado los pergaminos de Ookequk, y eso no podían hacerlo sin mí.

Sisqi levantó la mano de Binabik que aún sostenía, se la apretó contra la mejilla y la soltó después.

—No es preciso que te disculpes. Sé lo que haces… —Inclinó la cabeza hacia las barcas que se mecían en la orilla del agua—… igual que tú sabes cuál es mi deber. —Bajó los ojos—. Te vi levantarte en el consejo de las tierras bajas y hablar. No entendí apenas lo que decías, pero vi que te miraban con respeto, Binbiniqegabenik. —Pronunció el nombre completo con tono solemne—. Me sentí orgullosa de ti. Ojalá mi padre y mi madre te vieran como te vi yo, como te veo.

—No creo que el respeto de los de las tierras bajas significara mucho en el rasero de tus padres, pero gracias —replicó con un bufido, aunque visiblemente complacido—. Los de las tierras bajas también te tienen en gran consideración a ti, de entre todos los nuestros, después de habernos visto en la batalla. —Su rostro redondo adquirió una expresión seria—. Y ése es el otro tema que quería tratar contigo. En una ocasión me dijiste que pensabas volver a Yiqanuc. ¿Vas a hacerlo pronto?

—Todavía no lo he decidido. Sé que mi padre y mi madre nos necesitan, pero también creo que aquí podemos hacer algunas cosas. Habitantes de las tierras bajas y gnomos luchando codo con codo… Tal vez signifique mayor seguridad para nuestro pueblo en el futuro.

—Muy lista, Sisqi —sonrió—. Pero tal vez la lucha sea demasiado encarnizada para los nuestros. Nunca has visto cómo se lucha por un castillo: lo que en las tierras bajas llaman un «sitio». Es posible que no haya lugar para los nuestros en una batalla así, pero sí gran peligro. Y Josua con su pueblo tendrá que librar al menos dos combates así.

—Lo sé —asintió con gesto solemne—, pero existe una razón más importante, Binabik: me costaría un gran esfuerzo dejarte otra vez.

—Como a mí —confesó, mirando a otra parte— cuando tuve que dejarte para ir al sur con Ookequk. Pero los dos sabemos que hay deberes que nos obligan a hacer lo que preferiríamos evitar. —Binabik le acarició los brazos—. Vamos a pasear un poco, porque no habrá casi tiempo para vernos en los días que se avecinan.

Dieron media vuelta y regresaron hacia el pie de la colina evitando la masa de gente que aguardaba las barcas.

—Lamento profundamente que todos estos contratiempos nos impidan celebrar nuestra boda —dijo él.

—Sólo los votos. La noche en que fui a liberarte, estábamos casados ya, aunque nunca nos hubiéramos vuelto a ver.

—Sí —asintió Binabik encorvando los hombros—. Pero tú debes tener los votos; eres la hija de la Cazadora.

—Estamos en tiendas separadas —le recordó Sisqi con una sonrisa—. Observamos lo que atañe a la honra.

—No me importa compartir la mía con el joven Simón, pero preferiría compartirla contigo.

—Tenemos nuestros momentos. —Le apretó la mano—. Y ¿qué piensas hacer cuando todo esto termine, querido mío? —Su voz sonaba segura, como si no cupiera duda respecto a la expectativa de futuro. Qantaqa apareció en la curva del bosque y saltó hacia ellos.

—¿A qué te refieres? Tú y yo volveremos a Mintahoq… o, si tú ya estás allí, iré a buscarte.

—Pero ¿y Simón?

Binabik había aminorado el paso. Se detuvo y sacudió la nieve de una rama colgante con su bastón. Allí, a la larga sombra de la colina, el estridente barullo de las masas en marcha quedaba amortiguado.

—No lo sé; estoy unido a él por promesas, pero llegará el día en que puedan ser revocadas. Después… —Encogió los hombros, un gesto de los gnomos que hacían con las palmas extendidas—. No sé qué relación nos unirá, Sisqi. No la de hermanos, ni la de padre e hijo, desde luego…

—¿La de amigos? —sugirió con suavidad.

