13

Tratar de matar a un policía de la ciudad de Nueva York es como tocar una anaconda con un cigarrillo encendido. Los agentes de esa ciudad son capaces de una violenta y terrible ira. Nunca dejan de perseguir al asesino de un compañero, nunca olvidan, nunca perdonan. Un atentado con éxito en la persona de Kabakov —con la consecuente protesta diplomática e indignación del Departamento de Justicia— habría tenido como resultado una serie de conversaciones entre el intendente y el jefe de policía, discursos y exhortaciones del comando zonal de Brooklyn y veinte o treinta detectives dedicados por entero a la investigación del crimen. Pero más de treinta mil policías de los cinco distritos se pusieron en movimiento al enterarse de que al oficial John Sullivan le habían clavado una aguja en el cuello.

A pesar de las protestas de Rachel, Kabakov abandonó la cama ortopédica que le había instalado en su segundo dormitorio y se dirigió a ver a Sullivan a mediodía del día siguiente de su traslado. Había sobrepasado la etapa de furia y controlado su desesperación. Sullivan estaba lo suficientemente fuerte como para poder hacer un identikit, y había visto a la mujer de frente y perfil con muy buena luz. Entre el identikit, el dibujante de la policía, Kabakov, Sullivan y el guardia del hospital, compusieron un retrato que se parecía notablemente a Dahlia Iyad. Cuando los policías del turno de las tres de la tarde iniciaron su trabajo, no había patrullero ni detective que no tuviera en su bolsillo una copia del identikit. La primera edición del «Daily News» la reproducía en la segunda página.

Seis agentes de la División Identificaciones y cuatro empleados de Inmigración y Naturalización revisaron el archivo de extranjeros árabes, provistos cada uno de una copia del retrato.

La conexión entre el incidente del hospital y Kabakov era solamente conocida por la jefa Emma Ryan, los agentes del FBI asignados al caso y los más altos funcionarios del Departamento de Policía de Nueva York. Emma Ryan era capaz de mantener la boca cerrada.

Washington no tenía interés en sembrar la alarma por un ataque terrorista y tampoco lo tenían las otras agencias. No querían que la prensa los enloqueciera con un caso que podía terminar tan mal como este otro. La policía declaró públicamente que el hospital tenía narcóticos y elementos radioactivos que podían haber sido el móvil del intruso. Los periodistas no se quedaron totalmente satisfechos con esa explicación, pero entre tantas cosas que sucedían diariamente en la ciudad, podían olvidar fácilmente las noticias del día anterior. Las autoridades confiaban en que el interés del público decaería al cabo de unos días.

Y Dahlia confiaba en que se le pasara la indignación a Lander dentro de unos días. Se enfureció cuando vio su retrato en el periódico y se enteró de lo que había hecho. La joven pensó durante un instante que iba a matarla. Asintió mansamente cuando le prohibió atentar nuevamente contra Kabakov. Y Fasil permaneció dos días sin salir de su cuarto.

La convalecencia de David Kabakov en el apartamento de Rachel Bauman le resultó a la joven un trance extraño y casi irreal. Su hogar era de un orden inmaculado, y el israelita irrumpió en él como un gato de albañal después de una pelea en la lluvia. Tuvo la sensación de que las proporciones y el tamaño de los cuartos y los muebles se habían modificado por la presencia de Kabakov y Moshevsky. A pesar de ser hombres muy grandotes no hacían mucho ruido. Eso le resultó un alivio al principio, pero luego la preocupó ligeramente. Un gran tamaño y el silencio forman una siniestra combinación en la naturaleza. Son los instrumentos de la ruina.

Moshevsky hacía todo lo posible para ser servicial. Después de haberla asustado varias veces al aparecer súbitamente en la cocina con una bandeja, aprendió a carraspear para anunciar sus movimientos. Los vecinos de Rachel que vivían al otro lado del pasillo estaban de vacaciones en las Bahamas y le habían dejado las llaves de su apartamento. Instaló allí a Moshevsky cuando le resultó intolerable seguir oyéndolo roncar en su diván. Kabakov escuchó respetuosamente las instrucciones respecto a su tratamiento y cumplió con ellas a excepción de la excursión para ver a Sullivan. No hablaron mucho al principio. No parecían poder engranar. El estaba ausente y Rachel no quería perturbar sus pensamientos.

Rachel había cambiado desde la guerra de los seis días, pero el cambio no había sido radical sino algo gradual. Se habían acentuado más los rasgos de su personalidad. Tenía mucho trabajo y una vida ordenada. Uno o dos hombres en todos esos años. Dos compromisos. Comidas en lugares elegantes y frívolos, donde los chefs adornan con complicados firuletes platos comunes y corrientes, lugares elegidos por sus acompañantes. Ninguna de sus experiencias retumbaba en sus oídos. Desechó a hombres que quedaban profundamente impresionados por ella. Su única meta era la mejor: trabajar bien, y eso le bastaba. Hacía muchos trabajos como voluntaria, sesiones de terapia con ex drogadictos, liberados, niños perturbados. Durante la guerra de octubre de 1973 trabajó en dos turnos en el hospital Mt. Sinaí, en Nueva York, para que un médico con más reciente experiencia en cirugía pudiera ir a Israel.

Su aspecto exterior se transformó rápidamente. Bloomingdale's y Bonwit Teller, Lord & Taylor y Saks eran las citas inevitables de sus salidas de los sábados. Hubiera parecido una prolija matrona judía, lujosamente vestida pero un poquito atrasada con respecto a la moda, si no hubiera estropeado ese efecto con toques audaces, que la hacían parecer algo vulgar. Durante una época pareció una mujer peleando contra sus treinta años armada de los accesorios de su hija. Luego le importó un comino lo que usaba y pasó a los discretos vestidos de calle para ahorrarse el trabajo de pensar. Se alargaron sus horas de trabajo, su apartamento se volvió más ordenado y árido. Pagaba una fortuna por una mujer que le hacia la limpieza y que era capaz de colocar todo exactamente en el mismo lugar en que estaba antes.

Pero ahora había aparecido Kabakov, que inspeccionaba los libros de su biblioteca comiendo al mismo tiempo una tajada de salami. Parecía deleitarse examinando cosas que jamás volvía a colocar donde las había encontrado. No se había puesto las zapatillas y tampoco se había abotonado la chaqueta del pijama. Evitaría mirarlo.

Rachel no esta ya tan inquieta por la conmoción. Y él parecía no preocuparse en absoluto. Sus relaciones cambiaron a medida que sus mareos se hicieron menos frecuentes hasta desaparecer por completo. Comenzó a ablandarse esa impersonal relación médico-paciente que había tratado de mantener.

A Kabakov le resultó muy estimulante la compañía de Rachel. Cuando hablaba con ella sentía una agradable necesidad de pensar. Se oyó decir cosas que no sabía que sentía o conocía. Le gustaba mirarla. Tenía piernas largas y era propensa a adoptar posturas angulares y sus atractivos rasgos parecían duraderos. Kabakov decidió ponerla al tanto de su misión, pero le resultó difícil precisamente debido al cariño que sentía por ella. Había sido discreto durante años. Sabía que tenía cierta debilidad por las mujeres y que la soledad de su profesión lo incitaba a hablar de sus problemas. Rachel le habla brindado ayuda cuando le había hecho falta, inmediatamente y sin hacer preguntas innecesarias. Estaba comprometida ahora y podía correr peligro —no ignoraba el motivo de la visita del asesino al laboratorio de rayos.

