XXVIII
Pasó una semana. La señora Charmond se había marchado de la Casa Hintock hacia Middleton Abbey, su lugar de destino, que se hallaba a dieciocho kilómetros de allí si se tomaba el camino; a un poco menos por los caminos de herradura[79] y los senderos.
Por primera vez, Grace advirtió que su esposo estaba inquieto; que, por momentos, se mostraba incluso dispuesto a evitarla. La escrupulosa cortesía del trato obligado entre simples conocidos invadió su carácter, pero aun así, cuando se sentaban a comer, parecía que apenas escuchaba los comentarios de Grace. Ya no le interesaban las pequeñas actividades de su esposa, mientras que a su padre no estaba lejos de tratarlo con desdén. Resultaba obvio que la mente de Fitzpiers se hallaba muy apartada de lo que era la existencia cotidiana de Grace, pero dónde se encontraba entonces era algo que ella no podía saber. Posiblemente en alguna región de la ciencia o de la literatura psicológica. Sin embargo, la esperanza de que Fitzpiers se estuviera sumergiendo de nuevo en aquellas elucubraciones que, antes de casarse con ella, habían hecho que la luz de su ventana resultara una característica distintiva de Hintock, estaba tan solo fundada en el hecho mínimo de que se iba muy tarde a la cama.
Un día se lo encontró a cierta distancia de Little Hintock, inclinado sobre una verja de High-Stoy Hill que se abría sobre el borde de una cuesta, cuyo declive llegaba hasta White-Hart o Blackmoor Vale, y luego se extendía bajo los ojos varios kilómetros más allá. Fitzpiers tenía la atención puesta en el lejano paisaje del este. Grace se acercó con tanto sigilo que él no la escuchó. Cuando estuvo junto a él pudo ver que movía los labios inconscientemente, como si estuviera concentrado en un ardiente tema visionario. Grace le habló y Fitzpiers se estremeció.
—¿Qué es lo que estás mirando? —preguntó ella.
—Estaba contemplando el viejo lugar de mi familia materna, Sherton-Abbas, por pasar el tiempo —dijo él.
A ella le pareció que miraba mucho más a la derecha de donde se encontraban la cuna y la tumba de sus dignos ancestros, pero no hizo ninguna observación. Lo tomó del brazo y caminó de vuelta a casa junto a él, casi en silencio. No sabía que Middleton Abbey se encontraba en la dirección de aquella mirada.
—¿Sacarás a Darling esta tarde? —le preguntó Grace.
Darling era la vieja yegua gris que Winterborne había comprado para Grace, y que Fitzpiers utilizaba constantemente. El animal había resultado ser una maravillosa compra, pues combinaba una docilidad perfecta con una inteligencia casi humana y, además, no era muy joven. Fitzpiers no estaba familiarizado con los caballos, y estas cualidades le parecían valiosas.
—Sí —respondió—, pero sin carro. Mejor cabalgaré. Ahora practico a caballo siempre que puedo, pues parece que puedo tomar más atajos así.
De hecho, llevaba una semana realizando ejercicios de equitación. Había empezado poco después de la partida de la señora Charmond. Hasta ese momento, lo normal era que se trasladara de un sitio a otro en coche.
Unos días después, Fitzpiers salió a visitar con el caballo a un paciente del valle antes mencionado. Eran las cinco de la tarde cuando se marchó, y para la hora de dormir no había llegado aún a casa. No había nada inusual en aquella tardanza, aunque lo que Grace no sabía era que, en esa dirección, Fitzpiers no tenía pacientes a más de ocho o nueve kilómetros de distancia. El reloj marcó la una antes de que Fitzpiers entrara en casa. Subió a la habitación con suma delicadeza, como si estuviera ansioso por no despertarla.
A la mañana siguiente, Grace se levantó mucho más temprano que él. En el patio se desarrollaba una conversación sobre la yegua. El hombre que atendía a los caballos, incluyendo a Darling, insistía en que la habían torturado, pues cuando llegó al establo por la mañana la encontró en un estado en que ningún caballo bien montado podía estar. Era verdad que el doctor la había llevado al establo cuando llegó a casa, por lo que no recibió los cuidados que habría tenido si el que hablaba la hubiera alimentado y cepillado, pero eso no explicaba su aspecto, sobre todo si el señor Fitzpiers solo había viajado hasta donde dijo. Contado así, el agotamiento sin precedentes de Darling fue suficiente para que se concibiera toda una serie de historias sobre brujas y demonios ecuestres, que circularon por la zona durante bastante tiempo.
