A principios de diciembre, la maestra Elvira nos dijo a los alumnos de quinto año que íbamos a hacer una representación: el nacimiento del niño Dios y la adoración de los pastores que fueron a verlo, y que eso se llamaba pastorela.

A todos nos encantó la idea. También participarían otros niños de sexto año y unos chicos de tercero que harían de ovejas.

Paulina, Diana y Lula serían pastoras: Rafa, Salomón y yo, pastores, Leo, uno de sexto que canta, haría un ángel, y María la madre del niño Dios, la actuaría Paty, la hija de la directora de la escuela, aunque la maestra Elvira opinó que estaría mejor en el papel Selene, otra compañera del salón.

—Mi Paty lo hará muy bien —dijo la directora.

—Es que se va a ver un poco curioso que María tenga el doble de tamaño de su esposo.

Paty es la alumna más alta y gorda de la escuela. (Se parece mucho a su mamá.)

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—Pues no importa, ella lo hará y se acabó la discusión —dijo la directora alzando la voz. Luego salió del salón sonando sus tacones.

También había un papel de diablo, el que trataría de impedir a los pastores ir a adorar al niño Jesús. La maestra preguntó quién querría interpretarlo.

—¡Yo, maestra! ¡Yo! ¡Yo lo hago! —dijo dando saltos de gusto Roberto, un compañero en traviesísimo y latoso, al que en su casa y en la escuela a cada rato le dicen: “¡Muchacha, pareces demonio. Ya estáte quieto!” A la profesora le pareció bien que él quisiera serlo.

—Sí, Beto, tu actuarás de diablo. Te va a salir muy bien —le dijo ella con sonrisa pícara.

Nuestras mamás fueron avisadas del evento para que se ocuparan de comprar o hacer los trajes. Y empezamos a ensayar muy duro. La maestra, con mucha paciencia, nos fue enseñando cómo hacer las cosas y nosotros le echamos muchas ganas. Bueno, no todos, pues Paty se distraía mucho, se la pasaba comiendo golosinas durante los ensayos y no obedecía a la maestra.

—Está quedando muy bien, no pensé que les fuera a salir así —dijo la directora al ver un ensayo—. Yo creo que sería bueno vender boletos para las presentaciones.

A nuestros papás les dijeron que el dinero que se recaudara serviría para hacer mejoras en la escuela, y ellos estuvieron de acuerdo. A cada niño se le dieron diez boletos, que tenía que vender.

Pues todo iba de maravilla hasta que faltando tres días para el estreno, faltó a la escuela Beto, nuestro diablo.

—Hablo la mamá de Roberto, tiene varicela su compañero —nos dijo la maestra con cara de desolación.

Ya no daba tiempo de que otro niño lo sustituyera, era un papel grande. La maestra propuso que alguien leyera esa parte, pero iba a ser muy deslucido. El maestro Ezequiel, de sexto año, dijo que no quedaba otra que cancelar el estreno.

—No se puede, ya vendimos muchos boletos, no voy a regresar el dinero —dio la directora.

—Sólo podría sacarnos del problema alguien listo, con oficio, un actor profesional quizás —dijo el profesor Ezequiel—. Pero esos cobran.

—Entonces uno no tan profesional, quizás un estudiante de teatro —dijo la directora.

—Se le podría pagar un poco, de lo de las entradas… —dijo tímidamente la maestra Elvira.

—¡No! Qué tonterías se le ocurren maestra. Le daríamos un diploma y todo nuestro agradecimiento.

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¿Y quién conocía a algún estudiante de teatro?

—¡Yo! —dijo Salomón—. El novio de mi hermana estudia en la escuela de Bellas Artes, se llama Joel.

La directora habló por teléfono con el muchacho, pero no podía. Y a todos se nos fueron al piso las ilusiones.

Pero al día siguiente llegó a la escuela un muchacho chaparrito, gordo y muy gracioso.

—Vengo de parte de Joel, para hacer el papel de diablo —dijo muy risueño. De inmediato se puso a ensayar y en un rato se aprendió todo y lo hacía de maravilla.

—Es que es medio profesional —dio la directora muy satisfecha.

