Capítulo 4

¡Rescatados!

La magia de Fizban

Todos sufrían intensamente el cautiverio, pero el que más lo acusaba era Tasslehoff. La forma de tortura más cruel que uno pueda infligir a un kender es encerrarle. Aunque también es verdad que el suplicio más cruel que uno pueda infligir a un ser de cualquier otra especie es encerrarle con un kender. Después de tres días de parloteo incesante, de travesuras y bromas, los compañeros casi hubieran preferido una hora de tortura a cambio de liberarse del incansable Tasslehoff —al menos eso es lo que Flint decía.

Al final, después de que, incluso, Goldmoon perdiera los estribos, Tanis envió a Tasslehoff al fondo de la carreta. Con las piernas colgando fuera y creyendo que iba a morir de desdicha, el kender apoyó su cara contra los barrotes. Nunca en toda su vida, se había sentido tan desgraciado.

Las cosas habían mejorado al llegar Fizban, pero Tasslehoff pronto perdió el interés en él cuando Tanis le obligó a devolverle al viejo mago sus bolsas y objetos personales. Al borde de la desesperación, Tas se había dedicado a una nueva diversión; Sestun, el enano gully.

Los compañeros miraban a Sestun con una mezcla de diversión y compasión. El enano gully era el blanco de las bromas y los malos tratos de Toede. Se pasaba todo el tiempo cumpliendo las misiones que éste le encomendaba, llevando sus mensajes desde el frente de la caravana hasta la retaguardia donde se hallaba el capitán de los goblins, llevándole comida desde el carromato de abastecimiento, alimentando y dando de beber a su pony y cumpliendo con todas las tareas sucias que a Fewmaster se le ocurriesen. Toede le golpeaba, al menos, unas tres veces al día; los draconianos lo atormentaban, los goblins le quitaban la comida. Incluso los alces le pateaban cuando pasaba trotando junto a ellos. El enano gully lo soportaba todo con expresión huraña y retadora, con lo cual se ganó la simpatía de los compañeros.

Cuando no estaba ocupado haciendo algo, Sestun rondaba cerca de la carreta de los compañeros. Tanis, que ansiaba enterarse de lo que ocurría en Pax Tharkas, le hizo preguntas sobre su tierra de origen y sobre cómo había llegado a trabajar para Fewmaster. A Sestun le llevó casi un día relatar la historia, y a los compañeros otro el recomponerla, ya que el gully había comenzado por la mitad, enlazándola, de pronto, con el principio.

Lo que consiguieron reconstruir no les ayudó mucho. Sestun vivía con un numeroso grupo de enanos gully en las colinas próximas a Pax Tharkas, cuando Lord Verminaard y sus draconianos se apropiaron de las minas de hierro para poder construir armas de acero para sus ejércitos.

—Gran fuego, de día, de noche. Mal olor —Sestun torció la nariz—. Picar roca, de día, de noche. Yo conseguir buen trabajo en cocina —su rostro se iluminó por un instante—, hacer sopa caliente —pero luego se ensombreció—. Derramar sopa. Sopa caliente calentar armadura muy rápido. Lord Verminaard dormir sobre espalda una semana — suspiró—. Yo con Fewmaster. Yo voluntario.

—Tal vez podríamos cerrar las minas —sugirió Caramon.

—Es una idea —rumió Tanis —. ¿Cuántos draconianos tiene Lord Verminaard vigilando las minas?

—¡Dos! —dijo Sestun alzando diez sucios dedos.

Tanis lanzó un suspiro, recordando que ya había oído eso anteriormente.

Sestun le miró esperanzado.

—Sólo haber dos dragones, dos.

—¡Dos dragones! —exclamó Tanis incrédulo.

—No más de dos.

Caramon gruñó y después guardó silencio. Desde que habían regresado de Xak Tsaroth, el guerrero había estado pensando seriamente en cómo vencer a los dragones. El y Sturm habían repasado todas las historias sobre Huma, quien, por lo que Sturm recordaba, era el único que los había combatido. Desgraciadamente, hasta entonces nadie se había tomado muy en serio las leyendas sobre Huma, excepto los Caballeros de Solamnia, que habían sido ridiculizados por ello. Por tanto, muchas de esas leyendas habían sido olvidadas o tergiversadas.

—Huma fue un intrépido caballero que invocó a los dioses y forjó la poderosa Lanza Dragonlance —murmuraba Caramon mientras miraba a Sturm, que yacía dormido sobre el suelo cubierto de paja.

—¿La Lanza Dragonlance? —musitó Fizban despertando con un resoplido—. ¿La Lanza Dragonlance? ¿Quién ha dicho algo sobre la Lanza Dragonlance?

