El Reverendo y las corrientes de aire

El 23 de diciembre de 1897, el Reverendo dejó su casa en el balneario de Eastbourne, Sussex, y tomó el tren a Guildford, Surrey, para compartir con la familia el pavo de Navidad. Fue un viaje odioso. Llovían aguas de hielo, y los guardas entraban a cada instante en el vagón, envueltos en el vaho de la ventisca, para verificar los boletos. Del lado de afuera de las ventanillas, las corrientes de aire pedían a los pasajeros que les permitieran pasar, tratando de seducirlos con sollozos iguales a los del orgasmo. Cuando por fin el tren se acercó a Guildford brillaba un cono de sol, pero el Reverendo ya estaba exhausto y embargado de presentimientos de muerte.

En Eastbourne, había disfrutado siempre de relaciones excelentes con las corrientes de aire. A decir verdad, eran relaciones que con frecuencia habían estado a punto de ser íntimas. En las soledades de su casa, donde las corrientes podían retozar a gusto, el Reverendo se dejaba lamer las orejas, las bañaba con espuma de algas y las entretenía con títeres a cuerda y lechuzas de ojos azules que guardaba en los armarios. Pero las corrientes eran aficionadas al chisme y el Reverendo no se animaba a llevar la intimidad demasiado lejos. Estaba preparado para soportar el desprecio de los demás, no el escándalo.

Todas las corrientes de aire exhalan una misma naturaleza de perversión, pero mientras las de Eastbourne se satisfacían con pequeñas zancadillas espirituales al Reverendo (la peor de todas, el último verano, había consistido en quebrarle una tibia cuando estaba saliendo para la parroquia), las de Guildford eran impúdicas y buscaban su perdición eterna. Solían acercársele como una pandilla de mariposas embobadas y le danzaban hipnóticamente alrededor, tentándolo. Cuando el Reverendo trataba de acariciarlas, desplegando su experimentada ternura, las malditas asestaban arañazos en los bronquios o en las palabras, lo cual debe tomarse al pie de la letra porque las palabras le fluían visiblemente arañadas después de los ataques. Quiero decir que las corrientes de Guildford le acentuaban la tartamudez natural y le inflamaban las membranas bronquiales.

Tras la muerte del padre, en 1868, el Reverendo había comprado en las afueras del pueblo una mansión de tres plantas con una caballeriza que le servía como laboratorio fotográfico. Una noche, a poco de instalarse, estaba retratando a la pequeña Xie Kitchin en una pose que describiría en sus cartas como «desnudo con violín», cuando cierta corriente de aire se introdujo por la chimenea, y luego de centellar y de hamacarse en las pendientes más bien espesas del colodión que usaba para el revelado, le mordió la lengua con tal furia que al Reverendo se le escapó un redoble de tartamudo.

La pequeña Xie, vistiendo unas meras enaguas de lino, salió corriendo en busca de auxilio y dejó abierto el portón de la caballeriza. Al instante, otras corrientes que comadreaban a la intemperie se abalanzaron sobre el ya maltrecho Reverendo y entraron arremolinadas por los agujeros de su cuerpo, mientras él trataba de ahuyentarlas exorcizándolas con sus nombres propios, que eran iguales a los nombres de las niñitas retratadas en el laboratorio de fotografía: ¡Fuera, Xie! ¡Basta, Enid Bell! Cálmate ya, mi querida Dora.

Cuando el vicario de la iglesia acudió en su socorro lo encontró huyendo por el campo, sin más abrigo que una camiseta de frisa y aún trabado en lucha contra un par de corrientes que se habían apoderado de sus bronquios y a las que fue imposible desalojar hasta la primavera.

Pese a los ruegos de sus hermanas, el Reverendo no aceptó volver sino muy de vez en cuando a la mansión de Guildford. En 1875 le tomó allí una foto la señora Julia Margaret Cameron con su famoso lente de treinta pulgadas. En 1880 fue él quien fotografió a la pequeña Ellen Terry, dejando escrito en el negativo de vidrio esta enigmática leyenda: «Retrato de Porcia desvestida de Shylock». En 1881 encerró en la caballeriza a su amiguita Edith Blakemore para fotografiarla con una serpiente viva en el cuello, pero Edith se puso a chillar con tanta desesperación que los vecinos debieron acudir en su rescate, y arrebataron al Reverendo unas placas que ahora están expuestas en el museo de George Eastman con un título borroso, «The Snake Girl» o «The Naked Girl».

