Capítulo 2

El forastero

¡Capturados!

Aquella noche había poca gente en la Posada. Ahora los clientes eran draconianos o goblins. Un grupo de estos últimos miraban con cautela a los draconianos y a tres hombres del norte rudamente vestidos. Estos mercenarios, reclutados por Lord Verminaard, luchaban por el puro placer de matar y saquear. Hederick, el Teócrata, no estaba en su lugar habitual. Lord Verminaard le había recompensado por sus servicios enviándole entre los primeros que fueron trasladados a las minas como esclavos.

Al anochecer, un forastero entró en la Posada y se sentó en una mesa situada en un oscuro rincón cerca de la puerta de la cocina. A Tika le fue imposible deducir algo de su apariencia, ya que llevaba una pesada capa con la capucha puesta. Parecía fatigado y se dejó caer en una silla como si sus piernas no le sostuviesen.

En aquellos desolados días, algunos supervivientes de las arrasadas ciudades del Norte llegaban a Solace. Los draconianos les permitían quedarse allí sin hacerles demasiadas preguntas, hasta que recibían la orden de organizar nuevos grupos de esclavos para deportarles a las minas.

—¿Qué tomaréis? —le preguntó Tika al forastero.

El hombre bajó la cabeza y con una mano delgada tiró de la capucha ocultando aún más su rostro.

—Nada, gracias —contestó en voz baja con un extraño acento.

—¿Está permitido sentarse aquí y descansar? Debo encontrarme con alguien.

—Claro que os podéis quedar. ¿No os apetecería una jarra de cerveza mientras esperáis? —Tika le sonrió. El hombre alzó la mirada y ella vio que unos ojos marrones y relucientes la observaban desde el fondo de la capucha.

—Muy bien. Tráeme cerveza.

Tika se dirigió hacia la barra. Mientras estaba sirviendo la cerveza oyó unos ruidos extraños en la cocina. Llevó rápidamente la bebida al extraño personaje encapuchado de ojos castaños y se encaminó hacia allá. En un ángulo de la estancia, procurando mantenerse en silencio, se hallaban siete personajes, que habían accedido por el hueco que había en la parte trasera de la cocina. Tika vio a cuatro hombres, una mujer, un enano y un kender. Los hombres llevaban las ropas y las botas manchadas de barro. Uno era excepcionalmente alto y otro tremendamente corpulento. La mujer iba ataviada con una capa de pieles y se sostenía en el brazo del hombre alto.

Parecían cansados y abatidos, y uno de ellos tosía con frecuencia y se apoyaba pesadamente sobre un raro bastón.

A Tika de poco se le cayó la bandeja que llevaba en las manos, ahogó un grito a punto de salir de su garganta, y procuró recuperar el control de sí misma. ¡No debo traicionarles! —pensó para sí.

Uno de los recién llegados estuvo a punto de hablar a Tika, pero ésta, mirándole fijamente, frunció el ceño y negó con la cabeza. Sus ojos se desviaron hacia los draconianos que se hallaban sentados en el centro de la sala contigua. Estaban bebiendo sin parar. Frente a cada uno de ellos había ya varias jarras vacías.

Tika dio gracias al cielo de que aquella noche Otik se hubiera retirado temprano a descansar.

—Itrum, ocúpate de las mesas —ordenó a su ayudante señalando a los goblins y a los draconianos—. Después de comprobar que éstos estaban entretenidos bebiendo y charlando, se dirigió rápidamente hacia la cocina. Tika rodeó con sus brazos al hombre corpulento, y le dio un beso que le hizo enrojecer.

—Oh, Caramon —le susurró—. ¡Sabía que regresarías a buscarme! ¡Llévame contigo! ¡Te lo ruego, por lo que más quieras!

—Bueno, bueno —dijo Caramon dándole con torpeza unos golpecillos en la espalda y mirando a Tanis suplicante.

El semielfo, observando a los draconianos por el quicio de la puerta que daba a la sala principal de la posada, intervino con rapidez.

—Tika, cálmate. Pueden oímos.

—Tienes razón.

Inmediatamente Tika se serenó, se alisó el delantal y ofreció a los recién llegados que se sentaran en una desvencijada mesa que había en la cocina. Presurosa, les sirvió una bandeja de patatas, cerveza y agua caliente para el hombre que tosía.

—Cuéntanos lo que ha ocurrido en Solace Tika —dijo con voz ahogada.

