Capítulo Segundo

El Tíbet, a principios de siglo, se hallaba acosado por múltiples problemas. Inglaterra alborotaba mucho diciendo a gritos a todo el mundo que aquel país era demasiado amigo de Rusia, con detrimento del Imperialismo británico. El Zar de todas las Rusias se desgañitaba en los vastos salones de su palacio de Moscú, quejándose a voces de que el Tíbet era demasiado amigo de Inglaterra. La Corte Imperial china resonaba con las fervientes acusaciones de que el Tíbet se estaba haciendo demasiado amigo de Inglaterra y de Rusia y que, sin duda, no era lo suficientemente amistoso para con la China.

Lhasa se hallaba plagada de espías de varias naciones, escasamente disfrazados de monjes mendicantes, de peregrinos, de misioneros o de cualquier cosa que pareciese ofrecer una excusa plausible para estar en el Tíbet. Diversos caballeros de diversas razas se reunieron en un lugar incierto, al amparo dudoso de la oscuridad, para ver cómo podían aprovecharse de la turbulenta situación internacional. El Gran Treceavo, la Treceava Encarnación del Dalai Lama, gran hombre de Estado por derecho propio, se mantuvo sereno él y mantuvo la paz, gobernando el Tíbet de modo que se encontraba libre de enredos. Mensajes corteses de imperecedera amistad e insinceros ofrecimientos de «protección» cruzaron el Sagrado Himalaya, procedentes de las naciones que dirigían el mundo.

En un ambiente así, de turbulencia e inquietud, nací yo. Como mi abuela Rampa dijo con verdad, nací en la turbulencia, he estado en ella desde entonces y apenas ninguna de esas situaciones fue obra mía. Los Videntes y Dicentes de la Verdad alabaron en voz alta las dotes innatas de clarividencia y de telepatía del «niño». «Es un ego exaltado —dijo uno—, cuyo destino es dejar su nombre en la historia», añadió otro. «Una Gran Luz para nuestra Causa», anunció un tercero. Y yo, a esa temprana edad, alcé mi voz en acalorada protesta, por haber sido tan necio como para nacer una vez más. Los familiares, en cuanto fui capaz de comprender su habla, aprovecharon todas las ocasiones para hacerme recordar lo ruidoso que entonces era: me dijeron jovialmente que mi voz fue la más ronca y menos musical de cuantas habían tenido la desgracia de escuchar.

Mi padre fue uno de los hombres destacados del Tíbet. Noble de alto rango, tenía considerable influencia en los asuntos de nuestro país. Mi madre también, a través de su familia, ejercía gran autoridad en cuestiones políticas. Ahora, mirando hacia los años transcurridos, me siento inclinado a pensar que ambos fueron tan importantes como mi madre creía que lo eran, y no significaba poco.

Mis primeros días los pasé en nuestra casa junto al palacio de Potala, precisamente frente al Kaling Chu, o río Feliz. Feliz porque da vida a Lhasa al absorber en su curso muchos arroyos que serpentean después por toda la ciudad como riachuelos. Nuestra casa tenía un hermoso arbolado y también mucha servidumbre, pues mis padres vivían con un esplendor principesco. Yo… bueno, estuve sujeto a una gran disciplina, a muchas durezas. Mi padre se había vuelto de muy mal carácter durante la invasión china de la primera década del siglo, y, al parecer, adquirió un desagrado irracional hacia mí. Mi madre, como tantas mujeres de sociedad por todo el mundo, no tenía tiempo para cuidarse de sus hijos, mirándoles como algo de lo que debía deshacerse lo más rápidamente posible, dejándolos luego encerrados con algún acompañante asalariado.

Mi hermano Paljor no estuvo mucho tiempo con nosotros; antes de cumplir los siete partió para «las Praderas Celestiales», hacia la Paz. Yo entonces tenía cuatro años, y el desagrado de mi padre hacia mí parecía haberse acrecentado para entonces. Mi hermana Yasodhara tenía seis cuando nuestro hermano falleció, y ambos lamentamos, no su muerte, sino la creciente disciplina que dio comienzo tras de su fallecimiento.

Hoy todos los miembros de mi familia se hallan muertos, asesinados por los comunistas chinos. A mi hermana la mataron por oponerse al avance de los invasores; a mis padres, por ser terratenientes. La casa desde donde yo miraba con ojos muy abiertos por encima del hermoso arbolado, ha sido transformada en dormitorio, para los trabajadores esclavos. En una ala de la casa están las mujeres y en la otra los hombres. Todos son casados y, si el marido y la mujer se portan bien y realizan la tarea que les ha sido asignada, pueden verse una vez a la semana durante media hora, después de lo cual son sometidos a un examen médico.

Pero en los largos días de mi infancia esas cosas estaban en el futuro; eran algo que se sabía podría ocurrir, pero que, como la muerte al fin de nuestra vida, no nos impone demasiado. Los Astrólogos habían predicho sin duda que eso iba a suceder, pero nosotros seguíamos viviendo felices nuestras vidas cotidianas sin pensar en el futuro.

Precisamente cuando iba a cumplir los siete años, a la edad en que mi hermano dejó esta vida, hubo una gran fiesta ceremonial, en la cual los Astrólogos del Estado consultaron sus planos y determinaron cuál iba a ser mi futuro. Todos cuantos representaban algo se hallaban presentes. Hubo muchos que entraron sin invitación, sobornando a los sirvientes para que les dejaran pasar. Eran tantas las apreturas que apenas había sitio para moverse en nuestro espacioso parque.

El sacerdote estuvo haciendo tanteos, como suelen hacerlo los sacerdotes, pero adoptó una actitud impresionante antes de anunciar los aspectos más destacados de mi carrera. En justicia debo hacer constar que acertó por completo en cuanto dijo acerca de mis infortunios. Luego comunicaron a mis padres que debía ingresar en la lamasería de Chakpori, para educarme como monje médico.

Mi pesadumbre fue grande, porque tenía la sensación de que eso me llevaría a sufrir contrariedades. Sin embargo, nadie me prestó oído, y poco después fui sometido a la prueba de permanecer sentado ante la puerta de la lamasería durante tres días y tres noches, sólo por ver si poseía la resistencia necesaria para ser monje médico. El haber pasado la prueba fue más bien un tributo al temor que sentía por mi padre que un resultado de mi resistencia física. Pero ingresar en Chakpori fue la etapa más cómoda. Allí nuestras jornadas eran largas; resultaba duro ciertamente tener días que comenzaban a medianoche y que se nos exigiera asistir a los servicios a intervalos tanto durante la noche como durante el día. Se nos enseñaban las materias académicas corrientes, nuestros deberes religiosos, temas del mundo metafísico y conocimientos de medicina, pues íbamos a ser monjes médicos. Nuestros remedios orientales son de tal género que la mentalidad médica occidental no puede aún comprenderlos. Sin embargo, las casas de productos farmacéuticos de Occidente tratan con empeño de sintetizar los poderosos ingredientes que hay en las hierbas que empleamos. Luego, los remedios orientales de la edad de oro recibirán un nombre muy sonoro y serán proclamados como un ejemplo de los logros occidentales. Así es el progreso.