Pero no fue su sentido de la justicia lo que lo impulsó a, contárselo, ni la sensación de que tenía derecho a saberlo. Sus consideraciones fueron más prácticas. Tenía una aguda inteligencia y a él le venía de perillas. Posiblemente uno de los maquinadores del complot había sido Abu Ali, un psicólogo. Rachel era psiquiatra. Uno de los terroristas era una mujer. También Rachel era una mujer. Sus conocimientos sobre el comportamiento humano y el hecho de que con esos conocimientos era un producto de la cultura norteamericana, podría hacerla capaz de múltiples y útiles suspicacias. Kabakov creía que él era capaz de pensar como un árabe, ¿pero podía pensar como un norteamericano? ¿Existía alguna forma de poder pensar como un norteamericano? Los había encontrado inconsistentes. Se le ocurrió que quizás cuando los norteamericanos hubieran vivido más tiempo, tendrían tal vez un modo de pensar.

Le explicó la situación a la joven mientras le vendaba la quemadura de la pierna, sentados junto a una ventana por la que entraba el sol. Comenzó por el hecho de que una célula de la organización Septiembre Negro estaba escondida en el Noreste, lista para dar un golpe en algún lugar con una gran cantidad de plástico explosivo, posiblemente media tonelada o más aún. Le explicó desde el punto de vista de Israel la absoluta necesidad de detenerlos y agregó presurosamente las consideraciones humanitarias. Terminó con el vendaje y se quedó escuchándolo sentada sobre la alfombra con las piernas cruzadas. De vez en cuando levantaba la mirada para hacerle una pregunta. Pero el resto del tiempo lo único que podía ver era la parte superior de su cabeza inclinada y la raya del pelo. Se preguntó para sus adentros cómo estaría tomándolo. No podía saber lo que pensaba, ahora que la horrible lucha que había presenciado en el Oriente Medio se había trasladado a éste, su seguro hogar.

En realidad se sentía muy aliviada al escuchar a Kabakov. Siempre quiso conocer detalles específicos. Saber exactamente qué habían dicho y hecho, especialmente justo antes de la explosión en la casa de Muzi. Se alegraba de comprobar que sus respuestas eran rápidas y consistentes. Cuando lo interrogaron en el hospital respecto de sus recuerdos más recientes, le había dado al médico unas respuestas muy vagas, y Rachel no podía estar segura de si lo había hecho deliberadamente o si era el resultado de una lesión en el cerebro. Su renuncia en interrogar más detalladamente a Kabakov la había inducido a evaluar el estado de Kabakov desde una posición desventajosa. Ahora sus minuciosas preguntas cumplían con dos fines. Necesitaba la información para poder ayudarlo y quería verificar cómo respondía emocionalmente. Estaba atenta a descubrir si sus preguntas producían la irritación característica del Korsakoff, o síndrome de amnesia que es consecuencia frecuente de las conmociones.

Satisfecha con su paciencia y claridad, se concentró en la información. Era algo más que un paciente, y ella se convirtió en una especie de socio cuando terminó de contar la historia. Kabakov terminó el relato con las preguntas que lo torturaban: ¿Quién era el norteamericano? ¿Dónde darían el golpe los terroristas? Y cuando terminó de hablar se sintió ligeramente avergonzado, como si ella lo hubiera visto llorando.

—¿Cuántos años tenía Muzi? —le preguntó suavemente.

—Cincuenta y seis.

—¿Y sus últimas palabras fueron: «Primero se presentó el norteamericano»?

—Eso fue lo que dijo —Kabakov no veía adonde quería llegar. Habían conversado bastante por el momento.

—¿Quieres una opinión?

Asintió.

—Creo que existe una pequeña probabilidad de que tu norteamericano sea un hombre caucásico-no-semita, posiblemente mayor de veinticinco años.

—¿Cómo lo sabes?

—No lo sé, es una suposición. Pero Muzi era un hombre maduro. La persona que yo describo es lo que hombres de su edad llaman un «norteamericano». Si hubiera sido negro posiblemente lo habría mencionado. Hubiera utilizado una designación racial. ¿Hablaron todo el tiempo en inglés?

—Así es.

—Si se hubiera tratado de una mujer, probablemente habría dicho «la mujer» o «la mujer norteamericana». Un hombre de la edad y los antecedentes étnicos de Muzi no consideraría a un árabe-norteamericano o un judío-norteamericano como un «norteamericano». En todos los casos, negro, mujer, semítico o latino, la palabra «norteamericano» es un adjetivo. Es un sustantivo aplicable sólo a la mayoría de los hombres caucásicos. Debe sonar algo pedante, posiblemente, pero es verdad.

Kabakov llamó a Corley por teléfono y le repitió al agente del FBI lo que le había dicho Rachel.

—Eso reduce el número a cuarenta millones de personas —respondió Corley—. No, escuche, por el amor de Dios, cualquier dato es útil.

El informe de Corley sobre la búsqueda de la lancha no era satisfactorio. Empleados de la aduana y agentes de la policía de Nueva York habían revisado todos los astilleros de City Island. La policía de Nassau y Suffolk había inspeccionado todas las caletas de Long Island. La policía estatal de Nueva Jersey había interrogado a propietarios de lanchas a todo lo largo de la costa. Agentes del FBI habían revisado los mejores astilleros —inclusive los legendarios Rybovich, Trumpy y Huckins— y aquellos menos conocidos donde existen artesanos que construyen todavía lanchas de madera. En ninguna parte pudieron identificar la lancha fugitiva.

—Lanchas, lanchas, lanchas —repitió Rachel para sus adentros.

Kabakov se quedó mirando caer la nieve desde la ventana mientras Rachel preparaba la comida. Luchaba por recordar algo, tratando de hacerlo en forma indirecta, de la misma forma en que utilizaría la visión periférica para ver en la oscuridad. La técnica utilizada para hacer volar a Muzi mortificaba incesantemente a Kabakov. ¿En qué otra parte había sido utilizada? Uno de los miles de informes que pasaban sobre su escritorio durante los últimos cinco o seis años había mencionado una bomba colocada dentro de una nevera. Recordaba que el informe venía dentro de una carpeta algo anticuada, de cartulina con un elástico en el lomo. Eso quería decir que la había visto antes de 1972 cuando el Mossad cambió las carpetas para facilitar la microfilmación. Recordó también otro detalle. Un memorándum sobre técnicas en bombas del tipo cazabobos, repartido entre los comandos que estaban años atrás bajo sus órdenes. Se explicaba el funcionamiento de interruptores a mercurio, muy en boga por ese tiempo entre los fedayines, con un agregado sobre aplicaciones eléctricas.

Estaba redactando un telegrama a los altos mandos del Mossad con los trozos de información que recordaba cuando súbitamente le vino a la memoria. Siria, 1971. Un agente del Mossad murió en una explosión en una casa de Damasco. La carga no había sido excesiva pero la nevera quedó destrozada. ¿Coincidencia? Kabakov llamó al consulado israelí y dictó el telegrama. El empleado de telegramas advirtió que eran las cuatro de la mañana en Tel Aviv.

—Son las 02:00 GMT en todo el mundo, amigo —respondió Kabakov—. Nunca cerramos. Despache enseguida ese telegrama.

