XXXVII

Cuando la carta de su marido llegó a manos de Grace, con el matasellos de un pueblo distante, no se le pasó por la cabeza que Fitzpiers pudiera estar a solo uno o dos kilómetros de allí, y que yacía herido. Sintió cierto alivio al comprobar que no empleaba un tono demasiado amargo para referirse a la pelea con su padre, sin importarle la naturaleza del conflicto. Pero la frialdad dominante en aquella carta apagó definitivamente la incipiente chispa que las circunstancias habían prendido poco antes.

Desde su casa, se hizo saber a todo Hintock que el doctor se había marchado. Y, como solo la familia Melbury sabía que Fitzpiers no había regresado a su hogar la noche del accidente, no hubo ocasión de que brotara el alboroto en el pueblo.

Pasaron así los primeros días de mayo. Nadie observó, excepto las aves nocturnas y los animales, que una noche de mediados de mes, a altas horas, salió arrastrándose de la Casa Hintock una figura muy arropada que llevaba debajo de un brazo una muleta y en la otra mano un bastón. Dicha figura cruzó el prado hasta quedar protegida por el bosque, y luego emprendió una lenta y laboriosa caminata hasta alcanzar el punto más cercano de la carretera. El misterioso personaje iba tan disfrazado que ni siquiera su propia esposa lo habría reconocido. Como era de esperar, Felice Charmond resultó ser una experta en semejantes asuntos. En el trastero, se había encargado de emplear sus mejores trucos para disfrazar y pintar a Fitzpiers con sus viejas pinturas.

En la carretera, el hombre subió a un carruaje cubierto que lo transportó hasta Sherton-Abbas. Desde allí continuó hacia el puerto más cercano de la costa sur, y luego cruzó el canal.

Tres días después, todos supieron que la señora Charmond había llevado por fin a la práctica su plan tantas veces postergado de marcharse de viaje durante un largo periodo, y fijar su residencia en Europa. Salió una mañana de la manera menos aparatosa posible, sin llevarse con ella doncella alguna, aduciendo que habría de encontrarse con una en cierto punto de su ruta. Después de aquello, la Casa Hintock, abandonada tantas veces, iba a alquilarse. La primavera aún no dejaba paso al verano, cuando un rumor fulminante, basado en pruebas irrefutables, se extendió por la parroquia y por el vecindario: habían visto a la señora Charmond y a Fitzpiers en Baden, de una manera tan cariñosa que zanjaba toda la cuestión que había conmovido a la pequeña comunidad desde el invierno.

Melbury se había adentrado en el valle de la Humillación[105] aún más que Grace. Parecía que su ánimo se hubiera venido abajo por completo.

No obstante, una vez por semana iba al mercado, como era su costumbre. Y un día, mientras pasaba por la fuente, expresando con sus movimientos al andar el estado de sus pensamientos, oyó como una voz aparentemente familiar le llamaba por su nombre. Al volverse se encontró con un tal Fred Beaucock, un escribano de abogados que en su tiempo llegó a ser muy prometedor, y dandi local, a quien habían bautizado como el tipo más astuto de Sherton, y sin cuyo ingenio la firma para la que había trabajado no habría llegado jamás a nada. Después cayó en el fango. Recibía muchas invitaciones, cantaba en reuniones agrícolas y cenas de burgueses y, en suma, se abastecía de alcohol con más frecuencia de la recomendable tanto para su astuto cerebro como para su cuerpo. Perdió su trabajo y, después de una ausencia en la que intentó probar sus aptitudes en alguna otra parte, volvió a su pueblo natal, donde, en la época en que tuvieron lugar en Hintock los anteriores acontecimientos, ofrecía consejo legal a cambio de pagos asombrosamente pequeños, ejerciendo su profesión sobre todo en los bancos de las tabernas, en cuyos recovecos se le había oído hablar a menudo, mientras preparaba el testamento de los campesinos por media corona. En esos momentos pedía pluma, tinta y un folio de papel de medio penique, en el que escribía el testamento mientras se apoyaba en un pequeño espacio de la mesa que había limpiado previamente con la mano, en medio de los aros del líquido que dejaban las copas y los vasos. Es difícil desarraigar una idea implantada en los primeros años de vida, así que muchos viejos comerciantes todavía se aferraban a la idea de que Fred Beaucock sabía mucho de leyes.

Era él quien había llamado a Melbury por su nombre.

