TERCER CAPÍTULO

En el que se cuenta cómo el Desmán experimentó algo indescriptible después de haber retomado la vida en solitario, cómo la familia Mumin descubre la isla solitaria de los hatifnat donde el Hemul protagoniza una huida muy complicada, y cómo una terrible tormenta pone a todos en peligro

A la mañana siguiente, cuando el Desmán como de costumbre salió con su libro y se puso en la hamaca para leer acerca de la inutilidad de todas las cosas, la cuerda se rompió y el pobre animal cayó al suelo con un gran estruendo.

¡Imperdonable!, exclamó el Desmán liberándose de su manta. ¡Oh, cuánto lo siento!, dijo el padre del Mumintroll que estaba regando sus plantas de tabaco. Espero que no se haya hecho daño.

¡No se trata de eso!, replicó el Desmán sombrío mesando su bigote. Que la Tierra se hunda no me quita el sueño. Pero no me gusta que me pongan en situaciones comprometidas. ¡No es digno de un filósofo!

¡Pero si yo soy el único que lo ha visto!, protestó Papá Mumin.

¡Ya es bastante!, dijo el Desmán. No es poco lo que he tenido que aguantar en su casa. El año pasado, sin ir más lejos, un cometa me cayó encima. Eso no tuvo importancia, ¡pero tal vez recuerde que me senté en el pastel de chocolate de su señora! ¡Fue muy, pero que muy perjudicial para mi dignidad! Y no son pocas las veces que algún invitado me ha puesto un cepillo en la cama. Una broma que no tiene ninguna gracia. Y eso no es todo…

Sí, ya lo sé, interrumpió Papá Mumin vencido, ésta no es una casa pacífica. En cuanto a la hamaca, pues ya tiene sus años, y las cuerdas se gastan…

No hay que esperar hasta que haya un accidente, dijo el Desmán. Que me hubiera matado no tiene importancia. Pero ¡imagínese que los demás lo hubiesen presenciado! En fin, ahora tengo la intención de retirarme a un lugar desierto y vivir una vida de paz y soledad y renunciar a todo. ¡Es una decisión irrevocable!

¡Vaya!, exclamó el padre del Mumintroll impresionado. ¿Y se puede saber dónde piensa establecer su retiro?

En la cueva, dijo el Desmán. Allí nadie vendrá a interrumpir mis pensamientos con bromas de mal gusto. Le doy permiso para que me traiga de comer dos veces al día. Pero que no sea antes de las diez.

Muy bien, dijo afable el papá. ¿Querrá que le llevemos algunos muebles?

Si usted quiere, no me voy a oponer, dijo el Desmán un poco más complaciente. Pero sólo dos o tres cosas sencillas. Sé muy bien que tiene las mejores intenciones, pero su familia me ha llevado al límite de mi paciencia.

Dicho esto, el Desmán cogió su libro y su manta y se marchó satisfecho en dirección del acantilado.

Papá Mumin suspiró y siguió regando sus plantas de tabaco. Pronto no quedaría en su memoria nada de todo lo sucedido.

El Desmán se sintió muy a gusto cuando entró en la cueva. Extendió su manta por el suelo, se sentó encima y enseguida se puso a pensar. Siguió pensando durante aproximadamente dos horas. Se respiraba paz y quietud, y a través de la grieta en el techo el sol iluminaba suavemente su escondite. Estaba sentado justo en el rayo de luz y cuando se quedaba fuera de él se movía un poco para volver a sentir cómo le calentaba los huesos.

Aquí me quedaré para siempre jamás, pensaba. ¡Qué inútil estar siempre corriendo por todas partes, hablando sin parar, buscando casa, preparando comida y coleccionando trastos!

Se quedó mirando con satisfacción su nuevo hogar y de pronto vio el sombrero del Mago que el Mumintroll y el Snusmumrik habían escondido en el fondo de la cueva.

¡La papelera!, se dijo a sí mismo. ¡De modo que está aquí! Bueno, siempre le encontraré algún uso.