—Mi hermano —susurró Raistlin sonriendo con amargura—. Ha citado el Cántico. Por lo que parece, él y el caballero le han tomado afición a los cuentos infantiles que últimamente les persiguen.

—Es un buen cuento el de Huma y la Lanza Dragonlance —dijo el anciano mesándose la barba.

—Un cuento... eso es lo que es. —Caramon bostezó—. Quién sabe si hay algo de realidad en él, y si la Lanza Dragonlance, e, incluso, Huma hayan existido alguna vez.

—Sabemos que los dragones son reales —murmuró Raistlin.

—Huma existió —afirmó Fizban en voz baja—. Y también la Lanza Dragonlance. —El rostro del anciano se ensombreció de pronto.

—¿De verdad? —Caramon se incorporó—. ¿Podrías describirla?

—Por supuesto —replicó Fizban con orgullo.

Todos se dispusieron a escucharle. La verdad es que Fizban se sintió un poco desconcertado ante el improvisado público.

—Era un arma similar a... no, no lo era. La verdad es que era... no, tampoco era así. Se parecía más a... casi como... o mejor, era como una especie de... lanza, ¡esto es! ¡Una lanza! —Asintió enérgicamente con la cabeza—. Y funcionaba bastante bien para luchar contra los dragones.

—Será mejor que eche un sueñecillo —gruñó Caramon.

Tanis sonrió y movió la cabeza. Recostándose contra los barrotes, cerró los ojos fatigado. Al poco rato, todos se habían dormido menos Raistlin y Tasslehoff. El kender, completamente despierto y aburrido, miró al mago esperanzado. Algunas veces, cuando Raistlin estaba de buen humor, relataba historias sobre viejos hechiceros. Pero el mago, envuelto en sus ropajes colorados, observaba a Fizban con curiosidad. El anciano estaba sentado sobre un banco, roncando suavemente mientras su cabeza se sacudía a medida que la carreta avanzaba a trompicones por el camino. Los dorados ojos de Raistlin se estrecharon, convirtiéndose en dos relucientes rendijas, como si el mago volviese a tener un nuevo pensamiento inquietante. Un momento después, se cubrió con la capucha y su rostro se perdió en el interior de la misma.

Tasslehoff suspiró, mirando a su alrededor. Al ver que Sestun caminaba cerca de la jaula, su rostro se iluminó. Sabía que a él le agradaban sus historias.

Tasslehoff, llamándolo para que se acercara, comenzó a contarle uno de sus relatos favoritos. Mientras tanto, Solinari y Lunitari iban descendiendo, los prisioneros dormían y los goblins seguían avanzando, medio dormidos, con ganas de acampar pronto. Fewmaster Toede marchaba en primer lugar, soñando con su ascenso. Tras él, los draconianos charlaban entre ellos en su duro idioma, lanzando funestas miradas a Toede cuando éste no les veía.

Tasslehoff se sentó, de nuevo, con las piernas colgando fuera de la carreta, hablando con Sestun. El kender se dio cuenta de que Gilthanas sólo fingía dormir. El elfo, cuando creía que los demás no le veían, abría los ojos y miraba a su alrededor, lo cual intrigaba sumamente a Tasslehoff, pues parecía como si Gilthanas esperase algún acontecimiento, El kender perdió el hilo de su historia.

—...y entonces.., eh... agarré una piedra de una de mis bolsas, la lancé y... izas! golpeé al hechicero en la cabeza —se apresuró a concluir Tas—. El demonio agarró al hechicero por los pies y le arrastró hasta el fondo de los Abismos.

—Pero primero demonio agradecer —dijo Sestun, quien había escuchado ya la misma historia dos veces, con alguna variación—. Tú olvidar.

—¿Me olvidé? ¡Ah, sí! El demonio me lo agradeció y se llevó el anillo mágico que me había dado. Si no estuviese tan oscuro podrías ver la marca que el anillo dejó en mi dedo.

—Pronto amanecer. Pronto día. Entonces yo ver —dijo el enano mostrando interés.

Aún estaba oscuro, pero una débil luz en el este indicaba que pronto el sol comenzaría a ascender, iniciándose el cuarto día de viaje.

De pronto Tas oyó el canto de un pájaro en el bosque. Varios más lo contestaron. Qué canto tan extraño, pensó Tasslehoff. No lo había escuchado nunca, claro que era la primera vez que viajaba tan al sur. Sabía dónde se encontraban gracias a uno de sus numerosos mapas. Habían cruzado el único puente existente sobre el río de la Rabia Blanca y se dirigían al sur, hacia Pax Tharkas, situada en el mapa del kender al lado de las famosas minas de hierro de Thadarkan. El paisaje ya no era tan llano y en el oeste comenzaban a divisarse bosques de álamos. Los draconianos y los goblins, sin dejar de observar los bosques, aceleraron el paso. Escondido en aquellos bosques estaba Qualinesti, el antiguo hogar de los elfos.

