Capítulo Séptimo
Durante dos días y dos noches dormí, con el cuerpo exhausto fluctuando entre dos mundos. Mi vida había sido siempre dura, toda sufrimientos y enorme incomprensión. Pero ahora dormía.
El cuerpo había quedado tras de mí, en la Tierra. Mientras me remontaba, vi que una de las negras estaba contemplando con cara de gran compasión mi cascarón vacío. Luego se alejó y fue a sentarse junto a una ventana, mirando hacia la sucia calleja. Libre de los grilletes corporales, podía ver aún con más claridad los colores de lo astral. Aquellas gentes, las gentes de color que me estaban socorriendo, cuando las de raza blanca no hacían sino perseguirme, eran buenas. El sufrimiento y las asperezas habían refinado sus egos, y su actitud indolente era sólo una forma de encubrir sus sentimientos. Mi dinero, todo cuanto había ganado con fatigas, padecimientos y negación de mí mismo, estaba guardado bajo mi almohada, tan seguro entre estas gentes como en el Banco más poderoso.
Seguí remontándome más y más alto, dejando los confines del tiempo y del espacio, adentrándome de un plano astral a otro. Al fin llegué al País de la Luz Dorada, donde mi Guía, el Lama Mingyar Dondup, estaba esperando mi llegada.
«Tus sufrimientos han sido verdaderamente grandes —dijo—, pero todo cuanto has sufrido fue con buenos fines. Hemos estudiado a las gentes terrenas y a las que profesan cultos extraños y erróneos, a las que te persiguen y que te perseguirán, porque son de escasa comprensión. Pero ahora hemos de tratar de tu futuro. Tu cuerpo presente ha llegado casi al extremo de tu provechosa vida y han de ponerse en práctica los planes que tenemos para este caso».
Caminaba a mi lado, a lo largo de la orilla de un hermoso río. Las aguas centelleaban y parecían vivas. En la otra margen había jardines tan hermosos que apenas podía dar crédito a mis sentidos. El aire mismo parecía estar vibrante de vida. A lo lejos, un grupo de personas ataviadas con túnicas tibetanas venía lentamente a nuestro encuentro. Mi Guía, sonriente, me dijo:
«Va a ser una importante reunión, porque en ella se va a planear el futuro tuyo. Vamos a ver cómo pueden estimularse las indagaciones sobre el aura humana, porque hemos observado que, cuando en la Tierra se habla del aura, muchas personas cambian de conversación».
El grupo se iba acercando y reconocí a aquéllos a quienes había mirado con reverente temor. Pero ahora me sonrieron con benevolencia y me saludaron como a un igual.
«Vayamos hacia un paraje más cómodo —dijo uno de ellos—, para poder así tratar las cuestiones con más sosiego».
Avanzamos por el sendero en la dirección misma en que ellos habían venido, hasta que, al volvernos para seguir una curva del camino, vimos ante nosotros un edificio de tan suprema belleza, que involuntariamente me detuve anhelante de gozo. Las paredes parecían ser del cristal más puro, con matices suavísimos y delicados y semitonos de color que cambiaban cuando uno los miraba. El sendero era blando bajo el pie, y no se necesitó mucho apremio por parte de mi Guía para persuadirme de que entrara.
Entramos y fue como si estuviéramos dentro de un gran templo, un templo sin oscuridades, limpio, con una atmósfera que le hacía a uno sentir sencillamente que eso era la Vida. Pasamos por el cuerpo principal del edificio, hasta que llegamos a lo que en la Tierra se hubiera denominado el aposento del Abad. Era de una sencillez acogedora, y tenía una sola pintura en el muro, que representaba la Mayor Realidad. Había plantas vivientes en las paredes y por las espaciosas ventanas se podía ver un soberbio y extenso parque.
Nos sentamos en unos cojines colocados en el suelo, a la manera del Tíbet. Me sentía a mis anchas, satisfecho hasta no poder más. El pensamiento de mi cuerpo, que había quedado atrás, en la Tierra, aún me perturbaba, porque en tanto que el «Cordón de Plata» estuviera intacto, yo tendría que regresar allí. El Abad —le llamaré así, aun cuando era alguien mucho más elevado— miró en torno y luego habló:
«Hemos seguido desde aquí todo cuanto te ha acontecido en la Tierra. Queremos ante todo recordarte que no estás sufriendo por los efectos del Kharma, sino que, por el contrario, actúas como nuestro instrumento de estudio. Tendrás una recompensa por todo el mal que ahora sufres —y, sonriéndome, añadió—: Aun cuando esto no puede ser de gran ayuda para ti cuando te hallas sufriendo sobre la Tierra. No obstante —prosiguió—, hemos aprendido mucho, si bien hay aún ciertos aspectos a desvelar. Tu cuerpo actual ha sufrido demasiado y pronto te va a ser inservible. Hemos establecido un contacto con el País de Inglaterra. Se trata de una persona que desea dejar su cuerpo. La hemos traído al plano astral y hemos discutido la cuestión con ella. Está muy impaciente por dejarlo y hará cuanto le pidamos. Su vida no fue feliz y con gusto romperá su relación con sus parientes. Amigos no ha tenido ninguno. Está en armonía contigo. Por el momento no hablaremos más de ella, pero luego, antes de que tomes su cuerpo, verás un poco sólo de su vida. Tu tarea presente es hacer que tu cuerpo vuelva al Tíbet, para que allí sea conservado. Con tus esfuerzos y sacrificios has reunido dinero y necesitas sólo un poco más para pagar el viaje. Lo conseguirás a través de continuos esfuerzos. Pero basta de esto por ahora. Goza por un día de tu vista a estos lugares antes de volver a tu cuerpo».