Se quedó pensando un rato más, y luego decidió echarse una siesta. Se tapó con la manta dejó sus dientes postizos dentro del sombrero, para que no se llenaran de arena, y se durmió tranquilo y feliz.

En casa de los Mumin había panqueque para desayunar, un gran crépe amarillo con mermelada de frambuesa. Mamá Mumin también sacó las gachas del día anterior, pero como no interesaban a nadie las volvió a guardar para el día siguiente.

Hoy tengo ganas de hacer algo especial, dijo. Hay que celebrar que por fin hemos logrado deshacernos de aquel dichoso sombrero, y además uno acaba cansándose de estar siempre metido en casa.

¡Tienes toda la razón del mundo!, dijo Papá Mumin. ¿Qué os parece si vamos de excursión a alguna parte?

Ya hemos estado en todas partes. No queda ningún sitio por conocer, dijo el Hemul.

Pero algún lugar nuevo debe haber, si no nos lo inventaremos, contestó el papá. Terminad el desayuno, niños, llevaremos lo que quede para comer.

¿Hay que terminar lo que se tiene en la boca?, preguntó Snif.

¡No seas tonto!, dijo Mamá Mumin. Coged lo que queráis llevar y daos prisa que papá quiere salir ya. Pero no llevéis nada innecesario. Tendremos que dejar una nota para el Desmán para que sepa dónde estamos.

¡Por la gracia de mi rabo!, exclamó el padre del Mumintroll llevándose la mano a la frente. ¡Se me había olvidado que teníamos que llevarle comida y muebles a la cueva!

¡¿A la cueva?!, gritaron a la vez el Mumintroll y el Snusmumrik.

Sí, resulta que se le rompió la cuerda de la hamaca, explicó el papá. Y entonces el Desmán dijo que ya no podía pensar y quería renunciar a todo. Le pusisteis cepillos en la cama y le gastasteis todo tipo de bromas. De manera que decidió mudarse a la cueva.

El Mumintroll y el Snusmumrik palidecieron y aterrorizados intercambiaron una mirada de complicidad. ¡El sombrero!, pensaron.

Bueno, no es tan problemático, dijo Mamá Mumin. Podemos hacer una excursión a la playa y de paso llevarle la comida al Desmán.

¡La playa es tan aburrida! ¡Ya la hemos visto mil veces!, refunfuñó Snif. ¿No podemos ir a otro sitio?

¡Chsss! ¡A callar, niños!, dijo el papá con energía. Mamá quiere nadar. ¡En marcha!

La madre del Mumintroll se dio prisa para preparar la cesta de la playa. Cogió mantas, cacerolas, corteza de abedul para hacer luego, la cafetera, comida para un año, crema para el sol, fósforos y todo con lo que se come y en lo que se come. También metió paraguas, ropa de abrigo, bicarbonato, una varilla para batir, edredones, mosquiteras, trajes de baño, un mantel y su bolso. Iba de un lado a otro haciendo memoria para no olvidarse de nada. Al final dijo: ¡Ya está! ¡Va a ser maravilloso descansar al borde del mar!

El papá del Mumintroll se limitó a coger su pipa y su caña de pescar.

¿Por fin estáis listos?, preguntó. ¿Estáis seguros de que no os olvidáis nada? ¡Ahora nos vamos!

Salieron desfilando hacia la playa. Snif iba el último arrastrando seis barcos de juguete atados a una cuerda.

¿Crees que el Desmán se habrá metido en algún lío?, susurró el Mumintroll al Snusmumrik.

¡Espero que no, pero estoy algo inquieto!, le contestó el Snusmumrik susurrando también.

De repente, todos se pararon tan bruscamente que casi el Hemul se mete la caña de pescar en el ojo.

¿Quién grita?, exclamó alarmada Mamá Mumin.

Todo el bosque temblaba con los salvajes gritos. Algo o alguien se acercaba hacia ellos galopando por el sendero, aullando de terror o de rabia.