Tika les explicó en pocas palabras lo sucedido mientras iba llenando los platos; a Caramon le sirvió doble ración. Los compañeros la escucharon en silencio.

—Desde entonces —concluyó Tika—, cada semana, las caravanas de esclavos se dirigen a Pax Tharkas, aunque ahora salen con menos frecuencia pues ya se han llevado a casi todo el mundo. Sólo han dejado a unos pocos, a los que necesitan, como a Theros Ironfield. Temo por él. Anoche me juró que no trabajaría más para ellos. Todo empezó con ese grupo de elfos capturados...

—¿Elfos? ¿Qué hacía un grupo de elfos en esta zona? —le preguntó Tanis hablando demasiado alto a causa de la sorpresa.

Los compañeros le hicieron gestos para que hablara en voz más baja y no pudiera ser oído por los draconianos. Entonces siguió preguntándole a Tika sobre los elfos. En ese momento, uno de los draconianos gritó pidiendo una cerveza.

Tika suspiró.

—Será mejor que me vaya —dijo depositando la sartén sobre la mesa—. Podéis acabároslo todo.

Los compañeros comieron sin mucho apetito; las patatas sabían a ceniza. Raistlin preparó su extraño brebaje de hierbas y se lo bebió. Su tos mejoró casi instantáneamente. Caramon, mientras comía, pensaba en Tika con inquietud. Aún podía sentir la sensación que le había producido el beso que la muchacha le había dado. Se preguntó si las historias que había oído acerca de Tika serían ciertas. Ese pensamiento le entristeció y le produjo rabia.

Uno de los draconianos elevó el tono de su voz.

—Puede que no seamos hombres como los que tú frecuentas, querida —dijo con voz de borracho, rodeándola por la cintura con su brazo escamoso—, pero eso no quiere decir que no sepamos encontrar la manera de hacerte feliz.

Caramon gruñó en su interior. Sturm, que también lo había oído, miró con furia hacia la puerta que daba a la sala de la Posada, de donde provenía la voz del draconiano, y se llevó la mano a la espada. Sujetando el brazo del caballero, Tanis dijo rápidamente en un susurro:

—Vosotros dos, ¡deteneos! ¡Estamos en una ciudad ocupada! Tened mucho cuidado. ¡No es momento para caballerosidades! Tika puede cuidar de sí misma.

En efecto, Tika se había escapado diestramente, y con aplomo, del brazo del draconiano y caminó hacia la cocina con expresión enojada.

—¿Y ahora qué hacemos? —gruñó Flint—. Hemos regresado a Solace en busca de provisiones y lo único que encontramos son draconianos. Mi casa es poco más que una carbonilla. Tanis se ha quedado sin hogar. Todo lo que tenemos son unos Discos de Platino de una antigua diosa y un mago enfermo con un nuevo libro de encantamientos —el enano hizo caso omiso de la furiosa mirada que Raistlin le lanzó—. No podemos comernos los Discos y el mago aún no ha aprendido a conjurar comida, por tanto, incluso aunque supiésemos adónde ir, nos moriríamos de hambre antes de llegar.

—¿Aún creéis que debemos ir a Haven? —preguntó Goldmoon mirando a Tanis—. ¿Qué sucederá si allí ha ocurrido lo mismo que aquí? ¿Cómo enterarnos si el Consejo de Sumos Buscadores sigue existiendo?

—No conozco las respuestas.

Tanis se frotó los ojos con la mano.

—Creo que deberíamos intentar llegar a Qualinesti.

Tasslehoff, aburrido por la conversación, bostezó y se recostó en la silla. A él no le importaba adónde se dirigieran. Tras examinar con gran interés la incendiada cocina, Tas se levantó para observar quién había en la sala de la Posada. Imprudentemente se asomó por la puerta y vio cómo Tika volvía a dejar un plato de comida y más bebida frente a los draconianos, evitando, de nuevo, habilidosamente sus garrudas manos, y, de pronto, se dio cuenta de que un hombre encapuchado le había descubierto. Al mismo tiempo, el tono de la conversación de los compañeros iba elevándose por momentos. La voz de Tanis aumentó de volumen y la palabra «Qualinesti» sonó otra vez. Tas vio cómo el forastero depositaba bruscamente su jarra de cerveza sobre la mesa, se levantaba y comenzaba a caminar hacia él y hacia las voces que, también imprudentemente, salían de la cocina. El kender, asustado, alertó a los demás:

—Tanis, me parece que vamos a tener visita.