Por fin, en 1896 compartió con la familia la cena de Navidad y, como no la pasó mal, resolvió que al año siguiente se quedaría una semana, con la condición de que la servidumbre mantuviera siempre atizado el fuego de las chimeneas, para que tanto la casa como la caballeriza quedasen sumidas en un perpetuo clima de veinticinco grados.

Las hermanas mayores, convencidas de que hacía mucho estaba extinguido el peligro de otro incidente como el de Xie Kitchin, no concebían que el Reverendo viviese aislado, desdeñando los beneficios de su fama. Aunque la tartamudez se le había corregido hasta ser casi imperceptible, él seguía resistiéndose a dar conferencias o sermones, y prefería las cartas a las visitas. Dos o tres veces al año, recibía invitaciones del vicario de Guildford para predicar en la parroquia, pero le disgustaba la idea de cruzar la calle y quedar expuesto a la intemperie.

En la inclemente Surrey, Guildford era una isla de buen tiempo. Casi nunca nevaba antes de enero, y las ventiscas del norte se disolvían, al tropezar con Londres, en una dulce bruma. En 1897 los informes meteorológicos insistieron, con más énfasis que de costumbre, en que los últimos días del año no solo serían apacibles sino también templados. El Reverendo se quedó sin pretexto para esquivar la invitación. A mediados de noviembre escribió al vicario una de sus típicas cartas, que solo podían ser leídas cuando se las miraba en un espejo, comunicándole que predicaría sin duda en el oficio de Navidad sobre «Give us an heart to love and dread Thee», la plegaria que lord Kitchener había puesto de moda.

Al día siguiente la noticia se propagó por todo Londres y causó más revuelo que los resfríos de la Reina. En las cantinas, circulaban listas con las palabras que probablemente retorcería el Reverendo para causar unos efectos de irreprimible llanto, tal como había sucedido tiempo atrás en Christ Church, Oxford, y muchos apostaron a que pronunciaría las frases al revés, letra por letra, como ahora pasa cuando se retrocede una cinta de televisión.

Llevados por la curiosidad, cientos de peregrinos se instalaron en Guildford. A mediados de diciembre, ya no quedaban albergues vacantes, y aun así seguían apareciendo caballeros de importancia que habían cancelado sus cenas de Navidad y se aprestaban a pasar la víspera del sermón en el prostíbulo de Guildford. Allí estaban el anciano Thomas Cook, que seguía organizando viajes de turismo al continente por un módico desembolso de diez libras, y el archimillonario Cecil Rhodes, que venía de fracasar en una expedición al Transvaal, y el dibujante Aubrey Beardsley, que llegó extenuado por la tuberculosis, vistiendo un suntuoso hábito de penitente. Las damas lucían broches de diamantes, en homenaje al jubileo de la Reina, y en todas las esquinas del pueblo se vendían ramas de acebo y pasteles de ron a precios de apocalipsis.

A las cuatro de la tarde del día señalado, luego de dormir una larga siesta, el Reverendo salió al jardín de la mansión familiar, flanqueado por su hermana Frances y por su sobrino Stuart. Vestía una levita de paño negro, una capa forrada de pieles, un sombrero de copa y un embozo de lana. Había curiosos hasta en las ramas de los árboles, y no cabía la luz de un fósforo en los aledaños de la iglesia.

En la milenaria historia de Guildford, donde las emociones violentas son incontables, la entrada del Reverendo en la parroquia se recuerda sin embargo como la más conmovedora y sublime de todas las estampas. Llegó a la nave central con la cabeza ya descubierta y los ojos velados por una melancolía que solo podía ser propia de alguien que conversa con Dios en persona. Pasó entre las bandadas de tafetas y pecheras almidonadas que se ruborizaban al rozarlo, subió al púlpito y dejó caer la beatitud de una sonrisa antes de poner en movimiento el sermón que, por más de un motivo, sería inolvidable.