Grace regresó a su casa. Al pasar por la habitación exterior alzó el abrigo que su esposo había arrojado de cualquier manera sobre la silla. Un billete de peaje cayó del bolsillo superior, y allí leyó que había sido expedido en Middleton Gate. Por lo tanto, Fitzpiers había visitado Middleton la noche pasada, una distancia de por lo menos treinta y seis kilómetros a caballo, ida y vuelta.
Durante el día hizo algunas averiguaciones y supo que la señora Charmond estaba alojada precisamente en Middleton Abbey. No pudo evitar sacar ciertas conclusiones, por muy extrañas que pudieran parecer.
Unos días después, Fitzpiers se preparó para salir de nuevo, a la misma hora y en la misma dirección. Grace sabía que la salud del poblador que vivía en esa dirección era un mero pretexto. Estaba segura de que Fitzpiers iba a reunirse con la señora Charmond, y le sorprendía sobremanera que aquella sospecha le provocara un enfado tan manso: no estaba muy alterada y sus celos eran lánguidos a más no poder, lo que hablaba claramente de la naturaleza del afecto que sentía por su esposo. La verdad era que su interés prenupcial por Fitzpiers se había basado más en una profunda admiración hacia un ser superior que en una tierna preocupación por el amante. Se asentaba en el misterio y la fascinación; el misterio de su pasado, de sus conocimientos, de sus habilidades profesionales y de sus creencias. Cuando esa estructura compuesta de ideales se vio demolida por la intimidad de la vida común, y ella descubrió que tan solo era un ser humano, como la gente de Hintock, necesitó de una nueva base para poder sentir por él un cariño incondicional y perdurable. Crear juntos una interdependencia comprensiva en que las mutuas debilidades pudieran convertirse en el fundamento de una alianza defensiva, que los protegiera de cualquier ataque exterior. Pero Fitzpiers no había suministrado esa inquebrantable confianza y honestidad de la que podría haber brotado aquella segunda unión. Por eso, ahora lo observaba con una emoción controlada mientras él traía de nuevo a la yegua.
—Caminaré contigo hasta la colina, si no tienes mucha prisa —le dijo, resistiéndose, después de todo, a dejarle marchar.
—Vamos, si quieres. Dispongo de bastante tiempo —respondió su esposo. Por tanto, condujo al caballo mientras caminaba junto a ella, aunque con evidentes muestras de impaciencia. Así avanzaron hacia la carretera, y ascendieron hasta la base de High-Stoy Hill y de Dogbury Hill, llegando justo a la verja en que ella lo había sorprendido asomado, diez días antes. Aquí terminaba la excursión de Grace. Fitzpiers se despidió de ella con afecto, incluso con ternura, y ella advirtió el cansancio de sus ojos.
—¿Por qué tienes que ir esta noche? —preguntó Grace—. Te han llamado dos noches consecutivas.
—Debo ir —respondió el, casi con tristeza—. No me esperes despierta.
Con estas palabras, se subió al caballo, se adentró en un ramal de la carretera y anduvo sin ninguna prisa por el declive del valle.
Grace subió la cuesta de High-Stoy, y desde allí observó el descenso de Fitzpiers y su travesía posterior. Se dirigía hacia el este. El sol de la tarde, que estaba de espaldas a ella, cayó de lleno sobre su marido en cuanto emergió de la sombra de la colina. A pesar de aquel proceder indigno, ella estaba decidida a ser leal si él demostraba su sinceridad. La decisión de amar al máximo puede llevar muy lejos al corazón, con tal de lograr que ese máximo se mantenga en perpetuo crecimiento. El precioso pelaje de la activa aunque empalidecida yegua permitía que tanto jinete como caballo fueran fáciles de distinguir. Aunque Winterborne había elegido a Darling con mucho cuidado para regalársela a Grace, ella nunca había montado a aquella lustrosa criatura. No obstante, su esposo encontró al animal bastante apropiado, particularmente ahora que le había dado por cabalgar, pues Darling aún podía aguantar perfectamente los viajes de distancia moderada. Fitzpiers, como otros hombres de su especie, despreciaba a Melbury y a los de su clase social, pero no se negaba de ninguna manera a gastar el dinero de Melbury ni a disponer para su uso personal del caballo que pertenecía a la hija de este.