¡Escondeos!, gritó Papá Mumin. ¡Que viene una bestia!

Pero antes de que nadie pudiera moverse, delante de ellos apareció el Desmán con los ojos dilatados y los bigotes de punta.

Agitaba las manos y decía palabras inconexas que nadie lograba entender, pero se podía deducir que estaba enfadado o tenía miedo o estaba enfadado porque tenía miedo. Luego siguió a trompicones hacia Valle Mumin.

¿Qué le habrá pasado al Desmán?, preguntó impresionada Mamá Mumin. ¡Él que siempre es tan digno y sereno!

Cuesta creer que se haya puesto así por el sólo hecho de que se rompiera la cuerda de la hamaca, dijo Papá Mumin moviendo la cabeza.

Creo que estaba enfadado porque no le habíamos traído la comida, dijo Snif. Ahora nos la podemos comer nosotros.

Prosiguieron el camino a la playa algo preocupados. Pero el Mumintroll y el Snusmumrik se adelantaron tomando un atajo a la cueva.

Mejor no entrar por la puerta, dijo el Snusmumrik, por si acaso AQUELLO está todavía ahí dentro. Subamos a la roca y miremos por la grieta del tejado.

Subieron a la roca sin hacer ruido, arrastrándose como pieles rojas hasta la grieta. Con extremo cuidado se asomaron para ver qué había en la cueva.

Vieron el sombrero del Mago. Estaba vacío. La manta estaba tirada en un rincón, el libro en otro. La cueva estaba abandonada.

Pero por todas partes había huellas extrañas, como si alguien hubiera bailado o dado brincos en la arena.

¡Estas no son las huellas de las patas del Desmán!, dijo el Mumintroll.

Tengo dudas de si en realidad son patas y no otra cosa, dijo el Snusmumrik. Son rarísimas.

Bajaron la roca mirando con temor alrededor. Pero no vieron nada peligroso.

Nunca llegaron a saber qué fue lo que aterrorizó al Desmán, porque se negó a hablar de ello[3].

Mientras tanto los otros habían llegado a la playa y estaban hablando y gesticulando agrupados cerca de la orilla.

¡Han encontrado un barco!, gritó el Snusmumrik. ¡Corramos a ver!

Era cierto. ¡Un auténtico barco de vela, muy grande y construido en tingladillo, pintado en blanco y verde y con remos y un depósito de agua de mar para los peces!

¿De quién es?, jadeó el Mumintroll cuando llegó.

¡De nadie!, contestó Papá Mumin triunfante. El agua lo ha traído hasta la playa. Es un regalo del mar.

¡Habrá que bautizarlo!, gritó la señorita Snork. ¿No creéis que Acostado es un nombre muy dulce?

¿Acostado?, dijo su hermano con desprecio. ¡Acuéstate tú! Yo propongo Águila de Mar.

¡No! ¡Tiene que ser un nombre en latín!, gritó el Hemul. ¡Muminates Marítima!

¡Yo lo vi primero!, chilló Snif. ¡Me toca a mí ponerle nombre! ¿Qué os parece Snif? Es corto y bonito.

¡Eso es lo que tú crees!, dijo el Mumintroll.

¡Calma, niños!, dijo el papá. Calma, calma. Está claro que tiene que ser mamá la que escoja el nombre. ¡Después de todo es su excursión!

Mamá Mumin se sonrojó.

A ver si puedo, dijo tímidamente. El Snusmumrik tiene tanta imaginación. Seguro que acertará mejor.

Pues, no sé, dijo el Snusmumrik halagado. Pero la verdad es que yo desde el principio pensé que El Lobo Sigiloso sería un nombre con mucho estilo.

¡No!, gritó el Mumintroll. ¡Que mamá elija!

Muy bien, hijos míos, dijo Mamá Mumin. Pero no digáis después que soy tonta o pasada de moda. A mí me parece que habría que darle al barco un nombre que nos recuerde todas las experiencias que con él vamos a tener y por eso creo que Aventura podría ser un buen nombre.

