BENDICIONES

y otros cantos ceremoniales por un cantor que ha estudiado con Krank Sam Nakai Contactar con Jim Chee

Las líneas siguientes consignaban su dirección y número de teléfono en Cuartel de la Policía de Shiprock. Se lo había dicho al telegrafista, pensando que podría compaginarlo con el capitán Largo siempre y cuando el capitán no se enterara. Hasta el momento, el riesgo parecía escaso. No había habido llamadas, ni cartas.

Mujer de Hierro parecía compartir la falta general de entusiasmo. Miró la tarjeta y la dejó sobre el mostrador.

— Todo el mundo le quería -dijo Mujer de Hierro, volviendo al tema-. Pero ahora está muerto. Algunos dicen que era un skinwalker.

El rostro de la mujer reflejaba disgusto.

— Hijos de puta -agregó, aclarando que su disgusto no se refería a los skinwalkers, sino a los rumores-. Cuando vives de ti mismo, la gente dice este tipo de cosas.

O cuando te apuñalan a muerte, pensó Chee. La muerte violenta siempre parece provocar rumores de brujería.

— Si todos los que lo rodeaban lo querían -dijo Chee-, quienquiera que lo haya matado tuvo que haber venido de otro sitio. Como Bistie. ¿Conocía a alguien más de algún otro sitio?

— Creo que no -dijo la Mujer de Hierro-. En todo el tiempo que llevo aquí, sólo recibió una carta.

Chee sintió un estremecimiento de excitación. Por fin algo.

— ¿Recuerda usted algo al respecto? ¿De quién era?

Naturalmente, ella lo recordaba. La llegada de cualquier correo a aquellos aislados parajes debía de ser un tema de conversación, especialmente la destinada a un hombre que nunca recibía cartas y que, si ello ocurría, no podía leerlas. Tenía que quedar en la pequeña caja de zapatos señalada con la palabra CORREO, en el estante que estaba sobre la caja registradora de Mujer de Hierro, y constituir un tema de conjeturas y especulación hasta que Endocheeney llegara, o se presentara algún pariente en quien se pudiera confiar que se la entregaría.

— No era de nadie -dijo Mujer de Hierro-. Era de la tribu. De Window Rock.

La excitación se esfumó.

— ¿De una de las oficinas tribales?

— Servicios Sociales, me parece que era. Una de esas que están permanentemente metiéndose con la gente.

— ¿Y acerca de sus arras? -preguntó Chee-. ¿Hay algo inusual en ello?

Mujer de Hierro lo llevó detrás del mostrador, buscó una llave en uno de los pliegues de su voluminosa falda de la reserva y abrió el gabinete con tapa de vidrio donde guardaba las arras.

Las posesiones de Endocheeney dejadas en garantía por el crédito incluían un cinturón de conchas pesadas y toscamente trabajado, pasado de moda y muy descolorido; un pequeño saco que contenía nueve viejas monedas de veinte pesos mexicanos, con la plata tan descolorida como el cinturón; dos anillos fundidos en molde de arena; y una hebilla de cinturón, de plata fundida en molde de arena. La hebilla era hermosa, un sencillo modelo geométrico predilecto de Chee, con una única gema de perfecta turquesa en el centro. Chee lo cogió en la mano, admirándolo.

— Y esto -dijo Mujer de Hierro, golpeó una pequeña bolsa de piel de ciervo sobre el mostrador y volcó un puñado de pepitas de turquesa y de fragmentos sin montar.

— El viejo hacía algo de orfebrería de vez en cuando. O había acostumbrado hacerlo. Después de la muerte de su mujer pensó que era demasiado viejo para eso.

No había en las turquesas nada de notable. Tal vez valieran unos doscientos dólares. Más otros doscientos dólares por el cinturón, quizá unos cien por la hebilla y probablemente quince o viente dólares por cada una de las monedas. En una época habían sido la materia prima normal para conchas de cinturón de la reserva, y baratas, pero hacía ya mucho tiempo que México había dejado de producirlas, y el precio de la plata se había elevado. Nada de notable al respecto, salvo la belleza de la hebilla. Se preguntó si Endocheeney la habría fundido él mismo. Y se preguntó por qué ninguno de sus parientes había reclamado esas pertenencias. Otrora, la tradición habría exigido que ese material personal acompañara al cadáver. Pero esa tradición había pasado al olvido. O quizá los parientes de Endocheeney no sabían nada acerca de aquellas arras. O, tal vez, no querían pagar por rescatarlas.

— ¿Qué cantidad figura en el documento del anciano? -preguntó Chee.

Mujer de Hierro no tuvo necesidad de mirarlo.

— Ciento dieciocho dólares -dijo-. Y unos centavos.

No es demasiado, pensó Chee. Mucho menos que el valor de aquellas cosas. Cualquiera sin nada de efectivo podía conseguirla sólo con la venta de unas pocas cabras.

— Y luego está aquello -dijo Mujer de Hierro, quien señaló con la cabeza hacia el rincón de detrás del mostrador. Allí había un azadon para cavar agujeros para postes, dos hachas, un par de muletas, un refrigerador manual para helados, y lo que parecía ser un viejo eje de coche convertido en barra sacaclavos, Chee miró confundido.

— Las muletas -dijo Mujer de Hierro con impaciencia-. También quería empeñarlas, pero, ¿quién diablos quiere muletas? Te las prestan gratis en la Clínica Badwater, de modo que no quise tomarlas como arras. En cualquier caso, allí las dejó. Dijo que le diera la mitad si conseguía venderlas.

— ¿Estaba herido? -preguntó Chee, y pensó que podía haber encontrado una manera más inteligente de formular la pregunta.

Mujer de Hierro parecía pensar lo mismo.

— Se quebró una pierna. Se cayó de alguna parte y en la clínica tuvieron que ponerle una escayola, de modo que volvió con las muletas.

— ¿Y luego se subió enseguida al techo? -dijo Chee-. Al parecer no aprendía con demasida rapidez.

— ¡No, no! -dijo Mujer de Hierro-. La pierna se la quebró el otoño pasado. Me parece que se cayó de un cerco de varas. Se le quedó una pierna cogida.

Mujer de Hierro rompió una vara imaginaria con los dedos.

— ¡Tras! -dijo.

Chee pensaba en los parientes que no habían ido a recoger las arras. Preguntó:

— ¿Quién enterró al anciano?

— Trajeron un hombre que trabajaba en aquellos viejos pozos -respondió Mujer de Hierro, e hizo un amplio gesto con ambas manos para abarcar toda la meseta-. Un hombre blanco. Suele hacerlo para los otros. No le preocupan los cadáveres.

— Ese rumor de brujos. ¿Hace mucho que oye hablar de eso o sólo ahora?

Mujer de Hierro miró incómoda. Por lo que Chee sabía de ella, había ido a la escuela en Ganado, al College de Ganado, una buena escuela. Y era una judía, o casi, educada en esa religión. Pero también era navaja, miembro de la dinee Halgai, el pueblo del clan del Valle. No le gustaba hablar de brujos con extraños, no de una manera específica.

— Sólo ahora -dijo-. Desde el asesinato.

— ¿Fue todo normal? ¿Qué esperaría usted cuando alguien es asesinado?

Mujer de Hierro se lamió los labios, se mordió el inferior y miró cuidadosamente a Chee. Descargó su peso sobre la otra pierna y, en el silencio reinante, el crujido de la tabla del suelo bajo su zapato se convirtió en un poderoso gruñido. Pero cuando, finalmente, habló, la voz era tan débil que, a pesar de aquel silencio, Chee tuvo que esforzarse para oírla.

— Dicen que cuando lo encontraron, encontraron un hueso en la herida, allí donde había penetrado el cuchillo.

— ¿Un hueso? -preguntó Chee, que dudaba haber oído bien.