Y, así, el encaprichado médico avanzó por el maravilloso panorama otoñal de White-Hart Vale, rodeado de huertas donde brillaban los rojos de las manzanas, las bayas y el follaje, intensificado todo gracias a la dorada luz del sol que ya declinaba. Ese año, la tierra había sido pródiga y aquel era el momento supremo de su abundancia. En los lugares más pobres, los arbustos se encorvaban bajo el peso de las zarzamoras y las bayas; las bellotas tronaban bajo los pies, y las cáscaras rotas de las castañas exhibían su contenido rojizo como si sus ansiosos vendedores las hubieran dispuesto en un mercado. En medio de tan magnífico espectáculo, algunos frutos parecían imperfectos, como la situación de la propia Grace, que se preguntaba si acaso existiría un lugar en el universo en el que la fruta no tuviera gusanos y en el que los matrimonios carecieran de penas.
Su Tannhäuser[80] seguía avanzando. Su paso lento y pesado hacía que aún fuera bastante visible. Si hubiera podido escuchar la voz de Fitzpiers en ese momento, se habría encontrado con que murmuraba:
Hacia la estrella polar de mi único deseo
revoloteaba yo, como una palomilla mareada, cuyo vuelo
recuerda el de la hoja muerta en el ocaso.[81]
Pero, en ese momento, Fitzpiers era un espectáculo silente para Grace. Pronto salió del valle para bordear una especie de alta meseta perteneciente a la formación de piedra caliza que tenía a su derecha y que iba a descansar abruptamente sobre una zona de frutos y tierra fértil. El carácter y la vegetación de las dos formaciones eran tan distintos entre sí, que la elevación calcárea, sobre el valle raso, parecía un depósito reciente, de pocos años de antigüedad. Fitzpiers siguió el filo de aquel terreno alto y abierto, y, como el cielo que se desplegaba tras él era de un violeta profundo, Grace aún podía ver la blancura de Darling recortada sobre el fondo. No obstante, ante sus ojos, ahora era solo una mota, una excentricidad de Wouvermans[82] reducida a dimensiones microscópicas. Por aquel terreno, gradualmente, fue desapareciendo Fitzpiers.
Grace había contemplado cómo la mascota que fuera comprada para su propio uso, por el sincero amor que alguien le había profesado siempre, debía llevar ahora a su propio esposo lejos de su lado para reunirse con un ídolo recién descubierto. Mientras reflexionaba sobre estas vicisitudes de caballos y esposas, vio cómo unas figuras subían por el valle hacia ella. Se hallaban ya bastante próximas, pero hasta ese instante habían quedado ocultas por los setos. Se trataba de Giles Winterborne, que avanzaba con dos caballos y una sidrera transportada por Robert Creedle. Ascendieron y ascendieron hacia ella, mientras un rayo de sol perdido iluminaba intermitente, como una estrella, las hojas de las palas utilizadas para moler la pulpa de manzana, que se habían convertido en espejos por la acción del ácido málico.[83] Grace descendió hasta el camino cuando Giles se acercó, y los jadeantes caballos pudieron por fin descansar tras haber completado el ascenso.
—¿Cómo te va, Giles? —le preguntó ella, obedeciendo a un repentino impulso de tratarlo con familiaridad.
Giles respondió con mucha mayor reserva.
—Estás dando un paseo, señora Fitzpiers —dijo—. En este momento el clima es muy agradable.
—No, ya voy de vuelta —respondió ella.
Pasaron los vehículos y Creedle con ellos. Winterborne caminó junto a Grace, siguiendo la estela del molino.
Por su aspecto y por su olor, Giles parecía el hermano mismo del otoño. Tenía el rostro quemado por el sol, del color del trigo; los ojos azules como las flores de aciano; las mangas y las perneras teñidas de manchas de fruta; las manos pegajosas por el dulce zumo de las manzanas; el sombrero salpicado de pepitas y, a su alrededor, flotaba esa atmósfera general de aroma a sidra que al inicio de cada temporada ejerce una indescriptible fascinación entre aquellos que han crecido en las huertas. El corazón de Grace se elevó por encima de su anterior tristeza como una rama liberada de un peso. Sus sentidos se deleitaban ahora en aquel súbito regreso a la naturaleza sin adornos. Se deshizo del miramiento de tener que ser una mujer refinada por la profesión de su esposo, y del barniz de artificialidad que había adquirido en las escuelas de moda, y volvió a ser la rudimentaria chica de campo, con sus instintos más tempranos y latentes.