En el preciso momento en que el forastero pasaba ante la mesa de los draconianos, uno de ellos alargó su garrudo pie. El encapuchado tropezó, cayendo de cabeza contra una mesa vecina. Las criaturas soltaron unas sonoras carcajadas. Un draconiano pudo entrever el rostro del extraño.

—¡Un elfo! —siseó el draconiano, sacándole la capucha para descubrir los ojos almendrados, las puntiagudas orejas y los masculinos pero delicados rasgos de un elfo.

—Dejadme pasar —dijo el elfo, retrocediendo con las manos en alto.

—Elfo, tendrás que presentarte ante Fewmaster Toede —gruñó el draconiano. Pegando un salto y agarrando al extraño por el cuello de la capa, la criatura le empujó contra la barra. Los otros draconianos reían ruidosamente.

Tika, que al oír el alboroto había salido precipitadamente de la cocina con una sartén en la mano, se paró ante los draconianos.

—Deteneos! —gritó agarrando a uno de ellos por la muñeca—. Dejadle en paz. Es un cliente que paga como vosotros.

—¡Métete en tus asuntos, muchacha! —El draconiano empujó a Tika a un lado y, agarrando al elfo, le pegó dos golpes en el rostro con su mano garruda, haciéndole sangrar. Cuando el draconiano le soltó, el elfo sacudió la cabeza atontado.

—¡Mátale! —gritó uno de los mercenarios—. Hazle aullar como a los otros.

—¡Le sacaré sus sesgados ojos, eso haré!

El draconiano desenvainó la espada.

—¡Esto es demasiado!

Sturm se levantó, los demás lo imitaron, y todos, excepto Raistlin, se precipitaron fuera de la cocina, aun creyendo que había pocas esperanzas de salvar al elfo. En aquellos momentos alguien se encontraba muy cerca de éste. Con un agudo chillido de rabia, Tika Waylan golpeó al draconiano con la pesada sartén de hierro.

Se oyó un golpe sordo y el draconiano, después de mirar a Tika con expresión de idiota, cayó al suelo. El elfo saltó hacia delante sacando un cuchillo, mientras los otros dos draconianos se abalanzaban sobre Tika. Sturm llegó junto a ella y agredió a uno con su espada. Caramon agarró al otro con sus inmensos brazos y lo lanzó hacia la barra.

¡Riverwind, no les dejes alcanzar la puerta! —gritó Tanis viendo a los goblins levantarse con ímpetu. El bárbaro agarró a uno de ellos cuando ya tenía la mano sobre el picaporte, pero otro se le escapó y llamó a la guardia. Tika, esgrimiendo la sartén, golpeó también a un goblin en la cabeza. Otro, al ver que Caramon se abalanzaba sobre él, saltó por la ventana.

Goldmoon, dirigiéndose hacia Raistlin y agarrándolo del brazo, le dijo:

—¡Utiliza tu magia! ¡Haz algo!

El mago miró fríamente a la mujer.

—Es inútil. No pienso malgastar mis fuerzas.

Goldmoon le contempló furiosa, pero el mago volvió a concentrarse en su bebida. Mordiéndose el labio, la mujer abandonó de nuevo la cocina y corrió hacia Riverwind, llevando en sus brazos la bolsa con los valiosos Discos. Podían oír el sonido de los cuernos en las calles.

—¡Tenemos que salir de aquí! —dijo Tanis —. Pero en ese momento, uno de los mercenarios le agarró por el cuello, tirándole al suelo. Tasslehoff, emitiendo un grito salvaje, saltó sobre la barra y comenzó a lanzar jarras contra el atacante del semielfo. No le dio a Tanis de milagro.

Flint se quedó plantado en medio del desorden, observando al elfo forastero.

—¡Yo te conozco! —le gritó de repente—. Tanis, ¿éste no es...?

Una jarra golpeó al enano en la cabeza, tumbándole.

—Uups... —dijo Tas.

Tanis estranguló al mercenario y le dejó inconsciente bajo una mesa. Bajando a Tas de la barra, le depositó en el suelo y se arrodilló al lado de Flint, quien gemía y trataba de incorporarse.

—Tanis, ese elfo... —Flint parpadeaba atontado. De pronto preguntó:

—¿Quién me ha golpeado?

—¡Ese hombre grande que yace bajo la mesa! —respondió Tas señalándole.

