Los papás de Javier, al que todos le dicen Javis, se estaban preparando para salir de casa. Ya era tarde para su cita y se arreglaban rápidamente.

—Ayúdame con esto —le dijo su mamá llegando junto a él, que estaba viendo su programa favorito: “Las aventuras de Zergo, el invencible”.

Javis le abrochó el collar rápidamente para volver su atención a la pantalla. La señora se fue rumbo a la recámara apresuradamente y diciendo en voz alta al papá:

—¡Eduardo, date prisa; ya van a dar las ocho!

—¿Ya llegó tu hermana? —se oyó que preguntó el señor.

La hermana menor de la mamá de Javis, Carmina, cuidaba al niño cuando sus papás salían a algún compromiso en la noche.

El papá llegó junto a Javis, ya listo para salir, muy elegante con su traje negro. Se sentó a un lado de su hijo para ver el televisor.

En pocos minutos llegó ahí también la mamá, muy arreglada, poniéndose unos aretes.

—¿Cómo me veo? —preguntó ella, esperando oír un piropo.

—Muy bien —contestaron padre e hijo sin quitar los ojos del televisor, porque el episodio de “Las aventuras de Zergo” estaba interesantísimo: Un poderoso monstruo que lanzaba rayos mortales con sus ojos, estaba a punto de destruir el planeta de Zergo, cuando el héroe llegó a enfrentarlo.

—¡Eduardo! Ya vámonos —dijo la señora algo molesta. Y agregó preocupada—: No ha llegado Carmina. ¿Qué hacemos?

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El papá dijo que seguramente la muchacha ya vendría en camino y que no tardaría en llegar.

Y así era, Carmina no estaba lejos de ahí, pero había una manifestación de profesores que estaba entorpeciendo el tránsito.

Los papás de Javis tenían que irse, así que confiando en que pronto llegaría Carmina, se despidieron del niño.

—Hijito, ya sabemos que te da miedo quedarte solo, pero tenemos que irnos ya —le dijo su mamá.

—Tu tía no debe tardar. En cuanto lleguemos a donde vamos, te llamaremos por teléfono —le dijo su papá.

Cuando ellos salieron de la casa, Javis prendió todas las luces. Había dos cosas a las cuales tenía mucho temor: a la oscuridad y a la soledad. Ya estaba oscureciendo.

“¡Ojalá que llegue pronto mi tía!”, pensó Javis y siguió viendo su programa.

Mientras tanto, en su auto y entre muchos autos, Carmina, desesperada, trataba de salir de aquel atorón, pero ante ella pasaban y pasaban maestros con mantas y letreros en donde se leía: “Queremos mejores sueldos”, “Justicia para todos”.

—¡Yo qué culpa tengo de que no ganen bien! —pensó Carmina, pero luego se arrepintió. Pensó que ella tampoco ganaba lo suficiente en su trabajo—. Siquiera ellos se unen para protestar —pensó también.

El cielo se llenó de relámpagos y empezó a llover.

En la tele, Zergo, el invencible héroe, estaba recibiendo una paliza por parte del monstruo enorme y viscoso, que reía a carcajadas mientras lanzaba rayos fatales que tenían muy maltrecho a su oponente.

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—Javis estaba viendo todo esto muy emocionado, muy atento, ya ni se acordaba de que estaba solo en casa, cuando un rayo cayó cerca con mucho escándalo y en seguida se cortó la energía eléctrica.

El departamento quedó en total oscuridad. Javis se quedó inmóvil un par de minutos esperando que se restableciera la energía, pero no sucedió. Se levantó, tentaleando un poco llegó a la ventana y se asomó.

A veces, cuando se iba la luz en casa, había iluminación afuera, pero no esta vez. La calle estaba igual de oscura. Un coche se aproximaba haciendo un hueco en la oscuridad con sus faros. El niño tuvo la esperanza de que fuera su tía, pero el auto siguió de largo.

“¿En dónde estará la lámpara de mano?”, pensó. No logró acordarse en dónde la había dejado. Con razón su mamá le decía que pusiera las cosas en su sitio.

“¡En un cajón de la cocina hay cerillos!” Se acordó de que su mamá siempre tenía ahí una cajita, y pues ella sí era ordenada.

Avanzando lento fue a la cocina y en el lugar que imaginó ahí encontró lo que buscaba. Prendió un fósforo. Sintió un poquito de alivio al ver la lucecita. De pronto escuchó un ruido en la sala.

“¿Qué pudo ser?”, pensó asustado y esperó unos segundos muy quieto a ver si oía algo más. El cerillo se consumía; prendió otro y en seguida escuchó un nuevo ruido, esta vez más fuerte, como si algo se hubiera caído y se hubiera roto.

Temblando de miedo y prendiendo fósforos, fue hasta la sala y sobre el piso descubrió los pedazos de una figurita de porcelana.

“¿La haría caer el viento…?”, pensó, pero la ventana estaba cerrada.

De pronto escuchó otro sonido, leve pero muy cercano.

“Parece como si alguien respirara con fuerza”, se dijo Javis y tembló.