Cuando tenía ocho años sufrí una operación en la que se abrió mi «Tercer Ojo», el órgano especial de la clarividencia, que está a punto de morir en muchas gentes porque le niegan la existencia. Mediante la visión de este «ojo», fui capaz de distinguir el aura humana y de adivinar así las intenciones de aquellos que me rodeaban. Era —y es— más interesante que escuchar las palabras huecas de quienes fingen amistad para el propio lucro, pero llevando en verdad la muerte más negra en sus corazones. El aura puede revelar todo el historial médico de una persona. Estableciendo lo que falta en ella y reponiéndolo, mediante radiaciones especiales, las gentes pueden curarse, de sus enfermedades.

Como yo tenía poderes superiores a los habituales en la clarividencia, era llamado muchas veces por el Recóndito, la Grande y Treceava Encarnación del Dalai Lama para que viera el aura de quienes le visitaban «en son de amistad». Mi amado guía, el Lama Mingyar Dondup, clarividente muy capaz, me adiestró bien. Asimismo me hizo aprender los más grandes secretos del viaje astral, que ahora es para mí más fácil que el andar. Casi todo el mundo, llamen como llamen a su religión, cree en la existencia de «un alma» o de «otro cuerpo». En realidad hay varios «cuerpos» o «envolturas», pero su número exacto no nos interesa a nosotros ahora. Yo creo —más bien yo sé— que es posible yacer fuera del cuerpo físico ordinario (del que soporta la ropa) y viajar por cualquier parte, hasta más allá de la Tierra, en forma astral.

Todo el mundo realiza viajes astrales, aun aquellos que consideran esto «una completa necedad». Es algo tan natural como la respiración. La mayor parte de la gente lo hace durmiendo, de modo que, a menos de estar adiestrado, no saben nada de esos viajes. Cuántas personas exclaman por la mañana: «¡Ah! He tenido un sueño tan maravilloso esta noche… me parecía estar con fulana de tal. Estábamos muy contentas de estar juntas y ella me dijo que iba a escribir. ¡Naturalmente todo eso ahora es muy vago!». Y luego, por lo general a los pocos días, la carta llega. La explicación consiste en que una de las personas viajó astralmente hacia la otra y, como no estaban adiestradas, el viaje se convirtió en un «sueño». Casi todo el mundo puede viajar astralmente. Cuántos casos auténticos existen de personas moribundas que visitan en sueños a los que aman, con el fin de despedirse. Esto, una vez más, es un viaje astral. La persona que muere, con los lazos de la vida mundanal desatados, visita sin dificultad a un amigo al pasar.

Las personas adiestradas pueden tenderse, relajarse y luego soltar las ataduras que encadenan el ego, o el cuerpo que nos acompaña, o el alma, pues, llámesele como se quiera, es la misma cosa. Luego, cuando la única conexión entre los dos es el «Cordón de Plata», el segundo cuerpo puede errar como un globo cautivo hasta el alcance de su cuerda. Dondequiera que se pueda pensar, allí se puede ir, plenamente consciente, enteramente despierto, cuando se está entrenado. El estado de sueño existe cuando una persona astral viaja sin saberlo y trae al regreso impresiones confusas y revueltas. A menos de estar adiestrado, hay una multitud de impresiones que se están recibiendo constantemente por el «Cordón de Plata» y que confunden al «durmiente» más y más. En lo astral puede uno ir a cualquier parte, incluso más allá de los límites de la Tierra, porque el cuerpo astral no respira, no come. Todas sus necesidades están atendidas por el «Cordón de Plata» que, durante la vida se halla en conexión constante con el cuerpo físico.

El «Cordón de Plata» es citado en la Biblia cristiana: «Dejad que el Cordón de Plata sea cortado y el Cuenco de Oro sea hecho añicos». El Cuenco de Oro es el halo, el nimbo que circundaba la cabeza de las personas espiritualmente desarrolladas. Los que no estaban espiritualmente desarrollados tienen un halo muy diferente. Los artistas de antaño pintaban una aureola dorada en torno de las imágenes de los santos, porque aquellos artistas veían realmente la aureola; de otro modo no la hubieran pintado. El halo es sencillamente una parte muy pequeña del aura humana, que es más fácil ver porque de ordinario es más brillante.

Si los científicos investigaran los viajes astrales y las auras, en lugar de afanarse tanto con los cohetes silbantes, que tantas veces no llegan a su órbita, tendrían la clave completa para el viaje espacial. Proyectándose astralmente podrían visitar otro mundo y determinar así el tipo de nave que se necesitaría para hacer el viaje en lo físico; porque el viaje astral tiene un gran inconveniente: no se puede llevar ningún objeto material, ni se puede volver de él con ningún objeto material. Sólo es posible traer conocimientos. Así los científicos necesitarán una nave con el fin de traer ejemplares vivientes y fotografías mediante los cuales convencerían a un mundo incrédulo, pues las gentes no pueden creer que exista nada que no se pueda despedazar, con el fin de demostrar que, después de todo, aquello sea posible.

Recuerdo particularmente un viaje espacial que hice. Esto es enteramente cierto y aquellos que estén desarrollados comprenderán que es así. En cuanto a los otros, no importa; lo sabrán cuando lleguen a una etapa superior de madurez espiritual.

Es una experiencia que aconteció hace algunos años, cuando estaba en el Tíbet estudiando en la lamasería de Chakpori. Aun cuando ocurrió hace tiempo, conservo tan vivo el recuerdo en la mente como si hubiese ocurrido ayer mismo.

Mi Guía, el Lama Mingyar Dondup y un lama condiscípulo, en realidad amigo íntimo mío llamado Jigme, y yo, nos encontrábamos en el tejado de Chakpori, sobre la Montaña de Hierro, en Lhasa, Tíbet. Era una noche verdaderamente fría, unos cuarenta grados bajo cero. Cuando nos manteníamos en pie sobre el tejado, el viento aullador ceñía nuestras ropas estrechamente contra nuestros cuerpos temblorosos. A nuestro costado, nuestras túnicas, azotadas por el viento, flameaban como Banderas de Oración, dejándonos helados hasta los tuétanos y amenazando arrastrarnos al precipicio del costado de la montaña.

Cuando mirábamos en torno, inclinándonos con fuerza contra el viento, para mantener el equilibrio, veíamos a lo lejos las mortecinas lucecillas de la ciudad de Lhasa, en tanto que enfrente, a nuestra derecha, las luces de Potala acrecentaban el aire místico de la escena. Todas las ventanas parecían estar adornadas con resplandecientes lámparas de manteca que, aún protegidas por las enormes paredes, parpadeaban y se agitaban a merced del viento. A la tenue luz de las estrellas, los techos dorados del palacio de Potala relumbraban y resplandecían, como si la Luna misma hubiera descendido para jugar entre los remates y las tumbas que hay en lo alto del glorioso edificio.

