XVII

La aparición de Grace en la ventana para correr las cortinas ocurrió como consecuencia de un desafortunado incidente que tuvo lugar en la casa ese mismo día: nada menos que la enfermedad de la abuela Oliver, una mujer que jamás en su vida se había visto postrada por esta razón, hasta ahora. Como muchos otros para quienes un ininterrumpido historial de buena salud les ha hecho pensar que quedarse en cama es tan repugnante como la muerte misma, la abuela se había mantenido en pie hasta que, literalmente, cayó al suelo extenuada. Y, aunque hasta ahora rara vez se había tomado un día libre, la enfermedad la transformó en un personaje muy distinto de la abuela del patio y del taller de horquillas, siempre tan independiente. En cualquier caso, incluso estando enferma, se mostraba inflexible en un punto: por ningún motivo vería a un doctor, es decir, a Fitzpiers.

La habitación en que se hallaba Grace cuando la vieron los dos desde el exterior no era la suya, sino la de la anciana. Aquella noche, cuando la chica se dirigía a su propia cama, recibió un mensaje de la abuela diciéndole que le gustaría hablar con ella.

Grace entró en la habitación y colocó la vela sobre una silla baja que había junto a la cama. El perfil de la abuela tumbada se proyectó como una sombra, oscura como el carbón, sobre el encalado de la pared. La forma de su gran cabeza se magnificó aún más por un enorme turbante que llevaba puesto, que, en realidad, formaba parte de su enagua atada como una corona alrededor de las sienes. Grace puso un poco de orden en la habitación y, acercándose a la mujer enferma, le dijo:

—He venido, abuela, como pediste. ¿Nos permites que llamemos al doctor antes de que se haga más tarde?

—No quiero que venga —dijo contundente la abuela Oliver.

—Entonces iremos a buscar a alguien que te cuide.

—¡No lo soportaría! No… Quería ver a la señorita Grace porque tengo algo en mente. Querida señorita Grace, al final acepté el dinero del doctor.

—¿Qué dinero?

—Las diez libras.

Grace no comprendía.

—Las diez libras que ofreció por mi cabeza porque tengo un órgano cerebral grande. Cuando acepté el dinero, firmé un papel sin que me importara lo más mínimo. No quise decirle a usted que ya lo había arreglado todo con el doctor porque a usted le espantó la idea. Pero luego, cuando lo pensé mejor, deseé no haberlo hecho, y ahora no se me va de la cabeza. La muerte de John South por miedo al árbol me hace creer que moriré de esto. He querido visitar de nuevo al doctor y pedirle que me libere de la obligación, pero no tengo el valor de hacerlo.

—¿Por qué?

—He gastado parte del dinero, un poco más de dos libras. Me preocupa terriblemente. Moriré de pensar en ese papel en el que firmé con mi santa cruz, así como South murió de preocupación.

—Si le dices que queme el papel, estoy segura de que lo hará sin volver a pensar en él.

—Ya lo hice una vez, señorita, pero él se burló con crueldad. «Tiene un cerebro tan interesante, abuela», me dijo, «que la ciencia no puede permitirse el lujo de perderlo. Además, ya aceptó mi dinero…». ¡Por ningún motivo permita que su padre se entere de esto, por favor!

—No, no. Yo te daré el dinero para que se lo puedas devolver.

La abuela dejó que la cabeza en cuestión negara sobre la almohada.

—Aunque me sintiera lo suficientemente bien para llevárselo, él no lo querría. ¿Por qué tiene que estar tan interesado en ver el funcionamiento del cerebro de una pobre vieja como yo, habiendo tanta gente por ahí? No lo sé. Pero sí sé lo que me responderá. «Siendo una persona solitaria, abuela», me dirá, «¿qué importa lo que sea de usted cuando le abandone el aliento?». ¡Pues sí que me importa! Si supieras cómo me persigue por la habitación en mis sueños, me tendrías lástima. No sé cómo pude hacerlo. ¡Siempre he sido tan imprudente! Si tuviera a alguien que abogara por mí…

—La señora Melbury, estoy segura.

