Mario siempre tenía que acompañar a su hermana Jimena a su clase de piano, martes y jueves por la tarde.

Las primeras veces se aburría de lo lindo solamente oyendo, ahí sentado, los ejercicios que le ponía a su hermana la maestra, la señorita Lucrecia, que tenía como setenta años, diez gatos y un loro.

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—Llévate un libro —le dijo su mamá. Y él llevó uno muy grande (en medio del libro puso unas historietas de vaqueros que le encantaban). Pero no se podía concentrar en leer sus revistas por aquel montón desordenado de notas que su hermana hacía sonar: res, fas, mis. Una hora era mucho tiempo para sus once años. Llevó una pelota chica que le cupo en el bolsillo de su chamarra. Se salió a botarla frente a la casa.

—Dame un peso, ¿no? —le dijo un muchacho grande que se le acercó—. ¿Tú aquí vives? —le preguntó a Mario. Él negó con la cabeza. La mirada feroz del preguntón le dio miedo. No era coyón pero el chavo tenía un aspecto amenazador. Mario mejor se metió a la casa. Como su hermana ya había acabado de aporrear el piano, digo, de practicar su lección de ese día, se fueron. En la esquina estaba el muchacho aquel. Cuando pasaron por ahí, él miró a Mario con una sonrisita maligna.

—¿Lo conoces? —preguntó su hermana. Él negó con la cabeza y siguieron su camino.

Pues como ni las historietas funcionaron contra el aburrimiento, ni tampoco se atrevía a salir de nuevo con la pelota, Mario tuvo que buscarse otra diversión. Se le ocurrió que podría juguetear con los gatos. Ellos no le hicieron caso, lo miraban con desdén cuando él los llamaba, guiñaban sus ojos con fastidio y se iban. Mario afortunadamente encontró lo que buscaba con otro habitante de esa casa: El Güero. ¿Quién era? Pues el perico.

Éste se convirtió en su alumno, y además con gran talento. El ave colorida ya sabía algunas palabras, las comunes en los loros parlantes: “Daca la pata”, “Lorito”, su nombre, por supuesto: “Güero, Güerito”, “Ro, ro, ro”. También imitaba a los gatos y se sabía los nombres de algunos de ellos: “Pichi”, “Rigoleto”, “Chopán”, “Mazurca”. Canturreaba trozos de música clásica.

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Mario completó su educación enseñándole frases de sus historietas: “Tira el arma, bandido”, “Arriba las manos”, “Te llegó tu hora, Joe”. Y también le enseñó otras palabras que no eran de sus cuentos de vaqueros, sino del patio de su escuela, y que los niños se decían cuando se peleaban o cuando platicaban y no los escuchaban los profesores.

El Güero resultó ser un alumno brillante, mucho mejor que Jimena en el piano. Ella no pasaba de la lección dos y el perico en poco tiempo ya se había graduado en picardías.

Un día al terminar la clase y camino a su casa, volvieron a toparse con aquel muchacho siniestro.

—¿Es tu hermanita? —le dijo a Mario mientras miraba con malicia a Jimena. Ella se asustó y se repegó a su hermano. Aunque él era un año mayor, Jimena era más alta y robusta; pero en ese instante Mario se sintió como que crecía para defenderla.

—No te asustes —le dijo, y con rapidez la tomó de la mano para llevársela.

—¡Eso, chaparro pero valiente! —dijo el tipejo riendo. Mario se sintió ofendido pero a salvo.

La casa de la señorita Lucrecia era antigua, algo descuidada por fuera pero era grande. De seguro había sido bonita y señorial hacía años. La sala, donde daba las clases, era espaciosa y llena de objetos: muebles antiguos y grandes, de madera tallada, espejos con marcos garigoleados, algunos cuadros de santos y otros que parecían santos por sus trajes, pero que Mario no creía que lo fueran porque tenían copas en sus manos y reían. También había mesitas con figurillas, el piano viejón con unos candelabros y un tapete muy usado, con unas grecas que Mario se sabía de memoria y hasta las había dibujado en su cuaderno.

En el corredor estaba el Güero en su jaula entre macetas de varios verdores. Era todo lo que Mario conocía de la casa y siempre estaba todo igual, en su lugar. Por eso le extrañó mucho una tarde al llegar con su hermana y encontrar una maceta despanzurrada en el corredor, y en la sala una mesita volcada y también una silla patas arriba.

Doña Meche, una señora que trabajaba ahí, les dijo que la señorita Lucrecia se disculpaba por no poder dar la clase ese día. A Mario le pareció una noticia muy alegre y ya iba de salida, pero a Jimena se le ocurrió preguntar el motivo.

—Está indispuesta por el sustazo. Anoche trataron de robar.

A Mario de inmediato se le vino a la mente aquel muchacho sospechoso que había andado rondando por ahí. Y tenía razón. Por la descripción que hizo doña Meche, supo que había sido él.

—De pelo rubio y largo, flaco y alto, vestido de negro —dijo—. Traía el bribón un cuchillo. Tocaron, abrí, y de un empellón me echó dentro; la señorita acudió al oír mis gritos. “¡Denme todo el dinero que tengan o no respondo!”, nos dijo.

La pobre señorita Lucrecia ganaba tan poco con sus clases, apenas para mantenerse con decoro.

—¡Tenga, tenga, váyase, por favor! —decía ella entregándole su monedero.

—¡No quiero esto! ¡Deme sus joyas! ¡Deme su oro, usted debe tener oro! —gritaba el fulano muy enfadado.

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Creía que la anciana era rica porque vivía en aquella casa. La verdad era que lo único de valor monetario ahí era el viejo piano, pero pues ni modo que el malandrín se lo llevara cargando.

—¡El oro! ¡El oro! —exigía el tipo. Al llegar a este punto del relato, la señora Meche cambió de ánimo bruscamente. Les había estado narrando lo sucedido con temor y ahora se empezó a reír. Los niños estaban desconcertados.

—¡Ay, niños… ji, ji, ji! ¡Es que me acuerdo y… ji, ji, ji!

Cuando por fin pudo dejar de reír contó que el perico la noche anterior ya estaba cubierto, su jaula tenía una tela oscura que le ponían para que se durmiera; y en la penumbra del corredor ni se veía. Cuando el animal oyó: ¡El oro!, le pareció que decían: ¡El loro!, y se soltó hablando:

—¡Güero, arriba las manos! ¡Suelta el arma, Güero! ¡Maldito, hijo de… **#=)(’»%**¿’###$"/., etcétera.

¡El apodo del asaltante era nada menos que el Güero! Y al escuchar que lo nombraban se puso nerviosísimo y salió huyendo.

Los niños regresaron a su casa y le contaron todo a su mamá.

—Pobre señorita Lucrecia, qué susto pasó, pero ese loro le salvó la vida. Qué curioso, qué increíble… ¿Pero dónde aprendería esas ociosidades y picardías? Ahí sólo van niñas decentes a tomar clases de plano y… a una de ellas la acompaña su hermano —dijo mirando fijamente a Mario. Él se fue, haciéndose el inocente. Luego se puso a hacer la tarea de la escuela, porque decidió ser mejor estudiante; pensó que su maestra se merecía sentirse tan orgullosa de él, como él lo estaba de su alumno el Güero.