Mas temblábamos en el frío mordaz, y hubiéramos deseado hallarnos calientes en la atmósfera cargada de incienso del templo que estaba debajo de nosotros. Pero estábamos en el tejado con una finalidad especial, como el Lama Mingyar Dondup dijo enigmáticamente. Entonces se hallaba entre nosotros dos, aparentemente tan firme como la misma montaña, cuando señaló hacia arriba, a una estrella distante —un astro de aspecto rojizo— y dijo:

—Hermanos míos, ésa es la estrella Zhoro, un planeta viejísimo, uno de los más antiguos de este sistema particular. Ahora se está acercando al fin de su largo tiempo de existencia.

Se volvió hacia nosotros, dando la espalda al viento mordaz, y añadió:

—Habéis estudiado mucho sobre el viaje astral. Ahora, juntos, viajaremos en lo astral hasta ese planeta. Dejaremos nuestros cuerpos aquí, sobre este tejado barrido por el viento y ascenderemos más allá de la atmósfera, más allá del Tiempo.

Así diciendo, nos condujo hasta donde había un leve cobijo proporcionado por una cúpula sobresaliente del tejado. Se tendió y nos invitó a tendernos a su lado. Ceñimos nuestras ropas estrechamente en torno del cuerpo y cada uno asió la mano del otro. Sobre nosotros estaba la cúpula púrpura oscura de los Cielos, salpicada de leves puntitos de luz, luz coloreada, porque todos los planetas tienen una luz diferente cuando se les ve en la clara atmósfera nocturna del Tíbet. En torno nuestro el viento aullaba, pero nuestro adiestramiento había sido riguroso y nos tenía sin cuidado permanecer sobre el techo. Sabíamos que aquél no iba a ser un viaje ordinario en lo astral, pues no era frecuente que dejáramos nuestros cuerpos expuestos así a la inclemencia del tiempo. Cuando el cuerpo está incómodo el yo puede viajar más y más lejos y recordar con mayor detalle. Sólo para los pequeños viajes a través del mundo se relaja uno y se pone el cuerpo cómodo.

Mi Guía dijo:

—Ahora enlacemos nuestras manos y proyectémonos juntos más allá de esta Tierra. Manteneos a mi lado y viajaremos lejos para realizar inusitadas experiencias esta noche.

Yaciendo de espalda, respiré según las normas admitidas para la relajación en los viajes astrales. Tuve conciencia de que el viento gemía entre las cuerdas de las Banderas de Oración, que se agitaban locamente sobre nosotros. Luego, enteramente de pronto, hubo una sacudida, y ya no sentí los dedos mordientes del viento helado. Me encontré flotando como en un tiempo distinto sobre mi cuerpo y todo estaba tranquilo. El Lama Mingyar Dondup se mantenía ya erecto en su forma astral y luego, cuando miré hacia abajo, vi a mi amigo Jigme que también dejaba el cuerpo. Él y yo permanecimos erectos e hicimos una ligazón para unirnos a nuestro guía, el Lama Mingyar Dondup. Esta ligazón se llama ectoplasma y se fabrica con el cuerpo astral por el pensamiento. Es la materia con la cual los médiums producen las manifestaciones espiritistas.

Completado el lazo, nos remontamos hacia lo alto, ascendiendo en el cielo nocturno; yo, siempre inquisitivo, miré hacia abajo. Tras de nosotros, tremolando, estaban nuestros Cordones de Plata, esas cuerdas sin fin que unen los cuerpos físicos y astral durante la vida. Seguimos volando y volando hacia lo alto. La Tierra se alejaba. Podíamos ver la corona solar atisbando desde el borde de la Tierra, desde lo que debía ser el mundo occidental, por el cual habíamos viajado tan ampliamente en lo astral. Subimos más alto y entonces pudimos ver la silueta de los océanos y de los continentes en la parte del globo iluminada por el Sol. Desde nuestra altura, el mundo parecía ahora una medialuna, pero con auroras boreales o Luces Nórdicas centelleando en los polos.

Seguimos marchando más y más, cada vez más de prisa, hasta que sobrepasamos la velocidad de la luz, porque éramos espíritus fuera de sus cuerpos que se remontaban siempre hacia adelante, acercándose casi a la velocidad del pensamiento. Cuando miré ante mí vi un planeta, enorme, rojo y amenazador, enteramente delante. Íbamos cayendo hacia él a una velocidad difícil de calcular. Aun cuando había tenido mucha experiencia en el viaje astral, sentía las congojas de la alarma.

La forma astral del Lama Mingyar Dondup rió telepáticamente y dijo:

—¡Oh!, Lobsang, si fuéramos a chocar con ese planeta, no nos causaría daño. Pasaríamos derechamente a través de él: no habría obstáculo.

Al fin nos encontramos flotando sobre un mundo rojo y desolado; las rocas eran rojas, las arenas eran rojas y rojo el mar sin mareas. Cuando descendíamos hacia la superficie de este mundo, vimos criaturas extrañas, como cangrejos enormes, que se movían letárgicas a la orilla del agua. Permanecíamos en pie sobre la costa de roca rojiza y miramos las aguas, sin mareas, muertas, con rojas espumas, espumas hediondas. Cuando mirábamos, la turbia superficie se agitó a desgana; volvió a agitarse, y una extraña y extraterrena criatura emergió; una criatura roja también, pesadamente acorazada y con curiosas articulaciones. Gimió como si estuviera cansada y desalentada y fue hacia la arena roja, dejándose caer al lado del mar sin mareas. Sobre nuestras cabezas un sol rojizo brillaba opacamente, lanzando sombras terribles de un rojo sangriento, duras y llamativas. En torno nuestro nada se movía ni había ningún signo de vida, salvo las extrañas criaturas con caparazones que yacían medio muertas en el suelo. Aun cuando yo estaba en cuerpo astral, me estremecí de inquietud al mirar en torno mío. Un mar rojo sobre el cual flotaba una roja espuma, rocas rojas, arenas rojizas, seres de rojos caparazones y sobre todo un sol rojo como el rescoldo moribundo de un fuego que está a punto de extinguirse en la nada.

El Lama Mingyar Dondup dijo:

—Es un mundo que agoniza. Dentro de poco no habrá ya rotación aquí. Este mundo flota a la deriva en el mar del Espacio, como satélite de un sol moribundo, que pronto se destruirá, convirtiéndose en estrella enana, sin vida y sin luz, que al fin irá a chocar con otra y de esa otra nacerá otro mundo. Os he traído aquí porque, a pesar de todo, hay vida en este mundo; vida de un orden superior; vida que está aquí para la búsqueda e investigación de fenómenos como éste. Mirad en torno vuestro.

Se volvió para señalar con la diestra hacia una remota distancia, y vimos tres torres inmensas que se alzaban en el arrebol del rojo firmamento, y en lo más alto de esas torres tres esferas de cristal que relucían y palpitaban con una clara y amarillenta luz, como si vivieran.

Cuando nos hallábamos así cavilando, una de las luces cambió, y una de aquellas esferas se tornó de un vivo azul eléctrico.

El Lama Mingyar Dondup dijo:

—Venid aquí; nos están dando la bienvenida. Descendamos al suelo, donde ellos viven en una cámara subterránea.

