CUARTO CAPÍTULO

En el que la señorita Snork pierde el pelo debido a un ataque nocturno de los hatifnat y en el que se cuenta el descubrimiento más extraordinario que se hizo en la isla solitaria

En medio de la noche la señorita Snork se despertó con una extraña sensación. Algo había rozado su cara. No se atrevía a mirar, pero olfateaba inquieta a su alrededor. ¡Olía a quemado! Se tapó la cabeza con la manta y gritó a media voz: ¡Mumintroll! ¡Mumintroll!

El Mumintroll se despertó enseguida.

¿Qué pasa?, preguntó.

¡Algo peligroso ha entrado!, dijo la señorita Snork desde debajo de la manta. ¡Siento que hay algo peligroso aquí dentro!

El Mumintroll intentaba ver en la oscuridad. ¡Había algo! Siluetas con una luz pálida se paseaban entre todos los que estaban allí durmiendo. El Mumintroll sacudió al Snusmumrik para despertarle.

¡Mira!, susurró aterrorizado. ¡Fantasmas!

No, dijo el Snusmumrik. Son los hatifnat. La tormenta los ha electrizado, por eso brillan. ¡No te muevas, te puedes electrocutar!

Los hatifnat parecían estar buscando algo. Hurgaban en todos los cestos y el olor a quemado se hacía más intenso. De repente todos se juntaron en el rincón donde dormía el Hemul.

¿Crees que le harán algo?, preguntó el Mumintroll sobresaltado.

Estarán buscando el barómetro, dijo el Snusmumrik. Le dije que no se lo llevara. ¡Ahora lo han encontrado!

Juntando fuerzas los hatifnat lograron sacar el barómetro. Subieron sobre el Hemul para sujetarlo mejor, y ahora el olor a quemado era insoportable.

Snif se despertó y empezó a lloriquear.

Entonces un grito llenó la tienda. Un hatifnat había pisado la nariz del Hemul.

De pronto todo el mundo estaba despierto y levantado. Un caos indescriptible se apoderó de la tienda. Preguntas inquietas se mezclaban con lamentos cuando alguien pisaba un hatifnat y se quemaba o recibía una descarga eléctrica. El Hemul se movía perturbado de un lado a otro gritando de miedo, y antes de darse cuenta se enredó en la vela y toda la tienda se derrumbó sobre ellos. Fue absolutamente espantoso.

Más adelante Snif mantuvo que habían tardado por lo menos una hora en lograr salir de la tienda (puede que exagerara un poco).

Pero cuando al fin pudieron desenredarse de ella, los hatifnat habían desaparecido con el barómetro y a nadie le apetecía perseguirlos.

El Hemul, con lamentos desgarradores, hundió su nariz en la arena mojada.

¡Esto ya es demasiado!, gritó. ¿Por qué un pobre e inocente botánico no podrá vivir una vida en paz y tranquilidad?

¡La vida no es tranquila!, dijo el Snusmumrik satisfecho.

Ha dejado de llover, dijo Papá Mumin. ¡Mirad, niños, el cielo está despejado! Pronto amanecerá.

La madre del Mumintroll estaba destemplada y se aferraba a su bolso mirando a través de la noche el mar revuelto.

¿Hacemos otra cabaña e intentamos dormir un poco más?, preguntó.

No merece la pena, dijo el Mumintroll. Podemos envolvernos en las mantas y esperar a que salga el sol.

Se sentaron en fila en la playa, muy juntitos. Snif quería estar en medio ya que pensaba que era más seguro.

No os podéis imaginar lo desagradable que fue cuando algo me rozó la cara en la oscuridad, dijo la señorita Snork. ¡Fue peor que la tormenta!

Estaban contemplando cómo la noche se aclaraba sobre el mar. La tormenta se había calmado algo, pero las olas continuaban rompiendo con fuerza en la playa. El cielo empezaba a palidecer en el este y hacía mucho frío. Y entonces, con la primera luz del amanecer, vieron a los hatifnat partir de la isla. Barco tras barco, se deslizaban como sombras detrás de la punta rumbo al mar abierto.

¡Maravilloso!, exclamó el Hemul. ¡Con suerte nunca volveré a ver un hatifnat en mi vida!

Seguramente buscarán otra isla, dijo el Snusmumrik. ¡Una isla secreta que nadie podrá encontrar! Sus ojos seguían con añoranza las ligeras embarcaciones de los pequeños trotamundos.