Era ciertamente la felicidad el estar con mi guía, el Lama Mingyar Dondup, no como niño, sino como adulto, como alguien capaz de apreciar las facultades inusitadas y el carácter del gran hombre. Nos sentamos a solas en una musgosa ladera que dominaba una bahía de aguas azulísimas. Los árboles se mecían con la suave brisa y el aire traía el aroma del cedro y del pino. Durante horas permanecimos allí, hablando y discutiendo el pasado. Mi historia es para él un libro abierto, ahora que él me habló de la suya. Así el día transcurrió y cuando el crepúsculo purpúreo descendió sobre nosotros, comprendí que era ya tiempo de volver a la Tierra turbulenta, con sus crueles moradores y sus lenguas mordaces; esas lenguas que causan los males terrenales.
—¡Hank! ¡Eh, Hank! ¡Se despierta!
Hubo el crujido de una silla al moverla y, cuando abrí los ojos vi al negro alto que me miraba. Ahora no sonreía; su rostro estaba rebosante de respeto, hasta de respetuoso temor. La mujer se santiguó e hizo una leve inclinación al mirar en la dirección donde me encontraba yo.
—¿Qué es esto? ¿Qué ha ocurrido? —pregunté.
—Hemos visto un milagro. Lo hemos visto todos. —La voz del negro alto fue acallada cuando hablaba.
—¿He causado algún contratiempo? —pregunté.
—No, Maestro, nos has traído sólo alegría —replicó la mujer.
—Quisiera haceros un obsequio —dije, buscando mi dinero.
El negro habló en voz baja:
—Somos gentes pobres, pero no tomaremos tu dinero. Ésta es tu casa hasta que estés en condiciones de partir. Sabemos lo que estás haciendo.
—Pero yo quisiera mostraros mi gratitud —repliqué—. Sin vosotros hubiera muerto.
—Y hubiera ido a la Suprema Gloria —dijo la mujer, añadiendo—: Maestro, tú puedes darnos algo más grande que el dinero. ¡Enséñanos a orar!
Durante unos momentos quedé callado, sorprendido de la demanda.
—Sí —repliqué—. Os enseñaré a orar como me enseñaron a mí.
Todas las religiones creen en el poder de la oración, pero hay pocas personas que comprendan el mecanismo del proceso; sólo unos pocos se dan cuenta de por qué las oraciones surten efecto para algunos y posiblemente no para otros. La mayoría de los occidentales creen que en Oriente se ora ante una imagen esculpida y que si no, no se ora. Ambas afirmaciones son erróneas, y voy a deciros ahora cómo se puede separar a la oración del dominio de la mística y de la superstición, utilizándola para ayudar a otros, porque la oración es una cosa verdaderamente real. Es una de las grandes fuerzas que hay sobre la Tierra cuando se utiliza como está destinada a utilizarse.
En la mayoría de las religiones existe la creencia de que cada persona tiene un Ángel de la Guarda o alguien que mira por él. Esto es también verdad; pero nuestro Ángel de la Guarda es uno mismo, el otro yo, ese otro yo que está en el otro lado de la vida. Pocas, poquísimas personas, pueden ver a este ángel, a su guardián, mientras están en la Tierra, pero ésas están en condiciones de describirlo con detalle.
Este Guardián (debemos llamarle de algún modo y por lo tanto llamémosle así) no tiene cuerpo material como el que tenemos nosotros en la Tierra. Al parecer es espiritual. En ocasiones un clarividente lo verá como una silueta centelleante y azul, de dimensiones mayores que el tamaño natural, conectado al cuerpo carnal, por lo que se le conoce como el Cordón de Plata; ese cordón que palpita con vida al transmitir los mensajes del uno al otro. Este Guardián, aún no teniendo cuerpo como el terreno, es capaz de realizar cosas que el cuerpo terrenal hace, con el aditamento de que también puede hacer muchísimas otras más que el cuerpo terreno no podría hacer. Por ejemplo, el Guardián puede ir a cualquier parte del mundo como un relámpago. Es el Guardián quien hace el viaje astral y quien vuelve al cuerpo a través del Cordón de Plata con aquello que es necesario.
Cuando se reza, uno ora por sí mismo a su otro yo, a su Yo Superior. Si nosotros sabemos orar adecuadamente, enviaremos esas oraciones a través del Cordón de Plata; pero la línea telefónica que usamos es un instrumento muy deficiente y hemos de repetirnos a nosotros mismos el mensaje con el fin de estar seguros de que es transmitido. Así, cuando recéis, hablad como si estuvierais haciéndolo a través de una línea telefónica de una longitud grandísima; hablad con absoluta claridad y pensad realmente en lo que estáis diciendo. La insuficiencia, debo añadir, estriba en estar nosotros aquí en este mundo; estriba en el cuerpo imperfecto que tenemos en este mundo; no es, pues, falta de nuestro Guardián. Rezad en un lenguaje sencillo, cerciorándoos de que vuestras peticiones son siempre positivas, nunca negativas.
Una vez que hayáis compuesto vuestra oración de modo que sea enteramente positiva y enteramente exenta de toda posibilidad de mala interpretación, repetidla acaso tres veces. He aquí un ejemplo: pongamos por caso que hay una persona que se halla enferma, que padece y que, deseando hacer algo en su favor, oráis por el alivio de sus sufrimientos. Debéis orar tres veces, diciendo exactamente lo mismo cada vez. Debéis imaginar aquella figura indefinida, inmaterial, yendo realmente a la casa de la otra persona, siguiendo el camino que vosotros mismos seguís, entrando en la casa y posando sus manos sobre el enfermo y realizando su curación. Volveré a este tema particular dentro de un momento, pero antes permitid que insista: hay que repetir esto tantas veces como sea necesario y, si creéis realmente, entonces habrá una mejoría.
Esto nos lleva a hablar de la curación completa. Pues bien, si a una persona le han amputado una pierna, por mucho que ore no se le devolverá la pierna. Pero si se trata de un cáncer o de cualquier otra enfermedad grave, entonces esta enfermedad puede ser detenida. Por supuesto, cuanto más leve sea el padecimiento, más fácil será efectuar la curación.