El cerillo que sostenían sus dos deditos temblorosos se consumía, sintió el fuego casi quemándole y lo arrojó al suelo; lo pisó para apagarlo. Buscó otro fósforo dentro de la cajita. ¡Ya no había! ¿Y ahora qué iba a hacer? Se sintió desolado en aquella oscuridad.

El timbre del teléfono casi le hizo saltar. Por fortuna el aparato estaba cerca y con el sonido lo encontró. Contestó pensando que serían sus papás; era Carmina.

—…Sí, tía, soy yo. Hace rato que se fueron también se fue la luz… No, no tengo miedo, de veras no… Bueno, no tardes… ¿Sí vas a tardar? ¿Por qué?

Carmina estaba detenida en la Delegación porque vio a unos granaderos grandulones maltratar a una maestra y se bajó de su coche para defenderla.

Cuando Javis colgó el teléfono se sentía un poquito calmado después de haber oído la voz de su tía, pero en ese momento otro auto pasó por la calle iluminando momentáneamente el lugar. Con esta débil y fugaz iluminación, Javis vio… ¡nada más y nada menos que a Zergo, el invencible! ¡Ahí, a un metro de distancia!

Ambos, el niño y la caricatura, dieron un salto y gritaron al mismo tiempo: Y en ese instante se restableció la energía eléctrica.

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Javis, con la boca abierta, veía al personaje, y éste hacía lo mismo con sus ojos puestos en el niño. El primero en hablar fue Javis.

—¡Tú…! ¡Tú…! ¡Tú eres una caricatura!

—¿Y tú un niño? Sabía que existían pero nunca había visto uno tan cerca —le dijo el otro—. Siempre los veo atrás de la pantalla.

—Me llamo Javier. Hace rato te estaba viendo en la tele y se fue la luz.

—Y yo aproveché el incidente para salirme, para huir —dijo Zergo muy avergonzado—. Es que ese monstruo es poderosísimo, no iba yo a vencerlo. Tuve miedo… ¡Oh, no debí decirlo!

El personaje le explicó a Javis que a los héroes de las caricaturas les está prohibido decir que tienen miedo.

—Todo el tiempo debemos ocultarlo y es muy pesado —le dijo—. Qué bueno que ustedes, los humanos, no tienen que hacerlo.

También le dijo que, como había huido, ya no podría volver.

—Hice el ridículo —dijo también, tristísimo—. ¿Pero qué será de mi pobre planeta sin mí?

Javis encendió el televisor para ver qué sucedía.

El maldito monstruo gelatinoso iba feliz lanzando sus rayos letales por todos lados, destruyendo todo a su paso.

—¡Oh, mi pobre planeta desaparecerá! —exclamó Zergo angustiado.

—¡Tenemos que hacer algo! —dijo Javis en un arranque de desesperación.

—¡Claro! Podré enfrentar a ese malvado si tú me ayudas —dijo con entusiasmo Zergo.

—¿Yo?, ¿cómo?… —dijo el niño, algo arrepentido de haber hablado antes.

Zergo abrió un compartimiento en su pecho, algo así como una puerta pequeña, y sacó un traje con su antifaz y capa, muy parecido al de él, y se lo puso a Javier. Luego, poniendo una de sus manos sobre la cabeza de su nuevo amigo y la otra sobre el televisor, hizo que éste los absorbiera en un segundo.

En las aventuras de Zergo esa noche, los televidentes se encontraron con la novedad de que el héroe tenía un amigo terrícola que le ayudó a darle su merecido al monstruo de los ojos mortales, que se alejó muy maltrecho pero amenazando con volver.

—No lo hemos vencido aún, pero por ahora ya no seguirá haciendo más daño —dijo Zergo, para finalizar el capítulo. Dio las gracias a su amigo, del cual no dijo su nombre para proteger su identidad, y lo envió a su mundo.

Tan rápido como había entrado al televisor, así salió de él Javier.

El traje que le había puesto Zergo desapareció de su cuerpo como si lo hubieran borrado.

Javis estaba muy cansado. Eso de pasar tantas emociones y luchar en contra de un horrible monstruo gelatinoso, lo había dejado sin aliento. Se arrojó al sillón que estaba frente a la tele.

Cuando llegó su tía, ahí lo encontró, dormido. Lo contempló con ternura y pensó: “Pobrecito de mi Javis, aquí solito, con lo miedoso que es. Y yo de metiche defendiendo a… ni supe quién. Bueno, una persona que necesitaba ayuda”.

El niño despertó porque su tía apagó el televisor.

—Qué bueno que ya llegaste —dijo adormilado.

Ella se sentó a su lado y él puso su cabeza en el regazo de la muchacha.

—¿Sabes? Siempre debemos combatir al mal y a la injusticia, Javis —le dijo Carmina acariciándole los cabellos.

—Sí, aunque tengamos que enfrentar al monstruo ese y nos dé mucho miedo —dijo él quedándose dormido de nuevo.

Ella no entendió por qué había dicho eso Javis, y, algo perpleja, sonrió y pensó: “De seguro tiene que ver con algo que soñaba”.