Creo que ha llegado el momento de revelar al lector la relación clandestina que el Reverendo había mantenido casi cuatro décadas atrás, cuando empezó a dar lecciones de matemáticas en Christ Church, con una corriente de aire que la posteridad conoce como Dolores Haze. Aquí yo la llamaré Dolly, ambarina Lolita, la pequeña.

Los victorianos la han descripto como una brisa malsana, sucia de polen, aficionada a mezclarse con los gases del incienso, pero en la casa de Christ Church asumía la apariencia de una preciosa niña de trece años, con piel de lirio y ojos verdes. Siempre se comportó con una docilidad inesperada en alguien que, como ella, había sobrevivido a una guerra civil y a toda suerte de abandonos.

Dolores Haze no era el retoño de una vulgar pareja anclada en Ramsdale, Massachussetts, como cierto emigrado ruso ha escrito por ahí, sino el residuo de una ventolera musculosa a la que el general George McClellan había reventado con una carga de pólvora en las riberas del Potomac, el mismo día en que se hizo cargo de los ejércitos de la Unión. La pequeña Dolores no tenía conciencia aún de que estaba viva cuando una segunda explosión la sopló, ya huérfana, hacia la bahía de Chesapeake, donde logró abordar una goleta inglesa que iba rumbo a Dover. Tres semanas viajó aferrada al palo de mesana, donde solían bajarla los marineros para refrescarse de las borracheras, hasta que al pasar por Eastbourne se les escabulló y saltó a tierra.

Era un crepúsculo de verano. Por la playa paseaban unos bañistas con parasoles. La pequeña Dolores estaba tan desorientada con su flamante libertad que, en el empeño por saludarlos, dobló las varillas de los parasoles y levantó enjambres de arena antes de entrar en el pueblo.

Lo primero que divisó Dolores en la calle mayor de Eastbourne fue la silueta del Reverendo, quien estaba distraído mirando un hormiguero de cálculos algebraicos. Invadida por una ternura irreprimible, le saltó al cuello. «Aquí está mi hogar», se dijo. «Me quedaré para siempre». Pero el siempre de las corrientes de aire no corresponde a ninguna idea de duración; es una tiniebla que ha sido separada de otra. Para ellas, siempre es lo que está detrás o, más a menudo, lo que nos llevamos por delante.

El Reverendo adoptó a Dolores ese mismo día. La llevó consigo a Christ Church, Oxford, donde disponía de una casa cómoda y discreta, y allí le armó un nido como de golondrinas junto a su austera cama de soltero. Empezó una larga estación feliz. Aunque la intimidad que compartían era tan inocente como la de una gata con su amo, las caricias de Dolly tenían tal vigor ovárico que, al recibirlas, el cuerpo del Reverendo se llovía por dentro. Al caer la tarde, no bien regresaba él de las clases de matemáticas, la pequeña le quitaba las botas y le calentaba los pies con su cabellera rubia. Se acostaban al mismo tiempo, cerrando los ojos mientras se desvestían, y jamás se olvidaba Dolly de lamerle los labios para que se durmiera.

Como el Reverendo no recibía visitas, la pequeña Lolita hubiera podido madurar en Christ Church sin sobresaltos si el nuevo decano del colegio, un helenista de casi sobrehumana erudición que había escrito el Greek Lexicon, no se hubiese aficionado a la compañía del Reverendo, sustrayéndolo todos los domingos a las caricias de Dolores.

Aparte de las amenidades de su conversación, el decano disponía de tres hijitas encantadoras, todavía impúberes, ante las cuales el Reverendo sintió, con más fuerza que nunca, la excitación de su deseo fotográfico. No tardó en pedir permiso al decano para llevarlas de excursión en bote por el Támesis y retratarlas allí, al pie de los olmos o en la mitad del río. La mejor dispuesta era la segunda de las niñas, que tenía unos enormes ojos rasgados por un asombro perpetuo. Pero no se quedaba quieta para la fotografía a menos que el Reverendo le contara historias de reinos donde los gatos olvidaban la sonrisa en la copa de los árboles y los ratones escribían caligramas antes de que los inventase Apollinaire.

Un sábado de julio alquilaron el bote de costumbre y remaron tres o cuatro millas río arriba, hasta las vecindades de Eynsham. Las niñas iban cubiertas ese día con sombreros azules y llevaban vestidos coronados por una golilla que hacía juego con sus peinados de paje. Pronto el calor se volvió espantoso y pareció que el paisaje estuviera por incendiarse. Los árboles habían desaparecido. Buscaron refugio junto a una parva de heno y se quedaron a esperar las brisas del mediodía para emprender el regreso.