Se puede tener cierta incapacidad, se puede estar enfermo o se puede carecer del poder esotérico deseado. Esto es posible curarlo o superarlo, si uno lo cree así y si realmente lo desea. Supongamos que se tiene un gran deseo, un ardiente deseo de ayudar a otros, que se desea hacer curaciones. Entonces orad en el retiro de vuestra habitación particular, acaso de vuestro dormitorio. Se debe descansar en la postura más relajada que pueda hallarse, con preferencia teniendo los pies juntos y las manos juntas, no en la actitud habitual del rezo, sino con los dedos entrelazados. De este modo se mantiene y se amplifica el círculo magnético del cuerpo, el aura se torna más poderosa y el Cordón de Plata está en condiciones de transmitir mensajes con más exactitud. Luego, una vez conseguida la posición adecuada y la adecuada disposición de ánimo, se debe orar.
Podéis rezar, por ejemplo: «Concédeme poderes sanadores, de modo que pueda curar a otros. Concédeme poderes sanadores, de modo que pueda curar a otros. Concédeme poderes sanadores, de modo que pueda curar a otros». Luego, durante unos momentos, mientras permanecéis en vuestra relajada postura, imaginaos a vosotros mismos encerrados en la forma fantasmal de vuestro propio cuerpo.
Como se os ha dicho antes, debéis imaginar el camino que tomaréis para ir a la casa de la persona enferma, y hacer luego que el cuerpo, en vuestra imaginación, viaje hasta la casa de esa persona que deseáis curar. Pintaos a vosotros mismos cómo vuestro Yo Superior llega a la casa y a la presencia de la persona que deseáis sanar. Imaginaos a vosotros mismos tendiendo los brazos, vuestras manos y tocando con ellas a esa persona. Representaos un raudal de energía vivificadora que pasa por vuestro brazo, por vuestros dedos y que penetra en la otra persona como una luz azulada, vívida. Imaginaos que esa persona se va curando poco a poco. Con fe, con un poco de práctica, puede hacerse y se hace diariamente en el Extremo Oriente.
Es conveniente posar imaginariamente una mano en la nuca de una persona y la otra sobre, o por encima, de la parte dolorida. Se deberá rezar por uno mismo, en grupos de tres oraciones, una serie de veces cada día, hasta obtener el resultado que se desea. Si se tiene fe, se conseguirá. Pero he de hacer una importantísima advertencia. Por estos medios no podréis acrecentar vuestra fortuna. Hay una ley oculta muy antigua que le impide a uno aprovecharse de las oraciones para el provecho personal. No puede hacerse nada para uno mismo, a no ser que sea para ayudar a otros y a menos que sinceramente crea que eso puede ayudar a otros. He conocido un caso real, de uno que tenía una renta moderada y que estando en una posición bastante buena, pensó que si ganaba el Sweepstake irlandés podría ayudar a otros, que sería un gran benefactor de la Humanidad.
Sabiendo un poco, pero no lo suficiente de cuestiones esotéricas, hizo grandes planes acerca de lo que realizaría. Comenzó con un programa de oraciones cuidadosamente preparado. Oró durante dos meses, según las indicaciones expuestas en este capítulo; pidió que acertara apostando por el caballo ganador del Sweepstake. Oró en grupos de tres oraciones diarias durante dos meses; nueve oraciones en conjunto cada día. Como lo había previsto con toda certeza, ganó el Sweepstake irlandés y fue este premio uno de los más grandes de todos.
Por fin tuvo el dinero y se le subió a la cabeza. Olvidó todo lo referente a las buenas intenciones y a sus promesas. Se olvidó de todo menos de que poseía esa enorme suma de dinero y que ahora podría hacer exactamente lo que quisiera. Dedicó el dinero a su propio regalo. Durante unos pocos meses se divirtió extraordinariamente y en ese tiempo se fue haciendo más y más duro, hasta que la ley inexorable se cumplió y, en lugar de conservar el dinero para ayudar a otros, perdió todo cuanto había ganado y también todo lo que antes tenía. Al fin murió y fue enterrado en la fosa común.
Os aseguro que si se utiliza el poder de la oración debidamente, sin pensar en el lucro personal, sin pensar en el propio engrandecimiento, entonces se habrá hecho brotar una de las fuerzas más grandes de la Tierra, una fuerza tan grande que bastaría con que sólo unas cuantas gentes sinceras se juntaran a orar pidiendo la paz para que hubiera paz, y para que las guerras y los pensamientos bélicos no existieran ya.
Durante el espacio de tiempo que siguió a esto hubo un silencio, en tanto que asimilaban lo que yo les había dicho. Luego la mujer dijo:
—Me gustaría que se pudiera quedar aquí algún tiempo y que nos enseñara. Hemos visto un milagro, pero Alguien vino a decirnos que no habláramos de eso.
Descansé unas pocas horas, luego me vestí y escribí una carta a mis amigos funcionarios de Shanghai, diciéndoles lo que había ocurrido con mis papeles. Por correo aéreo me enviaron un nuevo pasaporte, lo que ciertamente hacía que mi situación fuera más cómoda.
También me llegó por correo aéreo la carta de una mujer muy rica.
«Desde hace tiempo —escribía— he estado tratando de encontrar su dirección. Mi hija, a la que usted salvó estando en poder de los japoneses, se halla ahora conmigo y ha recobrado por completo la salud. La salvó de ser violentada o de una suerte aún peor y quiero pagar, al menos en parte, nuestra deuda con usted. Dígame qué puedo hacer en favor suyo».
Le escribí diciéndole que deseaba regresar al Tíbet para morir.
«Tengo dinero bastante para adquirir el billete hasta un puerto de la India —le expliqué—, pero no el suficiente para atravesar ese país. Si verdaderamente desea ayudarme, págueme un billete desde Bombay a Kalimpong, en India».
Lo tomé como una broma, pero dos semanas después recibí una carta con un pasaje de primera clase y con billetes de primera clase hasta Kalimpong. Le escribí inmediatamente expresándole mi agradecimiento y diciéndole que me proponía dar el otro dinero que tenía a la familia negra que se había portado tan amistosamente conmigo.