Otro pájaro cantó, esta vez mucho más cerca, y un instante después, a Tasslehoff se le erizó el cabello al oír el mismo sonido a sus espaldas. Se giró y vio a Gilthanas en pie, produciendo aquel extraño silbido con los dedos en los labios.

—¡Tanis! —chilló Tas, pero el semielfo ya se había despertado, así como el resto de los compañeros.

Fizban se incorporó, bostezó y miró a su alrededor.

—¡Ah! Bien, los elfos ya están aquí.

—¿Qué elfos... dónde? —Tanis se sentó.

De pronto se oyó un zumbido, como una bandada de codornices levantando el vuelo. En la carreta de abastecimiento, frente a ellos, se percibió un grito, y cuando el carromato, que en aquel momento no tenía conductor, se metió en un surco y volcó, se notó claramente como algo se hacía astillas. El conductor que guiaba la jaula de los compañeros tiró fuertemente de las riendas, deteniendo el carromato antes de chocar contra el destrozado vagón de abastecimiento. La jaula se balanceó de un lado a otro, y los prisioneros cayeron al suelo. El conductor guió el carromato alrededor del vagón volcado y consiguió así continuar avanzando.

De pronto el conductor gritó y se llevó la mano al cuello. Los compañeros, a pesar de la débil luz matutina, pudieron ver la silueta del astil plumoso de una flecha. El cuerpo del conductor cayó del asiento. El otro guardia se puso en pie con la espada desenvainada, pero también él cayó hacia delante con una flecha incrustada en el pecho. El alce, notando que las riendas se aflojaban, disminuyó el paso hasta que la jaula se detuvo. Siguieron silbando flechas y se oyeron gritos y sollozos en toda la caravana.

Los compañeros se tendieron en el suelo de la jaula.

—¿Qué sucede? ¿Qué significa todo esto? —le preguntó Tanis a Gilthanas.

Pero el elfo, haciendo caso omiso y agarrado a los barrotes de la jaula, observaba el bosque.

—¡Porthios! —gritó.

—Tanis, ¿qué está sucediendo? —Sturm se incorporó, hablando por primera vez en cuatro días.

—Porthios es el hermano de Gilthanas. Debe tratarse de un rescate —dijo Tanis. Junto al caballero pasó silbando una flecha, que se clavó en una de las vigas de madera de la carreta.

—¡Menudo rescate va a ser si nos matan a todos! —Sturm se tiró al suelo—. ¡Creía que los elfos tenían buena puntería!

—Manteneos agachados —ordenó Gilthanas—. Sólo están disparando para cubrir nuestra fuga. Mi gente no es capaz de atacar directamente a un ejército tan numeroso. Debemos estar preparados para correr hacia el bosque.

—¿Y cómo saldremos de estas jaulas? —preguntó Sturm.

—¡Los elfos no podemos hacerlo todo! Aquí hay hechiceros...

—Yo no puedo hacer nada sin mis elementos de hechicería —siseó Raistlin, escondido tras un banco—. Agáchate, anciano —le dijo a Fizban quien, con la cabeza levantada, observaba con interés a su alrededor.

—Quizás yo pueda hacer algo —dijo el viejo mago con ojos brillantes—. A ver ... dejadme pensar...

—¡En nombre del Abismo! ¿Qué está sucediendo? —rugió una voz surgida de la penumbra —Fewmaster Toede apareció galopando sobre su pony—. ¿Por qué nos hemos detenido?

—¡Atacar a nosotros! —gritó Sestun saliendo de debajo de la jaula donde se había refugiado.

—¿Atacar? ¡Blyxtshok! ¡Haz que la carreta siga avanzando!

Una flecha se clavó en la silla de Fewmaster. Los rojizos ojos de Toede se abrieron de par en par, mirando con pavor hacia el bosque.

—¡Nos están atacando! ¡Elfos! ¡Intentan liberar a los prisioneros!

—¡Conductor y guardia muertos! —gritó Sestun pegándose a la jaula para esquivar una flecha que pasó silbando junto a él—. ¿Qué hacer yo?

Otra flecha pasó junto a la cabeza de Toede. Agachándose, tuvo que agarrarse al cuello de su pony para no caerse.