Qantaqa estaba a su lado olisqueándole la mano. Ella acarició el hocico de la loba y pasó los dedos sobre aquellas mandíbulas que podrían haberle tragado el brazo entero. La loba gruñó satisfecha.

—Sí, eso seguro; es un buen chico. Es decir, un buen hombre, supongo. Lo he visto crecer.

—Que Qinkipa de las Nieves nos saque a todos con vida de esto —pronunció ella con solemnidad—. Para que Simón envejezca con felicidad, para que tú y yo nos amemos y tengamos hijos y para que nuestro pueblo se quede en las montañas a vivir. Ya no temo a los habitantes de las tierras bajas, Binabik, pero me siento más feliz entre aquéllos a quienes entiendo.

—Que Qinkipa nos conceda lo que dices —repuso Binabik abrazándola—. Y no olvides —añadió, al tiempo que tocaba la mano de ella que acariciaba el cuello de la loba— que debemos pedir también a la Doncella de las Nieves que proteja a Qantaqa. —Sonrió—. Vamos, acompáñame un poco más. Conozco un sitio tranquilo en la ladera, resguardado del viento: el último rincón apartado que vamos a encontrar en días y más días.

—Pero las barcas, Hombre Cantor… —bromeó—, tengo que volver a revisarlas.

—Has revisado doce veces cada una. Los gnomos serían capaces de cruzar a nado y riéndose si tuvieran que hacerlo. Vamos.

Sisqi lo rodeó con el brazo y se alejaron, las cabezas juntas. La loba los siguió, silenciosa como una sombra gris.

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—¡Rediez, Simón, qué daño me has hecho! —Jeremías retrocedió chupándose los dedos heridos—. Que seas caballero no quiere decir que tengas derecho a romperme la mano.

—Sólo quería enseñarte una cosa que Sludig me enseñó a mí; y tengo que practicarlo. No seas infantil.

—No soy infantil —replicó Jeremías, disgustado—. Y tú no eres Sludig; es más, creo que ni siquiera lo haces bien.

Simón respiró unas cuantas veces para no darle una mala contestación. No podía responsabilizar a Jeremías de su inquietud. Hacía días que no tenía oportunidad de hablar con Miriamele y, a pesar del colosal y farragoso proceso de levantar el campamento de Sesuad’ra, le parecía que no había nada importante que hacer.

—Perdona, he dicho una tontería. —Levantó la espada de prácticas, hecha con los maderos rescatados de la barricada de la batalla—. Pero deja que te enseñe esto, ¿ves? Se tuerce la espada así… —Alargó el brazo y trabó el arma de madera de su amigo— y… así…

—Podrías irte a ver a la princesa —sugirió Jeremías con un suspiro— y dejar de meterte conmigo, Simón. —Levantó la espada—. ¡De acuerdo! ¡Vamos, pues!

Hicieron una finta y se enzarzaron. Las espadas entrechocaban con estrépito, y algunas ovejas que pastaban por allí levantaron la cabeza para ver si se trataba de carneros que peleaban otra vez; cuando comprobaron que sólo eran dos jóvenes bípedos, volvieron a su hierba.

—¿Por qué has dicho eso de la princesa? —preguntó Simón entre jadeos.

—¿Qué? —Jeremías procuraba mantenerse fuera del alcance de los largos brazos de su contrincante—. ¿A ti qué te parece? Andas todo el tiempo a su alrededor con cara de besugo, desde que llegó aquí.

—No es cierto.

Jeremías avanzó un paso y dejó que la punta de su espada se combara sobre el suelo.

—¡Ah! ¿No? Entonces habrá sido algún otro idiota larguirucho y pelirrojo.

—¿Tanto se nota? —repuso Simón, sonriendo apocado.

—¡Sí, por Jesuris Redentor! Pero ¿quién no estaría igual? Es bonita de verdad, y parece encantadora.

