2. La desigualdad capital/trabajo
Desde la Revolución Industrial, y especialmente desde los trabajos de Karl Marx (1818-1883), la cuestión de la desigualdad social y la redistribución se plantea en principio en términos de oposición entre capital y trabajo, ganancias y salarios, empleadores y empleados. Así, la desigualdad se describe como la oposición entre los que poseen el capital, es decir, los medios de producción —por lo tanto, perciben su renta— y los que no lo poseen —y deben conformarse con los ingresos ligados a su trabajo—. En este sentido, la fuente principal de la desigualdad sería la desigual distribución de la propiedad del capital. Los dos términos de esta desigualdad fundamental —capitalistas y trabajadores— se conciben primero como grupos homogéneos, comparados con todo lo que se les opone: la desigualdad de los ingresos del trabajo se considera como secundaria. Esta visión de la desigualdad como una pura desigualdad capital/trabajo tuvo y tendrá, durante mucho tiempo todavía, un profundo impacto en la manera de concebir la desigualdad, incluso en países que no llegaron a abolir la propiedad privada del capital.
La atención particular que se concede a la desigualdad capital/trabajo no sorprende. En efecto, el simple hecho de que el capital reciba una parte positiva de los ingresos producidos parece contradecir los principios elementales de la justicia social y plantea de inmediato la cuestión de la redistribución. ¿Por qué los individuos que heredan un capital deberían disponer de unos ingresos vedados a quienes solo heredaron su fuerza de trabajo? En ausencia de toda eficacia de mercado, esto bastaría en amplia medida para justificar una redistribución pura de las ganancias del capital hacia los ingresos del trabajo, según la distinción entre redistribución pura y redistribución eficaz presentada en la Introducción. ¿Cómo encarar la cuestión del alcance y de las herramientas que se adaptan a esta redistribución pura del capital hacia el trabajo? ¿Qué nos enseña la historia sobre esta redistribución y el reparto del ingreso entre capital y trabajo?
Sin embargo, la cuestión de la redistribución capital/trabajo no se plantea por las consideraciones de pura justicia social. ¿Acaso la desigualdad de la distribución del capital entre individuos y entre países no solo es injusta sino también ineficaz ya que se reproduciría en el tiempo y limitaría las capacidades de los más pobres para invertir y alcanzar a los más ricos? En este caso, ¿qué herramientas de redistribución eficaz pueden permitir combatir esta desigualdad?
La parte del capital en el ingreso total
La pregunta que se plantea parece simple: dado que la producción nacional se obtiene a partir de cierta cantidad de capital (máquinas, equipamiento, etc.) y de cierta cantidad de trabajo (número de horas trabajadas), ¿cómo se determinan la parte de la retribución del capital (beneficios e intereses que obtienen las empresas y los dueños del capital) y también la parte de los ingresos del trabajo (salarios pagados a los trabajadores) en el ingreso total de las empresas? ¿Cómo la política pública de redistribución puede modificar este reparto? Este factor, y en especial la función que cumple el sistema de precios del capital y del trabajo en ese reparto, reside en el origen de los conflictos intelectuales y políticos más intensos, especialmente entre los economistas.
La cuestión de la sustitución capital/trabajo
Supongamos primero que la tecnología que permite obtener la producción nacional a partir de las cantidades disponibles de capital y trabajo se caracteriza por lo que los economistas denominan coeficientes fijos: para producir 1 unidad de bien, hay que utilizar exactamente 1 unidad de capital y n unidades de trabajo. En otras palabras, para utilizar en forma correcta una máquina dada, se necesitan exactamente n trabajadores, ni más ni menos.
Planteada en estos términos, vemos que la cuestión de la distribución del ingreso entre capital y trabajo es de pura naturaleza distributiva: se trata simplemente de distribuir la unidad producida entre los dos factores de producción que son el capital y el trabajo —es decir, entre el dueño de la máquina y los n trabajadores—, con independencia del proceso de producción mismo. Las fuerzas de mercado y el sistema de precios no desempeñan función asignativa alguna desde el punto de vista de las elecciones de uso de los factores de producción en el nivel macroeconómico —es decir, en el nivel de la economía tomada en su conjunto—, ya que con prescindencia de cuáles sean los precios pagados por la empresa para cada unidad de capital y trabajo, de todos modos será necesario utilizar 1 máquina y n trabajadores para producir una unidad de bien. En especial, el volumen total de empleo es fijo: está completamente determinado por el stock de capital disponible; es decir, por las capacidades de producción de la economía. Ante la falta de políticas públicas de redistribución, el reparto efectivo del ingreso entre capital y trabajo dependerá, por ejemplo, del poder de negociación de los sindicatos, de las capacidades de los empleadores de apropiarse de una amplia parte de ese ingreso o, de modo más general, del estado de las relaciones de fuerzas entre capitalistas y trabajadores en ese momento. Pero el hecho esencial que importa aquí es que los precios pagados al capital y al trabajo no tendrán consecuencia alguna sobre el nivel de producción y el volumen de empleo. El reparto del ingreso entre capital y trabajo pone en juego un puro conflicto distributivo.
En estas condiciones, es irrelevante saber cómo se efectúa la redistribución capital/trabajo: el problema de las herramientas de la redistribución no se plantea. Es del todo equivalente redistribuir el ingreso hacia el trabajo al aumentar el salario que pagan las empresas para cada trabajador —por ejemplo, al elevar el salario mínimo legal o apoyar las reivindicaciones de aumentos salariales por parte de los sindicatos— o bien redistribuir el ingreso hacia el trabajo al aumentar los impuestos que gravan el capital para financiar una transferencia fiscal hacia cada trabajador (o para disminuir los impuestos que pesan sobre los trabajadores). Estas dos herramientas de redistribución, la redistribución directa de salarios y beneficios pagados por las empresas, y la redistribución fiscal que pasa por los impuestos y transferencias, sin inmiscuirse de modo directo en la distribución (llamada «primaria») efectuada por las empresas, son por completo equivalentes, ya que de todos modos las cantidades de capital y trabajo utilizadas y el nivel global de producción son fijos.
Por supuesto, la inquietud de preservar las capacidades e incentivos de las empresas y los propietarios del capital para invertir y acumular capital —y, por lo tanto, para aumentar las capacidades futuras de producción de la economía— puede limitar la envergadura de la redistribución capital/trabajo deseable para los trabajadores. Pero esta objeción, cuyo alcance práctico se examinará más adelante, se aplica de la misma manera a cualquier tentativa de disminuir la proporción del capital en el ingreso total, ya se apoye sobre la redistribución directa, ya sobre la redistribución fiscal. Dado que el reparto capital/trabajo es pura cuestión de distribución, poco importa cómo se efectúe; solo interesa el resultado.
El concepto de sustitución capital/trabajo
Se obtendrían conclusiones diferentes si fuera posible variar las proporciones de capital y de trabajo utilizadas en el proceso de producción. Supongamos ahora que, para emplear 1 unidad de capital, no es indispensable tener exactamente n unidades de trabajo, y que, si se aumenta el número de unidades de trabajo utilizadas, igualmente podemos producir un poco más, gracias a que ciertas tareas realizadas por máquinas pueden ser también realizadas por trabajadores. De manera más general, incluso si es imposible utilizar con eficacia más de n trabajadores por máquina en una empresa dada para una producción dada, otras empresas, eventualmente en otros sectores de la economía, pueden utilizar técnicas menos intensivas en capital y más intensivas en trabajo. Por ejemplo, el sector de servicios, que suele utilizar más trabajo y menos capital que la industria, puede ganar en importancia, de modo que, para un stock de capital dado, aumente el volumen total del empleo en el nivel de la economía entera. Así, la posibilidad de sustituir capital por trabajo —y viceversa— no se limita a una pura oportunidad tecnológica, sino que, en igual medida y en especial, mide las oportunidades de transformación estructural de los modos de producción y de consumo para la sociedad en su conjunto.
Si es posible esa sustitución entre capital y trabajo, el sistema de precios del capital y del trabajo puede desempeñar una importante función asignativa para decidir las cantidades de los dos factores de producción que utilizar en el nivel macroeconómico, en contraposición con el caso de la tecnología de coeficientes fijos. Dentro de una economía de mercado, las empresas elegirán contratar más trabajadores, en la medida en que esto les reporte más dinero que gastos; por lo tanto, en la medida en que la productividad marginal del trabajo —que se define como la producción adicional obtenida al utilizar una unidad suplementaria de trabajo pero conservando la misma cantidad de capital— sea superior al precio del trabajo, que se define por los costos —salario, cargas sociales, premios, etc.— que las empresas deben pagar para emplear un trabajador suplementario.
Esto también sucede con el capital. Se mide el precio del capital por los costos (remuneraciones abonadas a los dueños en forma de intereses o dividendos, desgaste y mantenimiento del capital, etc.) que las empresas deben pagar para utilizar una unidad de capital suplementaria. Del mismo modo, las empresas de los sectores intensivos en trabajo se desarrollarán tanto más fácilmente en comparación con las empresas de los sectores intensivos en capital si el precio del trabajo es débil respecto del precio del capital, ya que la demanda de los consumidores de bienes intensivos en trabajo aumentará si su precio es débil (y a la inversa). En otras palabras, las cantidades de capital y trabajo utilizadas por la economía de mercado —y, por lo tanto, especialmente el nivel de producción y el volumen de empleo— dependerán del nivel de los precios del capital y del trabajo: los precios tienen una función asignativa y no solo distributiva.
Esta concepción del reparto capital/trabajo y del papel que desempeña el sistema de precios se centra en la idea de ajustes permanentes entre las cantidades de capital y trabajo utilizadas por las empresas en función de los precios que afrontan; por lo tanto, se centra en particular en la noción de productividad marginal de los factores de producción. Fue introducida de modo explícito por primera vez por los economistas llamados marginalistas en la década de 1870; estos se oponían a los economistas clásicos del siglo XIX, tales como David Ricardo o Karl Marx, cuyo razonamiento se inscribía de manera implícita en una tecnología de coeficientes fijos en la cual el stock de capital disponible determina por completo las capacidades de producción y el nivel de empleo de la economía, y en la cual el reparto capital/trabajo se liga con un puro conflicto distributivo. Esta oposición entre la teoría clásica y la teoría marginalista del reparto capital/trabajo se nota en especial durante los años 1950-1960 en la «Controversia de los dos Cambridge» entre los economistas de Cambridge (Reino Unido), que insistían en el aspecto esencialmente distributivo de este reparto y el papel del poder de negociación, y los de Cambridge (Massachusetts), que defendían la idea de la función asignativa de los precios del capital y del trabajo, en especial con los trabajos de Robert Solow sobre la función de producción agregada, representación sintética de las posibilidades de sustitución de diferentes cantidades de capital y de trabajo en el nivel de la economía toda.
¿Redistribución «directa» o redistribución «fiscal»?
¿Cuáles serían las consecuencias de una redistribución de ese tipo de sustitución posible entre capital y trabajo? Si se busca redistribuir las ganancias del capital hacia el ingreso del trabajo al aumentar el salario que las empresas pagan por cada trabajador —y, por lo tanto, aumentar el precio del trabajo—, eso hará que las empresas y la economía en su conjunto utilicen menos trabajo y más capital, y, luego, que el volumen de empleo baje y la parte del trabajo en el ingreso total aumente menos de lo que hubiera indicado la suba salarial inicial. El hecho fundamental es que esto no habría ocurrido con la redistribución fiscal (véase más arriba): si se hubieran gravado los beneficios de las empresas —o las ganancias del capital pagadas por las empresas a los hogares capitalistas— habría sido posible financiar en forma de transferencia fiscal o de rebaja impositiva la misma redistribución para cada trabajador que en el caso del aumento salarial, sin aumentar el precio del trabajo pagado por las empresas y sin detonar esta sustitución capital/trabajo nefasta para el trabajo.