La familia negra sintió que fuera a marcharme, pero se alegró de que, por primera vez en mi vida, fuera a viajar cómodamente. Fue tan difícil hacer que aceptaran mi dinero que, al fin, lo compartimos.
—Quiero saber una cosa —dijo la amable mujer del negro—. Usted sabía que ese dinero iba a venir, pues era para un fin bueno. ¿Mandó para conseguirlo lo que usted llama una «forma mental»?
—No —repliqué—. Eso debe haberse realizado por una fuente de energía muy alejada de este mundo.
La mujer parecía intrigada.
—Dijo que nos hablaría acerca de las formas mentales antes de partir. ¿Tiene tiempo para hacerlo?
—Sí —repliqué—. Sentaos y os contaré una historia.
Ella se sentó con las manos cruzadas. Su marido apagó la luz y se sentó también en una silla, y yo empecé a hablar.
«Por las ardientes arenas, entre los edificios de piedra gris, con el sol fulgurante sobre sus cabezas, el pequeño grupo de hombres iba vagando por las calles estrechas. Después de unos minutos se detuvieron ante una puerta de apariencia mísera; llamaron y entraron. Se pronunciaron unas cuantas frases en voz baja y luego se puso en manos de los hombres antorchas que chisporroteaban y esparcían en derredor gotas de resina. Lentamente marcharon por los corredores, descendiendo más y más en las arenas de Egipto. El aire que se respiraba era sofocante, malsano. Se metía por las narices, causando náuseas por la manera en que se adhería a la mucosa.
»Apenas si había un destello de luz, salvo la que venía de los hombres de las antorchas, que marchaban a la cabeza de la pequeña comitiva. Cuando se adentraron más en la cámara subterránea, el olor se hizo más fuerte. Olor a incienso y mirra, así como a extrañas hierbas exóticas de Oriente. También había olor a muerte y descomposición y a vegetación putrefacta.
»En la pared más distante había una colección de urnas de Canopus, que contenían los corazones y las entrañas de las personas que eran embalsamadas. Estaban cuidadosamente rotuladas, detallando exactamente el contenido y la fecha en que se cerraron. Ante ellas el cortejo pasó sin un estremecimiento apenas, siguiendo a los baños de salitre, en los cuales los cadáveres eran sumergidos durante diecinueve días. Aun entonces había cadáveres flotando en esos baños y con demasiada frecuencia algún ayudante venía a empujar al fondo los cuerpos con un largo palo y a darles vuelta. Dedicando sólo una leve mirada a estos cuerpos flotantes, la comitiva entró en la cámara más interna. Allí, descansando sobre planchas de maderas olorosas, estaba el cadáver del faraón muerto, liado estrechamente con vendajes de lino, bien espolvoreado de hierbas aromáticas y ungido con ungüentos.
»Penetraron los hombres y cuatro porteadores tomaron el cadáver, le dieron la vuelta y lo pusieron en una caja de madera ligera que había estado apoyada contra la pared. Luego, alzándola a la altura de sus hombros, salieron del aposento subterráneo, siguiendo a los portadores de antorchas, cruzaron por los baños de salitre y salieron de los aposentos de los embalsamadores egipcios. Cerca de la superficie, el cadáver fue llevado a otra habitación en la cual se filtraba una tenue luz diurna. Allí se le sacó de la tosca caja de madera y se le colocó en otra que tenía la forma exacta del cuerpo. Le colocaron las manos cruzadas sobre el pecho y se las sujetaron fuertemente con vendajes. En ellas se le puso un papiro donde se relataba la historia del muerto.
»Días después vinieron allí los sacerdotes de Osiris, de Isis y de Horus. Allí entonaron sus oraciones preliminares para conducir el alma del muerto por el Mundo Subterráneo. Allí también los hechiceros y magos del viejo Egipto prepararon sus Formas Mentales. Formas Mentales que debían guardar el cadáver del difunto e impedir que los profanadores pudieran penetrar en la tumba y perturbaran la paz del muerto.
»Por todo Egipto se proclamaron las penalidades en que incurrirían quienes violaran la tumba. Se sentenciaba en primer lugar que al violador se le arrancaría la lengua y luego se le seccionarían las manos por las muñecas. Pocos días después se le sacarían los intestinos y se le enterraría hasta el cuello en la arena ardiente, donde viviría las pocas horas que le quedaran de vida.
»La tumba de Tutankhamen se ha hecho famosa por la maldición que cayó sobre quienes la violaron. Todos cuantos penetraron en esa tumba murieron o padecieron enfermedades misteriosas e incurables.
»Los sacerdotes de Egipto poseían una ciencia que se ha perdido para el mundo actual: la ciencia de crear Formas Mentales para que realizaran tareas que estaban más allá de la capacidad del cuerpo humano. Pero esa ciencia no tiene por qué perderse, ya que cualquiera con un poco de práctica y de perseverancia puede crear formas mentales que obren para el bien o para el mal.
»¿Quién fue el poeta que escribió: “Soy el capitán de mi alma”? Este hombre expresó una gran verdad, acaso mayor de lo que él creía, pues el Hombre es ciertamente el capitán de su alma. Los occidentales han estudiado las cosas materiales, mecánicas, todo aquello que se refiere a la vida mundanal. Han tratado de explorar el Espacio, pero no han explorado el misterio más profundo de todos: la subconsciencia del Hombre. Porque el Hombre es, en un noventa por ciento, inconsciente, lo que quiere decir que el Hombre sólo es consciente en un diez por ciento. Sólo una décima parte de sus potencialidades están sujetas a sus mandatos volitivos. Si el hombre puede ser consciente en un quince por ciento, ese hombre es un genio; pero los genios de la Tierra son genios en una sola dirección. Con frecuencia resultan muy deficientes en otras.
»Se pueden crear Formas Mentales que hagan el bien, pero ha de estar uno cierto que son para el bien, porque una Forma Mental no distingue entre el bien y el mal. Hará una u otra cosa; mas las Formas Mentales malas, al fin, descargarán su venganza sobre su creador.