La fría llovizna de ese diciembre aguijoneaba la cara y el cuello de Moshevsky mientras esperaba un taxi parado en la esquina. Dejó pasar tres Dodge hasta que vio finalmente lo que buscaba, un gran Checker que avanzaba entre el tráfico matutino. Su interés en un coche tan grande era para evitar que Kabakov tuviera que doblar la pierna herida. Moshevsky le dijo al conductor que se detuviera frente al apartamento de Rachel, en la mitad de la manzana. Kabakov se acercó a saltos, se instaló junto a él y le dio al chofer la dirección del consulado israelí.

Kabakov había descansado obedeciendo las órdenes de Rachel. Ahora se pondría nuevamente en movimiento. Podía haber llamado por teléfono al embajador Tell desde el apartamento, pero su comisión exigía utilizar un teléfono muy seguro, uno que estuviera equipado con un interceptor. Decidió pedirle a Tel Aviv que el Departamento de Estado de los Estados Unidos se pusiera en contacto con los rusos para pedir ayuda. La petición de Kabakov debía ser hecha por intermedio de Tell. Recurrir a los rusos no resultaba muy agradable teniendo en cuenta su orgullo profesional. Pero Kabakov no podía permitirse ninguna clase de orgullo profesional en ese momento. Lo sabía, lo aceptaba, pero no le gustaba.

Desde la primavera de 1971, el Soviet Komitet Gosudarstvennoy Bezopastveny, el infame KGB, tenía una sección especial que le brindaba ayuda técnica a la organización Septiembre Negro a través del servicio de inteligencia de Al Fatah. Esta era la fuente con la que Kabakov quería establecer contacto.

Sabía que los rusos no ayudarían jamás a Israel, pero en vista de la nueva detente de Oriente y Occidente, quizás estarían dispuestos a cooperar con los Estados Unidos. La petición a Moscú debería hacerse por intermedio de los norteamericanos pero Kabakov no podía sugerir ese movimiento sin la autorización de Tel Aviv. Precisamente porque le repugnaba tanto hacer la petición, firmaría con su nombre el mensaje a Tel Aviv, en lugar de endosarle la responsabilidad mayor a Tell.

Kabakov decidió jurar que el plástico era ruso, así fuera o no verdad. Quizás los norteamericanos estarían dispuestos a jurarlo también. La culpa caería entonces sobre los moscovitas.

¿Por qué una cantidad tan grande de explosivos? ¿Estaría en relación con una oportunidad especial en este país que podía ser aprovechada por los árabes? Quizás el KGB podría ser útil en ese punto.

La célula de Septiembre Negro en Norteamérica iba a quedar ahora totalmente aislada, inclusive de los jefes guerrilleros de Beirut. Sería terriblemente difícil descubrirla. La actividad policial con motivo del identikit de la mujer haría que los terroristas se escondieran bien adentro de su cueva. Debían estar por ahí, pues habían reaccionado demasiado rápidamente después de la explosión. Maldito sea Corley por no haber organizado una vigilancia permanente del hospital. Maldito sea ese desgraciado fumador de pipa.

¿Qué era lo que se había planeado en el cuartel general de Septiembre Negro en Beirut y quién había tomado parte?

Najeer, Najeer había muerto. La mujer. Estaba escondida. ¿Abu Ali? Había muerto. No había forma de tener la certeza de que Ali estaba en el complot pero era muy probable, por tratarse de uno de los pocos hombres en que confiaba Najeer. Ali era un psicólogo. Pero también era muchas otras cosas. ¿Para qué les haría falta un psicólogo? Ali no podría decírselo ya a nadie.

¿Quién era el norteamericano? ¿Quién era el libanés que trajo los explosivos? ¿Quién hizo volar a Muzi? ¿Sería la mujer que vio en Beirut, la que se fue al hospital para matarlo?

El chofer del taxi aceleró todo lo que le permitía el pavimento mojado, saltando sobre los baches y frenando en seco con la primera luz roja. Moshevsky, con resignada expresión, se bajó del coche y se sentó en el asiento de adelante junto al chofer.

—Tómatelo con calma. Nada de sacudidas ni frenazos —le dijo.

—¿Por qué? —pregunto el chofer—. El tiempo es oro, amigo.

Moshevsky se inclinó hacia él y le dijo en tono confidencial:

—Porque de lo contrario te romperé el cuello.

Kabakov miró distraídamente a la gente que caminaba apurada por las calles. Era temprano todavía y ya comenzaba a oscurecer. Qué lugar. Había más judíos que en Tel Aviv. Se preguntó cómo se habrían sentido los inmigrantes judíos, amontonados en Ellis Island, algunos perdiendo inclusive sus apellidos al garabatear Smith y Jones en sus papeles de inmigración esos semianalfabetos empleados de inmigración. Expulsados de Ellis Island en una tarde gris como ésta, deambulando por estas frías rocas donde nada era gratis excepto lo que podían darse mutuamente. Familias destrozadas, hombres solos. ¿Qué le pasaba a un hombre que moría allí antes de poder hacerse una situación y mandar a buscar a su familia? ¿Un hombre solo? ¿Quién se sentaba shivah? ¿Los vecinos?

La Virgen de plástico en el tablero del taxi llamó la atención a Kabakov y sus pensamientos derivaron culpables otra vez hacia el problema que lo mortificaba. Cerró los ojos a la tarde fría, y repasó nuevamente desde el principio la misión a Beirut que tuvo como consecuencia su viaje a este país.

Kabakov había recibido minuciosas instrucciones antes de la incursión. Los israelitas sabían que Najeer y Abu Ali estarían en esa casa de apartamentos y que también estarían presentes otros integrantes de la plana mayor de Septiembre Negro. Kabakov estudió el historial de los jefes guerrilleros que se sabía estaban en el Líbano, hasta aprenderlo de memoria. Le parecía estar viendo en ese momento las carpetas, apiladas sobre el escritorio por orden alfabético.

El primero era Abu Ali. Abu Ali, muerto durante la incursión a Beirut, no tenía parientes ni familia excepto su esposa, y ella también había muerto. El, ¡un hombre solo! Antes de terminar el pensamiento Kabakov golpeó en el plástico que lo separaba del chofer. Moshevsky abrió la mampara.

—Dile que se dé prisa.

—Así que ahora quieren que corra —dijo el chofer por encima del hombro.

Moshevsky sonrió enseñándole los dientes.

—Y por eso es que ahora acelero —respondió el chófer.

El consulado israelí y la representación en las Naciones Unidas compartían un edificio de ladrillos pintados de blanco en el N° 800 de la segunda Avenida en Manhattan. El sistema de seguridad estaba bien organizado y era realmente efectivo. Kabakov fumaba en el salón de reuniones y luego se trasladó rápidamente al centro de comunicaciones.

No habían transcurrido cinco minutos cuando desde Tel Aviv acusaron recibo de su telegrama cifrado respecto de Abu Ali. Una complicada maquinaria se puso en marcha. A los quince minutos un hombre joven y fornido salió de las oficinas del Mossad rumbo al aeropuerto de Lod. Debía tomar un avión rumbo a Nicosia, Chipre, cambiar de pasaporte y tomar el próximo vuelo a Beirut. Su primera ocupación en la capital del Líbano consistiría en tomar un café en un pequeño bar desde el que podía apreciarse satisfactoriamente el Departamento de Policía de Beirut, donde se suponía que esperaba que terminara el período establecido por la ley un paquete numerado conteniendo las pertenencias de Abu Ali. Ahora había llegado alguien para reclamarlas.