La diferencia esencial entre estos dos tipos de redistribución es que la contribución de las empresas con la redistribución no se calcula igual en los dos casos: la redistribución directa exige que las empresas contribuyan con la redistribución en proporción con el número de trabajadores empleados, mientras que en el caso de la redistribución fiscal la contribución exigida de las empresas depende solo de su nivel de ganancias, sean cuales fueren las cantidades de capital y trabajo utilizadas para producirlas. Así, la redistribución fiscal permite separar el precio del trabajo pagado por las empresas del precio recibido por los trabajadores; con eso, se preserva la función asignativa del sistema de precios a la vez que se redistribuyen los ingresos. En cambio, con la redistribución directa estos dos precios son necesariamente iguales, tanto que la redistribución se hace al costo de consecuencias asignativas nefastas.
Este razonamiento ilustra el interés de distinguir entre la cuestión de las herramientas de la redistribución y la cuestión de su alcance: sea cual fuere el alcance de la redistribución deseada, la redistribución fiscal es superior a la redistribución directa, en cuanto uno se sitúa en el marco de una economía de mercado en la que existen posibilidades de sustitución entre capital y trabajo. Esto muestra también que no todas las redistribuciones puras se parecen: algunas son más eficaces que otras, porque permiten mejorar en iguales proporciones las condiciones de vida de los trabajadores, sin disminuir el volumen de empleo. El mensaje central es que, para juzgar los efectos de una redistribución, no hay que limitarse a mirar quién paga: hay que considerar también la incidencia de la redistribución propuesta sobre el conjunto del sistema económico.
De la misma manera, no todas las redistribuciones fundadas sobre gravámenes y transferencias se parecen: no podemos limitarnos a mirar quién paga determinado tributo para deducir las consecuencias de la redistribución operada. Hay que estudiar la incidencia fiscal de ese tributo. Por ejemplo, aumentar las cargas sociales pagadas por las empresas para cada trabajador determina un incremento del precio del trabajo, a menos que las empresas bajen los salarios y compensen así el aumento de cargas sociales, lo que reduciría a nada la redistribución capital/trabajo; en cambio, aumentar el impuesto a las ganancias de las empresas o las ganancias repartidas en los hogares no aumenta el precio del trabajo para las empresas, y así permite financiar de manera más eficaz los mismos gastos y transferencias sociales que las cargas sociales. No todos los impuestos pagados por las empresas producen efectos idénticos en términos de redistribución efectiva: para que la incidencia final de un tributo pese realmente sobre el capital, es necesario que su monto dependa del nivel de capital utilizado o del ingreso que vaya al capital.
La lógica de este razonamiento ilustra también un resultado central de la teoría económica contemporánea: si uno se sitúa en una perspectiva de redistribución pura, en que la redistribución se justifica por consideraciones de pura justicia social y no por una supuesta ineficacia del mercado, entonces esta redistribución debe efectuarse por medio de impuestos y transferencias fiscales, y no mediante una tentativa de manipulación del sistema de precios. Es una idea muy general: por ejemplo, redistribuir por medio de transferencias fiscales que permitan a los más pobres afrontar precios más altos resulta más eficaz que instaurar un control de precios, ya que este último llevaría a penurias y racionamiento. Volveremos a encontrar esta idea en el análisis de la desigualdad y de la redistribución de los ingresos del trabajo (véase cap. 3).
La noción de elasticidad de sustitución capital/trabajo
Sin embargo, en el caso particular de la redistribución capital/trabajo, el alcance de este resultado de superioridad de la redistribución fiscal sobre las manipulaciones de la redistribución directa depende del alcance cuantitativo de esta posibilidad de sustitución capital/trabajo; por lo tanto, depende de la importancia de la función asignativa que desempeña el sistema de precios. Nadie defiende la idea de que las oportunidades de sustitución entre capital y trabajo sean completamente nulas. La cuestión es saber si los márgenes de variación de las combinaciones de capital y trabajo utilizable en el nivel macroeconómico, así como la influencia que los precios del capital y del trabajo pueden tener sobre ellos, son suficientemente importantes para que la redistribución fiscal sea, en verdad, superior a la redistribución directa y la cuestión de las herramientas de la redistribución capital/trabajo sea, en verdad, pertinente. En efecto, si esta posibilidad de sustitución capital/trabajo es débil, una ventaja de la redistribución directa es su transparencia y su simplicidad: ¿por qué dejar que el mercado fije los ingresos acordados al capital y al trabajo e implementar un sistema complejo de gravámenes y transferencias para redistribuirlos si se podría obtener un resultado similar con solo imponer directamente a las empresas el reparto que se estima justo?
Para medir la importancia de esta sustitución capital/trabajo y de la función asignativa que desempeña el sistema de precios, los economistas recurren a la noción de elasticidad de sustitución entre capital y trabajo. Esta mide en qué proporción las empresas desean bajar la cantidad de capital que utilizan en relación con la del trabajo cuando el precio del capital aumenta el 1% respecto del precio del trabajo. Esta elasticidad considera no solo las elecciones de las empresas tomadas de manera aislada (por ejemplo, una empresa puede despedir trabajadores si el precio del trabajo aumenta, y a la inversa), sino también —y sobre todo— el conjunto de las consecuencias en el nivel macroeconómico de estas decisiones individuales (por ejemplo, un sector intensivo en trabajo puede ser impulsado a desarrollarse y contratar nuevos trabajadores en forma menos rápida si el precio del trabajo aumenta, y a la inversa; véase más arriba).
Una elasticidad elevada significa que para la economía en su conjunto es fácil reemplazar capital por trabajo, y a la inversa si es necesario: por eso se dice que capital y trabajo son en gran medida sustituibles. Si la elasticidad es superior a 1, entonces un aumento de 1% del salario lleva a una disminución superior a 1% de la cantidad de trabajo utilizado, tanto que la parte del trabajo en el ingreso total es constante, sean cuales fueren los precios del trabajo y del capital. Esto corresponde al caso de una función de producción del tipo Cobb-Douglas, del nombre de los inventores de este caso particular en la década de 1920; ellos, luego de estudiar el reparto ganancias/salarios en la industria estadounidense y australiana, concluyeron que esto les permitiría dar cuenta correctamente de lo que observaban (véase un balance póstumo en Douglas, 1976). Más adelante veremos en qué medida los hechos observados y los estudios disponibles en la década de 1990 permiten confirmar este análisis (véase más abajo). A la inversa, una elasticidad inferior a 1 significa que uno se acerca al caso de la tecnología de coeficientes fijos; es decir, que las productividades marginales del capital y del trabajo se vuelven muy débiles pronto, apenas uno se aleja de la norma de n trabajadores por máquina, y por ende que la parte del capital en el ingreso total disminuye y la parte del trabajo aumenta cuando el precio del trabajo aumenta. El caso extremo de coeficientes completamente fijos corresponde al caso en que la elasticidad de sustitución es igual a 0: no es posible brecha alguna con respecto a la necesidad de los n trabajadores por máquina. Entonces el reparto capital/trabajo vuelve a ser el puro problema de distribución y conflicto distributivo descripto por la teoría clásica (véase más arriba).
Los debates que generó en Europa el desempleo de las décadas 1980 y 1990 dejan en evidencia el desafío político de esta cuestión de la elasticidad de sustitución capital/trabajo. Y muchos observadores han sugerido que el considerable aumento de los tributos que gravan el trabajo (en especial, cargas sociales) y la disminución de los que gravan el capital (rebaja del impuesto a las ganancias, exenciones para muchas rentas de capital de las familias) contribuyeron a aumentar el desempleo en Europa desde los años setenta. De hecho, encarecieron el costo del trabajo y propiciaron que las empresas utilizaran más capital y menos trabajo: al menos no las incentivaron lo suficiente para utilizar más trabajo y castigaron el desarrollo de los sectores intensivos en mano de obra. De ahí las propuestas que consisten en transferir una parte de las retenciones que gravan el trabajo hacia el capital, por ejemplo haciendo pagar a las empresas cargas patronales no solo sobre la base de su masa salarial, sino también sobre la base de sus ganancias, o ampliando la base de las cargas salariales a las ganancias del capital para que tengan menor incidencia en el trabajo, por ejemplo con la CSG [Contribution Sociale Généralisée —Contribución Social Generalizada] en Francia. La pertinencia práctica de tales propuestas depende por completo de la importancia cualitativa de la posibilidad de sustituir capital/trabajo. Si la elasticidad de sustitución capital/trabajo es elevada, entonces dichas propuestas efectivamente permiten financiar los mismos gastos sociales y a la vez generar fuentes de trabajo; de esta manera se logra una redistribución más eficaz. Pero si esta elasticidad es débil, entonces estas propuestas de reformas fiscales son ilusorias. Y si en verdad se desea que el capital pague más, ¿por qué no aumentar los salarios —lo que de todas maneras no cambiaría nada en el volumen de empleo, ya que este último es fijo—, en lugar de inventar nuevos impuestos para reemplazar las cargas sociales?
La elasticidad de la oferta de capital
Así, la elasticidad de sustitución capital/trabajo es el parámetro fundamental para evaluar las herramientas de la redistribución de dichos factores. Sin embargo, este parámetro no permite juzgar el alcance de la redistribución deseable desde el punto de vista de los trabajadores. En efecto, la redistribución directa, así como la fiscal, deben tener en cuenta los efectos de la redistribución capital/trabajo en el stock futuro de capital de la economía. Una disminución en la parte del capital en el ingreso total —ya sea causada por un aumento de los impuestos sobre el capital o por un alza del precio del trabajo pagado por las empresas— puede reducir las capacidades de las empresas para financiar nuevas inversiones, tanto como el incentivo de los hogares que poseen medios para ahorrar y colocar sus ahorros en las empresas.
En la práctica, ¿cuál es la importancia de estos efectos negativos de la redistribución capital/trabajo en el ahorro y la acumulación del capital? La posición extrema tradicional sostiene que estos efectos son tan importantes que el verdadero interés de los trabajadores es que no haya ninguna amputación de las ganancias del capital, ya que toda distribución capital/trabajo siempre termina por disminuir tanto la cantidad de capital disponible como la productividad del trabajo. Por lo tanto, los salarios, incluso aumentados con las transferencias fiscales financiadas por la redistribución, también disminuyen (Judd, 1985, Lucas, 1990b). En ese caso, una concepción pragmática de la justicia social, ilustrada en especial por la regla «maximin» rawlsiana (véase Introducción), llevaría a la conclusión de que el Estado no debería implementar distribución alguna de capital/trabajo, ya sea directa o fiscal: cualquier tentativa de reducir la desigualdad terminaría por volverse en contra de los menos favorecidos y, por lo tanto, no sería justa. De esta manera, la política pública de redistribución debería concentrarse en la desigualdad de los ingresos del trabajo y olvidar la cuestión de la desigualdad capital/trabajo.
