Capítulo Quinto
El coche siguió rodando, embravecido, con una fuerza que ningún paso de montaña, podía detener ni obstaculizar. Mi pasajero permanecía silencioso a mi lado, hablando sólo de vez en cuando para indicar algún lugar característico del paisaje o alguna belleza sobresaliente. Nos acercábamos a los alrededores de Martigny y dijo:
—Como hombre astuto que es usted, lo habrá adivinado: soy funcionario del Gobierno. ¿Quiere concederme el placer de cenar en mi compañía?
—Estaría encantado, señor —repliqué—. Tenía el propósito de seguir hasta Aigle antes de detenerme, pero me quedaré en esta ciudad, sin embargo.
Seguimos, él guiándome, hasta que llegamos a un hotel de lo mejor. Mi equipaje fue introducido, llevé el coche al garaje y di instrucciones para el servicio.
La comida fue algo deleitable. Mi expasajero, ahora huésped, era un conversador interesante, una vez que había vencido sus sospechas iniciales en cuanto a mí. Uno de los viejos principios tibetanos es que «Ángel que escucha más, aprende más» y le dejé que hablase. Se refirió a las aduanas y me contó un caso recientemente ocurrido de un coche de lujo que tenía falsos paneles, tras de los cuales llevaba un almacén de narcóticos.
—Yo soy un turista común y corriente —dije— y una de las cosas que más me desagradan en mi vida son las drogas. ¿Quiere hacer que examinen mi coche para ver si tiene paneles falsos? Me ha hablado de un caso donde esos paneles habían sido instalados sin enterarse el dueño. —Ante mi insistencia, el coche fue llevado al local de la policía y dejado allí durante la noche para que lo examinaran. Por la mañana fui recibido como un viejo amigo de toda confianza. Habían examinado el coche y no le encontraron falta. Vi que la policía suiza era cortés y amable y que estaban siempre prontos a ayudar a cualquier turista.
Seguí rodando, a solas con mis pensamientos, preguntándome qué sería lo que el futuro me tenía reservado. Más durezas y contrariedades, eso lo sabía, porque todos los Videntes habían insistido sobre ello. Tras de mí, en el compartimiento de equipajes llevaba las maletas de alguien, de cuyos papeles me había adueñado. No tenía parientes conocidos, al parecer, y como yo, había estado solo en el mundo. En esas maletas suyas —mías ahora— tenía unos cuantos libros sobre maquinaria naval. Detuve el coche y saqué el manual. Mientras conducía, iba recitándome varias de las reglas que, como maquinista naval debía conocer. Hice el propósito de tomar un barco de alguna otra línea. El libro de sus servicios me mostraría las líneas que debía evitar por temor a ser reconocido.
Los kilómetros iban quedando a mis espaldas. Aigle, Laussanne y atravesando la frontera, Alemania. Los guardias fronterizos alemanes eran muy concienzudos, registraron todo, hasta el número del motor y de los neumáticos. Eran también severos y malhumorados.
Seguí conduciendo. En Karlsruhe fui a la dirección que me habían dado y me dijeron que el hombre a quien iba a ver estaba en Ludwigshagen. Allí, en el mejor hotel, encontré al americano.
—Ah, Gee, Bud —dijo—, no puedo conducir el auto por los caminos de las montañas; mis nervios están en muy mal estado. Por beber demasiado, me figuro.
También me «figuré» yo eso. Su habitación del hotel parecía un bar extraordinariamente bien provisto y con el complemento de ¡una camarera! Ésta tenía más que mostrar —y lo mostraba— que aquella que había dejado en Italia. Había solamente tres pensamientos en su cabeza: los marcos alemanes, la bebida y el sexo. Y en ese orden. El americano quedó muy complacido con el estado del coche, sin un arañazo e impecablemente limpio. Me mostró su estima mediante un considerable obsequio de dólares americanos.
Trabajé para él durante tres meses, conduciendo camiones enormes a varias ciudades y volviendo con coches que habían sido reacondicionados o reconstruidos. No sabía qué era todo aquello, ni lo sé aún, pero me pagaban bien y tenía tiempo para estudiar mis libros de mecánica naval. En las varias ciudades visitaba los museos locales y examinaba cuidadosamente los modelos de barcos y los de maquinarias navales.
Tres meses después vino el americano al modesto cuartito que había alquilado y se dejó caer en la cama, apestando la habitación con el cigarro humeante.
—Gee, Bud —dijo—. ¡Sin duda no le gusta el lujo! La celda de una prisión americana es más cómoda que esto. Tengo para usted un trabajo, un trabajo importante. ¿Lo desea?
—Si puede llevarme más cerca del mar, a Le Havre o a Cherbourg, sí.
—Bueno, éste le llevará a Verdún y es completamente legal. Tengo un aparato con más ruedas que patas tiene una oruga. Es algo disparatadamente difícil de conducir. Supone un montón de dólares.
—Acláreme más esto —repliqué—. Ya le he dicho que puedo conducir lo que quiera. ¿Tiene licencia de aduanas para que entre en Francia?
—Sí —dijo—. He estado esperando tres meses para conseguirla. Le hemos tenido a usted entretanto aquí en conserva y permitiéndole que ganara algo para sus gastos. Pero nunca pensé que viviera en un cuchitril como éste.
Se levantó y me hizo un ademán para que le siguiera. Tenía en la puerta su coche y en él su amiga.
—Conduzca usted —dijo, poniéndose atrás con la mujer—. Yo le indicaré el camino.
Nos detuvimos en lo que parecía ser un aeródromo abandonado en las afueras de Ludwigshagen. Allí, en un enorme cobertizo estaba la máquina más extraña que había visto jamás. Parecía consistir, principalmente, en unas vigas de hierro amarillas montadas sobre toda una serie de ruedas de unos dos metros y medio. A una altura absurda sobre el nivel del suelo, había una pequeña cabina encristalada. El aparato llevaba detrás otros hierros en forma de reja y una enorme cuchara de acero. Cautelosamente trepé hasta el asiento.
—¡Eh! —Vociferó el americano—, ¿no quiere el manual? —Tendió el brazo y me paso el folleto con las instrucciones para aquellos aparatos—. Tuve uno —dijo— a quien mandé entregar un camión de barrer calles nuevo. No quiso leer el manual, y, cuando llego a su destino se encontró con que había tenido funcionando todo el tiempo los cepillos y los había gastado. No quiero que estropee usted toda la carretera de aquí a Verdún.
