EN VENTA
En Short Mountain decían que la tienda, al borde del Short Mountain Wash, la había instalado un poco antes de la Primera Guerra Mundial un mormón que, según rumoreaban, se había percatado de la falta de competidores, sin advertir la falta de clientes. También se decía que estaba convencido de que la prosperidad petrolera que había visto al norte, en los alrededores de Aneth y Montezuma Creek, se extendería inexorablemente hacia el sur y el oeste, que, de alguna manera, el Creador Justo había de haber bendecido esa región con algún don. Y puesto que la superficie no ofrecía mucho más que hierba rala, madera escasa y una salvaje erosión, seguramente tenía que haber un cuantioso tesoro de petróleo bajo aquellas rocas estériles. Pero su optimismo había terminado por tropezar con el yacimiento de Aneth, y cuando su iglesia se pronunció contra la multiplicidad de esposas, optó por unirse a la facción poligámica en su migración hacia el tolerante México. En Short Mountain todo el mundo parecía recordar la leyenda. Nadie se acordaba de él en tanto hombre, pero los que conocían a McGinnis se hacían lenguas del arte de vendedor del mormón.
En ese momento, McGinnis hacía su aparición en la puerta, hablando con un cliente que se marchaba, una mujer navaja, alta, con un saco de maíz a la espalda. Mientras hablaba, miraba fijamente el Chevy de Emma. En general, un coche extraño en ese lugar significaba que llegaba algún extraño. Entre la escasa gente que ocupaba el vacío de la zona de Short Mountain, los forasteros provocaban intensa curiosidad. En el viejo McGinnis, casi nada provocaba intensa curiosidad. Y ésa era precisamente la razón por la cual Leaphorn quería hablar con el viejo McGinnis, por la que había hablado con él durante más de veinte años y por la que, de alguna manera poco usual, había sido su amigo. La otra razón era más complicada.
Tenía algo que ver con el hecho de que McGinnis, solo, sin esposa, amigos ni familia, seguía resistiendo. Leaphorn apreciaba a quienes se resistían.
Pero Leaphorn no tenía prisa. Primero, evitaría a su brazo todo movimiento. "No lo mueva", le había dicho el médico. "Si lo mueve, se hará daño." Lo cual tenía sentido, y era la razón por la cual Leaphorn había decidido conducir el sedán de Emma, que tenía cambio de marcha automático. Emma había estado encantada de verlo cuando llegó del hospital. Lo había mimado y lo había regañado y se parecía a la auténtica Emma. Pero luego la cara se le congeló en aquel aspecto de desconcierto que Leaphorn había llegado a temer. Dijo algo sin sentido, algo que no tenía absolutamente nada que ver con la conversación, y volvió la cabeza de aquella manera extraña que había adquirido por entonces, mirando hacia abajo y hacia la derecha. Cuando miró hacia atrás, Leaphorn estuvo seguro de que ya no lo reconocería. Los minutos que siguieron constituyeron otro de esos episodios de confusión, tan angustiosos y sin embargo tan familiares. Él y Agnes la habían llevado al dormitorio, mientras hablaba con el vano intento de comunicar algo, para permanecer luego echada sobre el cobertor, con la mirada perdida y desamparada. "No puedo recordar", había dicho de pronto con claridad, y se había quedado dormida al instante. Al día siguiente acudirían a la cita con el especialista del hospital de Gallup. Entonces sabrían. "Enfermedad de Alzheimer", diría el médico, quien luego explicaría en qué consistía, información que Leaphorn ya había leído una y otra vez en el folleto que le había enviado la Asociación para la Enfermedad de Alzheimer. Cura desconocida. Causa desconocida. Posiblemente un virus. Posiblemente un desequilibrio en los minerales de la sangre. Fuera cual fuese la causa, el efecto era la desorganización de las células en la superficie del cerebro, lo que erosionaba la memoria hasta el momento en que sólo quedaba la mera existencia, hasta que -en un final misericordioso- ya no llegaba a los pulmones la orden de respirar, ni al corazón el impulso para que siguiera latiendo. Cura desconocida. En cuanto a Emma, él había observado que este proceso de desaprendizaje ya había comenzado. ¿Dónde había dejado las llaves? O volvía a su casa andando desde la tienda de ultramarinos mientras dejaba el coche aparcado en el terreno de la tienda. O la llevaba algún vecino porque ella había olvidado cómo encontrar la casa donde había vivido durante años. U olvidaba cómo terminar una frase. Quién era ella. Quién era su marido. La literatura lo había puesto al tanto de lo que vendría después. Bastante pronto desaparecería todo lenguaje. No sabría hablar. Ni caminar. Ni vestirse. ¿Quién es este hombre que dice ser mi marido? La enfermedad de Alzheimer, diría el médico. Y luego Leaphorn dejaría de lado la simulación y prepararía a Emma, y se prepararía a sí mismo, para lo que le quedara de vida.
Leaphorn sacudió la cabeza. Tenía que pensar en otra cosa. En el trabajo. En eso que, fuera lo que fuese, estaba matando a la gente por cuya protección se le pagaba.
Tenía la escayola apoyada en el volante y dejaba que el dolor fluyera hasta desaparecer, mientras pensaba en lo que esperaba enterarse gracias a esa visita al viejo McGinnis. Brujería, sospechó. Por mucho que la odiara como para admitirla, era probable que se hallase nuevamente implicado en el odioso y enfermizo tema de la superstición de los skinwalker. Los fragmentos de hueso parecían establecer un nexo entre Jim Chee, Roosevelt Bistie y Dugai Endocheeney. La llamada de Dilly Streib lo había confirmado.
"El rumor de Chee era cierto -había dicho Streib-. Han encontrado un pequeño hueso en una de las heridas de cuchillo. Hebras, algo sucias, y un abalorio. Lo tengo en mi poder. Lo controlaré para ver si es igual al primero." Y después Streib había preguntado a Leaphorn qué significaba, más allá de la evidente conexión que establecía entre los asesinatos de Endocheeney y Bistie y el atentado a Chee. Leaphorn había dicho que en realidad no lo sabía.
Y no lo sabía. Sabía qué podía significar. Podía significar que el asesino pensaba que Endocheeney era un brujo. Podía haber pensado que Endocheeney, el skinwalker, le había transmitido la enfermedad del cadáver metiéndole en el cuerpo el huesecillo prescripto. Luego, en lugar de apoyarse en un ritual de la Vía del Enemigo para invertir la brujería, lo había invertido él mismo devolviendo el hueso letal al cuerpo del brujo. O bien podía significar que, de una manera completamente demencial, el asesino se creyera un brujo y estuviera embrujando a Endocheeney, colocándole el hueso en el momento de matarlo con el cuchillo. Esto parecía traído de los pelos, pero en realidad a Leaphorn todo lo relacionado con la brujería navaja le parecía traído de los pelos. O bien podía ser que el asesino incluyera la idea de brujería en este crimen particular sólo para crear confusión. Si ése era el objetivo, el plan había tenido éxito. Leaphorn estaba totalmente confuso. Si tan sólo Chee hubiera podido sonsacar algo a Bistie. Si tan sólo Bistie les hubiera dicho por qué llevaba el abalorio de hueso en la billetera, qué planeaba hacer con él, por qué quería matar a Endocheeney.
El dolor del brazo había remitido. Se apeó del Chevy y caminó a través de la tierra compacta hacia el cartel que proclamaba la voluntad de McGinnis de dejar Short Mountain Wash por un mundo mejor, y se detuvo en el vano de la puerta, fuera del resplandor y el calor y en la fresca oscuridad.
— ¡Bueno, vaya! -se oyó decir a la voz de McGinnis desde alguna parte-. Me preguntaba quién había aparcado aquí. ¿Quién le vendió ese coche?
McGinnis estaba sentado en una silla de madera de la cocina, con la cabeza inclinada hacia atrás contra el mostrador, junto a su vieja caja registradora de color negro y cromo. Llevaba puesto el único uniforme que Leaphorn le había visto usar, un mono a rayas azules y blancas semiborradas por los años y los lavados, y, debajo, una camisa azul de trabajo como las que usan los penados.
— Es el coche de Emma -dijo Leaphorn.
— Porque tiene cambio automático y usted lleva el brazo lastimado -explicó McGinnis, mirando la escayola de Leaphorn-. El viejo John Manymules estuvo aquí con sus hijos hace un ratito y dijo que habían disparado a un policía en los Chuskas, pero no sabía que fuera usted.
— Desgraciadamente, sí -dijo Leaphorn.
— De la manera en que Manymules lo contaba, al viejo lo mataron en su cabaña y cuando llegó la policía para ver de qué se trataba, uno de los policías cayó allí mismo de un disparo.
— Sólo el brazo. -Leaphorn ya no se asombraba de la sorprendente velocidad con que McGinnis acumulaba información, pero, no obstante, se impresionó.
— ¿Qué lo trae por aquí, al otro lado de la Reserva? -preguntó McGinnis-. Con el brazo roto y todo.
— Sólo de visita -respondió Leaphorn.
McGinnis lo miró con expresión incrédula a través de sus bifocales de montura de alambre. Se pasó la mano por la barba gris y cerdosa del mentón. Leaphorn lo recordaba como un hombre pequeño, bajo, pero muy fornido. Ahora parecía más pequeño, contraído en su mono, perdida la robustez. También la cara había perdido la recordada redondez, y en la oscuridad de la tienda, sus ojos azules parecían apagados.
— ¡Bueno, vaya! -dijo McGinnis-. Eso está bien. Supongo que puedo ofrecerle una copa. Ser hospitalario. Esto es, si mis clientes me lo permiten.
No había clientes. La mujer alta se había marchado y el único vehículo que había en el patio era el Chevy de Emma. McGinnis caminó hacia la puerta, cojeando un poco y más encorvado de lo que Leaphorn lo recordaba. Quitó el cerrojo.
— Tengo que cerrar -dijo a medias a Leaphorn y a medias para sí mismo-. Los malditos navajos me robarían los cristales de las ventanas de llegar a necesitarlos.
Cojeó hacia sus habitaciones particulares e hizo seña a Leaphorn de que le siguiera.
— Pero únicamente si lo necesitan. El hombre blanco roba sólo por el placer de robar. He sabido que han robado cosas de las que después se deshicieron enseguida. Pero ustedes, los navajos, yo sé que si me roban un saco de grano, es porque alguno tiene hambre. Si me falta el destornillador, sé que alguien ha perdido el destornillador y tiene que poner un tornillo. Creo que fue su abuelito el primero que me lo explicó cuando yo era nuevo aquí.
— Sí -dijo Leaphorn-. Me parece que me lo ha contado usted.
— Entonces me repito -dijo McGinnis, sin asomo de arrepentimiento en la voz-. Hosteen Klee, asi lo llamaban antes de morir. Lo conocí cuando todavía le llamaban Pateador de Caballos. No le ofrezco una copa -agregó tras abrir la puerta de una inmensa nevera y aun dentro de ella- porque no bebe usted whisky, o al menos nunca lo ha hecho, y no tengo otra cosa. Salvo que quiera un vaso de agua.
— No, gracias.
McGinnis emergió con una botella de whisky de maíz y un vaso de Coca-Cola. Los llevó a una mecedora, se sentó, sirvió el whisky en el vaso, lo examinó y luego, con el vaso muy cerca de los ojos, echó un poco más hasta que el nivel alcanzara la parte inferior de la marca comercial. Una vez hecho eso, dejó la botella en el suelo e hizo seña a Leaphorn de que se sentara. El único sitio disponible era un sofá tapizado con una suerte de plástico verde. Leaphorn se sentó. El plástico rígido crujió bajo su peso y el teniente quedó envuelto en una nube de polvo.
— Está aquí por alguna cuestión de trabajo -declaró McGinnis.
Leaphorn asintió con la cabeza.
McGinnis bebió.
— Está aquí porque piensa que el viejo McGinnis sabe algo de Wilson Sam. Se lo contará, y usted lo sumará a lo que ya sabe y se imaginará quién lo mató.
Leaphorn movió la cabeza afirmativamente.
— Mala suerte -dijo McGinnis-. Conocía a ese indio desde que era un chaval y no sé nada de él que pueda servir de ayuda.
— Ha pensado en eso -dijo Leaphorn.
— Claro -contestó McGinnis-. A un tío que conoces lo matan y piensas en ello -y volvió a beber-. Un cliente menos.
— ¿Pasó algo? -dijo Leaphorn-. Quiero decir algo inusual. Como si vino con dinero para pagar sus arras. O si compró algo poco común. O si vino gente a preguntar dónde encontrarlo.
— Nada -dijo McGinnis.
— ¿Hizo algún viaje? ¿Fue a alguna parte? ¿Estaba enfermo? ¿Alguna ceremonia para él?
— Nada de eso -dijo McGinnis-. Acostumbraba venir cada tanto a hacer la compra. Me vendía la lana. Cosas de éstas. Cogía el maíz. Recuerdo que se cortó malamente la mano el último invierno y fue a esa clínica que el indio siux abrió allá en Badwater Wash y lo cosieron y le dieron una antitetánica. Pero no estaba enfermo. No hubo cantos para él. Ni viajes a ningún lado, excepto que hace un par de meses me dijo que iba a Farmington con su hija para comprar algunas ropas.
McGinnis bebió otro sorbo de whisky. Luego prosiguió:
— Demasiado elegante para seguir comprándome la ropa a mí. Ahora todo el mundo usa tejanos de diseñador.
— ¿Y qué hay de su correo? ¿Le escribía usted las cartas? ¿Recibió algo anormal?
— Sabía leer y escribir -respondió McGinnis-. Pero ese año no compró sellos. A mí, por lo menos, no. Ni despachó cartas. Ni recibió ningún correo anormal. Sólo una cosa anormal. Hace un par de meses recibió una carta a mitad de mes.
McGinnis no explicó eso, o no tuvo necesidad de hacerlo. En los lejanos confines de la reserva, el correo consiste ante todo en cheques de subsistencia de las oficinas tribales de Window Rock o de alguna agencia federal. Llegan el segundo día del mes, en pilas marrones.
— ¿Fue en junio?