Kabakov estuvo junto al interceptor en compañía de Tell durante media hora. El embajador no pareció sorprenderse ante la solicitud de Kabakov referente a pedir la colaboración de los rusos. Kabakov tenía la impresión de que Yoachim Tell no se había sorprendido nunca en su vida. Pensó que había advertido un dejo de simpatía en la voz del embajador al despedirse de él. ¿Sería realmente simpatía? Kabakov se sonrojó y se dirigió a la puerta que conducía al centro de comunicaciones. El telex situado en un rincón golpeteaba y la voz del empleado lo detuvo al trasponer la puerta. Acababan de recibir una respuesta a su pregunta sobre el bombardeo sirio en 1971.

El telex informaba que el atentado tuvo lugar el 15 de agosto. Ocurrió durante una de las mayores campañas de reclutamiento organizadas ese año en Damasco por Al Fatah. Se sabía que estaban presentes en ese momento en Damasco tres organizadores.

—Fakhri al-Amari, que capitaneaba el equipo que asesinó al primer ministro jordano, Wasfi el-Tel, y que bebió su sangre. Se suponía que Amari estaba en la actualidad en Argelia. Se había ordenado investigarlo.

—Abdel Kadir, que disparó en una oportunidad un bazooka contra un autobús escolar israelí: murió al explotar su fábrica de bombas en 1973 en las proximidades de Cheikh Saad. El telex agregaba que indudablemente Kabakov no necesitaría que le recordaran el fallecimiento de Kadir ya que él había estado presente.

—Muhammad Fasil, alias Yusuf Halef, alias Sammar Tufiq. Considerado el artífice de la «Matanza de Munich» y uno de los hombres más buscados por el Mossad. Se suponía que Fasil estaba a la sazón en Siria. El Mossad creía que estaba en Damasco cuando Kabakov realizó la incursión a Beirut durante las últimas tres semanas. El servicio de inteligencia israelí estaba iniciando averiguaciones en Beirut y en otros lugares referentes al paradero de Fasil.

Se transmitieron vía satélite fotografías de al-Amari y Fasil a la embajada israelí en Washington para ser entregadas luego a Kabakov. Enviarían luego los negativos. Kabakov frunció el ceño. Si habían decidido enviar los negativos era porque las fotografías no eran buenas, bastante malas en realidad para ser transmitidas electrónicamente. Pero, era algo. Deseó haber esperado un poco para pedirles ayuda a los rusos.

—Muhammad Fasil —musitó Kabakov—. Sí. Este es tu tipo de trabajo. Espero que esta vez hayas venido en persona.

Salió nuevamente a la lluvia para regresar a Brooklyn. Moshevsky, y el trío israelí bajo sus órdenes registraron todos los bares de Cobble Hill y todos los modestos restaurantes y salas de juegos en busca del ayudante griego de Muzi. Quizás éste había visto al norteamericano. Kabakov sabía que el FBI había hecho lo mismo, pero sus hombres no tenían aspecto de policías, y podían mezclarse mejor con el conglomerado étnico de la vecindad y además podían escuchar y entender varios idiomas. Kabakov se instaló en la oficina de Muzi donde revisó la increíble cantidad de papeles que había dejado el importador, con la esperanza de poder encontrar algún dato referente al norteamericano o a los contactos de Muzi en el Oriente Medio. Un nombre, un lugar, cualquier cosa. Si existía una persona entre Estambul y el golfo de Aden que conociera la finalidad de la misión de Septiembre Negro en los Estados Unidos, Kabakov averiguaría su nombre, secuestraría a esa persona o moriría intentándolo. Ya avanzada la tarde descubrió que Muzi tenía por lo menos tres equipos diferentes de libros, pero no había averiguado nada más. Regresó muy cansado al apartamento de Rachel.

Estaba levantada esperándolo. Parecía algo diferente y al mirarla dejó de sentirse cansado. Su separación diurna había servido para poner algo en limpio para ambos.

Se convirtieron en amantes sin mayor estrépito. Y sus encuentros de ahí en adelante empezaron y terminaron con gran suavidad, como si ambos temieran quebrar la frágil defensa construida por sus sentimientos alrededor de la cama.

—Soy una tonta —dijo ella al descansar en una oportunidad—. Pero no me importa ser una tonta.

—Te aseguro que a mí tampoco me importa que seas una tonta —respondió Kabakov—. ¿Quieres un cigarrillo?

El embajador Tell telefoneó a las siete de la mañana, mientras Kabakov estaba bañándose. Rachel abrió la puerta del baño y lo llamó. Kabakov emergió rápidamente de la nube de vapor mientras Rachel seguía todavía en la puerta. Se envolvió con una toalla y se dirigió al teléfono. Rachel comenzó a inspeccionar detenidamente sus uñas.

Kabakov parecía algo incómodo. Si el embajador había obtenido una respuesta de los rusos, no se lo comunicaría por ese teléfono. La voz de Tell reflejaba tranquilidad e indiferencia.

—Mayor, hemos recibido una petición de informes sobre su persona del «New York Times». Y también una serie de preguntas molestas respecto del incidente con el Leticia. Me gustaría que pasara por aquí. Estaré libre un poco después de las tres, si le resulta conveniente.

—Lo veré allí.

Kabakov encontró el «Times» en el felpudo de la puerta del apartamento de Rachel. Primera página: LLEGO A WASHINGTON EL PRIMER MINISTRO ISRAELÍ PARA CONVERSAR SOBRE LA SITUACIÓN EN EL ORIENTE MEDIO. Lo leeré después. EL COSTO DE LA VIDA. GM ANULA CONTRATO DE VENTA DE CAMIONES. Página dos. Oh, cuernos. Aquí está:

El cónsul del Líbano manifestó el martes por la noche que un ciudadano de su país fue interrogado después de ser sometido a torturas por agentes israelitas que abordaron un barco mercante de Libia en el puerto de Nueva York, antes de ser detenido por agentes de la aduana de los Estados Unidos bajo la acusación de contrabando.

El cónsul Yusuf el-Amedi presentó una protesta redactada en enérgicos términos al Departamento de Estado aduciendo que Mustapha Fawzi, primer oficial del carguero Leticia fue golpeado y torturado con picana eléctrica por dos hombres que se identificaron como israelitas. Dijo que no sabía qué era lo que buscaban dichos agentes y se negó a comentar los cargos de participar en un contrabando levantados contra Fawzi.

Un portavoz israelí negó enfáticamente las acusaciones, diciendo que era un torpe intento por «despertar sentimientos antisemitas».

El doctor Cari Gillete, médico del departamento correccional dijo que examinó a Fawzi en la Federal House of Detention de West Street y que no encontró prueba alguna de que hubiera sido golpeado.

El cónsul Amedi dijo que Fawzi fue atacado por el mayor David Kabakov de la Fuerza de Defensa Israelí y por otro hombre aún no identificado. Kabakov está agregado a la embajada israelita en Washington. El Leticia fue retenido…

Kabakov salteó el resto del artículo. Las autoridades aduaneras habían mantenido la boca cerrada respecto de la investigación del Leticia y el diario no lo había relacionado todavía con Muzi, gracias a Dios.