—Iré a buscar otro conductor —dijo secamente—. Tú espera aquí. ¡Te nombro responsable de los prisioneros, si escapan pagarás con tu vida!

Fewmaster golpeó al poner con las espuelas y el asustado animal se lanzó a la carrera.

—¡A mí la guardia! ¡Goblins! ¡A mí! —gritaba Fewmaster mientras galopaba hacia la retaguardia. Sus gritos resonaban por toda la caravana—. ¡Cientos de elfos! Estamos rodeados. ¡Hacia el norte! Debo informar a Lord Verminaard. —Al ver a uno de los capitanes draconianos, Toede tiró de las riendas y le ordenó:

—¡Vosotros, ocupaos de los prisioneros! —Azuzó otra vez a su caballo y, sin dejar de gritar y acompañado de unos cien goblins fieles a su valiente jefe, se retiró de la batalla. A los pocos segundos se hallaban lejos de allí.

—Ya nos hemos librado de los goblins —dijo Sturm esbozando una sonrisa—. Ahora sólo debemos preocupamos de una cincuentena de draconianos. Por cierto, ¿es verdad que hay cientos de elfos atacando?

Gilthanas sacudió la cabeza.

—Deben ser unos veinte.

Tika, tendida sobre el suelo, levantó la cabeza con cautela y miró hacia el sur. En la pálida luz de la mañana podía ver, más o menos a una milla de distancia, las gruesas siluetas de los draconianos poniéndose a cubierto a ambos lados del camino, mientras los arqueros elfos avanzaban disparándoles. La muchacha tocó el brazo de Tanis y señaló.

—Tenemos que escapar de esta jaula —dijo Tanis mirando hacia atrás—. Ahora que Fewmaster ha huido, los draconianos no se molestarán en llevarnos a Pax Tharkas. Simplemente nos matarán. Caramon...

—Lo intentaré —murmuró el guerrero. Poniéndose en pie, agarró los barrotes de la jaula con sus inmensas manos. Cerró los ojos y, respirando profundamente, intentó separar las barras. Su rostro enrojeció, los músculos de sus brazos se hincharon, los nudillos de sus manos se tomaron blancos. Fue inútil. Jadeando y sin respiración, Caramon se dejó caer al suelo.

—¡Sestun! —gritó Tasslehoff—. ¡Tu hacha! ¡Intenta romper la cerradura!

Sorprendido, al enano gully los ojos se le abrieron de par en par. Contempló a los compañeros y luego miró hacia donde había huido Fewmaster. En su rostro se reflejaba la angustia de la duda.

—Sestun... —comenzó a decir Tasslehoff. Una flecha pasó junto al kender. Los draconianos avanzaban, disparando contra las jaulas. Tas se tendió en el suelo—. Sestun —comenzó a decir de nuevo—, ¡ayúdanos a salir y podrás venir con nosotros!

La expresión de Sestun se volvió firme y decidida. Alargó el brazo para alcanzar el hacha que llevaba atada a la espalda. Los compañeros le observaban, dándose cuenta de que estaba al límite de su paciencia, pues Sestun intentaba localizar el hacha en la parte alta de su espalda, cuando en realidad la llevaba justo en medio de la misma. Al final una de sus manos encontró la empuñadura y tiró de ella.

Al verla, Flint soltó un gruñido.

—¡Esta hacha es más vieja que yo! ¡Al menos debe ser anterior al Cataclismo! ¡Seguramente no serviría ni para cercenarle la cabeza a un kender, olvidaos de la cerradura!

—¡Silencio! —ordenó Tanis, perdiendo las esperanzas al ver el tamaño del arma del enano gully. Ni siquiera era un hacha de guerra; era sólo un hacha pequeña, mellada y oxidada, que el enano gully debía haber recogido de quién sabe dónde creyendo que era un arma. Sestun colocó el hacha entre sus rodillas y se frotó las manos.

Las flechas seguían silbando a su alrededor. Una se clavó en el escudo de Caramon, otra arañó el brazo de Tika, clavando su blusa a una de las vigas del carromato. Tika nunca había estado tan aterrorizada en toda su vida, ni siquiera la noche que los dragones asolaron Solace. Quería gritar, quería que Caramon la abrazara. Pero Caramon no osaba moverse. Tika entrevió a Goldmoon protegiendo al herido Theros con su cuerpo; su rostro estaba pálido pero con expresión serena. La pelirroja muchacha apretó los labios y suspiró profundamente. Con el semblante serio, extrajo la flecha de la madera y la tiró al suelo, haciendo un esfuerzo para soportar aquel punzante dolor en el brazo. Mirando hacia el sur, vio que los draconianos, después de la confusión causada por el repentino ataque y por la desaparición de Toede, se habían reorganizado y corrían hacia las jaulas. Sus flechas también volaban por todas partes. Las armaduras que protegían sus pechos relucían a la luz grisácea del amanecer, así como el brillante acero de sus largas espadas que sostenían en alto con sus garras mientras corrían.