—¡Ay, pero él no la escuchará! Se necesita un rostro más joven para tratar con alguien como él.

Grace dio un respingo al comprender.

—No pensarás que lo hará por mí, ¿verdad? —dijo.

—Oh, pues claro que sí.

—De ninguna manera puedo ir a visitarle, abuela. No lo conozco.

—Ah, si yo fuera una joven dama —dijo la taimada abuela—, y pudiera salvar el esqueleto de una pobre vieja del hacha de un pagano para que descanse en una tumba cristiana, lo haría, y con mucho gusto. Pero nadie hace nada por una pobre vieja, excepto echarla a un lado.

—Eres muy desagradecida al decir eso, abuela. Aunque sé que estás enferma y que por eso hablas así. Créeme, aún no vas a morir. Recuerda cuando me dijiste que pensabas tenerlo esperando muchos años más.

—Ay, uno puede bromear cuando se encuentra sano, incluso en la vejez. Pero cuando está enfermo flaquea la alegría. Aquello que le parecía pequeño se vuelve grande, y lo lejano parece cercano.

Grace tenía los ojos arrasados en lágrimas.

—No quiero ir a verle con semejante misión, abuela —dijo Grace—. Pero lo haré si debo, para tranquilizarte.

A la mañana siguiente, Grace se dispuso a llevar a cabo su tarea con enorme reticencia. Al recordar la alusión de la abuela acerca de que una cara hermosa serviría para convencer más fácilmente al doctor Fitzpiers, se sintió aún peor, de modo que, contra toda lógica, se cubrió la cabeza con un velo de lana que ocultaba todo su rostro excepto el ocasional brillo de los ojos. De no haberla visto el doctor antes, aquella técnica podría haber servido para anular el motivo mismo de su periplo.

Su propio deseo, no inferior al de la abuela Oliver, de que nada se supiera sobre aquel extraño y grotesco quehacer, llevó a Grace a tomar todas las precauciones posibles para que no la descubrieran. El punto más seguro para salir era la puerta del jardín, pues la familia se hallaba reunida justo al otro lado. Salió a hurtadillas, y la mañana le pareció bastante intimidante. La batalla entre la escarcha y el deshielo seguía desarrollándose en el aire, de modo que de los árboles goteaba un agua incesante que iba a caer sobre las parcelas del jardín. Un agua que no dejaría crecer las verduras, aunque año tras año se sembraran allí, con esa curiosa regularidad mecánica que pone la gente del campo ante la desesperanza. El musgo que ahora cubría la amplia terraza que antes era de grava, estaba encharcado, y Grace seguía allí de pie, indecisa. Pero pensó en la pobre abuela, en sus pesadillas con el doctor persiguiéndola escalpelo en mano, y en la posibilidad de que un caso tan similar al de South terminara de la misma manera, y acto seguido echó a andar bajo la llovizna.

La naturaleza del recado y la narración de la abuela Oliver sobre el pacto post mórtem que había suscrito hacían que la imagen que Grace se había formado de Fitzpiers se tiñera de auténtico horror. Sabía que se trataba de un hombre joven, pero, como su único propósito era el de entrevistarse con él, toda consideración sobre su edad y posición social debía quedar apartada de su mente. Ahora que se había puesto en el lugar de la abuela Oliver, él era tan solo un implacable Jehová de las ciencias que no tendría piedad y que, en cambio, sí reclamaría su sacrificio. Un hombre que, de no ser por esto, habría preferido no conocer. Pero, ya que en un pueblo tan pequeño era improbable que transcurriera mucho tiempo sin que se toparan, tampoco había mucho que lamentar por tener que verle ahora.