Juntos avanzamos hacia la base de la torre y luego, cuando nos hallamos bajo la estructura, vimos que había una entrada fuertemente protegida con cierto extraño metal reluciente, que se destacaba como una cicatriz sobre el rojo y desierto paisaje. Cruzamos por ella, pues ni el metal ni las rocas ni nada es un obstáculo para aquellos que son astrales. La traspasamos y cruzamos largos corredores rojos de rocas muertas, hasta que al fin nos hallamos en un salón grandísimo. En torno había cartas y mapas, extrañas maquinarias e instrumentos. En el centro se encontraba una larga mesa alrededor de la que se hallaban sentados nueve hombres viejísimos, enteramente indiferentes los unos de los otros. Había uno alto y delgado de cabeza puntiaguda, cónica. Sin embargo, el otro era bajo y de apariencia muy recia. Cada uno de aquellos hombres era diferente a los demás y se hizo claro para nosotros que cada uno pertenecía a un planeta diferente o a una raza diferente. ¿Humanos? Bueno, acaso humanoides sería una palabra más apropiada para describirles. Siendo todos humanos, algunos eran más humanos que los otros.

Nos dimos cuenta de que los nueve estaban mirando fijamente en nuestra dirección.

—¡Ah! —Dijo uno telepáticamente—, tenemos visitantes llegados de muy lejos. Os vimos tomar tierra sobre ésta, nuestra estación de investigaciones, y os dimos la bienvenida.

—Respetables Padres —dijo el Lama Mingyar Dondup—; os he traído a dos que acaban de entrar en la Lamanidad y que son estudiantes serios en busca de sabiduría.

—Ciertamente sean bienvenidos —dijo el hombre alto, que parecía ser el jefe del grupo—. Haremos cualquier cosa para ayudarles, como te hemos ayudado anteriormente con otros.

Esto fue ciertamente nuevo para mí, porque no tenía idea de que mi Guía hubiera hecho un viaje astral tan dilatado por los parajes celestiales.

El hombre más bajo me estaba mirando y sonreía. Dijo en la lengua universal de la telepatía:

—Veo que tú, hombre, estás grandemente intrigado por lo diferente de nuestras apariencias.

—Respetable Padre —repliqué, un tanto intimidado por la facilidad con que había adivinado aquellos pensamientos míos que yo había tratado de ocultar con firmeza—; así es ciertamente. Me maravillo de la disparidad de tallas y de formas entre vosotros y se me ocurre que no podéis ser todos hombres de la Tierra.

—Lo has percibido acertadamente —dijo el hombre bajo—. Somos todos humanos, pero debido al medio, hemos alterado nuestra estructura y nuestra estatura en tanto, como puede verse también en tu planeta, donde en el país del Tíbet hay algunos monjes, que empleáis como guardianes, y tienen más de dos metros de altura. Sin embargo, en otro país de ese mundo tenéis gentes que solo cuentan con la mitad de esa estatura a quienes llamáis pigmeos. Unos y otros son humanos; ambos, capaces de reproducirse entre sí, a pesar de las diferencias de estatura, porque todos somos humanos formados con moléculas de carbono. Aquí, en este universo particular, todo depende de las moléculas básicas de carbono e hidrógeno, porque son esos dos cuerpos los ladrillos que componen la estructura de su Universo. Nosotros, que hemos viajado por otro Universo mucho más allá de esta rama particular de nuestra nebulosa, sabemos que otros universos utilizan otros diferentes ladrillos. Algunos emplean la sílice, otros el yeso, otros otras cosas; pero los de allí son diferentes de los seres de este Universo, y descubrimos con pena que nuestros pensamientos no son siempre afines a los suyos.

El Lama Mingyar Dondup dijo:

—He traído a esos dos lamas jóvenes aquí para que puedan ver las etapas de la muerte y descomposición de un planeta que ha consumido su atmósfera y en donde el oxígeno atmosférico se ha combinado con metales para hacerlos arder y reducir todo a un polvo impalpable.

—Así es —dijo el hombre alto—. Nos gustaría hacer notar a estos jóvenes que todo cuanto nace ha de morir. Todo vive durante el espacio del tiempo que se le concede y ese espacio concedido es un número de unidades vitales. Una unidad vital en cualquier criatura viviente es un latido de esa criatura. La vida de un planeta es de 2 700 000 000 de latidos, tras de los cuales el planeta muere; pero de la muerte del planeta nacen otros. El humano vive también por espacio de 2 700 000 000 de latidos, y así lo hace también el insecto más humilde. El insecto que vive veinticuatro horas, durante ese tiempo tiene 2 700 000 000 de latidos. Para un planeta —los latidos varían, naturalmente—, cada latido puede durar 27 000 años, y, después de él, habrá una convulsión en ese mundo, como si se estremeciera para prepararse al próximo latido. Toda la vida, pues —prosiguió diciendo—, tiene el mismo espacio de tiempo vital, pero algunos seres viven en una proporción diferente de la proporción de los otros. Las criaturas de la Tierra, el elefante, la tortuga, la hormiga y el perro viven todos durante el mismo número de pulsaciones, pero todas tienen corazones que laten a velocidades diferentes y así puede parecer que viven más tiempo o que viven menos tiempo.

Jigme y yo encontrábamos todo esto extraordinariamente atractivo y nos explicaba muchas cosas que habíamos percibido en nuestro país natal, el Tíbet. Habíamos oído hablar en Potala de la tortuga que vive tantos años y de los insectos que sólo viven una noche de verano. Ahora podíamos comprender que sus percepciones debían haber sido aceleradas para seguir la marcha de sus acelerados corazones.

El hombre bajo, que parecía mirarnos con considerable aprobación, dijo:

—Y no es sólo eso, sino que muchos animales representan funciones diferentes del cuerpo. La vaca, por ejemplo, como cualquiera puede verlo, es meramente una glándula mamaria que anda, la jirafa un cuello y el perro…; bueno, todo el mundo sabe en qué está pensando: en olfatear el viento en busca de noticias, ya que su vista es tan escasa, por lo que todo perro puede ser considerado como una nariz. Otros animales tienen afinidades semejantes con las diferentes partes de la anatomía de uno. El oso hormiguero de América del Sur puede ser visto como una lengua.

Durante algún tiempo conversamos telepáticamente, aprendiendo muchas cosas extrañas con la velocidad del pensamiento, como se aprende en lo astral. Luego, al fin, el Lama Mingyar Dondup se puso en pie y dijo que era tiempo de partir.

Bajo nosotros, cuando regresamos, los tejados dorados del palacio de Potala resplandecían en la fría luz solar. Nuestros cuerpos estaban rígidos, eran pesados y difíciles de accionar por tener las articulaciones medio congeladas.

«Y así —pensamos cuando nos poníamos con trabajo en pie— ha dado fin otra experiencia, otro viaje. ¿Qué vendrá después?».

Una ciencia en la cual sobresalen los tibetanos es la de curar con hierbas. Hasta ahora, el Tíbet había estado siempre cerrado para los extranjeros, y nuestra fauna y flora no fue nunca explorada por ellos. En las altas mesetas crecen plantas extrañas. El curare y la mezcalina, «recientemente descubiertas», eran conocidas en el Tíbet desde hace siglos. Podríamos curar muchas de las dolencias del mundo occidental, pero es preciso que las gentes de Occidente tengan primero un poco más de fe. Pero la mayor parte de los occidentales están locos de todos modos; así que, ¿para qué preocuparse?