Este escenario es posible desde el punto de vista lógico, pero los estudios empíricos disponibles no lo confirman. Para medir estos efectos, se acude a la noción de elasticidad de la oferta de capital. Esta mide en qué porcentaje disminuye la oferta de capital —es decir, la cantidad de ahorro que los hogares deciden invertir en las empresas— cuando la tasa de remuneración del capital invertido baja de 1%. Sin embargo, en general, las estimaciones empíricas de esta elasticidad concluyen que esta última es cercana a 0: la voluntad de preservar un ingreso futuro suficiente, compensando la baja de la tasa de remuneración mediante un ahorro más importante, parece en la práctica equilibrar, incluso dominar, el hecho de que una tasa de remuneración más débil vuelve el consumo inmediato más atractivo que el ahorro y el consumo futuro. En el lenguaje de los economistas, se dice que el efecto ingreso compensa el efecto de sustitución entre consumo presente y consumo futuro (Atkinson y Stiglitz, 1980: caps. 3-4). De hecho, los períodos en que las tasas de interés fueron elevadas y se rebajó el impuesto a las ganancias del capital, como ocurrió en las décadas de 1980 y 1990, no se caracterizaron por tasas de ahorro especialmente altas, por el contrario. En tanto la elasticidad de la oferta del capital sea en verdad nula (o débil) —es decir, mientras el stock de capital disponible no dependa (o dependa muy poco) del alcance de la redistribución—, la redistribución fiscal permite, y la justicia social recomienda, una redistribución capital/trabajo lo más amplia posible. En el caso en que la elasticidad de sustitución capital/trabajo no sea despreciable, no podría realizarse de manera eficaz una redistribución tan ambiciosa por medio de la redistribución directa, ya que esta última reduciría inútilmente el volumen de empleo (véase más arriba).
Sin embargo, es verdad que estas estimaciones de la elasticidad de la oferta de capital solo miden una parte de los efectos negativos potenciales de la redistribución, ya que en la práctica solo una parte de la inversión proviene en forma directa del ahorro de los hogares: una parte importante, a menudo mayoritaria, proviene en forma directa de las ganancias de las empresas que no se distribuyeron a accionistas o acreedores, ya que esta inversión interna suele ser menos pesada y más eficaz que el llamamiento al ahorro externo. Entonces sería necesario considerar los efectos de la redistribución capital/trabajo sobre la estructura financiera de las empresas y su capacidad para invertir de manera interna para tener una estimación global de la elasticidad de la oferta de capital y, por lo tanto, del alcance de la redistribución óptima desde el punto de vista de la justicia social.
Una objeción más sustancial es que, aunque la elasticidad de la oferta del capital sea realmente débil, gravar las ganancias del capital plantea problemas considerables en un mundo en que el ahorro y la inversión circulan a través de las fronteras, en que los Estados eligen su nivel de redistribución con independencia unos de los otros y en que cada uno intenta atraer la mayor cantidad de inversiones. Este mecanismo de competencia fiscal hace que la oferta de capital sea muy elástica para cada Estado tomado de manera aislada, aun cuando para el conjunto de los países considerados la verdadera elasticidad de la oferta de capital sea débil. De hecho, la falta de coordinación entre Estados explica en gran parte por qué la imposición de las ganancias del capital se alivió notoriamente en todos los países europeos durante las décadas de 1980 y 1990. Solo el federalismo fiscal —es decir, la imposición del capital en un nivel geográfico y político lo más amplio posible— permitiría implementar la redistribución capital/trabajo óptima desde el punto de vista de la justicia social.
¿Son necesarios los capitalistas y el sistema de precios?
Si se pudiera medir de manera precisa la elasticidad de sustitución capital/trabajo y la elasticidad de la oferta de capital, entonces en principio sería posible determinar las herramientas y el alcance de la redistribución capital/trabajo óptima desde el punto de vista de los trabajadores. Sin embargo, el conflicto intelectual y político respecto de esta redistribución no puede reducirse a la medición de estas elasticidades. En efecto, este marco conceptual supone la aceptación de las reglas de la economía de mercado y de la función asignativa de su sistema de precios. Esto es evidente para el caso de la elasticidad de la oferta de capital (¿por qué deberíamos aceptar el chantaje de los hogares capitalistas que no ahorran cuando la remuneración del capital les parece insuficiente?); pero también es importante para la elasticidad de sustitución capital/trabajo: ¿por qué las empresas deberían utilizar más capital y menos trabajo si el precio del trabajo aumenta en relación con el del capital? ¿No bastaría con prohibirles a las empresas que reduzcan personal, o tan solo exigir de ellas una conducta individual más acorde a los objetivos colectivos de empleo y de justicia social, a través de comités de empresas y opiniones públicas vigilantes? Aceptar la función asignativa del sistema de precios y proclamar, por ejemplo, la superioridad de la redistribución fiscal sobre las manipulaciones de la redistribución directa (véase más arriba) equivale a decir que solo el egoísmo individual le permite a un sistema económico complejo decidir correctamente cómo asignar sus recursos. Ahora bien, precisamente el rechazo de este fatalismo y la esperanza de que existan otros modos más solidarios de organización económica caracterizan la actitud tradicional de la izquierda respecto del mercado y la desigualdad social en general, y de la redistribución capital/trabajo en especial, y son lo que sigue manteniendo este escepticismo de izquierda respecto de la fiscalidad como herramienta privilegiada de la justicia social. Encontramos este mismo escepticismo en el caso de la desigualdad y la redistribución de los ingresos del trabajo (véase cap. 3).
Por ejemplo, es este rechazo de entrar en la lógica del sistema de precios y de la redistribución fiscal, más que la creencia en que las posibilidades de sustitución capital/trabajo de hecho serían irrelevantes en el nivel macroeconómico, lo que explica el escaso entusiasmo, o la franca hostilidad, que encontramos en gran parte de la izquierda y el movimiento sindical europeo del período 1980-1990 ante las propuestas de reforma fiscal que apuntaban a disminuir los impuestos que gravaban el trabajo, como por ejemplo aquellas en materia de CSG en Francia (véase más arriba). En efecto, estas propuestas se basan sobre la idea de que si la cantidad disponible de trabajo es muy elevada, un precio bajo del trabajo y un precio alto del capital tal vez no sea la peor manera de incentivar a las empresas a utilizar menos capital y más trabajo, y a los consumidores a consumir más bienes intensivos en trabajo y menos bienes intensivos en capital. ¿Cómo podría ser de otra manera en un mundo en que se producen y consumen tan variados bienes y servicios, cuya exacta composición en capital y trabajo suele ser tan difícil de determinar? En otras palabras, los precios funcionan como una señal que comunica a los distintos actores económicos información que sería difícil transmitir con eficacia en su ausencia, como lo pone de manifiesto el fracaso —admitido en forma unánime— de la planificación centralizada. Pero la cuestión es lo bastante compleja y la aceptación fatalista del egoísmo individual lo bastante triste como para que esta lógica no genere siempre unanimidad.
Así, se ve que en gran medida este debate respecto del sistema de precios, del egoísmo individual y de otros modos posibles de organización económica, al poner en juego esperanzas e interrogantes que hechos observados en el pasado jamás permitirán despejar por completo, se sitúa en un nivel distinto al de la cuestión de la estimación empírica de las elasticidades de la oferta de capital y de sustitución capital/trabajo; en especial, se sitúa en un nivel distinto al de la polémica entre teoría clásica y teoría marginalista sobre el reparto capital/trabajo (véase más arriba). Sin embargo, estos dos debates no siempre fueron del todo independientes. En efecto, una débil elasticidad de sustitución capital/trabajo vuelve menos útil el sistema de precios (véase más arriba). Si el modo de producción capitalista consiste simplemente en emparejar cantidades fijas de capital y trabajo, en poner n trabajadores en una máquina, ¿para qué sería necesario el dueño de la máquina? Si este último solo está para tomar su diezmo, daría igual suprimirlo y a la vez colectivizar los medios de producción. En cuanto al ahorro, bastaría retener una parte suficiente del ingreso nacional para aumentar el stock de máquinas y emparejarlas con la cantidad adecuada de trabajadores: para esto no se necesitan capitalistas. Obviamente esa fue la conclusión de Marx al observar a su alrededor esta temible sencillez del modo de producción capitalista. A la inversa, insistir en las posibilidades de sustitución entre capital y trabajo, como hacen los economistas marginalistas, equivale a poner el acento sobre la complejidad de la economía moderna y a introducir la existencia de opciones, que por cierto alguien debe realizar. Esto permite introducir la legitimidad del sistema de precios y la propiedad privada, a falta de otro sistema que permita regular dichos problemas asignativos complejos. Así, el debate sobre la sustitución capital/trabajo muchas veces se presentó como un debate más general acerca de la legitimidad del capitalismo y del sistema de precios, ya sea en las discusiones que opusieron a Marx con los economistas marginalistas durante las décadas de 1870 y 1880, ya sea durante la controversia de los dos Cambridge durante las décadas de 1950 y 1960 (véase más arriba).
Esta confusión entre distintos debates es comprensible, aunque perjudicial. Por supuesto, la legitimidad del sistema de precios no debe reducirse a la cuestión de la sustitución capital/trabajo, siquiera porque el sistema de precios puede desempeñar un papel útil para decidir qué bienes y servicios producir, incluso en ausencia de toda posibilidad de sustitución capital/trabajo importante en el nivel macroeconómico. A la inversa, la cuestión de la sustitución capital/trabajo no determina ni prevé el alcance de la redistribución capital/trabajo (véase más arriba): en el marco de una economía de mercado, el verdadero desafío de la disputa entre teoría clásica y teoría marginalista del reparto capital/trabajo es la oposición entre redistribución directa y redistribución fiscal.
¿Un compromiso entre teorías de corto y de largo plazo?
Los hechos observados, y en particular la historia del reparto capital/trabajo, ¿permiten que hagamos avanzar este debate entre teoría clásica y teoría marginalista?
El paso desde las nociones teóricas de ingreso nacional, ganancia y salario, capital y trabajo, a las nociones empíricas encontradas en las fuentes estadísticas de las cuentas nacionales no siempre es sencillo (véase recuadro «La medición de la parte del capital»). Sin embargo, una vez superadas estas dificultades, se observa una regularidad empírica muy llamativa, que ya en 1930 Keynes consideraba la mejor fundamentada de toda la ciencia económica.
En efecto, la tabla 8 muestra que la proporción de las ganancias y la de los salarios en un período de setenta y cinco años y en tres países con historias nacionales muy diferentes —en materia social, sobre todo— son, en esencia, constantes: la proporción de los salarios jamás desciende para situarse en menos del 60%, nunca sube más allá de un 71%, con valores que suelen rondar el 66-68%, y a lo largo del tiempo es imposible detectar la mínima tendencia sistemática de aumento o disminución de la parte de los salarios. La distribución ganancias/salarios parece gravitar siempre alrededor de un reparto que otorga un tercio del ingreso al capital y dos tercios al trabajo.