Como había sucedido ya otras veces, el Reverendo se dispuso a fotografiarlas.

«No», dijo la hermana segunda. «Antes deberá contarnos una de sus historias».

Impaciente por el calor, el Reverendo se negó:

«Con este clima, las palabras no significan nada. Son aire. Apenas alguien las pronuncia, se evaporan».

«¿A quién le importa?», dijo la hermana segunda. «Cuéntenos una historia».

Así fue como el Reverendo empezó un largo relato en el que una de las niñas caía dentro de una ratonera y era juzgada por un tribunal de naipes. A intervalos, cuando amainaba el calor, el narrador se ponía de pie.

«Es todo por ahora. Hasta la próxima vez».

Pero las niñas tiraban de los faldones de su levita:

«¡Nada de eso! ¿No ve que ha llegado ya la próxima vez?».

Cuando por fin regresaron a Christ Church, la hermana segunda repitió a su padre la historia, confundiendo solo unas pocas comas.

«¡Qué entretenida es!», se sorprendió el decano. «Va a tener que escribirla, Reverendo».

Pero al Reverendo no le hacía ninguna gracia.

«¿Escribirla? ¿Cómo se podría escribir lo que ya está dicho? Las palabras no se pueden usar más de una vez».

«¡Hágalo, hágalo!», corearon las niñas.

«Tómelo como una orden», lo despidió el decano, sin ninguna cortesía.

Al Reverendo no le quedó más remedio que aislarse algunas semanas para cazar las palabras que ya habían sido dichas. Era una operación difícil, porque las palabras que se atrapan son siempre las que van delante. Las que han pasado ya, buscan su lugar natural, que nunca es el lugar donde se las puso, y allí no hay manera de encontrarlas.

Durante todo ese tiempo, no salió de la sala. Dormía en uno de los sillones y, cuando lo despertaba el hambre, estiraba la mano hacia una gran fuente de manzanas. El relato crecía y crecía, esquivando todos los sentidos que le salían al paso, cada vez más lejos de la realidad. Cuando el Reverendo tomaba conciencia de que todo lo que hicieran o dijeran los personajes resultaba inverosímil, se encogía de hombros pensando que un texto, a medida que se escribe, escribe también su lógica. Si la lógica no está adentro, no aparecerá por ninguna parte.

Mientras tanto, a Dolores no le importaba quedarse sola. Pasaba las horas envuelta en un halo de pereza, lamiendo barras de chocolate. Se contentaba con saber que el Reverendo estaba siempre allí, al alcance de su deseo, porque para ella, que tenía tan desarrollado el instinto nómade, amor era lo que se podía tomar, y no encontraba mucha diferencia entre lo que se podía tomar porque estaba allí y lo que estaba allí deseando ser tomado.

Un domingo, el Reverendo amaneció más agitado que de costumbre. Sin prestar atención a Dolores, se dio un largo baño con espuma de limón, planchó la levita, y luego de ordenar el manojo de papeles que había estado escribiendo partió excitadísimo a la casa del decano. Aunque la pequeña Dolly no tenía la menor experiencia de la vida, esos revoloteos la hicieron entrar en sospechas. Se deslizó hacia la sala e investigó entre las camisas sucias y los papeles apilados sobre el escritorio, donde dio con un terceto de fotos que le revelaron hasta qué punto el ostracismo de amor a que había estado sometida encubría la más perversa de las traiciones.

Las fotos eran de una niñita peinada con flequillo, de labios carnosos y nariz desafiante, que hubiera podido pasar por la hermana melliza de Dolores ni no fuera porque sus ojos se estiraban ligeramente hacia arriba, con una languidez tártara, en tanto que los de Dolly caían melancólicos sobre los pómulos. El pelo de las fotos, además, era oscuro.

Dolores intuyó de inmediato que aquella era la hija segunda del decano, pero su mayor tormento fue reconocer que las poses de la modelo, aquí disfrazada con harapos, más allá sentada sobre un butacón junto a un escuálido geranio, o bien de perfil contra un telón de árboles románticos, eran idénticas a las que el Reverendo había inventado para ella, la bienamada única, Loli querida, cuando acababan de instalarse juntos en Christ Church, y el lente de la cámara Giroux estaba solo al servicio de sus caprichos.