Mujer de Hierro levantó el pulgar y el índice a unos tres milímetros de distancia uno del otro.

— Un huesecito de cadáver -dijo.

No tuvo necesidad de explicar nada más. Chee estaba recordando el abalorio de hueso que había encontrado en su caravana. ? Capítulo 7

El doctor Randall Jenks sostenía una hoja de papel en la mano. Era de suponer que se trataba del informe del laboratorio sobre el abalorio, puesto que había llamado a Leaphorn desde su despacho para decirle que el informe estaba listo. Pero Jenks no daba señales de estar dispuesto a entregarlo.

— Siéntese -dijo Jenks, y se sentó también él junto a la larga mesa de la sala de reuniones. Llevaba puesta una vincha de tela roja con el símbolo navajo del Escarabajo del Maíz tejido. El pelo rubio le caía hasta los hombros, y debajo de su bata azul de laboratorio Leaphorn pudo ver el uniforme, una deshilachada chaqueta de dril. Leaphorn, que desconfiaba de quienes se formaban estereotipos de los navajos, se esforzaba por no formarse él también estereotipos de los demás. Sin embargo, no podía evitar que el doctor Jenks cayera en su estereotipo de Amante de los Indios. Esto quería decir que le irritaba, aun cuando le estuviera haciendo favores. En ese momento, Leaphorn tenía prisa, pero se sentó.

Jenks lo miró por encima de las gafas.

— El abalorio está hecho de hueso -dijo, y observó la reacción del teniente.

Leaphorn no estaba con humor para fingir sorpresa.

— No me extraña -dijo.

— Bovino -añadió Jenks-. Moderno, pero no reciente. Si me entiende lo que quiero decir. Muerto hace el tiempo suficiente para estar completamente deshidratado. Tal vez veinte años, tal vez cien, más o menos.

— Gracias por la molestia. Muchas gracias -dijo Leaphorn, quien se levantó y se puso el sombrero.

— ¿Esperaba usted que fuera humano? -preguntó Jenks-. ¿Un hueso humano?

Leaphorn vaciló. A su regreso a Window Rock tenía trabajo por hacer: un rodeo que probablemente estaría causando problemas en ese momento, y una reunión del Consejo Tribal, que seguramente los provocaría. Tantos políticos juntos siempre creaban algún tipo de problema. Quería confirmar la cita de Emma antes de dejar el hospital, y hablar con el neurólogo acerca de ella, si era posible. Y luego estaban sus tres homicidios. Tres y medio, si se tomaba en cuenta al agente Chee. Además, quería reflexionar sobre lo que acababa de enterarse, esto es, que el hueso no era humano. En cuanto a qué había esperado él, era algo que no concernía a Jenks. Lo que a Jenks concernía era la salud pública, más específicamente la salud pública de los navajos, los zunis, los acomas, los lagunas, los hopis, a todos los cuales atendía el Servicio Indio de Estados Unidos en Gallup. Lo que concernía a Jenks era, específicamente, la patología, una ciencia que a menudo el teniente Leaphorn deseaba conocer mejor, de manera de no tener que pedir favores a Jenks.

— Pensé que podía ser humano -dijo Jenks-. ¿Alguna relación con Irma Onesalt?

La pregunta sorprendió a Leaphorn.

— No -respondió-. ¿La conoce usted?

Jenks se echó a reír.

— No exactamente. No socialmente. Estuvo aquí una o dos veces. Buscaba información.

— ¿Sobre patología?

¿Por qué querría Irma Onesalt información de un patólogo?, se preguntó Leaphorn.

— Acerca de cuándo había muerto un grupo de personas -dijo Jenks-. Tenía una lista de nombres.

— ¿Quiénes?

— Sólo le eché un vistazo -respondió Jenks-. Parecían nombres navajos, pero realmente no la estudié.

Leaphorn se quitó el sombrero y se sentó.

— Cuénteme acerca de eso -dijo-. Cuándo vino, todo lo que pueda recordar. Y cuénteme por qué este hueso de abalorio le hizo pensar en Onesalt.

El doctor Jenks contó. Parecía complacido.

Irma Onesalt había ido una mañana, unos dos meses atrás. Quizá un poco más. Si era importante, tal vez pudiera precisar la fecha. La había conocido un poquito antes. Había ido a verlo cuando en Shiprock estaba todavía en actividad la planta de semiconductores; quería saber si ese tipo de trabajo era perjudicial para la salud. A partir de entonces, le había dado información un par de veces.

Jenks hizo una pausa para poner en orden sus ideas.

— ¿Qué clase de información? -preguntó Leaphorn.

El rostro alargado y pálido de Jenks dio muestras de un ligero embarazo.

— Pues, bien, una vez quería ciertos detalles acerca de un par de enfermedades, cómo se tratan, si es necesaria la hospitalización, por cuánto tiempo, etc. Y otra vez quería saber si un contrabandista de alcohol que teníamos aquí había sido golpeado.

Jenks no dijo golpeado por quién. No necesitaba decirlo. Irma Onesalt sólo se interesaría, supuso Leaphorn, si la policía, y preferiblemente la Policía Tribal Navaja, era la parte culpable. A Irma Onesalt no le gustaba la policía, y menos aún la Policía Navaja. Llamaba cosacos a sus agentes. Los calificaba de opresores de El Pueblo.

— Esa vez traía consigo una hoja, que sólo contenía nombres. Quería saber si podía revisar mis registros y precisar la fecha en que había muerto cada uno de ellos.

— ¿Podía hacerlo?

— En algunos casos, tal vez. Sólo si habían muerto en este hospital, o si por alguna razón habíamos intervenido en el trabajo postmortem. Pero usted sabe cómo funciona esto. La mayoría de las familias navajas no permiten la autopsia y en general la pueden detener con fundamentos religiosos. Sólo tendría un registro de ellos si hubieran muerto aquí, y sólo si había alguna buena razón, como causas sospechosas, o interés del FBI, o algo por el estilo.

— ¿Quería saber ella la causa de la muerte?

— No lo creo. Al parecer, todo lo que quería eran fechas. Le dije que el único sitio donde se me ocurría que podría conseguir todas las fechas eran las secciones de estadística de los departamentos de salud del estado. En Santa Fe, en Phoenix y en Salt Lake City.

— Fechas -dijo Leaphorn-. Fechas de sus fallecimientos.

Frunció el entrecejo. Era extraño.

— ¿No dijo por qué?

Jenks sacudió la cabeza, con lo que su cabellera rubia se balanceó.

— Se lo pregunté. Dijo que sólo sentía curiosidad por una cosa -dijo Jenks, y rió-. No dijo por qué, pero ese pequeño abalorio de hueso que usted me trajo me hizo pensar en Irma Onesalt porque ella habló de brujería. Dijo algo acerca del problema con los cantantes y la situación de la salud. De cómo la gente, atemorizada por los cantores, piensa que un skinwalker la ha embrujado y, por tanto, adopta un tratamiento médico erróneo, o un tratamiento innecesario, puesto que no está realmente enferma. Por eso cuando vi su pequeño abalorio, establecí la relación.

Y, tras estudiar a Leaphorn para cerciorarse de que éste le comprendía, prosiguió:

— Ya sabe usted, esos brujos que soplan un trocito de hueso dentro de alguien para producirles la enfermedad del cadáver. Pero Onesalt nunca dijo que eso tuviera algo que ver con su lista de nombres ni con lo que le interesaba saber. Dijo que era aún muy pronto. Que no debía hablar de ello todavía -no entonces, quería decir- y que si surgía algo nuevo al respecto, me lo haría saber.

— Pero no volvió -comentó Leaphorn.