La señorita Snork dormía con la cabeza sobre las rodillas del Mumintroll. Al este, en el horizonte, se veía el primer rayo de luz. Unas nubecillas que la tormenta había olvidado se sonrosaron como flores y poco después el sol levantó su brillante cabeza del mar.

El Mumintroll se inclinó para despertar a la señorita Snork y entonces descubrió algo terrible. ¡Su precioso flequillo se había quemado! Debió de ocurrir cuando los hatifnat la rozaron. ¿Cómo reaccionaría? ¿Qué podría hacer él para tranquilizarla y consolarla? ¡Era una catástrofe!

La señorita Snork abrió los ojos y sonrió.

¿Sabes?, dijo el Mumintroll apresuradamente. Es curioso, pero cada vez me gustan más las chicas sin pelo que las que lo tienen.

¿Y eso?, preguntó sorprendida la señorita Snork. ¿Por qué?

El pelo da un aspecto muy descuidado, dijo el Mumintroll.

La señorita Snork levantó instintivamente las manos para peinarse pero, ¡ay, lo único que encontró fue un pequeño mechón chamuscado! Lo miró horrorizada.

Te has quedado calva, dijo Snif.

Te va muy bien, dijo el Mumintroll para consolarla. ¡Oh, no! ¡No llores!

Pero la señorita Snork se arrojó de bruces sobre la arena y lloraba desconsoladamente la pérdida de su principal encanto.

Todos se congregaron alrededor de ella intentando en vano que recuperara su felicidad.

Mira, yo nací calvo y me encuentro estupendamente, dijo el hemul.

Te frotaremos con aceite y probablemente volverá a crecer, dijo el padre del Mumintroll.

¡Y será ondulado!, dijo Mamá Mumin.

¿De veras?, hipaba la señorita Snork.

¡De veras!, le aseguró la mamá. ¡Figúrate lo guapa que vas a estar con el pelo ondulado!

La señorita Snork dejó de llorar y se sentó.

Mira el sol, dijo el Snusmumrik.

El sol se levantaba del mar pulcro y recién bañado. Toda la isla brillaba y relucía después de la lluvia.

Ahora voy a tocar una canción de la mañana, dijo el Snusmumrik sacando su armónica. Y con mucha fuerza todos cantaron:

La noche se ha ido

el sol ha salido.

Los hatifnat

han desaparecido.

No estés triste,

todo ha pasado,

la señorita Snork

tendrá el pelo rizado.

¡Y ahora a nadar!, dijo el Mumintroll.

Todos se pusieron el bañador y fueron corriendo a lanzarse a las olas, menos el Hemul, Papá Mumin y la madre del Mumintroll que pensaba que el agua aún estaría demasiado fría.

Las olas blancas y verde esmeralda rodaban sobre la playa.

¡Oh, qué felicidad ser un Mumintroll recién despierto bailando en las olas verdes cristalinas mientras se levanta el sol!

Todos ya se habían olvidado de la noche, y un nuevo y largo día de junio los esperaba. Atravesaban las olas como delfines dejándose llevar sobre sus crestas hacia la playa donde Snif jugaba en los charcos. El Snusmumrik flotaba panza arriba a cierta distancia de la costa mirando un cielo azul y transparente.

Mientras tanto, Mamá Mumin hacía café y buscaba el tarro de mantequilla que había resguardado del sol en la arena, cerca de la orilla. No tuvo suerte: la tormenta se lo había llevado.

¿Qué les pondré sobre el pan?, se lamentó.

Verás, la tormenta nos habrá dejado algo a cambio, dijo Papá Mumin. Después de desayunar haremos una expedición a lo largo de la costa para ver lo que el mar ha traído.

Y así lo hicieron.

Al otro lado de la isla se alzaba una antiquísima formación rocosa cuyas pulidas espaldas caían al mar. Entre ellas se podían encontrar plataformas de arena sembrada de conchas (las secretas pistas de baile de las doncellas de mar) y negros precipicios con el mar rugiendo al fondo como si golpeara contra una puerta de hierro. A veces se abría una pequeña gruta entre las rocas, otras veces el agua se arremolinaba formando torbellinos espumosos en los huecos excavados en las rocas.

Cada uno cogía un camino distinto para ver lo que la tempestad había traído para ellos.

Esto era lo más emocionante de todo porque se podían encontrar las cosas más insólitas y a menudo resultaba bastante difícil o peligroso sacarlas del mar.