Era entonces cuando Chee había dicho que Endocheeney había recibido su carta de la oficina de Irma Onesalt.
— ¿Alrededor de la segunda semana? -terminó Leaphorn.
— Es lo que he dicho -respondió McGinnis-. Hace dos meses.
Leaphorn había encontrado una manera para estar cómodo en el sofá. Había estado observando a McGinnis, quien a su vez había mantenido sus ojos acuosos enfocados en el whisky mientras hablaba. Y Mientras hablaba se mecía, lenta e ininterrumpidamente, coordinando el movimiento del antebrazo con el de la silla. El resultado de ello fue que, aunque el vaso de whisky parecía moverse, el líquido conservaba inamovible su nivel. Leaphorn ya había visto antes esta lección de dinámica hidráulica, pero le seguía intrigando. No obstante, lo que McGinnis había dicho acerca de la carta le acaparó la atención. Se inclinó hacia adelante.
— No se excite -dijo McGinnis-. Lo que espera es que le cuente que dentro del sobre había una carta de alguien que le decía a Wilson Sam que se quedara quieto porque vendría a matarlo. Algo así -rió entre dientes-. Ha llevado demasiado lejos sus esperanzas. No era de nadie. Era de Window Rock.
Leaphorn no se sorprendió de que McGinnis notara tal cosa, o de que lo recordara. Una carta a mitad de mes debía de ser una cosa rarísima.
— ¿De qué se trataba?
La expresión plácida de McGinnis se amargó.
— No leo el correo de la gente.
— Muy bien, pues. ¿De quién era?
— De una de esas oficinas de Window Rock, como ya he dicho.
— ¿Recuerda de cuál?
— ¿Por qué recordaría algo así? -dijo McGinnis-. No es asunto mío.
Porque todo lo que sucede aquí es asunto tuyo, pensó Leaphorn. Porque la carta habría estado guardada durante días mientras esperabas que viniera Wilson Sam, o algún pariente que pudiese entregársela, y todos los días la mirarías y te preguntarías qué había dentro. Y porque tú te acuerdas de todo.
— Simplemente se me ocurrió que podía recordarlo -dijo Leaphorn, dominando la tentación de decir a McGinnis que la carta era de los Servicios Sociales.
— Servicios Sociales -dijo McGinnis.
Servicios Sociales, exactamente. Si la carta no estaba en el archivo, si nadie de los Servicios Sociales recordaba haber escrito a Endocheeney, o a Wilson Sam, ésa sería una prueba circunstancial de que Onesalt era su autora, y de que las cartas, en cierta medida, eran extraoficiales. ¿Por qué le escribirían los Servicios Sociales a ninguno de ellos?
— ¿Había algún nombre en ella? Quiero decir, en el remitente. ¿O sólo la oficina?
— A ver, déjeme pensar. Sí.
McGinnis sorbió otra vez y examinó el nivel del whisky con ojos acuosos. Y, sin quitar los ojos del vaso, agregó:
— Eso podría tener algún interés para usted. Porque esa mujer cuyo nombre figuraba en el remitente era la que mataron un poco después en su parte de la Reserva. El mismo nombre, por lo menos.
— Irma Onesalt -dijo Leaphorn.
— Sí señor -dijo a su vez McGinnis-. Irma Onesalt.
Así se completaba el círculo. Los abalorios de hueso vinculaban a Wilson Sam, Endocheeney, Jim Chee y Roosevelt Bistie. Las cartas vinculaban a Onesalt con el conjunto. Ya tenía lo que necesitaba para resolver el rompecabezas. No tenía idea de cómo. Pero se conocía a sí mismo. Sabía que lo resolvería. ? Capítulo 18
Era día libre para Chee, y muy poco después sería el momento de emprender el largo viaje a la casa de Hildegarde Diente de Oro, para encontrarse con Alice Yazzie. Eran unos ciento cincuenta kilómetros, más o menos, en parte por malas carreteras, y trató de salir temprano. Se trazó el plan de desviarse para pasar por la Clínica Badwater y ver si allí podía enterarse de algo. Y no quería hacer esperar a Alice Yazzie. Quería hacer las Bendiciones de Alice. En este momento, Chee pasaba el tiempo en lo que el capitán Largo llamaba su "laboratorio". Largo se había reído de eso. "Laboratorio, o tal vez su estudio", dijo Largo cuando encontró a Chee trabajando allí. En realidad, no era otra cosa que una superficie de tierra plana y muy compacta, talud arriba desde la caravana de Chee. Éste había elegido ese lugar porque recibía la sombra de un viejo y nudoso chopo. Lo había preparado cuidadosamente, cavando, nivelando, extrayendo trozos de piedra y raíces de maleza, hasta darle aproximadamente las medidas y la forma de un suelo de cabaña. Acostumbraba practicar allí la pintura seca de las imágenes que se utilizaban en los ceremoniales que estaba aprendiendo.
Por el momento, Chee estaba en cuclillas al borde de ese suelo. Se hallaba dando fin a su pintura de la Creación del Sol, un episodio de la historia del origen, que se utiliza en la segunda noche de las Bendiciones. Chee estaba animoso, musitando las palabras que la poesía que relataba este episodio, mientras dejaba filtrarse entre los dedos un controlado goteo de arena azul para formar la punta de pluma que iba colgada del cuerno izquierdo del Sol. Será creado el sol — dicen que está planeado que ocurra. Será creado el sol — dicen que está completamente planeado. El rostro será azul — dicen que está completamente planeado. Los ojos serán amarillos — dicen que está completamente planeado. La frente será blanca — dicen que está completamente planeado.
Terminada la pluma, Chee se inclinó hacia atrás sobre los talones, volcó la arena azul sobrante de su mano en la lata de café que la contenía, se limpió la mano contra la pierna de su tejano, y observó la obra. Era buena. Había dejado fuera una de las tres plumas que debían extenderse al oriente desde el tocado del Muchacho de Polen, de pie contra la cara del Sol, a fin de completar el poder de la santa imagen en ese momento y ese lugar inapropiados. Por lo demás, la pintura seca parecía perfecta. Las líneas de arena -negras, azules, amarillas, rojas y blancas- estaban netamente definidas. Los símbolos eran correctos. La arena roja era un poco gruesa en exceso, pero se arreglaría pasando nuevamente una lata de ese material por el molinillo de café. Estaba preparado. Conocía esa versión de las Bendiciones con toda precisión y exactitud, cada palabra de cada canto, cada símbolo de las pinturas secas. Eso curaría por él. Se acuclilló y memorizó nuevamente la complicada fórmula de símbolos que había creado en la tierra, delante de él, y sintió su belleza. Pronto estaría cumpliendo este viejo y sagrado acto tal como había sido proyectado, para volver a llevar belleza y armonía a uno de los suyos. Chee sintió la alegría que ello le producía en su interior, y alejó el pensamiento. Todo con moderación.
La gata lo observaba desde la colina, trepada a su enebro. Se había dejado ver durante gran parte de la mañana, excepto apenas un momento en que había desaparecido en la orilla del San Juan, para retornar antes de una hora para echarse a la sombra del enebro. La noche anterior, Chee había colocado la caja de provisiones debajo del árbol, debajo de las ramas y lo más cerca que le fue posible del sitio donde la gata dormía. Había puesto en ella una chaqueta vieja de dril, sobre la que la gata solía sentarse cuando entraba en la caravana. Había agregado, como cebo, una hamburguesa que tenía en la nevera. Había estado guardando la hamburguesa para algún almuerzo futuro, pero los bordes se habían curvado y oscurecido. Esa mañana se dio cuenta de que faltaba carne y supuso que la gata había entrado en la caja para cogerla. Pero no notaba signo alguno de que la gata hubiera dormido allí. No importaba. Chee era paciente.
La caja era en realidad una jaula con un asa para transportarla, que le había costado cuarenta dólares con impuestos incluidos. Había sido idea de Janet Pete. Él le había planteado el problema de la gata y el coyote cuando se marchaban del Turquoise Coffee Shop, tratando de prolongar la conversación, a fin de pensar algo que impidiera a la señorita Pete meterse en su reluciente sedán Chevy oficial blanco y dejarle a él de pie en la acera.
"No creo que sepa usted nada sobre gatos", había dicho Chee, a lo que ella había contestado: "No mucho, pero, ¿cuál es el problema?". Entonces él le había hablado de la gata y el coyote, y a continuación había aguardado un instante mientras ella pensaba. Mientras esperaba (Janet Pete graciosamente reclinada contra su Chevy, con el entrecejo fruncido, el labio inferior apretado entre los dientes, tomándose en serio el problema), pensó qué habría dicho Mary London. Mary habría preguntado de quién era la gata. Mary habría dicho: Bueno, tontito, mete la gata dentro y mantenla en la caravana hasta que el coyote se vaya y encuentre alguna otra cosa que cazar. Soluciones perfectamente adecuadas para una gata belagana en un mundo belagana, pero que no tenían en cuenta la naturaleza de Jim Chee, un navajo, y el papel de los animales en Dine'Bike'yah, donde el Escarabajo del Maíz, el Pájaro Azul y el Tejón recibían el mismo trato cuando los Personajes Sagrados emergían en este Mundo de la Superficie Terrestre.
— No me lo veo a usted con un gato -dijo Janet Pete, mirando a Chee.
Chee hizo una mueca irónica.
— ¿No puede poner algo fuera? ¿De tal manera que el coyote no pueda alcanzarlo?
— Usted conoce a los coyotes -dijo Chee.
Janet Pete sonrió. Parecía divertida, más brillante.
— Vaya si lo sé -dijo-. Ponga una de esas jaulas de embarque aéreo -y describió con las manos una, del tamaño de un gato-. Son fuertes. Un coyote no puede cogerla allí.
— No lo sé -dijo Chee, dudando de que la gata, quisiera entrar en una cosa como ésa, dudando de que eso pudiera detener a un coyote-. Me parece que nunca he visto una. ¿Dónde se las consigue? ¿En el aeropuerto?
— En la tienda de animales -dijo Pete.
Y lo había llevado a una que había en Farmington. La jaula de embarque que había terminado por comprar estaba diseñada para un perro pequeño. Era de acero, alambre de acero muy resistente, aparentemente a prueba de coyotes. Y era lo bastante grande, en opinión de Chee, como para resultar hospitalaria para un gato. Janet Pete había recordado una cita y le había urgido a que la llevara en su coche a los tribunales.
Incluso cuando conducía hacia Shiprock con la jaula en el asiento de atrás, cada vez le parecía una idea menos afortunada. Tendría que achicar la entrada, a fin de que fuera apenas suficiente para un gato, pero demasiado pequeña para la cabeza de un coyote. Eso parecía bastante sencillo. En realidad, se trataba tan sólo de utilizar un poco de alambre para enfardar heno. Pero aún quedaba la cuestión de si la gata aceptaría tal cosa como dormitorio, y de si sería lo suficientemente lista como para reconocer la seguridad que le ofrecía cuando la rondara el coyote.
Chee pensó en ello mientras quitaba arena, utilizando para esa tarea una vara forrada de plumas de su haz de jish. Después de haber creado el primero de los clanes navajos, Mujer Cambiante les había enseñado cómo realizar sus curas ceremoniales. Ella había hecho la primera pintura seca con las nubes a juego, cumplido su propósito, las había inventado una por una con su respiración. Y había enseñado a los primeros navajos a esparcir con los vientos su arena de pintar, tal como Chee hacía ahora, recogiéndola en una pala de basura y arrojándola luego al aire para disiparla lentamente. Cepilló los últimos vestigios de pintura y recogió las latas de café en las que guardaba su provisión de arenas sin usar. No tenía objeto pensar en la gata en ese momento. El tiempo diría. Tal vez la gata utilizara la jaula. Si no lo hacía, sería el momento de buscar otra solución. Y había otros problemas más graves. ¿Cómo se alimentaría cuando el embarazo aumentara su tamaño? ¿Cómo sobreviviría la cría? Peor aún, estaba cazando menos, o eso parecía. Cada día dependía más de la comida que él le daba. Eso era precisamente lo que no podía permitir que sucediera. Si la gata tenía que hacer la transición de propiedad de alguien a predador autosuficiente, no podía depender de él, ni de ninguna otra persona. Eso significaría un fracaso. Chee se sorprendió cuando advirtió por primera vez su preocupación por cómo terminaba esa lucha. Pero ya lo aceptaba. Él quería que la gata fuera libre. Quería que la gata belagana se convirtiera en una gata natural. Quería que la gata resistiera.
Chee apiló las latas de arena en el compartimento que servía de almacén del lado exterior de la pared de su caravana, donde guardaba todos sus elementos ceremoniales. Decidió que llevaría consigo su jish, sólo para el caso de que las circunstancias de su encuentro con Alice Yazzie requirieran alguna suerte de bendición. Además, la propia caja del jish y los elementos ceremoniales que contenía eran impresionantes. En eso Chee era un perfeccionista. Sus varas de plegaria estaban pintadas con toda exactitud, enceradas, pulidas, con las manos que correspondían exactamente y fijadas tal como debían estarlo. La bolsa que contenía el polen era de suave piel de gama; las etiquetadas botellas de plástico prescriptas contenían los fragmentos de mica, conchas de abalone y las otras "joyas duras" que su profesión requería. Y su haz de Cuatro Montañas -cuatro pequeñas bolsas en un saco de piel de gama- tenían exactamente las hierbas y los minerales apropiados, que Chee había recogido en cuatro montañas sagradas exactamente como le había enseñado el yei. Chee llevaría su jish. Esperaría que se presentara la oportunidad de sacarlo y abrirlo.
Dentro de la caravana se cambió los tejanos sucios por otros que acababa de comprar en Farmington. Se puso la camisa roja y blanca que conservaba para ocasiones especiales, sus lustradas botas "de ir a la ciudad" y su sombrero negro de fieltro. Luego se observó en el espejo que había sobre su jofaina. Muy bien, pensó. Si parecía un poco mayor, mejor. A los dinee les gustaba que su yataalii fuera viejo y sabio, hombres como Frank Sam Nakai, el hermano de su madre. "No te preocupes por eso -le había dicho Frank Sam Nakai-. Todos los cantores famosos comenzaron cuando eran jóvenes. Hosteen Klash empezó de joven. Frank Mitchell empezó de joven. Yo empecé de joven. Simplemente has de prestar atención y tratar de aprender."
Ahora, finalmente, comenzaría a poner en práctica lo que Frank Sam Nakai le había enseñado durante tantos años. Mientras conducía talud arriba, alejándose del río, advirtió que ese día la formación de nubes que todas las tardes tenía lugar sobre las faldas, detrás de Shiprock, era más grande, de fondo oscuro, y que en ese verano representaba sus bordes superiores de cristales de hielo antes de lo normal. Howard Morgan, el hombre del tiempo del Canal 7, había dicho que había un treinta por ciento de probabilidades de que ese día lloviera en Four Corners. Eran las más altas del verano hasta ese momento. Morgan dijo que el monzón del verano llegaría finalmente. Lluvia. Era un excelente pronóstico. Y muchas veces Morgan acertaba.
Cuando giró hacia el oeste por la 504, parecía que Morgan volvía a acertar. Sobre la cadena de Carrizo habían surgido nubarrones de tormenta, que formaban una pared azul oscuro que se extendía hacia el oeste y entraba en Arizona. El sol de la tarde iluminaba las cumbres, ya lo suficientemente elevadas como para arrojar cristales de hielo en los veloces vientos que soplaban a gran altura. Cuando giró hacia el sur, allende Dennehotso, a través de las Greasewood Flats, conducía a la sombra de las nubes. Los vientos cercanos levantaban ocasionales remolinos de polvo. Pero Chee se había educado en el talante que evitaba la decepción, propio de los habitantes del desierto. Se permitía pensar por un momento en la lluvia que prodigaba su fresca y húmeda bendición al desierto, pero no esperarla. La Clínica Badwater estaba sobre la colina siguiente.
El viento agotador que engendraban las grandes corrientes ascendentes de las tormentas arrastraba una planta rodadora por el terreno de aparcamiento, sin pavimentar, de la clínica, justo en el momento en que Chee detenía su camioneta. Apagó el motor y esperó a que aquella ráfaga amainara. La construcción era de sólo unos cinco años, más o menos, y constaba de una instalación rectangular de una planta y techo plano, en medio de un racimo de construcciones auxiliares. Justo detrás del edificio había un cubo de hormigón que albergaba el pozo de agua de la clínica, coronado por un depósito, otrora blanco. Más atrás, se levantaba un conjunto de esas horribles estructuras marrones hechas de postes de madera y yeso, que albergaban unidades que la Oficina de Asuntos Indígenas había esparcido a millares por las Reservas Indígenas desde Point Barrow hasta Pagago. Por nuevo que fuese el complejo de la clínica, la reserva ya le había impreso, al igual que a todas esas formas tan antinaturales que se le imponían, un instantáneo aspecto de abandono. La pintura blanca del edificio de la clínica ya no era blanca, y el castigo de la arena del viento había arrancado partes de la misma de las paredes de bloques de hormigón. Nada de esto se reflejó en la conciencia de Chee, quien, a la manera navaja, había mirado la disposición y no las estructuras. Era un buen lugar, hermoso. La sombra de las nubes y la distancia tomaban en frío azul el verde oscuro de la amplia vista al valle, hacia los farallones que se levantaban sobre el Chilchinbito Canyon y Long Flat Wash, hacia la enorme formación de la Black Mesa. La vista levantó el espíritu a Chee. Se sintió alegre, humor que no había experimentado desde que leyera la carta de Mary London. Caminó hacia la entrada de la clínica con la sensación de la arena que le golpeaba los tobillos y el pálpito de que ese día por fin llovería y él tendría suerte.
Y la tuvo. La persona que se hallaba sentada detrás del mostrador del vestíbulo era la Mujer del Yoo'l Dinee, el Pueblo del Abalorio. La excelente memoria de Chee, entrenada al estilo navajo, reprodujo su nombre: Eleanor Billie. Era la recepcionista de servicio de aquel día frío de primavera en que había ido con la Onesalt a recoger el Begay equivocado. La memoria de la mujer parecía tan buena como la de Chee.
— Señor Policía -dijo, con una ligerísima sonrisa-. ¿Qué podemos hacer hoy por usted? ¿Necesita otro Begay?
— Sólo necesito que me ayude a comprender algo -dijo Chee-. Se refiere a la época en que llevamos el hombre por error.
La señorita Billie no tuvo que replicar a esto. Aquella mirada, advirtió Chee, no era precisamente cálida. Tal vez no tuviera tanta suerte.
— Lo que necesito saber es si la mujer que venía conmigo, aquella de Window Rock, habló con alguien a propósito de ese asunto. Si escribió una carta. Si telefoneó. Cualquier cosa de este tipo. ¿No hizo preguntas? ¿A quién puedo preguntar esto?
La señorita Billie miró sorprendida. Hizo una mueca irónica.
— Se puso furiosa -dijo-. Vino aquí al día siguiente y estuvo realmente desagradable. Quería ver al doctor Yelowhorse. No sé cómo se comportó con él. Conmigo estuvo muy desagradable.
— ¿Volvió? -dijo Chee, y sonrió-. Supongo que yo no me hubiera sorprendido. Estaba lo bastante loca como para matar a alguien.
Chee volvió a reír. También la señorita Billie sonrió y, esa vez, Chee notó que la sonrisa era auténtica. En realidad, se fue convirtiendo en una amplia e irónica mueca.
— Siempre me he preguntado qué había pasado. Para que aquella puta se pusiera tan rabiosa -dijo la señorita Billie.
— Bien, llevamos al Begay a la casa capitular, en Lukachukai. Tenían una reunión para discutir si una familia del clan de Weaver o un grupo de la dinee de Muchas cabañas tenía derecho a vivir en cierta tierra de aquel lugar. En cualquier caso, Irma Onesalt había descubierto que ese viejo Begay había vivido allá como unos dos mil años y se suponía que diría al consejo que la familia de Muchas cabañas había vivido allí primero, y que tenía los pastos, el agua y todo eso. Yo no vi nada, pero oí decir que cuando llamaron a ese Begay que ustedes nos entregaron para que hablara de todo eso, pronunció un largo discurso acerca de cómo no había vivido jamás en ese lugar. Había nacido en el pueblo del Paso del Coyote, clan del Monstruo, y él y su grupo vivían al este, en la Reserva Checkerboard.
Cuando terminó, Chee sonreía con ironía, recordando la incoherente cólera de Irma Onesalt mientras pataleaba fuera de la casa capitular y de regreso al coche patrulla de Chee.
— Tendría que haber oído lo que me dijo -dijo Chee.
Lo que Irma Onesalt había dicho podía traducirse con toda precisión del navajo al inglés. Era el equivalente de: "Estúpido hijo de puta, has traído un Begay equivocado".
La sonrisa de la señorita Billie dejó ver una fila de blanquísimos dientes en una cara muy redonda.
— Me hubiera gustado verlo -dijo la señorita Billie, ya Chee firmemente instalado en su condición de víctima y, en tanto tal, camarada-. Tendría que haber oído lo que me dijo a mí. Sólo recuerdo que llamó y dijo que quería recoger a Frank Begay para llevarlo a la reunión, y nosotros le entregamos al único Begay que teníamos. Franklin Begay. Muy parecido.
— Muy parecido -convino Chee.
— Y el único Begay que teníamos -dijo la señorita Billie-. Todavía está aquí, por cierto.
— Me pregunto qué la llevó a dar un nombre equivocado, o qué pasó.
— ¡Oh! Frank Begay solía estar aquí. Era diabético, con toda clase de complicaciones. Pero murió en el invierno. Antes de esto. En octubre. Él era el de Lukachukai.
— Me pregunto si no fue esto lo que provocó la confusión -dijo Chee-. No parecía mujer para confundirse demasiado.
La señorita Billie expresó su acuerdo con un movimiento de cabeza. Parecía estar pensando.
— Lo que dijo fue que teníamos grandes irregularidades en nuestros registros. Dijo que lo teníamos en nuestra lista de pacientes. Miré y le dije que no lo teníamos. Ella dijo, ¡Maldita sea!, que sí, que lo teníamos. Quizá no hoy, dijo, sino hace un par de semanas -y la señorita Billie mostró sus blancos dientes en otra divertida sonrisa, mientras recordaba-. Por eso sé exactamente cuándo murió Frank Begay. El tres de octubre. Fui a los archivos y lo encontré.
Por un momento, Chee se imaginó cuánto placer habría experimentado la señorita Billie al dar esa noticia a Irma Onesalt. Él recordaba su propio malestar en la casa capitular, la mujer apoyada sobre la puerta de su coche patrulla, mirándolo despreciativamente, bombardeándolo a preguntas acerca de por qué había llevado a Franklin Begay cuando ella le había dicho que llevara a Frank Begay. Mujer de inusual arrogancia, Irma Onesalt. Se preguntó, no del todo en broma, si Dilly Streib, o quien estuviera trabajando en su asesinato para el FBI, había tenido en cuenta esto como causal de homicidio. Alguien podría simplemente haberse cansado de soportar el mal carácter de Irma Onesalt.
— ¿Qué más dijo Onesalt? -preguntó Chee.
— Quería ver al doctor para discutir el tema con él.
— ¿El doctor Yellowhorse?
— Sí. De modo que allí la envié.
Yellowhorse y Onesalt, pensó Chee. Dos bravos coyotes. Por diferentes razones, a él no le gustaba ninguno de los dos, pero a Yellowhorse lo respetaba. Sus diferencias con el doctor eran puramente filosóficas, las del creyente y el agnóstico que explotaba la creencia. Onesalt era, o había sido, lisa y llanamente, una loca insoportable.
— Me hubiera gustado poder verlos -dijo Chee-. ¿Qué pasó?
La señorita Billie se encogió de hombros.
— Entró. A los cinco minutos, tal vez, ya estaba afuera.
Junto al rollizo codo de la señorita sonó el teléfono.
— Clínica Badwater. ¿Qué? Vale. Se lo diré -dijo, y colgó-. Salió echando chispas -prosiguió, otra vez sonriente-. Pura rabia, esta vez. El doctor puede ser muy duro si lo irrita.
Chee recordaba algo que le había dicho Janet Pete: que una observación de Irma Onesalt sobre la historia del Begay erróneo la ponía en guardia con respecto a algo. Esta conversación no había abierto ninguna puerta a qué podría ser. ¿O sí?
— ¿No dijo nada más? ¿Ninguna observación, o cualquier otra cosa?
— No -respondió la señorita Billie-. Bueno, no mucho. Ya estaba casi en la puerta cuando se volvió y regresó para preguntar en qué fecha había muerto Frank Begay.
— ¿Usted le dijo que el tres de octubre?
— No. Todavía no lo había visto. Le dije que el otoño pasado, supongo. Y después me preguntó si podía ver una lista de los pacientes que teníamos ingresados.
El rostro de la señorita Billie expresó desagrado al recordar esa humillación.
— ¡Imagínese qué impertinencia! Yo le dije que eso se lo tenía que preguntar al doctor y ella respondió que, entonces, al diablo con eso, que ya encontraría otra manera.
La señorita Billie parecía más contrariada aún.
— En realidad dijo algo peor que eso. Era una mujer muy mal hablada.
Entró al vestíbulo una negra de mediana edad en ropa de enfermera, con un joven navajo que empujaba una silla de ruedas. La silla de ruedas transportaba a una mujer con una pierna escayolada.
— Ahora dígale otra vez que le escocerá, pero que no se rasque. Que deje que le escueza. Que piense en otra cosa.
El navajo dijo, en navajo:
— Que no se rasque.
Y la mujer enyesada replicó, en inglés:
— Que no me rasque. Ya me lo has dicho antes.
— Habla inglés mejor que yo -dijo la señorita Billie a la enfermera.
— ¿Esto fue todo? ¿Nada más? -preguntó Chee, atrayendo de nuevo la atención de la señorita Billie.
— Después de eso, simplemente se marchó.
— ¿Dijo que podía conseguir la lista de pacientes de otra manera?
— Sí, y yo también pienso que podía. Todos ellos han estado en alguna lista para el reembolso de gastos médicos, como Meddicare, o Medicaid, o han hecho alguna reclamación de seguro, en caso de tenerlo. La mayoría lo tiene.
— ¿Le basta entonces con revisar expedientes?
— Ni siquiera molestarme tanto. Ella trabajaba en Window Rock con todos los otros burócratas. Probablemente le bastaba con hablar a alquien que estuviera en la oficina adecuada para proporcionarle una Xerox, o para dejarle echar un vistazo.
Chee recordó a Leaphorn en su caravana, depositando la lista sobre su mesa. Leaphorn le observaba el rostro mientras él miraba la lista. Leaphorn preguntaba si conocía a alguien. Chee contestó que no. Preguntó si los nombres le sugerían algo. No le sugerían nada. Pero ahora, sí. Ahora parecían terriblemente importantes.
— No tengo amigos entre los burócratas de Window Rock. ¿Hay alguna manera de saber quién estuvo aquí aquel día?
— Podría preguntárselo al doctor Yellowhorse.
— Bien -dijo Chee-. ¿Puedo verlo?
— No está aquí -dijo la señorita Billie.
Chee no podía parecer más decepcionado. Se encogió de hombros, su cara era de desagrado.
— Usted es un policía. Supongo que podría decir que se trata de un asunto policial.
— Es un asunto policial.
— Llevará un momento -dijo la señorita Billie, levantándose-. Llámeme si suena el teléfono.
Desapareció durante unos diez minutos y el teléfono no sonó.
— Simplemente he copiado los de esa fecha -dijo la señorita Billie-. Espero que entienda mi letra.
La letra de la señorita Billie era hermosa, clara, simétrica, una letra que habría ganado concursos de caligrafía, de haberlos habido. Chee notó esto antes de mirar los nombres: Ethelmary Largewhiskers Addison Etcitty Wilson Sam
Esta era la lista que Leaphorn le había mostrado. Los nombres acerca de los cuales buscaba Irma Onesalt las fechas de los certificados de defunción. El de Wilson Sam era el tercero. Y el segundo de abajo hacia arriba era el de Dugai Endocheeney.
— Gracias -dijo.
Plegó el papel con expresión ausente y lo metió en la billetera, mientras pensaba: Sam y Endocheeney estaban vivos cuando Onesalt se hallaba a la caza de sus certificados de defunción. Endocheeney había estado en la clínica por aquella pierna quebrada de la que le había hablado Mujer de Hierro, y Sam por Dios sabe qué. Pero todavía estaban vivos. ¿Por qué Onesalt…
Su mente contestó la pregunta incluso antes de completarla. Sabía por qué había muerto Irma Onesalt, y casi todo el resto de la historia. Lo único que le quedaba por resolver de ese quebradero de cabeza era por qué habían tratado de matarlo a él. Miró su reloj. Se había quedado allí más tiempo del que había pensado.
— Necesito su teléfono -dijo a la señorita Billie.
Llamaría a Leaphorn y le contaría de lo que se había enterado. Luego tenía que darse prisa. Había oído truenos y parecía que se acercaban. Tenía que dejarse un poco de tiempo para el caso de que hubiera barro. Después de cerrar el trato con Alice Yazzie para hacer unas Bendiciones, vería si podía imaginarse por qué se suponía que el fantasma de Jim Chee tenía algo que ver con Onesalt, Sam y Endocheeney. Pero no era momento para tan desagradables pensamientos. ? Capítulo 19
Sonaba el teléfono en el momento en que Leaphorn atravesaba la puerta de su despacho.
— Acaba de perder una llamada -dijo el operador-. He tomado el mensaje para usted.
— Vale -dijo Leaphorn.
Estaba cansado. Quería limpiar su escritorio a toda prisa, irse a su casa, darse una ducha, tratar de relajarse unos minutos y luego conducir hasta Gallup. Emma tenía que pernoctar en la clínica para las pruebas que le estaban efectuando, para esas cosas que hacen cuando algo va mal en la cabeza. ¿Por qué? Leaphorn no lo comprendió. Cosa muy rara en él, no insistió en busca de explicación. Todo lo que se refería a la enfermedad de Emma lo dejaba con una incontrolable sensación de desamparo. Les estaban ocurriendo cosas que les cambiarían la vida -que la devastarían- y no podía hacer absolutamente nada contra eso. Se sentía rodeado de lo inevitable, algo nuevo para Joe Leaphorn. Esto lo hacía sentirse como había oído decir que se sentía la gente en un terremoto, perdida la solidez de la tierra bajo sus pies.
Revisó rápidamente los memorando de "Acción inmediata" y no encontró nada que requiriera acción inmediata. Los dos más urgentes concernían al rodeo. En primer lugar, un contrabandista de alcohol, una mujer en una camioneta Ford 260, estaba vendiendo, al parecer abiertamente, según las denuncias, pero no se la había arrestado. En segundo lugar, en determinados puntos en que las carreteras de acceso a los terrenos dedicados al rodeo entraban en el torrente principal de la Carretera Navaja 3, se habían producido algunos problemas de tráfico. Leaphorn redactó en primer término la orden pertinente para resolver los problemas de tráfico. El problema de la contrabandista requería una cierta reflexión. ¿Quién sería la mujer? Pasó revista a su conocimiento de la materia, acumulado a lo largo de toda una vida profesional, y estudió brevemente su mapa. Normalmente, cinco o seis contrabandistas de alcohol aprovecharían un acontecimiento tan popular como el rodeo, y dos o tres de ellos eran mujeres. Una estaba enferma, Leaphorn lo sabía, y quizá todavía en el hospital. De las otras dos, la que vivía en Wide Ruins conducía una camioneta grande. Leaphorn evocó sus relaciones familiares. ¿Había nacido en el Clan de Casa Grande, Pueblo de Rock Gap? Comparó mentalmente esta circunstancia con los clanes de los policías que trabajaban en el rodeo, de acuerdo con la teoría, simple y verdadera, de que nadie arresta a su propia hermana de clan si puede evitarlo. Encontró lo que esperaba encontrar. El sargento a cargo del orden interno era un hombre de la Casa Grande.
Leaphorn rompió la orden que había escrito con relación al problema del acceso y redactó otra, en la que trasladaba al sargento de la Casa Grande al control de tráfico y lo reemplazaba por el cabo que estaba a cargo del tráfico. Luego miró sus mensajes telefónicos.
La llamada que acababa de perder era de Jim Chee. Teniente Leaphorn: Irma Onesalt volvió a la Clínica Badwater un día después de que recogiera yo allí a Franklin Begay. Estaba furiosa. Descubrió que Frank Begay había muerto el octubre pasado. Pidió una lista de pacientes ingresados, fue a ver al doctor Yellowhorse para ello, fracasó y dijo que podía conseguir los nombres de otra manera. Obtuve una lista de los nombres correspondientes a la fecha en que Onesalt estuvo allí. La lista incluye a Endocheeney y a Wilson Sam. Recuerdo haber oído que Endocheeney había estado en la clínica con una pierna rota.
El resto del mensaje estaba constituido por una lista de todos los que habían sido pacientes de la Clínica Badwater aquel día de abril. Incluía los nombres que el doctor Jenks había recordado, los nombres exóticos.
Leaphorn leyó nuevamente la nota. Luego la dejó caer de la mano y cogió el teléfono.
— Llame a Shiprock y póngame con Chee -dijo.
— Dudo que sea posible -dijo el operador de la centralita-. Llamó desde la Clínica Badwater. Dejó dicho que en ese momento se iba. Que iba hacia Dinebito Wash y que estaría fuera de contacto por un tiempo.
— ¿Dinebito Wash? -dijo Leaphorn.
¿Qué diablos estaría haciendo allí? Incluso en la Reserva, donde el aislamiento era la norma, la región de Dinebito era un rincón vacío. El desierto llegaba hacia el norte hasta los límites de las tierras altas de la Black Mesa. Leaphorn dijo al operador que lo pusiera con el capitán Largo, en Shiprock.
Aguardó, de pie junto a la ventana. Todo el cielo, hacia el sur y hacia el oeste, estaba negro de tormenta. Como toda gente que vive mucho al aire libre y cuya cultura depende del clima, Leaphorn era un estudioso del cielo. Ese era bastante fácil de leer. Aquella tormenta no se disiparía, como había sucedido con las tormentas todo ese verano. Aquella tenía agua, y fuerza. En ese mismo momento estaría lloviendo con fuerza en las mesetas Hopi, en Ganado y en las regiones de pastos de sus primas alrededor de Klagetoh, en Cross Canyons y en Burntwater. El día siguiente se oiría hablar de las impetuosas riadas en Wide Ruins Wash, y en Lone Tule, Scattered Willow Draw y en aquellos polvorientos drenajes del desierto que se convertían en rugientes torrentes cuando llegaban las viriles lluvias. El día siguiente sería un día de mucho trabajo para los ciento veinte hombres y mujeres de la Policía Tribal Navaja.
Leaphorn observó los relámpagos y las primeras gotas frías que se estrellaban contra el cristal, y no pensó en Emma, dormida en su habitación del hospital. En cambio, dejó que los eslabones que ofrecía el mensaje de Chee ocuparan su lugar. ¿La motivación de Chee? Maldad, naturalmente. Leaphorn pensó en ello. Era un pensamiento improductivo, pero era mejor que pensar en Emma. Mejor que pensar en lo que dirían al día siguiente, cuando estuvieran concluidas las pruebas.
Sonó el teléfono.
— He conseguido al capitán Largo -dijo el operador, con la voz de Largo por detrás que decía algo acerca del tiempo libre.
— Soy Leaphorn. ¿Sabe adónde iba Jim Chee hoy?
— ¿Chee? -Largo rió-. Sí. El hijoputa consiguió por fin un canto. Se fue a tratar de eso. Completamente excitado.
— Necesito hablar con él -dijo Leaphorn-. ¿Trabaja mañana? ¿Podría usted ir y comprobarlo por mí?
— Es donde estoy -dijo Largo-. No tengo más suerte que usted en esto de no poder dejar el despacho. Un minuto.
Leaphorn aguardó, mientras oía la respiración de Largo y el ruido de papeles.
— ¿Ya está lloviendo por allí? -dijo Largo-. Parece que por fin tendremos algo de agua por aquí.
— Acaba de empezar.
Leaphorn tamborileaba sobre el escritorio. A través de las vetas que la lluvia producía en la ventana, vio un triple destello de relámpagos.
— Mañana -dijo Largo-. No. Chee está libre.
— ¡Mierda! -dijo Leaphorn.
— Pero, vamos. Se supone que tenía que permanecer en contacto, debido a que alguien está tratando de matarlo. Se lo dije, y a veces Chee hace lo que se le dice. Veamos si hay alguna nota al respecto.
Más ruido de papeles. Leaphorn esperó.
— ¡Vaya! Por una vez lo ha hecho.
La voz de Largo cambió el tono de la persona que habla por el de la que lee:
"Hoy iré a la casa de Hildegarde Diente de Oro, cerca de Dinebito Wash, para encontrarme con ella y con Alice Yazzie y hablar de un canto para un paciente".
La voz de Largo volvió a su tono normal.
— Lo invitaron a hacer este canto la semana pasada. Estaba realmente orgulloso. Mostraba la carta a todo el mundo.
— ¿No dice nada acerca de cuándo estará de regreso?
— Tratándose de Chee, es preguntar demasiado -respondió Largo.
— No he vuelto a estar allí desde que trabajé en Tuba City -dijo Leaphorn-. ¿Tendría que pasar por el Piñón?
— A menos que vaya andando -dijo largo-. Es el único camino.
— Bien, gracias. Llamaré a nuestro hombre en ese lugar y le pediré que lo coja de ida o de vuelta.
El policía destinado a trabajar en la Casa Capitular de Piñón pertenecía al dinee de Sleep Rock y se llamaba Leonard Skeet. Leaphorn había trabajado con él en sus días juveniles en Tuba City y lo recordaba como un hombre de confianza si no se corría prisa. La voz que dijo "Diga" era femenina: la señora Skeet. Leaphorn se identificó.
— Se ha ido a Rough Rock -dijo la mujer.
— ¿Cuándo estará de regreso?
— No sé -respondió, y rió.
Pero la tormenta, o la distancia, o la manera en que la línea telefónica estaba atada a millas de postes de cerca hasta llegar a este puesto, dificultaba discernir si la risa era irónica o divertida.
— Es un policía ¿sabe usted? -agregó la mujer.
— Quisiera dejarle un mensaje -dijo Leaphorn-. Que le dijera que el agente Jim Chee pasará por allí en un vehículo. Necesito que su marido lo pare y le diga que me llame.
Dio el número de teléfono de casa. Sería mejor esperar allí hasta que llegara la hora de volver a Gallup.
— ¿Alrededor de qué hora piensa que pasará? Lenny me lo preguntará.
— Es sólo un pálpito -dijo Leaphorn-. Se fue a algún sitio cerca de Dinebito Wash. A ver a Hildegarde Diente de Oro. No sé a qué distancia está eso.
Se produjo luego algo lo más parecido posible al silencio que permitían las crepitaciones de la línea mal aislada.
— ¿Es usted de allí? -preguntó Leaphorn.
— La hermana de mi padre -respondió la señora Skeet-. Ahora está muerta. Murió el mes pasado.
Y entonces tocó a Leaphorn el turno de producir el largo silencio.
— ¿Quién vive allí ahora?
— Nadie. El agua era mala. Alcalina. Y cuando ella murió, no quedó nadie, a excepción de su hija y su yerno. Acaban de mudarse.
— Entonces, el sitio está desocupado.
— Así es. Si alguien se ha instalado ahora, no lo sé.
— ¿Puede decirme exactamente cómo se llega desde Piñón?
La señora Skeet lo hizo. Mientras Leaphorn anotaba las instrucciones, buscaba mentalmente otras subagencias de la Policía Navaja que pudieran enviar a Piñón a alguien que llegara más rápidamente de lo que él podía hacerlo desde Window Rock. Many Farms estaba más cerca. Kayenta estaba más cerca. Pero, ¿quién trabajaría a esa hora? Y no se le ocurría nada que decir -nada específico- que infundiera en ellos la terrible sensación de urgencia que él experimentaba.
Podría llegar en dos horas, pensó. Tal vez un poco menos. Encontrar a Chee, y estar de vuelta a tiempo para llegar a Gallup a medianoche, más o menos. De cualquier manera, Emma estaría dormida. No tenía opción.
— ¿Se va a su casa? -le preguntó el agente del escritorio cuando bajó las escaleras.
— Me voy a Piñón -respondió Leaphorn. ? Capítulo 20
En Albuquerque, en el estudio de KOAT-TV, Howard Morgan lo explicaba. El informativo había sido grabado y retransmitido por zumbonas estaciones repetidoras para alcanzar la Reserva Checkerboard y llegar hasta la región de Four Corners y a los confines orientales de la Gran Reserva Navaja. De haber estado Jim Chee en casa, en su caravana, con su televisión de batería encendida, habría visto a Morgan de pie ante una proyección de una fotografia satélite, explicando cómo el viento de altura había rotado por fin al sur, llevando consigo aire frío y húmedo, y cómo esa masa se encontraba con más humedad. La humedad que venía del sur era una cosa seria, pues era empujada por el huracán Evelyn a través de la Baja California y los desiertos del noroeste de México. "Por fin, lluvia -decía Morgan-. Buenas noticias si cultiváis ruibarbos. Malas noticias si planeáis picnics. Y recordad: se advierte que podrá haber riadas en todo el sur y el oeste de la Planicie de Colorado, y mañana, en todo el norte de Nuevo México."
Pero Chee no estaba en su caravana mirando el informativo meteorológico. Se hallaba más o menos corriendo una carrera con el frente de tormenta, conduciendo en el crepúsculo prematuramente inducido por las nubes, con los relámpagos sobre su cabeza. Apenas pasado Piñón, se había metido bajo un rápido y fortísimo chubasco. Delante de Chee, las gotas, del tamaño de huesos de melocotón, levantaban chorros de polvo cuando golpeaban sobre la sucia carretera. Luego se produjo un bombardeo de nieve que, cual granos de maíz, formó un telón a través del camino y reflejaba las luces de los faros como una cortina de falsos diamantes. Eso no duró más de unos cien metros. Después se encontró otra vez con aire seco. Pero la lluvia estaba encima de él. Colgaba sobre las faldas nororientales de la Black Mesa como una pared, iluminada por una luz ora gris, ora blanca como una sábana. Su olor llegaba a través de las aberturas de la camioneta, mezclado con el olor a polvo. En las narices de Chee, acostumbradas al desierto, era un perfume embriagador, el olor a buenos pastos, a agua fácil, a buenas cosechas de piñones. El olor de buenas épocas, el olor del Padre Cielo bendiciendo a la Madre Tierra.
Chee conducía con el mapa que Alice Yazzie había dibujado en el reverso de su carta, desplegado sobre el regazo. La formación volcánica que se erigía como cuatro dedos curvados de gigantes justo delante de Chee debía de ser el lugar donde ella había indicado que girara a la izquierda. Y lo era. Apenas pasado, dos sendas partían de la polvorienta carretera que había seguido hasta entonces.
Chee iba con tiempo. Paró y se apeó para estirar los músculos y hacer un poco de tiempo, en parte, para controlar si la huella se hallaba todavía en uso, y en parte, por el mero placer de estarse bajo ese cielo inmenso y violento. En otra época la huella se había utilizado muchísimo, pero no en tiempos recientes. Ahora, sobre la joroba que se levantaba entre las marcas de ambas ruedas habían crecido hierbas y una escasa maleza. Pero alguien había pasado por allí ese mismo día. En realidad hacía muy poco. Los neumáticos estaban gastados, pero los pequeños rastros que habían dejado estaban frescos aún. Los zigzagueantes relámpagos surcaban las nubes y se repetían, produciendo un sonido atronador como la explosión de un cañón. Soplaba una brisa húmeda que le apretaba la tela de los pantalones contra las piernas y acarreaba el olor a ozono y salvia húmeda y a agujas de piñón. Luego oyó el sordo rumor del agua que caía. Se acercaba a Chee como una pared gris. Subió a la cabina cuando una gota helada salpicaba contra la parte de atrás de su muñeca.
Condujo los últimos tres kilómetros y medio que Alice Yazzie había indicado en su mapa con el limpiaparabrisas en funcionamiento y la lluvia azotando el techo. La huella divagaba hacia arriba por un amplio valle y se elevaba, cada vez más rocosa, hacia las tierras altas de la Black Mesa. Chee había llegado a preocuparse, a pesar de que siempre llevaba cadenas para el barro. La rocosidad aventó esa preocupación. Allí no se quedaría empantanado. De pronto, el cielo se iluminó. La lluvia amainó: uno de esos respiros comunes en las tormentas de altura. La huella trepaba a una colina forrada de peñones de granito, seguía un breve trecho por ellos y luego torcía bruscamente hacia abajo. Debajo de él, Chee vio la casa de Diente de Oro. Una cabaña redonda de piedra con un sucio techo abovedado, una casa de madera con techo en punta, un corral de aves, un cobertizo de almacenamiento y un tinglado de postes, tablones y cartón alquitranado, construido contra la pared de un farallón bajo. De la cabaña salía humo, que quedaba colgado en el aire húmedo y creaba una niebla azul a través del estrecho callejón sin salida donde la gente de Diente de Oro había levantado su casa. Junto a la casa de tablones estaba aparcado un enorme camión. Detrás de la casa se veía el extremo posterior de un viejo sedán Ford. Chee pudo ver una luz tenue, probablemente de una lámpara de queroseno, que iluminaba una de las ventanas laterales de la casa. A no ser por eso y por el humo, la casa tenía aspecto de abandonada.
Aparcó a distancia prudencial de la casa y permaneció un momento sin moverse, con los faros enfocados en ella, a la espera. Se abrió la puerta del frente y la luz destacó una forma que llevaba puesta la larga y voluminosa falda y la blusa de mangas largas típicas de la mujer navaja tradicional. La mujer miró hacia afuera, a la luz de los faros de Chee, y luego hizo el gesto tradicional de bienvenida y desapareció dentro de la casa.
Chee apagó las luces, abrió la puerta y se apeó bajo la lluvia, que volvía a caer. Caminó hacia la casa y pasó junto al camión aparcado. Entonces pudo ver que el Ford no tenía ruedas traseras. El aire húmedo transportaba los mil olores que la lluvia producía. Pero faltaba algo. El olor ácido que llena el aire cuando la lluvia humedece el estiércol aún fresco de los corrales de las aves y los rediles de las ovejas. ¿Dónde estaba todo eso? La inteligencia de Chee tenía diversas virtudes y debilidades: una memoria soberbia, una tendencia a dejar fuera nuevas informaciones cuando se concentraba con excesiva estrechez en un único pensamiento, una inclinación a distraerse con la belleza, etcétera. Una de las virtudes era la capacidad para procesar información nueva y cotejarla con la vieja a una velocidad poco común. En una milésima de segundo Chee identificó el olor que faltaba, extrajo su significado, y lo compaginó con lo que ya sabía del sitio donde vivía la gente de Diente de Oro. No había animales. El lugar estaba poco usado. ¿Por qué usarlo en ese momento? El cerebro de Chee reconoció todo un espectro de explicaciones posibles. Pero todo eso lo transformó, de un hombre que marchaba feliz bajo la lluvia hacia el encuentro tanto tiempo esperado, en un hombre algo incómodo con el recuerdo de haber sido blanco de disparos.
Precisamente en ese momento vio el aceite.
Lo que vio en realidad fue un reflejo en el crepúsculo, un lustroso resplandor verde azulado donde el agua había corrido bajo el camión y recogido una emulsión de aceite. Eso lo detuvo. Miró la mancha de aceite y luego nuevamente hacia la casa. La puerta estaba abierta unos centímetros. Todo eso le pareció extraño y experimentó las intensas sensaciones que se experimentan cuando el miedo intenso excita las glándulas adrenalíticas. Quizá no sea nada, le decía un rincón del corazón. Una simple coincidencia. Las averías en el tanque de aceite son harto frecuentes en los camiones viejos, tan comunes en la Reserva. Pero había sido tonto. Descuidado. Y volvió hacia su camioneta, primero caminando, luego al trote. La pistola estaba en la guantera.
No tuvo conciencia de lapso alguno entre la explosión de la escopeta y el impacto que lo hizo trastabillar. Se tambaleó contra la cabaña y se agarró al dintel de la puerta para no caerse. Luego lo alcanzó el segundo disparo, más arriba esta vez, y sintió como si unas garras le desgarraran la parte superior de la espalda y la nuca. Perdió el equilibrio y se encontró de rodillas, con las manos en el barro frío.
Tres disparos, recordó. Una escopeta automática legalmente cargada contiene tres cápsulas. Tres agujeros en la cubierta de aluminio de su caravana. Vendría otro disparo. Se tiró contra la puerta y se abría paso a través de ella cuando volvió a oír la escopeta.
Cerró la puerta de un empujón y se quedó inmóvil contra ella, tratando de controlar la emoción violenta y el pánico. La cabaña estaba vacía, despojada de todo e iluminada por las vacilantes brasas de un fuego prendido sobre el suelo de tierra, bajo el agujero del humo. Los oídos le zumbaban por el ruido de los disparos, pero a través del zumbido pudo oír el chapoteo de alguien que corría bajo la lluvia. Tenía entumecido el lado derecho. Con la mano izquierda tanteó detrás de él y corrió el pasador de madera.
Algo empujaba, tentativamente contra la puerta.
Apretó la espalda contra la puerta.
— Si abre, dispararé -dijo Chee.
Silencio.
— Soy un agente de policía. ¿Por qué me ha disparado?
Silencio. El zumbido en los oídos menguó. Pudo distinguir un ruido agudo de impacto: el ruido de la lluvia que golpeaba la protección de metal ubicada sobre el agujero del humo para conservar seca la cabaña. El sonido de pies que se movían sobre el lodo. Sonidos metálicos. Chee se esforzó por escuchar. Volvían a cargar la escopeta. Pensó en eso. Quienquiera que le hubiera disparado, no se habría preocupado por volver a cargar el arma antes de correr detrás de él. Había visto que Chee había sido alcanzado, que había caído. Aparentemente, había supuesto que los disparos lo habían matado. Que Chee no era un peligro.
El dolor era ahora feroz, sobre todo en la espalda y la cabeza. Tocó cuidadosamente con los dedos y se encontró el cuero cabelludo resbaladizo de sangre. También pudo sentir que la sangre corría por su lado derecho caliente, contra la piel de las costillas. Chee se miró la palma inclinada para que la alcanzara la débil reverberación de las brasas. Con esa luz, la sangre parecía casi negra. Moriría. No enseguida, probablemente, pero pronto. Quería saber por qué. Esta vez gritó.
— ¿Por qué me ha disparado?
Silencio. Chee pensó en otra manera de obtener respuesta. Cualquier respuesta. Probó el brazo derecho y descubrió que podía moverlo. El peor dolor era el de la nuca. Un dolor que le hacía rechinar los dientes en lo que parecían veinte sitios donde los perdigones de la escopeta le dieran en el cráneo. Por encima de eso, estaba la sensación de que le estuvieran desollando la cabeza. El dolor hacía difícil pensar. Pero tenía que pensar. O morir.
Luego, la voz:
— ¡Skinwalker! ¿Por qué estás matando a mi niño?
Era la voz de una mujer.
— Yo, no -dijo Chee, lenta y muy dolorosamente.
No hubo respuesta. Chee trató de concentrarse. En poco tiempo se desangraría hasta morir. O, antes de que sucediera tal cosa, se desmayaría, y entonces esa loca abriría de un empujón la puerta de la cabaña y lo mataría con su escopeta.
— Piensas que soy un brujo -dijo-. ¿Por qué piensas eso?
— Porque eres un adan'ti -respondió la mujer-. Me has disparado un hueso antes de que naciera mi niño, o has disparado un hueso en mi niño, y ahora se está muriendo.
Esto no le decía gran cosa. En el mundo navajo, en que la brujería es importante, en que el comportamiento cotidiano está modelado para evitarla, para prevenirla y para curarla, hay tantas palabras para sus diversas formas como palabras hay entre los esquimales para las diversas clases de nieve. Si la mujer pensaba que él era un adan'ti, pensaba que tenía el poder de la hechicería: el de convertirse en una forma animal, volar, tal vez volverse invisible. Ideas muy específicas. ¿De dónde las había sacado?
— Piensas que si confieso que he embrujado a tu niño, el niño se pondrá bueno y luego moriré -dijo Chee-. ¿No es verdad? O si me matas, la brujería desaparecerá.
— Debes confesar -dijo la mujer-. Debes decir que lo has hecho. De lo contrario, te mataré.
Tenía que retenerla allí. Tenía que retenerla hablando mientras pudiera hacer funcionar su cabeza. Hasta que pudiera enterarse de algo de ella que le permitiera salvar la vida. Quizá fuera imposible. Quizá ya se estaba muriendo. Tal vez su viento de la vida ya lo estaba abandonando, soplando en la lluvia. Quizá nada de lo que pudiera enterarse podría ayudarle. Pero la naturaleza de Chee era la resistencia. Reflexionó, el ceño fruncido por la concentración, ahuyentando de su conciencia el dolor y el miedo que le inspiraba la sangre que corría por sus flancos y se encharcaba bajo las nalgas. Mientras, tenía que mantener la conversación.
— No ayudaré a tu niño si confieso, porque no soy un brujo. ¿Puedes decirme quién te ha dicho que soy un brujo?
Silencio.
— Si fuera un brujo… si tuviera el poder de la hechicería, ¿te ha enseñado alguien lo que podría hacer?
— Sí, me lo han enseñado -la voz era vacilante.
— Entonces sabes que si fuera un brujo, podría transformarme en otra cosa. El un buho de las madrigueras. Podría salir volando por el agujero del humo y desaparecer en la noche.
Silencio.
— Pero no soy un brujo. Soy sólo un hombre. Soy un cantor. Un yataalii. He aprendido las maneras de curar. Algunas de ellas. Conozco cantos para protegerse de un embrujamiento. Pero no soy un brujo.
— Ellos me dijeron que lo eres -dijo la mujer.
— ¿Quiénes son ellos? ¿Los que te dijeron eso? -preguntó Chee, pero ya sabía la respuesta.
Silencio.
Chee tenía fuego en la nuca y, debajo del fuego, el difuso dolor en el cráneo comenzaba a localizarse en una docena de puntos, los lugares donde los perdigones de la escopeta se habían alojado en el hueso. Pero tenía que pensar. Esta mujer estaba convencida de que él era su brujo, así como Roosevelt Bistie debía de estar convencido de que Endocheeney era su chivo emisario. Bistie se estaba muriendo de cáncer. Y esta mujer veía morir a su hijo. En la mente de Chee tomó forma una conclusión.
— ¿Dónde nació tu hijo? -preguntó Chee-. Y cuando enfermó, ¿lo llevaste a la Clínica Badwater?
Chee ya había decidido que no habría respuesta cuando ésta llegó.
— Sí.
— Y el doctor Yellowhorse te dijo que era un adivino, y que él podría decirte cuál era la causa de la enfermedad de tu niño, ¿no es verdad? Y el doctor Yellowhorse te dijo que yo había embrujado a tu niño.
Ya no era una pregunta. Chee sabía que era verdad. Y pensó que quizá supiera cómo conservar la vida. Cómo podría decir a esta mujer que dejara su escopeta en tierra y le ayudara a parar la hemorragia y llevarlo a Piñón o a algún sitio donde le ayudaran. Emplearía el resto de la vida que le quedaba en decir a la mujer quién era realmente el brujo. Chee creía en la brujería de una manera abstracta. Quizá tuvieran efectivamente el poder, como afirmaban las leyendas y como los rumores recalcaban con insistencia, para convertirse en animales imaginarios, para volar, para correr más rápido que cualquier coche. En cuanto a eso, Chee era reacio a aceptar ninguna prueba. Pero él sabía que, en su forma básica, la brujería acechaba a los dinee. La veía en los individuos que se habían apartado deliberadamente y con mala intención de la belleza de la Vía Navaja y abrazaban su contrario, el mal. La veía todos los días en su trabajo como policía, en los que vendían whisky a los niños, en los que compraban grabadores de videocasetes mientras sus parientes pasaban hambre, en las peleas a cuchillo en algún callejón de Gallup, en las mujeres golpeadas y en los niños abandonados.
— Voy a decirte quién es el brujo -dijo Chee-. Primero tiraré afuera las llaves de la camioneta. Cógelas y abre la guantera de la camioneta, y encontrarás mi pistola. Dije que la tenía aquí conmigo porque tenía miedo. Ahora ya no tengo miedo. Ve y comprueba, y verás que no tengo mi pistola conmigo. Luego quiero que entres aquí, donde está caliente, donde no llueve, y donde puedas mirarme a la cara mientras te hablo. De esta manera podrás saber si digo la verdad. Y luego te diré otra vez que no soy un brujo que haya hecho daño a tu niño. Te diré quién es el brujo que te ha echado esa maldición.
Silencio. El sonido de la lluvia torrencial. Y luego un clac metálico. La mujer, que hacía algo con la escopeta.
El brazo derecho de Chee estaba nuevamente entumecido. Con su mano izquierda extrajo las llaves de su camioneta, quitó el pasador, y tiró de la puerta hacia sí. Mientras arrojaba las llaves por la abertura, esperó la respuesta de la escopeta.
La escopeta no disparó. Oyó el sonido de la mujer que caminaba por el barro.
Chee exhaló una bocanada de aire. Ahora tenía que aguantar el dolor y el desvanecimiento lo necesario para organizar sus pensamientos. Tenía que saber exactamente qué diría. ? Capítulo 21
El coche patrulla del agente Leonard Skeet, nacido en el clan de Orejas Levantadas, el hombre a cargo de la ley y el orden en los ásperos y vacíos territorios que rodeaban Piñón, estaba aparcado bajo la lluvia, fuera de la subcomisaría del lugar, un camión viejo y sin ruedas que, sobre la margen de Wepo Wash, servía también como hogar de Leonard Skeet y Aileen Beno, su mujer. Leaphorn dejó atrás el asfalto de la Carretera Navaja 4 y entró en el barro del patio de Skeet, golpeó la puerta de Skeet y lo recogió.
Skeet no había visto señal alguna de la camioneta de Chee. Su casa estaba situada de tal modo que desde ella se veía tanto la Navaja 4 como la carretera que se dirigía al noroeste, hasta la Casa Capitular de Forest Lake y, finalmente, a la casa de Diente de Oro.
— Es probable que pasara por aquí antes de que llegara yo a casa -dijo Skeet-. Pero no ha vuelto. Habría visto su camioneta.
Ante el coche de Emma, Skeet vacilaba.
— Esto no es bueno para el barro, y tendré que conducir yo -dijo Skeet mirando la escayola de Leaphorn-. Supongo que querrá dar un descanso a ese brazo.
Bajo la escayola, el brazo se arqueaba desde la muñeca hasta el codo. Leaphorn estaba de pie bajo la lluvia, su sentido común en lucha con su hábito casi instintivo de control. Ganó el sentido común. Skeet conocía el camino. Se cambiaron al coche patrulla de Skeet, dejaron atrás la pequeña dispersión de edificios de Piñón, cambiaron el asfalto por la grava y pronto la grava por tierra. Estaba resbaladizo y Skeet conducía con la refinada habilidad de un hombre de complexión atlética que conduce por los peores caminos cada día de trabajo. Leaphorn se descubrió pensando en Emma y apartó de su mente la idea. Skeet no hacía preguntas y la política de Leaphorn había sido, desde hacía muchos años, no decir a la gente más de lo que la gente necesitaba saber. Y Skeet necesitaba saber muy pocas cosas.
— Puede que estemos perdiendo el tiempo -dijo Leaphorn. No tenía por qué decir nada a Skeet acerca del atentado a la vida de Chee, pues en la PTN todo el mundo sabía todo al respecto y todo el mundo, supuso Leaphorn, tenía una teoría sobre ese hecho. Habló a Skeet de la invitación que se le había hecho a la casa de Diente de Oro para conversar acerca de la realización de un canto.
— ¡Uhum, uhum! -dijo Skeet-. Interesante. Tal vez tenga alguna explicación.
Se concentró para corregir un patinazo de una rueda trasera en la superficie fangosa.
— Él no sabía que allí no vive nadie -dijo Skeet-. No había manera de que lo supiera, supongo. Sin embargo, si ya le han disparado… -y dejó la oración sin terminar.
Leaphorn iba en la parte de atrás, donde podía reclinarse contra la puerta del lado del conductor y mantener la escayola apoyada sobre el respaldo del asiento. A pesar de la amortiguación, las sacudidas y las vibraciones inevitables en un camino tan irregular, se transmitían al hueso. No estaba con ánimo para hablar de Chee o para defenderlo.
— No se requiere un test de inteligencia para este trabajo -dijo-. Pero me parece que estoy demasiado nervioso. Quizá haya una explicación para celebrar un encuentro allí.
— Tal vez -dijo Skeet, en tono escéptico.
Skeet disminuyó la velocidad en un afloramiento de basalto volcánico de forma muy extraña.
— Si no recuerdo mal, el desvío es aquí -agregó Skeet.
Leaphorn retiró el brazo del respaldo del asiento y dijo:
— Vayamos a ver.
En una noche clara ese paisaje solitario habría estado aún iluminado por un resplandor rojo. Pero bajo la lluvia, la oscuridad era casi completa. Utilizaron sus linternas.
— Algo de tráfico -dijo Skeet-. Y muy reciente.
La lluvia había velado las huellas de los neumáticos, sin llegar a borrarlas. Y la profundidad de las mismas, allí donde la tierra era más blanda, mostraba que el vehículo había pasado cuando la humedad ya había ablandado el terreno. Y esas huellas más frescas habían solapado en parte otras huellas anteriores, menos profundas, que la lluvia había casi borrado.
— De modo que puede ser que haya venido y se haya marchado -dijo Skeet, dudando de lo que decía a medida que lo decía, al advertir que por allí habían pasado al menos dos vehículos, uno de los cuales había salido después de que la lluvia comenzara a arreciar.
Sus linternas iluminaron primero el techo, lustrado por la lluvia, de una camioneta, y luego enfocaron las ventanas de la casa de Diente de Oro. No se veían luces. Skeet aparcó a cincuenta metros.
— ¿Estarán allí? -dijo-. ¿Qué piensa?
— Por ahora, olvidemos eso -respondió Leaphorn-. Hasta que estemos seguros de que es la camioneta de Chee. Y sepamos quién está allí.
Hallaron un tesoro de huellas semiborradas, semilavadas por la lluvia, pero ninguna señal de que hubiera alguien fuera.
— Vigile la camioneta -dijo Leaphorn-. Yo me ocuparé de la casa.
Leaphorn apuntó la linterna al edificio, sosteniéndola cuidadosamente con la mano izquierda, lo más lejos posible de su cuerpo. "Pateado una vez, doblemente prudente", le habría dicho su madre. Y en este caso, podían estar enfrentándose a una escopeta. Leaphorn pensó, irónico, que debiera tener un brazo telescópico, como el Inspector Gadget en la historieta de televisión.
La puerta de la casa estaba abierta. La luz de la linterna de Leaphorn brillaba en el vacío. Frente a la puerta, en la tierra húmeda y compacta, iluminaba un pequeño cilindro rojo. Leaphorn lo recogió: un casquillo de escopeta servido. Quitó la luz, olió el extremo abierto del cartucho, inhaló el olor ácido a pólvora recién quemada.
— ¡Mierda! -dijo.
Se sintió desolado, derrotado, consciente de la lluvia fría contra sus costillas.
Skeet chapoteaba detrás de él.
— La camioneta no está cerrada con llave -dijo Skeet-. La guantera está abierta. Encontré esto en el asiento -y le mostró un revólver de calibre 38-. ¿Es de él?
— Probablemente -respondió Leaphorn. Controló el cilindro, olió el cañón. No había sido disparado. Sacudió la cabeza y mostró a Skeet el casquillo vacío. Encontrarían el cadáver de Jim Chee y dirían que se trataba de homicidio. Tal vez dijeran que había sido suicidio. O muerte por estupidez.
La casa estaba vacía. Absolutamente vacía. De gente, de muebles, de todo salvo unos residuos de basura esparcidos. Hallaron pequeñas huellas alrededor de la puerta, húmedas, pero no barrosas. Quienquiera que hubiera estado allí, había llegado antes de que la lluvia arreciara. Se había ido. No había regresado.
Desde la puerta del frente, Leaphorn iluminó la cabaña. La puerta estaba semiabierta.
— Veré qué hay -dijo Skeet.
— Lo haremos los dos -dijo Leaphorn.
Encontraron a Jim Chee junto a la puerta, desplomado contra la pared sur con respecto a la entrada: el lugar adecuado donde debía estar un auténtico navajo si había entrado a la cabaña siguiendo "el movimiento del sol", es decir, del este al sur, al oeste y al norte. A la luz de ambas linternas, la nuca y el costado de Chee parecían untados con grasa. Al reflejo de la luz, el alargado rostro de Skeet se veía contraído y conmovido.
¿Pena? ¿O conciencia de hallarse en una cabaña espectral, infectada del virulento fantasma del agente Jim Chee? Leaphorn, que hacía ya mucho tiempo había aprendido a tratar con fantasmas, miró la cara de Skeet y trató de aislar la pena y encontrar el miedo.
— Me parece que está vivo -dijo Skeet. ? Capítulo 22
Tal como normalmente ocurre en la Planicie de Colorado, la tormenta fue derrotada por la noche. Cambió al noreste, despojada del poder solar que la había alimentado, y agotada su energía en el aire tenue y frío de los cañones de Utah y las montañas del norte de Nuevo México. Hacia medianoche, ya no había truenos; la formación de nubes se había debilitado y disuelto en una vasta lluvia general -esa que los navajos llaman lluvia femenina- que regaba suavemente toda una región comprendida entre Painted Desert por el sur y Sleepong Ute Mountain por el norte.
Desde las ventanas de la quinta planta del hospital del Servicio de Salud Indígena de Gallup, Joe Leaphorn veía el azul profundo del cielo matutino recientemente lavado, libre de nubes, a excepción de restos de niebla sobre las Zuni Mountains al sudeste y los rojos farallones que se estiraban por el este hacia Borego Pass. Por la tarde, si la humedad seguía llegando desde el Pacífico, volvería a formarse la tormenta, a bombardear la tierra de relámpagos, viento y lluvia. Pero por el momento, el mundo exterior al cristal junto al que Leaphorn se hallaba era radiante de sol, limpio y calmo.
Apenas se percataba de ello. Su mente estaba completamente ocupada por lo que le había dicho el neurólogo. Emma no tenía la enfermedad de Alzheimer. La causa de la enfermedad de Emma era un tumor que presionaba contra el lóbulo frontal derecho del cerebro. El médico, una mujer joven llamada Vigil, había dicho a Leaphorn muchas cosas más, pero con lo esencial era suficiente. Si el tumor era canceroso, lo más probable era que Emma muriera, y que muriera bastante pronto. Si el tumor era benigno, se la podía curar extrayéndoselo quirúrgicamente.
"¿Qué probabilidades hay?" La doctora Vigil no quiso conjeturar nada. Esa tarde hablaría con un médico que ella conocía en Baltimore. Un médico con el que había estudiado. Los casos como ése entraban en su campo. Él sabría.
— Quiero consultar con él antes de hacer ninguna conjetura.
La doctora Vigil se hallaba a comienzos de la treintena, supuso Leaphorn. Uno de esos médicos que iban a las escuelas de medicina con financiación del gobierno y luego trabajaban en el Servicio de Salud Indígena. De pie, con las manos sobre el escritorio, esperaba que Leaphorn se marchara.
— Deje dicho dónde puedo establecer contacto con usted -dijo.
— Llame ahora -replicó Leaphorn-. Quiero saberlo.
— Por la mañana está operando -explicó ella-. No lo encontraré.
— Pruebe -insistió Leaphorn-. Sólo pruebe.
— Bueno, ahora, no creo que… -y luego sus ojos se encontraron con los de Leaphorn-. No cuesta nada probar -añadió.
Él había esperado en el vestíbulo, detrás de la puerta de la doctora, mirando la mañana, digiriendo estos nuevos datos. La noticia era buena. Pero lo desequilibraba, tratando de vivir otra vez con esperanza. Era un lujo que no conocía desde hacía varias semanas, desde el momento exacto, pensó en que se sentó en su escritorio a leer la literatura que la organización para la enfermedad de Alzheimer le había enviado y comprobó, descrita en letras de molde, la horrible confusión de Emma. Había sido una mañana terrible, el peor dolor que jamás hubiera tenido que soportar. Ahora todos sus instintos clamaban contra volver a pasar por eso, contra volver a entrar por esa puerta que la esperanza aún le abría. Pero quedaba el hecho último: Emma podía volver a encontrarse bien. Quería celebrarlo. Quería gritar de alegría. Pero tenía miedo.
De modo que esperó. Para evitar caer en la trampa de la esperanza, pensó en Jim Chee. Específicamente, pensó en lo que Jim Chee había dicho cuando la ambulancia lo descargó en la Clínica Badwater. Sólo unas pocas palabras. Pero que contenían muchísima información a poco que Leaphorn supiera leerlas.
— Una mujer -había dicho Chee, con una voz tan débil que Leaphorn la había oído tan sólo porque estaba inclinado con la cara a unos centímetros de los labios de Chee.
— ¿Quién le disparó? -había preguntado Leaphorn mientras los asistentes colocaban la camilla en la ambulancia, y Chee había movido la cabeza-. ¿Lo sabe? -y Chee había vuelto a mover la cabeza en un gesto de negación.
Luego, Chee había dicho:
— Una mujer.
— ¿Joven? -había preguntado Leaphorn, sin obtener respuesta-. La encontraremos -había dicho Leaphorn, y eso había desencadenado el resto de la información de Chee.
— El niño se está muriendo -dijo Chee.
Lo dijo con claridad, en inglés. Y luego lo repitió en balbuceante navajo, mientras se le iba la voz.
Así, al parecer, la persona que había disparado contra Chee en la casa de Diente de Oro era una mujer con un niño fatalmente enfermo. Probablemente la misma persona que había hecho los tres disparos de escopeta a la pared de la caravana de Chee. Cuando Chee saliera de la sala de cirugía sería muy fácil encontrarla. Él podría identificar el vehículo que conducía la mujer, probablemente hasta podría darles el número de la patente, en caso de haber estado algo alerta antes del disparo. Y si sabía que tenía un hijo enfermo, tenía que haberle hablado cara a cara. Por tanto, también tendrían una descripción fisica. Pero aun cuando Chee no sobreviviera para describirla, la encontrarían. Una mujer joven con un hijo gravemente enfermo que conocía la casa de Diente de Oro, que estaba abandonada. Eso estrecharía el círculo todo lo que necesitaban.
Encontrarían a la mujer. Ella les diría por qué quería muerto a Jim Chee. Luego, todos esos locos asesinatos adquirirían sentido.
Debajo de Leaphorn, una bandada de cuervos pasaba hacia el centro de Gallup con su graznido acallado por el cristal. Más lejos, una interminable sucesión de vagones cisterna se desplazaba hacia el este a lo largo de la línea principal a Santa Fe.
O bien, pensó Leaphorn, no encontrarían a la mujer. O la encontrarían muerta. O bien, como Bistie, no diría absolutamente nada. Y entonces se hallaría exactamente en el mismo sitio. ¿Dónde?
Los cuervos desaparecieron de su campo visual.
El tren carguero serpenteó inexorablemente hacia el este. Leaphorn estudió por qué le preocupaba tanto que esos homicidios tuvieran perfecto sentido, que, de alguna manera, con aquellas pocas palabras, Chee hubiese puesto la llave en la cerradura y la hubiese girado.
"Una mujer", había dicho Chee. Una mujer que Chee no conocía. ¿En qué ayudaría semejante cosa? De las víctimas, sólo Irma Onesalt era mujer. La habían matado con un disparo de rifle, no de escopeta. Ninguna relación aparente. "El niño se está muriendo", había dicho Chee. Presumiblemente el hijo de la mujer que le había disparado. Presumiblemente, le había hablado a Chee de eso. ¿Por qué?
— Señor Leaphorn -dijo una voz femenina en el codo de Leaphorn-. Preguntan por usted. La doctora Vigil.
La doctora Vigil venía a la puerta para verlo.
— Ahora puedo darle las estadísticas -dijo la doctora, con una ligera sonrisa-. Recuperación de la cirugía, cerca del noventa y nueve por ciento. Naturaleza del tumor: maligno, veintitrés y pico por ciento; benigno: setenta y pico por ciento.
Entonces Joe Leaphorn se volvió a permitir el grave riesgo de la esperanza. Fue a la habitación de Emma para decírselo, la encontró dormida y le dejó una nota. Explicaba lo que le había dicho la doctora Vigil y que la amaba, y que volvería tan pronto como pudiera.
Luego emprendió el largo camino a la Clínica Badwater. Quería estar allí cuando Chee se recuperara de la anestesia. Y quería hablar con Yellowhorse acerca de la lista de Irma Onesalt, y enterarse de lo que Onesalt había dicho a Yellowhorse al respecto; específicamente, quería saber si esta mujer le había dicho por qué quería las fechas de defunción de personas que todavía no habían muerto. Él médico camboyano que estaba de guardia cuando ingresaron a Chee había dicho que Yellowhorse estaba en Flagstaff, que viajaría de vuelta ese día, y que estaría allí en las primeras horas de la tarde.
Leaphorn se detuvo para cargar gasolina en Ganado y llamó a la clínica mientras le llenaban el depósito. Sí, Chee había sobrevivido a la operación. Aún estaba en la sala de recuperación. No, Yellowhorse no había regresado de Flagstaff. Pero había llamado y lo esperaban un poco después del almuerzo.
A Leaphorn le resultaba difícil pensar en los homicidios. Estaba preocupado, en verdad fascinado, por sus propias emociones. Nunca se había sentido así hasta ese momento, nunca había experimentado esa inconmensurable alegría. Ese alivio. Volvía a encontrar a Emma, perdida para siempre. Pensó en la doctora Vigil observándolo mientras él recibía la esperanzadora noticia. Los médicos han de ver mucho de esas violentas reacciones emotivas, incluso más que los policías. La comprensión de la intensidad que el amor puede producir debía ser un subproducto de esa profesión. La doctora Vigil comprendería cómo un niñito que se muere podría provocar un asesinato. Si no todavía, lo comprendería cuando fuera mayor.
En eso pensaba Leaphorn cuando dejó atrás el desvío hacia Blue Gap. De allí pasó a analizar sus propias emociones. La observación de lo que sucedía a Emma había hecho que todo lo demás resultara trivial. Para él, los otros valores habían dejado de existir. De haber habido algo que él pudiera hacer para ayudarle, algo, lo habría hecho. Más allá del desvío a Whippoorwill School, sus pensamientos retrocedieron a una pregunta que antes lo había intrigado. ¿Por qué la mujer le había contado a Chee que su hijo se estaba muriendo? Le pareció que sabía la respuesta. Se lo había contado para explicar por qué lo estaba matando. Lo estaba matando para invertir la brujería que estaba matando a su hijo. Lógico. ¿Qué había en eso que los atraía tan irresistiblemente?
Precisamente en ese momento, Leaphorn comprendió cómo había sucedido todo. Todos los alfileres de su mapa se reunieron en un solo racimo en la Clínica Badwater. Cuatro homicidios y medio se convertían en un solo crimen con un solo motivo. Su coche coleó en el camino fangoso y él apretó el acelerador. Si no llegaba a la clínica antes que el doctor Yellowhorse, los cuatro homicidios y medio se convertirían en cinco. ? Capítulo 23
Todo era muy vago para Chee. La enfermera que lo llevaba por el vestíbulo desde la sala de recuperación le había mostrado un vaso de papel que contenía un casquillo.
— Lo que el doctor Wu le sacó de la nuca y de la cabeza -explicó-. El doctor Wu pensó que querría usted conservarlo.
A Chee, aturdido, no se le ocurrió nada que decir. Se limitó a arquear las cejas.
— Una especie de souvenir. Para ayudarle a recordar.
Y luego había añadido algo acerca de que el doctor Wu era chino, pero en realidad un chino camboyano, como si eso hubiera aclarado por qué pensaba que Chee querría un souvenir.
— Hum -dijo Chee.
Y la enfermera lo había mirado con aire burlón y había dicho:
— Sólo si usted quiere.
La enfermera había hablado mucho, pero Chee recordaba poco. Despertó con el deseo de preguntarle dónde estaba y qué había sucedido, pero no tuvo la energía suficiente. Ahora la nuca le ayudaba a recordar. Fuera cual fuese el analgésico que hubieran empleado para entumecerla, sus efectos comenzaban a disiparse y Chee podía aislar e identificar alrededor de siete sitios donde el cirujano le había extraído el trozo de casquillo del denso hueso de la parte posterior del cráneo. Eso le recordó a Chee viejos tiempos, cuando un potro añal que estaban marcando le diera una coz en la canilla. Era como si el hueso magullado lanzara una protesta particularmente dolorosa al sistema nervioso.
Pero mantuvo el dolor a raya festejando que estaba vivo. Eso lo sorprendió. Sólo podía recordar oscuramente a la mujer que entraba vacilante en la cabaña y la escopeta apuntando hacia él. Recordaba los segundos en que había pensado que ella simplemente volvería a dispararle y que allí terminaría todo. Quizá era lo que intentaba hacer. Pero le había dejado hablar, y él la había forzado a una cierta coherencia. Ahora todo era borroso y, en gran parte un simple vacío. Los médicos llamaban a eso amnesia temporal postraumática, y Chee la había comprobado en suficiente número de víctimas de peleas a cuchillo y accidentes de tráfico como para no reconocerla en sí mismo. No trató de forzar la memoria. Lo importante, evidentemente, era que la mujer le había creído. Al parecer, había sido ella quien lo había llevado allí, aunque no podía recordar qué había sucedido, ni imaginar cómo lo había trasladado de la cabaña a la camioneta. Lo último que recordaba era la descripción que había hecho a la mujer de lo que él pensaba que había ocurrido, apoyándose en su propio recuerdo de la época en que, de niño, lo habían llevado a un adivino, en su recuerdo del ojo del viento, inmensamente magnificado y distorsionado por la bola de cristal, que escudriñaba el ojo de Chee, en el recuerdo de su propio miedo.
— Me parece que sé lo que pasó -le había dicho Chee-. Yellowhorse simula ser un adivino. Pienso que llevaste tu niño enfermo a la Clínica Badwater y que Yellowhorse lo vio, que luego Yellowhorse sacó su bola de cristal y simuló ser un shamán, y te dijo que el niño había sido embrujado. Y después realizó la ceremonia de chupar y simuló succionar un hueso del pecho de tu niño.
Chee recordó que a esa altura había comenzado a perder la fuerza. Sus ojos ya no enfocaban y le resultaba difícil respirar de tal manera de poder producir los sonidos guturales navajos. Pero prosiguió.
— Luego te dijo que yo era un skinwalker que había embrujado a tu bebé y que la única manera de curar tal cosa era matarme. Y te dio el hueso y te dijo que lo dispararas en mi cuerpo.
La mujer, borrosa y distante, se había limitado a permanecer inmóvil al lado de él, con la escopeta en las manos. Chee no podía ver lo bastante bien como para saber si la mujer escuchaba.
— Creo que quiere matarme porque yo he dicho a la gente que no es realmente un shamán. Porque he dicho a la gente que no tiene verdaderos poderes. Pero quizá haya otra razón. Eso no importa. Lo que importa es que yo no soy un skinwalker. El skinwalker es Yellowhorse. Yellowhorse te ha embrujado. Yellowhorse te ha convertido en alguien que mata.
Había dicho muchas cosas más, o pensaba haberlas dicho, pero tal vez no fuera más que parte del sueño que había soñado cuando se quedó dormido. No podía distinguir.
La enfermera estaba de nuevo en la habitación. Colocó una bandeja sobre la mesa, junto a la cama, con una toalla blanca, una jeringa y otros instrumentos.
— Por ahora necesita esto -dijo, mirando su reloj.
— Antes necesito hacer algunas cosas, saber algunas cosas -dijo Chee-. ¿Hay algún policía aquí?
— No lo creo -respondió la enfermera-. Una mañana tranquila.
— Entonces necesito hacer una llamada -dijo Chee.
Ella no se molestó en mirarlo.
— ¡Ni soñarlo! -dijo.
— Entonces necesito que alguien haga una llamada por mí. Que llame al cuartel de la policía tribal de Window Rock y deje un mensaje para el teniente Leaphorn.
— Es uno de los que lo trajeron aquí. Con la ambulancia -dijo ella-. Si quiere contarle quién le disparó, apuesto a que eso puede esperar a que se encuentre usted un poco mejor.
— ¿Está aquí Yellowhorse? ¿El doctor Yellowhorse?
— Está en Flag -dijo la enfermera-. Alguna reunión en el hospital de Flagstaff.
Chee se sentía mareado, con un poco de náuseas y muy aliviado. No entendía por qué Yellowhorse lo quería matar o, al menos, no exactamente. Pero sabía que no quería estar dormido en el hospital de Yellowhorse cuando éste llegara.
— Mire -dijo Chee, tratando de adoptar el tono de un policía, lo cual no era fácil cuando se estaba echado de espaldas con cabeza, brazo, hombros y costado encerrados entre vendajes-. Es importante. Tengo que decirle a Leaphorn algunas cosas o un asesino puede quedar suelto. Y puede volver a matar a alguien.
— ¿Habla en serio? -preguntó la enfermera, aún dubitativa.
— Absolutamente en serio.
— ¿Cuál es el número?
Chee le dio el número de Window Rock.
— Y si no está, llame a la subcomisaría de Piñón. Dígales que yo he dicho que necesitamos un policía aquí inmediatamente.
Chee trató de pensar en quién estaría en funciones en Piñón en ese momento, y quedó en blanco. Sólo era consciente de que le zumbaban los ojos y la cabeza le dolía por dentro en siete sitios por lo menos.
— ¿Sabe usted ese número?
Chee sacudió la cabeza.
La enfermera dejó la bandeja y fue hacia la puerta.
— Aquí llega -dijo.
Leaphorn, pensó Chee. ¡Formidable!
El doctor Yellowhorse entraba por la puerta, a paso rápido.
Chee abrió la boca, comenzó un grito y se encontró con la mano de Yellowhorse que le sujetaba las mandíbulas, ahogando todo sonido.
— ¡Tranquilo! -dijo Yellowhorse, quien, con la otra mano, presionaba algo duro contra la garganta de Chee, lo cual era otra fuente de dolor, pero sin comparación con el de la nuca.
— ¡Muévase y le corto la garganta! -dijo Yellowhorse.
Chee trató de relajarse. Imposible.
La mano de Yellowhorse le soltó la garganta. Chee oyó que manipulaba con torpeza en la bandeja.
— No quiero matarlo -dijo Yellowhorse-. Voy a darle esta inyección para que duerma un poco. Y recuerde, no puede gritar con la tranquea cortada.
Chee trató de pensar. Fuera lo que fuese lo que le estuviera presionando la garganta, la presión era demasiado fuerte como para que su grito sirviera para algo. Casi instantáneamente se añadió al conjunto de los otros dolores la sensación de la aguja que le penetraba la espalda. Y luego la mano de Yellowhorse estuvo nuevamente sobre su garganta.
— Odio hacer esto -dijo Yellowhorse, y su expresión confirmaba que lo pensaba-. Fue esa maldita Onesalt. Pero, a la larga, se compensa con creces.
La expresión de Chee, por lo que Yellowhorse pudo ver alrededor de su mano asfixiante, debía parecer escéptica.
— Se compensa a favor de la salvación de la clínica -dijo Yellowhorse, con voz penetrante-. Cuatro vidas. Tres de ellas eran hombres de edad madura y uno de ellos moriría pronto, de cualquier manera. Y en compensación a esto, sé con toda seguridad que ya hemos salvado docenas de vidas y que salvaremos otras docenas más. Y, mejor aún, estamos deteniendo los defectos de nacimiento y detectando a tiempo casos de diabetes.
Yellowhorse hizo una pausa y miró a Chee a los ojos.
— Y de glaucoma -dijo-. Sé que hemos detectado una docena de casos lo suficientemente precoces como para asegurar una buena visión. Esa puta de la Onesalt estaba a punto de poner fin a todo esto.
Chee, que no estaba en situación de hablar, no lo hizo.
— ¿Se siente adormecido? -dijo Yellowhorse-. Ya debería estar dormido.
Chee se sentía -a pesar de un intenso esfuerzo de voluntad- muy adormecido.
No quedaba ninguna duda de que Yellowhorse iba a matarlo. Si hubiera habido alguna otra posibilidad, Yellowhorse no le habría dicho todo eso, no hubiera hecho su defensa. Chee trató de reunir fuerzas y de tensar los músculos para abalanzarse sobre el cuchillo. Lo único que tenía para reunir era una terrible debilidad. Yellowhorse percibió incluso eso y apretó más fuerte.
— No lo intente -dijo-. No funcionará.
Y no funcionaría. Chee lo admitió para sí. El tiempo era su única esperanza. Permanecer despierto. Produjo un sonido interrogativo contra la palma de Yellowhorse. Le preguntaría por qué había que matar a Onesalt y al resto. Era para encubrir algo en la clínica, sin duda, pero, ¿qué?
Yellowhorse aflojó la presión de la mano sobre la boca dé Chee.
— ¿Qué? -dijo-. Hable bajo.
— ¿Qué era lo que sabía Onesalt? -preguntó Chee. La mano apretó otra vez.
— Pensé que lo sabía. Aquel día que vino y se llevó el Begay equivocado. Onesalt se lo temió. Me imaginé que usted también. O que ella se lo diría.
— Nos entregó el Begay equivocado -masculló Chee contra la palma-. Me pregunté qué le había pasado al correcto. Pero no supuse que lo conservaba usted en sus registros.
— Pues pensé que lo sospechaba -dijo Yellowhorse-. Siempre creí que lo sospecharía, antes o después. Y una vez lo hiciera, llevaría tiempo, pero sería inevitable. Lo descubriría.
— ¿Sobreasignación? -preguntó Chee-. ¿Para pacientes que no estaban aquí?
— Tratar de que el gobierno contribuya con su parte -explicó Yellowhorse-. ¿Ha leído alguna vez el convenio? El que firmamos en Fort Summer. Promesas. Un maestro de escuela por cada treinta niños, tantas otras cosas. El gobierno nunca mantuvo sus compromisos.
— ¿Asignaciones para personas que ya habían muerto? -musitó Chee.
Ya no podía mantener abiertos los ojos. Cuando se cerraran, Yellowhorse lo mataría. No de inmediato, pero poco después. Cuando se le cerraran los ojos, nunca volverían a abrirse. Yellowhorse lo mantendría dormido hasta que encontrara la manera de que todo pareciera normal y natural. Chee lo sabía. Debía mantener abiertos los ojos.
— ¿Se duerme? -preguntó Yellowhorse con voz benigna.
Los ojos de Chee se cerráron. Se durmió, un dormir conturbado, con sueños en los cuales algo le hacía daño en la nuca. ? Capítulo 24
Leaphorn aparcó justo delante de la puerta, violando la zona exclusiva pintada de azul, y trotó hacia la clínica. Había hecho su habitual inventario ocular instantáneo de los vehículos presentes. Había allí una docena, incluso un sedán Oldsmobile con el distintivo de médico en la placa de la matrícula, que podía ser el coche de Yellowhorse, y tres camionetas muy usadas, que podían incluir la que conducía la mujer decidida a matar a Chee. Leaphorn se dio prisa en atravesar la puerta del frente. La recepcionista estaba de pie junto a su escritorio semicircular gritando algo. Una mujer alta con uniforme de enfermera estaba del otro lado del escritorio, con las manos en los pelos, aparentemente aterrorizada. Ambas miraban hacia un pasillo que llevaba a la izquierda de Leaphorn y un corredor de habitaciones de pacientes.
El trote de Leaphorn se convirtió en carrera.
— ¡Tiene un arma! -gritó la recepcionista-. ¡Un arma!
La mujer estaba en el corredor, cuatro habitaciones más lejos, y, efectivamente, llevaba un arma. Leaphorn sólo podía verle la espalda, una blusa tradicional azul de terciopelo, la amplia falda azul claro que llegaba hasta el borde superior de las botas indígenas, el pelo oscuro atado en un cuidado moño en la nuca y la culata de la escopeta asomando por debajo del brazo.
— ¡Deténgase! -gritó Leaphorn, buscando su pistola con la mano izquierda.
La escopeta estaba dentro de la habitación, y alejada de Leaphorn, de modo que el ruido fue sordo. Un estampido, un grito, el ruido de alguien que caía y de vidrios que se rompían. Con el ruido, la mujer desapareció en el interior de la habitación. Dos segundos después, llegaba Leaphorn a la puerta, pistola en mano.
— El skinwalker ha muerto -dijo la mujer, de pie sobre Yellowhorse, con la escopeta colgando de su mano derecha-. Esta vez yo lo maté a él.
— Deje el arma -dijo Leaphorn.
La mujer lo ignoró. Miraba fijamente hacia abajo, al médico, que yacía tendido boca arriba junto a la cama de Chee. Chee parecía dormido. Leaphorn se pasó la pistola a los dedos que sobresalían de la escayola y cogió la escopeta de la mano de la mujer. Ella no hizo ningún esfuerzo por retenerla. Yellowhorse todavía respiraba de forma irregular y trabajosa. Un hombre con guardapolvo azul pálido se presentó en la puerta, el mismo médico de aspecto chino que estaba de guardia cuando llevaron a Chee. Musitó algo que parecía una exclamación en alguna lengua extraña para Leaphorn.
— ¿Por qué le disparó? -preguntó a Leaphorn.
— No fui yo -dijo Leaphorn-. Mire si puede salvarlo.
El médico se arrodilló junto a Yellowhorse, le tomó el pulso, examinó el sitio donde la bala había alcanzado a quemarropa a Yellowhorse en la nuca. Sacudió la cabeza.
— ¿Muerto? -preguntó la mujer-, ¿Está muerto el skinwalker? Entonces quiero traer a mi niño. Lo tengo en la camioneta. Tal vez ahora esté vivo otra vez.
Naturalmente no lo estaba.
Casi cuatro horas tomó a Chee el despertar y lo hizo con reticencia, con el temor subconsciente de a qué despertaba. Pero cuando despertó se encontró solo en la habitación. La luz del ocaso iluminaba el pie de la cama. Todavía le hacía daño la cabeza y le dolían el hombro y el costado, pero volvía a sentirse caliente. Movió la mano izquierda sobre las mantas, flexionó los dedos. Una mano buena y vigorosa. Movió los dedos de los pies, los pies, flexionó las rodillas. Todo funcionaba bien. El brazo derecho era harina de otro costal. Estaba pesadamente vendado del codo al hombro e inmovilizado con cinta.
¿Dónde estaba Yellowhorse? Chee reflexionó sobre ello. Evidentemente, se había equivocado con respecto al médico. No lo había matado, como el sentido común indicaba que debía haber hecho. Aparentemente Yellowhorse se había escapado, o se había entregado, o había ido a hablar con un abogado, o algo así. Parecía completamente improbable que Yellowhorse volviera ahora para terminar con Chee. Pero sólo por las dudas, decidió que se levantaría, se vestiría y se marcharía a algún otro sitio. Primero llamaría a Leaphorn. Le hablaría de todo esto.
Sólo después se le ocurrió a Chee cómo resolvería el problema de la gata. Pondría la gata en la jaula de cuarenta dólares, la llevaría al aeropuerto de Farmington y se la enviaría a Mary London. Pero antes le escribiría y se lo explicaría todo, es decir, le explicaría cómo esa gata belagana no se comportaría como una gata navaja. Se moriría de hambre, o se la comería el coyote, o algo por el estilo. Mary era una persona muy lista. Mary lo comprendería perfectamente. Y es probable que hasta mejor que Chee.
Cuidadosamente, lentamente, se dio la vuelta sobre su lado sano, dejó colgar los pies fuera de la cama y se irguió. O casi. Antes de completar el movimiento, la debilidad y el desmayo se apoderaron de él. Estaba otra vez echado sobre su lado, la nuca le latía, y una bandeja de metal, que había tirado al lado de la cama, aún tintineaba en el suelo.
— Veo que está despierto -dijo una voz femenina-. Avisad al teniente de que el agente Chee está despierto.
Para la expresión del teniente Leaphorn, cuando apareció en la puerta, detrás de la enfermera, no había mejor descripción que la de ausencia. Se sentó en la silla junto a la cama de Chee y apoyó cuidadosamente la escayola sobre la colcha.
— ¿Sabe el nombre? ¿El de la mujer que le disparó?
— Ni idea -dijo Chee-. ¿Dónde está? ¿Dónde está Yellowhorse? ¿Sabe…?
— Le disparó a Yellowhorse -dijo Chee-. Aquí. Con él hizo mejor trabajo que con usted. La tenemos en custodia, pero no nos quiere decir su nombre. Ni ninguna otra cosa sobre el tema. Lo único que quiere es hablar de su niñito.
— ¿Qué le pasa al niño?
— Está muerto -respondió Leaphorn-. Los médicos dicen que murió hace un par de días.
Leaphorn cambió la posición de la escayola, que, sucia toda ella, presentaba una banda de barro negro seco en su parte inferior.
— Ella pensaba que estaba embrujado -dijo Chee-. Por eso quiso matarme. Pensaba que yo era brujo y que ella podía ahuyentar la brujería.
Leaphorn le miró con expresión de desaprobación.
— Tenía algo que llaman enfermedad de Werding-Hoffman -dijo Leaphorn-. De nacimiento. El cerebro nunca se desarrolla adecuadamente. Los músculos nunca se desarrollan. Viven así un tiempo y se mueren.
— Bien -dijo Chee-. Ella no entendía eso.
— Incurable -dijo Leaphorn-. Ni siquiera matando skinwalkers como usted.
— ¿Sabe por qué Yellowhorse hacía todo esto? -preguntó Chee-. Me dijo que trataba de obtener que el gobierno hiciera efectiva su contribución de dinero, o algo así, y Onesalt descubrió algo al respecto, o estaba a punto de descubrirlo, y él se imaginó que, más tarde o más temprano, yo también lo descubriría, gracias a lo que sabía.
Hizo una pausa, ligeramente avergonzado por lo que estaba a punto de admitir. Luego prosiguió:
— Supongo que se imaginó que soy más listo de lo que soy en realidad. Creo que supuso que yo me imaginaría que él estaba reclamando derechos de hospitalización por pacientes que ya habían muerto. Creo que por eso la Onesalt buscaba aquellas fechas de fallecimiento.
— Aproximadamente -dijo Leaphorn-. Después de que morían, o mucho después de que se les daba el alta y se marchaban a su casa. Dilly Streib está ahora en la sección contable. Están trabajando con los registros de facturas.
— Ahora empiezo a darme cuenta de lo que hacía -dijo Chee-. No podía entender por qué. ¿No empleaba una gran parte de su dinero para llevar este sitio?
— Sí -respondió Leaphorn-. La mayor parte es dinero suyo. A través de su fundación. Y también tenía dinero de otra fundación privada. Y cierto apoyo tribal. Medicare. Medicaid. Pero supongo que no alcanzaba. Ahora hasta tenía que contratar médicos inmigrantes.
— Comprendo cómo mató a Endocheeney y a Wilson Sam. Pero, ¿Por qué?
— Streib piensa que está a punto de descubrir que hacía meses que estaban fuera de la clínica cuando Yellowhorse dejó de reclamar dinero por ellos -explicó Leaphorn-. Supongo que había muchos en esas condiciones. Pero eran los únicos dos que figuraban en la lista de Onesalt. Después de matar a Onesalt, se quedó tranquilo. No más problemas. Pero supongo que se imaginó que, puesto que usted había estado con la Onesalt, estaría enterado de la lista y que más tarde o más temprano terminaría por descubrirlo todo. O que si no era usted, sería algún otro. De modo que decidió liberarse de Sam y de Endocheeney, y también de usted.
— Me dijo que compensaba -dijo Chee-. Onesalt iba a terminar con la clínica y ésta estaba salvando más vidas que las que él tenía que eliminar.
Leaphorn no tenía qué comentar al respecto. Levantó de la cama la escayola, hizo una mueca y volvió a apoyarla.
— Anti'll -dijo amargamente, empleando la palabra navaja para brujería.
Jim Chee se limitó a asentir con la cabeza.
— Muy listo, en realidad -añadió Leaphorn-. No había prisa, de modo que podía escoger tranquilamente sus candidatos. Entre los desesperados. Como Bistie, que se estaba muriendo. O la mujer que mandó a matarle a usted. La gente no quiere hablar de brujos, así que no había mucho peligro de que se destapara nada a partir de esto.
— Supongo que envió dos tras Endocheeney. Tal vez Bistie fue demasiado lento y él pensó que no lo haría.
— Aparentemente -dijo Leaphorn-. Y luego descubrió que habíamos arrestado a Bistie, de modo que tuvo que matarlo, por si conseguíamos hacerle hablar.
— Supongo que ahora podríamos encontrarlos -dijo Chee-. Al que mató a Endocheeney. Al que mató a Wilson Sam. Basta con revisar los registros del movimiento de pacientes, considerándolos tal como lo hubiera hecho Yellowhorse.
— Supongo que podríamos -dijo Leaphorn.
Chee pensó un momento la respuesta. Después de todo, era un problema federal.
— ¿Cree que Streib pensará en esto?
— Lo dudo -dijo Leaphorn, y lanzó una carcajada desprovista de humor-. La gente dice que yo odio la brujería. Pero Dilly odia incluso pensar en brujos.
— No importa, de todas maneras -dijo Chee-. Ya se ha acabado.
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