Sobra decir que la imagen que se había hecho la señorita Melbury del doctor como un inquebrantable, irresistible y despiadado científico poco tenía que ver con la realidad. El verdadero doctor Fitzpiers era un hombre con demasiadas distracciones como para tener posibilidad alguna de elevarse a cualquier rango de eminencia en la profesión que había elegido, o, tan siquiera, para poder adquirir una amplia experiencia en la zona rural que por el momento había señalado como su campo de análisis. En el curso de un año, su mente se había acostumbrado a recorrer en un amplio tránsito solar todo el zodíaco del cielo intelectual. A veces se encontraba en el carnero, a veces en el toro. Un mes se hallaba inmerso en la alquimia, otro en la poesía. Otro mes en los gemelos de la astronomía y la astrología. Luego en el cangrejo de la literatura y la filosofía alemanas. Para hacerle justicia, habría que decir que se tomaba todos estos estudios como si estuvieran directamente relacionados con su propia profesión y, a la vez, con todo lo demás. Y fue en un mes de ardor anatómico, al verse sin posibilidad alguna de contar con un sujeto de estudio, cuando le propuso a la abuela Oliver la idea que ella le había referido a su señora.

Como se puede inferir de su conversación con Winterborne, recientemente se había sumergido con entusiasmo en la filosofía abstracta. Quizás su mente moderna y poco práctica, tendente a lo elevado, encontrara ese terreno más de su agrado que cualquier otro. A pesar de que sus ambiciones eran poco sistemáticas, la constitución mental de Fitzpiers no dejaba de tener su lado meritorio. A veces era, con toda honestidad, un verdadero investigador, aunque los rayos nocturnos de su lámpara, visibles a lo lejos entre los árboles de Hintock, iluminaran groseros libros dedicados a la emoción y a la pasión con tanta o quizás mayor frecuencia que sus tratados y matériel de ciencia.

Pero meditara sobre las Musas o los filósofos, la soledad de la vida en Hintock comenzaba a afectar seriamente a su impresionable naturaleza. El invierno en una solitaria casa de campo, alejado de la sociedad, es tolerable, incluso disfrutable y delicioso bajo ciertas condiciones, pero no eran estas las circunstancias que dominaban la vida de un profesional que había ido a caer en un lugar como aquel por pura casualidad. En la vida de Winterborne estaban siempre presentes Melbury o Grace, pero no así en la del doctor. Y era necesario contar con esa vieja asociación: el conocimiento biográfico o histórico, casi exhaustivo, de cada objeto, animado o inanimado, que se presentara en el horizonte del observador. Había que saberlo todo acerca de aquellas invisibles personas de antaño que habían atravesado a pie los campos que ahora se mostraban grises desde las ventanas; recordar de quién era el chirriante arado que había surcado la tierra; de quién eran las manos que habían sembrado los árboles que ahora formaban una cresta en la colina; de quién los caballos y los sabuesos que habían rasgado ese sotobosque; qué aves se posaban en los helechos de culantrillo; qué dramas de amor, celos, venganza o decepción se habían representado en las moradas, la Casa, la calle o el prado… Quizás el lugar dispusiera de gran belleza, majestad, salubridad y comodidades, pero si carecía de recuerdos que ofrecer, al final aburriría sin remedio a quien fuera a establecerse allí, que no podría contar con la oportunidad de interactuar con sus semejantes.

En circunstancias como esas, tal vez un viejo sueñe con tener un amigo ideal, hasta caer en las redes de cualquier impostor que decida ostentar ese título. Es posible que un hombre joven también sueñe con ese amigo ideal, pero resulta más probable que cierto humor en la sangre lo lleve, en cambio, a pensar en una amante ideal. Y, a la larga, el frufrú de un vestido de mujer, el sonido de su voz o el tránsito de su figura a través de su campo de visión, inflamará su espíritu con una llama que habrá de cegarle. En otro escenario, el descubrimiento del apellido y la familia de la atractiva Grace habrían conducido al doctor, si no a desechar de su mente a la chica, sí a cambiar el cariz de su interés por ella. En lugar de atesorar su imagen como algo singular, como mucho habría jugado con ella como si se tratara de un juguete. Pues él era ese tipo de hombre. Pero, dada su situación, no podía llegar a esa crueldad amatoria. Descartó toda reflexión deferente para con la chica, pero no pudo evitar seguir pensando en ella.