Hojeando el librito puse pronto el aparato en marcha. Armaba un estruendo como el de un avión al despegar. Cuidadosamente metí la palanca y la máquina gigantesca salió pesadamente del cobertizo y siguió por lo que había sido un camino. Fui y volví varias veces para acostumbrarme a los mandos de la máquina y cuando daba vueltas para regresar al cobertizo se acercó un coche de la policía alemana. Salió de él un policía, un sujeto de aspecto brutal que parecía acabar de quitarse el brazalete de la Gestapo.
—Está conduciendo eso sin ayudante —vociferó.
«¿Ayudante? —pensé—. ¿Se creerá que necesito un guardián?». Fui con el vehículo a su lado.
—¿Qué le pasa? —grité—. Esto es una propiedad privada. ¡Largo de aquí!
Con gran sorpresa de mi parte lo hizo. Se metió en el coche y condujo hasta salir del terreno.
El americano fue hacia él.
—¿Qué bicho le ha picado, Bud? —dijo.
—He venido a decirles que esa máquina sólo puede conducirse por las carreteras si el chófer va acompañado de un ayudante que vigile el tráfico de atrás. Y sólo puede transitar de noche, a menos que lleve un coche de la policía delante y otro detrás.
Por un momento creí que iba a gritar «Heil, Hitler». Luego se dio vuelta, se metió en el coche y partió.
—Gee —dijo el americano—, esto es verdaderamente encantador. ¡Ya está hecho! Tengo un alemán que se llama Ludwig…
—No me conviene —exclamé acaloradamente—. Nada de alemanes. Son demasiado voluminosos para mí.
—Muy bien, Bud, muy bien. No habrá alemán. Tómelo con calma, no se sulfure. Tengo un francés que le gustará. Se llama Marcel. Venga. Iremos a verle.
Aparqué la máquina en el cobertizo, la inspeccioné para ver que todo estuviese seguro y me largué cerrando la puerta.
—¿No se siente nunca desconcertado? —Dijo el americano—. Será mejor que nos lleve.
Hubo que pescar a Marcel en un bar. A primera vista creí que le había pisoteado la cara un caballo. Un segundo vistazo me convenció de que su cara estaría mejor de haberla pisoteado un caballo. Marcel era feo. Lamentablemente feo, pero tenía algo que me agradó a simple vista. Durante algún tiempo estuvimos sentados en el coche, discutiendo las condiciones; luego yo volví a conducir la máquina para acostumbrarme así a ella. Cuando iba pesadamente por la carretera vi un coche viejo y maltratado que venía hacia allí. Marcel saltó de él, agitando los brazos frenéticos. Detuve la máquina a su lado sin parar el motor.
—Ya lo tengo, ya lo tengo —exclamaba emocionado.
Con muchas gesticulaciones volvió a su coche y casi se rompe la cabeza al meterse por la baja portezuela. Restregándosela y murmurando terribles imprecaciones contra los fabricantes de coches pequeños, revolvió en el asiento de atrás y sacó un gran paquete.
—Comunicación interior —gritó. Gritaba siempre, aun cuando estuviera a dos pasos—. Comunicación interior. Hablaremos, ¿eh? Usted aquí, yo allí, el hilo por medio, charlaremos todo el tiempo, ¿eh? —Gritando a más no poder, saltó encima de la excavadora, tendiendo hilos y trastos por todas partes—. Usted puede quedarse con el casco auricular, ¿no? —gritó—. Así me oirá mucho mejor. Yo tendré el micro.
Por el alboroto que estaba armando llegué a la conclusión de que no era preciso ningún teléfono interno; su voz llegaba perfectamente sobre el trepidar de la poderosa maquinaria.
Volví a marchar de nuevo con ella, ejercitándome en las vueltas, acostumbrándome a aquello. Marcel hacía equilibrios sin dejar de charlar, yendo desde la delantera a la trasera de la máquina, pasando los alambres en torno de las vigas de hierro. Vino luego a mi «torre de mando», y metiendo un brazo por una ventana abierta, me golpeó en la espalda y vociferó:
—El casco auricular, ¿se lo pone? Así oirá bien. Espere a que vuelva —trepó por los hierros, se dejó caer en su asiento al extremo de la máquina y gritó en el micrófono—: ¿Oye bien? ¿Sí? Allá voy. —En su alboroto había olvidado que yo también tenía micrófono. Casi antes de que me repusiera de la sorpresa, estaba de vuelta, dando golpecitos en la ventanilla—. ¿Bien? ¿Bien? ¿Oye bien?
—Miren —dijo el americano—, deben salir esta noche, muchachos. Aquí están todos los papeles. Marcel sabe cómo hay que ir a París con la posibilidad de ganar francos en el camino. Sin duda estuvo bien que se conocieran.
El americano se alejó de mí y de mi vida. Acaso lea estas líneas y se ponga en contacto conmigo a través de los editores. Yo me fui a mi aposento solitario y Marcel al establecimiento local de bebidas. Durante el resto del día, dormí.
Con la llegada de la obscuridad, hice una comida y marché al cobertizo. Mi equipaje estaba reducido a lo más estricto y lo acomodé en el espacio que quedaba tras de mi asiento. El motor se puso en marcha a una presión satisfactoria. El indicador del depósito de combustible decía: «Lleno». El alumbrado marchaba normalmente. Saqué poco a poco la máquina al espacio libre y anduve por la pista para calentar el motor. La luna se alzaba más y más. Ni señales de Marcel. Con el motor parado descendí y estuve paseando. Después de largo tiempo avanzó un coche hacia allí y salió Marcel.
—Fiesta —vociferó—, una fiesta de despedida. ¿Salimos ahora?
Contrariado volví a poner en marcha el motor, encendí las luces de gran potencia y eché a rodar por la carretera. Marcel gritaba tanto que acabé por quitarme los auriculares, que colgaron de mi cuello, y no volví a acordarme de él. Unos kilómetros más allá, un coche de la policía alemana se detuvo delante de mí.
—Su vigía está dormido. Está usted faltando al reglamento por rodar sin alguien que vigile la parte de atrás.
Marcel saltó de golpe:
—¿Yo? ¿Yo dormido? No ve usted bien, policía. Porque voy sentado cómodo se entromete.
El policía se acercó a mí y olfateó mi aliento con cuidado.
