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La bomba que mató a Benjamín Muzi el jueves por la mañana había sido instalada veintiocho horas antes en la nevera por Muhammad Fasil, al que casi le costó una mano antes de colocar un detonador en el plástico. Porque Fasil cometió un error, pero no con el explosivo sino con Lander.

Era casi medianoche del martes cuando Lander, Fasil y Dahlia amarraron la lancha y cerca de las dos de la mañana cuando llegaron a la casa de Lander con el plástico.

Dahlia sentía todavía el movimiento de la lancha cuando entró al salón. Preparó rápidamente una comida caliente y Fasil, con el rostro gris por el cansancio, dio buena cuenta de ella en la cocina. Tuvo que llevarle el plato a Lander al garaje. No quería separarse del plástico. Había abierto una bolsa y tenía seis estatuillas puestas en fila sobre su mesa de trabajo. Dio vueltas a una en sus manos, la olió y la mordisqueó como si fuera un mapache con una almeja. Decidió que debía ser hexógeno de fabricación china o rusa, mezclado con TNT o kamnikita y una clase especial de goma sintética para unir la mezcla. La sustancia, de un color blanco azulado, tenía un olor particular que se adhería a los conductos nasales, como el de una manguera olvidada al sol, o el olor de un preservativo. Lander sabía que iba a tener que ponerse a trabajar rápidamente para poder tener todo listo durante las seis semanas que faltaban para el gran partido. Depositó la estatuilla sobre la mesa y se esforzó en tomar la sopa hasta que sus manos dejaron de temblar. No se molestó prácticamente en mirar a Dahlia y Fasil cuando entraron al garaje, este último ingiriendo una pastilla de anfetamina. El guerrillero se aproximó a la mesa de trabajo con la hilera de estatuillas, pero Dahlia lo detuvo presionando ligeramente su brazo.

—Por favor Michael, necesito medio kilo de plástico —dijo—. Para lo que estábamos hablando. —Hablaba como lo hace una mujer con su amante, dejando las cosas a medio decir en presencia de un tercero.

—¿Por qué no matan a Muzi de un tiro?

Fasil había pasado una semana bajo gran tensión custodiando el plástico almacenado en el barco y sus ojos inyectados en sangre se entrecerraron al oír el tono indiferente empleado por Lander. —¿Por qué no matan a Muzi de un tiro? —repitió imitándolo—. Usted no tendrá que hacer nada más que darme el plástico. —El árabe se aproximó a la mesa de trabajo. Lander movió su brazo con rapidez, sacó la sierra eléctrica del estante de abajo y la puso en funcionamiento, acercando la ruidosa hoja a medio centímetro de la mano de Fasil.

Este se quedó quieto como una estatua.

—Lo siento, señor Lander. No fue una falta de respeto —cuidado, con mucho cuidado—. Quizás no nos sea posible dispararle. Quiero cubrir cualquier eventualidad. Su proyecto no debe interrumpirse.

—Muy bien —respondió Lander en una voz tan baja que le resultó inaudible a Dahlia por el ruido de la sierra. Soltó el gatillo y la hoja dentada se detuvo. Lander cortó una estatua en dos con un cuchillo—. ¿Tienen un detonador y alambre?

—Sí, gracias.

—¿Les hará falta alguna pila? Tengo varias.

—No, muchas gracias.

Lander se dedicó nuevamente a su trabajo y no levantó la vista cuando Dahlia y Fasil se alejaron en su coche, dirigiéndose hacia el Norte, rumbo a Brooklyn para organizar la muerte de Muzi.

La estación de radio WCBS «Newsradio 88» transmitió el primer boletín relativo a la explosión a las ocho y media de la mañana del jueves y confirmó la identidad de Muzi a las nueve y cuarenta y cinco. El acto había sido consumado. La única posible conexión entre él y el plástico acababa de ser eliminada. El jueves se presentaba en forma favorable. Lander oyó que Dahlia entraba al taller. Le traía una taza de café.

—Buenas noticias —le dijo a la joven.

Escuchó cuidadosamente la repetición del noticiero mientras comía un melocotón.

—Ojalá pudieran identificar al herido. Existe una mínima posibilidad de que sea El Griego.