La mamá del Mumintroll bajó a una pequeña cala al abrigo de una imponente roca. En la arena crecían matas de claveles de mar y espigas secas que susurraban y silbaban cuando el viento entraba en sus tallos huecos. Mamá Mumin se tumbó para resguardarse del viento. Desde allí sólo veía el cielo y los claveles de mar que se balanceaban encima de su cabeza. Me echaré una pequeña siesta, pensó. Pero pronto la mamá estaba profundamente dormida en la arena caliente.

El Snork subió a la cima más alta de la isla y miró alrededor. Podía ver toda la isla de punta a punta. Parecía un ramillete flotando en el mar revuelto. Vio a Snif, que parecía un puntito, buscar tesoros de mar. Vio el sombrero del Snusmumrik. Vio al Hemul que estaba arrancando una orquídea rara. Y allí… ¡Allí era exactamente donde había caído el rayo! El rayo había partido en dos, como si fuese una manzana, una enorme roca, más grande que diez casas mumin. Cada mitad había caído hacia un lado, creando un corredor vertical entre ellas.

Estremecido, el Snork entró en el pasillo y alzó sus ojos para mirar las paredes oscuras de la roca. ¡Por ahí había pasado el rayo! Negra como el carbón se veía su trayectoria en el interior expuesto de la piedra. Pero al lado de esta línea había otra, clara y brillante. ¡Era oro! ¡No podía ser otra cosa que oro!

El Snork hurgó un poco con su navaja en la veta. Un trocito de oro se desprendió y cayó en su mano. Sacó otro trocito, y luego otro más. Poco a poco se iba acalorando y los trocitos de oro eran cada vez más grandes. Pronto se había olvidado de todo y sólo pensaba en la brillante veta de oro que el rayo había dejado al descubierto. Ya había dejado de ser buscador de tesoros de mar para convertirse en buscador de oro.

Mientras tanto, Snif había encontrado un tesoro bastante modesto, pero la sencillez de su descubrimiento no afectaba a su felicidad. Era un flotador de corcho. Estaba algo podrido por el agua de mar, lo que le parecía perfecto. ¡Ahora puedo ir donde no hago pie!, pensó Snif. Aprenderé a nadar igual de bien que los otros. ¡Se va a sorprender el Mumintroll!

Un poco más lejos, entre cortezas de abedul, flotadores de red y algas marinas, encontró una esterilla de rafia, un cazo casi entero y una vieja bota sin tacón. ¡Tesoros maravillosos cuando los has podido rescatar del mar!

Vio al Mumintroll a lo lejos. El agua le llegaba hasta la cintura y estaba esforzándose en acercar algo. ¡Algo muy grande! ¡Qué lástima que no lo vi primero!, pensó Snif. ¿Qué diablos puede ser?

Ahora el Mumintroll había logrado arrastrar hasta la playa su hallazgo y lo estaba haciendo rodar sobre la arena. Snif estiró su cuello y entonces vio lo que era. ¡Una boya! ¡Una boya estupenda!

¡Toma ya!, gritó el Mumintroll. ¿Qué te parece?

No está mal, dijo Snif sin dejarse impresionar. ¿Y qué dices de esto?

Colocó sus hallazgos en la playa.

El flotador está muy bien, dijo el Mumintroll. Pero ¿qué vas a hacer con medio cazo?

Pues, si no puedo sacar toda el agua con él, por lo menos la mitad. ¡Escucha! ¿Qué te parece un trueque: la esterilla, el cazo y la bota por esa vieja boya?

¡Eso nunca!, dijo el Mumintroll. Pero tal vez aceptaría cambiar el flotador por este misterioso talismán que ha venido flotando hasta aquí desde un país lejano.

Sacó una extraña cosa redonda de cristal hueco y la sacudió. Una nube de copos de nieve se levantó revoloteando dentro de la bola de cristal. Luego se posaron sobre una casita con una ventana de papel de aluminio.

¡Oh!, exclamó Snif. Y una batalla feroz tuvo lugar en su corazón que adoraba en grado extremo atesorar objetos.

¡Mira!, dijo el Mumintroll, y volvió a agitar la bola de cristal.

¡No lo sé!, dijo Snif desesperado. ¡Realmente no sé qué es lo que más me gusta: si el flotador o el talismán invernal! ¡Mi corazón se está rompiendo!

Probablemente es el único talismán de nieve que existe en el mundo en este momento, dijo el Mumintroll.