—Sí… y mucho más. Pero entonces ¿por qué no andas tú tras ella?

—¿Y crees que iba a darse cuenta de que existo aunque cayera muerto a sus pies? —replicó, clavándole una mirada dolida—. Aunque —añadió con gesto burlón— tampoco parece que ella esté deseando arrojarse a tus brazos.

—No tiene ninguna gracia —gruñó Simón, mohíno.

—Lo siento, Simón. Supongo que estar enamorado debe de ser horrible. Mira, rómpeme los demás dedos si te sirve de consuelo.

—Pues a lo mejor me sirve —dijo Simón, sonriente, y levantó la espada otra vez—. Y ahora, bellaco, hazlo bien.

—Nombrar caballero a alguien —bufó Jeremías al tiempo que esquivaba un golpe bajo— y echar a perder la vida de sus amigos para siempre es todo uno.

El ruido de las armas volvió a resonar: golpes irregulares de hoja contra hoja, fieros como el martilleo de un pájaro carpintero gigante y borracho.

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Se sentaron sin resuello en la hierba húmeda y compartieron un pellejo de agua. Simón se había desatado el cuello de la camisa para que el viento le refrescara la piel ardiente. Enseguida sentiría el frío penetrante, pero de momento el aire fresco le parecía maravilloso. Una sombra se cernió sobre ellos, y ambos levantaron la vista sorprendidos.

—¡Sir Camaris! —Simón intentó levantarse, pero Jeremías se quedó mirándolo con los ojos muy abiertos.

—Sentaos, joven. —El anciano tendió la mano indicándole que no se pusiera en pie—. Sólo observaba vuestras prácticas de esgrima.

—No sabemos gran cosa —respondió Simón con modestia.

—Es verdad que no.

Simón esperaba, en cierto modo, que Camaris le llevara la contraria.

—Sludig ha intentado enseñarme lo que ha podido —dijo, tratando de imprimir un tono respetuoso en su voz—. Pero no hemos dispuesto de mucho tiempo.

—Sludig, el vasallo de Isgrimnur… —Miró intensamente a Simón—. Y vos sois el muchacho del castillo, ¿no es así? El que Josua ha nombrado caballero. —Por primera vez notaron un ligero acento particular en él; sus ampulosas frases conservaban todavía la forma de arrastrar las «erres» un poco más de lo normal, rasgo típico del hablar de los nabbanos.

—Sí, sir Camaris. Me llamo Simón. Y éste es mi amigo y escudero, Jeremías.

El anciano miró a Jeremías fijamente y bajó la barbilla un momento antes de volver sus claros ojos azules hacia Simón.

—Las cosas han cambiado —dijo despacio—, y no en el mejor de los rumbos, creo.

—¿A qué os referís, señor? —preguntó Simón tras esperar un momento la explicación de Camaris.

—No os imputo la culpa, joven —replicó Camaris con un suspiro—. Sé que los monarcas se ven obligados a hacer caballeros en el campo de batalla, y no pongo en duda que hayáis realizado proezas notables; tengo entendido que colaborasteis en la búsqueda de mi espada Espina. Mas la orden de caballería no sólo consiste en estocadas. Es una llamada elevada, Simón…, una vocación muy alta.

Sir Deornoth procuró enseñarme lo que debía saber. Antes de la vigilia, me aleccionó sobre el Código de Caballería.

—Aun con todo —prosiguió Camaris, que se sentó con una agilidad inusitada en un hombre de su edad—, aun con todo, muchacho. ¿Sabéis cuánto tiempo serví a Gavenaxes de Honsa Claves, como paje y escudero?

—No, señor.

—Doce años. Y cada día, joven Simón, cada día del Señor era una lección. Tardé dos largos años sólo en aprender a cuidar los caballos de Gavenaxes. Tenéis caballo, ¿no es así?