Todos los años grupos de nosotros, aquellos que se destacaron en sus estudios, iban a hacer una expedición para herborizar. Las plantas y el polen, las raíces y las semillas se recogían, se trataban y se guardaban cuidadosamente en sacos de piel de yak. A mí me gustaba este trabajo y estudiaba a gusto. Ahora me encuentro con que las hierbas que conozco tan bien no puedo hallarlas aquí.

Finalmente se me consideró en condiciones para la ceremonia de la Muerte Pequeña, acerca de la que escribí en El Tercer Ojo. Mediante ritos especiales se me puso en estado de muerte cataléptica en las profundidades del palacio de Potala y viajé por el pasado, a lo largo del Archivo Akáshico. Viajé también por los países de la Tierra. Pero permitid que escriba lo que entonces sentí.

El corredor en la roca viva, a centenares de metros bajo la tierra helada, estaba oscuro con la oscuridad de la propia tumba. Avancé por él en toda su longitud, arrastrado como el humo, en la oscuridad y familiarizándome crecientemente con ella. Percibí, al principio indistintamente, las verdosas fosforescencias de la tierra vegetal adherida a las paredes rocosas. En ocasiones, allí donde la vegetación era más prolífica y la claridad más brillante, podía alcanzar a ver un resplandor amarillento de las vetas de oro que corrían a lo largo del túnel rocoso.

Me deslicé a lo largo sin ruido, sin consciencia del tiempo, sin pensar en nada sino en que debía ir más y más hacia dentro por el interior de la Tierra, porque aquél era un día trascendental para mí; el día en que volvía, después de pasar tres en estado astral. El tiempo transcurría y yo me encontraba cada vez a más profundidad en la cámara subterránea y en creciente negrura. Una negrura que parecía resonar, que parecía vibrar.

En mi imaginación podía imaginar el mundo que estaba sobre mí, el mundo al cual volvía ahora. Podía ver aquella escena familiar, ahora oculta por la oscuridad total. Esperé suspendido en el aire como una nube de incienso en el templo.

Gradualmente, tan poco a poco, tan lentamente que transcurrió algún tiempo antes de que pudiera yo siquiera percibirlo, vino por el corredor un sonido, el más vago de los sonidos, pero que gradualmente fue aumentando de volumen y creciendo en intensidad. El sonido de cántico, de las campanillas de plata y el sigiloso «sussus» de pies ceñidos de cuero. Al fin, después de mucho, una fantástica luz parpadeante pareció brillar a lo largo de las paredes del túnel. El rumor se iba haciendo ahora más fuerte. Esperé en suspenso sobre las losas de la roca en la oscuridad. Esperé.

Gradualmente —oh, qué poco a poco, con qué penosa lentitud— las movientes figuras se deslizaron con cautela por el túnel hacía mí. Cuando se acercaron más, vi que eran monjes de ropas amarillas que llevaban en alto antorchas relumbrantes, antorchas preciosas del templo que estaba arriba, hechas de raras maderas resinosas y de palos de incienso ligados juntos, que producían un fragante aroma para ahuyentar los olores de la muerte y de la descomposición; luces brillantes para oscurecer y tornar invisibles los malignos resplandores de la vegetación exuberante.

Muy despacio, los sacerdotes penetraron en la cámara subterránea. Dos fueron a cada una de las paredes inmediatas a la entrada y buscaron a tientas en los anaqueles rocosos. Luego, una tras otra, brotaron a la vida parpadeantes lámparas de manteca. Ahora la cámara estaba iluminada y pude mirar en torno mío, una vez más, y ver como no había visto desde hacía tres días.

Los sacerdotes permanecieron en torno mío sin mirarme; estaban en torno de una tumba de piedra que descansaba en el centro de la cámara. El cántico creció y también el tintineo de las campanillas de plata. Al fin, a una señal dada por un viejo, seis monjes se agacharon y, jadeando y gimiendo, alzaron la losa de piedra que cerraba el sarcófago. Dentro, cuando miré hacia abajo, vi mi propio cuerpo, un cuerpo ataviado con la ropa sacerdotal de la clase de los lamas. Los monjes ahora cantaban más fuerte.

Decían:

«Oh, Espíritu del Lama Visitante,
que erras por la faz del mundo de arriba, vuelve
porque éste, el tercer día, ha llegado y está a punto de pasar.
Se ha encendido un primer palo de incienso
para llamar al Espíritu del Lama Visitante».

Se adelantó un monje y encendió un palo de incienso de suave olor, rojo de colorido, y luego tomó otro de una caja, mientras los sacerdotes cantaban:

«Oh, Espíritu del Lama Visitante,
vuelve aquí, a nosotros.
Apresúrate, porque la hora de tu despertar se acerca.
Un segundo palo de incienso ha sido encendido
para apresurar tu retorno».

Cuando el monje solemnemente sacaba otro palo más de incienso de la caja, el sacerdote recitó:

«Oh, Espíritu del Lama Visitante,
esperamos para reanimar y nutrir tu cuerpo terreno.
Apresúrate en tu camino
porque la hora está próxima y con tu retorno aquí
otro grado de tu educación habrá sido aprobado.
Un tercer palo de incienso se enciende como llamada de retorno».

Cuando el humo subía en perezosas volutas, envolviendo mi forma astral, sentí un estremecimiento de muerte. Era como si manos invisibles tiraran de mí, como si esas manos tiraran de mi Cordón de Plata, arrastrándome hacia abajo, devanándome, obligándome a entrar en aquel cuerpo frío y sin vida. Sentí la frigidez de la muerte y mis miembros se estremecieron, en tanto que mi visión astral se iba haciendo más borrosa, y luego grandes jadeos atormentaron mi cuerpo, que temblaba sin poder contenerse. Los Altos Sacerdotes se inclinaron sobre la tumba de piedra, alzaron mi cabeza y mis hombros y metieron a la fuerza algo amargo entre mis mandíbulas fuertemente apretadas.

«Ah —pensé—, de nuevo estoy de vuelta en este cuerpo donde me hallo confinado; otra vez estoy encerrado en él».

Parecía como si corriera fuego por mis venas, aquellas venas que estuvieron inertes durante tres días. Poco a poco los sacerdotes me libraron de la tumba, sosteniéndome, alzándome, manteniéndome sobre mis pies, haciéndome andar por la cámara de piedra, arrodillándose ante mí, postrándose a mis pies, recitando sus mantras, diciendo sus oraciones y prendiendo palos de incienso. Me obligaron a tomar alimentos, me lavaron, me secaron y me cambiaron de ropas.