—No, es un santo —dijo Marcel—. No bebe. Mujeres tampoco —añadió como si lo hubiera pensado luego.
—Sus papeles —dijo el policía. Los examinó cuidadosamente, buscando algún pretexto para armar jaleo. Luego vio mis documentos de maquinista naval americano—. Bueno, no queremos tropiezos con su cónsul. En marcha.
Devolviéndome los papeles, como si estuvieran contaminados por una plaga, se apresuró a volver al coche y salió disparado. Después de decirle cuatro cosas a Marcel, lo mandé que volviera a su sitio y seguimos marchando en medio de la noche. A poco más de treinta kilómetros la hora, que era la velocidad a la cual tenía instrucciones de ir, los ciento doce kilómetros hasta la frontera francesa parecían interminables. Cerca de Saarbrucken paramos, puse la máquina a un lado del camino, de modo que no entorpeciera el tráfico, y me dispuse a pasar allí el día. Después de comer, cogí nuestra documentación y fui al puesto de la policía local con el fin de obtener licencia para el paso de la frontera. Con un motorista de policía delante y otro detrás, fuimos por las carreteras hasta llegar a la Aduana.
Marcel estaba en su elemento, charlando con sus compatriotas. Llegué a entender que entre él y uno de los aduaneros que conoció en «la Resistencia», habían ganado casi solos la guerra. Con nuestros papeles en regla, se nos permitió pasar a territorio francés. El aduanero amigo de Marcel retuvo a éste todo el día y yo me acomodé junto a los travesaños de la máquina y me dormí.
Tarde, tardísimo, Marcel volvió escoltado por dos policías franceses. Haciéndome un guiño, le ataron al asiento, enteramente sin sentido, y jovialmente me hicieron señas de que partiera. Salí bramando en las tinieblas, con una potente máquina a mis espaldas y un vigía borracho en retaguardia. Estuve todo el tiempo pendiente de que apareciera algún coche policía de patrulla. Llegó uno zumbando, se asomó un agente por la portezuela, hizo un gesto despectivo hacia Marcel, me saludó con la mano… y salió disparado.
Ya había dejado a Metz bien atrás, y Marcel no daba señales de vida. Me eché a un lado de la carretera, bajé y fui a verle. Estaba completamente dormido. Por mucho que se le sacudiera no se despertaba, así que seguí conduciendo. Cuando amanecía crucé por las calles de Verdún y entre en un amplio aparcadero que era mi lugar de destino.
—¡Lobsang! —Gritó una voz somnolienta desde la trasera—, si no se pone en marcha, llegaremos tarde.
—¿Tarde? —dije—. ¡Estamos en Verdún!
Hubo un silencio total. Luego una explosión:
—¿Verdún?
—Escuche, Marcel —le dijo—, le han traído borracho e incapaz de hacer nada. Se le ató al asiento. He tenido que hacer yo todo. Tuve que averiguar el camino. Ahora va a ir a traerme el desayuno. Vivo.
Marcel, muy afligido, se largó por la calle adelante para regresar finalmente con el desayuno.
Cinco horas después, un hombre moreno vino en un viejo «Renault». No nos dijo una palabra. Dio vueltas en torno de la excavadora, inspeccionándola cuidadosamente, buscando algún arañazo, o algo de que pudiera quejarse. Sus gruesas cejas se juntaban como una barra sobre el puente de la nariz, una nariz que había sido rota alguna vez y mal recompuesta. Al fin se acercó a nosotros.
—¿Quién es el conductor? —dijo.
—Soy yo —respondí.
—Te llevarás esto de nuevo a Metz —volvió a decir.
—No —fue mi respuesta—. Me han pagado para traerlo aquí. Toda la documentación está hecha para eso. Yo he terminado mi trabajo.
El rostro se le enrojeció por la cólera y, con gran consternación mía, sacó del bolsillo una navaja de muelles. Fui capaz de desarmarle con facilidad; la navaja voló por encima de mi espalda y el hombre moreno quedó tirado de espalda. Con gran sorpresa mía, cuando miré en torno, vi que había venido una verdadera muchedumbre de obreros.
—Ha derribado al patrono —dijo uno—. Debe haberle cogido por sorpresa —murmuró otro.
De modo violento, como una pelota de goma que rebotara, el hombre moreno se irguió del suelo. Precipitándose en el taller de reparaciones sacó una barra de acero con un garfio en la punta y se abalanzó sobre mí, tratando de partirme el cuello. Me eché de rodillas, le agarré por las suyas y tiré. Dio un grito terrible y cayó al suelo con una pierna rota. La barra de acero se le escapó de la mano y resbaló por el suelo y retiñó al chocar contra algo metálico.
—Bueno, patrono —le dije, cuando me puse en pie—. Tú no eres patrono mío, ¿eh? Ahora presenta tus excusas o te golpearé un poco más. Pretendías asesinarme.
—Busca un médico, busca un médico —gemía—. Me estoy muriendo.
—Discúlpate primero —dije fieramente— o lo que vas a necesitar será un enterrador.
—¿Qué pasa aquí? ¿Eh? ¿Qué es esto? —Dos policías franceses se abrieron paso entre la multitud para mirar a «el Patrono» en tierra, y rieron estruendosamente—. ¡Ja, ja! —exclamó uno—. Ha dado con alguien que podía más que él. Por fin. Esto vale por todas las molestias que nos ha ocasionado.
El policía me miró con respeto y luego me pidió mis papeles. Satisfechos en cuanto a esto, y después de oír la referencia que dieron los presentes, los policías volvieron la espalda y se fueron. El expatrono se disculpó, con lágrimas de contrariedad y entonces me arrodillé a su lado, le acomodé la pierna y se la sujeté con dos tablas de una caja de embalaje, a modo de entablillado. Marcel había desaparecido. Huyendo del jaleo, se alejó para siempre de mi vida.
