3. La desigualdad de los ingresos del trabajo

Es cierto que la oposición entre las ganancias del capital distribuidas de manera muy desigual y los ingresos del trabajo supuestamente homogéneos marcó mucho el análisis de la desigualdad; sin embargo, la mayoría de las desigualdades de ingresos se explica hoy —y sin dudas desde hace mucho tiempo— por la desigualdad de los ingresos del trabajo (véase cap. 1). Por ejemplo, el aumento de la desigualdad de los ingresos del trabajo es la causa de la inversión de la curva de Kuznets constatada desde la década de 1979; en especial en los Estados Unidos, se da un aumento de casi el 50% de la brecha salarial entre el 10% del grupo peor remunerado y el 10% del mejor remunerado. Para comprender la desigualdad tal como existe, y la redistribución tal como podría existir, hay que desechar la idea de un mundo en que el trabajo supuestamente era homogéneo y en que solo predominaba la desigualdad capital/trabajo; ahora hay que analizar la formación de la desigualdad de los ingresos del trabajo. El desafío de estos análisis adopta la forma de nuevas herramientas de redistribución: ya no se trata de saber si hay que abolir o no la propiedad privada del capital, gravar los beneficios o redistribuir el patrimonio. Las herramientas adaptadas a la desigualdad de los ingresos del trabajo tienen otros nombres: imposición sobre los altos salarios y transferencias fiscales para los bajos salarios, políticas de educación y formación, salario mínimo, lucha contra la discriminación por parte de los empleadores, escalas salariales, papel desempeñado por los sindicatos, etc. ¿Cuáles de estas herramientas se justifican más? ¿Qué argumentos se esgrimen para favorecer algunas herramientas sobre otras, o a veces incluso para rechazarlas todas, y cómo evaluar estos argumentos?

Desigualdad de los salarios y desigualdad del capital humano

La teoría más simple para explicar la desigualdad de los salarios es que distintos asalariados hacen aportes diferentes a la producción de su empresa: el programador informático que consigue que la compañía digitalice la base de datos de sus clientes y pueda gestionarlos de manera más rápida y confiable produce más dinero a su empleador que el oficinista que se encarga de determinado número diario de expedientes; por ese motivo la empresa paga un salario más elevado al programador informático, sin lo cual lo contratarían otras empresas. La hostilidad que tantas veces se ha encontrado la teoría del capital humano se explica sin dudas por el hecho de que cuando alguien decreta que el salario del programador informático es más elevado que el del oficinista porque su capital humano y, por lo tanto, su productividad son más elevados, a menudo se lo sospecha de sugerir que esta desigualdad de capital humano mide en forma mecánica una desigualdad irremediable e insuperable entre dos seres humanos, que justifica la desigualdad eventualmente considerable de las condiciones de vida que implica la desigualdad de esos salarios. Por otro lado, estas sospechas no son del todo ilegítimas, ya que fueron efectivamente Gary Becker y sus colegas de la Universidad de Chicago, conocidos por su liberalismo a ultranza, los que efectivamente desarrollaron y popularizaron esta teoría (Becker, 1964). Es verdad que estos economistas no se conforman con explicar la desigualdad de los salarios mediante la desigualdad de las productividades individuales: sobre todo, proponen una teoría de la formación y de los orígenes de la desigualdad del capital humano que lleva a rechazar cualquier intervención pública ambiciosa.

Sin embargo, es útil examinar por separado estas diferentes cuestiones, para discriminar el problema de la redistribución pura —en forma de transferencias de ingreso entre altos y bajos salarios—, del problema de la redistribución eficaz —en forma de intervenciones en el proceso de formación del capital humano—, según la distinción ya explicada en la Introducción. Así, comenzaremos por tomar como dato la desigualdad de los niveles de capital humano individuales. ¿Esta teoría de la desigualdad de los salarios como pura desigualdad de las productividades permite explicar de manera satisfactoria las desigualdades efectivamente observadas? ¿Qué implica respecto de la manera más eficaz de redistribuir la desigualdad de los niveles de vida engendrados por la desigualdad de los salarios? Después nos concentraremos en la formación del capital humano. ¿De dónde viene la desigualdad del capital humano y qué herramientas de distribución eficaces permiten modificarla?

El poder explicativo de la teoría del capital humano

En su forma más rudimentaria —pasando por alto la cuestión de los orígenes de esta desigualdad—, la teoría del capital humano dice simplemente que el trabajo no es una entidad homogénea, y que por muchas razones distintos individuos se caracterizan por distintos niveles de capital humano; es decir, por diferentes capacidades de contribuir con la producción de bienes y servicios solicitados por los consumidores. Dada esta distribución de la población en distintos niveles de capital humano (la oferta de trabajo) y la demanda para distintos tipos de bienes y de capital humano que permite producirlos (la demanda de trabajo), el juego de la oferta y la demanda determina los salarios asociados a distintos niveles de capital humano y, así, determina también la desigualdad de los salarios. Por lo tanto, el concepto de capital humano es muy general, ya que incluye las calificaciones propiamente dichas (títulos obtenidos, etc.) la experiencia y, en sentido más lato, todas las características individuales relevantes para la capacidad de integrarse en el proceso de producción de bienes y servicios demandados. ¿Esta teoría explica la desigualdad de los ingresos de capital efectivamente pagados por las empresas?

Las grandes desigualdades históricas

En este nivel de generalidad, la teoría del capital humano parece inevitable si se busca explicar las pronunciadas desigualdades de salario observables con la distancia de tiempo y espacio. Que el salario promedio en 1990 fuese diez veces superior a lo que era en 1870 en los países desarrollados (véase cap. 1) solo se explica por el progreso de las calificaciones y de las costumbres laborales, que permitió a los asalariados producir diez veces más en 1990 que en 1870. Por otro lado, ¿cuál podría ser la explicación alternativa, ya que hemos visto que la proporción de los salarios en el valor agregado de las empresas era la misma en 1990 que en 1870, y que en el largo plazo el aumento de los salarios no era consecuencia de un descenso de esta proporción de los beneficios (véase cap. 2)? En el largo plazo, es indiscutible que el crecimiento de la productividad del trabajo permitió aumentar de manera tan notoria el poder adquisitivo de los asalariados.

Del mismo modo, hemos visto que si se busca explicar el hecho de que el poder adquisitivo promedio de los asalariados de los países subdesarrollados sea diez veces inferior a lo que es en los países desarrollados, la brecha de calificación entre los asalariados del Norte —cuya inmensa mayoría tiene estudios secundarios— y los asalariados del Sur —entre los cuales más del 50% todavía no está alfabetizado— debe ser determinante (véase cap. 2). Otros factores, como la imperfección del mercado de crédito, que priva a los asalariados del Sur de las inversiones suficientes, así como el cierre de las fronteras, que les impide aprovechar el elevado capital físico y humano del Norte, agravan un poco más aún esta desigualdad; sin embargo, eso no impide que, para dar cuenta de la desigualdad Norte/Sur de los salarios, despunte como factor explicativo fundamental la desigualdad considerable de la productividad del trabajo.

El juego de la oferta y la demanda

La teoría del capital humano también es indispensable para explicar las desigualdades menos cuantiosas, pero que resultan tan chocantes a escala de determinado país en un período más breve. Por ejemplo, la relación entre el salario promedio de los obreros calificados y el de los no calificados en el Reino Unido era de 2,4 en 1815, antes de aumentar gradualmente hasta alcanzar 3,8 en 1851, para volver a descender en forma muy continua y llegar a 2,5 en 1911 (Williamson, 1985). ¿Cómo se explica que esta brecha salarial haya sido cerca de un 60% más elevada a mediados del siglo XIX que en los dos extremos del siglo? La mejor explicación, confirmada por otras fuentes, es que durante la primera mitad del siglo XIX la creciente mecanización de la industria hizo aumentar de manera considerable la demanda de trabajo calificado; en cambio, en esa misma época, un gran éxodo rural, originado en el crecimiento de la productividad agrícola, incrementaba muy rápidamente la oferta de trabajo no calificado. En un segundo momento, la oferta de trabajo no calificado proveniente del campo se estabilizó, el aprendizaje y el avance de las calificaciones llevaron a un gran crecimiento en la cantidad de obreros calificados; así, la brecha salarial entre obreros calificados y no calificados comenzó a decrecer. De la misma manera, aunque a menor escala, en los Estados Unidos la brecha entre el salario promedio de los asalariados que interrumpieron sus estudios en el nivel de la high school y el salario promedio de los asalariados que prosiguieron sus estudios luego de la high school disminuyó en alrededor del 15% entre 1970 y 1980, antes de aumentar en más del 25% entre 1980 y 1990 (Murphy y Welch, 1993: 106). La merma de esta brecha durante los años setenta es tanto más llamativa por situarse en un contexto general de aumento de las desigualdades salariales. Sin embargo, la tasa de crecimiento de la cantidad de asalariados con educación superior a la high school alcanza su nivel histórico más alto durante la década de 1970, por la afluencia masiva de graduados universitarios de la generación del baby-boom, antes de bajar visiblemente durante los años ochenta.

Estos dos ejemplos son importantes, ya que se observan relativamente pocos cambios de tendencia de las brechas salariales con esta amplitud. En los dos casos, el juego de la oferta y la demanda para distintos niveles de capital humano parece capaz de explicar de manera bastante convincente por qué la desigualdad de los ingresos del trabajo desembolsados por las empresas evolucionó de la manera observada.