—Sí, señor. —Simón se sentía incómodo y fascinado al mismo tiempo. El caballero más insigne de la historia estaba allí hablando con él sobre los preceptos de caballería. Cualquier joven de la nobleza, desde Rimmersgardia hasta Nabban, habría dado su brazo izquierdo por estar en su lugar—. Es una yegua y se llama Hogareña.

Camaris lo miró como si no le gustara el nombre, pero siguió hablando sin dar muestras de su desaprobación.

—Entonces debéis aprender a cuidarla como merece. Es más que un amigo, Simón; es una parte de vos, como los brazos o las piernas. Un caballero que no confíe en su caballo, que no lo conozca como a sí mismo, que no haya limpiado y reparado cada parte de los arneses mil veces… bien, de poco servirá, ni a sí mismo ni a Dios.

—Lo intento, sir Camaris, pero… hay mucho que aprender.

—Hemos de reconocer que corren tiempos de guerra —prosiguió Camaris—; por lo tanto, puede admitirse cierta permisibilidad en las artes menos cruciales, como la caza o la halconería. —No daba la impresión de estar totalmente satisfecho con ese pensamiento—. Es concebible incluso que las leyes de prioridad no revistan la importancia de otros tiempos, siempre y cuando no atañan a la disciplina militar; no obstante, conocer el lugar que cada cual ocupa en los sabios planes divinos facilita el combate. No es de extrañar que la batalla aquí librada contra los hombres del rey haya sido una lid pendenciera. —Su rostro severo se suavizó de pronto—. Mas, os aburro, ¿no es así? Es como si hubiera pasado dos veintenas de años, pero no dejo de ser un anciano a pesar de todo. Este mundo no es el mío.

—¡Oh, no! —exclamó Simón con vehemencia—. No me aburrís, sir Camaris, en absoluto. —Miró a Jeremías en busca de apoyo, pero su amigo seguía callado, con los ojos desorbitados—. ¡Por favor! Decidme todo lo que pueda servirme para ser un caballero mejor.

—¿Sois condescendiente conmigo? —preguntó el más insigne caballero del reino de Aedón en tono frío.

—No, señor. —A Simón se le escapó la risa sin querer y temió por un momento que degenerara en una incontenible carcajada de terror—. No, señor. Perdonadme, pero que vos me preguntéis a mí si me aburrís… —No atinaba con las palabras que describieran la inmensa insensatez de semejante idea—. Sois un héroe, sir Camaris —dijo al fin, sencillamente—, un héroe.

El anciano se levantó con la misma sorprendente presteza con que se había sentado. Simón temió haberlo ofendido.

—En pie, muchacho. —Así lo hizo—. Y tú también… Jeremías. —El compañero de Simón se levantó siguiendo el gesto del dedo del caballero. Camaris miró a ambos críticamente—. Prestadme vuestra espada, por favor. —Señaló la hoja de madera que Simón aún reñía en la mano—. He dejado Espina envainada en la tienda. Todavía no me siento a gusto con ella a mi lado, he de confesar. Percibo en ella algo inquietante que no me gusta, aunque tal vez sean imaginaciones mías.

Guardó silencio por unos momentos, y Simón lo observó, desconcertado.

—Bien —prosiguió al fin—, ahora atendedme bien. —Con la espada de prácticas, trazó un círculo en la húmeda hierba—. El Código de Caballería dice que, de la misma forma que nosotros estamos hechos a imagen de Nuestro Señor, también el mundo… —Dibujó un círculo más pequeño en el interior del primero—… fue hecho a semejanza del cielo, aunque, lamentablemente, sin la gracia de éste. —Examinó el círculo con atención, como si lo viera poblado ya de pecadores.