Tabla 8. El reparto del valor agregado de las empresas entre capital y trabajo en los Estados Unidos, Francia y el Reino Unido de 1920 a 1995 (en %)
Estados Unidos |
Francia |
Reino Unido |
||||
Capital |
Trabajo |
Capital |
Trabajo |
Capital |
Trabajo |
|
1920 |
35,2 |
64,8 |
33,7 |
66,3 |
38,1 |
61,9 |
1925 |
35,1 |
64,9 |
34,9 |
65,1 |
38,1 |
61,9 |
1930 |
37,9 |
62,1 |
32,5 |
67,5 |
38,1 |
61,9 |
1935 |
32,9 |
67,1 |
30,5 |
69,5 |
35,8 |
64,2 |
1940 |
36,9 |
63,1 |
31,3 |
68,7 |
36,3 |
63,7 |
1945 |
30,9 |
69,1 |
||||
1950 |
34,9 |
65,1 |
37,8 |
62,2 |
33,2 |
66,8 |
1955 |
34,9 |
65,1 |
34,1 |
65,9 |
32,5 |
67,5 |
1960 |
32,9 |
67,1 |
34,4 |
65,6 |
31,2 |
68,8 |
1965 |
35,9 |
64,1 |
32,4 |
67,6 |
32,5 |
67,5 |
1970 |
30,9 |
69,1 |
33,6 |
66,4 |
32,4 |
67,6 |
1975 |
30,9 |
69,1 |
29,7 |
70,3 |
28,3 |
71,7 |
1980 |
33,9 |
66,1 |
28,3 |
71,7 |
29,2 |
70,8 |
1985 |
34,0 |
66,0 |
32,0 |
68,0 |
32,2 |
67,8 |
1990 |
33,8 |
66,2 |
37,6 |
62,4 |
28,2 |
71,8 |
1995 |
33,5 |
66,5 |
39,7 |
60,3 |
31,5 |
68,5 |
Nota: Véase recuadro «La medición de la parte del capital».
Fuente: Para el período 1980-1995, OCDE (1996: A27); para el período 1920-1975, Estados Unidos: Atkinson (1983: 202) y Duménil y Lévy (1996: apéndice estadístico), Francia: INSEE (1994: 84-153); cálculos del autor a partir de las series cse, ebe, idve y mse; Reino Unido: Atkinson (1983: 201).
Del reparto del valor agregado a los ingresos de los hogares
Precisemos primero el vínculo entre esta distribución 1/3-2/3 del ingreso entre capital y trabajo y la distribución de los ingresos de los hogares descripta en el capítulo 1. La tabla 8 representa la distribución del ingreso primario entre trabajo y capital; es decir, la suma de todos los salarios y remuneraciones brutos efectivamente pagados por las empresas a sus trabajadores —incluidas las cargas sociales— y la suma de las ganancias brutas o excedente bruto de explotación —es decir, todo lo que les queda a las empresas luego de pagar a sus trabajadores (véase recuadro «La medición de la parte del capital»)—. Por lo tanto, la relación con la distribución de los ingresos disponibles efectivamente percibidos por los hogares es compleja. Por ejemplo, una parte importante de las sumas que aparecen en las columnas «Trabajo» de la tabla 8, de hecho, son cargas sociales que reaparecen en forma de jubilaciones y transferencias sociales en los ingresos disponibles de los hogares de la tabla 1. Así, y en especial, las ganancias de las empresas no se distribuyen en los hogares capitalistas que poseen sus acciones u obligaciones: una parte importante de estas ganancias brutas, a menudo más de la mitad, es conservada por las empresas para compensar la depreciación del capital (cerca del 10% del valor agregado, en promedio) y realizar nuevas inversiones sin recurrir a capitales externos.
También hay que considerar los impuestos pagados por las empresas sobre sus ganancias antes de la distribución a los accionistas. Sin embargo, este último factor tiene una importancia limitada, ya que, si bien la tasa impositiva de las ganancias sea en la mayoría de los países occidentales del orden del 40-50%, las recaudaciones del impuesto a las ganancias no suelen superar el 2,5-3% del PBI, e incluso alcanzan el 1,5% del PBI en Francia en los años noventa, ¡aunque la proporción del capital en el valor agregado sea más elevada que en otros países (OCDE, 1995: 78)! La razón es que la noción de ganancia imponible es mucho más restrictiva que la noción de excedente bruto de explotación, ya que, antes de calcular su ganancia imponible, las empresas pueden deducir no solo el valor estimado de la depreciación de su stock de capital, sino también los intereses pagados a los acreedores, las provisiones por riesgos anticipados que tendrán que afrontar, etc. Por lejos, es la base fiscal con más «agujeros» de todo el sistema fiscal moderno, al igual que la base fiscal de las ganancias del capital percibidas por los hogares, que en su mayoría gozan de exenciones y exoneraciones de todo tipo.
Por último, también hay que considerar el hecho de que una parte importante de los salarios recibidos por los hogares y que aparecen en la columna «salarios» de la tabla 1 en realidad son pagados por las administraciones públicas a partir de ingresos que provienen del ingreso bruto del capital (como el impuesto a las ganancias) o sobre todo del conjunto del valor agregado de las empresas (como el TVA francés [Taxe sur la valeur ajoutée —Impuesto al Valor Agregado]). Esto lleva a aumentar la proporción de los salarios con respecto a la de las ganancias del capital en los ingresos percibidos por los hogares, en comparación con el reparto capital/trabajo del valor agregado de las empresas. Todos estos factores explican que, en función de una parte de las ganancias brutas del orden del 32-34% del valor agregado de las empresas, se descienda a una proporción de las ganancias del capital efectivamente percibidas por los hogares típicamente en el orden del 10% del ingreso total de los hogares (véase cap. 1).
La medición de la parte del capital
¿Cómo se miden las proporciones de ganancias y salarios? El producto de las ventas de las empresas a los consumidores y a las otras empresas siempre sirve para pagar tres tipos de costos diferentes, que se descomponen de la siguiente manera:
El producto de los consumos intermedios; es decir, los bienes y servicios que las empresas compraron a otras empresas y que consumen para producir sus propios bienes y servicios, en oposición a las máquinas y equipamientos que no se renuevan cada año y que constituyen el capital de la empresa.
La remuneración de los asalariados, que incluye los salarios netos efectivamente percibidos por los asalariados, las cargas sociales llamadas salariales, que se deducen en forma directa del recibo de sueldo de los asalariados (la suma del salario neto y las cargas sociales salariales es igual al salario bruto), así como las cargas sociales llamadas patronales que están a cargo de los empleadores. Este agregado representa el conjunto del ingreso bruto del trabajo, o más sencillamente el ingreso del trabajo.
El resto del producto de las ventas una vez que los dos primeros costos fueron pagados se llama entonces «excedente bruto de explotación» (EBE). En general es mucho más elevado que la ganancia de la empresa en sentido estricto, ya que el EBE sirve para pagar no solo los dividendos de los accionistas sino también los intereses de los créditos contraídos, el impuesto a las ganancias, así como el reemplazo de las máquinas y equipamientos usados —es decir, la depreciación del capital, o amortización—. Esta sumatoria representa el conjunto del ingreso bruto del capital o, de modo más sencillo, ganancia del capital.
El valor agregado de la empresa se define como la diferencia entre el producto de las ventas y el costo de los consumos intermedios. Por eso, el valor agregado es igual a la suma del ingreso del trabajo y las ganancias del capital. Cuando se calcula la proporción de las ganancias y la de los salarios, en realidad se calcula la parte de las ganancias del capital y la parte del ingreso del trabajo en porcentajes del valor agregado; es decir, se deja de lado la parte de los consumos intermedios. Este olvido es muy legítimo, ya que los consumos intermedios comprados a otras empresas sirven en sí mismos para remunerar el capital y el trabajo de esas otras empresas y, por lo tanto, hay que evitar contarlos dos veces.
Además de los impuestos que gravan el capital en forma directa (como el impuesto a las ganancias) o el trabajo (como las cargas sociales), que ya están contabilizadas en las ganancias del capital o el ingreso del trabajo, las empresas también tributan otros impuestos, llamados indirectos, como el impuesto sobre el consumo, cuyo monto no depende inmediatamente de la manera en que se reparte el valor agregado entre capital y trabajo, y que por ende no puede atribuirse al ingreso bruto del capital ni al ingreso bruto del trabajo. Cuando se calculan las proporciones de ganancias y los salarios, también suele olvidarse esta proporción de los impuestos indirectos; es decir, se calcula la parte de las ganancias del capital y del ingreso del trabajo en porcentajes del valor agregado neto de impuestos indirectos, o sea al costo de los factores. Esto permite obtener que la suma de la parte del capital y la parte del trabajo en el valor agregado es efectivamente igual al 100%, tal como en las tablas 8 y 9, lo que es más fácil de interpretar, ya que estos impuestos no dependen en forma directa del reparto capital/trabajo.
Por último, otra fuente de complicaciones es la manera en que se trata a las empresas unipersonales (agricultores, comerciantes, profesiones liberales, etc.), ya que el valor agregado de estas últimas sirve a la vez para remunerar el trabajo de los trabajadores independientes y el capital que invirtieron, sin que sus cuentas dejen traslucir nociones claras de salarios y ganancias. Al no presentarse corrección alguna para las empresas unipersonales, notaríamos, por ejemplo, que la proporción en el valor agregado de los salarios en sentido estricto total creció en forma considerable desde el siglo XIX, sencillamente porque el porcentaje de asalariados se incrementó mucho (Morrisson, 1996: 78). La OCDE estableció la convención contable de atribuir a los independientes el mismo ingreso promedio de trabajo que a los asalariados de las empresas; todas las cifras de las tablas 8 y 9 se ajustaron a esta convención.
Las enseñanzas de la regularidad de la proporción de las ganancias
Volvamos a la tabla 8. ¿Cómo interpretar esta regularidad en el tiempo y el espacio de la proporción de las ganancias? Con independencia de la teoría de las ganancias que se haya elegido, la primera lección de esta regularidad es que, por cierto, el origen del considerable aumento del poder adquisitivo de los asalariados en el siglo XX no está en la distribución capital/trabajo. En otras palabras, lo que permitió que el poder adquisitivo del obrero francés se multiplicara aproximadamente por 4 entre 1920 y 1990 (véase tabla 6) no son las luchas sociales ni la disminución de la parte de los ingresos apropiada por los capitalistas, ya que, a grandes rasgos, la proporción de los salarios en el valor agregado de las empresas era igual a los dos tercios del ingreso nacional tanto en 1920 como en 1990 (véase tabla 8). Además, mientras las guerras mundiales y los cambios de nomenclatura vuelven peligrosa toda reconstrucción de series estadísticas para el reparto ganancias/salarios más allá de 1920 para Francia, las estadísticas estadounidenses permiten remontarse de manera confiable hasta 1869. También indican que la parte de los salarios oscilaba ya entre el 66 y el 68% en el siglo XIX (Duménil y Lévy, 1996: cap. 15); es decir, un reparto ganancias/salarios bastante constante en un período de ciento veinte años, ¡mientras que los salarios se multiplicaban por más de diez!
Por supuesto, el hecho de que un tercio del valor agregado sea apropiado por el capital en cada punto temporal es un dato relevante, ya que si se hubiera distribuido este ingreso enteramente en el trabajo, incluida la parte correspondiente a la depreciación del capital, se habría logrado un aumento general de los salarios del 50%; esto habría representado una mejora considerable de las condiciones de vida a menudo miserables de un obrero en 1870, o incluso de 1990, comparadas con la opulencia en que viven tantos capitalistas individuales. Pero a la vez hay que admitir que este 50% habría sido dos veces menor que el aumento de los salarios que se produjo entre 1870 y 1910, y más de cuatro veces menor que el generado entre 1950 y 1990 (véase tabla 6). Y es dudoso que estos aumentos de salario de un 100% entre 1870 y 1910, o de más del 200% entre 1950 y 1990, hubieran ocurrido en caso de llevarse la proporción del capital a 0 en 1870 o en 1950: incluso si nuestros conocimientos al respecto son limitados, es verosímil pensar que la oferta de capital se habría vuelto escasa en semejante nivel de redistribución, y entonces la redistribución capital/trabajo óptima desde el punto de vista de los trabajadores habría sido todavía tanto más estrecha, aunque por cierto más importante que la que se implementó en la práctica (véase más arriba).