La naturaleza es pródiga, pensó. Apenas acababa de hacerla a un lado Edred Fitzpiers cuando otro ser, que personificaba la virilidad caballerosa y pura, había surgido de la tierra, dispuesto a cogerla de la mano. Sin embargo, todo aquello no era más que un recreo de la imaginación que ella no deseaba alentar. Por lo que de repente, y para ocultar la confusa estima por Giles que había seguido a sus pensamientos, le preguntó:
—¿Has visto a mi marido?
—Sí —respondió Winterborne, dubitativo.
—¿Dónde?
—Cerca de la Reveller’s Inn. Vengo de Middleton Abbey. He estado allí toda la semana, haciendo sidra.
—¿No tienen su propio molino?
—Sí, pero están reparándolo.
—Creo… He oído que la señora Charmond está también allí, ¿es cierto?
—Sí, la he visto en su ventana una o dos veces.
Grace dejó pasar un intervalo antes de continuar:
—¿Tomó el señor Fitzpiers el camino que lleva a Middleton?
—Sí… Iba montando a Darling. —Como Grace no respondía, Giles agregó, con una entonación más suave—. ¿Sabes por qué se llama así la yegua?
—Oh, claro, por supuesto —respondió ella rápidamente.
Habían subido por la colina hasta una altura tal que todo el cielo del oeste se alzó ante ellos. Entre las nubes quebradas, podían ver los huecos más lejanos del cielo mientras seguían caminando. Sus miradas se adentraron en aquellas arcadas de oro tras dejar atrás pesados obstáculos: túmulos imaginarios, enormes piedras a la deriva, estalagmitas y estalactitas de topacio. Y, aún más al fondo, contemplaron delgadas láminas de incandescencia, antes de sumergirse en una suave masa de fuego verde sin fin.
Quizás el rostro de Grace evidenciara el placer que sentía al vivir aquel delicioso momento, después de haberse sentido tan maltratada. Quizás pudiera leerse en sus ojos su momentánea rebelión contra el orden social y su apasionado deseo de regresar a la vida primitiva. Winterborne la estaba observando, y su mirada se demoró en una flor que ella llevaba en el pecho. Casi con el ensimismamiento del sonámbulo, extendió la mano y acarició con suavidad la flor.
Grace dio un paso atrás.
—¿Qué haces, Giles Winterborne? —preguntó con enorme sorpresa. Sin embargo, la evidente ausencia de toda premeditación en el acto, la llevó a pensar con rapidez en que no era necesario defenderse con tanta dignidad en ese momento—. Debes tener en mente, Giles —continuó con amabilidad—, que ya no tenemos la misma relación de antes, y que algunas personas podrían decir que te tomas demasiadas libertades.
Aquello era más de lo que necesitaba oír: Giles se enfadó tanto consigo mismo por aquel acto de abandono que el rubor cubrió el bronceado de su rostro.
—¡No sé qué me pasa! —exclamó Giles ferozmente— ¡Ah, antes no era así!
Lágrimas de vergüenza inundaron sus ojos.
—No… Vamos. No ha sido nada. Te he reprendido en exceso.
—Ni se me habría pasado por la cabeza de no haber visto algo idéntico en otro lado… En Middleton, hace poco —dijo meditabundo, después de un rato.
—¿A quién viste hacer eso?
—No preguntes.
Grace lo observó con detenimiento.
—Lo sé muy bien —dijo ella, volviendo con indiferencia al tema—. Se trata de mi esposo. Y la mujer era la señora Charmond. Lo recordaste por asociación de ideas al verme… Giles, cuéntame todo lo que sepas. ¡Por favor, Giles! Pero no… No debería enterarme. Dejemos el tema en paz. Y, como eres mi amigo, no le dirás nada a mi padre.
Habían descendido hacia el valle nuevamente hasta llegar a un lugar en el que sus caminos se separaban. Winterborne continuó a lo largo de la carretera, que iba a dar a las afueras del bosque, y Grace abrió una verja para, por el contrario, internarse en él.