—Ha sido transferido oficialmente a Israel —le dijo el embajador Tell.

Las comisuras de los labios de Kabakov se crisparon ligeramente. Sintió como si le hubieran dado una patada en el estómago.

Tell movió los papeles que tenía sobre el escritorio con la punta de su pluma.

—La detención de Mustapha Fawzi fue notificada rutinariamente al cónsul del Líbano, ya que Fawzi es un ciudadano de dicho país. El consulado le proporcionó un abogado. Este está actuando aparentemente cumpliendo órdenes de Beirut y utiliza a Fawzi como un instrumento para cumplir sus fines. Los libios fueron informados también, ya que el barco tiene bandera de Libia. No me cabe la menor duda que en cuanto se mencionó su nombre, Al Fatah puso la oreja como así también el coronel Khadafy, el iluminado estadista libio. No he visto la declaración supuestamente firmada por Fawzi pero tengo entendido que es muy pintoresca. Muy gráfica anatómicamente. ¿Lo lastimó?

—No fue necesario.

—Los libaneses y los libios insistirán con sus protesta hasta que lo expulsen de aquí. Probablemente se les unan los sirios. Khadafy tiene en su poder a más de un diplomático árabe. Y dudo que alguno de ellos sepa realmente el motivo de su visita a este país, con la posible excepción de Khadafy.

—¿Qué dice al respecto el Departamento de Estado de los Estados Unidos? —Kabakov se sentía asqueado.

—No quieren armar un alboroto diplomático por este asunto. Quieren ahogarlo. Oficialmente, usted ha dejado de ser bienvenido como representante de Israel.

—¡Grandísimos idiotas! Merecen… —Kabakov cerró la boca con un chasquido.

—Como usted sabe, mayor, las Naciones Unidas considerarán esta semana la moción de la RAU de sancionar a Israel por la incursión contra los campamentos guerrilleros en Siria durante el mes pasado. Ese asunto no debe ser exacerbado por otro incidente.

—¿Qué pasaría si renunciara a mi misión y obtuviera un pasaporte común? Tel Aviv podría repudiarme en ese caso si fuera necesario.

El embajador Tell no lo escuchaba.

—Resulta tentador pensar que si los árabes logran su propósito, Dios no lo permita, los norteamericanos se pondrán furiosos y redoblarán su apoyo a Israel —dijo—. Usted y yo sabemos que eso no sucederá. El hecho sobresaliente será que esa atrocidad pudo llevarse a cabo porque Israel cuenta con la ayuda de los Estados Unidos. Porque se vieron mezclados en otra guerra pequeña y sucia. El episodio de Indochina los ha vuelto renuentes a inmiscuirse otra vez más, tal como les sucedió a los franceses, y resulta muy fácil comprenderlo. No me sorprendería que Al Fatah decidiera dar un golpe en París si los franceses nos venden sus Mirages.

—De todos modos, si llegara a suceder aquí, los gobiernos árabes acusarían a Al Fatah por centésima vez y Khadafy le daría otros cuantos millones de dólares. Los Estados Unidos no pueden permitirse el lujo de seguir enfadados con los árabes durante mucho tiempo. Suena horrible, pero Norteamérica encontrará que es más conveniente culpar solamente a Al Fatah. Este país consume demasiado petróleo para que pueda ocurrir otra cosa.

—Si los árabes tienen éxito y nosotros hemos hecho el esfuerzo de detenerlos, entonces no será tan malo para nosotros. Si dejamos de colaborar, aun a solicitud del Departamento de Estado, y los árabes logran su propósito, entonces seguiremos estando mal.

—A propósito, los norteamericanos no pedirán ayuda al servicio de inteligencia ruso para solucionar el problema del Oriente Medio. El Departamento de Estado nos ha notificado que el Oriente Medio es una «zona de constantes tensiones entre el Este y el Oeste» y que no es posible cumplir con esa petición. No quieren reconocer frente a los rusos que la CIA no puede conseguir la información. Pero de todos modos, David, hizo usted muy bien en sugerirlo.

—Y ahora tenemos esto —Tell le entregó a Kabakov un telegrama de la oficina central del Mossad—. La información le ha sido enviada también por correo a Nueva York.

El telegrama decía que Muhammad Fasil había sido visto en Beirut el día siguiente a la incursión de Kabakov. Tenía una herida en la mejilla similar a la descripta por Mustapha Fawzi, primer oficial del Leticia.

—Muhammad Fasil —dijo Tell en voz baja—, el peor de todos.

—Yo no voy a…

—Espere, David, espere. Esta es una ocasión para hablar con total franqueza. ¿Conoce usted a alguien en el Mossad o en cualquier otro lugar que pueda estar más capacitado que usted para tratar este asunto?

—No señor —Kabakov tenía ganas de decirle que si no hubiera sacado él la grabación en Beirut, si no hubiera interrogado a Fawzi, si no hubiera registrado la cabina del barco, revisado sus libros y sorprendido a Muzi en una situación desventajosa, no sabrían nada de nada. Pero todo lo que dijo fue: «No señor».

—Ese es también nuestro consenso. —El teléfono de Tell comenzó a sonar—. ¿Sí? Cinco minutos, muy bien —se volvió hacia Kabakov y agregó—: ¿Le importaría presentarse, mayor, en la sala de reuniones del segundo piso? Y será mejor que se ajuste la corbata.

Kabakov sentía que el cuello de la camisa se le incrustaba y tenía la sensación de que estaba estrangulándolo. Se detuvo un instante antes de entrar al salón de reuniones para dominarse. Quizás el agregado militar quería leerle la orden de regresar a su país. No conseguiría absolutamente nada gritándole al pobre hombre en la cara. ¿Qué era lo que quería decir Tell con lo del consenso? Si tenía que regresar a Israel regresaría, pero los guerrilleros de Siria y el Líbano rezarían para que volviera a los Estados Unidos.

Kabakov abrió la puerta. El hombre delgado que estaba mirando por la ventana se volvió.

—Pase, mayor Kabakov —dijo el ministro de Relaciones Exteriores de Israel.

Kabakov salió nuevamente al vestíbulo al cabo de quince minutos tratando de borrar su sonrisa. Un coche de la embajada lo llevó hasta el aeropuerto nacional. Llegó a la terminal de El Al en el aeropuerto internacional Kennedy veinte minutos antes de la hora fijada para la partida del vuelo 601 a Tel Aviv. Margaret Leeds Finch, periodista del «Times», estaba al acecho. Comenzó a interrogarlo mientras despachaba el equipaje y pasaba por el detector de metales. Le respondió con amables monosílabos. Lo siguió hasta la puerta agitando su pase de periodista ante los oficiales de la línea aérea y lo persiguió hasta que subía al avión donde fue detenida, amable pero firmemente, por los agentes de seguridad de El Al.

Kabakov pasó por la primera clase, atravesó la clase turista, llegó hasta el office donde estaban subiendo la comida caliente a bordo. Después de dirigirle una sonrisa a la azafata, se dirigió a la puerta abierta, salió al exterior instalándose en la parte superior de la escalerilla del camión de las provisiones, la escalera chirrió, comenzó a bajar y el camión regresó a su garaje. Kabakov se bajó del vehículo y se introdujo en el coche en que lo esperaban Corley y Moshevsky.