¿Quién paga las cargas sociales?
La segunda lección que se puede derivar de la tabla 8 tiene que ver con la cuestión de la incidencia fiscal (véase más arriba). En efecto, las cargas sociales pagadas por las empresas eran cuantitativamente insignificantes en el período 1920-1930, mientras que las cargas patronales representan alrededor del 45% del salario bruto en Francia en la década de 1990, sin contar las cargas salariales que representan más del 20% del salario bruto (véase recuadro «La medición de la parte del capital»). ¿Quién pagó estas cargas patronales? Seguro que no los patrones, ya que la parte del ingreso del trabajo en el valor agregado, que incluye todas las cargas sociales pagadas para los trabajadores, no aumentó entre 1920 y 1995. De la misma manera, en los años noventa las cargas patronales son mucho más débiles en los Estados Unidos y el Reino Unido que en Francia, pero la parte del ingreso del trabajo en el valor agregado no es más elevada en Francia que en esos dos países, sino lo contrario (véase tabla 8). En los Estados Unidos tanto como en el Reino Unido, en efecto, la tasa máxima de cargas patronales aplicable a los salarios brutos en 1996 es de apenas el 10% (un 7,65% en los Estados Unidos, un 10,2% en el Reino Unido); a esta tasa hay que agregarle una tasa idéntica para las cargas salariales, y la recaudación total de cargas sociales (patronales y salariales) representa alrededor del 6 o 7% del PBI, contra casi el 20% en Francia (OCDE, 1995: 79). Si las cargas patronales fueran pagadas por los patrones, la proporción del trabajo en el valor agregado en Francia debería superar a los países anglosajones en al menos el 10% del PBI.
Por lo tanto, queda claro que las ganancias del capital no pagan las cargas sociales. Es un hecho determinante, ya que implica que los sistemas modernos de protección social, que constituyen el meollo de la redistribución contemporánea —el impuesto a las ganancias representa el 1,5% del PBI en Francia en 1995, contra casi más del 20% para las cargas sociales—, y que se fundaron sobre la idea de un reparto de los gastos sociales entre capitalistas y trabajadores, no realizaron ninguna redistribución del capital hacia el trabajo: son los ingresos del trabajo los que absorbieron por completo el costo. Esto no pone en duda la legitimidad eventual de esos sistemas, ya que pueden permitir una fuerte redistribución en el interior de los ingresos del trabajo y cumplir una función de reaseguro que los mercados privados suelen ser incapaces de desempeñar correctamente (véase cap. 4). Pero cuestiona en profundidad la visión implícita del reparto capital/trabajo que prevaleció a menudo en la implementación de tales sistemas. Es una visión muy cercana a la teoría clásica del reparto capital/trabajo, según la cual la negociación permite obtener un mejor reparto; por ejemplo, con ayuda de una tasa de cargas patronales más elevada que la de cargas salariales, destinada a constituir un sobresueldo que se suma al salario ya abonado por los capitalistas.
De hecho, según las predicciones de la teoría de la incidencia fiscal, todo parece indicar que lo fundamental es saber bajo qué condiciones debe fijarse un tributo —es decir, cómo su monto depende del nivel de salario, de ganancia, etc.— y no cómo se llama ese gravamen o quién se presume oficialmente que lo paga, quién hace el cheque para la sección administrativa competente. Poco importa saber si la financiación de la protección social está asegurada por un impuesto sobre el ingreso que grava proporcionalmente los salarios de la misma manera que las cargas sociales, y no sobre aportes patronales o salariales. Precisamente eso sucede en Dinamarca, donde no existen cargas sociales, y donde el generoso sistema de protección social se financia por completo mediante el impuesto sobre el ingreso (que en la práctica y en esencia es siempre un impuesto al salario y los ingresos sociales, dada la importancia limitada de las ganancias del capital; véase más arriba). Sin causar sorpresa, la parte del ingreso del trabajo en el valor agregado de las empresas es la misma que en otros sitios (OCDE, 1996: A27): las empresas danesas desembolsan tanto dinero como las francesas para sus asalariados, solo que abonan todo en forma de salarios, sin pagar cargas sociales; son los asalariados quienes luego pagan su impuesto sobre el ingreso. De manera más general, la parte de las cargas sociales en el financiamiento de los sistemas de protección social europeos varía considerablemente según los países, entre los dos extremos —danés y francés—, pero queda de manifiesto que la parte del trabajo en el valor agregado de las empresas es la misma en todos lados. El único parámetro pertinente es saber si la tasa del gravamen, se trate de un impuesto sobre el ingreso o de una carga social, depende del nivel de salario —es decir, el grado de progresividad del impuesto— y si el gravamen depende también del nivel de ingreso otorgado al capital. En especial, solo un impuesto que hubiera gravado el capital habría permitido una verdadera redistribución capital/trabajo.
¿Una función de producción Cobb-Douglas?
Una vez derivadas estas lecciones, ¿cómo explicar esta regularidad de la proporción de las ganancias? La interpretación tradicional de los economistas es que durante el último siglo capitalista las economías occidentales están bastante bien descriptas en el nivel macroeconómico por una función de producción de tipo Cobb-Douglas; es decir, por una elasticidad de sustitución capital/trabajo igual a 1 (véase más arriba). En efecto, solo una elasticidad unitaria de sustitución capital/trabajo conduce de manera certera a la predicción de que las partes de ganancias y salarios deben ser constantes en el tiempo, sean cuales fuesen las variaciones de las cantidades disponibles de capital y de trabajo, o los conflictos políticos y crisis económicas que sufran los precios del trabajo y el capital. Esto también permitiría explicar la observada incidencia fiscal de las cargas sociales, impuestos que se basan sobre el trabajo y por consiguiente aumentan su precio.
Por supuesto, incluso si la tecnología se caracterizara por coeficientes fijos, podríamos imaginar que el conflicto social y político siempre se entabló, en todos los países, a partir del mismo reparto aceptable del ingreso: dos tercios para los salarios, un tercio para las ganancias. Como advierte el propio Solow (1958), habría que especificar la amplitud de las variaciones que sería natural esperar antes de que la constante resulte asombrosa. Sin embargo, los estudios econométricos que analizan directamente en el nivel microeconómico —es decir, el nivel de las empresas individuales— cómo varía el nivel de empleo deseado por las empresas en respuesta a variaciones del precio del trabajo han confirmado la existencia de una importante posibilidad de sustitución entre capital y trabajo. Luego de comparar los resultados de varias decenas de estudios sobre el conjunto de los países occidentales, Hammermesh (1996: 1993) constata que la mayoría de las estimaciones de la elasticidad de la demanda de trabajo corresponden a elasticidades de sustitución capital/trabajo comprendidas entre el 0,7 y el 1,1%, y concluye que «la función de Cobb-Douglas parece ser una buena aproximación de la realidad» (1996: 451-452, 467). El contraste entre experiencias de los países occidentales desde la década de 1970 en materia de empleo sugiere también una importante posibilidad de sustitución capital/trabajo (veáse más abajo). Entonces, los hechos observados parecen confirmar la pertinencia de la teoría marginalista del reparto capital/trabajo y, por tanto, la superioridad de la redistribución fiscal frente a la redistribución directa.
¿Tiempo histórico contra tiempo político?
Sin embargo, no habría que subestimar los límites de esta regularidad histórica. En efecto, esta regularidad de la proporción de las ganancias, impresionante en el largo plazo, no es válida en el corto plazo; solo se la encuentra en el mediano y largo plazo, y legítimamente puede resultarles muy lejana a los individuos involucrados. A modo de ejemplo, consideremos la evolución de la parte de las ganancias y de la de los salarios en los países de la OCDE de 1979 a 1995.
La tabla 9 muestra variaciones muy rotundas en el reparto ganancias/salarios. Mientras la proporción de los salarios tendía a aumentar en los años setenta, las ganancias bajaban y los salarios seguían aumentando a un ritmo elevado, la proporción de las ganancias se incrementa a su vez en las décadas de 1980 y 1990, a veces de manera considerable. En Francia, estas variaciones se dan de manera pronunciada, con una proporción de los salarios que era del 66,4% en 1970, antes de su crecimiento sostenido hasta el 71,8% en 1981; luego comienzan a bajar en forma gradual desde el bienio 1982-1983, y alcanzan el 62,4% en 1990 y el 60,3% en 1995. ¿Cómo explicar que del ingreso nacional más del 5% se haya redistribuido así desde el capital hacia el trabajo de 1970 a 1982, y que luego más del 10% se haya redistribuido desde el trabajo al capital de 1983 a 1995?
Ocurre que el primer período coincide exactamente con el período de fuerte progresión de los salarios inaugurado por los acuerdos de Grenelle[3] en 1968; continuó con los movimientos sociales y las importantes revalorizaciones del salario mínimo de los años setenta, antes de terminar con el último «retoque» importante que tuvo el SMIC, salario mínimo social, en 1981. En cambio, el segundo período, que comienza en 1983, está marcado por las políticas de ajuste salarial, el final de la indexación de los salarios sobre los precios y mínimas revalorizaciones del SMIC. De hecho, el poder adquisitivo del salario neto promedio aumentó en un 53% entre 1968 y 1983; en cambio, entre 1983 y 1995 apenas creció un 8% (INSEE, 1996a: 48). Es verdad que el crecimiento del PBI fue del 44% entre 1970 y 1983, mientras que fue solo del 28% entre 1983 y 1995 (INSEE, 1996c: 34), y que este crecimiento tuvo que financiar una carga creciente de gastos de pensiones y salud; esto no quita que el costo de la detención del crecimiento de los salarios con respecto a la del ingreso nacional haya sido muy real. En otras palabras, dado un período de veinticinco años, todo parece haber funcionado según las predicciones de la teoría clásica del reparto capital/trabajo (véase más arriba): la proporción de las ganancias disminuye cuando las luchas sociales conquistan importantes aumentos salariales, y se incrementa cuando se impone austeridad a los asalariados, sin que por otro lado esto se traduzca en la prometida creación de empleo.
Desde luego, estas fuertes variaciones en un período de veinticinco años no cambian nada al hecho de que, sobre cincuenta o cien años, los salarios siempre han representado a grandes rasgos los dos tercios del valor agregado de las empresas, y que por lo tanto no es en el reparto del capital/trabajo que hay que buscar la causa del aumento del poder adquisitivo de los asalariados del 250% desde 1950 y del 700% desde 1870. ¿Pero qué importancia tiene esto para los asalariados que conocieron este período de veinticinco años? Conocieron una fuerte mejora en su nivel de vida desde 1968 a 1982, luego un relativo estancamiento entre 1983 y 1995, mientras que las riquezas producidas seguían aumentando y nada parece anunciar un regreso decisivo para fines de la década de 1990. ¿Cómo no asociarán progreso del nivel de vida de los asalariados con la redistribución capital/trabajo? La visión de derecha según la cual solo el crecimiento y no la redistribución capital/trabajo permite una verdadera mejora del nivel de vida (véase Introducción) solo es válida en el largo plazo histórico (véase más arriba); no tiene sentido alguno desde el punto de vista del tiempo político que interesa legítimamente a los trabajadores afectados.