Era este amor nuevo, entonces, lo que había mojado la llama. La ira, el desencanto, el desconsuelo soplaron a Dolly mucho más lejos que la pólvora del general McClellan, pero no, como la otra vez, hacia provincias remotas, sino hacia la sabiduría que las corrientes de aire traen arrastrando de antepasado en antepasado. Se quedó quieta en su nido de golondrinas perfeccionando durante todo el día la venganza.

Cuando el Reverendo regresó a la casa, aún embriagado por los aplausos del decano y por la fascinación de las tres niñas, Dolly —que lo aguardaba agazapada detrás de la puerta de calle— le saltó a las fosas nasales y le clavó muy adentro el aguijón de su infecciosa naturaleza. El pobre hombre cayó desvanecido, con los bronquios a la miseria, y tardó varias semanas en reponerse.

Dolores había desaparecido, dejando en los muebles de la sala huellas de barro que se convertían en bosta al posarse sobre la foto de la hija segunda. El Reverendo supuso que podría sacudirse las cenizas del episodio si las soplaba con un palíndromo, pero al escribir en un cuaderno la frase mágica:

¿Ser o lodo?: Dolores,

se redoblaron tanto las trepidaciones de su lengua que debió suspender las clases, porque las letras del álgebra le salían repetidas y los alumnos nunca acertaban con el resultado de los teoremas.

Como no estaba en condiciones de hablar con nadie, aprovechó para seguir escribiendo la historia de la niña que caía en la ratonera, pero cuanto más cerca estaba del final, más se le desvanecía la imagen de la hija segunda y en su lugar asomaba, con la fragancia de los tiempos felices, el perfil de Dolly Haze.

Solo para no decepcionar al decano esquivó la tentación de abandonar la historia en cualquier punto. En las últimas páginas, los sentidos del texto se le salían de madre con facilidad. Para domesticarlos, los dibujaba. Pronto tuvo que renunciar también a ese consuelo, porque la cara de la heroína, que debía calcar los rasgos de la hija segunda, se le fue volviendo igual a la de Dolly.

Un día sintió el final en la punta de los dedos. Escribió: Qué piensas tú, cuál piensas tú, which do you think. Y subrayó: you, you. Quería que el cuento acabara con un mensaje cifrado a la pequeña Lolita. Ensayó un acróstico para el colofón, pero le salió demasiado explícito: «Dime, Dolores Haze, dónde te has ido / O te destriparé con mis rugidos». Explícito e indigno. Tras algunas vacilaciones, incurrió en un poema de abecedario y también fracasó. Pensó entonces en un sueño de amor que había tenido cuando se instalaron juntos en Christ Church. Lolita era una gata y lo traicionaba con el rey rojo del juego de ajedrez. El Reverendo se vengaba seduciendo a la reina. Al despertar, se divirtieron mucho con la historia. «Consideremos quién soñó todo eso», dijo Dolores. «Solo podemos haber sido tú o yo. Yo fui parte de tu sueño, por supuesto. Pero tú también fuiste parte del mío». «O el rey rojo pudo habernos soñado a los dos», había bromeado el Reverendo. Y aún desnudos, sin mirarse, tuvieron nostalgia del amor que no podían hacer.

De modo que, al fin, el cuento terminó con una pregunta: «¿Quién piensas tú que tuvo el sueño?».

Mientras escribía el último signo, el Reverendo se ilusionó con la idea de que Lolita, al leerlo, volvería a casa. La imaginó al otro lado del Atlántico, en Ramsdale o en los islotes del Potomac, con el libro en las manos. «¿Quién piensas tú que nos soñó, Dolores?». Se la figuró encaramándose a una goleta y regresando a Oxford. La sintió entre sus brazos. Era en vano.

Tal como el decano había pronosticado, el libro del Reverendo tuvo un éxito fulminante. Hasta la reina Victoria declaró en público su admiración. Un famoso dibujante de Londres se ocupó de las ilustraciones. A pedido del autor, impuso a la heroína los largos cabellos rubios y los ojos sombreados de Dolly. En algunas estampas, ella flotaba envuelta en vapores, tal como había sucedido en Eastbourne, cuando la vieron por primera vez.