»La historia de Aladino es realmente la historia de una Forma Mental que él conjuró. Está basada en una de las viejas leyendas chinas, leyendas que son literalmente ciertas.
»La imaginación es la fuerza más grande de la Tierra. Pero desgraciadamente la imaginación tiene mala fama. Cuando se emplea la palabra “imaginación” se piensa maquinalmente en alguien fracasado que se entrega a inclinaciones neuróticas y sin embargo nada puede estar más lejos de la verdad.
»Todos los grandes artistas, y todos los grandes pintores, así como los grandes escritores también, tienen que poseer una imaginación brillante y controlada; de otro modo no verían las hermosas cosas que tratan de crear.
»Si en nuestra vida cotidiana podemos poner bridas a la imaginación, entonces lograremos lo que ahora se mira como milagros. Podemos, por ejemplo, tener a un ser querido que padece de cierta enfermedad, de una enfermedad que la ciencia médica no cura todavía. Esa persona puede sanar si se crea una Forma Mental que se ponga en contacto con el Yo Superior del enfermo y que ayude a ese Yo Superior a materializarse para crear nuevas partes. Así, una persona que está bajo la influencia de un estado diabético puede, debidamente ayudada, recrear las partes dañadas del páncreas que originan esa enfermedad.
»¿Cómo podemos crear una Forma Mental? Bueno, es cosa fácil. Ahora nos ocuparemos de eso. Ante todo debe uno determinar qué es lo que quiere realizar y estar seguro de que es para el bien. Luego hay que hacer entrar en función a la imaginación; debemos ver los resultados que queremos conseguir. Suponiendo que hay una persona enferma, con un órgano atacado por la enfermedad. Si vamos a hacer una Forma Mental que le sea de provecho, debemos tener la visión de la persona en pie ante nosotros. Hemos de tratar también de tener la visión del órgano afectado. Viendo ante nosotros la imagen del órgano afectado podremos tener también la visión de él de cómo se va curando gradualmente y podemos comunicar una confirmación positiva. Así, pues, creamos estas Formas Mentales viendo mentalmente a la persona e imaginando que la Forma Mental está a su cabecera y que con poderes sobrenaturales llega hasta los adentros de la persona enferma, haciendo con su contacto salutífero que la dolencia desaparezca.
»En todas las ocasiones hemos de hablar a las Formas Mentales que hemos creado con voz firme y positiva. No debe haber en ningún momento ninguna sospecha de negatividad o de incertidumbre. Hemos de hablarles en el lenguaje más sencillo y de la forma más directa posible. Debemos hablar a esa forma como hablaríamos a un niño mentalmente retrasado, porque esas Formas Mentales no poseen la razón y sólo pueden aceptar una orden directa o una afirmación simple.
»Puede haber una úlcera en algún órgano y debemos decir a esa Forma Mental: “Ahora sanarás de tal órgano a fulano de tal. Que los tejidos se suelden”. Debéis repetir esto varias veces al día y si veis con la imaginación vuestra Forma Mental yendo a hacer realmente esa tarea, entonces la realizaría sin duda. Lo hizo así con los egipcios y puede hacerlo con las gentes de hoy en día.
»Hay muchos ejemplos autorizados de tumbas por las que rondan figuras espectrales. Esto es debido a que las personas muertas u otras han pensado con tanta fuerza que han creado realmente una figura de ectoplasma. Los egipcios de los tiempos de los Faraones sepultaban los cuerpos embalsamados de éstos, pero adoptaban medidas extremas para que las Formas Mentales estuvieran vivas después de miles de años. Mataban a los esclavos, lenta, penosamente, diciéndoles que obtendrían alivio a sus sufrimientos en el otro mundo si al morir aportaban la sustancia necesaria con que crear una Forma Mental sustancial. En los archivos arqueológicos hay constancia de encantamientos y maldiciones en tumbas, y todo eso es sólo una consecuencia enteramente natural, y que obedece a leyes enteramente normales.
»Las Formas Mentales pueden ser creadas por cualquiera que tenga sólo un poco de práctica, pero primeramente se debe uno siempre concentrar para el bien en sus Formas Mentales, porque si se trata de crear una forma maligna, entonces, sin duda, esa Forma Mental se volverá contra uno y le originará los daños más graves, acaso en lo físico o en lo mental o en el estado astral».
Los días que siguieron fueron de frenesí: obtención de los visados de tránsito, preparativos finales que habían de hacerse, cosas que habían de empaquetarse y que devolver a los amigos de Shanghai. Mi cristal fue cuidadosamente embalado y vuelto allí para mi uso en el futuro, así como mis papeles chinos, los papeles que, dicho sea de paso, han visto ahora gran número de personas responsables.
Mis posesiones personales, que reduje a lo más mínimo, consistían en un traje de paño y las mudas necesarias. Ahora, no confiando en los funcionarios fronterizos, hice hacer copias fotográficas de todo: del pasaporte, de los billetes, del certificado médico.
—¿Vais a venir a despedirme? —pregunté a mis amigos negros.
—No —respondieron—. No se nos permitiría acercarnos, por el obstáculo del color.
Cuando llegó el último día fui en autobús a los muelles. Llevando mi pequeña maleta presenté el billete y tuve que enfrentarme con la demanda de dónde estaba el resto de mi equipaje.
—Esto es todo —repliqué—. No llevo nada más.
El funcionario se mostró evidentemente extrañado… y suspicaz.
—Espere un momento —murmuró, y fue presuroso a la oficina de dentro.
Varios minutos después salió acompañado de un funcionario de más categoría.
—¿Es éste todo su equipaje, señor?
—Sí —repliqué.
Frunció el ceño, miró mis billetes, comprobó los datos en los registros y luego se fue con mis billetes y el libro. Diez minutos después volvió con aire muy conturbado. Entregándome mis billetes y algunos otros papeles dijo:
—¡Es muy anormal ir hasta la India y no llevar equipaje!
Moviendo la cabeza, se alejó.