»Del mismo modo que los ángeles son servidores y mensajeros de Dios el Altísimo —prosiguió—, la fraternidad de caballería sirve a sus diversos señores terrenales. Los ángeles dan a luz las buenas obras de Dios, que son absolutas, mas la tierra es impura y por ende también lo son sus jefes, inclusive los mejores. Por tanto, hay diversidad de pareceres con respecto a la voluntad divina; hay guerra. —Dividió el círculo interior con una sola línea—. Esta prueba pone de manifiesto la rectitud de nuestros gobernantes. Es la guerra el reflejo más cercano al filo del cuchillo de la voluntad divina, pues es el gozne del cual pende la caída o el surgimiento de los imperios terrenales. Si sólo la fuerza hubiera de determinar la victoria, sin la concurrencia del honor y la clemencia, no existiría tal triunfo, pues que la voluntad de Dios jamás puede ser revelada por el mero ejercicio de la fuerza. ¿Acaso Dios ama más al gato que al ratón? —Sacudió negativamente la cabeza con aire solemne y miró a su auditorio—. ¿Escucháis mis palabras?

—Sí —repuso Simón al punto. Jeremías se limitó a asentir con un gesto, silencioso como si se hubiera quedado mudo.

—Otrosí: todos los ángeles, excepto Aquel que Huyó, obedecen a Dios por encima de todas las cosas. Él es perfecto, omnisapiente y todopoderoso. —Hizo una serie de señales en el círculo exterior, para representar a los ángeles, supuso Simón. En verdad se sentía un tanto confuso, aunque creía entender la mayor parte de lo que decía el caballero, de modo que se quedaba con lo que podía y aguardaba—. Pero —prosiguió el anciano— los jefes de los hombres, como ya se ha mencionado antes, son impuros. Pecan, como todos nosotros; por tanto, y a pesar de que los caballeros son leales a su señor, tienen el deber de observar también el Código de Caballería, con todas las reglas de combate y de comportamiento, con todas las reglas del honor, la clemencia y la responsabilidad, que son las mismas para todos los caballeros. —Partió en dos la línea del círculo interior con una perpendicular—. Así pues, carece de importancia qué jefe terrenal gane la batalla; si sus caballeros son fieles al Código, la victoria cumplirá los designios divinos. Será el reflejo perfecto de Su voluntad. —Miró a Simón fijamente—. ¿Me escucháis?

—Sí, señor. —En verdad, aquello tenía sentido, aunque Simón deseaba meditarlo a solas un rato.

—Bien. —Camaris se agachó y limpió el barro de la hoja de madera con el mismo esmero que si hubiera sido Espina, y se la devolvió a Simón—. Ahora, igual que el sacerdote de Dios tiene la obligación de hacer comprensible Su voluntad al pueblo, de forma placentera y reverente, así deben Sus caballeros lanzarse a la consecución de Sus deseos. Por este motivo, la guerra, aun siendo horrible, no debería ser un combate entre animales. Y, por ello, un caballero es algo más que un hombre fuerte sobre un caballo. Es un vicario de Dios en el campo de batalla; la esgrima, muchachos, es la oración, seria y triste, pero gozosa.

«Él no parece muy gozoso —pensó Simón—, pero sí que tiene algo de sacerdote».

—He aquí la razón por la cual una vigilia y el contacto de una espada sobre los hombros no hacen al caballero, como tampoco nadie se convierte en sacerdote por llevar el Libro de Aedón de un extremo al otro del pueblo. Es preciso estudiar, estudiar cada una de sus partes. —Se dirigió a Simón—. Levantaos y tomad la espada, joven.

Simón obedeció. Camaris lo sobrepasaba más de un palmo en altura, lo cual resultaba interesante, pues se había acostumbrado a ser casi siempre más alto que los demás.

—La sujetáis como si fuera un garrote. Abrid las manos así.

El caballero envolvió las manos de Simón en las suyas, enormes; tenía los dedos secos y duros, callosos como si se hubiera pasado la vida trabajando la tierra o construyendo murallas. De repente, a través del contacto, Simón comprendió la inmensidad de la experiencia del anciano caballero, y al propio caballero como mucho más que una leyenda personificada o un viejo rebosante de sabiduría útil. Sentía los incontables años de esfuerzos duros y penosos, los innumerables e indeseados torneos de armas que su brazo había soportado hasta convertirse en el caballero más poderoso de su tiempo… y de todos los tiempos. Lo asimiló, y nada de todo ello le causó más regocijo que a un sacerdote de buen corazón verse obligado a denunciar a un pecador ignorante.