—Y ya tengo mi traje y el trinche —dijo aquel joven, cuyo nombre era Ernesto Llamas.

Al día siguiente era el estreno, y él lucía un traje impresionante. Y con un maquillaje padrísimo, parecía un diablo de verdad.

Empezó la representación, había mucho público, todo el pato de la escuela estaba lleno de gente.

Mi papel era el de un pastor glotón al que el diablo trataba de hacer caer en la tentación de la gula. Ofreciéndole ricas cosas de comer trataría de impedirle llegar a su destino.

Cuando me tocó entrar a escena, oí que se reía el público nada más de verme: usaba yo una barrigota que me hacía ver chistoso, y además estaban ahí todos mis hermanos, primos, tíos, en fin, toda mi familia. Luego todo lo que hacía o decía les causaba risa, y eso me empezó a gustar. Cuando entró el diablo y me enfrenté a él, se empezaron a reír más de él que de mí, eso no me gustó. Sentí la necesidad de llamar la atención y se me ocurrió morderle la cola.

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—¡Ayyyy! ¡Ay, nanita, mi colita! —gritó y se retorció de dolor.

La gente se reía mucho y yo, viendo eso, seguí mordiéndole su rabo. Él cada vez se retorcía más, como si le doliera mucho.

—¡Me las vas a pagar! ¡Ya verás! —me decía muy enojado.

—¡Qué bien actúa! —se comentaba entre el público.

—Es que es un actor profesional que contraté —decía la directora presumiendo.

—Pero Jorgito lo hace muy bien también —decían mis parientes. Jorgito soy yo, claro.

La función iba perfecta, pero en ese momento de mi triunfo como actor se vino abajo una mampara que estaba atrás de nosotros. Yo me hice a un lado a tiempo; le cayó todita al pobre diablo. Lo peor fue que encima de la mampara venía también Paty. Andaba atrás comiendo dulces, se le cayó la bolsita y, al agacharse a recogerla, empujó la mampara con su trasero.

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Se arregló rápidamente el estropicio y la función continuó. Al final la gente aplaudió mucho. Nos felicitaron, nos abrazaron y algunas mamás hasta lloraban de Emoción por haber visto actuar a sus hijos. La mía me regañó.

—Eso de morder rabos no lo hacías en los ensayos —me dijo. Tenía razón, ya la maestra Elvira nos había dicho que no hiciéramos cosas extras a lo que ella nos había puesto, que eso podía desconcertar a los compañeros en escena.

—¿Y dónde está el diablo?

—Sí, ¿dónde anda?; que venga para felicitarlo.

—¿No han visto a Ernesto Llamas?

—¡Ernesto! ¡Ernesto! —todo mundo preguntaba por él. Le gritamos, lo buscamos por todos lados y nada.

Don Dieguito, el portero de la escuela, dijo que nadie había salido, que él había estado en la puerta todo el tiempo.

Pues Ernesto Llamas desapareció misteriosamente esa noche. Pero también desapareció el dinero de las entradas.

—¡El fue el único que entró a la dirección! ¡Me pidió permiso para usar el teléfono! —decía la directora. Y algunos papás incrédulos dijeron: “Qué casualidad que ahí tenía el dinero”.

Localizaron al novio de la hermana de Salomón, que dizque lo había recomendado, y él dijo que no conocía a ningún Ernesto Llamas y que él no había mandado a nadie. El misterio seguía.

Entre los alumnos empezó a correr el rumor de que aquel muchacho era un demonio de verdad, que por eso había desaparecido sin explicación.

Yo no quería creer eso.

—¿No te acuerdas qué feo olía? —me dijo mi amigo Rafa—. Como a azufre.

—¿Y a qué huele el azufre? —pregunté yo.

—Pues a… ¡diablos! —contestó, y nos reímos mucho. Pero al rato me empezó a dar algo de miedo, y pensé: “¿Qué tal que sea cierto?” Me acordé de su cara enojada diciéndome: “¡Me las vas a pagar!”.

Bueno, si alguna vez se me aparece para vengarse por lo que le hice, le voy a decir que primero castigue a Paty, total, yo sólo le dejé su rabo mordisqueado, pero ella de seguro le rompió alguno de sus diabólicos huesitos.