—Parece usted muy abatido, señor Melbury. Muy abatido, si me permite decírselo —observó cuando el comerciante de madera se volvió hacia él—. Pero, claro… Ya lo sé. Lo sé. Un caso muy triste, muy triste. Yo recibí formación en leyes, como usted bien sabe, y estos asuntos no me son desconocidos profesionalmente. Pues bien, la señora Fitzpiers tiene un buen remedio a su alcance.

—¿Cómo? ¿Qué? ¿Un remedio? —preguntó Melbury.

—Bajo la nueva ley, señor.[106] El pasado año se estableció un nuevo tribunal y, de acuerdo con el nuevo estatuto, veinte y veintiuno Victoria, capítulo ochenta y cinco, divorciarse es tan fácil ahora como casarse. No se necesitan más leyes aprobadas por el Parlamento. Ya no hay una ley para el rico y otra para el pobre… Pero pase usted a la taberna. Iba a tomarme un vasito de ron caliente, y allí se lo explicaré todo.

El razonamiento maravilló a Melbury, que no leía los periódicos. Y, aunque era un hombre severamente correcto en sus hábitos, y no deseaba entrar en ninguna taberna con Fred Beaucock (en cualquier otro asunto no habría permitido jamás que se le pudiera relacionar con un personaje como aquel), encontraba tan fascinante la idea de liberar a su pobre hija de sus ataduras que quedó desprovisto de toda facultad crítica. Fue incapaz de resistirse al exempleado de los abogados y entró en la posada.

Se sentaron a tomar el ron, que, obviamente, pagó Melbury. Beaucock se apoyaba en el respaldo del banco con un grave aire legal que difícilmente le permitiría prestarle atención al alcohol que tenía delante, el cual, no obstante, desapareció con misteriosa rapidez.

Qué parte de la exagerada información que Beaucock le proporcionó a su interlocutor acerca de las nuevas leyes de divorcio era el simple resultado de la ignorancia y qué parte correspondía directamente al engaño es algo que jamás se pudo precisar. Sin embargo, le narró una historia tan plausible sobre la facilidad con que Grace podría convertirse en una mujer libre que su padre quedó deslumbrado por el proyecto. Aunque Melbury apenas se mojó los labios, nunca supo cómo llegó a salir de aquella posada ni cuándo o dónde volvió a subir a su calesín para regresar a casa. Sí logró encontrar su hogar, aun cuando su cerebro parecía hervir ruidosamente, como un gong en plena intensidad de vibración. Antes de que pudiera ver a Grace, se topó accidentalmente con Winterborne, quien vio en él, como el concilio cuando contempló a Esteban, el rostro de un ángel.[107]

Se separó de su caballo, cogió a Winterborne de un brazo y se lo llevó consigo hasta un montón de ramas de roble descortezadas que yacían bajo un seto.

—Giles —comenzó en cuanto se hubieron sentado sobre los troncos—, ¡hay una nueva ley en el reino! Grace podría quedar libre con facilidad. Me he enterado por pura casualidad. Podría haber permanecido en la ignorancia diez años más. Puede deshacerse de él, ¿entiendes? Deshacerse de él. ¡Piensa en eso, amigo Giles!

Contó entonces lo que sabía de la nueva enmienda legal. Un amortiguado temblor en los labios fue toda la respuesta de Winterborne.

—Chico, todavía puede ser tuya, si la quieres —agregó Melbury. Sus sentimientos habían ganado cuerpo mientras pronunciaba estas palabras, y el sonido articulado de aquella vieja idea le nubló la vista.

—¿Está seguro de que existe esa nueva ley? —preguntó Winterborne, evitando la plena aceptación del último comentario de Melbury. Se sentía profundamente perturbado por la exultación que dominaba su ánimo, ensombrecido, no obstante, por la presencia de una duda pavorosa.

Melbury le dijo que no tenía ninguna duda, pues a partir de su conversación con Beaucock recordó que tiempo atrás había leído en el diario semanal una noticia sobre este cambio legal. Pero, como por aquel entonces no tenía ningún interés por tales medidas, lo había dejado pasar.

—Pero no pienso seguir teniendo dudas ni un solo día más —continuó—. Iré a Londres. Beaucock vendrá conmigo y encontraremos la mejor asesoría en cuanto nos sea posible. Beaucock es un abogado meticuloso; su único problema es su apetito feroz. Durante un tiempo fue el soporte y defensor de Sherton en cuestiones de ley.