El Reverendo, a quien la fama deparó otras amigas impúberes, solía pasar los veranos en Whitby enseñándoles a desenredar palabras. Consiguió fotografiar desnudas a treinta o cuarenta niñitas con autorización formal de los padres. Inventó para Isabella Bowman un juego matemático que le permitía besarla y abrazarla doce horas al día durante veintitrés semanas sin contar los domingos, lo que daba una suma de dos millones de besos, a razón de veinte por minuto.

Nada lo distrajo de la ausencia de Lolita salvo la vejez, que le llegó de repente.

Seguía temiendo a las corrientes de aire, pero solo por los recuerdos que podían arrastrar. Ya no quedaba ninguna que le hiciera mella.

Cuando el Reverendo empezó en Guildford el sermón de Navidad, aparecieron de pronto unas brisas amarillas flotando sobre las cabezas de los fieles. Las brisas rozaban la luz de los faroles incandescentes y se alejaban temblando. Tenían un aspecto párvulo y atontado, y parecían estar allí por equivocación. Para colmo, no había un resquicio por el que pudieran marcharse. Debían ser jóvenes de verdad (las brisas adultas son grises), y traían un perfume silvestre, campesino, el olor que las cavidades del sexo tienen cuando salen del agua.

En los periódicos de Guildford y aun en los de Londres, hay abundantes glosas del sermón y del incidente que lo interrumpió. Seguiré el relato del Times, que es el más cauteloso.

El Reverendo tardó un buen rato en hablar, acaso porque el silencio era mucho y no encontraba la fórmula adecuada para romperlo. Por fin, cuando se decidió, dijo una trivialidad:

«Le hemos pedido un corazón a Dios para amarlo y temerlo. Es lo normal».

Se distrajo luego explicando los dos signos contenidos en toda palabra normal: el signo del no y el signo del mal. Agotó el no, enumerando las teorías sobre las negaciones del amor y la ausencia del amado. De ahí al mal no había sino un tranco de ciego. El sermón naufragó en el aburrimiento.

Citaré al Times en este punto: «La atmósfera del templo se había tornado irrespirable y uno de los sacristanes tuvo a bien entreabrir la banderola situada a la derecha del púlpito. El Reverendo desplegaba uno de sus famosos juegos de lógica, a los que él bautizó como “cadenas de significados”. Recuérdese la conversión que hizo de la palabra “caballo” en “hierba” mediante la simple alteración de una letra en cada tránsito. El juego fue publicado por el Punch el 27 de mayo de 1879. Aquí lo reproducimos con su permiso:

HORSE

house

rouse

route

routs

bouts

boats

brats

brass

GRASS

»En el sermón de Navidad, los trueques de las letras fueron más chatos. El Reverendo pasó de “rebaño” a “pecado” y de “norma” a “mosca”. Adviértase la fragilidad en que había caído su noble imaginación. En ninguno de los dos casos, pudo modificar las vocales.

»Al llegar a la palabra “mosca”, lo acometió un estornudo. Hizo el ademán de cubrirse la nariz con un pañuelo, pero se lo impidió un súbito mareo. Antes de caer desvanecido, tartamudeó. Emitió un pedido de auxilio que no fue bien interpretado. El vicario creyó haber oído: “La bronquitis ha vuelto. Tengo muchos dolores. No me dejen morir”. Nuestro corresponsal en Guildford, que asistió al oficio desde un banco situado al pie del púlpito, ha informado que la frase fue, sin embargo: “Es Lolita. Ha vuelto. Dolores, mi Lolita. No la dejen partir”».

Tal como apunta The Times, el sermón había derivado hacia el aburrimiento. Una vez en el púlpito, el Reverendo parecía desvestido de su imaginación, asustado, como si estuviese viviendo solo con la mitad de lo que era.