Tanis se puso en pie y miró hacia el elfo que Flint le indicaba.

—¿Gilthanas?

El elfo se lo quedó mirando.

—Tanthalas —dijo con frialdad, pronunciando el nombre con el que los suyos le conocían—. Nunca te hubiese reconocido. Esa barba...

Volvió a escucharse el sonido de los cuernos, esta vez más cercano.

—¡Por el gran Reorx! —gruñó el enano poniéndose en pie—. ¡Hemos de salir de aquí! ¡Vamos, por la salida de la cocina!

En ese instante se oyó una voz en la puerta.

—Quietos. Sois mis prisioneros.

El llamear de una antorcha iluminó la habitación. Los compañeros se taparon los ojos, vislumbrando una siluetas de goblins tras una rechoncha figura junto a la puerta. Se oyeron más pisadas y, un segundo después, un gran número de goblins comenzó a entrar en la Posada. Los goblins, que habían estado en la reyerta y que aún estaban vivos o conscientes, se incorporaron y desenvainaron sus espadas.

—¡Sturm, no hagas locuras! —gritó Tanis agarrando al caballero cuando éste se disponía a abalanzarse contra un hervidero de goblins que, lentamente, iban formando un cerco de acero alrededor del grupo.

—Nos rendimos —dijo el semielfo.

Sturm miró furioso a éste y, por un momento, Tanis pensó que le desobedecería.

—Sturm, confía en mí. Aún no ha llegado la hora de nuestra muerte.

Sturm dudó, mirando a los goblins que iban entrando en la Posada. Se mantenían al acecho, temerosos de su espada y su destreza, pero sabía que atacarían si hacía el más ligero movimiento.

—No ha llegado la hora de nuestra muerte.

¡Qué extrañas palabras! ¿Por qué las habría pronunciado Tanis? ¿Tenía el hombre una «hora para morir»? Si así era, Sturm comprendió que su hora aún no había llegado... al menos si podía evitarlo. No había gloria alguna en morir en una posada, pisoteado por unos malolientes pies de goblin.

Viendo que el caballero guardaba su arma, la figura de la puerta decidió que no era peligroso entrar, rodeado como estaba por sus leales soldados. Los compañeros vieron la piel gris y moteada y los rojizos ojos estrábicos de Fewmaster Toede.

Tasslehoff contuvo el aliento y rápidamente se colocó detrás de Tanis.

—Seguro que no nos reconoce —susurró Tas—. Había anochecido cuando nos detuvo para interrogamos sobre la Vara.

Evidentemente, Toede no les reconoció. Habían pasado muchas cosas en una semana y Fewmaster tenía cosas más importantes en qué pensar. Sus ojos rojizos examinaron los emblemas que Sturm llevaba bajo la capa.

—Más escoria, refugiados de Solamnia —dijo despreciativamente.

—Sí —contestó Tanis con rapidez. Dudaba si Toede conocía la destrucción de Xak Tsaroth. Daba la impresión que las noticias sobre la desaparición de la ciudad y la implacable lucha de los compañeros contra Khisanth y sus draconianos, todavía no habían llegado a Solace. Por eso, aún no se había dado la voz de alarma para que fueran capturados. Tanis tampoco creía probable que Fewmaster supiese algo sobre los Discos de Mishakal, pero Lord Verminaard sí lo sabía, y pronto se enteraría de la muerte de Khisanth. Incluso un enano gully relacionaría ambos hechos. Nadie debía saber que venían del este.

—Venimos del norte y llevamos varios días viajando —siguió diciendo Tanis —. No teníamos intención de causar problemas, pero los draconianos comenzaron y...

—Sí, claro. Ya he oído eso antes.

De pronto Fewmaster se aproximó a la puerta de la cocina y miró en su interior.

—¡Eh, tú! —gritó señalando a Raistlin—. ¿Qué haces ahí escondido? ¡Prendedle!

Fewmaster dio un paso atrás mirando a Raistlin con suspicacia. Varios goblins se dispusieron a detenerle, volcando bancos y mesas hasta llegar a la cocina. Caramon comenzó a inquietarse. Tanis hizo una señal al guerrero para que mantuviese la calma.

—¡Ponte en pie! —ordenó uno de los goblins, pinchando a Raistlin con su espada.

El mago, lentamente, se levantó, recogiendo todas sus cosas. Cuando alargó el brazo para asir su bastón, el goblin le agarró por el hombro.