Las respuestas de Winterborne eran de lo más vago. La nueva posibilidad le parecía casi impensable en ese momento. Giles era lo que se conocía en Hintock como «un tipo concienzudo», y si se mostraba tan cauto no era por falta de reciprocidad, sino por una taciturna renuencia que había aprendido a mostrar a lo largo de su vida.

—Grace no se encuentra bien —continuó el comerciante de madera, mostrando una o dos arrugas temporales de pura ansiedad que se habían unido a aquellas que el tiempo ya había implantado en su frente—. No es nada físico, ya sabes, pero se encuentra en un estado nervioso de decaimiento desde aquella noche de tanta ansiedad. No dudo de que se repondrá pronto… Y me pregunto cómo se encontrará esta noche. —Se puso de pie tras haber pronunciado estas palabras, como si se hubiera olvidado del estado de su hija durante demasiado tiempo, al dejarse llevar por aquella inmensa emoción de lo que la vida aún podía ofrecerle.

Habían conversado hasta que la tarde comenzó a teñir el jardín de tonos marrones y ahora se dirigían a casa de Melbury. Giles avanzaba un poco alejado de su viejo amigo, quien, estimulado por el entusiasmo del momento, superaba el paso más sosegado de Winterborne. El joven se sentía cohibido ante la perspectiva de poder estar en presencia de Grace como su restablecido pretendiente (seguramente la actitud de su padre se encargaría de presentárselo así) antes de que la información acerca del futuro de la chica fuera más definitiva. Aquel se parecía mucho al proceder de «aquellos que se precipitan donde los ángeles no se aventuran».[108]

No obstante, aún debían experimentar ambos un brusco escalofrío que vendría a contrarrestar las encendidas promesas del día. Acababa Giles de traspasar el umbral, detrás del comerciante de madera, cuando oyó que la abuela le informaba de que la señora Fitzpiers se hallaba aún peor que por la mañana. Como el viejo doctor Jones estaba en el vecindario, fueron a buscarle, y este les dio de inmediato instrucciones de que tenía que guardar cama. Sin embargo, no debían considerar grave su enfermedad. Sufría un ataque de nervios febril, resultado de los recientes acontecimientos, y sin duda se repondría en pocos días.

Winterborne tuvo, por tanto, que retirarse, quedando frustradas sus esperanzas de ver a Grace esa noche. Pero ni siquiera este empeoramiento en el estado de su hija pudo deprimir a Melbury. Sabía, dijo, que la constitución de Grace era robusta. Se trataba tan solo de una serie de problemas domésticos, y, en cuanto se viera libre, habría de florecer otra vez. Melbury hizo un buen diagnóstico, como suelen hacer los padres.

A la mañana siguiente, partió hacia Londres. Jones visitó de nuevo a la enferma, y le aseguró que podía ausentarse de su casa sin sentir ninguna inquietud, sobre todo con una misión como la suya, que muy pronto habría de poner fin a la incertidumbre de Grace.

El comerciante de madera llevaba uno o dos días fuera, cuando por todo Hintock corrió la noticia de que habían hallado el sombrero del señor Fitzpiers en el bosque. Por la tarde, llevaron el sombrero a casa de los Melbury, con la mala fortuna de que Grace se hallara presente. Sin duda, había estado en el bosque desde que Fitzpiers cayera del caballo, pero parecía tan intacto y tan limpio (el tiempo estival y el refugio de las hojas habían favorecido su conservación) que Grace no podía creer que llevara tanto tiempo oculto. En el estado en que se encontraba, un hecho tan nimio bastaba para poner en marcha su enfebrecida imaginación. Creyó que Fitzpiers aún se encontraba por los alrededores, y temía que apareciera de pronto. Su dolencia nerviosa desarrolló síntomas tan graves que el doctor Jones comenzó a mostrarse más serio de lo habitual, y la familia se alarmó.

Transcurrían los primeros días del mes de junio y, a esas alturas del verano, el cucú apenas dejaba de cantar un par de horas a lo largo de la noche. Las notas del pájaro, tan conocidas por Grace desde su infancia, suponían ahora para la pobre chica una auténtica tortura. El viernes siguiente al miércoles en que se produjo la partida de Melbury, el día después del descubrimiento del sombrero de Fitzpiers, el cucú comenzó a cantar a las dos de la madrugada desde uno de los manzanos de Melbury situado a tres metros de la ventana de Grace, con un grito repentino.