Kabakov había sido expulsado oficialmente de los Estados Unidos y había regresado extraoficialmente.

Debía tener mucho cuidado de ahora en adelante. Si llegaba a cometer un error, su país perdería prestigio. Se preguntó para su adentros qué temas se habrían tocado durante el almuerzo del ministro de Relaciones Exteriores con el secretario de Estado. Nunca conocería los detalles, pero evidentemente la situación había sido analizada exhaustivamente. Sus instrucciones eran las mismas de antes: detener a los árabes. Su equipo había sido enviado a Israel con excepción de Moshevsky. Kabakov debería actuar en calidad de consejero exofficio de los norteamericanos. Estaba seguro de que la última parte de sus instrucciones no había sido discutida durante el almuerzo; si llegaba a ser necesario hacer más de lo aconsejable, no debía dejar testigos hostiles.

Un tenso silencio se hizo en el coche durante el trayecto de vuelta a Manhattan, que fue quebrado finalmente por Corley.

—Siento mucho lo que pasó, amigo.

—No soy su amigo, amigo —respondió Kabakov tranquilamente.

—Los de la aduana descubrieron el plástico y pedían a gritos que detuviéramos a esos tipos. No tuvimos más remedio que hacerlo.

—No se preocupe, Corley. Estoy aquí para ayudarlos, amigo. Échele un vistazo a esto. —Kabakov le entregó una de las fotografías que le habían dado al abandonar la embajada. Estaba todavía mojada, recién salida del cuarto oscuro.

—¿Quién es?

—Muhammad Fasil. Lea su historia.

Corley dejó escapar un silbido.

—¡Munich! ¿Cómo pueden estar tan seguros de que es realmente él? La tripulación del Leticia no lo identificará. Por consejo del abogado, por supuesto.

—No necesitarán identificarlo. Siga leyendo. Fasil estaba en Beirut el día siguiente a nuestra incursión. Debimos haberlo pescado junto con los demás pero no sabíamos que estaba allí. Una bala le rozó la mejilla. El libanés del carguero tenía una cicatriz fresca en la mejilla. Así lo dijo Fawzi.

La fotografía había sido tomada en un café de Damasco con poca luz y no era muy nítida.

—Si tiene el negativo podríamos mejorarla utilizando la computadora de la NASA —dijo Corley—. De la misma forma en que agrandan las fotografías del Proyecto Mariner —Corley hizo una pausa—. ¿Ha hablado con usted algún representante del Departamento de Estado?

—No.

—Pero su gente ha hablado con usted.

—Mi gente, como usted dice, Corley, habla siempre conmigo.

—Referente a trabajar con nosotros. Le habrán aclarado que usted deberá ayudarnos con sus ideas y que nosotros nos encargaremos de ponerlas en práctica, ¿verdad?

—Así es, viejo amigo.

Kabakov y Moshevsky se bajaron en la embajada israelí. Esperaron hasta que el coche desapareció, llamaron un taxi y se dirigieron a la casa de Rachel.

—Corley sabe de todos modos donde estamos ¿verdad? —preguntó Moshevsky.

—Sí, pero no quiero que ese desgraciado piense que puede presentarse en cualquier momento —dijo Kabakov. Mientras hablaba no pensaba en Corley ni en el apartamento de Rachel. Estaba pensando en Fasil. Fasil. Fasil.

Muhammad Fasil estaba también sumido en sus pensamientos acostado sobre la cama del cuarto de huéspedes de la planta baja en casa de Lander. Fasil tenía pasión por los chocolates suizos y estaba saboreando uno en ese momento. En campaña comía el rancho de los fedayines, pero en privado le gustaba refregar el chocolate suizo entre los dedos hasta que se derretía, y entonces se los lamía. Fasil tenía unos cuantos placeres privados de ese tipo.

Poseía cierta dosis de una pasión superficial y la medida de sus emociones visibles era amplia pero no profunda. Pero él era en verdad profundo, y frío, y en esas frías profundidades anidaban ideas ciegas y salvajes que se rozaban y mordían mutuamente en la oscuridad. Había descubierto su personalidad muy temprano. Al mismo tiempo se encargó de hacerse conocer por sus compañeros de colegio, los que entonces lo dejaron solo. Tenía magníficos reflejos y una gran fuerza. No tenía miedo ni piedad, pero poseía malicia. Era la prueba viviente de que la fisonomía no es una ciencia exacta. Era delgado y bastante atractivo. Pero era un monstruo.

Resultaba curioso cómo los únicos que lo descubrían eran los más primitivos y los más astutos. Los fedayines lo admiraban de lejos y alababan su comportamiento en el campo de batalla, sin darse cuenta de que su frialdad era algo diferente del valor. Pero no le era posible mezclarse con los más ignorantes y analfabetos entre ellos, los que mordisqueaban trozos de oveja y engullían garbanzos junto al fuego. Esos hombres supersticiosos no tenían callos en sus instintos. Al poco rato de estar con él se sentían incómodos, y en cuanto sus modales se lo permitían se alejaban. Tendría que solucionar ese problema si es que pensaba convertirse en su jefe algún día.

Abu Ali también. Ese hombrecito inteligente, ese psicólogo que había recorrido los intrincados vericuetos de su mente, había reconocido a Fasil. Una vez, mientras estaba tomando el café, Ali describió uno de sus primerísimos recuerdos: un cordero que caminaba dentro de su casa. Le preguntó luego a Fasil cuál era su primer recuerdo. Fasil respondió que era el de su madre matando un pollo metiéndole la cabeza en el fuego. Después de haber hablado comprendió que ésa no era una conversación cualquiera. Afortunadamente Abu Ali no había podido hacerle daño a Fasil ante los ojos de Hafez Najeer, porque Najeer era a su vez un sujeto muy extraño.

Las muertes de Najeer y Ali habían dejado una brecha en la dirección de Septiembre Negro que Fasil pensaba llenar. Por ese motivo estaba ansioso por regresar al Líbano. Un rival podría surgir o hacerse fuerte en ausencia de Fasil dentro de las sangrientas guerras intestinas de la política de los fedayines. Había gozado de un gran prestigio en el movimiento después de la masacre de Munich. ¿Acaso no lo había abrazado personalmente el presidente Khadafy cuando llegaron a Trípoli los guerrilleros supervivientes para ser recibidos como héroes? Fasil tuvo la impresión de que el gobernante de Libia abrazó a los hombres que habían estado presentes en Munich con más emoción de lo que lo abrazó a él que era el que había planeado el golpe. Pero Khadafy había quedado indudablemente muy impresionado. ¿Acaso no le había entregado cinco millones de dólares de recompensa a Al Fatah por lo de Munich? Eso era otro resultado de sus esfuerzos. Si el golpe que pensaban dar en los Estados Unidos tenía éxito y si Fasil asumía la responsabilidad de ser su ejecutor, sería el guerrillero más famoso del mundo entero, más conocido aún que ese idealista llamado Guevara. Fasil creía que entonces podría contar con el apoyo de Khadafy —y el tesoro de Libia— para asumir el mando de Septiembre Negro y reemplazar eventualmente a Yasir Arafat como jefe máximo de Al Fatah. Fasil sabía perfectamente bien que todos los que habían tratado de reemplazar a Arafat habían muerto. Necesitaba tiempo para montar una base segura, porque los asesinos de Arafat se presentarían en cuanto hiciera el primer amago de asumir el poder.