—¡No me toques! —siseó Raistlin retrocediendo—. ¡Soy mago!

El goblin titubeó y se volvió para mirar a Toede.

—¡Prendedle! —chilló Fewmaster situándose tras un goblin muy alto—. Traedle aquí con los demás. ¡Si todos los hombres que llevan túnica roja fuesen magos...! ¡Si no se entrega por propia voluntad, mátale!

—Creo que le mataré de todas formas —graznó el goblin. La criatura puso la punta de la espada sobre la garganta de Raistlin, gorgojeando de risa.

Tanis tuvo que sujetar a Caramon una vez más.

—Tu hermano puede cuidarse solo —le susurró en voz baja.

Raistlin alzó las manos, con los dedos extendidos, como si se rindiese, pero de pronto murmuró unas palabras:

Kalith karan, tobanis-kar —y señaló al goblin con sus dedos. Unos dardos pequeños y brillantes, hechos de pura luz, emanaron de las yemas de sus dedos, gayando el aire y clavándose en el pecho del goblin. La criatura se desplomó con un alarido, retorciéndose en el suelo.

Cuando el olor a carne quemada llenó la estancia, otros goblins se abalanzaron ululando de rabia.

—¡No le matéis, locos! —chilló Toede. Había salido de detrás de la puerta, pero seguía parapetándose tras el alto goblin—. Lord Verminaard ofrece grandes recompensas por los magos. Pero... —Toede tuvo una repentina idea— no paga nada por kenders vivos... ¡sólo por sus cadáveres! ¡Mago, vuelve a hacer algo parecido, y el kender morirá!

—¿Y qué me importa a mí el kender? —respondió burlonamente Raistlin.

Se hizo un largo silencio. Tanis sintió que un sudor frío le empapaba el cuerpo. ¡No quedaba duda alguna de que Raistlin podía cuidar de sí mismo! ¡Maldito mago!

Por supuesto, aquélla tampoco era la respuesta que Toede esperaba, por lo que se quedó sin saber muy bien qué hacer; además, aquellos inmensos guerreros seguían empuñando sus armas. Miró a Raistlin casi suplicante. El mago pareció encogerse de hombros.

—Me entregaré pacíficamente —susurró Raistlin con sus dorados ojos centelleantes—. Pero, que nadie me toque.

—No, desde luego que no. Traedle.

Los goblins, mirando a Fewmaster inquietos, dejaron que el mago se situara junto a su hermano.

—¿Están todos? —preguntó nervioso Toede—. Pues ahora recoged sus armas y sus equipajes.

Tanis, queriendo evitar más problemas, se sacó el arco del hombro, depositándolo junto a su aljaba en el suelo cubierto de hollín. Tasslehoff dejó rápidamente su Vara Jupak; el enano, refunfuñando, añadió su hacha de guerra. Los demás imitaron a Tanis, excepto Sturm, que permaneció en pie con los brazos cruzados sobre el pecho y...

—Por favor, dejadme conservar mi bolsa —dijo Goldmoon—. No llevo armas en ella, no llevo nada de valor. ¡Os lo juro!

Los compañeros la miraron, pensando en los valiosos Discos que llevaba. Se creó un tenso silencio. Riverwind dio un paso al frente y depositó su arco en la pila, pero conservó la espada, como el caballero.

De pronto Raistlin intervino. El mago depositó su bastón, el zurrón que contenía las substancias para sus hechizos, y la valiosa bolsa en la que llevaba sus libros de encantamientos. No le inquietaba nada, pues había realizado un hechizo para proteger los libros; cualquier otra persona que intentase leer los libros se volvería loco, y el Bastón de Mago era capaz de cuidar de sí mismo. Raistlin extendió sus manos hacia Goldmoon.

—Entrégales el paquete. Si no, nos matarán.

—Hazle caso, querida —dijo hoscamente Toede—. Es un hombre inteligente.

—¡Es un traidor! —gritó Goldmoon sujetando el paquete con firmeza.

—Entrégaselo —repitió Raistlin en tono hipnótico.

Goldmoon sintió que se debilitaba, alcanzada por un extraño poder.

—¡No! Es nuestra única esperanza...

—No le ocurrirá nada —le susurró Raistlin mirándole fijamente a sus claros ojos zarcos—. ¿Te acuerdas de la Vara? ¿Recuerdas cuando yo la toqué?

Goldmoon parpadeó.