Así que continuó imaginando lo imposible. Y fue tan lejos en esa dirección fútil que, como suelen hacer también otras personas, llegó a construir diálogos y escenas en los que Grace era la señora de la casa solariega de Hintock, la misteriosa señora Charmond, y se mostraba particularmente dispuesta y deseosa de que él, y nadie más que él, la cortejara.

—Bueno, no es la señora Charmond —dijo al fin—, pero es una buena chica, muy dulce y excepcional.

A la mañana siguiente, desayunó solo como de costumbre. Caían finos copos de nieve con desgana, apenas suficientes para que el bosque se cubriera de gris, sin llegar nunca al blanco. No había una sola carta para él; tan solo una circular médica, y un diario semanal.

Desde que llegara a aquel destino, la rutina habitual en mañanas como aquella consistía en sentarse ante un gran fuego y leer, e ir haciéndose gradualmente con más energía hasta que llegaba la noche, momento en que se dedicaba, con la lámpara encendida y sintiéndose lleno de vigor, a un tema absorbente hasta la madrugada. Pero ese día no podía acomodarse en el sillón. Esa actitud de reserva a la que se había entregado recientemente, en la que toda su atención se centraba en los objetos de la mirada interior, desdeñando cualquier consideración externa, parecía haber sido trastocada mediante una insidiosa estratagema que le llevaba, por primera vez, a sentir interés por lo que pudiera suceder fuera de la casa. Caminó de una ventana a otra, y fue consciente de que la más fastidiosa de las soledades no era la soledad de la lejanía, sino la que excluía todo tipo de compañía apetecible.

La hora del desayuno pasó tediosa y la siguiente transcurrió en medio de la misma tónica, medio nevosa, medio lluviosa. El clima estaba en una de esas recaídas inevitables que tarde o temprano tiene que sufrir un tiempo demasiado radiante para la estación, como el que habían disfrutado en Hintock a la mitad del invierno. Para las personas que allí vivían, estos cambios no dejaban de tener su interés: los extraños errores que algunos árboles confiados habían cometido al florecer antes del mes apropiado, tan solo para ser detenidos ahora por los fríos deshielos,[44] o los errores de confianza similares en los que habían incurrido algunas aves impulsivas al construir unos nidos que luego se inundaban de aguanieve, impedían que la sensación de tedio se asentara en las mentes de los nativos. Pero estos eran los rasgos de un mundo ajeno a Fitzpiers y, como las visiones internas a las que había prestado atención de manera casi exclusiva repentinamente habían perdido todo su poder de absorberle, ahora sentía una melancolía indescriptible.

Se preguntaba cuánto tiempo más se quedaría la señorita Melbury en Little Hintock. La estación no era propicia para toparse accidentalmente con ella en el exterior y, de no ser por alguna casualidad, no veía forma alguna de que se conocieran. Una cosa sí estaba clara: cualquier vínculo con ella solo podía ser informal, por la debida atención que el doctor ponía en su propio futuro. A lo sumo, podía corresponder a la naturaleza de una leve seducción, pues él tenía ambiciosas metas que algún día le llevarían a esferas muy diferentes.

Con tal desgana, se tumbó en el sofá, que estaba construido, como en muchas viejas casas de campo en las que había corrientes de aire, con una cubierta por encima, lo cual era una gran mejora para el simple banco de madera. Se recostó y trató de leer, pero, como había estado despierto hasta las tres de la madrugada, el libro se le cayó de las manos y el doctor se quedó dormido.