¡Estupendo! ¡Maravilloso!, gritó el Mumintroll. ¡Vamos a bautizarlo! Mamá, ¿tienes algo que pueda hacer las veces de una botella de champán?

Mamá Mumin miró entre todos sus cestos a ver si encontraba la botella de refresco de bayas rojas.

¡Qué pena!, exclamó. Creo que he dejado el refresco en casa.

¡Vaya! ¡Pero ya te pregunté si no habías olvidado algo!, dijo Papá Mumin.

Todos se pusieron muy tristes. ¡Ir de viaje en un barco que no ha sido bautizado en toda regla puede traer mala suerte!

De pronto se le ocurrió una idea genial al Mumintroll.

¡Dame las cacerolas!, dijo.

Las cogió, las llenó de agua del mar, y se fue a la cueva donde estaba el sombrero del Mago.

Cuando el Mumintroll volvió con el agua convertida en refresco, dejó a su papá que lo probara.

Papá Mumin bebió un sorbo y con un ademán divertido dijo:

¿Dónde demonios has encontrado esto?

¡Secreto!, dijo el Mumintroll.

Entonces llenaron un tarro de mermelada con el agua convertida y lo rompieron contra la proa mientras Mamá Mumin, orgullosa, declamó: ¡Yo te bautizo desde aquí y desde ahora (expresión mumin que se emplea en los bautizos) con el nombre de Aventura!

Todos gritaron hurra y enseguida empezaron a meter a bordo cestos, mantas, paraguas, cañas de pescar, edredones, cacerolas y trajes de baño. Cuando todo estuvo dentro, la familia Mumin y sus amigos se hicieron al bravo y verde mar.

Era un día espléndido, aunque no del todo claro, ya que una leve neblina velaba el sol. El Aventura desplegó su vela blanca y como una flecha se lanzó hacia el horizonte. Las olas lamían los flancos del barco, el viento cantaba, y troles y doncellas del mar bailaban alrededor de la proa.

Snif había atado sus seis barquitos uno detrás de otro, y ahora toda la flota navegaba en la estela del velero. El papá del Mumintroll llevaba el timón y su mamá echaba una siestecita sentada. Rara vez podía disfrutar de tanta tranquilidad. En lo alto volaban en círculos grandes pájaros blancos.

¿Adónde podríamos ir?, dijo el Snork.

¡A una isla!, pidió la señorita Snork. ¡Nunca he estado en una isla!

Cumpliremos tu deseo, dijo Papá Mumin. Echaremos el ancla en la primera isla que veamos.

El Mumintroll estaba sentado delante. Miraba hechizado la profundidad verde y observaba cómo la proa del Aventura la iba cortando en blancos bigotes.

¡A la orden, mi capitán!, gritó extasiado. ¡Vamos a una isla!

A lo lejos, rodeada de arrecifes y rompeolas, se encontraba la isla solitaria de los hatifnat. Una vez al año, los hatifnat se congregaban allí antes de emprender su interminable expedición alrededor del mundo. Llegaban de todos los puntos cardinales, silenciosos y serios con sus pequeños y vacíos rostros blancos. Es difícil saber por qué celebran esta reunión anual ya que ni oyen ni hablan y nunca fijan su mirada en nada salvo en su lejano destino.

Quizá lo que les gusta es el hecho de tener por lo menos un lugar donde sentirse como en casa, descansar un poco y encontrarse con conocidos. La reunión siempre es en junio y eso explica por qué la familia Mumin y los hatifnat llegaron más o menos al mismo tiempo a la isla solitaria. Emergía del mar, salvaje y tentadora, rodeada, como para ir a una fiesta, de una guirnalda de espuma blanca de las olas al romper contra los arrecifes y coronada por verdes árboles.

¡Tierra a la vista!, gritó el Mumintroll.

Todos se asomaron a la borda para mirar.