—Sí. Te hizo daño...

—¡Silencio! Dales la bolsa. No te preocupes, todo irá bien. Los dioses protegen lo que es suyo.

Goldmoon contempló al mago y finalmente asintió. Raistlin alargó la mano para arrebatarle la bolsa. Fewmaster Toede la miró codiciosamente, preguntándose qué habría en ella. Lo averiguaría, pero no delante de esa multitud de goblins.

Al final, sólo una persona aún no había obedecido la orden. Era Sturm, quien permanecía impertérrito, con la cara pálida y los ojos febriles. Sostenía firmemente la antigua espada de doble empuñadura de su padre. De pronto, al sentir los abrasadores dedos de Raistlin presionándole el brazo, se volvió.

—Yo me encargaré de que esté a salvo —le susurró el mago.

—¿Cómo? —le preguntó el caballero deshaciéndose del contacto de Raistlin como si se tratase de una serpiente venenosa.

—No voy a explicarte mis métodos. Puedes confiar en mí o no, como prefieras.

Sturm dudó.

—¡Esto es ridículo! —chilló Toede—. ¡Matad al caballero! ¡Matadlos si causan más problemas! ¡Estoy perdiendo horas de sueño!

—Muy bien —dijo Sturm con voz ahogada. Caminó hacia la pila de armas y depositó con delicadeza su espada. La antigua vaina de plata, decorada con el martín pescador y la rosa, centelleó bajo la luz.

—Un arma verdaderamente bella —dijo Toede. Tuvo una súbita visión de sí mismo, entrando en una audiencia de Lord Verminaard, con la espada de un caballero Solámnico pendiendo del costado—. Quizás debería tomar el arma a mi custodia. Traédmela aqu...

Antes de que pudiese finalizar la frase, Raistlin se adelantó y se arrodilló junto al montón de armas. De la mano del mago salió un brillante destello de luz. Raistlin cerró los ojos y comenzó a murmurar unas extrañas palabras, con las manos extendidas sobre la pila de armas y paquetes.

—¡Detenedle! —gritó Toede.

Pero nadie osó moverse. Finalmente Raistlin dejó de hablar y su cabeza cayó hacia adelante.

Raistlin se puso en pie. ¡Sabed esto! —dijo mirando a su alrededor con los ojos centelleantes—. He formulado un hechizo sobre nuestras propiedades. Cualquiera que las toque será lentamente devorado por la gran oruga Catyrpelius, que surgirá de los Abismos y chupará la sangre de vuestras venas hasta que no seáis más que una cáscara vacía.

—¡La gran oruga Catyrpelius! —suspiró Tasslehoff con los ojos brillantes—. ¡No me lo puedo creer! Nunca he oído hablar de...

Tanis le tapó la boca con la mano. Los goblins se alejaron del montón de armas, que parecía relucir con un halo verde.

—¡Que alguien tome esas armas! —ordenó furioso Toede.

—Tómalas tú —murmuró un goblin.

Nadie se movió. Toede estaba aturdido. A pesar de que no era especialmente imaginativo, en su mente se dibujó la vívida imagen de una gran oruga.

—Muy bien, ¡llevaos a los prisioneros! —murmuró—. Encerradles en jaulas y llevad las armas también, aunque esa oruga, cualquiera que sea su nombre, chupe vuestra sangre.

Toede se alejó torpemente.

Los goblins comenzaron a empujar a sus prisioneros hacia la puerta, pinchándoles con sus espadas en la espalda No obstante, ninguno de ellos tocó a Raistlin.

—Raistlin, ese hechizo fue maravilloso —le dijo Caramon en voz baja—. ¿Cuán efectivo es? ¿Podría ser...?

—¡Es tan efectivo como tu inteligencia! —susurró Raistlin levantando su mano derecha. Cuando Caramon vio en ella las reveladoras manchas de polvo luminoso, sonrió, comprendiendo el truco.

Tanis fue el último en abandonar la Posada. Echó una última mirada a su alrededor. Todo estaba en penumbra, las mesas estaban volcadas, las sillas rotas. Las vigas del techo estaban ennegrecidas por el fuego, algunas de ellas totalmente chamuscadas. Las ventanas estaban recubiertas de hollín.

—Casi preferiría haber muerto antes que ver esto así.

Al salir, lo último que oyó fue a dos goblins discutiendo acaloradamente sobre quién era el que iba a transportar las armas encantadas.