—No me preocupa El Griego —dijo Lander—. Me vio solamente una vez y no oyó lo que hablamos. Muzi no demostró ningún respeto por él. Dudo que le tuviera la más mínima confianza.

Lander hizo una pausa en su trabajo para mirarla recostada contra la pared comiendo el melocotón. Dahlia tenía pasión por la fruta. Le gustaba verla absorbida en un placer tan sencillo. Satisfaciendo su apetito. Le hacía sentir que no estaba complicada en todo el asunto, que no era peligrosa, que se movía alrededor de ella sin que pudiera verlo. Se sentía el oso bueno contemplando cómo alguien desempaquetaba las provisiones del campamento junto al fuego. Durante los primeros días que vivieron juntos, se había vuelto repentinamente muchas veces esperando ver malicia o astucia o desagrado en su expresión. Pero siempre era la misma: una actitud insolente y una expresión benévola en su cara.

Dahlia estaba bien al tanto de todo eso. Aparentaba estar observando con interés cuando él se dedicó nuevamente a fabricar el armazón de alambre, pero en realidad estaba preocupada.

Fasil había dormido la mayor parte del día anterior y toda esa mañana, pero no tardaría mucho en despertarse. Iba a estar entusiasmado por el éxito de su invento y debía evitar que lo demostrara. Dahlia sentía mucho que Fasil hubiera terminado su entrenamiento antes de 1969, cuando llegaron al Líbano los instructores chinos. Podrían haberle enseñado mucho respecto a modestia, algo que jamás aprendió durante su entrenamiento en Vietnam del Norte, ni en Alemania Oriental. Observó cómo los dedos largos de Lander manipulaban hábilmente el alambre de soldar. Fasil había cometido un error casi fatal con Lander y ella debía asegurarse de que no volvería a suceder. Debía hacerle comprender que si no actuaba con sumo cuidado, el proyecto podría tener un final sangriento en la propia casa de Lander. La mente rápida y salvaje de Fasil era necesaria para el éxito del plan, y su músculo y potencia eran esenciales para el penúltimo instante cuando debía sujetar el explosivo al dirigible. Pero tenía que mantenerlo a raya.

Fasil era nominalmente, su superior en la organización terrorista, pero esta misión había sido reconocida como de ella nada menos que por el propio Hafez Najeer. Más aún, era el trampolín hacia Lander y Lander era irremplazable.

Por otra parte, Hafez Najeer había muerto y Fasil no tenía que temer ya su ira. Y tampoco era muy progresista en sus opiniones sobre las mujeres. Sería mucho más fácil si todos hablaran en francés. Pensó que esa pequeña diferencia hubiera sido invalorable.

Como muchos árabes educados, Fasil practicaba dos tipos de comportamiento social. En las reuniones al estilo occidental, hablaba en francés y trataba a las mujeres con amabilidad y de igual a igual. Pero cuando estaba en medio de los tradicionalistas árabes, su innato chauvinismo sexual aparecía con toda su fuerza. Una mujer era una vasija, un sirviente, un animal de tiro con ninguna clase de control sobre sus necesidades sexuales, una cerda permanentemente en celo.

Fasil podía mostrarse cosmopolita en sus modales y radical en sus ideas políticas, pero Dahlia estaba segura de que en el vaivén de sus emociones, no estaba tan distante de los tiempos de su abuelo, la época de la circuncisión de las mujeres, clitoridectomía e infibulación, esos sangrientos ritos que aseguraban a la familia que no sufriría deshonra de parte de su descendencia femenina. Siempre le parecía advertir un leve desdén en su voz cuando la llamaba camarada.

—Dahlia —la voz de Lander le hizo volver a fijar su atención en él. El cambio no se registró para nada en su cara. Era un truco que había aprendido—. Alcánzame el alicate de punta fina —su voz era tranquila, su pulso firme. Buen presagio de lo que podría ser un día difícil. Estaba decidida a evitar las discusiones estériles. Dahlia confiaba en la inteligencia y dedicación básica de Fasil aunque no en su comportamiento. Tenía confianza en la fuerza de su propia voluntad. Creía en la auténtica comprensión y cariño que compartía con Lander y creía en los cincuenta miligramos de clorpromazina que había disuelto en su café.