—Ahora, sentid cómo la levantáis —dijo Camaris—; notad que la fuerza proviene de vuestras piernas. No, no estáis en equilibrio. —Le hizo cerrar los pies—. ¿Por qué no caen las torres? Porque están centradas sobre sus cimientos.

Enseguida puso a Jeremías a trabajar también, y duramente.

El sol de la tarde discurría con rapidez por el cielo, y la brisa se tornaba helada a medida que avanzaba el atardecer. Cuando les hubo enseñado los rigurosos pasos, cierto brillo —gélido, pero brillo al fin— se reflejó en sus ojos.

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Había caído el anochecer cuando Camaris por fin dio la sesión por concluida; las hogueras ardían por todo el hondón del valle. El haber dedicado el día completo a cruzar el río permitía al príncipe iniciar la partida con las primeras luces del alba. En esos momentos, la población de Nueva Gadrinsett reposaba fuera de los campamentos provisionales, tomando un refrigerio tardío o vagando sin propósito por la creciente oscuridad. Una atmósfera de quietud y premonición empapaba el ambiente, tan real como la luz crepuscular. A Simón se le ocurrió compararlo con el mundo intermedio, el lugar anterior al cielo.

«Aunque también es lo que hay antes del infierno —se dijo—. Esto no es un simple viaje: nos espera la guerra… y, tal vez, algo peor».

Jeremías y él caminaban en silencio, congestionados por el esfuerzo, con la cara empapada de sudor, que se enfriaba rápidamente. Simón sentía los músculos doloridos, pero de forma agradable, aunque sabía por experiencia que al día siguiente sería peor, sobre todo después de una jornada a caballo. De pronto se acordó de algo.

—Jeremías, ¿te encargaste de Hogareña?

—Pues claro —repuso, irritado—, ¿es que no te dije que me encargaba yo?

—Bueno, de todas formas, voy a ir a verla.

—¿Es que no confías en mí?

—Sí, hombre, sí —contestó enseguida—. No tiene nada que ver contigo, en serio. Lo que sir Camaris nos dijo sobre el caballo y el caballero me ha…, me ha hecho pensar en Hogareña. —Sentía además la necesidad de quedarse solo un rato, para pensar en algunas de las otras cosas que había dicho el anciano—. Lo comprendes, ¿no?

—Supongo —replicó Jeremías con el entrecejo fruncido, aunque no parecía muy ofendido—. Por mi parte, voy a ver si encuentro algo de comer.

—Nos vemos luego, en la hoguera de Isgrimnur; creo que Sangfugol va a cantar unas canciones.

Jeremías se adelantó hacia la parte más populosa del campamento, donde Simón, Binabik y él habían montado la tienda por la mañana. Simón salió disparado hacia la falda de la colina donde estaban las monturas.

El cielo del anochecer tenía un tono violeta nebuloso, y las estrellas aún no habían aparecido. Mientras buscaba el camino por la encharcada pradera, cada vez más oscura, echó de menos un poco de luz de luna. De pronto, resbaló y cayó al suelo; entre juramentos a voces, se limpió el barro de las manos en los calzones, que también estaban sucios de fango y del sudor de las prolongadas horas de práctica con la espada. Y tenía las botas completamente empapadas.

Una silueta que se acercaba hacia él desde las tinieblas resultó ser Freosel, que volvía de ocuparse de su propio caballo y de Vinyafod, el de Josua. En esa tarea, si no en otras, Freosel había tomado el lugar de Deornoth en la vida del príncipe y, al parecer, cumplía su papel admirablemente. El hombre de Falshire había contado a Simón en una ocasión que provenía de una familia de herreros, cosa que el muchacho, viendo los anchos hombros de Freosel, estaba dispuesto a creer.