El funcionario anterior, al parecer, había decidido lavarse las manos respecto a todo aquello, porque me dio la espalda y no me respondió cuando le pregunté el lugar del barco que me correspondía. Por fin miré los nuevos papeles que tenía en la mano y vi que uno de ellos era una tarjeta de alojamiento a bordo, donde se daban todos los pormenores precisos.
Estaba a larga distancia del costado del barco y cuando llegué a él vi policías que andaban en apariencia distraídamente por allí, pero que observaban cuidadosamente a los pasajeros. Me adelanté, mostré mi billete y subí por la plancha. Un par de horas después vinieron dos hombres a mi camarote y me preguntaron por qué no llevaba equipaje.
—Pero, querido señor, creía que era éste el país de la libertad —le dije—. ¿Por qué he de ir cargado de equipaje? Lo que yo lleve es asunto mío, sin duda.
Estuvieron refunfuñando y murmurando, mientras manejaban con los papeles. Uno dijo:
—Bueno, tenemos que asegurarnos de que todo está en orden. El empleado creía que trataba de escapar de la justicia al no llevar equipaje alguno. Intentábamos sólo ponerlo en claro.
Señalé hacia mi maleta.
—Esto es todo cuanto necesito; con esto llegaré a la India y allí podré tomar otro equipaje.
Me miró con expresión de alivio.
—Ah, así, pues, ¿tiene otro equipaje en la India? Eso está muy bien.
Sonreí para mis adentros mientras pensaba: «Las únicas veces que he tenido dificultades para entrar o salir de un país fue cuando lo hice legalmente, cuando tenía todos los papeles que la burocracia exige».
La vida a bordo de un barco es monótona. Los otros pasajeros tenían mucha conciencia de clase y la historia «del que había traído sólo una maleta», al parecer, me puso al margen de la sociedad humana. Por no someterme a las normas del esnobismo me encontré tan solo como si estuviera en la celda de una prisión, pero con la gran diferencia de que podía ir de aquí para allá. Era divertido ver a los otros pasajeros que llamaban al camarero para que pusiera sus sillas un poco más allá de donde yo estaba.
Navegamos desde el puerto de Nueva York hasta el estrecho de Gibraltar, cruzamos el Mediterráneo, tocamos en Alejandría y luego fuimos a Port Said, navegando por el canal de Suez hasta entrar en el mar Rojo. El calor me hacía sufrir mucho —el mar Rojo casi humeaba—; pero al fin llegamos al término del viaje y, atravesando el mar de Arabia, atracamos finalmente en Bombay. Tengo unos pocos amigos en esta ciudad, sacerdotes budistas y otros. Pasé una semana en su compañía, antes de proseguir mi viaje a través de la India hasta Kalimpong. Esta población estaba llena de espías comunistas y de reporteros de prensa. A los recién llegados les hacían la vida imposible debido a las preguntas incesantes y sin sentido; preguntas a las que nunca contesté, limitándome a seguir haciendo lo que hacía. Esta propensión de los occidentales a inmiscuirse en los asuntos de los otros era una verdadera contrariedad para mí y realmente no la comprendo.
Me alegré de salir de Kalimpong y adentrarme en mi país, el Tíbet. Me esperaba y salió a mi encuentro un grupo de altos lamas, disfrazados de monjes mendicantes y de mercaderes. Mi salud había empeorado bruscamente y necesitaba frecuentes descansos y reposo. Al fin, unas diez semanas después, llegamos a una recoleta lamasería a gran altura en el Himalaya, desde la que se dominaba el valle de Lhasa; una lamasería tan pequeña y tan inaccesible que los comunistas chinos no se preocuparon de ella.
Durante unos días descansé, tratando de ganar un poco de mi fuerza, de reposar y de meditar. Estaba ahora en mi «casa» y era feliz por primera vez desde hacía años. Los engaños y traiciones de los occidentales me parecían sólo una pesadilla. Diariamente, en pequeños grupos, venían a hablarme de los acontecimientos del Tíbet y a escucharme cuando les hablaba del extraño y áspero mundo de más allá de nuestras fronteras.
Asistí a todos los servicios, encontrando alivio y solaz en los ritos familiares. Sin embargo, yo era un hombre aparte, uno que estaba a punto de morir para vivir de nuevo. Un hombre que iba a emprender una de las más extrañas experiencias que le caben en suerte a una criatura. Sin embargo, ¿era tan extraño? Muchos de nuestros Adeptos superiores lo hacen de vida en vida. El Dalai Lama mismo lo hizo, una y otra vez, ocupando el cuerpo de un recién nacido. Pero la diferencia consistía en que yo iba a ocupar el cuerpo de un adulto, a amoldar su cuerpo al mío, cambiando molécula por molécula del cuerpo completo, no sólo el ego.
Miré desde mis ventanas sin cristales a la ciudad de Lhasa, tan distante allá abajo. Era duro admitir que los odiados comunistas se habían apoderado de ella. Hasta ahora estaban tratando de atraerse a los jóvenes tibetanos mediante asombrosas promesas. Le llamábamos a esto «la miel sobre el cuchillo»; cuanto antes se lame la miel, tanto más pronto la afilada hoja queda al descubierto. Las tropas chinas montaban la guardia en el Pargo Kaling, tropas chinas montaban también la guardia a la entrada de nuestros templos; como piquetes de huelga en el mundo occidental se mofaban de nuestra vieja religión. Los monjes habían sido insultados y hasta maltratados y se estimulaba a los campesinos y pastores ignorantes a que hicieran lo mismo.
Aquí estábamos a salvo de los comunistas, en este casi inescalable precipicio. En torno nuestro toda aquella zona estaba llena de cuevas y sólo existía un sendero entre precipicios que llegaba serpenteando hasta el mismo borde del monte a pico, donde el que resbalara caería de una altura de más de seiscientos metros. Aquí, cuando se aventuraba uno a salir al aire libre, se usaban unas ropas grises que se confundían con la superficie de la roca y que nos ocultaban de las posibles miradas de los chinos que usaran prismáticos.