— Sí que volvió -dijo Jenks, quien parecía reflexionar mientras se pasaba el pulgar por debajo de la vincha, para ajustarla-. Debe de haber sido un par de semanas antes de que la mataran. Esa vez quería saber qué clase de tratamiento se indicaría para dos o tres enfermedades, y cuánto tiempo habría de estar hospitalizado. Cosas de este tipo.

— ¿Qué enfermedades? -preguntó Leaphorn, aunque, cuando preguntó, no podía imaginar qué significaría para él la respuesta.

— Una era la tuberculosis -dijo Leaphorn-. De ésta me acuerdo. Otra, me parece, era una cierta clase de patología del hígado -se encogió de hombros-. Nada extraño. Un tipo de dolencia que aquí solemos tratar, recuerdo.

— ¿Y no se lo dijo entonces? Quiero decir, si no le dijo entonces por qué quería las fechas en que habían muerto aquellos individuos.

Al pronunciar estas palabras, Leaphorn pensaba en Roosevelt Bistie, el hombre que trató de matar a Endocheeney, el hombre que tenían encerrado en Shiprock, sin demasiado motivo, de acuerdo con el informe de Kennedy. Roosevelt Bistie tenía un problema en el hígado. Pero lo mismo le ocurría a mucha gente. Y, después de todo, ¿qué diablos podía significar tal cosa?

— Yo tenía prisa -explicó Jenks-. Dos de nuestros colaboradores se hallaban de vacaciones y yo cubría a uno de ellos, trataba de terminar mi propio trabajo para poder tomarme también las vacaciones. De manera que no hice preguntas. Me limité a decirle lo que quería saber y a liberarme de ella.

— ¿Se lo explicó ella alguna vez? ¿De alguna manera?

— Cuando regresé de las vacaciones, un par de semanas después de aquello, alguien me dijo que la habían matado.

— Sí -dijo Leaphorn.

La mataron, pensó Leaphorn, y dejaron que Leaphorn adivinara por qué; ya nadie parecía preocuparse demasido por ello. Y éste podría ser el motivo: este nuevo ejemplo de Irma Onesalt en el papel de entrometida, para emplear la palabra belagana. Su madre la habría llamado, en navajo, una de esas "que le dice a las ovejas qué hierba deben comer". Era evidente que el trabajo de Onesalt en la Oficina Navaja de Servicios Sociales no guardaba más relación con estadísticas de mortalidad que con los accidentes de trabajo de la planta de semiconductores o, para tocar más de cerca la sensibilidad emocional del propio Leaphorn, con el castigo del mal comportamiento en la Policía Tribal Navaja.

— ¿Cree usted que aquello en lo que trabajaba tenía algo que ver con por qué… -Jenks no terminó la oración.

— Vaya uno a saber -dijo Leaphorn-. El FBI se ocupa de los homicidios en las reservas indígenas.

Leaphorn se sorprendió diciendo para sí, en tono cortante y poco amistoso, al tiempo que se sentía disgustado consigo mismo: ¿Por qué esa animadversión contra Jenks? No se trataba sólo del paternalismo que percibía en la actitud de Jenks. Formaba parte de un resentimiento contra todos los médicos. Tanto que parecían saber, y sin embargo cuando les llevó a Emma, lo único que interesaba, no supieron absolutamente nada. Ésa era la fuente principal de aquel resentimiento.

Y no era justo con respecto a Jenks, ni a ninguno de ellos. Jenks había llegado a la Gran Reserva, como muchos médicos del Servicio de Salud Indio, porque los préstamos federales que habían financiado su educación exigían dos años en el Ejército o en el Servicio de Salud Indio. Pero Jenks se había quedado más que los dos años obligatorios, lo mismo que algunos otros médicos del Servicio, desdeñando el Mercedes, la pertenencia al country club, el trabajo de tres días por semana y los inviernos en las Bahamas, para ayudar a los navajos a librar su batalla contra la diabetes, la disentería, la peste bubónica, y todas aquellas enfermedades que derivaban de las dietas pobres, el agua mala y el aislamiento. No debía sentir resentimiento contra Jenks. No sólo no era justo, sino que si lo ponía de manifiesto, peligrarían sus oportunidades de enterarse de todo lo que Jenks pudiera contarle.

— Sin embargo -dijo Leaphorn-, algo sabemos. Y por lo que sabemos, el FBI no tiene ninguna pista del motivo.

Tampoco la tengo yo, pensó Leaphorn. Ni del motivo, ni de nada.

Y seguramente era incapaz de relacionar entre sí tres asesinatos y medio, cuya única conexión parecía ser una insensata ausencia de motivos.

— Tal vez la lista que tenía Irma nos preste alguna ayuda. Todos nombres navajos, dijo usted. ¿Correcto? ¿Puede recordar alguno de ellos?

La expresión de Jenks daba a entender que se estaba estrujando el cerebro en busca de nombres. Todas las víctimas de homicidio estaban vivas cuando Jenks vio la lista, pensó Leaphorn, pero sería maravilloso y admirable que…

— Uno era Ethelmary Patillas Grandes -dijo Jenks, ligeramente divertido-. Otro era Madre de Woody.

Leaphorn raramente permitía que su rostro mostrara irritación, y tampoco la mostró en ese momento. Era precisamente el tipo de nombres que había esperado que Jenks recordara: nombres pintorescos, o atractivos, que provocarán una sonrisa en alguna reunión social a la que Jenks asista una vez que se aburra de los navajos, cuando ya queden muy pocos que conduzcan carros, que transporten agua potable desde sesenta kilómetros y duerman en el desierto con su rebaño, y muchísimos que conduzcan camionetas y tengan la dentadura tratada por el ortodoncista.

— ¿Algún otro? -preguntó Leaphorn-. Podría ser importante.

Jenks presentaba la expresión del hombre que realiza un gran esfuerzo de memoria y fracasa. Sacudió la cabeza.

— ¿Recordaría alguno, si lo oyera?

— Tal vez -respondió Jenks tras encogerse de hombros.

— ¿Le dice algo este nombre: Wilson Sam?

Jenks arrugó la cara. Sacudió la cabeza. Preguntó:

— ¿No es el tío aquel al que mataron a comienzos de este verano?

— Exacto -dijo Leaphorn-. ¿Estaba este nombre en la lista?

— No lo recuerdo -respondió Jenks-. Pero en aquella época todavía estaba vivo. Lo mataron después que a Onesalt, si no recuerdo mal. Y me parece que no, porque hicieron la autopsia en Farmington y el patólogo de Farmington me llamó a propósito de ese caso.

— Tiene usted razón. Estoy investigando acerca de él. ¿Y Dugai Endocheeney?

Jenks dio muestras de profunda reflexión.

— No -dijo-. Me parece que no. No lo recuerdo. Fue hace mucho tiempo.

Sacudía la cabeza. Detuvo el gesto. Frunció el entrecejo.

— He oído ese nombre -dijo-. No estaba en la lista, pero… -tras una pausa durante la cual se acomodó la vincha-, ¿no es también él una víctima de homicidio? ¿El otro individuo asesinado más o menos por aquella época?

— Sí -dijo Leaphorn.

— La autopsia la hizo el mismo Joe Harris, en Farmington -comentó Jenks-. Me dijo que le había extraído de la herida una moneda de diez centavos. Por eso lo recuerdo, supongo.

— ¿Harris encontró una moneda de diez centavos en la herida?

Harris era el coronel de San Juan que trabajaba en el hospital de Farmington. Al parecer, al igual que los policías, los patólogos se conocían entre sí e intercambiaban historias.

— Dijo que a Endocheeney lo habían apuñalado una cantidad de veces a través del bolsillo de su chaqueta. En los casos de apuñalamiento siempre encontramos en la herida hebras y material de este tipo. Cualquier cosa que el cuchillo haya arrastrado en su camino a través de la ropa. Botones, papel. Lo que sea. Esa vez fue una moneda de diez centavos.