Para salir del paso, recurrió a las cadenas de significados que tan bien dominaba, lo que produjo bostezos y suspiros en las señoras. Esos trajines del aire multiplicaron el número de brisas. Eran tantas que se las veía caer en el polvillo de las alas, como a las mariposas. Una de las brisas se posó en la nariz del Reverendo. Por su languidez, la brisa parecía un sentimiento. El orador había partido de la palabra «norma» y estaba llegando a «mosca» luego de pasar por «horca». Pero la impertinencia de la brisa en la nariz lo puso incómodo. El sermón se le desordenó. Los fieles perdieron la calma y se pasaron comentarios malévolos de mano en mano.

En aquellos tiempos, no se sabía que, por su naturaleza, las brisas están siempre alertas a las distracciones de la gente. No bien advierten que hay más de una distracción, forman un enjambre pulposo como mermelada y atacan, con más saña que las corrientes de aire. Eso fue lo que sucedió en la iglesia de Guildford. Las brisas confundieron sus naturalezas en una sustancia única y, elevándose hacia la balaustrada del púlpito, encararon al Reverendo.

Al oír las voces de auxilio que el Times recoge en sus dos versiones, el vicario corrió hacia el noble varón, que se había desplomado. Con el sacristán y otros dos caballeros, lo trasladaron en camilla hacia la mansión de la familia. Ardía en fiebre. Se podía oír el resoplido de las mucosas en los bronquios, hinchándose. Nadie volvió a ver a las brisas, pero eso no es extraño, porque los fieles se desbandaron al interrumpirse el sermón, y los bandazos de aire borraron todas las huellas.

Si bien era fácil adivinar que tras el enjambre de brisas solo podía estar la mano rencorosa de Dolores Haze, llama la atención que el Reverendo la hubiese reconocido de inmediato y que, aun malherido por ella, rogase que no la dejaran partir.

Las dos terribles semanas que siguieron al incidente aclaran, siquiera en parte, ese enigma de amor.

Si bien la bronquitis no cedió, el Reverendo se levantaba un par de horas al día y luchaba contra el sopor de la fiebre dibujando laberintos y crucigramas. La víspera de Año Nuevo, previendo que otro ataque de Lolita le resultaría gozoso pero fatal, verificó personalmente la temperatura de los termómetros repartidos por la casa, mandó sellar las banderolas de los cuatros y, aun privándose de contemplar el hundimiento de las praderas de Surrey en el blanco asfixiante del invierno, cruzó las ventanas de su dormitorio con maderos tiznados, que no solo ahuyentan los desarreglos del aire sino que también los exorcizan.

Escribió el inventario de las cosas que había amado y de las que ahora descreía, porque habían sido fugaces y tal vez fueran irreales:

Las imágenes impresas en los rollos de celuloide de la casa Eastman.

Un bote navegando por el Támesis rumbo a Eynsham.

El planeta Uranus tal como se veía en el telescopio de sir John Herschel.

La inscripción «Sur Anus» en la punta del telescopio.

Los cuadros de Hyeronimus Bosch que se parecían a los dibujos de John Tenniel. Y viceversa.

Las sonatas de Beethoven que se parecían a los sonetos de Shakespeare.

El cono de sol macizo que había abrumado a Dolly en la playa de Eastbourne.

El nido de golondrinas de Dolly. El perfume del nido. Las pelusas del perfume.

El juego de lógica que Aquiles aprendió de la oruga Tortuga en el país de Aquí Es: «Las nueve cosas amadas que son iguales a una décima son iguales entre sí».

El 5 de enero supo que su cuñado Charles Stuart Collingwood había muerto de un ataque al corazón. Se quedó en vela toda esa noche, oyendo cómo rondaba la muerte. Sintió que a él también le llegaba el fin y que nadie lo esperaba en la otra orilla del río. Vamos siempre demasiado lejos y, cuando ya estamos allí, en el lejos, descubrimos que nunca nos hemos movido.

Escribió a Stuart, el sobrino favorito, una carta que debía ser abierta diez años después de su muerte.

Ordenó que la mansión de Guildford, llamada The Chestnuts en homenaje a los espléndidos castaños del fondo, se llamase The Chestcold para celebrar la gloria del último catarro bronquial.

Dejó inconcluso un poema de abecedario. Lo encontraron días después en el prostíbulo de Guildford, desgarrado por las corrientes de aire:

A cepta de mis bronquios doloridos

B sos no de caverna sino de ala

C deme a cambio la sonrisa rala

D esos pechos que luces tan erguidos

E ilumíname, Dolly, los latidos.