El incremento de las desigualdades desde 1970

¿El juego de la oferta y la demanda para diferentes niveles de capital humano también explica de manera satisfactoria el aumento general de la desigualdad salarial observada en varios países occidentales desde 1970 y, de modo más general, el incremento de las desigualdades frente al empleo (véase cap. 2)? La explicación propuesta por muchos observadores para dar cuenta de esta repentina escalada de las desigualdades salariales se inscribe en una visión de la evolución de la oferta y la demanda de capital humano en el largo plazo. Luego de una primera fase de incremento de las desigualdades salariales durante la primera Revolución Industrial, ligada a las crecientes necesidades de la industria en calificaciones y a una fuerte afluencia de mano de obra no calificada proveniente del campo, las desigualdades salariales comenzaron a decrecer en todos los países desarrollados desde el final del siglo XIX hasta los años setenta del siguiente. Esta fase de descenso de las desigualdades se explicaba por la considerable retracción de las brechas de calificaciones, en especial ante el rápido desarrollo de la formación y la educación de masas, y las elevadas necesidades de la industria de mano de obra de calificación media. Desde fines de la década de 1960 en los Estados Unidos, cuando comenzó el proceso de desindustrialización y esas necesidades comenzaron a mermar, se habría ingresado en una nueva fase. En esta, los nuevos sectores (servicios a las empresas, informática, comunicaciones, etc.) valoran cada vez más la alta calificación; por su parte, un sector importante de la población —al cual ni el sistema educativo ni la experiencia personal pudieron brindar estas calificaciones— se ve relegado a sectores de baja productividad —servicios a terceros, gastronomía, comercio, etc.— o bien al desempleo o subempleo. En la versión extrema de esta teoría, no solo el sistema educativo y la oferta de capital humano son incapaces de responder lo bastante rápido a la demanda de capital humano de las nuevas tecnologías y los nuevos sectores, como ya había ocurrido durante la primera mitad del siglo XIX, sino que ahora, de manera más general, el progreso tecnológico lleva a valorar características individuales que siempre estuvieron repartidas en forma desigual y que las funciones más rutinarias de las tecnologías tradicionales ocultaban. Es la hipótesis del skill-biased technological change, el cambio tecnológico sesgado en provecho de las calificaciones y del «talento», en cualquiera de sus formas (Juhn y otros, 1993).

¿Un cambio tecnológico sesgado?

A priori, esta teoría de la evolución larga de las desigualdades salariales en los países occidentales resulta bastante creíble, al menos en su formulación menos extrema. En los Estados Unidos —desde luego, el país alcanzado en primer lugar por estas transformaciones—, se observa un aumento de las desigualdades salariales ligadas al nivel de calificación: desde 1980, hubo un notorio crecimiento en los efectos observables, en el salario promedio, de un año suplementario de estudios, un nivel de instrucción más elevado o una mayor duración de experiencia profesional. En el lenguaje de los economistas del trabajo, el «rendimiento» de la calificación había aumentado (Juhn y otros, 1993).

El problema es que, de ese aumento total de la desigualdad de los salarios, una parte esencial, alrededor del 60%, se dio en el interior de los grupos de asalariados con las mismas características observables: igual edad, nivel educativo y duración de experiencia profesional (Juhn y otros 1993: 431). Por otro lado, que esta desigualdad en el interior de grupos de asalariados homogéneos aumente desde 1970 explica por qué la desigualdad total de la distribución de los salarios —por ejemplo, la medición de la ratio P90/P10— aumenta continuamente en los Estados Unidos desde 1970 (véase cap. 1), aunque el rendimiento del título obtenido haya descendido durante esa década (véase más arriba). De la misma manera, si bien es cierto que el incremento del desempleo y subempleo alcanzó más a los asalariados poco calificados en todos los países occidentales, la desigualdad frente al empleo aumentó análogamente entre los asalariados con el mismo nivel de preparación, incluidos los grupos de alta calificación. La teoría del cambio tecnológico sesgado implica también que el desempleo debería haber alcanzado más a los menos calificados en los países donde la desigualdad salarial aumentó poco o no aumentó, como en Francia, comparados con los países donde la creciente dispersión de las productividades habría sido compensada por la de los salarios, como en los Estados Unidos. Sin embargo, si bien es cierto que la tasa de desempleo de los trabajadores menos calificados es tanto más elevada en Francia que en los Estados Unidos, también lo es la tasa de desempleo de los trabajadores más calificados, y aproximadamente en las mismas proporciones (Card y otros, 1996).

Por supuesto, no hay que subestimar la extrema pobreza en cuanto a las características individuales que se reportan en las encuestas sobre los salarios y que son las únicas variables que los economistas pueden observar para obtener una medición objetiva de las calificaciones individuales. La significación de los indicadores disponibles varía en tal grado entre países que cualquier comparación internacional fundada sobre estos datos es muy peligrosa: por ejemplo, en 1990, menos del 25% de la población activa francesa contaba con un título superior o igual al baccalauréat, mientras que más del 85% de la población activa estadounidense tenía una edad de finalización de estudios equivalente (estudios completos en high school, el equivalente del lycée en Francia, o estudios superiores), de modo que en estas comparaciones los no calificados estadounidenses constituyen un grupo mucho más reducido que los no calificados franceses (Lefranc, 1997: figura 1). Por supuesto, la realidad tiene tantos más matices que los sugeridos por estos indicadores estadísticos mediocres: es muy conocida la desigual calidad de las high schools estadounidenses comparada con los lycées franceses.

Esa pobreza de las mediciones disponibles también es problemática para el estudio de la evolución en el tiempo en un país dado. Por ejemplo, en términos generales solo se observa el número total de años de estudios, no el nivel de la universidad o la naturaleza exacta del título obtenido por el asalariado. Sin embargo, cualquier empleador tiene acceso a este tipo de datos respecto de sus potenciales asalariados, y sabe distinguir entre niveles de formación muy desiguales aunque correspondan a la misma cantidad de años de estudios observada por el economista. A la vez, la naturaleza exacta del diploma se utiliza para medir no solo la calificación realmente aportada por la cantidad de años de educación, sino otras características individuales, como la motivación o la capacidad de trabajo, según la hipótesis de la teoría de la educación como «señal» (Spence, 1974); por ende, observar únicamente la cantidad de años de estudio no permitirá al economista medir lo que es en verdad pertinente para el empleador. Esa es una de las limitaciones tradicionales de cualquier intento de explicar la desigualdad salarial a partir de características individuales observables: siempre queda sin explicar un componente considerable de la desigualdad total. Ahora bien, es plausible que desde 1970 haya aumentado la desigualdad real del capital humano entre estos grupos que para el economista tienen las mismas características observables; por ejemplo, porque se intensificaron las desigualdades entre títulos obtenidos para una cantidad dada de años de estudios.

Sin embargo, esta interpretación de los datos disponibles, propuesta por los partidarios del skill-biased technological change, muestra hasta qué punto la teoría del capital humano, interpretado en un sentido tan amplio, puede volverse tautológica: siempre es posible «explicar» cualquier variación de la desigualdad de los salarios si se aduce una variación de la productividad de múltiples características individuales no observables para la mirada externa… Si bien parece indiscutible que la teoría del capital humano y del cambio tecnológico sesgado esclarece una parte importante del aumento de las desigualdades salariales y frente al empleo, explicar así, a cualquier precio, el fenómeno resulta exageradamente «optimista» en el estado actual de nuestros conocimientos.

Desigualdades salariales y globalización

Otra aplicación de la teoría del capital humano que analiza el aumento de las desigualdades salariales desde 1970 pone en juego el fenómeno de la globalización. Según esta teoría, la apertura del comercio Norte-Sur habría generado una competición entre los asalariados menos calificados del Norte y los asalariados del Sur, y así habría causado el incremento de las desigualdades salariales. Esta teoría es plausible desde el punto de vista lógico, pero choca contra una realidad insoslayable: las importaciones provenientes de los países tercermundistas, aunque hayan aumentado en forma notoria desde 1970, en 1990 representaban apenas del 2 al 2,5% del PBI en todos los países occidentales; vale decir, apenas el 10% del comercio internacional entre países desarrollados (Freeman, 1995: 16). ¿Cómo un porcentaje tan bajo de todos los bienes y servicios producidos y consumidos en los países occidentales podría originar el fenómeno general de progresión de las desigualdades salariales? Por supuesto, desde el punto de vista lógico es posible que el juego de la oferta y la demanda para los distintos niveles de calificación lleve a una difusión del fenómeno de aumento de las desigualdades de algunos sectores alcanzados por el comercio internacional hacia el conjunto de la economía, pero hay que demostrarlo empíricamente. Además, en los Estados Unidos y el Reino Unido se observó que la segregación de los asalariados de diferentes niveles de capital humano en empresas diferentes, medida por el promedio de la correlación de los salarios de los empleados de una misma empresa, había aumentado en forma sensible; aumentó de la misma manera en todos los sectores de la economía, y no solo en los sectores alcanzados por el comercio internacional (Kremer y Maskin, 1996). Este notorio avance de la segregación entre empresas se observa también en Francia (Kramarz y otros, 1995), lo que sugiere un fenómeno muy general de separación creciente entre unidades de producción ultraproductivas y unidades desestimadas. En el estado actual de los conocimientos, todo esto parece indicar que el aumento de las desigualdades salariales se origina en las transformaciones internas de las estructuras de producción de los países desarrollados y que se habría producido una evolución similar si se hubiese tratado de economías cerradas a los intercambios con el resto del mundo.

¿Cómo redistribuir los salarios?