Además, ¿cómo podrían no asociar la redistribución capital/trabajo con las luchas sociales y los aumentos salariales y, por lo tanto, con la redistribución directa, no con la redistribución fiscal? De hecho, nunca una redistribución fiscal redistribuyó el 10% del ingreso nacional en un período tan breve. Para dar una idea de su magnitud, las medidas de redistribución fiscal que implementó el gobierno socialista francés al iniciar su mandato en 1981 —en esencia, la creación del impuesto a las grandes fortunas y de la sobretasa para las franjas superiores del impuesto a las ganancias— representaban menos de diez mil millones de francos de 1981 (Nizet, 1990: 40, 433); es decir, ¡el 0,3% del ingreso nacional de la época! (Sin embargo en su momento la derecha las denunció como el súmmum del «agobio fiscal»). En teoría, nada impide a un gobierno implementar una redistribución de mayor dimensión utilizando impuestos y transferencias fiscales. Pero el hecho es que esto nunca se había visto en un período tan breve. Por lo tanto, es inevitable que se haya pensado y vivenciado la redistribución en términos de luchas sociales y aumentos salariales, no en términos de reforma fiscal y transferencias fiscales. Esta realidad histórica es lo que alimenta el escepticismo de izquierda respecto de la fiscalidad, tal vez más que el rechazo de la lógica de la redistribución fiscal y de su sistema de precios (véase más arriba). Volveremos a encontrar esta misma realidad y esta misma oposición entre tiempo histórico y tiempo político en relación con la desigualdad de los ingresos del trabajo (véase cap. 3).
Por otro lado, este tipo de variación del reparto capital/trabajo en un período de diez o quince años no es único en la historia, aunque las especificidades de la historia social y política francesa hagan que el período 1970-1990 sea particularmente espectacular. Por ejemplo, la proporción de los salarios en el valor agregado de las empresas estadounidenses pasó de alrededor del 65 al 55% entre 1869 y 1880, antes de volver a subir muy rápido al 65% en 1885, y luego al 66-68% en 1890. Sin embargo, el salario medio solo aumentó en un 2% entre 1869 y 1880, antes de aumentar en más del 27% entre 1880 y 1885, período marcado por grandes huelgas y un movimiento sindical especialmente activo (Duménil y Lévy, 1996: cap. 16). Por eso, en un período de diez o quince años la visión marginalista del reparto capital/trabajo a menudo puede ser bastante insignificante si se la compara con las realidades sociales. Esto vale también para la cuestión de la incidencia fiscal: en el corto plazo, las cargas patronales suelen ser pagadas por los patrones, sin que sean absorbidas de inmediato por las reducciones salariales; esta es la realidad que moldea ineludiblemente la visión que mucha gente tiene de la incidencia fiscal, incluso si, como ya vimos, no se puede discutir que a largo plazo el trabajo siempre termina por pagar las cargas.
Tabla 9. La parte del capital en el valor agregado de las empresas en la OCDE (1979-1995, en %)
Alemania |
Estados Unidos |
Francia |
Italia |
Reino Unido |
OCDE |
|
1979 |
30,5 |
35,0 |
30,0 |
35,5 |
31,3 |
32,8 |
1980 |
28,5 |
33,9 |
28,3 |
36,0 |
29,2 |
32,2 |
1981 |
28,2 |
34,5 |
28,2 |
35,3 |
28,9 |
32,1 |
1982 |
28,6 |
33,6 |
28,5 |
35,4 |
30,7 |
31,8 |
1983 |
30,8 |
33,3 |
29,2 |
34,5 |
32,3 |
32,2 |
1984 |
31,8 |
34,0 |
30,7 |
36,4 |
31,9 |
33,2 |
1985 |
32,4 |
34,0 |
32,0 |
36,6 |
32,2 |
33,7 |
1986 |
33,1 |
34,0 |
34,9 |
38,6 |
31,0 |
34,1 |
1987 |
32,7 |
33,2 |
35,5 |
38,4 |
31,4 |
33,8 |
1988 |
33,8 |
33,1 |
36,9 |
38,8 |
30,9 |
34,2 |
1989 |
34,6 |
34,4 |
38,1 |
38,3 |
29,6 |
34,9 |
1990 |
35,6 |
33,8 |
37,6 |
37,3 |
28,2 |
34,5 |
1991 |
34,0 |
33,3 |
37,9 |
36,6 |
26,8 |
33,9 |
1992 |
33,3 |
33,6 |
38,2 |
36,6 |
27,7 |
34,0 |
1993 |
33,4 |
33,6 |
37,8 |
36,9 |
29,9 |
34,2 |
1994 |
35,0 |
33,8 |
39,4 |
39,8 |
31,0 |
34,8 |
1995 |
36,0 |
33,5 |
39,7 |
42,5 |
31,5 |
35,0 |
Nota: Véase el recuadro «La medición de la parte del capital».
Fuente: OCDE (1996: A27).
¿Por qué la parte de las ganancias no aumentó en los Estados Unidos y el Reino Unido?
Sin embargo, no todo es tan simple en la historia del reparto capital/trabajo del período 1970-1990. En efecto, el caso francés también se ve en Italia, donde la proporción de las ganancias pasó del 34,5% en 1983 al 42,5% en 1995, y de manera un poco más atenuada en Alemania, donde pasó del 28,2% en 1981 al 36% en 1995. Sin embargo, resulta llamativo que solo los Estados Unidos y el Reino Unido escapen por completo a este aumento general de la proporción de las ganancias en el período 1980-1990, al igual que la parte de los salarios en el valor agregado británico, de alrededor del 68-71% (tabla 9). Es difícil comparar con cierta precisión entre países los niveles de la parte de las ganancias, vistas las múltiples diferencias de convenciones contables; pero las diferencias de evolución entre países no dejan lugar a dudas: la parte del capital ganó cerca del 10% de valor agregado en Francia, Italia y Alemania; en cambio, no aumentó en absoluto en los Estados Unidos y el Reino Unido. Contrariamente a lo que pudo observarse respecto de la desigualdad de los salarios —de hecho, estos dos últimos países se distinguen por una muy sólida progresión de la desigualdad desde los años setenta (véase cap. 1)—, se constata, así, que los países conquistados por el liberalismo a ultranza entre 1980 y 1990 son los únicos en que la proporción de las ganancias no aumentó. ¿Cómo se explica este hecho?
Sin dudas, una parte de la explicación es un puro fenómeno de recuperación: en Francia, la proporción de las ganancias había bajado en un 5-6% del valor agregado durante la década de 1970, por las rápidas progresiones salariales, mientras que el mismo fenómeno era mucho más moderado en el Reino Unido y no se dio para nada en los Estados Unidos (véase tabla 8). Sin embargo, esto no lo explica todo: la proporción de las ganancias en Francia desde 1985-1986 había recuperado su nivel de 1970 —y eso no le impidió seguir aumentando—, mientras permanecía estable en los Estados Unidos y el Reino Unido.
Es difícil no poner este hecho en paralelo con que esos dos países sean los únicos que crearon empleos durante este período; esto contribuyó a aumentar su masa salarial, cuando se estancaba en los países restantes. Entre 1983 y 1996, se generaron más de 25 millones de empleos en los Estados Unidos —esto es, una progresión del número total de empleos de alrededor del 25% (de 100,8 millones a 126,4 millones de empleos)— mientras que el número total de empleos en Francia aumentaba en apenas el 2% (de 21,9 millones a 22,3 millones de empleos), y que el PBI estadounidense y el francés aumentaban ambos en alrededor del 30% (OCDE, 1996: A23). Sin dudas, es la mejor prueba de que existen varias combinaciones de capital y trabajo que permiten aumentar la producción en las mismas proporciones y que, por lo tanto, las oportunidades de sustitución son considerables en el nivel macroeconómico: el crecimiento francés entre 1983 y 1996 se construyó sobre la utilización de trabajo calificado y de nuevos equipamientos y maquinarias; en cambio, el crecimiento estadounidense se basó sobre una utilización intensiva de trabajo y, en especial, de trabajo poco calificado en servicios, como gastronomía, comercio, etc. (Piketty, 1997b). Esta interpretación se confirma, por otro lado, con los datos disponibles sobre la evolución del stock de capital de las empresas (maquinarias, equipamientos, etc.): para el período 1970-1990 indican una progresión mucho más rápida en Francia y la mayoría de los países europeos que en los Estados Unidos (FMI, 1996). Esto muestra también hasta qué punto la sustitución capital/trabajo pone en juego importantes reasignaciones intersectoriales (de la industria hacia los servicios) y no solo una sustitución entre maquinarias y trabajadores en una empresa o un sector específico (véase más arriba).
La explicación más simple sería que la sustitución capital/trabajo y la creación de empleos no se produjeron en Francia por los elevados costos salariales, luego de la muy rápida progresión de los salarios entre 1968 y 1983. Esto sugeriría que el largo plazo en el que se sienten los efectos de la teoría marginalista no está tan alejado como los individuos involucrados podrían haberlo esperado (véase más arriba). Para que costos salariales más bajos puedan llevar a una proporción más elevada de los salarios, el efecto creación de empleos debería predominar sobre el efecto salario; es decir, una elasticidad de sustitución capital/trabajo superior a 1 (véase más arriba), o sea una elasticidad superior a las estimaciones habituales (véase más arriba). Además, si es verdad que la remuneración promedio por asalariado aumentó en apenas un 5% en los Estados Unidos entre 1983 y 1996, se incrementó cerca del 20% en el Reino Unido, contra menos del 12% en Francia. Esto no impidió que el número total de empleos británicos creciera en alrededor del 10% durante el mismo período (OCDE, 1996: A15, A19, A23). Entonces, en el período 1983-1996, fuese cual fuese el ámbito, Francia parece haber perdido en todos los frentes en simultáneo, ya que salarios y empleo se estancaron a la vez; esto llevó a un descenso excepcionalmente marcado de la proporción del trabajo en el valor agregado.
Dos factores diferentes al costo promedio del trabajo podrían explicar por qué la proporción de la masa salarial en las riquezas producidas desciende en Francia y Europa continental, mientras que permanece constante en los países anglosajones. Una primera explicación sería la dispersión creciente de los costos salariales por niveles de calificación en los países anglosajones, que habría permitido por sí sola el crecimiento del empleo en el período 1980-1990 (véase cap. 3). La segunda interpretación sería que el ingreso del trabajo incluye asimismo un componente no monetario bajo la forma de estabilidad y garantía del empleo. Esta habría disminuido en los países anglosajones mientras que habría permanecido elevada en Francia y la mayoría de los países europeos (una comparación entre Francia y los Estados Unidos consta en Cohen y otros, 1996). Entonces habría que explicar por qué el precio de esta garantía del empleo habría aumentado entre 1970 y 1995, y compararlo con el valor indiscutiblemente elevado que le atribuyen los asalariados involucrados.
La dinámica de la distribución del capital
La razón por la que la desigualdad capital/trabajo llama tanto la atención no es solo que el capital retiene una parte importante del ingreso total. Para el observador, suele resultar más llamativa aún la reproducción, incluso la amplificación, de la desigualdad capital/trabajo a lo largo del tiempo. Precisamente esta reproducción en el tiempo —aún más que el hecho de que el capital reciba siempre una parte importante del ingreso en determinado hito temporal— hizo que la desigualdad capital/trabajo parezca arbitraria, inútil, contradictoria —no solo con el sentido común de justicia social, sino también con el de la eficacia económica—: ¿por qué privar a todos aquellos cuyo país o cuyos padres no fueron ricos en capital de la posibilidad de invertir en la medida de sus talentos? En otras palabras, la desigualdad capital/trabajo plantea de inmediato la cuestión de redistribuciones eficaces y no solo de la redistribución pura. Por tanto, debemos pasar del estudio de la distribución factorial de los ingresos —el reparto macroeconómico del ingreso total entre los dos factores de producción que son el capital y el trabajo— al estudio de la distribución personal de los ingresos —el nivel de la dinámica de los trabajadores y capitalistas individuales y de las posibilidades de inversión que se les ofrecen—. ¿Es verdad que la lógica de la economía de mercado lleva a una reproducción ineficaz de la desigualdad de la distribución del capital en el tiempo? ¿Qué herramientas permitirían combatir este fenómeno?