¡Hay una playa de arena!, gritó entusiasmada la señorita Snork.

Y un puerto natural perfecto, dijo Papá Mumin maniobrando con destreza entre los arrecifes. El Aventura se deslizó suavemente en la arena y el Mumintroll saltó a la playa con la amarra. Al rato la playa bullía de actividad. Mamá Mumin iba trayendo piedras para hacer un hogar donde calentar los panqueques. Luego empezó a recoger leña y a extender el mantel en la arena poniendo una piedrecilla en cada esquina para que no se lo llevara el viento. Puso los vasos y en la arena mojada a la sombra de una roca hizo un hoyo para el bote de la mantequilla, y finalmente adornó la mesa con un ramo de lirios de playa.

¿Te podemos ayudar con algo?, preguntó el Mumintroll cuando todo estaba listo.

Tenéis que explorar la isla, contestó la mamá, sabiendo muy bien qué era lo que deseaban hacer. Es importante saber dónde ha ido a parar uno. Puede que sea un lugar peligroso.

Tienes razón, dijo el Mumintroll y se marchó junto a los hermanos Snork y Snif a lo largo de la playa sur, mientras que el Snusmumrik, que prefería explorar en solitario, puso rumbo a la playa norte. El Hemul cogió su pala de botánico, su lupa, se colgó al cuello su bote de lata verde para coleccionar plantas, y fue directamente al bosque. Sospechaba que allí encontraría plantas raras que todavía nadie había descubierto.

El papá del Mumintroll se sentó en una piedra para pescar. Lentamente el sol se deslizaba hacia el atardecer. En la lejanía, una masa de nubes se hacía cada vez más espesa sobre el mar.

En el centro de la isla, en un claro del bosque, había una pradera verde rodeada de matorrales en flor. Éste era el lugar secreto donde los hatifnat se congregaban una vez al año por san Juan. Ya habían llegado unos trescientos de ellos y se esperaban alrededor de cuatrocientos más. Se movían silenciosamente por la hierba haciéndose reverencias ceremoniosas para saludarse. En medio de la pradera habían levantado un poste alto en el que habían colgado un enorme barómetro.

Cada vez que pasaban delante del barómetro hacían una gran reverencia, lo que no dejaba de parecer gracioso.

Mientras tanto el Hemul vagaba feliz por el bosque, extasiado ante tantas flores raras. No se parecían en nada a las flores de Valle Mumin, sus colores eran más fuertes y más oscuros y tenían formas extrañas.

Pero el Hemul no veía que eran bonitas, él estaba contando estambres y hojas y murmurando para sus adentros: ¡Ésta es la número doscientos diecinueve de mi colección!

Por fin llegó a la pradera de los hatifnat. Estaba husmeando la hierba tan ensimismado que no levantó la cabeza hasta darse con el poste de los hatifnat. Sorprendido, miró alrededor. En su vida había visto tantos hatifnat juntos. Pululaban por todas partes y todos le miraban con sus diminutos y pálidos ojos.

Me pregunto si están enfadados, pensó el Hemul preocupado. ¡Son pequeños, pero hay una multitud!

Entonces vio el enorme y brillante barómetro de caoba. Indicaba lluvia y viento.

¡Curioso!, dijo el Hemul parpadeando en el sol. Dio unos golpecitos en el barómetro, que bajó bastante. Al instante, los hatifnat dieron un paso hacia el Hemul produciendo un frufrú amenazador.

¡Por Dios!, dijo el Hemul asustado. ¡No voy a coger vuestro barómetro!

Pero los hatifnat no le escucharon. Formando filas, se le iban acercando paso a paso con su constante frufrú a la vez que agitaban las manos. Al Hemul se le atragantaba el corazón y oteaba el horizonte en busca de salvación.

El enemigo formaba un muro que no hacía más que estrechar el cerco por momentos. Y de entre los árboles seguían saliendo más hatifnat, silenciosos y con sus inexpresivos rostros.

¡Fuera!, gritó el Hemul chistándoles. ¡Hala! ¡Fuera!

Pero, silenciosamente, los hatifnat se acercaron más. Entonces el Hemul recogió sus faldas y empezó a subir el poste. Estaba sucio y resbaladizo, pero el susto le dio fuerzas impropias de un Hemul y al final llegó a la cima y se sentó tembloroso abrazándose al barómetro.

Los hatifnat habían llegado al pie del poste. Allí se quedaron esperando. Toda la pradera estaba cubierta de hatifnat como si fuera un manto blanco y el Hemul se ponía enfermo pensando en lo que ocurriría si se caía.

¡Socorro!, gritó con una voz débil. ¡Socorro! ¡Socorro! Pero el bosque no contestaba.

Desesperado puso dos dedos en la boca y silbó: tres silbidos cortos, tres largos y tres cortos. SOS.

El Snusmumrik, que caminaba a lo largo de la playa norte, oyó la señal del Hemul pidiendo auxilio. Cuando tuvo localizada la dirección de donde procedía la señal se lanzó como una flecha a socorrerle. El silbido se oía cada vez más cerca. «Debe de estar aquí mismo», pensó el Snusmumrik avanzando con cautela. El bosque se iba clareando y de repente vio la pradera, los hatifnat y el Hemul aferrado al poste.

¡Mal asunto!, murmuró el Snusmumrik. Luego gritó: ¡Hola! ¡Aquí estoy! ¿Qué has hecho para enfadar tanto a los simpáticos hatifnat?

Sólo he dado un par de golpecitos a su barómetro, gimió el Hemul. ¡Por cierto, bajó un poco! ¡Querido Mumrik, haz algo para quitarme de encima estos repugnantes bichos!

Déjame pensar un momento, dijo el Snusmumrik.

(Los hatifnat no oían nada de esta conversación, claro, ya que no tienen orejas).

Al rato gritó el Hemul:

¡Piensa rápido, Mumrik, que me resbalo!

¡Escúchame!, dijo el Snusmumrik. ¿Te acuerdas de aquella vez cuando los topos invadieron el jardín? Entonces Papá Mumin clavó un montón de estacas en la tierra y les puso unos molinillos. Cuando giraban las aspas la tierra temblaba de tal forma que los topos se pusieron nerviosos y se fueron.

Tus historias siempre son muy interesantes, dijo el Hemul amargamente. ¡Pero no veo qué tienen que ver con mi triste situación!

¡Bastante!, dijo el Snusmumrik. Pero ¿no entiendes? Los hatifnat no pueden ni oír ni hablar y ven muy mal, pero su tacto es extraordinario. ¡Intenta sacudir el poste de un lado para otro, pero con movimientos pequeños! Seguramente los hatifnat notarán que el suelo vibra y se asustarán. Les hará temblar las tripas, ¿sabes?

El Hemul intentó balancear el poste.

¡Me voy a caer!, se lamentó.

¡Más rápido! ¡Más rápido!, gritó el Snusmumrik. ¡Movimientos cortos y rápidos!

El Hemul se balanceó hacia todos los lados, y pasado un rato los hatifnat empezaron a notar unas vibraciones desagradables en las plantas de los pies. Se movieron alborotados y se intensificó el frufrú. Y repentinamente huyeron a toda prisa igual que habían hecho los topos.

En un abrir y cerrar de ojos la pradera se había quedado vacía.

El Snusmumrik sintió cómo los hatifnat rozaban sus piernas cuando pasaban corriendo hacia el bosque quemándole como si fueran ortigas.

El Hemul estaba tan aliviado que le fallaron las fuerzas y cayó en la hierba.

¡Oh, mi corazón!, gimió. ¡Otra vez se me ha atragantado! ¡Desde que formo parte de la familia Mumin no hay más que penas y fatigas!

¡Tranquilo, cálmate!, dijo el Snusmumrik. Después de todo, te has defendido muy bien.

¡Repugnantes bichos!, refunfuñó el Hemul. ¡Se van a acordar de mí! ¡Les castigaré llevándome su barómetro!

¡No, deja! ¡No lo hagas!, le aconsejó el Snusmumrik.

Pero el Hemul no le hizo caso y descolgó el enorme y reluciente barómetro y con aire triunfante se lo llevó bajo el brazo.

Vamos a volver, dijo. Tengo muchísima hambre.

Cuando llegaron, los demás estaban comiendo un lucio que Papá Mumin había pescado.

¡Hola!, gritó el Mumintroll. ¡Hemos dado la vuelta a la isla y al otro lado hay unos acantilados tremendos que bajan directamente al mar!

Y hemos visto un montón de hatifnat, dijo Snif. ¡Por lo menos cien!

¡Ni los nombres!, dijo con vehemencia el Hemul. No puedo soportar hablar del tema ahora mismo. ¡Pero os voy a mostrar mi trofeo de guerra!

Y orgulloso el Hemul puso su barómetro en medio del mantel.

Oh, ¡qué preciosidad, y cómo brilla!, exclamó la señorita Snork. ¿Es un reloj?

No, es un barómetro, dijo Papá Mumin. Indica si va a hacer buen tiempo o si va a haber tormenta. ¡A veces incluso acierta!

Dio dos golpecitos con los nudillos en el barómetro y puso cara de preocupación.

¡Habrá tormenta!, dijo.

¿Una tormenta grande?, preguntó Snif inquieto.

Míralo tú mismo, dijo Papá Mumin. El barómetro marca 00 y es lo más bajo que puede marcar un barómetro. A no ser que nos esté gastando una broma.

Realmente parecía que no estaba gastando ninguna broma. Las nubes habían crecido y adquirido un color entre amarillo y gris y el mar era extrañamente negro.

Tenemos que volver a casa, dijo el Snork.

¡Todavía no!, suplicó la señorita Snork. ¡Aún no hemos podido explorar los acantilados al otro lado de la isla! ¡Y no nos hemos bañado!

Creo que podemos esperar un momento a ver lo que pasa, dijo el Mumintroll. ¡Sería una lástima volver nada más haber descubierto la isla!

Pero si hay tormenta no podremos navegar, razonó el Snork.

¡Mejor!, exclamó Snif. ¡Así nos quedaremos aquí para siempre!

Silencio niños, necesito pensar, dijo el papá del Mumintroll. Bajó a la orilla y olisqueó el aire, movió la cabeza en todas las direcciones y frunció el ceño.

Algo retumbaba en la lejanía.

¡Truenos!, dijo Snif. ¡Oh, qué espanto!

Sobre el horizonte se estaba levantando un amenazador muro de nubes. Era azul oscuro y empujaba algunas nubecillas más claras. De vez en cuando se veía un pequeño resplandor sobre el mar.

¡Nos quedamos!, zanjó el papá.

¿Toda la noche?, chilló Snif.

Creo que sí, dijo Papá Mumin. ¡Daos prisa, hay que levantar sin pérdida de tiempo una cabaña, porque la lluvia estará aquí enseguida!

Subieron arrastrando el Aventura todo lo que pudieron por la arena, y en la entrada del bosque hicieron con toda rapidez una tienda con la vela y las mantas. Mamá Mumin selló con musgo las juntas y el Snork cavó un foso alrededor para desviar el agua de la lluvia y que no entrara en la tienda. Todo el mundo se afanaba para poner sus cosas bajo techo. Un vientecillo pasó a través del bosque haciendo susurrar inquietos a los árboles. Los truenos se iban acercando.

Voy allí, a la punta, a ver qué tiempo hace, dijo el Snusmumrik calándose el sombrero hasta las orejas, y se puso en marcha. Feliz y solitario caminó hasta la punta más extrema de la isla. Se detuvo y contempló el mar con la espalda apoyada contra una roca.

El mar había cambiado de cara. Ahora estaba entre negro y verde, las crestas de las olas estaban cubiertas de espuma y las rocas brillaban amarillas como el fósforo. Con un rumor solemne, la tempestad progresaba desde el sur. Tendía su vela negra sobre el mar cubriendo la mitad del cielo y los relámpagos relucían como un mal presagio.

¡Se dirige directamente a la isla!, pensó el Snusmumrik, estremeciéndose con una mezcla de alegría y emoción. ¡Estaba solo frente a la tempestad que avanzaba sobre el mar! De repente vio contra el borde blanco del nubarrón un pequeño jinete negro sobre un caballo negro. La capa del jinete se extendía como un ala, iba cabalgando cada vez más alto… y, luego desapareció en un fuego cruzado de rayos. La visión apenas había durado un instante.

El sol había desaparecido y una cortina gris de lluvia caía sobre el mar.

¡He visto al Mago!, pensó el Snusmumrik. ¡Seguro que era el Mago y su pantera negra! Así que realmente existen, no es sólo algo que nos cuentan en las sagas…

El Snusmumrik se giró y se puso a correr saltando por encima de las piedras de la playa. Llegó a la tienda justo a tiempo. Gruesas gotas caían ya sobre la vela que batía al azote del viento. El mundo entero estaba envuelto en la oscuridad aunque todavía faltaban varias horas para el atardecer. A Snif le daban miedo los truenos y se había escondido enrollándose del todo en la manta. Los otros estaban sentados acurrucados el uno al lado del otro. La tienda olía fuerte a las flores del Hemul. Ahora un horroroso estruendo se oía sobre sus cabezas y una y otra vez su escondite se inundaba de la luz blanca de los rayos. Atronando, la tormenta arrastraba sus vagones de hierro por el cielo y el mar lanzaba furioso sus olas más grandes contra la isla solitaria.

Gracias a dios que no estamos en el mar, dijo Mamá Mumin. ¡Vaya! ¡Vaya! ¡Qué tiempo hace!

La señorita Snork temblaba y cogió la mano del Mumintroll, lo que le hacía sentirse muy protector y caballeroso.

Snif estaba chillando debajo de la manta.

¡Ahora está justo encima!, dijo Papá Mumin.

En ese mismo momento un gigantesco rayo rasgó la noche seguido por un estruendo espantoso.

¡Ha caído muy cerca de aquí!, dijo el Snork.

Era de veras excesivamente terrorífico. El Hemul estaba sentado con la cabeza entre las manos.

¡Penas y fatigas! ¡Siempre penas y fatigas!, murmuró.

La tempestad se alejaba hacia el sur. Los truenos se oían cada vez más lejos, los rayos perdían fuerza, y al final sólo quedaba el murmullo de la lluvia y el batir del mar contra la playa.

No les voy a contar lo del Mago ahora, pensó el Snusmumrik. Están bastante asustados.

Sal Snif, dijo. Ya pasó.

Snif se desenrolló de las mantas. Parpadeó. Estaba un poco avergonzado por haber chillado tanto y bostezaba y se rascaba detrás de la oreja.

¿Qué hora es?, preguntó.

Casi las ocho, dijo el Snork.

Entonces creo que nos vamos a acostar, dijo Mamá Mumintroll. Ha sido un día lleno de emociones.

¿Pero no sería interesante investigar dónde ha caído el rayo?, dijo el Mumintroll.

¡Mañana!, dijo su mamá. Mañana investigaremos todo y nos iremos a bañar. Ahora mismo la isla está mojada, gris y desagradable.

Después tapó con las mantas a los niños y se durmió con su bolso debajo de la almohada.

Fuera la tormenta iba en aumento. Sonidos extraños iban mezclándose con el estruendo de las olas. Voces, pies corriendo, risas y el repiqueteo de grandes campanas en el mar. El Snusmumrik, quieto, escuchaba y soñaba y recordaba sus viajes alrededor del mundo.

Pronto tendré que partir otra vez, pensó. Pero todavía no.