Con el retorno de la consciencia a mi cuerpo, por alguna extraña razón, mis pensamientos retrocedieron errabundos hacia los tres días anteriores en que había acontecido un suceso semejante. Entonces fui tendido en este mismo sarcófago de piedra. Uno por uno me habían mirado los lamas. Luego pusieron la tapa sobre el sarcófago y apagaron los palos de incienso. Habían partido solemnemente por el corredor de piedra, llevándose las luces, mientras yo yacía inmóvil y un poco asustado en aquella tumba de piedra, asustado, pese a toda mi preparación, pese a saber lo que iba a ocurrir. Ya había estado en la oscuridad, en el silencio de la muerte. ¿Silencio? No, porque mis percepciones habían sido adiestradas y eran tan perspicaces que podía oír la respiración de los sacerdotes, los rumores de la vida, amortiguándose cuando se alejaban. También podía escuchar el rumor de sus pies que se iba haciendo más y más débil, y luego, oscuridad, silencio, quietud, la nada.

La muerte misma no podía ser peor que esto, pensé. El tiempo se arrastraba, pasaba sin fin, mientras yacía allí, poniéndome más y más frío. De pronto todo estalló como en una llamarada dorada y dejé los confines del cuerpo, la oscuridad de la tumba de piedra y la cámara subterránea. Me abrí paso a través de la tierra, aquella tierra cubierta de hielo, penetrando en el frío aire puro, muy lejos del altivo Himalaya, muy por encima de la tierra y de los mares, muy distante de los confines del planeta, con la velocidad del pensamiento. Erré solo, etéreo, como fantasma en lo astral, buscando las ciudades y los palacios de la Tierra, adquiriendo conocimientos al observar a los otros. Ahora, ni los subterráneos más secretos estaban cerrados para mí, pues podía errar tan libremente como el pensamiento y entrar en las Cámaras Secretas de todo el mundo. Los dirigentes de todos los países cruzaban ante mí en constante panorama, con sus pensamientos al descubierto para mi mirada indagadora.

«Y ahora —pensé cuando aturdido me ponía con dificultad en pie, ayudado por los lamas—, ahora tengo que referir todo lo que vi y lo que experimenté. ¿Y luego? Acaso pronto tendré que soportar otra experiencia análoga. Después de eso habré de viajar por el mundo occidental para sufrir las penalidades pronosticadas».

Después de muchas preparaciones y de muchas durezas también, dejé el Tíbet para recibir más preparación y más durezas. Cuando miré hacia atrás, antes de cruzar el Himalaya, vi los primeros rayos del sol que asomaba sobre la cordillera y tocaba los tejados dorados del edificio sacro, convirtiéndolos en visiones de deleite que cortaban la respiración. El valle de Lhasa parecía dormido aún, y hasta las Banderas de las Plegarias cabeceaban somnolientas en sus mástiles. Junto al Pargo Kaling, sólo podía discernir una reata de yaks; eran comerciantes que madrugaban como yo, pero que partían para la India, mientras que yo me dirigía hacia Chungking.

Fuimos por la cordillera, tomando los senderos hollados por los comerciantes que traen el té al Tíbet, té prensado de la China que, con la tsampa, es uno de los alimentos más importantes de los tibetanos. Fue en 1927 cuando dejé Lhasa y nos encaminamos a Chotang, una pequeña ciudad a orillas del río Brahmaputra. Seguimos a Kanting, descendiendo a las tierras bajas, a través de selvas lozanas, de valles que exhalaban vapores de vegetación húmeda; proseguimos, padeciendo todos al respirar, porque todos estábamos habituados al aire de 4500 metros de altura o más. Las tierras bajas con su densa atmósfera, que pesaba sobre nosotros, nos deprimía el espíritu, nos oprimía los pulmones y nos hacía sentir que íbamos a ahogarnos. Seguimos día tras día, hasta que, tras unos mil seiscientos kilómetros o más, llegamos a las afueras de la ciudad china de Chungking.

Acampamos para pasar la noche, nuestra última noche juntos, porque, al día siguiente, mis compañeros debían partir en viaje de retorno a nuestra amada Lhasa. Acampamos juntos y charlamos apesadumbrados. Aquello me entristecía a mí bastante más que a mis camaradas, a mi séquito; me trataban ya como a alguien que hubiera muerto para el mundo, como a alguien condenado a vivir en ciudades de las tierras bajas. Así, al día siguiente fui a la Universidad de Chungking, donde casi todos los profesores, casi todo el personal docente se esforzaba por garantizar el éxito de los estudiantes, ayudándoles de cualquier modo posible, y sólo una pequeña minoría se mostraban difíciles y no cooperantes o sufrían de xenofobia.

En Chungking estudié para ser cirujano y médico. También hice los cursos de piloto aéreo, porque mi vida estaba trazada, predicha hasta el más minúsculo detalle, y yo sabía, como se demostró ser el caso, que posteriormente tendría mucho que hacer en el aire y en la medicina. Pero en Chungking sólo había aún cuchicheos sobre una próxima guerra, y la mayor parte de la gente de esta ciudad, mezcla de antigua y de moderna, vivía disfrutando día a día de las dichas corrientes y realizando sus tareas habituales.

Ésta fue mi primera visita, en lo físico, a una ciudad importante. En realidad mi primera visita a una ciudad cualquiera, si se exceptúa Lhasa, aun cuando en forma astral había visitado la mayor parte de las grandes ciudades, como puede hacerlo cualquiera que desee ejercitarse, porque no hay nada difícil, nada mágico en lo astral; es tan sencillo como andar y más fácil que montar en bicicleta, porque entonces hay que guardar el equilibrio, y en lo astral basta con servirse de los dones y facultades que se nos conceden por el derecho de nacer.

Mientras estaba estudiando aún en la Universidad de Chungking, se me mandó que volviera a Lhasa, porque el Treceavo Dalai Lama estaba a punto de morir. Llegué allí y tomé parte en las ceremonias que siguieron a su muerte. Luego, después de atender a algunos asuntos en Lhasa, volví de nuevo a Chungking. En una entrevista postrera con el Abad Supremo, T’ai Shu, se me persuadió de que aceptara un cargo en las fuerzas aéreas chinas, y así partí para Shanghai, una ciudad que, aun sabiendo que tenía que visitarla, carecía de atractivo en absoluto para mí. De ese modo, una vez más, fui desarraigado de donde estaba y me encaminé a otra residencia. En Shanghai, el 7 de julio de 1937, los japoneses fingieron un incidente en el Puente de Marco Polo. Aquél fue el verdadero comienzo de la guerra chino-japonesa, y puso las cosas muy difíciles para nosotros. Tuve que dejar mi clientela, muy lucrativa, de Shanghai, y ponerme a disposición del Consejo Municipal de la ciudad durante algún tiempo; pero después dediqué todas las horas de que disponía a volar con las fuerzas chinas. Yo y otros íbamos volando a sitios donde había gran necesidad de cirugía de urgencia. Volábamos en un viejo aparato que en realidad estaba desechado para cualquier uso, pero que se daba como satisfactorio para aquellos que no luchábamos, sino que reparábamos cuerpos.

Fui capturado por los japoneses, después de derribarme, y me trataron con toda rudeza. Yo no tengo aspecto de chino y ellos, que no sabían siquiera qué pensar de mí, a causa de esto, de mi uniforme y de mi graduación, estaban muy disgustados.

Conseguí escaparme y me dirigí hacia las fuerzas chinas con la esperanza de proseguir mi tarea. Allí me enviaron primero a Chungking para cambiar de ambiente antes de volver al servicio activo. Chungking entonces era una ciudad distinta de aquella que yo había conocido. Los edificios eran nuevos, o más bien algunos de los viejos edificios tenían fachadas nuevas, porque la ciudad había sido bombardeada. Estaba enteramente llena de gente y las empresas comerciales de las ciudades chinas más importantes se habían congregado allí, esperando escapar a la devastación de la guerra que bramaba por todas partes.

Después de reponerme un tanto, fui enviado a la costa, bajo las órdenes del general Yo. Se me nombró oficial médico encargado del hospital. Pero el «hospital» era simplemente una serie de arrozales enteramente anegados. Pronto vinieron los japoneses, que nos apresaron y dieron muerte a todos los enfermos que no podían levantarse o andar. Me llevaron otra vez y me trataron extraordinariamente mal, pues me reconocieron como aquel que había escapado y a los japoneses les gusta muy poco las gentes que se escapan.

Al cabo de cierto tiempo fui enviado como oficial médico de prisión a un campo de prisioneros de todas las nacionalidades. Allí, debido a mi preparación especializada en la cura con hierbas, pude hacer el mejor uso posible de los recursos del campo para tratar a mis pacientes, a quienes de otro modo se les hubiera negado toda clase de medicamentos. Los japoneses opinaron que me estaba tomando demasiado interés por las prisioneras y que no dejaba que murieran en número suficiente. Por eso me enviaron a otro campo de prisioneros en el Japón, campo que decían estaba destinado a los terroristas. Cruzamos el mar del Japón en un barco que hacía aguas y fuimos muy mal tratados. Me torturaron duramente y esas continuas torturas me produjeron una pulmonía. No querían que muriese; así que me cuidaron a su modo y me proporcionaron un tratamiento. Cuando me estaba curando —no dejaba que los japoneses supieran lo bien que me estaba curando— la tierra tembló. Creí que era un terremoto, pero luego miré por la ventana y vi que los japoneses corrían aterrados y que todo el cielo se había puesto rojo; parecía como si el sol se hubiera oscurecido. Aun cuando no lo sabía, aquello era la bomba atómica de Hiroshima, el día 6 de agosto de 1945, cuando se lanzó la primera de éstas.

Los japoneses no tenían tiempo para cuidarse de mí; pensé que necesitaban todo el tiempo para cuidarse de ellos. Así conseguí hacerme de un uniforme, de una gorra y de un par de pesadas sandalias. Luego salí con paso vacilante al aire libre por una puertecilla que no estaba guardada y logré llegar hasta la costa, donde encontré una lancha de pesca. Al parecer, el propietario había huido aterrado cuando la bomba cayó, pues no se veía a nadie. La lancha se balanceaba ociosa en su fondeadero. En el fondo de ella había trozos de pescado pasado, que ya empezaba a oler con el olor de la descomposición. Un bote de hojalata abandonado tenía agua de muchos días que aún podía beberse, pero nada más. Conseguí cortar la delgada cuerda que sujetaba el bote a la orilla y partí. El viento hinchió la vela andrajosa, cuando conseguí izarla horas después, y el bote empró a lo desconocido.

El esfuerzo había sido demasiado grande para mí. Caí en el fondo de la embarcación, sufriendo un desmayo profundo.

Mucho tiempo después, no puedo decir cuánto, sólo pude juzgar del paso del tiempo por el estado de descomposición del pescado, desperté en las penumbras del crepúsculo. El bote seguía andando y pequeñas olas golpeaban las amuras. Estaba demasiado enfermo con la pulmonía para achicar el agua; así que tuve que yacer, sin más, de espaldas, con la parte inferior del cuerpo en el agua salada y entre todos los desechos que arrastraba. Posteriormente, ya de día, salió el sol con fuerza cegadora. Sentía como si los sesos se me cociesen en la cabeza, como si mis ojos fueran a achicharrarse. Me parecía que la lengua se me hinchaba hasta tener las dimensiones de mi brazo, seca, dolorosa. Mis labios y mejillas estaban resquebrajados. Era demasiado dolor para que pudiera soportarlo. Sentí que mis pulmones iban a estallar de nuevo y comprendí que la pulmonía había atacado otra vez a ambos. La luz del día se debilitó para mí y caí de espaldas, inconsciente, en el agua del fondo del bote.

El tiempo no significaba nada; era simplemente unas manchas rojizas con intervalos de oscuridad. El dolor me acometía furioso y me mantenía incierto en la frontera entre la vida y la muerte. De pronto hubo una violenta sacudida y el rechinar de piedras bajo la quilla. El mástil se inclinó como si fuera a romperse y los andrajos de la vela flamearon alocados en la brisa persistente. Yo, sin conocimiento, me deslicé hacia adelante en el fondo del bote, entre las aguas hediondas y arremolinadas.

—¡Eh, Hank, en el fondo del bote hay un vagabundo! ¡Me parece que está muerto!

La voz nasal despertó en mí un destello de consciencia. Yací allí, imposibilitado de moverme, incapaz de hacer ver que me encontraba vivo.

—¿Pero qué te pasa? ¿Te asustas de un cadáver? Necesitamos el bote, ¿no es así? Pues ayúdame y lo tiraremos.

Fuertes pisadas hicieron que el bote se bamboleara y amenazaron con aplastar mi cabeza.

—¡Hombre, hombre! —Dijo la primera voz—. Este pobre diablo sin duda ha cogido una insolación. Puede ser que respire aún, Hank. ¿Qué te parece?

—Bah, deja de gruñir. Está completamente muerto. Tíralo fuera. No podemos perder el tiempo.

Unas manos rudas y fuertes me asieron por los pies y la cabeza.

Fui balanceado, una, dos veces, y luego me dejaron ir. Pasé sobre el costado del bote y caí, chocando con crujir de huesos en la playa de guijarros y arena. Sin mirar hacia atrás, los dos hombres alzaron con esfuerzo el bote. Gruñendo y maldiciendo trabajaron penosamente, echando a un lado los guijarros y las piedras. Al fin el bote quedó libre y con ruido de cascajo aplastado flotó poco a poco de popa en el agua. Presas de pánico, por razones que me eran desconocidas, los dos hombres treparon frenéticos al bote y partieron, dando una serie de torpes bandazos.

El sol seguía llameando. Los pequeños seres de la arena me mordían y sufría las torturas del réprobo. Poco a poco el día se fue acabando, hasta que, al fin, el sol se puso, rojo como la sangre y amenazador. El agua batió contra mis pies, trepó hasta mis rodillas, subió más. Con tremendo esfuerzo me arrastré unos cuantos pasos, hincando los codos en la arena, contorsionándome, forcejeando. Luego todo lo olvidé.