Mis dos maletas eran pesadas. Las bajé de la excavadora y fui con ellas calle adelante hacia otra etapa de mi viaje. Ni tenía trabajo ni conocía a nadie. Marcel demostró ser un bueno para nada, con el cerebro conservado en alcohol. Verdún no me atraía en absoluto en esos momentos. Detuve a uno y otro pasante para preguntarles cómo podía ir a la estación del ferrocarril, a fin de dejar las maletas. Todos parecían creer que yo estaría más a mis anchas buscando los campos de batalla que buscando la estación, pero, al fin logré obtener las señas. Fui andando trabajosamente por la rue Poincaré, descansando con demasiada frecuencia y preguntándome qué podría tirar del equipaje para aligerarlo. ¿Libros? No, tenía que guardarlos muy cuidadosamente. ¿El uniforme de marino mercante? Indudablemente, no. A disgusto llegué a la conclusión de que tenía sólo cosas indispensables. Al pasar por la plaza Chevert iba muy fatigado. Di vuelta a la derecha y llegué al Quai de la Republique. Mirando el tráfico del río Meuse y pensando en los barcos, decidí sentarme un rato a descansar. Un gran «Citroen» se deslizó silenciosamente, acortó la marcha y se detuvo por fin a mi lado. Un hombre alto, de cabello negro, me miró unos momentos y salió del coche. Viniendo hacia mí, dijo:
—¿Es usted el hombre que merece nuestra gratitud por haber vencido «al Patrono»?
—Sí, lo soy. ¿Necesita algo más?
El hombre, riendo, repuso:
—Ha estado aterrorizando la comarca durante años. Hasta la policía estaba amedrentada de él. Decía haber hecho grandes cosas en la guerra. Bueno, ¿necesita trabajo?
Antes de replicar miré a aquel hombre atentamente.
—Sí —dije—, si es legal.
—El trabajo que puedo ofrecerle es completamente legal —se detuvo y sonrió—. Ya ve que estoy enterado de todo lo referente a usted. Marcel tenía instrucciones de traerlo a mi presencia, pero huyó. Conozco su viaje por Rusia y los otros viajes que ha hecho desde entonces. Marcel me entregó una carta del americano, referente a usted y huyó de mí como había huido de usted.
«Qué trama», pensé. Sin embargo me consolé; aquellos europeos hacían las cosas de una manera diferente que nosotros los orientales.
El hombre moreno me hizo un ademán.
—Ponga sus maletas en el coche y le llevaré a almorzar. Así hablaremos.
Esto es razonable, ciertamente. Al menos podía librarme de aquellas horribles maletas durante un rato. Satisfecho las puse en el compartimiento de equipajes y luego me senté en el asiento inmediato al suyo. Condujo hacia el hotel de más renombre. Con muchas exclamaciones ante mis modestas demandas en cuestión de refrigerio, abordó la cuestión:
—Hay dos señoras ancianas, una de ochenta y cuatro y otra de setenta y nueve —dijo, mirando cautelosamente en torno—, que están impacientes por ir a encontrar al hijo de una de ellas, que vive en París. Tienen miedo de los atracadores; las personas ancianas experimentan miedos así, y ellas han vivido durante dos guerras. Quieren un hombre que sea capaz de defenderlas. Pueden pagar bien.
«¿Mujeres? ¿Mujeres viejas? Las prefiero a las jóvenes», pensé. Pero, sin embargo, no me agradaba mucho la idea. Mas luego pensé en mis pesadas maletas; en que iba a llegar hasta París.
—Son viejas damas generosas —dijo el hombre moreno—. Sólo hay un inconveniente. Que no debe rebasar los cincuenta kilómetros por hora.
Miré disimuladamente en torno del gran salón. ¡Allí estaban las dos viejas damas! Sentadas tres mesas más allá. «¡Sacrosanto Diente de Buda! —exclamé para mí—. ¿En qué he venido a parar?». Pero la imagen de las maletas se alzó ante mi vista. Maletas pesadas que no podía levantar. Y dinero además. Cuanto más dinero tuviese, me sería tanto más fácil vivir en América, mientras buscaba trabajo. Suspiré afligido y dije:
—Según me han dicho pagan bien. Pero ¿qué me dice del coche? No voy a volver aquí.
—Sí, amigo mío, pagan extraordinariamente bien. La condesa es una mujer rica. ¿El coche? Le lleva un «Fiat» nuevo a su hijo como regalo. Venga, se las presentaré.
Se levantó y me condujo hacia las dos damas ancianas. Haciendo una reverencia tan profunda que me recordó a los peregrinos del Camino Sagrado de Lhasa, me presentó. La condesa me miró con aire altivo a través de sus impertinentes.
—¿De modo que se considera capaz de llevarnos sanas y salvas, mi hombre?
La miré con la misma altivez y repliqué:
—Madame, yo no soy «su hombre». En cuanto a la cuestión de seguridad, mi vida es tan valiosa para mí como evidentemente lo es la suya para usted. Se me ha pedido que tratara de estas cuestiones de conducir con usted, aunque ahora confieso que tengo mis dudas.
Por un momento me miró fríamente, pero luego la rigidez pétrea de su mandíbula se relajó y se echó a reír con una risa enteramente juvenil.
—¡Ah! —Exclamó—, me gusta un poco de humor. Es tan raro en estos días… ¿Cuándo podemos salir?
—Todavía no hemos tratado de las condiciones, ni he visto su coche. ¿Cuándo quieren partir si estoy de acuerdo? ¿Y por qué quieren que las lleve yo? Sin duda hay multitud de franceses dispuestos a conducir.
Las condiciones que me ofrecieron eran generosas y las razones que dieron eran buenas.
—Yo prefiero un hombre valiente y con humor, alguien que haya rodado por el mundo y que conoce la vida. ¿Qué cuándo partimos? En cuanto esté usted preparado.
Les di dos días de plazo y luego partimos en un «Fiat» de luxe. Marchamos por la carretera hasta Reims, unos ciento veinte kilómetros, y pasamos allí la noche. Andando perezosamente a cincuenta la hora tuve tiempo de ver el paisaje y de conciliar mis pensamientos, que difícilmente se acomodaban a mis viajes. Al día siguiente partimos al mediodía y llegamos a París a la hora del té. Metí el coche en el garaje de la casa del hijo, en las afueras de París, y partí de nuevo con mis dos maletas. Aquella noche dormí en una casa de huéspedes barata de París. Al día siguiente anduve buscando algún medio para ir a Cherbourg o El Havre.