—Los draconianos se acercan —informó Tika, haciendo un esfuerzo para que su voz no temblase.

—¡Apresúrate, Sestun! —chilló Tanis.

El enano gully agarró el hacha, la levantó y golpeó el cerrojo con todas sus fuerzas. Ni siquiera rozó la cerradura, pero le atizó tal golpe a las barras de hierro que el hacha casi se le escapa de las manos. Encogiéndose de hombros a modo de disculpa, la balanceó de nuevo. Esta vez le dio a la cerradura.

—¡Ni siquiera la ha abollado! —informó Sturm.

—Tanis —dijo Tika con voz trémula señalando. Había varios draconianos a unos diez pies de distancia, agachados para protegerse de los elfos arqueros; toda esperanza de rescate parecía vana.

Sestun volvió a golpear la cerradura.

—¡La ha desconchado! —exclamó Sturm exasperado A este paso, no saldremos hasta dentro de tres días. y además, ¿dónde están esos elfos? ¿Por qué no dejan de esconderse y atacan?

—¡Ya os he dicho que no son tantos como para atacar a un ejército tan numeroso! —le contestó enojado Gilthanas, arrodillándose junto al caballero—. ¡Vendrán por nosotros en cuanto les sea posible! Somos los primeros de la caravana. Mira, los demás están escapando.

El elfo señaló los otros dos vagones. Los elfos habían conseguido romper las cerraduras y los prisioneros corrían desordenadamente hacia los bosques mientras los elfos les cubrían, disparando una mortífera cortina de flechas desde los árboles. Una vez que los prisioneros estuvieron a salvo, los elfos se retiraron hacia el bosque.

Los draconianos no tenían ninguna intención de seguirles. Sus ojos se posaron sobre la última jaula de prisioneros que quedaba y sobre la carreta que contenía el botín. Desde el carromato podían oír los gritos de los capitanes draconianos. El mensaje era claro:

—Matad a los prisioneros. Repartid el botín.

Los compañeros comprendieron que los draconianos llegarían hasta ellos antes de que los elfos volvieran. Tanis maldijo de impotencia. Cualquier maniobra parecía inútil. Notó que alguien se movía a su lado. El viejo mago, Fizban, estaba poniéndose en pie.

—¡No, anciano! —Raistlin se agarró a la túnica de Fizban—. ¡Mantente a cubierto!

Una flecha zumbó en el aire y se incrustó en el magullado y doblado sombrero de Fizban. Este, murmurando para sí, pareció no darse cuenta. Las flechas de los draconianos volaban a su alrededor como avispas; aunque no parecían ser muy certeras, una de ellas se clavó en su bolsillo, precisamente en el que tenía su mano metida.

—¡Agáchate! —rugió Caramon—. ¡Eres un blanco perfecto!

Fizban se arrodilló por un momento, pero sólo para hablar con Raistlin.

—A ver, muchacho, ¿tienes un poco de guano de murciélago? A mí se me ha acabado.

—No, anciano. ¡Agáchate!

—¿No tienes? Que pena. Bueno, supongo que tendré que prescindir de ello.

—El viejo mago se puso en pie, plantándose firmemente sobre el suelo y arremangándose la túnica. Cerró los ojos, extendió sus brazos hacia la puerta de la jaula y comenzó a murmurar extrañas palabras.

—¿Qué encantamiento está formulando? —le preguntó Tanis a Raistlin—. ¿Lo conoces?

El joven mago escuchó atentamente y sus cejas se fruncieron. De pronto los ojos de Raistlin se abrieron de par en par.

—¡No! ¡Oh, no! —se estremeció, intentando tirar de la manga del mago para romper su concentración. Fizban dijo la última palabra y señaló con el dedo la cerradura que había en la puerta trasera de la jaula.

—¡A cubierto! —Raistlin se arrojó bajo el banco—. Sestun, viendo que el viejo mago señalaba hacia la puerta, y hacia él, que estaba tras ella, se tiró de cabeza al suelo. En ese instante llegaban tres draconianos goteando saliva, con las armas en la mano; se detuvieron, mirando hacia arriba alarmados.

—¿Qué sucede? —preguntó Tanis.