Leaphorn, que tenía una excelente memoria, recordó haber leído el informe de la autopsia en el archivo del FBI. No se mencionaba ninguna moneda. Pero se aludía a "objetos extraños", lo que podía referirse tanto a una moneda de diez centavos como a los más comunes botones, hebras, grava o vidrio roto. ¿Podía un cuchillo arrastrar una moneda de diez centavos dentro de una herida? Era bastante fácil. Parecía extraño, pero no irracional.

— Pero Endocheeney no estaba en la lista.

— Me parece que no -respondió Jenks.

Leaphorn vaciló. Por fin, preguntó:

— Y Jim Chee, ¿le sugiere algo?

El doctor Jenks volvió a concentrarse. Pero no pudo recordar si el nombre de Jim Chee estaba o no en la lista de fechas de muerte. ? Capítulo 8

Ya estaba casi oscuro cuando Chee entró en el terreno de aparcamiento de Shiprock. Aparcó donde un sauce pudiera proteger al coche del sol de la mañana siguiente, y caminó, rígido y cansado, hacia su camioneta. La había dejado por la mañana donde otro de los sauces del departamento de policía la protegiera del sol de la tarde. Ahora, el mismo árbol la ocultaba del rojo pálido del crepúsculo en un pozo de oscuridad. El malestar del que Chee se había liberado en Badwater Wash y durante el largo viaje de regreso, volvió a apoderarse de él repentinamente. Se detuvo, miró fijamente la camioneta. En la sombra, sólo podía distinguir su silueta. Se giró abruptamente y se apresuró a meterse en el edificio de la Policía.

Nelson McDonald cumplía el turno nocturno y holgazaneaba detrás del conmutador, abiertos los dos botones superiores de la camisa del uniforme, leyendo la sección de deportes del Times de Farmington. El agente McDonald miró a Chee y movió la cabeza en señal de afirmación.

— ¿Todavía vivo? -preguntó, sin asomo de sonrisa.

— Todavía -contestó Chee.

Pero no pensó que fuera divertido. Tal vez lo sería más adelante. Diez años después. En el trabajo de policía, pasadas las crisis, el miedo tendía a transmutarse en material de chistes. Pero en ese momento aún estaba presente el miedo, algo palpable que afectaba a Chee en el estómago.

— Supongo -agregó Chee- que nadie habrá visto a nadie metiendo las narices en mi camioneta.

El agente MacDonald se enderezó un poco en el asiento, observó el rostro de Chee y lamentó la broma.

— Nadie ha dicho nada al respecto -dijo-. Y está aparcada justo donde todo el mundo puede verlo. No creo… -prefirió no terminar la oración.

— ¿No hay mensajes? -preguntó Chee.

MacDonald buscó entre las notas clavadas en un pincho sobre el escritorio del empleado.

— Una -respondió, y se la extendió a Chee.

"Llamar al teniente Leaphorn apenas regrese", decía el mensaje, y contenía dos números de teléfono.

Leaphorn contestó al segundo número, el de su casa.

— Quiero preguntarle si se ha enterado de algo nuevo acerca de Endocheeney -dijo Leaphorn-. Pero hay otro par de cabos sueltos. ¿Me dijo usted que se había encontrado con Irma Onesalt hace poco? ¿Podría decirme exactamente cuándo?

— Puede consultar mis anotaciones -respondió Chee-. Probablemente en abril, a finales de abril.

— ¿Le dijo algo acerca de una lista de nombres que tenía en su poder? ¿Acerca de tratar de encontrar en qué fecha habían muerto las personas que integraban esa lista?

— No señor -dijo Chee-. Estoy seguro de que recordaría una cosa como ésa.

— Dijo usted que fue a la Clínica Badwater y recogió un paciente y lo llevó a una reunión de capítulo a pedido de Onesalt y que se equivocaron de persona. Y que ella estaba resentida por eso. ¿Es esto cierto?

— Es cierto, el anciano se llamaba Begay. Usted sabe qué pasa con los Begay.

Lo que pasaba con los Begay en la reserva era lo mismo que pasa con los Smith o los Jones en Kansas City o los Chávez en Santa Fe. Era el apellido más común de la reserva.

— ¿No dijo nada sobre nombres? ¿Sobre una lista de nombres? ¿Sobre cómo hacer para encontrar fechas de fallecimientos? ¿Nada que pudiera llevar a eso?

— No señor -dijo Chee-. Sólo dijo una o dos palabras cuando llegué a la casa capitular. Ella esperaba. Quiso saber por qué iba con retraso. Luego cogió al anciano y lo llevó a la reunión. Yo me quedé a la espera, pues se suponía que tenía que llevarlo de regreso una vez que pronunciara su discurso. Después de un rato, ella salió y se puso furiosa conmigo por llevarle un Begay equivocado, y luego salió el hombre, subió al vehículo y lo llevé de nuevo a la clínica. No hubo mucha ocasión para charlar.

— No -dijo Leaphorn-. Yo sí tuve cierto trato con la mujer. -Chee oyó el sonido de una risita ahogada-. Me imagino que habrá aprendido usted algunas palabrotas nuevas.

— Sí, señor -dijo Chee.

Prolongado silencio.

— Bien -dijo finalmente Leaphorn-. Recuerde simplemente que un rato antes de que le dispararan apareció en el despacho de patología del hospital de Gallup con una lista de nombres. Quería saber cómo hallar la fecha en que cada una de esas personas había muerto. Si oye usted decir algo que ayude a explicar esto, deseo que me lo transmita de inmediato.

— Muy bien -dijo Chee.

— Ahora, ¿de qué se ha enterado en Badwater?

— No de gran cosa -dijo Chee-. Que dejó en la tienda del lugar unas arras por valor de varios cientos de dólares, mucho menos de lo que debía, y sus parientes no han ido a recogerlo. Y que se había quebrado una pierna el verano pasado al caerse de un cerco. Nada más.

Otra vez, silencio. Luego, en voz muy suave, dijo Leaphorn:

— He encontrado una manera divertida de trabajar. En lugar de decirme "No es gran cosa", me gusta que la gente me cuente todos los detalles, para decir luego "Bueno, no es gran cosa", o quizá: "¡Oh! esto de las arras explica otra cosa que he oído decir". Y así por el estilo. Lo que quiero decir es que me dé todos los detalles y me deje a mí sacar las conclusiones.

De tal suerte, Chee, no sin una leve sensación de resentimiento, contó a Leaphorn acerca de la mujer encorvada, de los hermanos Kayonnie con aliento a cerveza matutina, la carta de Window Rock, las muletas que Mujer de Hierro no quería aceptar y no podía vender, y todos los detalles. Terminó, y el silencio que siguió fue tan prolongado que se preguntó si Leaphorn no habría colgado el teléfono. Carraspeó.

— Esa carta -dijo Leaphorn-. De Window Rock. Pero, ¿qué agencia?, y ¿cuándo?

— Servicios Sociales Navajos -respondió Chee-. Es lo que Mujer de Hierro recordaba. Llegó en junio.

— Para ellos trabajaba Irma Onesalt -dijo Leaphorn.

— ¡Oh!

— ¿Dónde había obtenido las muletas?

— En la Clínica Badwater -dijo Chee-. Le escayolaron una pierna. Supongo que le prestaron las muletas.

— Y no las devolvió -dijo Leaphorn-. ¿Sabe algo más que no me haya contado?

— No, señor -dijo Chee.

Leaphorn advirtió el tono.

— Puede comprender por qué necesito detalles. Usted no ha trabajado en el caso de Onesalt, de modo que no tiene modo de saber, o de importarle, para quién trabajaba. Ahora tenemos un eslabón. La víctima Onesalt escribió una carta a la víctima Endocheeney. O bien lo hicieron en su despacho.