La teoría del crédito perfecto y de la convergencia
Aquí también se enfrentan varias teorías. La cuestión central es la del mercado del crédito. De hecho, si el mercado del crédito fuera plenamente eficaz —es decir, si llegase a invertirse capital cada vez que existe una inversión rentable—, la desigualdad inicial de la distribución del capital debería terminar por atenuarse. Sin importar cuál sea la fortuna inicial de la familia o del país de origen, todas las unidades de trabajo igualmente emprendedoras deberían así poder realizar las mismas inversiones, gracias al mercado del crédito. Por lo tanto, esta desigualdad de las dotaciones iniciales en capital no debería perdurar. Desde luego, si el mercado del crédito es perfecto, la persona o el país pobre que se endeuda para invertir deberá devolver su empréstito y, así, con su ahorro no podrá alcanzar en forma instantánea el nivel de patrimonio de su acreedor. Y si la tasa de ahorro de quienes tienen bajos ingresos es suficientemente más débil que la tasa de ahorro de los que poseen altos ingresos, esta desigualdad entre el prestatario y su acreedor puede persistir un tiempo indefinido (Bourguignon, 1981). En el ámbito internacional, esto correspondería a una situación en que el producto bruto interno por habitante es el mismo en todos los países —ya que en todos lados se invirtió una cantidad igual de capital por trabajador— pero el producto bruto nacional es inferior en los países pobres en que el capital es poseído por los países ricos y que deben pagarles cada año la parte de los beneficios de su ingreso interno. Pero si la tasa de ahorro de los prestatarios es la misma que la de los prestamistas, o si la diferencia entre ambos no es muy importante, los prestatarios podrán acumular de manera progresiva los frutos de su trabajo, endeudarse cada vez menos y por fin alcanzar a sus acreedores. De hecho, las tasas de ahorro no son sistemáticamente más exiguas para los de ingresos bajos que para los altos: eran superiores al 30% para los «dragones» asiáticos en las décadas de 1950 y 1960, mientras que eran inferiores al 10-15% en los países occidentales entre las décadas de 1980 y 1990, aunque estos son mucho más ricos, y precisamente eso les permitió alcanzar a los países ricos (Young, 1995).
Este resultado de convergencia entre ricos y pobres es la principal predicción del modelo tradicional de crecimiento y acumulación del capital (Solow, 1956). ¿Cuáles son las justificaciones del modelo de crédito perfecto que permite obtener este resultado? Para quien cree en las fuerzas de mercado, la respuesta es simple: el juego de la competencia. En efecto, ¿por qué un banco o un rico capitalista no le prestarían a quien disponga de un proyecto de inversión rentable, cuando eso le permitiría apropiarse de una tasa de interés cómoda? Si el problema de los países pobres es que disponen de muy pocos equipamientos y maquinarias, entonces nuevas inversiones deberían permitir que aumente considerablemente su producción: ¿por qué el ahorro de los países ricos no llegaría a aprovechar tales rendimientos? Y si algunos son reticentes y timoratos, ¿por qué otros no acudirían para aprovechar la laguna que dejó la competencia y enriquecerse a su vez? La competencia entre ahorristas e intermediarios financieros para encontrar las inversiones más rentables —y, por lo tanto, para prestar fondos a todos los empresarios que pueden ofrecer dichos rendimientos— es lo que define el modelo de crédito perfecto. La consecuencia inmediata sería que solo consideraciones de pura justicia social pueden justificar una redistribución de los individuos mejor dotados en capital hacia quienes lo están menos: la desigualdad de la distribución no plantearía en sí misma ningún problema de ineficacia económica, ya que el mercado se encargaría de invertir el capital disponible y de organizar la producción de manera eficaz (en el sentido de Pareto; véase lo ya señalado aquí en la Introducción). Nunca se requerirá intervención directa alguna en el proceso de producción.
La cuestión de la convergencia entre países ricos y pobres
El modelo de convergencia lleva a predicciones particularmente llamativas en el nivel de la desigualdad internacional. La predicción teórica es que, si las capacidades para invertir no varían en forma sistemática de un país a otro, asistiríamos a un fenómeno de recuperación a nivel mundial: cuanto más pobres son los países al inicio, más capital debería desplazarse para invertirse allí y, por lo tanto, más elevada debería ser su tasa de crecimiento, de modo que la desigualdad internacional debería disminuir inexorablemente antes de desaparecer. ¿Qué sucede en la práctica?
La relación observada entre el nivel de ingreso por habitante de un país en 1960 y su tasa de crecimiento promedio en el período 1960-1990 no parece confirmar esta predicción: no se detecta relación sistemática alguna entre estas dos variables (Mankiw y otros, 1992: 427). En efecto, algunos países asiáticos relativamente pobres en 1960, como Taiwán, Corea del Sur o Singapur, tuvieron una tasa de crecimiento de su ingreso promedio tanto más elevada que la de los países occidentales; sin embargo, otros países pobres —como los del subcontinente indio o de África subsahariana— tuvieron un crecimiento promedio muy escaso, incluso negativo. El modelo de convergencia parece pertinente para describir la recuperación entre los países occidentales mismos: por ejemplo, la manera en la que los países de Europa del Este achicaron la brecha con los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, o también la manera en que los países asiáticos con ingreso intermedio alcanzaron a los países occidentales En cambio, ningún aspecto del modelo de convergencia es aplicable entre los países ricos y los más pobres, ni entre los países ricos y los sudamericanos con ingreso intermedio: por el contrario, las brechas de ingresos tendieron a profundizarse. Esa misma conclusión se aplicaría con verosimilitud en períodos más extensos; por ejemplo, si se pudiera medir correctamente las brechas de ingreso entre países desarrollados y países subdesarrollados desde el siglo XIX (Morrisson, 1996: 181). De hecho, no solo no hubo inversiones masivas desde los países ricos hacia los países pobres, sino que se dio lo contrario: en promedio, se observan flujos netos de capitales de los países más pobres hacia los países más ricos (Lucas, 1990b). ¡La fuga de capitales de los capitalistas de los países pobres hacia los países ricos supera las inversiones que van en el sentido opuesto!
El hecho de que el capital no se haya instalado en los países pobres y que estos últimos hayan seguido siendo pobres no implica necesariamente que la imperfección del mercado del crédito sea la única responsable. Por ejemplo, si se toma en cuenta el nivel del «stock inicial de capital humano» (porcentaje de la población alfabetizada, escolarizada, en enseñanza superior, etc.) en 1960, en los hechos se aprecia una relación negativa entre el ingreso promedio inicial en ese momento y la tasa de crecimiento promedio entre 1960 y 1990: en el nivel inicial de capital humano dado, los países más pobres en 1960 tuvieron un crecimiento más pronunciado. Es lo que los teóricos del crecimiento endógeno denominaron convergencia «condicional», en contraposición con la convergencia «incondicional» entre países pobres y ricos que predice el modelo tradicional de Solow (Mankiw y otros, 1992). Por ejemplo, los países sudamericanos, que tenían el mismo ingreso promedio que los futuros «dragones» asiáticos en 1960, tenían un stock inicial de capital humano muy inferior, sobre todo porque se había soslayado por completo a amplias capas de la población; por el contrario, los países asiáticos siempre tuvieron menos desigualdad y pasaron por un crecimiento mucho más escaso, y así alcanzaron a los países occidentales. Más allá del efecto del nivel medio de capital humano, la desigualdad inicial también tuvo un efecto negativo en el crecimiento futuro, ya sea directa, o bien indirectamente por la inestabilidad social y política engendrada (Benabou, 1996).
Otra lección de la experiencia de los tigres asiáticos es la importancia de la integración en el mercado mundial. Esta receta milagrosa, hecha de inversiones elevadas y relativamente igualitarias en capital humano, por una parte, y de liberalismo económico y apertura a los mercados externos, por la otra, parece extenderse desde las décadas de 1980 y 1990 a los grandes países asiáticos. Sin embargo, el éxito de la liberalización más limitado en la India que en China, recuerda la importancia fundamental del primer ingrediente sin el cual la liberalización y el mercado librado a sí mismo no pueden permitir un crecimiento sustentable (Drèze y Sen, 1995). Sin lugar a duda, estas políticas igualitarias de formación constituyen el ejemplo más sustancial de una redistribución eficaz (véase cap. 3).
Por otro lado, como calcula Robert Lucas (1990b), si la diferencia de ingreso promedio entre los Estados Unidos y la India debiera explicarse solo por su diferencia de dotación en maquinarias, equipamientos, etc., ¡la conclusión tendría que ser que la productividad marginal de una unidad de capital suplementario invertida en la India sería 58 veces superior a la productividad marginal de la misma unidad de capital invertida en los Estados Unidos! Con este tipo de rendimiento para el capital invertido en la India, no se entiende qué imperfección del mercado del crédito explicaría que los capitales occidentales no intenten llevarse una parte. Así, hay que reconocer lo evidente. Una parte esencial de la desigualdad entre países ricos y pobres —y, por otro lado, de la desigualdad en general— no se debe a la distribución desigual de los medios de producción, sino a la distribución desigual del capital humano: que cerca del 50% de la población india sea analfabeta seguramente reduce en mucho el rendimiento de una unidad de capital suplementaria invertida en la India (Drèze y Sen, 1995: cuadro A1).
El problema de la imperfección del mercado del capital
Sin embargo, reconocer que otros factores desempeñan un papel esencial no implica que los flujos de capitales de los países ricos y pobres no estén en discusión. Por otro lado, la ausencia de flujos masivos de los países ricos hacia los países pobres nos recuerda también la debilidad crónica de los flujos internacionales de capitales en general: por ejemplo, entre los países occidentales, la cantidad anual de ahorro nacional disponible y la cantidad anual de inversiones nacionales efectivamente realizadas están ligadas de manera estrecha; lo están más de lo que podría sugerir la integración de los mercados financieros entre esos países, que debería en principio permitir separar en muy amplia medida ahorro nacional e inversión nacional.
En efecto, contrariamente a lo que supone de modo implícito el modelo del mercado del crédito perfecto, una operación de crédito no consiste tan solo en colocar en forma mecánica capital allí donde no hay ninguno, esperar el rendimiento y retirar una parte suficiente. En la práctica, también hay que asegurarse de que el proyecto de inversión tiene una rentabilidad y un riesgo aceptables, algo que el tomador del préstamo siempre alegará; por dispuesto que se esté a deducir parte importante de las ganancias que se obtendrán, hay que asegurarse de que el tomador está suficientemente motivado para hacer lo necesario durante largos períodos a fin de que la inversión sea un éxito; por último, hay que asegurarse de que, una vez obtenidas las ganancias, el tomador no va a esfumarse en el aire. Todos estos problemas de motivación, bautizados «antiselección» y «riesgo moral» por los economistas, se asocian de modo inevitable a cualquier situación de mercado intertemporal; es decir, con todo mercado en el que el intercambio se desarrolla en varios períodos, comenzando por el mercado del crédito. Los volveremos a encontrar en el análisis del seguro social (cap. 4). Estas dificultades son de especial importancia en el caso de un mercado internacional, ya que la calidad de la información sobre los tomadores potenciales y los proyectos de inversión que realizar en otro país es particularmente deficiente, lo que explica la extrema debilidad de los flujos internacionales de capitales.