—¡Una bola de fuego! —Raistlin pegó un respingo en el preciso momento en que una gigantesca bola de fuego amarillo y naranja salía despedida de los dedos del viejo mago y golpeaba con estruendo la jaula. Tanis se protegió la cara con las manos cuando las llamas aumentaron y temblaron a su alrededor. Una ola de calor le llegó a los pulmones.

Oyó a los draconianos chillar de dolor y olió a carne de reptil quemada. Entonces el humo comenzó a penetrar en su garganta.

—¡El suelo está ardiendo —chilló Caramon.

Tanis abrió los ojos y se levantó. Estaba convencido de que encontraría al viejo mago convertido en un negro montón de cenizas, como los cuerpos de los draconianos que habían quedado tendidos tras el vagón. Pero Fizban seguía en pie, mirando hacia la puerta de hierro y mesándose su chamuscada barba con preocupación. La puerta permanecía cerrada.

—Debería haber funcionado —decía.

—¿Qué ha pasado con la cerradura? —gritó Tanis intentando ver algo a través del humo. Los barrotes de hierro de la puerta relucían incandescentes.

—Ni se ha movido —contestó Sturm. Intentó aproximarse a la puerta de la jaula para abrirla de una patada, pero el calor que irradiaban los barrotes lo hacía imposible—. Puede que la cerradura esté suficientemente caliente para romperse.

—¡Sestun! —la voz aguda de Tasslehoff se elevó sobre las llamas—. ¡Inténtalo de nuevo! ¡Apresúrate!

El enano gully se puso en pie y balanceó el hacha; en un primer intento erró el golpe, pero insistiendo de nuevo, por fin dio en el blanco. El metal recalentado estalló, la cerradura cedió y la puerta de la jaula se abrió.

—¡Tanis, ayúdanos! —gritó Goldmoon, mientras ella y Riverwind se esforzaban en sacar al herido Theros de la humeante carreta.

—¡Sturm, ocúpate de los demás! —ordenó Tanis entre toses. Se dirigió hacia el frente de la carreta mientras Sturm agarraba a Fizban, quien aún miraba la puerta con tristeza.

—¡Apresúrate, anciano! —le gritó mientras le sujetaba por el brazo. Caramon, Raistlin y Tika alcanzaron a Fizban cuando éste saltaba del carromato en llamas. Tanis y Riverwind agarraron a Theros por debajo de los hombros y lo arrastraron fuera de allí. Por último, Goldmoon y Sturm saltaron en el preciso momento en que el suelo de la carreta se destruía por completo.

—¡Caramon! ¡Recoge nuestras armas del carromato de abastecimiento! —gritó Tanis —. Sturm, ve con él. Flint y Tasslehoff, recoged nuestros fardos. Raistlin...

—Yo me ocuparé de mis cosas y de mi bastón, nadie puede tocarlos.

—De acuerdo —dijo Tanis pensando con rapidez—. Gilthanas...

—Yo no soy de los tuyos para que me des órdenes, Tanthalas —profirió el elfo fríamente, y echó a correr hacia el bosque sin volver la vista atrás.

Antes de que Tanis pudiese responderle, Sturm y Caramon regresaron. Los nudillos de Caramon estaban llenos de cortes y arañazos, y sangraban. Habían encontrado a dos draconianos saqueando el carromato de abastecimiento.

—¡Moveos de una vez! —exclamó Sturm—. ¡Se aproximan más draconianos! ¿Dónde está tu amigo elfo? —le preguntó a Tanis con suspicacia.

—Se ha internado en el bosque. No olvides que él y su gente nos han salvado.

—¿Tú crees? Me parece que entre los elfos y el anciano, hemos estado más cerca de la muerte que cuando nos atacó el dragón.

En ese momento, seis draconianos surgieron entre la humareda, deteniéndose al ver a los guerreros.

—¡Corred hacia los bosques! —chilló Tanis agachándose para ayudar a Riverwind a transportar a Theros. Llevaron al herrero a cubierto mientras Caramon y Sturm, de pie uno junto al otro, cubrían su retirada. Ambos se dieron cuenta enseguida de que las criaturas que ahora se les enfrentaban no eran iguales a las que habían combatido anteriormente. Su armadura y su color eran diferentes, y llevaban arcos y largas espadas, estas últimas empapadas con algún terrorífico icor. Ambos recordaron las historias sobre draconianos que se convertían en ácido o cuyos huesos explotaban.

Caramon arremetió hacia delante, bramando como un animal rabioso y blandiendo su espada. Dos draconianos cayeron sin siquiera darse cuenta de quien los atacaba. Sturm saludó a los otros cuatro con su espada y, de paso, cercenó la cabeza de uno de ellos. Saltó sobre los otros, pero éstos se pusieron fuera de su alcance, sonriendo socarronamente, como si estuviesen aguardando alguna sorpresa.