Allá muy lejos podía ver a especialistas chinos con teodolitos y postes de medición. Trepaban por allí como hormigas, colocando estaquillas en el terreno y haciendo anotaciones en sus libros. Pasó un monje ante un soldado y éste le pinchó con la bayoneta en una pierna. A través de prismáticos de veinte aumentos —mi único lujo— que había traído podía ver cómo la sangre manaba, así como la sonrisa sádica en el rostro del chino. Esos gemelos eran buenos, pues descubrían el altivo Potala y mi Chakpori. Pero algo me andaba por el trasfondo de la mente, algo que allí faltaba. Enfoqué los prismáticos y miré de nuevo. Sobre las aguas del lago del Templo de la Serpiente nada se movía. En las calles de Lhasa no había perros rebuscando desperdicios en los montones de basura. Ni gallinas silvestres ni perros.
Me volví hacia el monje que estaba a mi lado.
—Los comunistas los van matando a todos para comérselos. Los perros no trabajaban y por consiguiente no debían comer, decían los comunistas, pero en cambio podían prestar un servicio al proporcionar alimento. Ahora es delito tener perros, gatos u otro animal doméstico de cualquier género por capricho.
Miré horrorizado al monje. ¿Era eso un delito? Instintivamente volví a mirar hacia Chakpori.
—¿Qué ocurrió con nuestros gatos de allí? —pregunté.
—Los mataron y se los comieron —fue la respuesta.
Suspiré y pensé: «Ah, si pudiera decirse a la gente la verdad acerca del comunismo, de cómo tratan en realidad a la gente… Si los occidentales no fueran tan remilgados…».
Pensé en la comunidad de monjas de la que había sabido tan recientemente noticias por un alto lama que encontró a la única superviviente de ella y que escuchó el relato de boca de ésta antes de que muriera en sus brazos. Le dijo que la comunidad a la que pertenecía fue invadida por una partida colérica de soldados chinos. Habían profanado los objetos sagrados y robado todo lo que era de valor. A la anciana Superiora la habían desnudado y frotado con manteca. Luego le prendieron fuego, y rieron y vociferaron de gozo al oír sus gritos. Al fin su pobre cadáver ennegrecido yació sobre el suelo y un soldado le introdujo la bayoneta a todo lo largo del cuerpo, para estar seguro de que había muerto.
Las monjas ancianas fueron desnudadas también y las atravesaron con hierros candentes, de modo que murieron en el tormento. Las monjas jóvenes fueron violadas unas delante de las otras, cada una de ellas cosa de veinte o treinta veces en los tres días que permanecieron allí los soldados. Luego, éstos se cansaron de la «diversión» o quedaron exhaustos, porque se volvieron contra las mujeres con un último arrebato de brutalidad. Unas fueron cortadas en pedazos y otras abiertas en canal. Mientras que algunas, aún desnudas, fueron echadas fuera, a sufrir el frío más cruel.
Un pequeño grupo de monjes que iba de viaje a Lhasa se las había encontrado y había tratado de ayudarlas, dando a las mujeres sus propias ropas y tratando de conservar los leves destellos de su vida parpadeante. Pero soldados comunistas chinos, también camino de Lhasa, se encontraron con ellos y trataron a los monjes con tan brutal salvajismo que no puede ponerse en letras de imprenta. Los monjes mutilados, sin esperanza de salvación, fueron puestos en libertad desnudos, sangrando, hasta que murieron por la hemorragia. Sólo había sobrevivido una mujer; cayó en una zanja y quedó oculta por las banderas de oración que los chinos habían arrancado de sus postes. Al fin, el lama y su acólito auxiliar habían llegado al lugar de la espantosa escena y ambos habían escuchado todo el relato de labios de la monja moribunda.
«Ah, digamos al mundo occidental los horrores del comunismo», pensé. Pero, como yo aprendí tardíamente a mi propia costa, en Occidente no se puede ni escribir ni decir la verdad. Todos los horrores han de ser suavizados y todo ha de tener una pátina de «decencia». ¿Son los comunistas «decentes» cuando violan, mutilan y matan? Si las gentes de Occidente pudieran escuchar los verdaderos relatos de esos que han sufrido, se ahorrarían ellos ciertamente esos horrores, porque el comunismo es insidioso como el cáncer y mientras la gente se halle dispuesta a creer que esos cultos espantosos son meramente diferencias políticas, existirá un peligro para los occidentales. Como alguien que ha sufrido quisiera decir: muéstrese a la gente por la imprenta y por la imagen (pese a todo lo horrible que sea) lo que está ocurriendo tras el Telón de Acero.
Mientras estaba cavilando sobre estas cosas, y escrutando a ratos el paisaje que tenía delante, entró en el aposento un anciano encorvado que caminaba con un bastón. Su rostro estaba arrugado por el sufrimiento y los huesos se destacaban ostensiblemente, cubiertos sólo por la piel, apergaminada y mustia. Me di cuenta de que era ciego y me levanté a tomarle del brazo. Las cuencas de sus ojos relucían como orificios rojos y coléricos y sus movimientos eran inseguros, como lo son los de aquellos que han cegado recientemente. Le senté a mi lado y cortésmente retuve su mano, pensando en que aquí, en este país invadido, no teníamos ahora nada con qué aliviar los dolores de sus cuencas vacías e inflamadas.
Sonrió pacientemente y dijo:
—Hermano, estarás extrañado al ver mis ojos. Iba por el Camino Sagrado y estaba haciendo mis postraciones ante el Santuario. Cuando me puse en pie y miré hacia el palacio de Potala, tuve la desgracia de que en la dirección de mi mirada se hallase un oficial chino. Me acusó de estarle mirando con altivez, con aire ofensivo, y fui atado con una cuerda a la trasera de su coche y arrastrado por el suelo hasta la plaza. Allí me rodearon los espectadores y delante de ellos me sacaron los ojos y me los arrojaron al rostro. Mi cuerpo, como podrás ver sin duda, tiene muchas heridas mal curadas. Otros me trajeron aquí y ahora estoy contento de poder saludarte.