— ¿Eso ayuda?

— No veo cómo -dijo Leaphorn riendo-. Pero ninguna otra cosa ayuda. ¿Todavía sigue sin tener idea de por qué lo atacaron a usted?

— No señor.

Nueva pausa.

— Me gustaría que pensara en algo -dijo Leaphorn-. Me juego algo a que cuando descubramos quién lo hizo y por qué, encontraremos que se trata de algo que usted ya sabía, y que entonces dirá: ¡Diablos, debía haber pensado en esto!

— Tal vez -dijo Chee, pero después de colgar volvió a pensar en ello, y tuvo dudas. Leaphorn era brillante. Pero en esto se equivocaba.

Miró a McDonald, inmerso en el Times. Chee había entrado sobre todo para llevar la lámpara portátil del almacén e iluminar su camioneta. Pero ahora, en esa habitación bien iluminada, con su amigo esperando detrás del periódico, curioso y confuso, tal cosa le parecía ridícula. En cambio, fue a su máquina de escribir y tecleó con torpeza una nota para Largo. PARA: Oficial Jefe DE: Chee ASUNTO: Investigación sobre robos de vehículos en aparcamientos de turistas y robo de gasolina en el campo de Aneth. A la tienda de Badwater Wash llegaron dos hombres jóvenes, de la familia Kayonnie, conduciendo un GMC 4x4 nuevo, y bebiendo ya por la mañana. Me han dicho que no tienen empleo. Habrá que aumentar la vigilancia en aquel sitio.

Inició el informe y se lo entregó al agente MacDonald.

— Me voy a casa -dijo, y se marchó.

Se detuvo un momento en la oscuridad, más allá de la entrada, hasta que su visión se adaptó lo suficiente como para poder divisar su camioneta. El miedo se había reinstalado en él, y la idea de caminar hasta ella en la oscuridad y atravesar luego la oscuridad que rodeaba su caravana, era algo que excedía todo cuanto Chee deseaba tener que enfrentar. Desde el cuartel hasta el lugar donde tenía su casa, bajo los chopos, había menos de un kilómetro y medio a lo largo del río. Era un camino fácil, incluso de noche. Tenía que dominar la tensión de un día que en su mayor parte había pasado en el coche policial. Cruzó al trote el asfalto de la Nacional 666 y encontró la senda que conducía al río.

Chee caminaba rápidamente y aquel trayecto le tomaba en general menos de treinta minutos. Esa noche, por moverse sin hacer ruido, tardó cuarenta minutos, e invirtió otros diez, pistola en mano, explorando los aledaños de su caravana allí donde pudiera estar aguardando alguien con una escopeta. No halló nada. Pero aún quedaba por ver la caravana.

Se detuvo debajo de un enebro y lo examinó. La luz de una media luna convertía el paisaje en un dibujo de sombras de chopos. El único sonido que se oía en el aire inmóvil era el de un camión que efectuaba los cambios de marcha en la autopista, muy lejos a su espalda, trepando por el prolongado talud que partía del valle y se dirigía hacia Colorado. En cuanto a que alguien estuviera esperando en la caravana con una escopeta, Chee no encontró manera segura de responder a este interrogante. Había dejado la puerta cerrada con llave, pero la cerradura era fácil de violentar. Volvió a sacar la pistola de la cartuchera, pensando en qué vida de mierda era ésa, en olvidarse de la caravana, volver andando al cuartel, coger el coche patrulla y pasar la noche en un motel, en que podía mandar todo eso al diablo y caminar hasta la puerta con la pistola amartillada, abrirla y entrar. Entonces se acordó del gato.

Probablemente en ese momento el gato estuviera cazando los roedores nocturnos de los que había vivido hasta que Chee comenzara a alimentarlo con las sobras de su comida. Pero tal vez no. Tal vez todavía fuera demasiado temprano para los roedores y sus predadores. Tanto más cuanto que una vez que se había levantado temprano había visto al gato de regreso a su guarida, cerca del amanecer. De modo que quizá durmiera temprano y cazara tarde. El enebro bajo el cual el gato tenía su casa se hallaba junto al talud, a la izquierda de Chee. Cogió un puñado de basura y grava y la arrojó contra el arbusto.

Más tarde pensó que el gato debía de haber estado agazapado, alerta, bajo el enebro, escuchando su ir y venir. Salió disparado del arbusto, a tal velocidad que no se lo pudo ver en aquella semipenumbra, hacia su refugio en la caravana. Chee oyó el clac-clac de la puerta del gato. Se relajó. Nadie lo esperaba dentro.

Pero entonces supo que no podía dormir en la caravana. Sacó su saco de dormir, su cepillo de dientes, su muda, y caminó otra vez hasta el cuartel. Estaba cansado, y el incidente del gato le había aflojado la tensión. El miedo que había sentido en la camioneta se había disipado. Era, simplemente, un vehículo amistoso, familiar. Abrió la puerta, subió y encendió el motor. Cruzó el San Juan y luego se dirigió al Oeste por la 504, con la oscura silueta de las Chuskas al sur, asomando a la luz de la luna. Apenas hubo dejado atrás Benclahbeto, se detuvo en el arcén, quitó las luces y esperó. Las luces que había observado a varios kilómetros detrás de él resultaron pertenecer a un camión de la U-Haul, que pasó rugiendo y desapareció tras la colina. Volvió a encender el motor y giró por un camino polvoriento que, lleno de baches, corría entre las artemisas y bajaba abruptamente al arroyo. Una vez allí, aparcó y desplegó su saco de dormir. Se echó sobre las espaldas, mirando las estrellas y pensando en la naturaleza del miedo y en cómo lo afectaba, y en lo que Mujer de Hierro le había dicho acerca del abalorio de hueso que se había encontrado en el cuerpo de Dugai Endocheeney. Podía ser falso, uno de esos rumores de brujo que, cuando suceden estas cosas, surgen como las plantas rodadoras después de una lluvia. O tal vez fuera cierto. Tal vez alguien pensó que Endocheeney lo había embrujado, lo mató y devolvió el hueso con el veneno del cadáver para invertir el efecto de la brujería. O también podía haber ocurrido que un brujo matara a Dugai Endocheeney y dejara el hueso como su sello. En cualquier caso, ¿cómo se habría enterado de eso la gente de Badwater Wash? Chee analizó la cuestión y encontró una respuesta. El hueso aparecería en la autopsia. El cirujano lo consideraría tan sólo como una materia extraña alojada en la herida. Pero era raro y, por tanto, lo mencionaría. Se habría corrido la voz. Un navajo oiría hablar de ello: una enfermera, un asistente. Para un navajo, para cualquier navajo, el significado sería evidente. El rumor acerca del hueso llegaría a Badwater Wash con la velocidad de la luz.

Así las cosas, ¿por qué no le había hablado al teniente, que tanto insistía en saber cualquier detalle, del rumor acerca del hueso? Chee examinó sus motivos. Era algo demasiado vago para mencionárselo, pero la verdadera razón eran sus expectativas ante la reacción de Leaphorn frente a cualquier cosa relacionada con la brujería. Pues bien, se lo dirla la próxima vez que lo viera.

Chee se giró sobre un lado, tratando de ponerse cómodo y dormir. Al día siguiente tenía que estar en la cárcel de Farmington, donde se retenía a Roosevelt Bistie hasta que los federales decidieran qué hacer con él. Trataría de hablar de brujería con Bistie. ? Capítulo 9

— Me parece que llegas demasiado tarde -dijo el agente que contestaba el teléfono en el escritorio de información de la cárcel-. Creo que su abogado está ya en camino.

— ¿Abogado? -dijo Chee-. ¿Quién?

— Alguien de la DNA -respondió el asistente-. Una mujer. Viene de Shiprock.