Ninguno de sus propósitos podría cumplirse si lo mataban en Nueva Orleans. Originalmente no había pensado tomar parte en la acción, como no lo hizo tampoco en Munich. No tenía miedo de hacerlo, pero estaba obsesionado por la idea de lo que podría llegar a ser si vivía. Todavía estaría en el Líbano de no haber ocurrido ese incidente en el Leticia.

Fasil podía advertir que las posibilidades de escapar a salvo de Nueva Orleans no eran muy buenas según el plan actual. Su trabajo consistía en utilizar sus músculos y cubrir con sus armas a los que aseguraban la bomba al dirigible en el aeropuerto Lakefront en Nueva Orleans. No era posible sujetar la barquilla a la aeronave en ningún otro lugar, era necesario contar con el personal de tierra y el mástil de amarre porque el dirigible había de mantenerse bien firme al realizar el trabajo.

Lander podría engañar al personal de tierra durante unos cuantos minutos con la excusa de que la barquilla contenía un misterioso equipo de televisión, pero la treta no duraría mucho. Habría lucha y después del despegue, Fasil quedaría al descubierto en el aeropuerto, posiblemente rodeado ya por la policía. Fasil no consideraba ese papel digno de sus habilidades. Ali Hassan se habría encargado de cumplir con esa tarea de no haber muerto en el barco. Era indudablemente un trabajo que no justificaría la pérdida de Muhammad Fasil.

Si no lo apresaban en el lugar del despegue, la mejor posibilidad de escapar era secuestrar un avión y dirigirse a un país vecino. Pero en el aeropuerto de Lakefront, una propiedad privada en las márgenes del lago Pontchartrain, no había vuelos de pasajeros a larga distancia. Podría apoderarse de un avión privado con suficiente autonomía de vuelo como para llegar a Cuba, pero eso tampoco resultaría. Cuba no era un refugio en el que podía confiarse. Fidel Castro era duro con los piratas aéreos y si los norteamericanos se enfurecían, entregarían a Fasil sin más trámite. Además no contaba con la ventaja de un avión repleto de rehenes, y ninguna máquina particular era lo suficientemente veloz como para escapar de los cazas norteamericanos que se presentarían rugiendo desde numerosas bases costeras.

No, no tenía ninguna intención de caer en el golfo de México metido dentro de una cabina llena de humo, sabiendo que todo habría terminado en cuanto el agua lo rodeara y lo tragara. Eso sería una estupidez. Fasil era lo suficientemente fanático como para morir contento si ello era necesario para satisfacer su ego, pero no estaba dispuesto a morir estúpidamente.

Aun si conseguía escapar de la ciudad y llegar al aeropuerto internacional de Nueva Orleans, no había vuelos comerciales con suficiente autonomía como para llegar a Libia sin cargar combustible, y las probabilidades de llenar los tanques y escapar otra vez con éxito eran remotas.

El Templo de la Guerra se enfurecería como no lo había hecho desde Pearl Harbor. Fasil recordó las palabras del almirante japonés después del bombardeo de Pearl: «Temo que hemos despertado a un gigante dormido y le hemos infundido una terrible resolución».

Lo detendrían cuando se detuvieran a cargar combustible —si es que conseguía despegar en primer lugar. Posiblemente el tráfico aéreo sería paralizado minutos después de la explosión.

A Fasil le resultaba evidente que su lugar estaba en Beirut, dirigiendo un nuevo ejército de guerrilleros que acudirían en masa hacía él después de su triunfo. Si moría en Nueva Orleans fallaría en su deber para con la causa.

Resumiendo. Lander tenía evidentemente las condiciones para cumplir con el papel de técnico del golpe. Después de haberlo visto, Fasil quedó convencido de que estaba dispuesto a hacerlo. Dahlia parecía ejercer control sobre él. Quedaba solamente el problema del empleo de la fuerza física en el aeropuerto en el último momento. Si Fasil lograba encontrar una solución para ese problema, su presencia no sería necesaria. Podía estar esperando tranquilamente en Beirut con un micrófono en la mano. Una comunicación con Nueva York vía satélite pondría su imagen y su voz en las pantallas de televisión de todo el mundo en cuestión de minutos. Ofrecería una conferencia de prensa. Y se convertiría en un abrir y cerrar de ojos en el árabe más importante del mundo entero.

Lo único que se necesitaría sería un par de buenos pistoleros en el aeropuerto de Nueva Orleans, contratados en el último momento, bajo las órdenes de Dahlia e ignorando su misión hasta entrar en acción. Eso podría conseguirse. Fasil había tomado una decisión. Se quedaría hasta ver terminada la barquilla, se encargaría de que llegara a Nueva Orleans. Y entonces se iría.

A Fasil le parecía que Lander no progresaba lo suficientemente rápido en la fabricación de la inmensa bomba. Lander había solicitado la mayor cantidad de explosivos que podía transportar el dirigible, incluida la metralla, bajo condiciones ideales. No había esperado en realidad conseguir todo lo que había pedido. Y ahora que estaba en su poder pensaba utilizarlo en su totalidad. El problema residía en el peso y en las condiciones meteorológicas. ¿Qué tiempo haría en Nueva Orleans el 12 de enero? El dirigible podía volar bajo las mismas condiciones atmosféricas en que podía jugarse un partido de fútbol, pero la lluvia significaba un peso extra y en Nueva Orleans había llovido el año anterior mil setecientos cincuenta milímetros, muchísimo más que el promedio nacional. Un simple rocío que cubriera la gran superficie del dirigible pesaría más de doscientos kilos, cantidad que debería deducirse de su fuerza ascensional. Lander había calculado cuidadosamente la fuerza ascensional y estaría exigiendo el máximo a la aeronave cuando se elevara hacia el cielo transportando su carga mortífera. Si llegaba a ser un día claro con sol, podía contar con la ayuda del efecto de «recalentamiento», peso extra ganado al ser superior la temperatura del helio dentro de la nave, que la del aire externo. Pero si no tomaba medidas, la lluvia podía arruinar toda la operación. Cuando estuviera listo para ascender, parte del personal de tierra habría sido asesinado y no podía demorarse ni un segundo en despegar. El dirigible debía elevarse lo más rápidamente posible. Había partido en dos la barquilla calculando la eventualidad de una lluvia, de modo que parte de ella podría dejarse atrás si el tiempo no era bueno. Era una pena que Aldrich no utilizara uno de los dirigibles del surplus de la marina en lugar de este más pequeño, pensó Lander. Había pilotado aeronaves de la marina cargadas con seis toneladas de hielo, gruesas capas que descendían por los costados y caían formando una cascada cuando el dirigible llegaba a zonas de aire más caliente. Pero esos ejemplares desaparecidos hacía ya mucho tiempo, eran ocho veces más grandes que el dirigible de Aldrich.

El equilibrio debía ser prácticamente perfecto en la totalidad o tres cuartas partes de la barquilla. Lo que significaba tener lugares opcionales para el montaje del marco. Esos cambios habían tomado tiempo, pero no tanto como Lander había temido. Le quedaba un poco más de un mes antes de la fecha del partido. De ese mes perdería la mayor parte de las últimas dos semanas volando sobre otros partidos de fútbol. Lo que le dejaba diecisiete días de trabajo. Podía realizar todavía su último perfeccionamiento.