Horas más tarde, o acaso fueron días, desperté, hallándome con que el sol caía a raudales sobre mí. Trémulo, volví la cabeza para mirar en torno. Lo que me rodeaba era algo desacostumbrado por completo. Estaba en una choza de una sola pieza y el mar centelleaba y resplandecía a lo lejos. Cuando moví la cabeza, un viejo sacerdote budista me miraba. Sonrió, vino hacia mí, se sentó en el suelo a mi lado. A saltos y con dificultades considerables, conversamos. Nuestras lenguas eran semejantes, pero no idénticas, y con mucho esfuerzo, supliendo y repitiendo las palabras, tratamos de la situación.

—Desde hace tiempo —dijo el sacerdote— sabía que iba a tener un visitante de cierta eminencia que tenía grandes tareas en la vida. Aunque viejo, yo he seguido subsistiendo hasta que mi tarea quedara cumplida.

El aposento era muy pobre, muy limpio y el sacerdote era evidente que se hallaba a punto de morir de hambre. Estaba extenuado y le temblaban las manos por la debilidad y los años. Sus ropas viejas y deslucidas mostraban las líneas de puntadas cuidadosas con las cuales había reparado los deterioros causados por el tiempo y por los accidentes.

—Vimos cuando te arrojaron del bote —dijo—. Por mucho tiempo creímos que estabas muerto, pero no podíamos llegar hasta la playa para comprobarlo a causa de los bandidos que merodeaban por allí. Al caer la tarde, dos hombres del pueblo salieron y te trajeron aquí. Pero de esto hace cinco días; has estado muy enfermo, ciertamente. Sabemos que vivirás para viajar lejos y que tu vida será dura.

¡Dura! ¿Por qué todos me dicen tanto que mi vida será dura? ¿Creerán que eso me agrada? Sin duda es dura, lo fue siempre y yo detesto esa dureza como cualquiera.

—Ésta es la población de Najin —continuó el sacerdote—. Estamos en las afueras. En cuanto puedas hacerlo, debes marcharte, porque mi muerte está próxima.

Durante dos días anduve con cuidado por la habitación, tratando de recobrar mis fuerzas, de recobrar de nuevo el hilo de la vida. Estaba débil, muerto de hambre y casi me era indiferente vivir o morir. Unos cuantos viejos amigos del sacerdote vinieron a verme y me sugirieron lo que debía hacer y cómo debía viajar. A la tercera mañana, después de haberme despertado, vi que el viejo sacerdote yacía rígido y frío a mi lado. Durante la oscuridad renunció a su apego a la vida y había partido. Con la ayuda de un viejo amigo de él cavé una fosa y lo enterré. Envolví en un paño el poco alimento que había quedado, y con un recio palo para ayudarme partí.

Después de andar un kilómetro o cosa así, estaba agotado. Me temblaban las piernas y mi cabeza parecía dar vueltas, haciendo que mi visión fuera borrosa. Durante un rato me tendí al borde del camino de la costa, desde donde podía ver a los que pasaban, pues me habían advertido que aquélla era una región peligrosa para los forasteros. Se me dijo que podía uno perder la vida si su aspecto no era del agrado de los asesinos armados que merodeaban en gran escala, aterrorizando la comarca.

Por fin reanudé mi viaje y llegué a Unggi. Mis informantes me habían dado instrucciones precisas de cómo había de cruzar la frontera para entrar en territorio ruso. Mi estado de salud era malo, tenía que descansar con frecuencia, y en uno de estos descansos me senté al borde del camino a ver pasar el tráfico rodado. Mi mirada erraba de grupo en grupo, hasta que se sintió atraída por cinco soldados rusos, fuertemente armados, con tres grandes mastines. Sin que supiera por qué, uno de los soldados miró por casualidad hacia mí en aquel momento. Dijo unas palabras a sus compañeros y soltó los tres perros, que vinieron a toda velocidad en dirección mía con las fauces contraídas y babeando por la excitación. Los soldados echaron a andar también hacia mí, empuñando sus subfusiles. Cuando llegaron los perros, les transmití pensamientos amistosos; los animales, no sienten ni temor ni desagrado por mí. A poco estuvieron encima, moviendo las colas, lamiéndome, llenándome de babas, a punto de matarme con sus expresiones de amistad, porque me encontraba muy débil. A una orden tajante, los perros se echaron a los pies de los soldados, que ahora estaban ante mí.

—Ah —dijo el cabo que los mandaba—, debes ser un buen ruso y nativo de aquí; de otro modo los perros te hubieran despedazado. Están adiestrados para eso precisamente. Espera un poco y lo verás.

Se alejaron tirando de los perros, reacios, que querían quedarse conmigo. Pocos minutos después, los animales se pusieron de pronto en pie y se lanzaron rápidamente entre la maleza del camino.

Hubo gritos horribles, sofocados de pronto por burbujeos de baba. Se oyó un ruido tras de mí, y cuando me volví, cayó a mis pies una mano ensangrentada y arrancada a mordiscos de la muñeca, en tanto que el perro quedaba moviendo la cola.

—Camarada —dijo el cabo, viniendo a grandes pasos hacia mí—, debes ser sin duda leal para que «Serge» haga eso. Vamos a nuestra base de Kraskino. Estamos de traslado. ¿Quieres que te llevemos hasta allí en compañía de cinco cadáveres?

—Sí, camarada cabo, le quedaré muy agradecido —le repliqué.

Me guió, en tanto que los perros iban a mi lado moviendo las colas, y me llevó a un half-track[1], que tenía enganchado un remolque. De un ángulo del remolque manaba un reguerito de sangre que salpicaba el suelo embarrado. El cabo, mirando distraídamente los cadáveres apilados allí, se fijó en la leve agitación de uno, aún moribundo. Sacó el revólver, disparó sobre su cabeza y luego enfundó el arma y fue hacia el half-track, sin volver la vista hacia atrás.

Se me dio un asiento en la trasera del vehículo. Los soldados estaban de buen humor; alardeaban de que ningún extranjero había cruzado la frontera jamás estando ellos de servicio, y me dijeron que su pelotón estaba en posesión de la Estrella Roja por su comportamiento. Les dije que yo iba camino de Vladivostok, para ver la gran ciudad por primera vez y que esperaba no tener dificultades con el idioma.

—¡Ah! —Gruñó el cabo—. Tenemos un camión de suministro que va mañana hacia allí, para llevar estos perros a que descansen, porque con tanta sangre humana se han vuelto demasiado fieros y ni siquiera nosotros podemos manejarlos. Tú te entiendes con ellos. Cuídales en lugar nuestro y mañana te llevaremos a Vladi. Nos entiendes a nosotros y te entenderán en todas partes por esta región; esto no es Moscú.

Así, yo, que inveteradamente odié el comunismo, pasé la noche como huésped de los soldados de la patrulla fronteriza rusa. Se me ofrecieron vino, mujeres y cantos; pero aduje mi edad y mi mala salud. Después de tomar una comida buena y vulgar, la mejor que había tomado hacía muchísimo tiempo, me acosté sobre el suelo y dormí con conciencia imperturbable.

De mañana partimos para Vladivostok el cabo, otro soldado raso, tres perros y yo. Así, a causa de mi amistad con los fieros animales, llegué a Vladivostok sin contrariedades, sin necesidad de andar y bien comido.