El 14 de enero se levantó sin fiebre. Afuera brillaba un cono de sol impenetrable como el diamante. Su hermana Frances, a cuyo cuidado estaba la temperatura de los cuartos, advirtió que en el dormitorio del Reverendo hacía más calor que de costumbre. El enorme termómetro que colgaba del techo marcaba, sin embargo, cero. Frances convocó al boticario que había marcado la escala de los grados en el tubo de mercurio y, aunque el buen hombre se afanó calentando el tubo con un mechero, la marca siguió en su quicio. El Reverendo, que había observado con impaciencia la operación, insistió en que el problema no era de física sino de lógica. Pese a las protestas de Frances subió a una escalera, acarició el bulbo terminal del termómetro como si fuera un pezón, y el mercurio trepó en el acto hasta los veinticinco grados.

«¡Ya lo decía yo!», se jactó el Reverendo. «Lo que pasa es que algunos termómetros se distraen lamiendo chocolate».

Al llegar a la última sílaba, palideció. Se llevó las manos a la nuca. Frances lo vio debatirse contra una oscuridad sin fin que le rodeaba el cuello y que se movía como una exhalación entre los pantalones. Cuando el Reverendo cayó del tope de la escalera ya estaba muerto.

Apéndice

La carta que el Reverendo escribió a su sobrino Stuart el 5 de enero de 1898 fue abierta en Christ Church, Oxford, a fines del invierno de 1910, en presencia del nuevo decano, del vicario de Guildford, del propio destinatario y de sus tíos Elizabeth, Louisa, Skeffington y Edwin. La señora Alice Hargreaves asistió como invitada especial. El mensaje que contenía era breve y en más de un sentido indescifrable:

«Mi querido Stuart,

»Ahora que la muerte de tu padre te ha convertido en jefe de la familia, cuenta con todo mi amor y simpatía.

»Ya antes del infausto golpe que has recibido pensaba confiarte lo que vi en el púlpito de la iglesia de Guildford la pasada víspera de Navidad, durante mi sermón. Si ahora importuno tu dolor con mi revelación es porque no puedo esperar.

»Debes saber, contra lo que suponía el vicario, que no fue la bronquitis lo que me desmayó en la iglesia sino el amor. ¡Todo sucedió tan rápido! Yo estaba llegando al punto cardinal del sermón cuando reapareció ante mis ojos, querido sobrino, la corriente de aire que durante más de treinta años creí perdida. El cuerpo de aquella dulce niña vino a mí dividido en ejemplares raros de mariposas hembras pertenecientes a la especie Lycaeides sublivens Nabokov, cuyos estambres puedo, como sabes, identificar de inmediato.

»Por una parte vi lo que tú llamarías, con propiedad, el cuerpo: las pestañas, las uñas de los pulgares, las tetitas nacientes, el moretón del hombro que le produjeron no sé si la guerra de Secesión o un partido de tenis que perdió en Elphinstone, Colorado. Y estaban por otro lado los sentimientos que le había ido dibujando el tiempo sobre las alas amarillas: sus demoledores celos, querido Stuart, y la pasión que aún sentía por mí y que yo había derrochado.

»Aunque cuando la vi se me despegó el ser, y sentí con cuánta facilidad yo hubiera podido corregirme como persona en cada instante de la vida, desviando una partícula de mí hacia otra parte, hasta ser algún día otro por completo, ni siquiera en ese instante de lucidez fui capaz de mudarme a su naturaleza etérea como, años atrás, ella se había mudado a la mía; no pude ser Dolores (pues tal era su nombre) ni acompañarla al otro lado de los espejos, ahogándome en mis lágrimas. Si convivimos con nuestros sueños, querido Stuart, ¿qué nos impide quedarnos para siempre adentro de ellos?

»No te abrumaré más, sobrino. Dentro de diez años, cuando llegue el momento de abrir esta carta, creo que ya tú y el mundo estarán en condiciones de verificar si el trío de proposiciones en forma de silogismo que anotaré a continuación tienen una conclusión correcta:

»Un emigrado ruso nunca muere de amor.

»Lolita ha muerto de amor.

»Lolita no era un emigrado ruso.

»¿O quizá diez años son demasiado poco? ¿Quizá se necesitarán cincuenta?”.