— También yo -dijo Chee, mientras hurgaba en su memoria para recordar el nombre que correspondía a la voz del asistente, y lo encontró-. Escucha, Fritz, si ella llega antes, tal vez puedas entretenerla un rato. Tómate un tiempo en controlar su identidad.

— Tal vez, Jim -dijo Fritz-. La gente dice a veces que somos lentos. ¿Puedes estar aquí a las nueve?

— Por supuesto -respondió Chee echando una mirada al reloj.

Desde el cuartel de la policía de Shiprock hasta la cárcel de Farmington había unos cuarenta y cinco kilómetros. Mientras conducía, Chee pensó cuáles serían sus relaciones con la abogada, o cómo intentaría hacerlo. DNA era la sigla popular de Dinebeiina Nahiilna be Agaditahe, que se traduce aproximadametne como "Gente que Habla Rápido y Ayuda a los Marginados", versión de la Nación Navaja de la organización de Ayuda Jurídica/defensor del pueblo. Muy pronto había atraído a la mayoría de los militantes sociales activistas, cuya relación con la Policía Tribal Navaja cubría un espectro que iba del hielo a la hostilidad. Las cosas habían ido mejorando poco a poco. En ese momento, el hielo se había convertido en simple frío, y la hostilidad en desconfianza. Chee esperaba que no hubiera problemas.

Pero…

La joven, vestida con una camisa de seda blanca, estaba sentada contra la pared en la sala de recepción del Centro O y miraba a Chee con algo más duro que mera desconfianza. Era pequeña, delgada, una navaja, con pelo negro corto y grandes e irancundos ojos negros. Su expresión, si no hostil, exhibía un disgusto activo.

— Usted es Chee -dijo-, ¿el agente de detención?

— Jim Chee -dijo Chee, controlando a mitad de camino su ofrecimiento reflejo de un apretón de manos-. Técnicamente, no soy el agente de detención. La policía federal…

— Lo sé -dijo Camisa de Seda, imprimiendo a su pie un grácil movimiento-. ¿Le ha explicado a usted el agente Kennedy… le ha explicado el agente Kennedy al señor Bistie… que un ciudadano, aunque sea navajo, tiene derecho a consultar a un abogado antes de ser interrogado?

— Se lo hemos leído.

— ¿Y sabe usted -preguntó Camisa de Seda, articulando cada palabra con gélida precisión- que no tiene absolutamente ningún derecho a retener al señor Bistie en esta cárcel sin ningún cargo contra él, y a sabiendas de que no ha cometido el homicidio por el que lo ha arrestado usted, simplemente porque usted "quiere hablar con él"?

— Está detenido para efectuar una investigación -dijo Chee, consciente de que su rostro se ruborizaba, consciente de que el agente Fritz Langer, del Departamento de Policía de Farmington, seguía sentado allí, detrás del escritorio de recepción, observándolo todo. Chee cambió de posición. Por el rabillo del ojo podía advertir que Langer no sólo escuchaba, sino que también sonreía irónicamente-. Ha admitido haber disparado…

— Sin consultar con un abogado -dijo Camisa de Seda-. Y ahora, sólo por pedido suyo y sin ningún fundamento legal en absoluto, el señor Bistie es retenido por la policía para que usted tenga tiempo de venir desde Shiprock y hablar con él. Un favor de un viejo amigo a otro.

Del rostro de Langer desapareció la sonrisa.

— El papeleo -dijo Langer-. Lleva tiempo cuando están implicados los federales.

— ¡Qué papeleo ni qué coño! -explotó Camisa de Seda-. ¡No es más que una red de viejos amigos en acción!

La mujer señaló con el pulgar en dirección de Chee, lo que un navajo bien educado no hacía con otro navajo.

— Su amigo, aquí presente, lo llamó a usted y le dijo que mantuviera al preso encerrado hasta que él pudiera venir a hablarle. Que perdiera todo el día si hacía falta.

— No -dijo Langer-. De eso, nada. Usted sabe cómo es el FBI en cuanto se trata de poner los puntos sobre las ies y las barra a las tes.

— Bien, el señor Chee ya está aquí. ¿Puede considerar puesto el punto sobre la i y dejar en libertad al señor Bistie?

Langer miró con expresión irónica a Chee, colgó el teléfono y habló con alguien.

— Estará libre dentro de un minuto -dijo.

Buscó debajo del mostrador, extrajo una bolsa de papel marrón de tienda de ultramarinos y la puso sobre el mostrador. Llevaba la inscripción en marcador rojo: R. BISTIE, ALA OESTE. Chee sintió deseos de explorar la bolsa. Ya había pensado en ello antes. Mucho antes. Antes de que llegara Camisa de Seda. Sonrió a la mujer.

— Lo único que quiero es unos pocos minutos. Sólo una información.

— ¿Sobre qué?

— Pues bien -dijo Chee-, si supiéramos por qué Bistie quería matar a Endocheeney, y es él quien dice que quería matarlo -se apresuró a aclarar-, tal vez sepamos más acerca de por qué algún otro mató a Endocheeney. Lo apuñaló. Más tarde.

— Una entrevista -dijo Camisa de Seda-. Tal vez quiera hablar con usted… Y tal vez no -agregó después de una pausa.

— Pienso que podríamos traerlo aquí otra vez -dijo Chee-. En calidad de testigo. O algo así.

— Pienso que sí -dijo ella-. Pero entonces será más legal. Estará representado por alguien que comprenda que un navajo también tiene derechos constitucionales.

Roosevelt Bistie apareció por la puerta, llevado por un carcelero entrado en años. El carcelero le palmeaba la espalda.

— Venga a vemos -dijo, y volvió a desaparecer por la misma puerta.

— Señor Bistie -dijo Camisa de Seda-. Soy Janet Pete. Nos han dicho que necesita usted asesoramiento jurídico y el DNA me ha enviado para que lo represente. Para que sea su abogada.

Bistie asintió con un movimiento de cabeza.

— Ya-tah-hey -dijo. Miró a Chee. Saludó. Sonrió-. No necesito abogado -dijo-. Me dijeron que fue otro quien mató al hijo de puta. Erré el tiro.

Bistie dijo esto entre risitas ahogadas, pero para Chee todavía parecía enfermo.

— Usted necesita un abogado que le explique que debe tener cuidado con lo que dice -dijo Janet Pete, mirando a Chee, a lo que agregó, mirando esta vez a Langer-, y nosotros necesitamos un lugar donde mi cliente y yo podamos hablar. En privado.

— Naturalmente -dijo Langer mientras entregaba la bolsa a Bistie-. Al final de la sala. La primera puerta a la izquierda.

— Señorita Pete -dijo Chee-. Cuando hable con su cliente, ¿querría preguntarle si puedo hablar uno o dos minutos con él? De lo contrario…

— De lo contrario, ¿qué?

— De lo contrario tendré que hacerme todo el camino hasta las Lukachukais, hasta donde vive, para hablar con él -dijo Chee en tono humilde-. Y sólo para hacer tres o cuatro preguntas que me olvidé de hacerle antes.

— Ya lo veré -dijo Janet Pete, y desapareció hacia el fondo de la sala, detrás de Bistie.

Chee miró afuera por la ventana. El césped necesitaba agua. ¿Qué les pasaba a los hombres blancos que les daba por plantar césped en lugares donde es casi imposible que crezca si no se lo está cuidando todo el tiempo? Chee había pensado mucho en esto, y había hablado del tema a Mary London. Le había dicho a Mary que para él eso representaba una necesidad subconsciente de recordar que pueden desafiar la naturaleza. Mary dijo que no, que era la necesidad de belleza recordada. Chee miró el césped y luego el campo desierto que se veía al otro lado del San Juan. Él prefería el desierto. Ese día, incluso la franja de plantas rodadoras a lo largo del sendero parecía marchita. Por todas partes el calor seco y el cielo prácticamente sin nubes.