Sturm y Caramon se miraron inquietos, preguntándose qué ocurriría ahora. Un momento después lo supieron. Los cuerpos de los draconianos muertos comenzaron a derretirse. Su carne hervía y se deshacía como manteca en una sartén. Comenzó a formarse un vapor amarillento que se mezcló con el humo de la jaula incandescente. Cuando el vapor amarillo los alcanzó, ambos comenzaron a sentir náuseas. Quedaron aturdidos y comprendieron que estaban siendo envenenados.

—¡Vamos! ¡Moveos! —les gritó Tanis desde el bosque.

Los dos comenzaron a correr, tambaleándose, perseguidos por una lluvia de flechas mientras unos cuarenta o cincuenta draconianos rodeaban la jaula, ululando ferozmente. Comenzaron a seguirles, pero retrocedieron cuando una voz clara y fuerte gritó:

—¡Hai! ¡Ulsain!—y diez elfos, guiados por Gilthanas, salieron del bosque.

—¡Quen talas uvenelei!—siguió diciendo Gilthanas. Caramon y Sturm se cruzaron con ellos y los elfos cubrieron su retirada. Luego regresaron al bosque.

—¡Seguidme! —les dijo Gilthanas a los compañeros, hablando de nuevo en común. A una señal suya, cuatro guerreros elfos recogieron a Theros y se internaron en el bosque.

Tanis echó una última mirada al carromato. Los draconianos se habían detenido, mirando inquietos hacia los bosques.

—¡De prisa! —les urgió Gilthanas—. Mi gente os cubrirá.

Del bosque salían voces de elfo que provocaban a los draconianos que se acercaban, intentando atraerlos a su línea de tiro. Los compañeros se miraron unos a otros dudosos.

—No quiero entrar en el Bosque de los Elfos —dijo secamente Riverwind.

—No nos sucederá nada —le respondió Tanis posando una mano sobre el brazo del bárbaro—. Te lo prometo

Riverwind le contempló durante unos segundos y luego se internó en el bosque, caminando al lado de los demás. Los últimos en hacerlo fueron Caramon y Raistlin que ayudaban a Fizban a caminar. El anciano miró atrás, hacia la jaula que ahora no era más que una pila de cenizas y hierros retorcidos.

—Un maravilloso encantamiento. ¿Y acaso alguien ha abierto la boca para agradecérmelo? —preguntó pensativo.

 
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Los elfos les guiaron rápidamente a través de la espesura. Sin su orientación, el grupo se hubiese perdido irremisiblemente. Los sonidos de la batalla iban amainando en la distancia.

—Los draconianos no son tan estúpidos como para seguimos por el bosque —dijo Gilthanas sonriendo ceñudamente. Tanis, al comprobar que había guerreros elfos armados escondidos entre el follaje, perdió el temor a que les persiguieran.

Una espesa alfombra de hojas secas cubría el suelo. El frío viento matutino hacía crujir las ramas desnudas. Después de aquellos cuatro días metidos en la jaula, los compañeros se movían despacio, entumecidos, contentos por el ejercicio que calentaba su sangre. Cuando el sol iluminó el bosque con una luz pálida, Gilthanas les guió hacia un amplio claro.

Este lugar estaba lleno de prisioneros liberados. Tasslehoff examinó ansioso el grupo y luego sacudió la cabeza con tristeza.

—¿Qué le habrá ocurrido a Sestun? —le preguntó a Tanis

—Vi cómo escapaba. No te preocupes —el semielfo le dio unas palmadas en el hombro—. Estará bien. A los elfos no les gustan los enanos gully, pero no le harán daño.

Tasslehoff movió la cabeza. No eran los elfos los que le preocupaban. Al entrar en el claro del bosque los compañeros vieron a un elfo notablemente alto y corpulento que hablaba con un grupo de refugiados. Su voz era fría, sus ademanes duros y severos.

—Podéis iros, sois libres, si es que alguien puede serlo en estas tierras. Hemos oído rumores de que las tierras al sur de Pax Tharkas no están bajo el control del Señor del Dragón. Os sugiero, por tanto, que os dirijáis hacia el sudeste. Viajad tan rápido como podáis. Os daremos comida y provisiones para vuestro viaje, no podemos hacer nada más por vosotros.