Admitamos que la desigualdad de los salarios pagados por las empresas tiene efectivamente su explicación en la desigualdad del capital humano de los asalariados. ¿Cuáles serían las implicancias para la redistribución? En principio, supongamos que es imposible, al menos en el corto plazo, actuar sobre la misma desigualdad del capital humano, y que, por consiguiente, lo único que en verdad se puede hacer es redistribuir los ingresos a los que el mercado llevara espontáneamente. Por lo tanto, esa sería una redistribución pura, validada por consideraciones de pura justicia social (véase Introducción): la desigualdad del capital humano está determinada, al menos en parte, por factores que los individuos no controlan, como el origen social o los dones naturales, lo mismo que la desigualdad de las dotaciones iniciales de capital (véase cap. 2). ¿Cuál es la mejor manera de ejecutar esta distribución?

De la misma forma que para la redistribución capital/trabajo (véase cap. 2), la cuestión central es saber si en el nivel de la economía total existen posibilidades de sustitución entre los distintos tipos de trabajo y de capital humano. Si la economía forzosamente debe utilizar proporciones fijas de diferentes tipos de trabajo (n empleados por cada programador informático…), de modo que los distintos volúmenes de empleo son totalmente fijos, entonces la redistribución directa, que consistiría aquí en decretar que la escala salarial aplicable por las empresas a los distintos niveles de capital humano debe ajustarse en relación con los salarios de mercado —por ejemplo, estableciendo un salario mínimo elevado y un salario máximo bajo—, es por completo equivalente a la redistribución fiscal —que consiste en dejar que los salarios se establezcan por su nivel de mercado, pero gravando los salarios elevados para financiar una transferencia fiscal destinada a los salarios bajos, o bien para rebajar sus impuestos—. Pero cuando es significativa la elasticidad de sustitución entre los distintos tipos de trabajo —definida de la misma manera que la elasticidad de sustitución capital/trabajo (véase cap. 2)—, la redistribución fiscal es estrictamente superior: permite aumentar el ingreso de los asalariados poco calificados en las mismas proporciones que la redistribución directa sin aumentar el precio del trabajo poco calificado para las empresas; en consecuencia, no disminuye el volumen de empleos poco calificados. La superioridad de la redistribución fiscal se impone de nuevo, porque permite separar el precio pagado por las empresas del recibido por el asalariado, contrariamente a la redistribución directa. Esta lógica es muy general y no atañe solo a la redistribución entre distintos niveles de calificación. Por ejemplo, un sistema de asignaciones familiares financiadas por un gravamen para todos los asalariados permite redistribuir los salarios en dirección de los asalariados que tienen niños a cargo sin aumentar su precio para las empresas; este sistema es lo contrario de una redistribución directa que exige a los empleadores pagar un salario más elevado a los asalariados con niños a cargo que a los otros asalariados.

También en este caso los estudios empíricos confirman la existencia de dicha posibilidad de sustitución: la demanda de trabajo poco calificado con relación a la de trabajo calificado disminuye cuando el costo del trabajo poco calificado aumenta con relación al del trabajo calificado, y a la inversa. Todos los estudios econométricos, así como las transformaciones importantes de la estructura de los empleos observadas en tiempo y espacio, revelan que estas elasticidades son sistemáticamente más elevadas que la elasticidad de sustitución capital/trabajo (Krussel y otros, 1996, Hammermesh, 1996; véase cap. 2): es más fácil tomar como reemplazo de asalariados poco calificados una máquina o a un asalariado calificado que prescindir de asalariados calificados.

Sin embargo, la lógica de la redistribución fiscal y de su sistema de precios también es poco aceptada tanto para la redistribución de los salarios como para la redistribución capital/trabajo (véase cap. 2); esto explica en gran parte el escepticismo de izquierda frente a la rebaja de cargas que gravan los bajos salarios (véase más abajo). En efecto, cuesta aceptar la idea de que los precios (eventualmente muy desiguales) establecidos para el trabajo de distintos individuos, tengan una función asignativa útil y que entonces deben ajustarse libremente, aunque se reconozca que la desigualdad de los ingresos que engendran es injusta y debe ser corregida por medio de impuestos y transferencias. Si la desigualdad de los salarios es injusta, ¿por qué no exigir que las empresas paguen salarios menos desiguales? El problema es el mismo que para la redistribución capital/trabajo (véase cap. 2): en un mundo complejo donde se producen tantos bienes y servicios diferentes, un precio elevado del trabajo calificado comparado con el del trabajo poco calificado tal vez no sea la peor manera de incentivar a empresas y consumidores a orientarse hacia bienes y servicios muy intensivos en trabajo poco calificado y poco intensivos en trabajo calificado, y a la inversa. La redistribución fiscal preserva la función asignativa del sistema de precios al mismo tiempo que redistribuye los ingresos obtenidos por diferentes asalariados.

Un desafío político considerable

Al igual que para la sustitución capital/trabajo, el desafío político es considerable: si el aumento de las desigualdades salariales desde 1970 se explica por el progreso tecnológico sesgado y la creciente desigualdad de las productividades individuales, entonces la única manera de crear empleos es hacer que los precios pagados por empresas y consumidores para los distintos tipos de trabajo también discrepen en las mismas proporciones. En los años noventa, en los Estados Unidos, la brecha P90/P10 de los salarios es de 4,5, mientras que en Francia es «solo» de 3,2 (tabla 7). Se podría deducir que, para que se genere la misma cantidad de empleos en Francia y los Estados Unidos (y, sobre todo, para que la proporción del trabajo en el valor agregado deje de descender en Francia; véase más arriba), la brecha C90/C10 entre el precio del trabajo (salario y cargas sociales del 90º centil y el del 10º centil debería aumentar en Francia en un 40% aproximadamente); a grandes rasgos, esto equivaldría a suprimir todas las cargas sociales que gravan los bajos salarios y a redirigirlas hacia los altos salarios. Dicha solución, que consiste más en utilizar las cargas sociales para modificar la brecha C90/C10 que en aumentar la brecha P90/P10 de los salarios percibidos por los asalariados, es la mejor: además de ser más justa —dado que los bajos salarios, que ya son los menos favorecidos, no tienen por qué pagar el precio del cambio tecnológico sesgado—, es la única solución que permite evitar la retracción del mercado de trabajo de las poblaciones menos calificadas, tal como ocurrió en los Estados Unidos (véase cap. 1).

De hecho, es lo que los sucesivos gobiernos han intentado hacer en Francia desde 1978: las cargas sociales solían tener tope y, por lo tanto, pesaban menos sobre los altos salarios que sobre los bajos; luego se las fue liberando en forma progresiva: en los períodos 1978-1979 y 1982-1984 para el seguro de salud, después en 1989-1990 para las cargas familiares; desde 1993, estas mismas cargas se redujeron para los bajos salarios. Esto permitió que la brecha C90/C10 de los costos laborales superara la brecha P90/P10 de los salarios desde 1993, cuando antes era inferior. Así, la brecha C90/C10 pasó de 3,4 en 1970 a 2,9 en 1983, durante la «gran compresión» de los salarios en Francia, antes de volver a subir a 3,4 en 1995, aunque la brecha P90/P10 haya permanecido constante (INSEE, 1996a: 51). Esto pone a Francia en el nivel en que estaban los Estados Unidos a comienzos de la década de 1970, antes de que las desigualdades salariales comenzaran a aumentar (véase tabla 7). Así, resultaría tentador deducir que todavía estamos muy lejos del resultado necesario —es decir, muy lejos de la brecha de 4,5 vigente en los Estados Unidos— y que el esfuerzo de rebajar las cargas debe sostenerse en el tiempo y profundizarse.

Pese a todo, hay que tomar con precaución estas comparaciones. Por ejemplo, la brecha P90/P10 de los salarios en el Reino Unido era de 3,3 a comienzos de los años noventa (tabla 7), y la brecha C90/C10, levemente superior por la rebaja de las cargas sociales en los bajos salarios; sin embargo, esto no impidió que empresas y consumidores británicos se orientaran a bienes y servicios más intensivos en empleos, mientras que la parte de masa salarial en las riquezas producidas seguía bajando en Francia (véase cap. 2). Es verdad que el Reino Unido sigue siendo un país más pobre que Francia, donde en particular el salario promedio es inferior y, por lo tanto, puede existir un fenómeno de recuperación, en el sentido del modelo de convergencia.

¿De dónde viene la desigualdad del capital humano?

La redistribución fiscal permite limitar las consecuencias de la desigualdad del capital humano en términos de desigualdad de los niveles de vida, sin modificar su fuente estructural. Entonces, la formación y redistribución de la desigualdad del capital humano son la cuestión central. Por otro lado, si Gary Becker y sus colegas de Chicago son liberales a ultranza, no es tanto por su teoría de la desigualdad de los salarios como consecuencia de la desigualdad del capital humano, sino más bien por su teoría de la formación de la desigualdad del capital humano misma. Para Gary Becker y sus colegas, la adquisición del capital humano se relaciona primero con una inversión de tipo clásico: si el costo de la inversión (precio de un docente, gastos de inscripciones universitarias, duración de los estudios, etc.) es inferior al «rendimiento» de esta inversión (salario suplementario que ese capital humano permite obtener), entonces el mercado sabrá encontrar los fondos necesarios para financiar esta inversión rentable, de la misma manera que lo predice el modelo del crédito perfecto para las inversiones en capital físico (véase más arriba). De modo análogo, si la experiencia y el aprendizaje aportados por cierto empleo permiten un fuerte aumento del capital humano, entonces el asalariado aceptará un salario muy bajo o incluso le pagará al empleador durante un período de tiempo para ocupar ese puesto y realizar esa inversión rentable, por escaso que sea el margen que tenga el asalariado para negociar libremente sus condiciones contractuales.

Si fuese válida, esta teoría tendría dos consecuencias inmediatas. Primero, el costo de una redistribución fiscal sustancial de los salarios sería considerable, ya que al disminuir el rendimiento de las inversiones en capital humano, tal redistribución menguaría las motivaciones individuales para emprender estas inversiones; esto terminaría por reducir el número de salarios elevados, de modo que los bajos salarios también sufrirían las consecuencias. En otras palabras, si no se deja a los médicos ganar diez veces más que los obreros como compensación por sus largos estudios, no habría médicos para atender a los obreros ni para pagar impuestos. La teoría de las inversiones en capital humano nos dice entonces que la elasticidad de la oferta de capital humano —definida de la misma manera que la elasticidad de la oferta de capital— es muy elevada. Otro argumento subsidiario que se aduce a veces es que no solo sería contraproducente sino también injusto redistribuir estos ingresos, ya que si distintos individuos realizan distintas elecciones de inversiones en capital humano, se debe a preferencias diferentes relativas a la duración de los estudios, la dificultad de las tareas, etc., ante las cuales el Estado no tiene posición que tomar. En la práctica, sin embargo, el argumento más esgrimido es el de la elasticidad de la oferta de capital humano, lo mismo que para la redistribución capital/trabajo: ¿hasta qué punto es verdad que redistribuir los salarios entra en colisión con un problema de motivaciones? Por desdicha, las estimaciones empíricas son mucho más escasas que los desarrollos teóricos al respecto, y el estado de los conocimientos sugiere que estos efectos sin duda son más débiles de lo que suponen los teóricos de Chicago (véase cap. 4).

¿Una desigualdad eficaz?

La segunda consecuencia de la teoría de las inversiones eficaces en capital humano es que para el Estado es inútil intervenir en el proceso de formación de la desigualdad del capital humano. Como todas las inversiones rentables en educación y formación ya se efectuaron gracias al libre juego de las fuerzas de mercado y la iniciativa privada, cualquier intervención en el mercado de la educación o del trabajo solo podría ser perjudicial. En otras palabras, esta teoría no solo implica que la redistribución pura se topa con un problema de motivaciones y, entonces, debe ser moderada, sino también que no se puede encarar redistribución eficaz alguna, ya que el mercado lleva a una asignación eficaz de los recursos (en el sentido de Pareto; véase Introducción).

A priori, estas recomendaciones parecen sorprendentes para quien acostumbre a razonar en términos de reproducción intergeneracional de la desigualdad y de desigualdad de oportunidades frente a la educación. Una primera justificación para las políticas públicas educativas es simplemente que, en general, los individuos jóvenes a quienes apuntan son incapaces de juzgar la rentabilidad de tal o cual inversión, y que sus padres no suelen serlo menos. Este argumento «paternalista», que los economistas a veces dudan en emplear, tiene una indiscutible pertinencia práctica: si los niños indios debieran seguir los consejos de los teóricos de Chicago y esperar que las fuerzas de mercado y la iniciativa privada de sus padres los empujen a alfabetizarse, probablemente la India seguiría sumida en la miseria durante mucho tiempo. Sin dudas, la enseñanza elemental obligatoria es la redistribución eficaz más importante que exista, y los trabajos sobre el crecimiento y la convergencia sugieren que el ascenso considerable de los niveles de vida que tuvieron los países occidentales desde el siglo XIX no se habría producido sin estas políticas.

Otro argumento que se opone a la teoría de las inversiones eficaces en capital humano es, por supuesto, la imperfección del mercado de crédito (véase más arriba), que hace que los individuos provenientes de un sector modesto no puedan emprender largos estudios, incluso si poseen las capacidades y, en consecuencia, esta inversión es rentable. La imperfección del mercado del crédito es tanto más creíble en el caso de las inversiones en capital humano cuando se trata de inversiones a largo plazo, para las cuales es difícil comprometerse de manera fidedigna a devolver los créditos contraídos: todo el mundo sabe que se le otorgará un préstamo a un estudiante con una garantía parental importante. Así, este argumento justifica una política vigorosa de financiamiento de la formación de los jóvenes provenientes de sectores modestos que permite combatir la desigualdad ineficaz del capital humano.

Sin embargo, hay que reconocer que no se dispone de estimaciones empíricas confiables acerca de la importancia cuantitativa de esta imperfección del crédito, y que el argumento paternalista no se puede aplicar de manera indiferenciada en todos los niveles de formación. Por supuesto, se observa no solo que los niveles de educación alcanzados varían en gran medida con el medio social de origen, sino también que por lo general, ante resultados de exámenes escolares similares para la edad de 10 años, los niños provenientes de sectores modestos tenderán a seguir estudios menos prolongados. Se podría deducir que solo la imperfección del mercado del crédito impide a estos jóvenes seguir los mismos estudios que los otros. Varios sociólogos han sugerido que estas observaciones también podrían deberse a que los jóvenes provenientes de sectores modestos están menos motivados para seguir estudios prolongados, ya que solo se espera de ellos que mantengan el mismo nivel de vida que su familia (Boudon, 1973).

Este argumento, versión sociológica del argumento acerca de las «diferentes preferencias», implica que sería ilusoria la idea de disminuir sustancialmente la desigualdad de las oportunidades si se aumentan los esfuerzos e inversiones públicos para la formación de los jóvenes provenientes de sectores modestos. De hecho, la influencia de los orígenes sociales en el éxito profesional va mucho más allá del problema del mercado del crédito y del acceso a la educación, ya que, para un título expedido, el efecto de los orígenes sociales puede observarse estadísticamente a lo largo de la carrera profesional (Goux y Maurin, 1996). De modo más general, el hecho de que el nivel de educación observado solo explique una parte de las desigualdades salariales totales suele invocarse para moderar el entusiasmo de quienes creen poder terminar con la desigualdad mediante políticas educativas ambiciosas (Boudon, 1973). Por otro lado, si la financiación de los estudios fuera el factor explicativo fundamental, deberíamos observar que la reproducción intergeneracional del capital humano es más elevada en los países donde la financiación privada de los estudios desempeña un papel esencial, como los Estados Unidos, que en los países donde predomina la financiación pública, como sucede en Europa. Sin embargo, parecería que las tasas de movilidad intergeneracional en términos de nivel de educación varían muy poco en tiempo y espacio (Shavit y Blossfeld, 1993), así como por otra parte las tasas de movilidad en términos de nivel de ingreso (Erikson y Goldthorpe, 1992).

El papel de la familia y de los gastos de educación

De manera general, el conjunto de argumentos escépticos respecto del intervencionismo en el ámbito educativo no consiste en negar la importancia de la transmisión familiar de la desigualdad del capital humano, sino, por el contrario, en exponer que es en el papel central de la familia donde la desigualdad encuentra su persistencia inevitable. Las teorías de Becker sobre la familia, tales como aparecen en sus libros y los de sus alumnos (Becker, 1981, Mulligan, 1996), insistirán así en todas las opciones que realizan las familias para invertir en sus hijos, con el objetivo de mostrar la importancia de estas inversiones, que cualquier tentativa de interferencia estatal destruiría. Esta tradición de pensamiento es de larga data en Chicago: en 1966 el famoso informe sobre la educación de las minorías vulnerables, realizado por el sociólogo James Coleman para el gobierno estadounidense, generó un escándalo cuando anunció que la redistribución de los medios financieros hacia las escuelas de los barrios carenciados no había permitido progreso perceptible alguno en los resultados escolares ni su integración en el mercado del trabajo. La conclusión de Coleman, y de varios trabajos que inspiró, es que no se podía confiar en que las cosas cambiarían si se aumentaban de forma mecánica los gastos públicos en educación de los medios carenciados, ya que primero es en el nivel del núcleo familiar y del medio de origen donde se forman las desigualdades inevitables.

Por supuesto, todo el mundo está de acuerdo con que los factores de transmisión de la desigualdad tienen mucho más que ver con el ambiente que con la genética. En 1994 el psicólogo Richard Herrnstein y el sociólogo Robert Murray estuvieron en las primeras planas de los periódicos al decretar que era una pérdida de tiempo oponerse sin cesar a la desigualdad de la inteligencia en la economía y la sociedad modernas; a menudo se los acusó de defender la idea de una muy pronunciada transmisión genética del coeficiente de inteligencia. De hecho, estos autores reconocen que, según algunos estudios de casos de adopciones aleatorias, niños provenientes de medios socioculturales muy vulnerables que al nacer fueron confiados a familias más educadas tenían el mismo desempeño que los hijos biológicos de esas familias (Herrnstein y Murray, 1994: 410-413). Pero no es ese el desafío fundamental. En efecto, si los factores ambientales preponderantes se relacionan con el entorno familiar, y especialmente con el entorno familiar de la primera infancia (presencia de libros en la casa, diálogos con los padres, etc.), de modo que en verdad nada puede modificar esta desigualdad heredada en casa, entonces las consecuencias no son muy diferentes de las de una desigualdad genética. Sin embargo, Herrnstein y Murray, así como Coleman treinta años antes que ellos, insisten sobre todo en la idea de que el efecto de los recursos educativos invertidos en los medios vulnerables es muy difícil de medir, y que por lo tanto no vale la pena seguir insistiendo.

Si esta teoría fuera válida, sería inútil cualquier intento por modificar de manera voluntarista la distribución desigual del capital humano: sería más conveniente gastar los recursos disponibles para reducir con transferencias fiscales la desigualdad injusta de los niveles de vida que implica, en el límite eventualmente estrecho autorizado por la elasticidad de la oferta de capital humano de quienes nacieron en medios acomodados.

El problema de la segregación ineficaz del capital humano

Estas conclusiones suscitaron muchos debates, en especial en los Estados Unidos luego del informe Coleman. Trabajos más recientes que utilizan mejores indicadores del efecto de los gastos suplementarios en educación en barrios vulnerables demostraron que estas conclusiones eran muy exageradas (Card y Krueger, 1992). Además, existen varias interpretaciones posibles de resultados del tipo de los de Coleman. Así, es atendible que el efecto de los gastos de educación sea débil no solo porque el entorno familiar de origen determina las posibilidades de éxito escolar, sino también porque el efecto de la composición social de los alumnos de la escuela y del barrio donde viven es mucho más importante que el efecto de los gastos en educación.

En otras palabras, es aceptable que las posibilidades de éxito escolar dependan más de la «calidad» de sus compañeros de clase que de la calidad de su docente, en especial en los niveles primario y secundario: si se envía a un profesor habilitado para la enseñanza superior a una barriada difícil, se cuenta con pocas oportunidades de lograr una mejora palpable en el desempeño escolar, mientras que enviar a estudiantes de liceos de barriadas difíciles a un homólogo parisino tiene altas chances de aumentar considerablemente su probabilidad de éxito. Esta intuición fue confirmada por los copiosos datos intergeneracionales del PSID (Panel Study of Income Dynamics) estadounidense; estos muestran que para un nivel dado de educación y de ingreso de los padres, las oportunidades de movilidad social de los niños podían variar de simple a doble según el ingreso promedio del barrio de los padres. Así, estos resultados permitieron corroborar que los efectos de «externalidades locales» —como los bautizaron los economistas—, medidos desde hace mucho tiempo en el nivel microeconómico del aula, podían tener un efecto sustancial en la dinámica global de la desigualdad, comparable (en magnitud) al efecto de las características parentales mismas (Cooper y otros, 1994).

Resultados negativos como los de Coleman, en vez de afianzar la oposición a la redistribución de los medios financieros hacia las escuelas de los barrios vulnerables y alentar una política de laisser-faire, sugieren la necesidad de recurrir a herramientas de redistribución más radicales, como la utilización de un ambicioso reparto geográfico del alumnado, decisión que obligue a los padres de medios diferentes a enviar a sus hijos a las mismas escuelas, a falta de poder obligarlos a convivir en el mismo barrio (lo que sería aún mejor). Estas políticas existen en muchos países, pero a una escala muy reducida: la elección de la escuela por parte de los padres suele verse limitada para evitar concentraciones demasiado fuertes de niveles; pero por lo general ese reparto del alumnado se da por satisfecho con enviar a la misma escuela a los niños que viven en un mismo barrio, lo que en la práctica restringe considerablemente la mezcla social… Versiones más radicales de estas políticas se experimentaron brevemente en varias ciudades de los Estados Unidos durante las décadas de 1960 y 1970, con sistemas de buses que enviaban en transporte escolar a una parte de los niños de los barrios acomodados hacia escuelas de barrios vulnerables, y a la inversa; en la práctica, a menudo equivalía a mezclar los colores de piel. Estas políticas marcaron el desenlace y el final del período de la campaña de los civil rights, debido a la gran hostilidad de los padres de los barrios acomodados. Esta hostilidad era particularmente previsible en el contexto estadounidense, ya que allí los padres están acostumbrados a controlar a escala local la escuela, con su programa de enseñanza y sus docentes.

Sin embargo, las decisiones individuales de enviar a un niño a tal o cual escuela tienen consecuencias considerables en otros niños. El anonimato del sistema de precios, en este caso de los precios de las viviendas, no permite a los individuos ponderar las externalidades que sus decisiones provocan en los demás. Así, se pudo demostrar que, incluso en el caso en que la integración social de los barrios haría ganar a los niños desfavorecidos mucho más de lo que les haría perder a los niños favorecidos, las elecciones individuales de vivienda podrían también llevar a la segregación (Benabou, 1993). Por lo tanto, en teoría es posible que todo el mundo pueda aprovechar la integración social —por ejemplo, en el sentido en que los costos de la integración para los sectores acomodados sean menos elevados que las rebajas de impuestos que los logros escolares y profesionales de los sectores menos favorecidos tal vez les aportarían—, pero que en ausencia de restricciones colectivas semejante equilibrio social esté fuera de alcance. Reglas simples —como la obligación de equiparar el ingreso promedio de los padres para todas las escuelas de determinada localidad—, a largo plazo, podrían traer ventajas materiales para todos.

La discriminación en el mercado laboral

Otro mecanismo socioeconómico que produce una desigualdad ineficaz del capital humano es el mecanismo de discriminación en el mercado laboral. Esta teoría, desarrollada inicialmente por Phelps (1968) y Arrow (1973) en el contexto de la discriminación a la minoría afroamericana en los Estados Unidos, puede aplicarse también a cualquier grupo cuya pertenencia individual pueda observar el empleador, como las mujeres, las castas bajas en la India, los desempleados de larga data o, de modo más general, cualquier origen social que pueda engendrar prejuicios negativos. La idea basal de la teoría es muy simple. Supongamos que los empleadores se adelanten a postular que ciertos grupos sociales tienen objetivamente menos posibilidades que otros de estar lo suficientemente calificados para desempeñarse en determinadas tareas que exigen un capital humano elevado. En el momento de tomar personal, los empleadores observan de manera deficiente el nivel exacto de las calificaciones y motivaciones de los candidatos, así que deciden la contratación para un empleo calificado sobre la base de señales imperfectas, como el resultado de un test, una entrevista o un currículum. Dado que anticipan que ciertos grupos tienen desde un principio menos posibilidades que los demás de poseer el capital humano necesario, solo tomarían a integrantes de esos grupos si el resultado de su test es excepcionalmente bueno; es decir, su grado de exigencia sería mayor que para los otros grupos. ¿Cuál será la reacción de los grupos discriminados frente a esta práctica de los empleadores? Ya que las probabilidades de ser contratado para un puesto calificado son bajas, en promedio realizarán menos a menudo las inversiones necesarias en capital humano; es decir, lo harán solo si piensan que obtendrán un resultado excepcional durante la entrevista. Por ejemplo, solo quienes tienen bastante confianza en su valor emprenderán largos estudios riesgosos, se prepararán de modo intensivo para las entrevistas, etc. En otras palabras, su comportamiento tenderá a ratificar las previsiones de los empleadores: que el nivel promedio de capital humano de este grupo será efectivamente inferior a los otros. Así se puede demostrar que incluso si dos grupos —por ejemplo, negros y blancos— tienen al comienzo exactamente las mismas capacidades para adquirir un nivel de capital humano elevado, y con más razón si uno de los grupos tiene inicialmente capacidades un poco inferiores por los orígenes sociales más humildes, entonces la interacción perversa entre las anticipaciones de los empleadores y las conductas engendradas por estas anticipaciones puede producir una profunda y persistente desigualdad del capital humano y de los empleos obtenidos por estos dos grupos (Coate y Loury, 1993).

Esta desigualdad del capital humano es por completo ineficaz, ya que solo se basa sobre un fenómeno de «profesía autocumplida» por parte de los empleadores y porque en cambio la eficacia económica exigiría que grupos de capacidades idénticas realicen las mismas inversiones en capital humano. Se trata, entonces, de una desigualdad profundamente inútil. Por otro lado, esta teoría de la desigualdad tiene similitudes con ciertas teorías sociales, según las cuales a menudo la desigualdad es producto de un discurso dominante que, al insistir en las pocas posibilidades de ascenso social de los integrantes de determinados grupos vulnerables, termina por desalentarlos y de este modo se autorrealiza (Bourdieu y Passeron, 1964, 1970).

Acción afirmativa contra transferencias fiscales

El desafío político de estas teorías es fundamental, ya que si una parte importante de la desigualdad se explica efectivamente por este tipo de mecanismos perversos, entonces son necesarias nuevas herramientas de redistribución. Por ejemplo, la teoría de la discriminación establece la utilización de disposiciones legales que permiten luchar contra la discriminación de los empleadores, que pueden adoptar la forma de una obligación para los empleadores de demostrar que cada decisión de contratación o de promoción se basa sobre criterios objetivos y no sesgados respecto de ciertos grupos sociales. O más aún, puede consistir en cuotas y «discriminación positiva» para las distintas minorías aplicables por los empleadores, para quebrar el círculo vicioso de las profesías autocumplidas y la desigualdad. Precisamente las políticas de tipo affirmative action se desarrollaron rápidamente en los Estados Unidos desde los años setenta para proteger a los afroamericanos, las mujeres y otras minorías. Estas herramientas de redistribución, que se relacionan más bien con un refuerzo drástico de las medidas desplegadas tradicionalmente por el derecho laboral para limitar la arbitrariedad patronal, son del todo diferentes de las herramientas que recomendarían los partidarios de la desigualdad eficaz del capital humano. Según estos, habría que limitarse a financiar transferencias fiscales hacia los grupos sociales cuyo capital humano por desgracia sea demasiado débil, vista la restricción impuesta por la elasticidad de la oferta del capital humano, y sobre todo evitar inmiscuirse en el proceso de producción. Por ejemplo, Herrnstein y Murray (1994) cuestionan la idea misma de discriminación y explican la persistencia de la desigualdad racial a partir de los bajos niveles de coeficiente intelectual y de capital humano que se transmiten en las familias afroamericanas de generación en generación.

¿Los hechos observados permiten que este debate progrese? En el caso de la discriminación hacia los afroamericanos, relativamente bien documentada, parece difícil explicar los hechos sin reconocer una incidencia importante a la teoría de la discriminación. Freeman (1973) demuestra que la reducción de la brecha salarial entre negros y blancos luego de 1965 y el período de los civil rights no puede sino explicarse por la creciente erosión de los prejuicios negativos y el desaliento asociado (véase también Bound y Freeman, 1989). Pero sin duda el mejor ejemplo es la impresionante mejora de la posición de las mujeres en el mercado laboral desde 1950, que es imposible explicar sin recurrir a una teoría que insista en la importancia de la discriminación, las creencias y el discurso para la producción de la desigualdad. En todos los países occidentales, la participación de las mujeres en el mercado laboral pasó de apenas 10-20% en 1950 a más del 50% en los años ochenta (OCDE, 1985). El mejoramiento de la posición de las mujeres en el mercado laboral continuó durante las décadas de 1980 y 1990: en un contexto general de aumento de las desigualdades salariales, el salario promedio de las mujeres con respecto al de los hombres aumentó en más del 20% en los Estados Unidos (Blau y Kahn, 1994), así como en la mayoría de los países desarrollados (OCDE, 1993: 176-178). Ninguna política de transferencias fiscales habría podido llevar jamás a un avance tan espectacular como el de la situación económica de las mujeres.

Por otro lado, este aumento espectacular se produjo también en países con fiscalidad «mediterránea», que desalienta la participación de las mujeres, como por ejemplo el sistema de coeficiente familiar en Francia, fiscalidad que se opone a la de los países anglosajones y escandinavos, que gravan a los individuos y no a los hogares. Esto muestra que ciertas desigualdades con base groseramente discriminatoria, como la desigualdad blancos/negros o la desigualdad hombres/mujeres, son mucho más influidas por la acción afirmativa y la evolución de las mentalidades que por todas las redistribuciones fiscales del mundo.

Sin embargo, que una desigualdad tenga base discriminatoria no implica, por desgracia, que siempre sea posible atenuarla con facilidad, ni mucho menos ponerle fin. Por ejemplo, el balance realizado en los años noventa por la mayoría de los observadores de las políticas estadounidenses de affirmative action es por lo menos mitigada, en especial en lo que respecta a la desigualdad negros/blancos. En efecto, fijar una cuota que obligue a los empleadores a contratar cierto porcentaje de asalariados afroamericanos puede reafirmar los prejuicios de los empleadores hacia ellos, que «solo son empleables cuando alguien nos obliga», y al mismo tiempo reducir las motivaciones de los afroamericanos a entrar en carrera como cualquier otro ciudadano, exactamente lo contrario del objetivo buscado (Coate y Loury, 1993). Así, muchos observadores denunciaron estos sistemas de cuotas. El escaso éxito aparente de la acción afirmativa contribuyó mucho con la reacción conservadora contra los programas sociales desde las décadas de 1980 y 1990. De hecho, es probable que el deterioro de la posición relativa de los afroamericanos en el mercado laboral desde los años setenta, que dio pie a esta reacción, sea sencillamente producto derivado del aumento general de las desigualdades salariales, la desindustrialización que golpeó de lleno a los asalariados afroamericanos, en especial aquellos que viven en el norte de los Estados Unidos (Wilson, 1987).

Las determinaciones sociales de la desigualdad de los salarios

Ciertas desigualdades salariales no pueden explicarse solo mediante la desigualdad subyacente del capital humano, haya sido producida eficazmente o no. Por ejemplo, algunos actores (sindicatos, empleadores) intentan manipular en beneficio propio la estructura de los salarios a la que llevaría el juego de la competencia de la oferta y la demanda de capital humano. Otras consideraciones, como la necesidad de motivar a los asalariados tomando en cuenta el conjunto de los factores pertinentes y no solo el nivel de capital humano del asalariado, también pueden conducir a violaciones importantes de la teoría del capital humano, incluso sin que haya actores que manipulen explícitamente los precios del mercado del trabajo. ¿Estas variaciones con respecto a los salarios de mercado son algo bueno o malo? ¿Cómo la existencia de tales procesos de formación de las desigualdades salariales modifica la problemática de la redistribución de los ingresos del trabajo?

El papel de los sindicatos en la formación de los salarios

¿Qué hacen los sindicatos? El análisis económico tradicional es simple: en el proceso de fijación de los salarios, los sindicatos tienen un poder de monopolio. Esto significa que los derechos que se otorga legalmente a los gremios les permiten participar en la fijación del nivel de los salarios al representar los intereses de un gran número de asalariados, sin que un asalariado aislado pueda decidir ofrecer su trabajo a un precio inferior. Sin embargo, de la misma manera que una empresa en situación de monopolio elegirá aumentar sus precios, a riesgo de perder algunos clientes, el sindicato utilizará su poder de monopolio para exigir salarios superiores a los que prevalecerían en su ausencia, a riesgo de hacer bajar el nivel de empleo. Ahora bien, esto sería olvidar que los sindicatos suelen pelear no solo por el aumento del nivel general de los salarios, sino también por cierta compresión de las jerarquías salariales en el interior de las empresas, mediante escalas salariales que limitan los niveles de salario correspondientes a distintas calificaciones y experiencias (Freeman y Medoff, 1984).

Más allá de todo, las herramientas utilizadas por los sindicatos para aumentar el nivel general de los ingresos del trabajo y disminuir la desigualdad entre los asalariados no son herramientas eficaces de redistribución. Hemos visto que, en el ámbito del conjunto de la economía, cuando existen posibilidades de sustitución entre capital y trabajo y entre distintos tipos de trabajo, cualquier redistribución que pase por una manipulación de los precios del trabajo y del capital humano es ineficaz (véanse cap. 2 y el comienzo de este mismo capítulo): la acción de los sindicatos, si está bien realizada, lleva inevitablemente a que las empresas utilicen más capital que trabajo, y más trabajo calificado que no calificado. El hecho fundamental es que siempre es posible financiar de manera más eficaz la misma redistribución si se utilizan los medios de la redistribución fiscal —es decir, por medio de impuestos sobre los altos salarios que permitan financiar transferencias fiscales hacia los salarios bajos—, ya que solo esta permite separar el precio pagado por las empresas del precio recibido por los asalariados. La cuestión no es saber si el alcance de la redistribución capital/trabajo o de la redistribución entre asalariados debe ser importante, pues hemos visto que esta cuestión dependía de otros factores, sino de saber por qué medios hay que redistribuir. ¿Acaso hay que reducir el poder de los sindicatos en materia de fijación de los niveles salariales?

Los sindicatos, ¿sustitutos de la redistribución fiscal?

La primera respuesta es que reducir el poder de los sindicatos puede mejorar el desempeño de la redistribución solo si permite efectivamente reemplazar la redistribución ineficaz que ellos realizan por una redistribución fiscal eficaz efectuada por el Estado. En la práctica, obviamente, el problema es que no todos están de acuerdo respecto de la extensión de la redistribución que debería realizarse. Supongamos que el gobierno en ejercicio considera que es justo que un empleado poco calificado viva con 760 euros por mes mientras que un ejecutivo muy calificado vive con 4575 euros —por ejemplo, porque estima que es la única manera de preservar las motivaciones para adquirir calificaciones—. Si un sindicato no está de acuerdo, y considera que por mes el empleado debería disponer de 1525 euros y el ejecutivo de 3810 euros, entonces su única manera de accionar es intentar imponer por la fuerza a los empleadores una nueva escala salarial que permita este resultado, o al menos acercarse a él. Por supuesto, sería mejor aumentar los impuestos de los ejecutivos en 765 euros y financiar así una transferencia fiscal de 765 euros por empleado, ya que evitaría aumentar los salarios pagados por las empresas a sus empleados y disminuir los que pagan a sus ejecutivos, lo que inevitablemente los lleva a contratar menos empleados y más ejecutivos y, por lo tanto, a aumentar el desempleo. Pero los sindicatos no tienen derecho a modificar los impuestos y transferencias. Históricamente, este tipo de conflictos es la razón de ser de los sindicatos: cuando, según ellos, el Estado no cumple de modo correcto su papel de redistribución, lo sustituyen con los medios de la lucha social y la redistribución directa que poseen.

Además, aunque estos medios son muy limitados si se los compara con las herramientas de la redistribución fiscal, suelen crear una ilusión: encontramos aquí el conflicto entre tiempo histórico y tiempo político mencionado en el capítulo 2. Así como sucede en el caso de la redistribución capital/trabajo, una redistribución fiscal nunca redujo de manera masiva y visible la desigualdad entre asalariados, aunque hace mucho tiempo esto es técnicamente posible. Históricamente, las grandes redistribuciones fiscales son infrecuentes, suelen adoptar la forma de gastos sociales y no de transferencias monetarias entre asalariados (véase cap. 4), y sobre todo se implementan de manera muy lenta; además, hicieron sentir sus efectos solo en el largo plazo, poco propicio para el imaginario de las luchas sociales y políticas, o incluso en un largo plazo que carece de todo sentido desde el punto de vista de la vida de una generación dada.

En comparación, las redistribuciones ineficaces efectuadas directamente por la manipulación de los salarios son mucho más visibles. Por ejemplo, el aumento del poder de compra del salario mínimo social neto de alrededor del 92% entre 1968 y 1983 —en un contexto social en que los sindicatos desempeñaban un papel fundamental, mientras que el salario promedio aumentaba solo un 53%— permitió reducir la brecha P90/P10 de los salarios franceses de 4,2 en 1976 a 3,1 en 1983 (véase cap. 1 e INSEE, 1996a: 44, 48). Asimismo, es indiscutible que los dos países occidentales en que las desigualdades salariales han aumentado más desde los años setenta —los Estados Unidos y el Reino Unido— son también los dos países en que el poder sindical ha disminuido más, en especial debido a los ataques del poder político.

Entretanto, las desigualdades de salarios entre asalariados con empleo permanecieron relativamente estables en los países occidentales donde la tasa de cobertura sindical —es decir, la parte de los salarios cubiertos por las negociaciones colectivas— siguió siendo relativamente alta, incluso cuando la tasa de sindicalización propiamente dicha también bajaba, como en Alemania y Francia. Este es un elemento fundamental para dar cuenta de las trayectorias contrastadas de las desigualdades salariales en los países occidentales desde los años setenta, las cuales explicarían entre un 20 y un 40% de las brechas observadas (Card, 1992, Lemieux, 1993), pero que fue totalmente olvidado por la teoría pura del capital humano y del cambio tecnológico sesgado. Es posible que esta redistribución sindical no haya sido gratuita en términos de empleos creados. Pero el hecho fundamental es que los Estados Unidos y el Reino Unido no reemplazaron la redistribución ineficaz de los sindicatos con una redistribución fiscal más eficaz; por el contrario, también tendieron a reducirla. En estas condiciones, los sindicatos pueden cumplir una función de sustituto de la redistribución fiscal.

Los sindicatos, ¿un factor de eficacia económica?

Una segunda respuesta para la cuestión de la reducción del poder sindical es que los sindicatos a veces pueden ser un factor de eficacia económica. Por supuesto, una función positiva mencionada tradicionalmente es la mejor comunicación que los sindicatos, en cuanto institución representativa de los asalariados, pueden aportar a la empresa. Pero las escalas salariales restrictivas negociadas por los sindicatos pueden también ser positivas en sí mismas, bajo ciertas condiciones. Por ejemplo, la teoría pura del capital humano parece olvidar que las calificaciones y los hábitos de trabajo de cierto asalariado no siempre tienen un valor universal que permita a los asalariados ofrecerse en venta a la empresa que sea mejor oferente.

Que el valor de un capital humano dado suela ser específico de una empresa particular hace que el mercado del capital humano jamás pueda ser totalmente competitivo en la práctica. Una vez que un asalariado realizó los esfuerzos e inversiones necesarias a fin de calificarse para determinado puesto, su empresa puede permitirse pagarle un salario mucho menor del monto que él le reporta, ya que el asalariado no puede ir a utilizar plenamente sus calificaciones en otra empresa. Anticipando esta expropiación de sus inversiones en capital humano, el asalariado se abstendrá de efectuarlas con la misma intensidad que si estuviera seguro de obtener los frutos. Establecer de antemano un salario mínimo por debajo del cual la empresa no está autorizada a descender puede permitir entonces resolver este problema y mejorar la eficacia económica, evitando que se descuiden inversiones eficaces. De modo más general, establecer de antemano el salario, o el intervalo salarial, que la empresa debe pagar a un asalariado con tales o cuales calificaciones que ocupe un puesto con tales o cuales características puede motivar a los potenciales asalariados para adquirir más capital humano específico sin miedo a la expropiación por parte de los empleadores.

Este tipo de fenómeno no se limita al caso del capital humano específico. En efecto, el compromiso de no expropiar que brinda una escala salarial restrictiva también puede permitir a la misma empresa invertir en sus asalariados y percibir los beneficios. Por ejemplo, el hecho de que muchas empresas alemanas financien centros de capacitación y enseñanza muy costosos siempre asombró a los observadores foráneos. En efecto, en Alemania los aprendices no suelen contribuir con el financiamiento de la formación ni comprometerse a permanecer en la empresa, aunque una parte fundamental de la formación obtenida sea de un carácter tan general que bien podría aprovecharse en otras. La explicación más convincente es que existen salarios de contratación y progresiones salariales estandarizadas restrictivas para un mismo sector industrial; así, los empleadores se aseguran de que sus aprendices, una vez formados, no serán captados por otras empresas (Harhoff y Kane, 1994).

Por ende, todas estas características inherentes a la relación salarial (capital humano específico, limitada capacidad de contratación…) hacen que el funcionamiento eficaz del mercado de trabajo pueda exigir ciertos tipos de regulación colectiva, en forma de escalas salariales restrictivas para las empresas (Piketty, 1994: 788-791) y, de modo más general, de intervenciones públicas que permitan corregir la ineficacia del mercado en términos de formación profesional (Booth y Snower, 1996). En teoría, mantener escalas salariales rígidas en algunos países no es entonces solo un medio costoso e ineficaz de limitar el incremento de las desigualdades salariales, sino que también puede favorecer las nuevas inversiones en capital humano y así limitar la desigualdad futura del capital humano. Sin embargo, es obvio que en ningún caso estos argumentos pueden servir de justificación sistemática de las escalas salariales centralizadas si no existe verificación empírica suplementaria. Por ejemplo, nada prueba de manera convincente que esas escalas salariales rígidas que desde los años setenta permitieron a algunos países occidentales evitar el aumento de las desigualdades salariales también hayan permitido realizar inversiones útiles para el empleo y los salarios futuros.

El poder de monopsonio de los empleadores

Si bien es tradicional reconocer y denunciar la existencia de un poder de monopolio de los sindicatos que les permite manipular la estructura competitiva de los salarios, entre los economistas se acepta mucho menos la idea de que los empleadores poseen a veces un poder simétrico. Sin embargo, esta visión del poder arbitrario de los patrones al que debería responder el poder de los asalariados y de sus sindicatos corresponde a una idea bastante generalizada. En el lenguaje de los economistas, el equivalente lógico del poder de monopolio de los sindicatos sería el poder de monopsonio de los empleadores. Se dice que hay una situación de monopsonio cuando existe un solo comprador posible para un bien determinado. Así como un vendedor en situación de monopolio elige hacer pagar un precio superior al precio de mercado —a riesgo de provocar que sus clientes compren una cantidad menos importante de su producto—, un comprador en situación de monopsonio elige pagar un precio inferior al precio de mercado, a riesgo de provocar que sus proveedores le vendan una menor cantidad de su producto. Entonces, la manipulación de los precios de mercado, ya sea en provecho del comprador o del vendedor, lleva siempre a disminuir las cantidades intercambiadas. En el caso del mercado laboral, un empleador en situación de monopsonio impondrá un salario inferior al salario de mercado, a riesgo de desalentar a algunos asalariados y, así, disminuir el nivel del empleo.

Si este fuera el caso, las consecuencias para la redistribución serían fundamentales. Por una parte, sería ineficaz intentar mejorar las condiciones de los asalariados mediante transferencias fiscales, ya que estas transferencias serían apropiadas por los empleadores, que aprovecharían para bajar los salarios. La redistribución eficaz consistiría, por el contrario, en aumentar el salario mínimo legal para acercar al salario de mercado el pagado por las empresas. Esto también permitiría reactivar la oferta de trabajo y, por lo tanto, aumentar el nivel total de empleo. Contrariamente a las conclusiones habituales, la redistribución directa sería superior entonces a la redistribución fiscal, porque permitiría restaurar el equilibrio competitivo en el mercado del trabajo, antes, claro está, de que la redistribución fiscal tome la posta si se desea una mayor redistribución. Por ende, ese es el mejor de los mundos posibles para la redistribución, ya que sería posible a la vez mejorar el nivel de vida de los asalariados y reducir el desempleo, ¡sin gastar un centavo del ingreso fiscal!

¿Por qué los empleadores dispondrían de semejante poder de monopsonio? Esto puede deberse a la existencia de capital humano específico, que implica que en cierta medida los asalariados estén obligados a seguir ofreciendo su trabajo al mismo empleador (véase más arriba); o bien, de modo más general, puede deberse a la falta de movilidad geográfica o de información sobre otros empleos concebibles, lo que obliga a ciertos asalariados a estar al arbitrio de un solo empleador. Más sencillamente, el poder de monopsonio puede derivarse del hecho de que un grupo importante de empleadores, o incluso todos los empleadores, forman una coalición que les permite imponer los salarios que desean sin que otro empleador llegue a captar asalariados proponiendo sus propios salarios. Esta visión de los capitalistas colegiados que imponen a los asalariados desigualdades salariales arbitrarias es difícil de comprobar empíricamente. Por ejemplo, parece ilusorio explicar de esta manera el aumento de las desigualdades salariales en los Estados Unidos desde 1970. La característica más llamativa de este incremento, por el contrario, es que ocurre en un mercado laboral extremadamente competitivo: la remuneración de los abogados, médicos o gerentes no explotó desde 1970 porque los capitalistas hubieran decidido en forma colectiva dividir el mundo del trabajo, sino, por el contrario, porque empresas y particulares pelearon por captar sus servicios, ofreciéndoles constantemente remuneraciones cada vez más elevadas. De ninguna manera esto implica que haya que aceptar la desigualdad de los niveles de vida derivada de este proceso ni incluso que deba considerarse totalmente eficaz este proceso. Pese a todo, significa que la hipótesis de monopsonio de los empleadores simplemente no es un buen modelo explicativo para dar cuenta de los hechos observados.

Cuando un aumento del salario mínimo incrementa el nivel de empleo…

Sin embargo, que el monopsonio no explique la evolución global de las desigualdades salariales no significa que no puedan existir a escala local fenómenos de tipo monopsónico, especialmente en ciertos mercados del trabajo orientados a una mano de obra poco calificada y con escasa movilidad geográfica. Desde el comienzo de los años noventa, varios estudios estadounidenses volvieron a lanzar este debate, en especial el libro de Card y Krueger (1995). Utilizando el hecho de que durante las décadas de 1980 y 1990 en varios Estados americanos se aumentó el salario mínimo legal en distintos momentos y montos, estas investigaciones expusieron de manera convincente que el efecto de un aumento del salario mínimo en el nivel de empleo en general había sido positivo, aunque bastante débil. En especial, señalemos un famoso estudio sobre los fast-foods de Nueva Jersey, cuyo empleo total subió luego del aumento del salario mínimo de ese Estado en 1992 (1995: cap. 2). Larry Katz, uno de los autores de estos estudios, era el chief economist del Ministerio de Trabajo durante la primera presidencia de Bill Clinton. Dichos estudios tuvieron un impacto cierto en la decisión que tomó el poder ejecutivo en 1996 de aumentar el salario mínimo federal de 4,15 a 5,20 dólares la hora —vale decir, una suba de más del 20%—, luego de un período en que el poder de compra del salario mínimo federal había bajado en más del 25% entre 1980 y el comienzo de la década de 1990.