—Saludos, sir Seomán —le dijo—. Veo que vos tampoco traéis antorcha. Si no os quedáis mucho, tal vez no la necesitéis. —Miró hacia el cielo como calculando a ojo la luz, que menguaba con rapidez—. Pero tened mucho cuidado: hay un gran agujero de barro a unos cincuenta pasos detrás de mí.

—Ya he caído en uno —rió Simón al tiempo que señalaba sus botas manchadas.

—Venid a mi tienda y os daré grasa para las botas —ofreció Freosel tras mirar el calzado con ojo experto—. No es bueno que el cuero se resquebraje. ¿Os vais a ir a escuchar las canciones del arpista?

—Sí, tengo esa intención.

—En ese caso, os la llevaré allí. —Freosel se despidió con una inclinación de cabeza y siguió su camino—. ¡Cuidado con ese agujero de barro! —le recordó.

Simón mantuvo los ojos bien abiertos y logró sortear sin incidentes el charco de limo pegajoso, que era en verdad el hermano mayor del que había tenido el placer de conocer antes. Al acercarse, oyó los quedos relinchos de los caballos. Estaban atados a estacas clavadas en la colina como una línea oscura contra el descolorido cielo.

Hogareña se hallaba donde Jeremías dijo que la había dejado, sujeta con una cuerda más bien larga no lejos de la silueta retorcida de un roble frondoso. Simón tocó el hocico del animal con la mano y sintió su cálido aliento. Después apoyó la cabeza en su cuello y le acarició la paletilla; despedía un olor penetrante y entrañable.

—Eres mi caballo —le dijo en voz baja. Hogareña movió la oreja—. Mi caballo.

Jeremías la había tapado con una manta gruesa, un regalo para Simón de Gutrun y Vorzheva, que el propio muchacho había utilizado hasta que los animales tuvieron que abandonar los cálidos establos de las cuevas de Sesuad’ra. Simón se aseguró de que la había dejado bien sujeta pero sin apretar demasiado. Terminó de comprobarlo y, al levantar la cabeza, vio una sombra clara en la oscuridad, que se deslizaba entre los caballos. El corazón le dio un vuelco en el pecho.

«¿Nornas?».

—¿Qui…, quién es? —llamó. Hizo un esfuerzo y volvió a hablar con más fuerza—. ¿Quién está ahí? ¡Salid! —Se llevó la mano al costado y se dio cuenta de que no llevaba más armas que el cuchillo qanuc; ni siquiera tenía la espada de prácticas.

—¿Simón?

—¿Miriamele? ¿Princesa?

Avanzó unos pasos; la princesa lo miraba desde detrás de un caballo como si hubiera estado escondiéndose. Cuando él se acercó, ella salió. Todo era normal en su atuendo: una túnica clara y una capa oscura, pero tenía una rara expresión desafiante.

—¿Os encontráis bien? —preguntó, y al momento se maldijo por haber dicho una cosa tan tonta. La sorpresa de encontrarla allí, fuera y sola, le había dejado la mente en blanco. Otra ocasión excelente que había perdido de callar y no demostrar que era un cabezahueca. Pero ¿por qué tenía aquel aire de culpabilidad?

—Sí, gracias. —Miraba más allá de Simón, por encima de sus hombros, como si tratara de dilucidar si estaba él sólo—. He venido a ver mi caballo. —Señaló hacia la masa general de sombras que se extendía por la ladera—. Es uno de los que cogimos a…, a los nobles nabbanos que os conté.

—Me habéis asustado —confesó Simón, y lanzó una carcajada—. Pensaba que seríais un fantasma o… un enemigo.

—No soy un enemigo —replicó Miriamele con un toque de su habitual ligereza—, y tampoco un fantasma, que yo sepa.

—Me alegro de saberlo. ¿Habéis terminado?