—¡Oh! ¡Ahí viene! —exclamó ella. Presa del terror, salió de la cama de un salto, dispuesta a tirarse al suelo.

Aquellos sobresaltos y terrores continuaron hasta el mediodía. Después de que la viera el doctor, este fue a hablar con la señora Melbury, tras lo que se sentó y meditó. Era indispensable eliminar ese terror continuo de su mente, fuera como fuese. Y él tenía una idea para lograrlo.

Sin decir una sola palabra a los miembros de la casa o al inquieto Winterborne que aguardaba en el camino, el doctor Jones se fue a su casa y una vez allí le escribió al señor Melbury, a la dirección de Londres que había obtenido de su esposa. En la misiva le hablaba de que debían asegurarle lo más pronto posible a la señora Fitzpiers que se habían tomado medidas para cortar el vínculo que se estaba convirtiendo en su tortura; que muy pronto sería libre y que, incluso, ya lo era en términos tácitos. «Si pudiera usted decírselo de inmediato, sería quizás la manera más directa de impedir que se produzca un gran perjuicio», decía el doctor. «Escríbale a ella, no a mí.»

El doctor fue de nuevo a Hintock el sábado y, con misteriosas palabras de consuelo, le aseguró a Grace que en un día o dos recibiría muy buenas noticias. Y así fue. El domingo por la mañana había una carta para Grace de su padre. Llegó a la siete de la mañana, la hora en la que el cartero solía pasar por Hintock. Grace se despertó a las ocho, ya que, por fin, había logrado dormir un par de horas, y la señora Melbury le entregó la carta.

—¿Puedes abrirla tú? —le preguntó.

—Oh, sí, sí —respondió Grace con débil impaciencia. Rasgó el sobre, desdobló la hoja y leyó lo que allí ponía. Un repentino rubor le tiñó cuello y mejillas.

Su padre había actuado con gran osadía. Le informaba de que no debía preocuparse más por el regreso de Fitzpiers porque pronto sería una mujer libre. Y si llegaba a desear casarse con su antiguo amor, y él confiaba en que así fuera porque también era ese su más profundo deseo, estaría en situación de hacerlo. Hasta aquí Melbury no había ido mucho más allá de lo que realmente pensaba. Pero a continuación extremó los hechos al añadir que las formalidades legales para disolver su unión estaban prácticamente concluidas. La verdad era que la carta del doctor había puesto al pobre Melbury en un estado de gran agitación, y Beaucock tuvo que emplearse a fondo para impedir que volviera de inmediato al lado de su hija. ¿Qué sentido tenía regresar ahora a Hintock a toda prisa?, le preguntó Beaucock. Lo único que podía curarla era la anulación del vínculo. Y, aunque aún no tuviera cita con el eminente abogado que habían ido a consultar, estaba a punto de verle, y aquel trámite era muy sencillo. Por tanto, el sencillo Melbury, acicateado por su alarma paternal ante el peligro en que su hija se hallaba, por los alegatos de su compañero y por la carta del doctor, finalmente claudicó, y se sentó para decirle sin rodeos a su hija que era virtualmente libre.

—Y también debería escribirle al caballero —sugirió Beaucock, quien, oliendo la notoriedad que aquel caso podría depararle, y el inicio de un largo proceso, deseaba que Melbury se comprometiera de forma irrevocable. A tal efecto, sabía que no habría nada más poderoso que avivar la pasión que Grace había sentido por Winterborne, para que su padre no tuviera corazón para rechazar la posibilidad de convertir en legítimo su amor cuando descubriera las muchas dificultades que iban a surgir en el camino.

El impaciente y nervioso Melbury se mostró muy complacido ante la idea de «ponerlos en marcha de inmediato», tal y como él mismo la expresó. Poner en marcha su tan postergado plan para reparar el daño cometido se había vuelto su obsesión. En la carta que le había dirigido a su hija, agregó un pasaje en el que sugería que debía alentar a Winterborne, no fuera a perderlo ahora. Y también escribió a Giles para decirle que el camino estaba virtualmente abierto para él, al fin. La vida es corta, declaraba. Él, su padre, envejecía. De la cuchara a la boca se cae la sopa. Grace debía recuperar el interés por Winterborne de inmediato. Que todo estuviera listo para cuando llegara el feliz momento de su unión…