Opté primero por los que trafican en coches; ¿tenía alguno que entregar algún coche en Cherbourg o en El Havre? Penosamente recorrí kilómetros y kilómetros, de casa en casa de automóviles. Pero nadie necesitaba mis servicios. Al fin de la jornada volví a mi alojamiento barato y me encontré con una escena de aflicción. Un hombre había sido llevado allí por la policía y por otro huésped. Una bicicleta averiada, con la rueda completamente torcida, yacía a un lado de la carretera. Cuando el hombre aquel venía a casa, del trabajo, volvió la cabeza y la rueda delantera se metió en una alcantarilla, siendo él disparado por encima del manillar. Tenía la rodilla derecha seriamente dislocada.
—Voy a perder mi empleo, voy a perder mi empleo —decía afligido—. He de llevar mañana a Caen un cargamento de muebles.
—¿A Caen? —El nombre me era vagamente conocido. ¿Caen? Estudié aquello. Era una ciudad a unos doscientos kilómetros de París y a unos cincuenta kilómetros de Cherbourg, poco más o menos. Lo pensé y me dirigí a él.
—Quiero ir a Cherbourg o El Havre —le dije—. Llevaría el camión de los muebles, en lugar suyo, si hay alguien que lo traiga de regreso. Usted puede cobrar el dinero que paguen; a mí me basta con el viaje.
Me miró con alborozo.
—Pues sí, puede arreglarse, colega. Tenemos que cargar los muebles en una gran casa de aquí, llevarlos a Caen y descargarlos allí.
Quedó convenido en el acto. A la mañana siguiente sería ayudante de mudanzas sin sueldo.
Henri, el chófer, hubiera podido obtener fácilmente un certificado de incapacidad. Sólo en una cosa era maestro consumado: sabía todas las tretas imaginables para eludir el trabajo. Apenas habíamos perdido de vista la casa, se detuvo y dijo:
—Conduce tú. Yo estoy cansado.
Anduvo por el fondo del camión y, retrepándose en el mueble más cómodo que encontró, se quedó dormido. Conduje. Cuando llegamos a Caen volvió a decir:
—Empieza a descargar. Tengo que llevar estos papeles a que los firmen.
Todo menos las cosas que tenían que ser transportadas entre dos estaban en la casa cuando él volvió. Escabulléndose de nuevo, vino con el jardinero que me ayudó a meter lo demás. Él nos «dirigía» para que las paredes no sufrieran daño. Una vez descargado el camión, trepé al asiento del conductor. Henri, impensadamente, trepó a mi lado. Di vuelta al vehículo y me dirigí a la estación del ferrocarril que había visto a cierta distancia del camino. Allí me detuve, saqué mis dos maletas y le dije a Henri:
—Ahora conduces tú —y dándome la vuelta, entré en la estación.
Había un tren que salía para Cherbourg al cabo de veinte minutos. Saqué billetes, comí algo y luego el tren entró en la estación. Salimos traqueteando en medio de la creciente obscuridad. En la estación de Cherbourg dejé mis dos maletas y fui paseando por el Quai de l’Entrepot, en busca de alojamiento. Al fin, lo encontré: «Albergue para Marinos». Entré, tome una habitación muy modesta, pagué por anticipado y volví por mi equipaje. Como estaba cansado me metí en la cama y me dormí.
Por la mañana traté de relacionarme lo más posible con otros marinos que se alojaban allí y que estaban esperando sus barcos. Con gran suerte, me fue posible visitar a los pocos días las salas de máquinas de algunos barcos que estaban en el puerto. Durante aquella semana anduve recorriendo las agencias de embarque en busca de un empleo que me llevara al otro lado del Atlántico. Los agentes miraban mis papeles, examinaban mi libro de servicios y preguntaban:
—Entonces, ¿se ha quedado sin fondos estando en vacaciones? ¿Quiere un viaje de regreso? Muy bien, le tendremos presente y, si surge algo, se lo comunicaremos.
Me entremezclé aún más con los marinos, aprendiendo su terminología y todo cuanto podía de sus particularidades. Después de todo, llegué a saber que cuanto menos se dice y más se escucha, se hace uno una reputación mayor de inteligencia.
Al fin, al cabo de unos diez días, me llamaron de una agencia de embarque. Un hombre bajito y recio estaba sentado con el agente.
—¿Estaría usted disponible para embarcar esta noche, si fuera preciso? —preguntó el agente.
—Puedo embarcar ahora mismo, señor —repliqué.
El hombre bajo y recio me estaba observando fijamente. Luego se destapó, haciéndome un raudal de preguntas con un acento que apenas podía entender.
—El jefe, aquí presente, es escocés —tradujo el agente—. Su tercer maquinista ha caído enfermo y lo han llevado al hospital. Quiere que vaya usted a bordo con él inmediatamente.
Con gran esfuerzo de concentración me fue posible seguir el resto del discurso del escocés y de responder satisfactoriamente a sus preguntas.
—Coja sus cachivaches —dijo al fin— y venga a bordo.
De regreso en la casa albergue, pagué apresuradamente la cuenta, cogí mis maletas, y tomé un taxi que me llevó al costado del barco. Era una embarcación vieja y baqueteada con manchas de herrumbre, que necesitaba perdidamente una mano de pintura y que era espantosamente pequeña para la travesía del Atlántico.
—Ah, sí —dijo uno que estaba en el muelle—. No es ninguna jovencita, ya se ve, y con mar de popa se zarandea como para hacerle a uno echar las tripas por la boca.
Me apresuré a subir por la plancha, dejé mis maletas cerca de la cocina y descendí haciendo ruido por la escalera de hierro de la sala de máquinas, donde Mac, el primer maquinista, me esperaba. Habló de las máquinas conmigo y quedó satisfecho de mis respuestas a sus preguntas.
—Muy bien, muchacho —dijo al fin—, vamos a que firme el contrato. El mayordomo le indicará su camarote.
Nos apresuramos a volver a la oficina de embarque, firmé el contrato y luego volví al barco.
—Empieza inmediatamente, muchacho —dijo Mac.
Así, probablemente por primera vez en la historia, un lama tibetano, pasando por americano, ocupaba su puesto a bordo de un barco en calidad de maquinista de guardia. Las ocho horas primeras de servicio, con el barco atracado, fueron una bendición para mí. Mis lecturas intensivas se completaban ahora con ciertas experiencias prácticas y me sentí plenamente confiado.
Con el sonar de los timbres y los estruendosos silbidos del vapor, las relucientes bielas de acero subieron y bajaron, una y otra vez. Los volantes giraron más y más de prisa, haciendo que el barco cobrara vida. Olía a aceite recalentado y a vapor. Para mí ésta era una vida extraña; tan extraña como la vida en la lamasería pudiera serlo para el primer maquinista, que ahora permanecía tan imperturbable, con la pipa entre los dientes, apoyando levemente la mano en el volante de mando, un volante de acero reluciente. El timbre volvió a sonar y la esfera del telégrafo de señales indicó: «De popa a media marcha». Sin mirar apenas, el primer maquinista hizo girar el volante y tocó una palanca. El trepidar de la máquina aumentó y todo el casco retembló levemente. «¡Alto!», dijo el telégrafo de señales. Y esta orden fue seguida prontamente por: «Avante a media marcha». Apenas había podido Mac hacer girar los volantes de mando, el timbre sonó de nuevo para mandar: «Avante a toda máquina». Suavemente el barco fue impelido hacia delante. Mac vino hacia mí.
—Muchacho —dijo—, ya has hecho tus ocho horas. Lárgate. Dile al mayordomo cuando subas que quiero mi cacao.
¡Cacao, alimento! Esto me hizo recordar que no había comido desde hacía más de doce horas. Trepando presuroso por las escaleras de acero llegué a la cubierta y al aire libre. Las olas rompían contra las amuras y el barco cabeceaba un tanto al adentrarse en alta mar. Tras de mí las luces de la costa francesa desvanecíanse en la oscuridad. Una voz tajante a mis espaldas me volvió al presente.
—¿Quién es usted?
Me volví para enfrentarme con el primer oficial, plantado a mi lado:
—Soy el tercer maquinista, señor —respondí.
—Entonces, ¿por qué no está de uniforme?
—Soy un maquinista suplente, señor, me he incorporado en Cherbourg y entré de guardia inmediatamente.
—Dese prisa —ordenó el primer oficial—. Póngase inmediatamente de uniforme. Aquí ha de guardarse la disciplina.
Dicho esto se alejó a grandes pasos, como si fuera el primer oficial del «Reina Elizabeth» o de alguna otra «reina» y no de un barco tramp, viejo, sucio y herrumbroso.
En la puerta de la cocina di la orden del primer maquinista.
—¿Es usted el tercero nuevo? —dijo una voz tras de mí. Me volví y me encontré con el segundo maquinista que acababa de entrar.
—Sí, señor —repliqué—. Voy precisamente a ponerme el uniforme y luego quiero comer algo.
Asintió con un gesto.
—Iré con usted. El primer oficial se queja de que no lleva uniforme. Dice que le había tomado por un polizón. Le dije que acababa de incorporarse y que entró inmediatamente de servicio.
Me acompañó y me indicó cuál era mi camarote. Estaba enteramente frente al suyo en el corredor.
—Llame cuando esté listo y nos iremos a comer —dijo.
Había tenido que mandar que arreglaran aquella ropa para que me sirviera. Pero ahora, vestido de oficial de la Marina mercante, me pregunté qué diría mi guía, el Lama Mingyar Dondup, si pudiera verme. Tuve que reírme al pensar la sensación que hubiera producido en Lhasa de aparecer vestido así. Avisé al segundo maquinista y fuimos juntos al comedor de oficiales para comer. El capitán estaba ya en su mesa y nos lanzó una mirada enfurruñada bajo sus cejas peludas.
—¡Uf! —Exclamó el segundo maquinista, cuando le pusieron delante el primer plato—. El mismo puerco hervido. ¿No se cambia aquí nunca?
—¡Mister! —El vozarrón del capitán casi nos levanta de nuestros asientos—. ¡Mister! Se está quejando siempre. Será mejor que cambie de barco cuando lleguemos a Nueva York.
Alguien se echó a reír, pero su risa se convirtió en tos de azoramiento cuando el capitán miró enojado hacia él. El resto de la comida transcurrió en silencio hasta que el primero de a bordo, que terminó antes que nosotros, se fue.
—Maldito barco —dijo un oficial—. El viejo fue Jimmy-the One, segundo de a bordo, en la Marina de guerra inglesa durante la guerra, en un transporte, y no hay quien le saque de su sistema.
—Bah, muchachos —dijo otra voz—, está loco, siempre refunfuñando.
—No, no es americano —me susurró el segundo maquinista—, sino un portorriqueño que ha visto demasiadas películas.
Estaba cansado y subí a cubierta antes de irme a acostar. Por el lado de sotavento la tripulación arrojaba al mar las cenizas calientes y se libraba de los restos y basuras acumulados durante la permanencia en el puerto. El barco se movió un poco y eché a andar hacia mi camarote. Las paredes estaban empapeladas con fotos de mujeres llamativas, fotos que arranqué y tiré al cesto de los papeles. Cuando me desvestí y me metí en la litera, comprendí que sería capaz de desempeñar mis deberes.
—¡Es la hora! —vociferó una voz, mientras una mano abría la puerta y accionaba el interruptor de la luz.
«¿La hora ya?», pensé para mí. Diría que apenas si me había echado a dormir. Miré el reloj y me deslicé fuera de la cama. Una vez lavado y vestido me dirigí a tomar el desayuno. Ahora el comedor estaba vacío y comí solo y de prisa. Echando una mirada hacia fuera a los primeros rayos de luz que venían de costado, me apresuré a bajar por las escaleras de acero de la sala de máquinas.
—Es usted puntual —dijo el segundo maquinista—. Eso me gusta. No hay nada que comunicar, sino que están dos engrasadores en el túnel. Bueno, me marcho —dijo bostezando con fuerza.
La máquina zumbaba, rítmica, monótonamente, y cada revolución nos acercaba un poco más a Nueva York. Fuera, en la sala de calderas, los «tiznados», los fogoneros, sostenían el fuego, rastrillando y atizando, manteniendo la temperatura del vapor sólo un poco más abajo de la línea roja. Del túnel, donde se albergaba el árbol de la hélice, emergieron dos hombres tiznados y sudorosos. La fortuna me acompañó; la temperatura de los cojinetes era la normal y no había ninguna novedad. Me pusieron delante los papeles de la alimentación, del consumo del carbón, del porcentaje de CO2 y otros datos. Los firmé, me senté y anoté en el diario de máquinas mi guardia.
—¿Cómo va el barco, Míster? —dijo Mac, cuando vino armando ruido por la escalera de la cámara.
—Muy bien —respondí—. Todo normal.
—Bueno —dijo él—. Quisiera poder decir lo mismo del capitán. Dice que gastamos demasiado carbón en el último viaje. ¿Qué debo hacer? ¿Decirle que ande a remo?
Suspirando se puso unas gafas de armadura de acero, leyó el diario y firmó.
El barco avanzaba a través del embravecido Atlántico. Los días seguían a los días en monótona semejanza. No era un barco grato. Los oficiales de cubierta desdeñaban a los maquinistas. El capitán era un hombre sombrío que creía estar mandando un gran transatlántico, en lugar de un barco de carga viejo y bamboleante. Hasta el tiempo era malo.
Una noche me fue imposible dormir por el ajetreo y las sacudidas y fui a cubierta. El viento ululaba en la arboladura con lamentos que deprimían el ánimo y me recordaban de modo irresistible aquella vez que estuve en el tejado de Chakpori con el Lama Mingyar Dondup y con Jigme para partir hacia lo astral. Por el lado de sotavento, en el centro del barco, una silueta solitaria se asía desesperadamente a la barandilla y devolvía y devolvía, «echando casi el corazón por la boca», como dijo después. Yo era completamente inmune al mareo y me resultaba bastante divertido ver cómo marineros que se habían pasado toda la vida en el mar eran vencidos de ese modo. La luz de bitácora en el puente lanzaba a lo alto un leve resplandor. En el camarote del capitán todo estaba a oscuras. Las olas pasaban sobre las bordas y avanzaban hacia popa, donde yo estaba. El barco se ladeaba y se agitaba como enloquecido, y los mástiles describían arcos disparatados en el firmamento nocturno. Lejos, por estribor, un transatlántico, con todas las luces encendidas, vino hacia nosotros, con movimientos de tirabuzón que no debían agradar a los pasajeros. Teniendo el viento a favor el transatlántico lo aprovechaba, haciendo de vela su enorme obra muerta. «Pronto estará en Southampton Roads», me dije a mí mismo cuando le volví la espalda para ir abajo.
En lo más fuerte de la tempestad una de las válvulas de las bombas de pantoque se obstruyó con algo lanzado con violencia por los movimientos del barco y hube de bajar inmediatamente allí y dirigir a los hombres que trabajaban en eso. El ruido era aterrador, el árbol de la hélice vibraba, cuando ésta, de tiempo en tiempo, giraba alocada al quedar la popa del barco fuera del agua, y disminuía la marcha cuando la popa se hundía en el agua, antes de saltar sobre la cresta de la ola siguiente.
En las bodegas los de cubierta trabajaban febrilmente para sujetar un pesado bulto de maquinaria que se había soltado. Me pareció bien extraño que en un barco donde había tantas pugnas cumpliéramos todos nuestras tareas del mejor modo posible. ¿Qué puede importar que unos trabajen en las máquinas, dentro de las entrañas del barco, mientras otros andan por la cubierta o están en el puente viendo deslizarse las aguas por los costados del barco?
¿Trabajo? Allí había mucho que hacer; las bombas tenían que ser repasadas, las cámaras de estopada recargadas, los casquillos de éstas habían de ser inspeccionados y comprobados, y los cables de los cabrestantes preparados para cuando atracáramos en Nueva York.
Mac, el primer maquinista, era un buen obrero y un hombre honrado. Quería a sus máquinas como una madre quiere a los hijos que ha dado a luz. Una tarde estaba yo sentado en la borda, esperando entrar de guardia. Pasaban por el cielo leves nubes tormentosas y había indicios de la lluvia que iba a seguir. Me había sentado al abrigo de un ventilador a leer. De pronto una mano pesada cayó sobre mi hombro y una retumbante voz escocesa dijo:
—Eh, muchacho. Me preguntaba en qué pasaba el tiempo libre. ¿Qué es eso? ¿Una novela del oeste? ¿Pornografía?
Sonriendo le pasé el libro.
—Motores marinos —le dije—. Más interesante que las novelas del oeste y que la pornografía.
Refunfuñó aprobatoriamente cuando echó un vistazo al libro, antes de devolvérmelo.
—Bueno, para usted, muchacho. Haremos de usted un maquinista y pronto será jefe de máquinas si continúa así —dijo, metiéndose de nuevo en la boca su maltrecha y vieja pipa, y se despidió de mí afablemente con un gesto, añadiendo—: Ahora puede hacerse cargo de las máquinas, muchacho.
El barco estaba alborotado.
—El capitán está de inspección, tercero —me susurró el segundo—. Ese tío está chiflado. Se cree que está en un trasatlántico e inspecciona los camarotes y todo cada viaje.
Yo me encontraba junto a la litera cuando entró el capitán, seguido del primer oficial y del sobrecargo.
—Hum —murmuró el gran hombre, mirando desdeñosamente en torno—. ¿No hay fotos de mujeres? Creía que todos los americanos estaban locos por las pantorrillas. —Echó un vistazo a mis libros de mecánica y le rodó por la boca una sonrisa cínica—. ¿No hay debajo de esa cubierta técnica alguna novela?
Sin decir palabra me adelanté y abrí el libro al azar. El capitán pasó un dedo por todos lados, por un pasamanos, bajo la litera, por el borde de la puerta. Viendo que la punta de su dedo seguía limpia, saludó contrariado y se fue. El segundo sonrió comprensivo:
—Esta vez le ha ganado. Es un meticón…
Había una atmósfera de expectación tensa. Los tripulantes estaban sacando sus vestimentas de tierra, lavándose, discutiendo sobre cómo iban a pasar sus paquetes por la aduana. Hablaban de sus familias, de sus amigas. Todas las lenguas se habían desatado, todas las restricciones habían desaparecido. Pronto estarían en tierra para ir al encuentro de sus amigos y de las personas queridas. Sólo yo no tenía adónde ir, ni a nadie a quien hablar. Era el único que desembarcaría en Nueva York como un extraño, sin amigos, desconocido.
En la línea del horizonte se alzaban las altas torres de Manhattan, resplandeciendo a la luz del sol, después de haber sido lavadas por una lluvia tormentosa. Algunas vidrieras devolvían los rayos del sol que las tornaba de oro encendido. La estatua de la Libertad —noté que estaba de espaldas a América— descollada ante nosotros. «Avante a media máquina», resonó el telégrafo. El barco acortó marcha y el leve oleaje de proa se extinguió al disminuir nuestro impulso. «Alto», dijo el telégrafo, y pusimos proa a nuestro fondeadero. Se lanzaron cables que fueron recogidos y el barco quedó, una vez más, atado a tierra. «Cesen las máquinas», dijo el telégrafo. El vapor murió en las tuberías con siseos sollozantes. Las bielas gigantescas quedaron quietas y el barco se balanceó suavemente en su fondeadero, sólo mecido por la estela de los barcos que pasaban. Nos afanamos en cerrar válvulas, en poner en actividad el equipo auxiliar, el de las cabrias y cabrestantes.
Arriba, en cubierta, la tripulación estaba ocupada en quitar calces, en alzar las tapas de las escotillas, en descorrer encerados y abrir las bodegas. Los agentes del barco vinieron a bordo, seguidos de los estibadores. Pronto el barco fue una casa de locos; voces rencorosas vociferaban órdenes. Las grúas funcionaban con estruendo y había un continuo rumor de fuertes pisadas. El delegado de Sanidad del Puerto escudriñó los historiales de la tripulación. Llegó a bordo la policía y se llevó a un desventurado polizón del que no sabíamos nada en la sala de máquinas. El pobre hombre fue conducido, esposado y escoltado por dos recios policías de aire rudo, que le llevaron al coche policíaco que esperaba, en cuyo interior le metieron a empujones.
Hicimos cola, cobramos, firmamos el recibo y fuimos a recoger nuestros libros de servicios. Mac, el primer maquinista, había escrito en el mío: «Gran dedicación al servicio. Eficiencia en todas las ramas. Sea bien recibido como compañero de tripulación en todo momento».
«Qué pena —pensé— que tenga que deshacerme de todo esto, que no pueda continuar».
Volví a mi camarote, lo limpié, doblé las mantas y las puse a un lado. Empaqueté mis libros, vestí ropas de paisano y coloqué mi vestimenta en las maletas. Echado un último vistazo en torno, salí y cerré la puerta tras de mí.
—¿No cambiará de parecer? —dijo Mac, el primer maquinista. Es usted un buen marino y me gustaría ponerle de segundo después de un viaje de ida y vuelta.
—No, jefe —repliqué—. Quiero andar por ahí un poco más y tener más experiencias.
—La experiencia es algo magnífico. Que tenga buena suerte.
Descendí por la plancha llevando mis dos maletas. Me alejé del costado de los barcos atracados. Otra vida que quedaba detrás. Y cómo detestaba todo aquel ir de un lado a otro, toda aquella incertidumbre, el no tener a nadie a quien llamar «amigo».
—¿Dónde nació? —quiso saber el aduanero.
—En Pasadena —repliqué, pensando en los papeles que tenía en la mano.
—¿Qué trae? —preguntó.
—Nada —le dije. Me miró con fijeza.
—Muy bien. Abra —dijo, burlón.
Colocando mis maletas delante de él las abrí. Revolvió y revolvió.
Luego tiró todo fuera y examinó el tapizado.
—Guarde todo —dijo, y se alejó.
Arreglé de nuevo las maletas y salí por las puertas de la aduana. Fuera, en medio del estruendo disparatado del tráfico, me detuve un momento para orientarme y cobrar aliento.
—¿Qué le pasa, amigo? Esto es Nueva York —dijo una ruda voz tras de mí.
Al volverme vi un policía que me miraba furioso.
—¿Es delito detenerse? —pregunté.
—¡En marcha! —vociferó.
Sin prisa recogí mis maletas y seguí adelante, haciéndome preguntas, maravillado de las montañas metálicas de Manhattan hechas por el hombre. No me había sentido nunca tan solo como ahora, tan completamente ajeno a aquella parte del mundo. Tras de mí vociferó el guardia a algún otro infortunado:
—No nos gusta eso en Nueva York. ¡Hala!
Las gentes parecían atormentadas, violentadas. Los vehículos de motor pasaban zumbando a velocidades disparatadas. Había un constante rechinar de neumáticos y olor de goma quemada. Seguí andando. Al fin vi ante mí el letrero de «Hostal de Marinos», y, contento, entré por la puerta.
—Firme —dijo una voz fría, impersonal.
Cuidadosamente llené el impreso que me habían lanzado rudamente y lo devolví con un «muchas gracias».
—No me dé gracias —dijo la voz fría—. No estoy haciéndole ningún favor; es mi obligación.
Permanecí esperando.
—Bueno, ¿qué le pasa? —Insistió la voz—. Habitación tres cero tres. Lo dice en el papel y en el colgante de la llave.
Me volví. ¿Cómo discutir con autómatas humanos? Fui hacia un hombre, evidentemente un marino, sentado en una silla, que estaba ojeando una revista para hombres.
—Seguro que ha tenido disgustos con Jenny —dijo antes de que yo pudiera hablar—. ¿Cuál es el número de la habitación?
—Tres cero tres —respondí afligido—. Es la primera vez que vengo aquí.
—Tres pisos más arriba —dijo—. La tercera habitación a estribor. Dándole las gracias me dirigí hacia una puerta con el rótulo de «Ascensor».
—Apriete el botón —dijo el hombre de la silla.
Así lo hice y a los pocos momentos la puerta se abrió, deslizándose, y un muchacho negro me hizo señas de que entrara.
—¿Qué número?
—Tres cero tres —repliqué.
Apretó el botón y el pequeño cuartito se elevó rápido y se detuvo de pronto. El muchacho negro abrió la puerta y dijo:
—Tercero.
La puerta se cerró tras de mí y quedé solo de nuevo. Torpemente miré al colgante de la llave para comprobar de nuevo el número y luego marché a buscar mi habitación. Sí, era el número 303, como decía una plaquita sobre la tercera puerta a la derecha del ascensor. Metí la llave y la giré. La puerta se abrió y yo entré en la habitación. Era muy pequeña, según vi, algo así como el camarote de un barco. En cuanto cerré la puerta vi un impreso con una lista de Disposiciones Reglamentarias. Las leí cuidadosamente y me encontré con que sólo podía quedarme veinticuatro horas, a menos de que fuera a embarcar. En ese caso el tiempo máximo que se permitía estar era de cuarenta y ocho horas. ¡Cuarenta y ocho horas! Así que ahora tampoco había paz. Me senté sobre las maletas, me sacudí el polvo y salí en busca de alimentos y de periódicos, para ver si había en los anuncios algún trabajo que yo pudiera hacer.