Puso sobre su mesa de trabajo una gruesa capa de fibra de vidrio de cinco por siete pulgadas y una pulgada y media de espesor. La plancha estaba reforzada con malla de alambre y combada en dos partes, como una tajada de melón. Calentó un pedazo del explosivo plástico y le dio la misma forma de la capa de fibra de vidrio, aumentando cuidadosamente el espesor del plástico desde el centro hacia los extremos.

Lander sujetó el plástico a la parte convexa de la lámina de fibra de vidrio. El artefacto parecía ahora un libro combado forrado de un solo lado. Encima del explosivo plástico colocó tres capas de una tela engomada, de las que se utilizan para los colchones de enfermos. Encima de todo eso puso un pedazo de una lona liviana erizada de dardos para rifle calibre 177. Los dardos estaban apoyados sobre sus bases chatas, pegados a la lona y más juntos entre sí que los clavos de la cama de un fakir. Al estirarse la tela sobre la superficie convexa del artefacto, las agudas puntas de los dardos se separaban ligeramente entre sí. Esta divergencia era el objeto de la comba del aparato, era necesaria para que los dardos recorrieran una trayectoria determinada al ser disparados. Lander había estudiado cuidadosamente la balística. La forma de los dardos contribuiría a estabilizarlos durante su vuelo, tal como las flechitas de acero utilizadas en Vietnam.

Agregó enseguida otras tres cubiertas de lona tapizadas de dardos. Las cuatro capas contenían en total, novecientos cuarenta y cuatro dardos. Lander había calculado que a una distancia de cincuenta y cinco metros cubrirían un área de noventa metros cuadrados, cayendo un dardo cada nueve centímetros cuadrados con la velocidad de una poderosa bala de rifle. Nada podría quedar con vida en la zona del impacto. Y éste era solamente el pequeño modelo de prueba. El verdadero, que colgaría debajo del dirigible, tenía una superficie y un peso trescientos diecisiete veces mayor y alcanzaba un promedio de 3,5 dardos por cada una de las ochenta mil novecientas ochenta y cinco personas que podía albergar sentadas el estadio de Tulane.

Fasil entró al taller en el momento en que Lander estaba colocando la cubierta exterior, una lámina de fibra de vidrio del mismo espesor que el caparazón de la barquilla.

Lander no le dirigió la palabra.

Fasil parecía prestar poca atención al objeto que estaba sobre la mesa de trabajo, pero comprendió lo que era y se quedó absorto. El árabe miro a su alrededor durante varios minutos, cuidando de no tocar nada. Era a su vez un técnico, entrenado en Alemania y Vietnam del Norte. No podía dejar de admirar la prolijidad y economía con que estaba construyendo la gran barquilla.

—Este material es muy difícil de soldar —dijo palpando el material para hacer la aleación—. No veo ningún equipo de soldar por aquí, ¿encargó que le hicieran el trabajo en otra parte?

—Pedí prestado el equipo a la compañía para el fin de semana.

—Veo que el armazón está libre de presiones, también. Y eso es presumir demasiado, señor Lander —Fasil lo dijo como un chiste elogiando la pericia de Lander. Había decidido que su deber era llevarse lo mejor posible con el norteamericano.

—Si el armazón se torciera y se quebrara la cobertura de fibra de vidrio, alguien podría ver los dardos al sacar la barquilla del camión —dijo Lander en un soliloquio.

—Creía que ya habría comenzado a empaquetar el plástico ya que solamente falta un mes.

—No está listo todavía. Tengo que probar algo antes.

—Quizás pueda ayudarle.

—¿Conoce usted el índice explosivo de este material?

Fasil meneó la cabeza pesarosamente.

—Es muy nuevo.

—¿Ha presenciado alguna vez una explosión con este plástico?

—No. Me informaron que es más potente que el C-4. Ya vio lo que pasó con el apartamento de Muzi.

—Vi un agujero en la pared y eso no es suficiente. El error más común al fabricar un artefacto para ser utilizado contra la gente es colocar la metralla demasiado cerca de la carga explosiva, porque de ese modo pierde su integridad al ocurrir la explosión. Piense en eso, Fasil. Si no lo sabe, debería saberlo. Lea este manual de campaña y se enterará de todos los detalles. Le traduciré las palabras difíciles. No quiero que se destrocen estos dardos durante la explosión. No me interesa que se llenen setenta y cinco institutos para sordos. No sé cuánto aislante se necesita poner entre los dardos y el plástico para protegerlos.

—Pero piense cuánto más se utiliza en el tipo Claymore…

—Eso no quiere decir nada. Estoy trabajando con distancias mucho mayores y un explosivo mucho más fuerte. Nadie ha construido hasta ahora un artefacto tan grande. Un Claymore es del tamaño de un libro de texto. Este es del tamaño de un bote salvavidas.

—¿En que posición estará situada la barquilla cuando sea detonada?

—Sobre la línea de los cuarenta y cinco metros y exactamente a treinta metros de altura, a lo largo del campo de juego. Puede ver cómo la forma de la barquilla se adapta a la curva del estadio…

—Entonces…

—Entonces Fasil, debo estar seguro de que los dardos se dispersarán en el arco correcto y que no se amontonarán en un solo lugar. Tengo una pequeña desviación dentro del caparazón. Puedo exagerar las curvas si es necesario. Averiguaré lo del aislante y la dispersión cuando detonemos esto —dijo Lander acariciando el artefacto colocado sobre su mesa de trabajo.

—Tiene por lo menos medio kilo de plástico.

—En efecto.

—Pero no podrá hacerlo explotar sin llamar la atención de las autoridades.

—Está equivocado.

—Esto es… —estuvo a punto de decir «una locura» pero se detuvo a tiempo—. Es muy apresurado.

—No se preocupe, árabe.

—¿Puedo verificar sus cálculos? —Fasil confiaba en encontrar una forma de evitar el ensayo.

—Adelante. Recuerde que éste no es un modelo a escala del costado de la barquilla. Contiene solamente las dos curvas compuestas, indispensables para dispersar la metralla.

—Lo recordaré, señor Lander.

Fasil habló en voz baja con Dahlia cuando ésta se llevó la bandeja.

—Habla con él —le dijo en árabe—. Sabemos que la bomba funcionará tal como está. Este asunto del ensayo no me parece un riesgo aceptable. Perderá todo.

—Quizá no funcione perfectamente —le respondió en inglés—. Tiene que estar a prueba de cualquier fallo.

—No es necesario que sea tan perfecto.

—Para él sí. Y para mí también.

—Cumplirá con el objeto de la misión, de lo que nos propusimos hacer, tal como está.

—Camarada Fasil, lo último que hará Michael Lander en su vida será apretar el botón en esa barquilla el 12 de enero. No verá los resultados. Y yo tampoco, si me precisa para acompañarlo en el vuelo. Tenemos que saber lo que ocurrirá después, ¿comprende?

—Comprendo que estás comenzando a hablar más como él que como una guerrillera.

—Pues entonces su inteligencia es muy limitada.

—Si estuviéramos en el Líbano te mataría por lo que acabas de decir.

—Estamos muy lejos del Líbano, camarada Fasil. Puedes hacer la prueba si alguno de los dos vuelve a ver el Líbano otra vez.