—¿Terminado… de qué? —Lo miró con inesperada intensidad.

—De atender a vuestro caballo. Pensé que podríais… —Se detuvo y comenzó de nuevo. Miriamele parecía muy incómoda y se preguntó si la habría ofendido en algo, tal vez por ofrecerle la Flecha Blanca como regalo. Ahora le parecía un sueño; aquella tarde había sido muy extraña.

»Sangfugol y los demás —empezó de nuevo— van a tocar y cantar esta noche en la tienda del duque Isgrimnur. —Señaló hacia el círculo de luminosas fogatas—. ¿Iréis a escucharlos?

—Sí —dijo, tras dudarlo—. Sí, será agradable. —Sonrió levemente—. Siempre y cuando Isgrimnur no cante.

Su tono no acababa de ser normal, pero Simón rió el chiste de todas formas, más por nervios que por otra cosa.

—Supongo que eso depende del vino de Fengbald que aún quede.

—Fengbald —repitió con un gesto de asco—. Y pensar que mi padre pretendía casarme con ese… cerdo…

—Va a cantar una melodía de Jack Mundwode —añadió para distraerla—; Sangfugol, me refiero. Me lo prometió. Creo que será la de Los carros del Obispo. —La tomó del brazo casi sin pensar, pero tuvo un momento de aprensión. ¿Qué hacía él cogiéndola así? ¿Se sentiría ofendida?

—Sí —repuso ella, sin darse cuenta apenas del contacto—, no es mala idea, pasar la noche cantando al amor de la lumbre.

Simón se quedó perplejo otra vez, porque veladas había casi todas las noches, en una tienda y otra en Nueva Gadrinsett, y más últimamente, durante las sesiones del Raed. De todas formas, no dijo nada y prefirió disfrutar simplemente de la placentera sensación que le causaba el delgado brazo bajo su fuerte mano.

—Lo pasaremos muy bien —dijo, y la llevó colina abajo, hacia los acogedores fuegos.

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Pasada la medianoche, cuando las neblinas se habían disipado y la luna brillaba alta en el cielo como una moneda de plata, se produjo cierto movimiento en la cima del cerro que el príncipe y su compañía acababan de abandonar.

Tres siluetas, formas oscuras casi invisibles a pesar del resplandor de la luna, asomaron por una de las rocas salientes del borde más exterior de la cúspide y miraron hacia el valle. La mayoría de las hogueras estaban casi apagadas pero aún se distinguía el perímetro del campamento que marcaban, y a su luz rojiza se percibían algunas figuras en movimiento.

Las Garras de Utuk’ku observaron las tiendas durante mucho tiempo, quietas como búhos. Al fin, y sin mediar palabra entre ellas, dieron media vuelta y se alejaron en silencio por las altas hierbas hacia el centro de la colina. La mancha clara de los edificios ruinosos de Sesuad’ra se extendía ante ellas como dientes en la boca de una bruja.

Las servidoras de la reina de las nornas habían recorrido un largo camino en poco tiempo. Podían, pues, permitirse aguardar a otra noche; una noche que sin duda llegaría enseguida, tan pronto como la numerosa muchedumbre que se arrastraba a sus pies bajara la vigilancia.

Las tres sombras entraron sin ruido en el edificio que los mortales llamaban Observatorio, y permanecieron largo rato mirando por la bóveda resquebrajada hacia las estrellas que acababan de salir. Después, se sentaron juntas en las piedras y una de ellas comenzó a cantar muy quedo; el sonido que flotaba entre los muros de la habitación era una melodía sin sangre y aguda como un hueso astillado.

A pesar de que el sonido no levantaba el menor eco en el Observatorio y, con toda certeza, no podía oírse más allá de la ventosa cima, algunos de los que dormían en el valle gimieron en sueños. Los sensibles al toque de la canción —y Simón lo era— soñaron con hielo, con cosas rotas y perdidas y con nidos de serpientes sarmentosas ocultos en pozos viejos.