Sin embargo, las razones exactas de este efecto positivo de la suba del salario mínimo siguen siendo objeto de debates. ¿Acaso, como postularía la más pura teoría del monopsonio, la población poco calificada estaba sometida, por falta de movilidad geográfica, a los salarios impuestos por un cartel local de restaurantes de comida rápida, de modo que el aumento en el salario mínimo no disminuyó la demanda de trabajo sino que, al contrario, reactivó la oferta de trabajo y así incitó a nuevos jóvenes no calificados que acudieron a esas tareas? Según algunos estudios, el aumento del nivel de empleo se debería antes bien a que la suba del salario mínimo atrajo a los jóvenes más calificados, que así se vieron llevados a abandonar su high school y a tomar el lugar de jóvenes menos calificados (Neumark y Wascher, 1994).

Más allá de todo, el hecho es que, cuando el salario mínimo legal alcanza un nivel tan bajo como el nivel estadounidense de fines de la década de 1980 y comienzos de la de 1990, los empleos poco calificados resultan tan poco atractivos que un aumento del salario mínimo puede contribuir a reactivar la oferta de trabajo y a aumentar el nivel de empleo. De manera más general, la existencia potencial de monopsonio local sobre el mercado laboral o, más sencillamente, de capital humano específico, basta en amplia medida para justificar que el Estado establezca un salario mínimo legal a fin de evitar que los empleadores exploten semejantes situaciones más allá de cierto piso.

Salarios de eficiencia y salarios justos

Si no existiera ningún sindicato en situación de monopolio, ningún empleador en situación de monopsonio, ningún salario mínimo, ninguna imperfección visible con respecto al libre juego de la competencia, ¿los salarios pagados efectivamente por las empresas para distintos tipos de trabajo estarían determinados solo por el juego de la oferta y la demanda, según la teoría pura del capital humano (véase más arriba)? Esta pregunta puede parecer absurda, dado que es consustancial a cualquier mercado laboral la existencia de sindicatos que exigen los salarios que creen poder obtener, de empleadores que imponen los salarios que creen poder pagar y de Estados que intentan arbitrar e imponer sus propias redistribuciones. Sin embargo, es útil saber, por ejemplo, si los derechos legales acordados a los sindicatos (derecho de huelga, imposibilidad para los empleadores de contratar nuevos trabajadores, etc.) en cuanto tales hacen que a veces los salarios se alejen de los salarios de mercado, o si habría estas mismas diferencias, al menos parcialmente, aunque no existieran esos derechos.

¿Por qué los empleadores, ubicados en una situación de competencia que les impide ofrecer salarios inferiores a los de mercado, ofrecerían salarios superiores? La respuesta debe ser que al aumentar los salarios obtienen más a cambio por parte de sus asalariados. Por ejemplo, supongamos que a los empleadores les resulta imposible vigilar constantemente la diligencia con que determinado asalariado cumple sus funciones. Ofrecerle una remuneración superior a la de mercado permite motivarlo aún más, ya que el asalariado sabe cuánto perdería si fuera despedido. De hecho, en los sectores y los empleos en que el control es más difícil, se observan brechas de salario que no pueden explicarse por diferencias de capital humano (Krueger y Summers, 1988). Esta teoría, a menudo evocada para analizar el desempleo de los países europeos de las décadas de 1980-1990 (por ejemplo, véase Phelps, 1994), implica asimismo que si todas las empresas aumentaran los salarios para motivar más a sus asalariados, el nivel de empleo bajaría; es el riesgo de un período de desempleo en espera de encontrar un empleo que motive el asalariado. Una variante importante de este modelo de salario de eficiencia consiste en suponer que —independientemente de las motivaciones de no ser despedido o de no perder una parte del salario— un asalariado puede cooperar más si considera que el salario que se le paga es justo. En ese caso, a las empresas les puede convenir pagar un salario que se acerque a ese salario justo, a riesgo de disminuir el volumen de empleo y crear desempleo (Akerlof y Yellen, 1990). Estas percepciones individuales de justicia son muy importantes para la determinación efectiva del nivel de los salarios (Kahneman y otros, 1986, Bewley, 1994). Entonces el desempleo puede analizarse como consecuencia de un conflicto distributivo, incluso en ausencia de sindicatos. Las implicaciones de estos modelos para la redistribución son inmediatas: la redistribución fiscal debe acercarse a la redistribución percibida como justa a fin de atenuar la ineficacia de la redistribución directa, aliviando el gravamen sobre los salarios bajos y reorientándolo hacia los beneficios de las empresas y/o los salarios altos.

Tradiciones nacionales y desigualdades salariales

De modo más general, la teoría del capital humano, incluso aumentada con las manipulaciones de sindicatos y empleadores, se basa sobre la idea de que es posible medir a cada instante la contribución de cada tipo de calificación con la producción, y que el capital humano tiene siempre un fundamento objetivo medible. Los ejemplos de la discriminación y del capital humano específico ya mostraron que el mundo suele ser más complicado. De manera más general, la evaluación de la productividad de los distintos niveles de capital humano deja márgenes de variación importantes, en los cuales pueden expresarse diferentes percepciones de la desigualdad, propias de cada historia nacional particular.

Por ejemplo, como demuestra Rothemberg (1996), la desigualdad de los salarios aumenta cuando los asalariados consideran que sus empleadores tienen una elevada probabilidad de evaluar correctamente su productividad, ya que eso lleva a quienes fueron evaluados en forma más negativa a aceptar su destino, mientras que quienes fueron evaluados en forma más positiva hacen que la competencia entre en el juego y amenazan con irse. Este proceso totalmente descentralizado explica por qué los países anglosajones, donde la «fe en el capitalismo» se ha afianzado más desde los años setenta, son también los países en que las desigualdades salariales han aumentado más. Que el incremento de las desigualdades salariales observado en los Estados Unidos desde la década de 1970 haya tomado especialmente la forma de una verdadera explosión de las remuneraciones de los directivos (Goolsbee, 1997, Feenberg y Poterba, 2000) parece confirmar la pertinencia de dicha teoría: cuesta imaginar que la productividad real de estos ejecutivos se haya empeñado en progresar de modo tan intenso.

De la misma manera, es difícil explicar por qué Francia, con una brecha P90/P10 de 4,2 en 1967, era el país menos igualitario hacia fines de los años sesenta y a comienzos de los años setenta, sin hacer referencia a las especificidades y percepciones francesas en materia de desigualdades. Sin duda, este estado de situación no tiene que ver con una desigualdad del capital humano realmente superior en Francia en esa época. Incluso si nunca se aceptó demasiado en cuanto tal —según lo demuestra la ofendida reacción del gobierno francés en 1976 ante un informe de la OCDE que situaba a Francia a la cabeza de la desigualdad occidental al comienzo de la década de 1970—, este estado de cosas corresponde sin embargo muy bien a una forma exacerbada de «elitismo republicano», pronta a sobrestimar el verdadero abismo de productividad que separa al directivo egresado de una grande école[4] del obrero, cuando ambos tuvieron acceso a la escuela republicana, y cuando al mismo tiempo los estudios del alumno de la Polytechnique cuestan diez veces más que los del estudiante medio. Esta creencia francesa en la meritocracia educativa se expresa también en la enorme estabilidad de las brechas salariales una vez obtenido el título si, por ejemplo, se lo compara con la movilidad salarial en el curso de una vida, tanto más elevada en Alemania (Morrisson, 1996: 111), lo que es mucho más igualitario y, sin duda, más motivador.

Ciertamente, estos márgenes de variación nacionales son estrechos comparados con las grandes desigualdades históricas (véase más arriba). Sin embargo, constituyen las variaciones más llamativas para los observadores contemporáneos. Sobre todo, si bien se explican en ocasiones por verdaderas diferencias institucionales entre países —como lo muestran, por ejemplo, el sistema alemán de formación profesional y de gestión de la mano de obra o el elitismo de los gastos educativos en Francia—, muchas veces son amplificadas y deformadas por percepciones propias de cada sociedad; determinan las historias nacionales de la desigualdad en modo tal que la teoría pura del capital humano no puede explicarlas y que la redistribución fiscal apenas logra rozarlas superficialmente.

Además, hay que agregar, como han demostrado las investigaciones más recientes, que el fuerte aumento de las desigualdades salariales en los Estados Unidos desde la década de 1980 se corresponde en muy amplia medida con el progreso de las remuneraciones de los directivos, fenómeno espectacular difícil de explicar por la evolución de productividad relativa de las personas implicadas. Una explicación más verosímil es el aumento del poder de negociación de los ejecutivos y de su capacidad de establecer su propio salario, estimulados por la fuerte reducción de las tasas superiores de imposición sobre los muy altos ingresos, que alcanzaban o superaban el 70 u 80% en los Estados Unidos entre 1930 y 1980. Es un ejemplo interesante que da cuenta de cómo la fiscalidad puede tener un efecto poderoso en la formación de los salarios y las desigualdades antes de todo gravamen o transferencia (Piketty, 2013, Piketty, Saez y Stantcheva, 2014).