Dados estos problemas de información que se imponen a todos (mercados y Estados), ¿acaso el juego de la competencia permite regularlos de la manera menos mala? En la práctica, lo único que pueden hacer en verdad los acreedores para asegurarse de recuperar su inversión es exigirle al tomador el depósito de una garantía —o, lo que es lo mismo, que el tomador financie con su propio capital inicial parte de la inversión—, y así tome ante el acreedor un compromiso creíble con la viabilidad del proyecto. Por ese motivo, en la práctica la cantidad de crédito que un particular o una empresa puede obtener para financiar determinada inversión es más significativa si el tomador dispone de fondos propios importantes. En otras palabras, «solo les prestan a los ricos». Este fenómeno es eficaz desde el punto de vista de los prestadores, pero ineficaz para la sociedad en conjunto: el ingreso total podría ser más elevado si se redistribuyera el capital de modo que pudiesen concretarse todas las inversiones rentables. La imperfección del mercado del crédito es el ejemplo típico de una imperfección del mercado que permite justificar la redistribución mediante consideraciones de eficacia económica y no solo de pura justicia social: en principio, se hace posible mejorar la eficacia de la asignación de los recursos a la vez que se obtiene una distribución más equitativa (véase Introducción).
Es evidente que muchos observadores críticos del capitalismo, a partir de los teóricos socialistas del siglo XIX, debían ser conscientes de este fenómeno de racionamiento del crédito desde mucho tiempo atrás, aunque les parecería evidente, tanto que solían abstenerse de analizarlo o siquiera nombrarlo. Pero solo desde las décadas de 1970 y 1980 la teoría económica comenzó a analizar explícitamente los fundamentos de esta imperfección del mercado del capital y sus consecuencias para la redistribución (Piketty, 1994: 774-779). En efecto, estas últimas no se limitan al hecho de que la redistribución del capital puede permitir aumentar el ingreso total. Por ejemplo, ante el racionamiento del crédito, la riqueza inicial determina en parte las elecciones de actividad de los individuos (actividad asalariada, emprendedor independiente, etc.), de modo que una redistribución inicial de la riqueza puede tener consecuencias de largo plazo en la estructura ocupacional (porcentaje de asalariados, porcentaje de agricultores independientes, etc.) y el desarrollo, como lo demuestra el ejemplo de la distribución relativamente igualitaria que Francia heredó de la Revolución si se la compara con la distribución desigual en el momento de la Revolución Industrial británica (Banerjee y Newman, 1993).
Las intervenciones públicas posibles
¿Qué tipo de intervenciones públicas permite luchar contra el fenómeno de racionamiento del crédito y de la persistencia en el tiempo de la desigualdad capital/trabajo que este puede engendrar? El problema principal que sale al paso de las intervenciones posibles es el mismo que el que da origen al racionamiento del crédito: invertir no consiste meramente en colocar capital allí donde no lo hubiera. También es necesario hacer elecciones complejas de los sectores en que invertir, los bienes que producir, las personas en que delegar las decisiones. Esta dificultad es evidente para las soluciones radicales que consisten en abolir la propiedad privada del capital y en decretar la propiedad colectiva de los medios de producción, y que no proponen el menor mecanismo que permita regular estos problemas de motivación y asignación. Pero aparecen dificultades similares para otras herramientas de redistribución eficaz que fueron experimentadas históricamente, como los bancos públicos, los préstamos subvencionados o, en el caso de los países pobres, los bancos de desarrollo. En efecto, la teoría del racionamiento del crédito nos dice que es tan difícil para un banco público como para uno privado asegurarse de que el capital se invierta correctamente, cuando es cuestión de deducir de las eventuales ganancias del tomador el equivalente de la tasa de interés de mercado. Y si es cuestión de hacer una donación al tomador deduciendo menos que la tasa de interés de mercado, como suele ser el caso de los bancos públicos y otros créditos subsidiados, no es evidente que una administración pública, por mejores intenciones que posea, pueda decidir correctamente qué tomadores deben recibir una donación, qué sectores justifican inversiones suplementarias, etc. Estas dificultades muy reales se presentan cada vez que un país rico desea transferir riqueza hacia un país pobre: ¿a quién prestar ayuda internacional? ¿Cómo asegurarse de que será bien empleada? La redistribución del capital no puede consistir en lanzar desde un helicóptero un stock de capital allí donde no lo hay. En la práctica, es mucho más fácil redistribuir la desigualdad de dotaciones en capital entre países si se deja que la mano de obra se desplace hacia los países más dotados en capital que si se transfiere capital hacia los países menos dotados: la mano de obra sabe integrarse por sí misma y encontrar un lugar en el proceso de producción, al contrario del capital.
De hecho, casi todas las experiencias de crédito administrado estuvieron lejos de resultar un éxito. La mayoría de las experiencias de bancos de desarrollo terminaron en agujeros financieros, sin que se demostraran resultados sobre la inversión y la producción.
El único ámbito en que la redistribución del capital tuvo éxitos tangibles es el de la agricultura. Por ejemplo, algunos bancos de desarrollo especializados en préstamos a hogares campesinos pobres que estaban excluidos del sistema bancario tradicional —como el Banco Grameen en Bangladesh, que desde los años sesenta permitió a varios millones de campesinos equiparse y aumentar su productividad— inspiraron experiencias similares en el mundo entero. Las reformas agrarias que apuntaban a redistribuir la tierra, o al menos a asegurar a los campesinos pobres la seguridad de su locación, a menudo permitieron importantes incrementos de la productividad, como por ejemplo en Bengala (Banerjee y Ghatak, 1995).
Estos fuertes aumentos de productividad muestran la importancia de la imperfección del mercado del capital: un mercado del crédito perfecto debería haber dado créditos a los campesinos para que pudieran convertirse en propietarios y así realizar esas ganancias de productividad. Por supuesto, el problema es que no se habrían obtenido esos crecimientos de productividad si la motivación del campesino se hubiese reducido ante la perspectiva de un préstamo que reembolsar: solo la redistribución podía permitir mejorar la motivación de los campesinos y su productividad. Asimismo estas experiencias merecen ser comparadas con el balance desastroso de la colectivización de la tierra en los sistemas soviéticos. El hecho de que la redistribución de la propiedad privada del capital haya podido funcionar bien en la agricultura se explica con sencillez, ya que los difíciles problemas de asignación de la inversión, en este sector, son reducidos al estricto mínimo: basta con dar una cantidad de tierra adecuada a cada campesino para que este último esté más motivado para producir e innovar que cuando estaba bajo el control de su propietario terrateniente (o de su granja colectiva).
¿Un flat tax sobre el capital?
Por eso, para redistribuir con eficacia el capital ante el racionamiento del crédito hay que encontrar herramientas que sean lo más transparentes y universales posibles, a fin de evitar las trampas del crédito administrado. Históricamente, la implementación de una fiscalidad progresiva sobre los ingresos y las sucesiones contribuyó en amplia medida a reducir la concentración del capital (véase cap. 1). De manera más general, podría encararse la implementación de un impuesto general sobre el patrimonio que permita financiar una transferencia prefijada de patrimonio, una suerte de cheque-inversión para cada ciudadano que alcance la edad adulta, y luego dejar libre a cada quien para tomar préstamos e invertir allí donde le parezca más provechoso. Por supuesto, tal redistribución permanente de la riqueza tendría costos, ya que desalentaría inevitablemente la acumulación futura del patrimonio. Pero estos costos deben compararse con los beneficios que aporta el financiamiento de inversiones rentables que no se habrían realizado sin esta redistribución: no se puede aplicar en forma mecánica el argumento tradicional según el cual los costos del descenso de la acumulación de capital a largo plazo, generado por la imposición sobre el capital, siempre terminan por predominar, puesto que el mercado del capital es imperfecto (Chamley, 1996). Todo depende entonces de la importancia cuantitativa de las inversiones rentables no financiadas por el hecho de esta imperfección. ¿Acaso hay que gravar todos los patrimonios con una tasa del 1% o bien del 5%, o aún del 0,1%? Para ir más lejos, habría que disponer de estimaciones confiables del volumen de inversiones rentables no financiadas, lo que es muy difícil de medir. Además, el clima de guerra civil que siempre ha reinado entre los celadores del mercado del crédito perfecto —para quienes la desigual distribución del capital no plantea problema de eficacia alguno— y los críticos radicales del capitalismo —para quienes solo la abolición de la propiedad privada puede solucionar el problema en verdad— no favoreció demasiado el progreso de los conocimientos sobre esta cuestión que sin embargo es central.
Para resumir, vemos entonces que no faltan las justificaciones de una imposición redistributiva y transparente del capital y sus ingresos, ya sea en términos de pura justicia social —para operar una verdadera distribución capital/trabajo que sobrepasa la ficción de las cargas patronales (véase más arriba)—, o en términos de eficacia económica —para combatir los efectos negativos de la imperfección del mercado del capital—. En la práctica, el balance de la redistribución capital/trabajo en el siglo XX es desastroso no solo en los países que intentaron abolir la propiedad privada del capital —donde las condiciones de vida de los asalariados se estancaron mientras que progresaban a un ritmo elevado en los países capitalistas—, sino también en los países occidentales —en los que una parte demasiado débil de los gravámenes fiscales significa una verdadera carga para el capital (véase más arriba)—. Este desastroso balance muestra la importancia de la cuestión de las herramientas de la redistribución: no basta con querer redistribuir, sino también hay que emplear las herramientas adecuadas. Estas experiencias pasadas, así como las dificultades objetivas de gravar los ingresos del capital, que suelen ser muy difíciles de observar por el hecho de la multiplicidad de las formas de inversión y de su movilidad, sugieren que se podría obtener una sensible mejoría con la ayuda de un impuesto calculado de manera lo más simple posible, para poner fin a la hemorragia dramática de bases fiscales observadas en la práctica (véase más arriba). Se debería aplicar sobre un área geográfica lo más amplia posible para todas las ganancias del capital, a fin de evitar los efectos negativos de la competencia fiscal entre Estados (véase más arriba). Esta herramienta, el flat tax (el impuesto universal de tasa única), no está adaptada a la redistribución fiscal de los ingresos del trabajo, que exige y que permite una libertad mayor (véase cap. 4), pero podría bien convenirle a la realidad contemporánea de las ganancias del capital.
La reciente evolución de los patrimonios (con el crecimiento de las mayores fortunas mundiales más de tres veces más veloz que el del promedio de los patrimonios y de los ingresos en el transcurso del período 1987-2013 —6-7% por año contra 1,5-2% por año—) sugiere, sin embargo, que solo un impuesto progresivo sobre el capital permitiría regular esta dinámica desigualitaria; además produciría una mayor transparencia democrática y estadística sobre estas evoluciones (Piketty, 2013: cap. 12). Las evoluciones constatadas recientemente acerca de la importancia global de los patrimonios en relación con los ingresos y acerca del surgimiento de una nueva forma de «sociedad patrimonial» abogan en este sentido (Piketty, 2011, Piketty y Saez, 2013, Piketty y Zucman, 2014).