Quedé boquiabierto de horror, cuando se abrió las ropas, pues su cuerpo era una masa en carne viva, por haber sido arrastrada por la carretera. Conocía bien a aquel hombre. Bajo su dirección siendo él acólito, había estudiado las cosas del espíritu. Lo había tratado también siendo él lama, pues fue uno de mis patrocinadores, uno de los lamas que estuvo presente cuando viajé por las profundidades de Potala, para someterme a la Ceremonia de la Muerte Pequeña. Ahora estaba sentado a mi lado y comprendí que su muerte no estaba lejana.
—Has viajado lejos y has visto y sufrido mucho —dijo—. Ahora mi última tarea en esta encarnación es ayudarte a tener un vislumbre, por medio de los Archivos Akáshicos, de la vida de cierto inglés que está muy impaciente por dejar el cuerpo que tú has de tomar. Vas a tener vislumbres sólo, porque eso exige muchas energías y ambos estamos escasos de fuerzas —se detuvo, luego, con una leve sonrisa, continuó—: El esfuerzo va a acabar con mi vida presente, pero me alegro de tener ocasión de adquirir méritos mediante esta última tarea. Gracias, hermano, por haberla hecho posible. Cuando vuelvas del viaje astral, me hallarás muerto a tu lado.
¡El Archivo Akáshico! Qué fuente de conocimientos más maravillosa era. Qué tragedia es que no se investiguen sus posibilidades en lugar de preocuparse tanto de las bombas atómicas Todo cuanto hacemos, todo lo que acontece, queda indeleblemente impreso en el Akasha, ese medio sutil que impregna todo lo material. Cada movimiento que se produce sobre la Tierra desde que ésta existe, es asequible para aquéllos con la preparación necesaria. Para quienes tienen abiertos los «ojos», la historia del mundo yace ante su vista. Una vieja predicción dice que al fin de este siglo, los científicos serán capaces de utilizar el Archivo Akáshico para contemplar la historia. Sería interesante saber lo que Cleopatra dijo verdaderamente a Antonio y cuáles fueron las famosas observaciones de Mr. Gladstone. Para mí sería delicioso ver el rostro de mis críticos cuando se den cuenta de lo necios que son en realidad, cuando tengan que admitir, al fin, que era verdad lo que yo escribía. Pero, es triste decirlo, ninguno de nosotros estará aquí entonces.
Mas ¿este Archivo Akáshico puede ser explicado con más claridad?
Todo cuanto acontece «queda impreso» en él por ese medio que penetra hasta el aire. Una vez que se ha producido un ruido o se ha iniciado una acción, queda allí para siempre. Con instrumentos adecuados cada cual puede verlo. Mirarlo en términos de luz o de esas vibraciones que llamamos luz y visión. La luz viaja a cierta velocidad. Como todo científico lo sabe, vemos por la noche estrellas que hace tiempo dejaron de existir. Algunas de esas estrellas se hallan tan distantes, que su luz, la que ahora nos está llegando, pudo haber comenzado a viajar antes de que la Tierra existiera. No tenemos medio de saber si la estrella murió hace un millón de años o cosa así, porque su luz nos seguirá llegando acaso durante otro millón de años más. Será más fácil recordar los sonidos. Vemos el destello del relámpago y oímos el ruido del trueno poco después. Es la lentitud del sonido lo que origina el retraso al oírlo, después de haber visto el relámpago. Es la lentitud de la luz lo que hace posible un instrumento para «ver» el pasado.
Si pudiéramos trasladarnos en el acto a un planeta tan distante que se precisara un año de luz para llegar a él, desde el planeta de donde acabamos de partir, entonces podríamos ver la luz que partió de él hace un año.
De contar con algunos telescopios superpotentes, supersensibles, aún imaginarios, con los cuales se pudiese enfocar cualquier parte de la Tierra, podríamos ver desde allí los acontecimientos terrestres ocurridos hace un año. Admitida la posibilidad de trasladarnos con nuestro supertelescopio a un planeta tan distante que la luz de la Tierra tardara un millón de años en llegar; entonces seríamos capaces de ver la Tierra tal y como fue hace un millón de años. Alejándonos más y más, en un instante, por supuesto, tendríamos que llegar finalmente a un punto desde donde pudiésemos ver el nacimiento de la Tierra y hasta el nacimiento del Sol.
El Archivo Akáshico nos permite eso precisamente. Mediante un adiestramiento especial, podemos trasladarnos al mundo astral, donde el Tiempo y el Espacio no existen, donde dominan otras dimensiones. Entonces se ve todo. ¿Otro Tiempo y otro Espacio? Como un sencillo ejemplo, supongamos que tenemos un hilo delgado de un kilómetro de longitud, un hilo de coser, si queréis. Hemos de pasar de un lado del hilo al otro. Tal y como son las cosas en la Tierra, no podemos movernos de parte a parte del hilo ni alrededor de él. Tendremos que movernos todo a lo largo de su superficie hasta el extremo, a la distancia de un kilómetro y regresar por el otro lado, andando otro kilómetro. El viaje es largo. Pero en lo astral nos podemos mover de parte a parte. Es un ejemplo muy simple, pero moverse a través del Archivo Akáshico es sencillo, cuando se sabe cómo.
El Archivo Akáshico no puede utilizarse para fines erróneos, no puede emplearse para obtener información que pueda dañar a otro. Sólo con un permiso especial puede uno ver y después discutir los asuntos privados de una persona. Aun cuando, naturalmente, uno puede ver y discutir esas cosas que son propiamente el tema de la historia. Ahora yo iba a ver vislumbres de la vida privada de otro y luego tenía que decidir finalmente si debía ocupar ese otro cuerpo en sustitución del mío. Éste estaba rápidamente fallando, para poder cumplir la tarea que me estaba encomendada, y tenía que tener un cuerpo para «salir del paso», hasta que cambiara sus moléculas haciéndolas mías.
Quedé en espera de que el lama ciego hablara.