— Yo no dije que me habías pedido que hiciera tiempo -dijo Langer, excusándose-. Ella se lo imaginó sola.

— De acuerdo -dijo Chee-. De todos modos, no creo que le gusten los policías.

De pronto, le asaltó un pensamiento y preguntó:

— ¿Recuerdas qué había en la bolsa de Bistie?

Langer miró sorprendido ante la pregunta. Se encogió de hombros.

— Lo normal. Billetera. Llaves de su camioneta. Cortaplumas. Una de esas pequeñas bolsas de piel de ciervo que lleváis algunos de vosotros. Pañuelo. Nada raro.

— ¿Miraste en la billetera?

— Tenemos que tomar nota del dinero -dijo Langer, quien buscó entre los papeles sujetos a una tablilla-. Tenía un billete de cien y tres de uno, y setenta y tres centavos en monedas. Permiso de conducir. Etcétera.

— ¿No recuerdas nada más?

— Yo no registré su ingreso -dijo Langer-. Fue Al. Durante el primer turno de la noche. Aquí dice: "Nada más de valor".

Chee movió afirmativamente la cabeza.

— ¿Qué buscas?

— Sólo quiero ver si puedo pescar algo -dijo Chee.

— A propósito de eso -dijo Langer-, ¿puedes conseguir un permiso para pescar en Wheatfields Lake? Gratis, se entiende.

— Bueno -dijo Chee-, supongo que sabes…

Janet Pete hizo su aparición en la puerta de la sala.

— Dice que hablará con usted.

— Se lo agradezco -dijo Chee.

En la sala había una escueta mesa de madera y dos sillas. Roosevelt Bistie estaba sentado en una de ellas, con los ojos entrecerrados y el rostro abatido. Pero devolvió el saludo a Chee. Éste apoyó la mano en el respaldo de otra silla y echó una mirada a Janet Pete, quien, reclinada contra la pared, detrás de Bistie, vigilaba a Chee. La bolsa de papel se hallaba bajo la silla de Bistie.

— ¿Podríamos hablar en privado? -preguntó Chee a la abogada.

— Soy la asesora jurídica del señor Bistie -respondió Janet-. Me quedaré.

Chee se sentó, sintiéndose derrotado. Nunca había sido fácil que Bistie quisiera hablar. Después de todo, nunca lo había hecho hasta entonces. Y menos probable aún era que quisiera hablar del tema que Chee tenía pensado plantearle: la brujería. Había para ello una razón muy sencilla. Los brujos detestaban que se les hablara de eso, e incluso que su diabólica actividad se sometiera a discusión. En consecuencia, el navajo prudente sólo hablaba de brujería, si es que lo hacía, con personas conocidas y de confianza. No con un extraño. Y, sin ninguna duda, no con dos extraños. A pesar de todo, no se perdía nada con probarlo.

— He oído decir algo que pienso que a usted le gustaría saber -dijo Chee-. Se lo contaré. Y luego le haré una pregunta. Espero que me dé una respuesta. Pero si no quiere, no lo haga.

Bistie miró con interés. Lo mismo hizo Janet Pete.

— Primero -dijo Chee lentamente, atento a la expresión de Bistie- le diré qué es lo que ha oído decir la gente de la tienda de Badwater. Que en el cuerpo de aquel hombre al que usted disparó se ha encontrado un trocito de hueso.

Hubo una pausa de uno o dos segundos. Luego Bistie esbozó una ligerísima sonrisa. Asintió a Chee con la cabeza.

Chee miró a Janet Pete. Ella parecía confusa.

— Queda claro que yo no sé si es verdad -agregó Chee-. Iré al hospital donde se llevó el cadáver y trataré de averiguar si eso es cierto. ¿Quiere que le cuente lo que averigüe?

La sonrisa desapareció. Bistie estudiaba el rostro de Chee. Pero volvió a asentir.

— Ahora tengo una pregunta que quisiera que me respondiera. ¿Tiene usted un trocito de hueso?

Bistie miró fijamente a Chee, el rostro sin expresión.

— No responda a eso -dijo Janet Pete-. No hasta que yo logre saber qué es lo que se cocina aquí.

La mujer miró luego ceñuda a Chee:

— ¿A qué viene todo esto? Parece un intento de lograr que el señor Bistie se autoinculpe. ¿Adonde quiere usted llegar?

— Sabemos que el señor Bistie no mató a Endocheeney -dijo Chee-. Fue otro quien lo mató. No sabemos quién. No es probable que descubramos quién mientras no sepamos por qué. El señor Bistie parece haber tenido una buena razón para matar a Endocheeney, puesto que trató de hacerlo. Quizá fuera la misma razón que tuvo el asesino. Quizá fuera porque Endocheeney era un skinwalker. Quizá embrujara al señor Bistie. Le pusiera el hueso embrujado. Quizá Endocheeney embrujara a alguien más. Si lo que he oído en Badwater Wash no es mera chafardería, tal vez el señor Endocheeney tenía un hueso en el cuerpo porque esta otra persona, la que apuñaló a Endocheeney, se la colocó cuando le clavó el cuchillo, para devolver la brujería.

Chee hablaba directamente a Janet Pete, pero vigilaba a Bistie con el rabillo del ojo. Si alguna emoción se traslucía en el rostro de Bistie, era la satisfacción.

— A mí me parece que no tiene sentido -dijo Janet Pete.

— Entonces, ¿le recomendaría a su cliente que contestara mi pregunta? ¿Creía él que el señor Endocheeney era un brujo?

— Le hablaré de eso -dijo Janet Pete-. No hay cargos contra él. Ninguno. No se le acusa de nada. Usted lo tiene detenido únicamente para satisfacer su curiosidad.

— Acerca de un asesinato. Y quizá haya ahora mismo un cargo archivado. El de un intento de homicidio.

— ¿Sobre qué base? -preguntó Janet Pete-. Lo que le dijo a usted y a Kennedy antes de consultar con su abogado. Es todo lo que sabe.

— Eso, y alguna otra cosa -dijo Chee-. Testigos que lo vieron en el lugar donde ocurrió tal cosa. Su número de matrícula. El casquillo servido de su rifle.

Lo cual, hasta donde Chee sabía, no había sido hallado ni buscado. ¿Para qué buscar un casquillo de disparo que no dio en el blanco cuando tenían un cuchillo de carnicero, que no falló? Pero Janet Pete no sabía que no lo habían encontrado.

— No me parece que eso sea fundamento para una acusación -dijo la abogada.

Chee se encogió de hombros.

— No es de mi incumbencia -dijo-. Pienso que Kennedy…

— Me parece que llamaré a Kennedy -dijo Janet Pete-. Porque a usted no le creo. -Se encaminó hacia la puerta, se detuvo con la mano en el pomo y sonrió a Chee-. ¿Viene?

— Esperaré -dijo Chee.

— Entonces viene mi cliente -dijo ella y se acercó a Bistie, quien se incorporó apoyando una mano sobre la mesa.

Chee aguardó. Luego fue a la puerta y miró hacia el fondo de la sala. Janet Pete llamaba por teléfono desde la cabina de pago. Chee cerró nuevamente la puerta, cogió la bolsa de Bistie y hurgó rápidamente en su interior. Nada interesante. Sacó la billetera de Bistie.

En la billetera, en el rincón del bolsillo para las monedas, que contenía una de diez centavos y tres de uno, Chee encontró un abalorio. Lo levantó entre el pulgar y el índice y lo examinó. Luego volvió a ponerlo donde lo había encontrado, devolvió la cartera a la bolsa y la bolsa a su lugar, debajo de la silla de Bistie. El abalorio parecía ser de hueso. En realidad, parecía exactamente igual al que había encontrado en el suelo de su caravana. ? Capítulo 10

La turbulencia provocada por la masa de cúmulos barría el valle hacia ellos. Levantaba una opaca pared blanco grisácea de polvo que oscurecía la lejana silueta de Black Mesa y producía remolinos de polvo en las planicies de caliche, al sur de ellos. El agente Al Gorman y Joe Leaphorn estaban de pie junto al coche patrulla de Gorman, en la huella que conducía a través de las planicies de artemisa, debajo de Sege Butte y hacia Chilchinbito Canyon.