¡Pero no puedo deshacerme del flotador!, se lamentó Snif. Querido Mumintroll, ¿no podríamos compartir el temporalcito de nieve…?

Humm, dijo el Mumintroll.

¿No me lo podrías dejar de vez en cuando?, le suplicó Snif. ¿Los domingos por ejemplo?

El Mumintroll se lo pensó un momento. Luego dijo:

Bien. Te lo dejaré los domingos y los miércoles.

Lejos de allí paseaba el Snusmumrik. Caminaba muy cerca de las embravecidas olas. Cada vez que una ola intentaba alcanzar sus botas, daba un salto esquivándola y se reía. ¡Las olas estaban pasando un mal rato!

No lejos de la punta, el Snusmumrik se encontró con el papá del Mumintroll que estaba recogiendo tablas y trozos de madera.

¿No está mal, eh?, dijo jadeando Papá Mumin. Con esto construiré un embarcadero para el Aventura.

¿Quieres que te ayude a sacarlas del agua?, preguntó el Snusmumrik.

¡De ninguna manera!, dijo sorprendido Papá Mumin. Lo puedo hacer yo solo. ¡Ve a ver si sacas algo del mar para ti!

Había muchísimas cosas que se podían sacar del mar pero nada que le gustara al Snusmumrik. Pequeños barriles, media silla, una cesta sin fondo y una tabla de planchar. Trastos pesados y molestos.

Se metió las manos en los bolsillos y empezó a silbar mientras esquivaba las olas que trataban de alcanzarle y, cuando se retiraban, corría detrás de ellas. Y así proseguía hasta el final de la larga playa solitaria.

En el cabo, la señorita Snork saltaba entre las rocas. Había escondido su flequillo chamuscado con una corona de lirios de mar y estaba buscando algo que dejaría a los demás atónitos y llenos de envidia. Y cuando ya lo hubieran admirado, se lo regalaría al Mumintroll (siempre que no fuera una joya, claro). Era complicado trepar entre las rocas y la corona estaba constantemente a punto de irse volando. Por suerte, el viento ya había amainado algo y el mar había cambiado de verde furioso a tranquilo azul y las olas llevaban sus coronas de espuma más como un adorno que como un penacho de guerra.

La señorita Snork descendió a una estrecha playa de guijarros, pero allí sólo había algas, carrizo y trozos de tabla. Desanimada, seguía camino del cabo. Qué pena que los otros siempre logran tanto y yo nada, pensaba la señorita Snork. Saltan sobre los témpanos que flotan en el mar, represan arroyos y capturan hormigas-león. Me gustaría hacer algo excepcional, yo sólita, para impresionar al Mumintroll.

Suspiró contemplando la playa desierta. De repente se detuvo y su corazón empezó a latir con fuerza. En la punta del cabo… ¡oh, no, era demasiado espantoso! ¡Alguien estaba flotando entre las rocas con la cabeza debajo del agua! ¡Y ese alguien era tremendamente grande, diez veces una pequeña señorita Snork!

Voy corriendo a buscar a los demás, pensó. Pero no lo hizo.

¡Esta vez no vas a tener miedo!, se dijo. ¡Debes mirar quién es!

Y temblando se acercó a lo terrorífico. Era una gran dama…

Una gran dama sin piernas… ¡Qué horror! Estremecida, la señorita Snork dio un par de pasos y se detuvo sorprendida. ¡La gran dama estaba hecha de madera! Y era increíblemente bella. Su sereno y sonriente rostro con sus rosadas mejillas, labios rojos y redondos ojos azules muy abiertos, resplandecía a través del agua transparente. El pelo, que le caía sobre los hombros en largos mechones pintados, también era azul.

¡Es una reina!, dijo la señorita Snork con veneración. Las manos de la preciosa dama estaban cruzadas sobre su pecho donde brillaban flores y cadenas de oro, y su vestido caía desde su fina cintura en suaves pliegues rojos. ¡Y todo era de madera pintada! ¡Lo realmente extraño era que no tenía espalda!

Casi es un regalo demasiado bonito para el Mumintroll, pensó. Pero se lo daré de todas maneras.

La señorita Snork, muy orgullosa, entró remando hacia el atardecer en la ensenada sentada sobre la barriga de la reina de madera.

¿Has encontrado tú un barco?, preguntó el Snork.

Es sorprendente que hayas podido traerlo hasta aquí tú sólita, dijo admirado el Mumintroll.

¡Es un mascarón de proa!, dijo Papá Mumin, que había sido marinero en su juventud. A los marineros les gusta adornar la proa de su barco con una bella reina de madera.

¿Por qué?, preguntó Snif.

Para que se luzcan, dijo el papá.

¿Pero por qué no tiene espalda?, se preguntó el Hemul

Porque es por donde está sujeta a la proa, obviamente, dijo el Snork. ¡Esto lo entiende hasta un ratoncito recién nacido!

Es demasiado grande para colocarla en el Aventura. ¡Qué lástima!

¡Oh, la pobre bella dama!, suspiró la mamá del Mumintroll. ¡Es tan bella y no le sirve de nada!

¿Qué piensas hacer con ella?, preguntó Snif.

La señorita Snork bajó tímida la mirada y sonrió. Luego dijo: Se la voy a dar al Mumintroll.

El Mumintroll se quedó mudo. Rojo como un tomate se acercó a ella y le hizo una reverencia. La señorita Snork se inclinó turbada. Era como si estuvieran en un baile.

¡Hermana!, dijo el Snork. ¡Todavía no has visto lo que yo he encontrado!

Señaló orgulloso hacia un montón de oro que brillaba en la arena.

Los ojos de la señorita Snork se salieron de sus órbitas.

¡Oro auténtico!, exclamó embelesada.

¡Hay mucho, mucho más!, se vanaglorió el Snork. ¡Una montaña de oro!

¡Y yo puedo quedarme con todo el oro que se caiga solo!, dijo Snif.

¡Qué felices eran admirando allí, en la playa, lo que los unos y los otros habían encontrado! De repente la familia Mumin era rica. Pero lo más valioso seguía siendo el mascarón de proa y la tempestad de nieve en la bola de cristal.

El velero, muy cargado, zarpó por fin de la isla solitaria siguiendo la estela de la tormenta. Arrastraba una balsa de troncos y tablas e iba cargado con oro, un talismán de invierno, una boya grande, una bota, medio cazo, un flotador y una esterilla de rafia. En la proa descansaba tumbada la reina de madera mirando al mar. A su lado estaba sentado el Mumintroll con su mano encima de su precioso pelo azul. ¡Se sentía tan feliz!

De vez en cuando, la señorita Snork les miraba.

¡Ojalá fuese tan bella como la reina de madera!, pensó. Ahora ni siquiera tengo mi flequillo…

Ya no estaba tan alegre, incluso se sentía un poco triste.

¿Te gusta la reina de madera?, preguntó.

¡Muchísimo!, contestó el Mumintroll sin alzar la mirada.

¡Pero dijiste que no te gustaban las chicas con pelo!, dijo la señorita Snork. Y, por cierto ¡no es más que una madera pintada!

¡Pero tan bien pintada!, dijo el Mumintroll.

La señorita Snork estaba apesadumbrada. Observaba el mar con la mirada perdida y tenía un nudo en la garganta. Poco a poco se estaba volviendo de color gris.

¡Esa reina de madera tiene cara de tonta!, dijo disgustada.

Entonces el Mumintroll levantó la cabeza.

¿Por qué estás gris?, preguntó sorprendido.

¡Por nada en particular!, dijo la señorita Snork.

El Mumintroll bajó de la proa y se sentó a su lado.

¿Sabes?, dijo después de un rato. Tienes razón. ¡La reina de madera realmente tiene cara de muy tonta!

¿A que sí?, dijo la señorita Snork recuperando su color rosado.

Poco a poco el sol bajaba hacia el atardecer y las largas y lisas olas se iban tiñendo de amarillo y oro. Todo se volvía amarillo y oro: la vela, el barco y los que estaban sentados en él.

¿Te acuerdas de la mariposa dorada que vimos?, preguntó el Mumintroll.

La señorita Snork asintió con la cabeza, cansada y feliz.

A lo lejos, la isla solitaria se encendía con los últimos rayos del sol.

¿Y qué pensáis hacer con el oro del Snork?, dijo el Snusmumrik.

Podríamos utilizarlo para decorar los bordes de los arriates, dijo la mamá del Mumintroll. Sólo los trozos más grandes, claro, los más pequeños darían un aspecto un poco pobre.

Después todos se quedaron sentados en silencio, contemplando cómo el sol se hundía en el mar y cómo el azul del cielo se tornaba violeta mientras el Aventura se mecía despacito hacia casa.