Los refugiados de Solace, sorprendidos por su súbita libertad, miraron a su alrededor desolados, sintiéndose indefensos. Habían sido granjeros cuando vivían en las afueras de Solace, y se habían visto obligados a contemplar impotentes cómo los dragones quemaban sus hogares y robaban sus cosechas para alimentar al ejército del Señor del Dragón. La mayoría no había salido nunca de Solace más que para ir a Haven. Para ellos, los dragones y los elfos eran criaturas de leyenda, pero ahora se encontraban acosados por ellos de verdad. Los ojos azules de Goldmoon relampaguearon. Comprendía cómo se sentían.

—¿Cómo podéis ser tan crueles? —le gritó enojada al elfo corpulento—. Mira a esta gente. En su vida han salido de Solace y tú les dices tranquilamente que viajen por unas tierras plagadas de fuerzas enemigas...

—¿Y qué quieres que haga, humana? —la interrumpió el elfo—. ¿Que yo mismo les guíe hacia el sur? Ya tienen bastante con que les hayamos liberado. Mi gente tiene sus propios problemas, no puedo preocuparme también de los humanos —elevó su mirada hacia el grupo de refugiados—. Os aviso, estáis perdiendo tiempo. ¡Poneos en marcha!

Goldmoon se volvió hacia Tanis en busca de apoyo, pero él semielfo movió la cabeza con expresión sombría.

Uno de los hombres, lanzando una mirada de reproche a los elfos, comenzó a andar por el sendero que serpenteaba hacia el sur a través de la espesura. Los demás se ataron las armas a la espalda, las mujeres reunieron a sus hijos y todos comenzaron a caminar tras él. Goldmoon dio un paso adelante para enfrentarse con el elfo.

—¿Cómo puedes preocuparte tan poco por...?

—¿Por los humanos? —el elfo la observó con frialdad—. Fueron los humanos los que provocaron el Cataclismo. Ellos fueron los que invocaron a los dioses, pidiendo con orgullo el poder que le era otorgado a Huma en su humildad. Fueron los humanos los que motivaron que los dioses nos abandonaran...

—¡No nos han abandonado! —gritó Goldmoon—. ¡Los dioses están con nosotros!

Los ojos de Porthios relampaguearon de rabia. Iba a volverse para partir cuando Gilthanas se acercó a él y le habló en voz baja en el idioma de los elfos.

—¿Qué están diciendo? —preguntó Riverwind a Tanis con suspicacia.

—Gilthanas le está relatando cómo Goldmoon sanó a Theros.

Hacía muchos, muchos años que no había oído o hablado más que unas pocas palabras en el idioma de los elfos. Había olvidado lo bello que era, tan bello que se le conmovía el alma. Observó cómo los ojos de Porthios se abrían incrédulos.

Después Gilthanas señaló a Tanis. Los dos hermanos se volvieron a mirarle y sus rasgos de elfo se endurecieron. Riverwind le lanzó una mirada a Tanis y vio que el semielfo soportaba el escrutinio pálido, pero sereno.

—Estás en la tierra que te vio nacer —comentó Riverwind—. Pero no parece que seas bienvenido.

—Tienes razón —Tanis sabía que Riverwind no estaba entrometiéndose en sus asuntos personales sólo por curiosidad. En cierta forma ahora corrían más peligro que cuando habían sido apresados por Fewmaster Toede.

—Nos llevarán a Qualinost —dijo Tanis con lentitud; evidentemente aquella posibilidad le provocaba un profundo dolor—. Hace muchos años que no voy allí. Como Flint ya te contó, yo no fui expulsado, pero muy pocos lloraron mi partida. Como una vez me dijiste, Riverwind, para los humanos soy semielfo y para los elfos, semihumano.

—Entonces marchémonos, viajemos hacia el sur con el resto.

—Nunca conseguiríamos salir vivos de estos bosques —murmuró Flint.

Tanis asintió.

—Mira a tu alrededor, Riverwind.

El bárbaro miró a su alrededor y vio guerreros elfos moviéndose como sombras entre los árboles, con sus ropajes marrones confundiéndose en la espesura de lo que era su hogar. Cuando los dos elfos acabaron de hablar, Porthios volvió su mirada hacia Goldmoon.

—Mi hermano me ha relatado extraños sucesos que requieren ser investigados. Por tanto, os ofrezco algo que los elfos no han ofrecido a ningún humano durante años... nuestra hospitalidad. Seréis nuestros huéspedes de honor. Por favor, seguidme.

Porthios hizo una señal. Unas dos docenas de guerreros elfos surgieron del bosque, rodeando a los compañeros.

—Me parece que sería más correcto decir prisioneros de honor. Esto va a ser duro para ti, amigo mío —le dijo amablemente Flint a Tanis en voz baja.

—Lo sé, viejo amigo —Tanis descansó su mano sobre el hombro del enano—. Lo sé.