— Precisamente aquí -dijo Gorman-. Fue aquí donde aparcó su coche, o camioneta, o lo que fuera.

Leaphorn asintió con la cabeza. Gorman sudaba. El sudor le corría por el cuello y bajo el cuello de la camisa. En parte se debía al calor, en parte a que Gorman debía perder unos cuantos kilos, y en parte a que Leaphorn -y éste lo sabía- lo ponía nervioso.

— Las huellas venían justo aquí -señaló Gorman-. Desde allá arriba, cerca del borde del Chilchinbito Canyon, donde mató a Sam, hacia abajo por aquel talud, donde están los afloramientos de pizarra, y luego a través de las artemisas, hacia allá arriba.

Leaphorn gruñó. Observaba la tormenta de polvo que bajaba por el valle con su acompañamiento de remolinos. Uno de ellos había pasado sobre un depósito de yeso, y el viento había levantado el mineral más pesado. Del gris amarillento de la tierra polvorienta, el cono cambió su color por el de un blanco casi puro. Era una de esas cosas que Emma hubiera advertido, que hubiera encontrado bella y que hubiera relacionado de una u otra manera con la mitología de El Pueblo. Emma hubiera dicho algo acerca de los juegos de los Duros Muchachos Azules. Eran las personalidades yei, las que, era creencia, agitaban los remolinos. Esa noche se lo describiría. Deseó que estuviera despierta y consciente, y no en aquel vago mundo al que ya tan a menudo se retiraba.

Junto a él, Gorman describía las huellas que él había seguido desde la escena del crimen hasta el coche, y las huellas que éste había dejado, así como su conclusión de que el asesino había huido a toda velocidad.

— Las ruedas pasaron sobre la hierba -decía Gorman-. La arrancaron. Arrojaron basura. Y luego, una vez allí abajo, dio marcha atrás y retrocedió hacia la carretera.

— ¿Dónde se produjo el asesinato?

— ¿Ve esta ramita de enebro? Mire a través del talud de pizarra, y luego a la derecha. El hombre…

Gorman se detuvo, echó una mirada a Leaphorn para detectar si el teniente le permitiría evitar "el uso del nombre" de un hombre muerto. Se hizo una idea y recomenzó la frase.

— Wilson Sam estaba allí, junto al enebro. Parecía ser un sitio donde era habitual que se detuviera cuando se hallaba fuera de casa, con el rebaño. Y el asesino lo sorprendió a unos veinticinco o treinta metros a la derecha de aquellos enebros.

— Al parecer, salió a dar una vuelta para volver otra vez aquí -dijo Leaphorn-. Describió un círculo y cayó en esa pizarra.

— Es lo que parece -dijo Gorman-, pero no es así. Es engañoso. No puede verlo desde aquí por la manera en que se pliega la tierra, pero si trata de ir directamente, verá que sobre esa elevación, donde está la pizarra, hay un arroyo. Corre a bastante profundidad. Para cruzarlo hay que desviarse hacia arriba, o hacia abajo, hasta encontrar un paso para el rebaño. De modo que el camino más corto…

Leaphorn lo interrumpió.

— ¿Hizo el mismo camino de ida y de vuelta?

Gorman parecía confundido.

Leaphorn dio nueva forma a la pregunta, en parte para esclarecer su propio pensamiento.

— Cuando pasó por aquí en el vehículo, diríamos que buscaba a Sam. Que lo acechaba. Ve a Sam, o quizá sólo el rebaño de ovejas que Sam estaba pastoreando, allá, a través de las planicies, junto a los enebros. Es lo más cerca que puede llegar con un vehículo. De modo que aparca. Se apea. Va en busca de Sam. Dice usted que la manera más rápida para llegar allí es torcer a la derecha, luego hacia arriba por ese talud de pizarra, cruzar la colina, cruzar el arroyo por un paso de ovejas y finalmente volver a torcer a la izquierda. Es un camino largo, pero el más rápido. Y ése es el camino por donde volvió. Pero, ¿al ir también lo hizo por allí?

— ¡Seguro! -dijo Gorman-. Supongo. No presté atención a eso. No era lo que buscaba. Me limité a seguir las huellas para descubrir por dónde anduvo.

— Veamos si podemos descubrirlo -dijo Leaphorn.

No sería fácil, pero, por primera vez aquella mañana, desde que se había despertado, con los homicidos en la mente, sintió un estremecimiento de esperanza. Eso podía ser una manera de enterarse de si la persona que había matado a Sam era o no extraña al territorio de este último. Por poco que fuera, bastaría para satisfacer la cuota de Leaphorn para ese día tan poco prometedor.

Leaphorn se había fijado esa cuota en el momento de tomar el desayuno: antes de que acabara el día, agregaría un solo hecho importante a lo que ya sabía acerca de sus homicidios no resueltos. Había comido un bol de gachas de cereal, un trozo de pan frito de Emma y un poco de salami de la nevera. Emma, que durante los casi treinta años de matrimonio se había levantado al amanecer, todavía estaba dormida. Él se había vestido silenciosamente, con cuidado para no molestarla.

Emma había adelgazado, pensó. No comía. Antes de que Agnes fuera a ayudar, simplemente se olvidaba de comer cuando él no estaba en casa. Le hacía un almuerzo antes de marcharse al despacho y lo encontraba intacto cuando regresaba al final del día. Ahora, a veces se olvidaba de comer incluso cuando tenía la comida en el plato, ante ella. "Emma -le decía él- come." Y Emma lo miraba con aquella sonrisa confusa, desorientada, y decía: "Está bueno, pero me olvidé". Él la había observado mientras se abotonaba la camisa, y había visto un desacostumbrado vacío debajo de las mejillas, bajo los ojos. Cuando él estaba lejos de ella, el rostro de Emma tenía siempre la misma suave redondez que le había visto el día en que la conoció, caminando con otras dos chicas navajas por el campus del Estado de Arizona.

Estado de Arizona. Su madre había enterrado su cordón umbilical en las raíces de un pino junto a su cabaña, ritual navajo tradicional para unir un niño a su familia y a su pueblo. Pero para Leaphorn, el vínculo era Emma. Una simple ley física. Emma no podía ser feliz lejos de las Montañas Sagradas. Él no podía ser feliz lejos de Emma. Él la había observado en silencio y con el ceño fruncido, y había visto la chatura de sus mejillas, las líneas bajo los ojos y en las comisuras de los labios. "Me siento bien -diría Emma-. Nunca me he sentido mejor. No deberías tener nada que hacer en la policía para quedarte cuidándome todo el tiempo." Pero ya admitía los dolores de cabeza. Y no tenía manera de ocultar los olvidos, ni aquellos raros momentos de vacío en que parecía despertar, confusa, de algún mal sueño. La cita era dos días después. A las dos de la tarde. Saldrían pronto de viaje a Gallup, y la controlarían en el hospital del Servicio de Salud Indio. Entonces verían de qué se trataba. No había motivo para permitir a su mente volver una y otra vez sobre lo que había oído y leído acerca de los horrores de la enfermedad de Alzheimer. Tal vez no fuera eso. Pero sabía que sí lo era. Había llamado al número libre de cargo de la Asociación de la Enfermedad de Alzheimer y Perturbaciones Afines y le habían enviado información.

… inicialmente, un paciente de la EA presenta los siguientes síntomas: